18
Caminaba por un desierto helado. Estaba desnudo y los pies se me hundían hasta los tobillos en la nieve. Las estrellas habían sido hurtadas del firmamento y el cielo resultaba negro como la pez. Tenía mucho frío. Caminaba, aterido, por la estepa glacial, dando diente con diente. En medio de las tinieblas alguien se apiadó de mí y un cuerpo me abrazó transmitiéndome su calor. Dedos suaves como alas de mariposa, tan diferentes a lo que debían ser los de las hijas de Cleis, me revolotearon por el tórax. «Arthur —musité, creyendo identificarlos—, dame calor».
Caímos en la blanda nieve que se fundía al contacto de los cuerpos. La piel de Arthur era como melocotón. Pétalos de rosa me llovían en el pubis. Estrechamente ceñido a Art el panorama cambió. Reposábamos ahora en la negrura sin estrellas sobre una duna del desierto arenoso. Los hielos quedaban muy lejos. La aterciopelada oscuridad se llenaba de caricias. Henchido de amor me derramé inundando de cariño el cuerpo de mi benefactor.
—¡Al fin! —sonó una voz de soprano, satisfecha.
Alcé los párpados. Ya no estaba en desierto alguno, sino en mi prosaica oficina. En el suelo, desparramados, los claves que la víspera, como todos los días, había subido Frank cumpliendo el encargo que le tengo hecho. La falda, la blusa, la combinación, el bolso, las bragas, la peluca y el resto de los adminículos que compusieran mi disfraz, aparecían dispersos junto a los fragmentos del florero de cristal.
Reposaba sobre el sofá de pana sintética y una cabellera trigueña se me desparramaba sobre el hombro, cosquilleándome el cuello. Me hallaba sin ropas, como Triple M que descansaba a mi lado, los pechos enhiestos con las consabidas manchas de mi sangre en sus cimas, subiendo y bajando al compás de la respiración satisfecha. Aún vibraban las aletas de la nariz grande y sensual. El labio superior, más fino, se recogía en una mueca de fiera dejando al aire sus dientes de gran tamaño, mientras el inferior, más carnoso, colgaba húmedo y feliz. En las pupilas se advertían verdosidades marinas. Un rayo de sol, colándose por la ventana, le bañaba el vientre liso como una tabla.
—Lo has conseguido… —murmuré con laxitud.
—Me ha costado horas, no vayas a creer.
—¿Por qué lo has hecho?
—Lo necesitaba.
—¿Por qué has venido?
—Porque no venías tú.
—Eres una sucia.
—Tú me obligas.
—No debías aprovecharte de mí…
—Me lo ha recomendado el sexólogo.
—Estaba fuera de combate…
—Era la única manera.
—Me has engañado…
—Qué más da.
—No lo harás más…
—Eso ya lo he oído antes.
—No debiste pegarme…
—A oscuras te confundí con otra.
—Tengo ganas de desayunar…
—Eso está hecho.
Bajó del diván pasando sobre mí. Alguien golpeó con los nudillos sobre el cristal rotulado con caracteres rococó. Tatiana abrió la puerta y en la oficina entró la silla de Huston Orrin Stradivarius con su dueño a bordo, empujada por Kristine Kleinman.
—¡Tatiana! —baló al verla vestida de aquella guisa, o sea, vestida de desnuda.
Miró en mi dirección.
—¡Señor Flower! —exclamó, sin creérselo.
—Buenos días, Huston —saludó mi violadora habitual como si aquella fuera la situación más normal del mundo—. Visita de negocios, si no me equivoco.
Sentose en el sofá y procedió a ponerse las medias con toda parsimonia, pasándose las manos por las pantorrillas largas y espectaculares de forma narcisista. Metió los pies en unos zapatos de víbora malaya y cogiendo mi disfraz se encaminó hacia el otro cuarto.
—Por mí no se preocupen. Prepararé café mientras charlan.
Pasé detrás de la mesa, sintiéndome más a cubierto. Me coloqué el sombrero en la cabeza, que era lo único que tenía para vestirme, sintiéndome con más autoridad, y encendí el primer turco del día. La señorita Kleinman, cortés, había pasado al antedespacho.
—¿Bien, coronel?
Tenía una expresión sombría. Parecía haberse visto obligado a dejar el ataúd para acercarse a los Sausalito y no le agradaba.
—Estuve llamándole todo el día de ayer…
—Me encontraba fuera.
—Esta mañana he vuelto a intentarlo pero su teléfono estaba descolgado…
—Habrá sido cosa de Tatiana.
—Verá, Flower. Están pasando cosas extrañas. Atentaron contra mi hijo Clyde…
—Lo sé.
—Ayer pusieron una bomba de relojería en el coche de Stephen…
Esto era nuevo para mí, pero no dejé traslucir la menor impresión. Levanté una ceja.
—¿Algo irreparable?
—Por fortuna debía adelantar, porque estalló antes de que él lo ocupase.
—¿Estaba asegurado el coche?
—A todo riesgo.
—Entonces no se atribule.
—También visitó a Berenice un tipo gordo y rudo, acompañado por dos pájaros con pinta de matones.
—¿Algo más?
—La entrevista alteró a la niña, Flower. El chófer y la doncella parecen muy asustados, pero ninguno de los tres quiere decirme nada. Se lo he contado a Clyde y no me ha hecho caso. El gordo quedó en recogerla a la hora de almorzar. ¿Quiere que llame a la policía?
Moví la cabeza negativamente.
—Déjelo de mi cuenta, coronel. En cuanto desayune saldré para Pasadena. Su hija está en buenas manos.
La serenidad de que hacía gala le infundió confianza. Murmuró palabras inconexas y se marchó en busca de la señorita Kleinman. Tuvieron el detalle de no entretenerse en sus juegos de costumbre bajo mi techo.
De la cocinita llegaba un tentador olor de café y de huevos fritos con bacón. Nos sentamos Tatiana Tereskova y yo, con la diminuta mesa por medio, comiendo y bebiendo. De un lado, el sagaz detective cubierto sólo por el sombrero. Del otro, la millonaria con furor uterino, vestida solo con las medias. Una escena casi doméstica. Para que luego digan.
—Los huevos estaban ricos… —alabé con los últimos tragos de café.
—Se me dan muy bien los huevos —contestó turbiamente.
—He desayunado estupendamente —me puse en pie.
—A mí me falta el postre —me imitó.
—Tengo que hacer —cogí mis ropas de hombre.
—¿Me vas a dejar sin postre? —me empujó hacia el frigorífico, hasta que la manija se me clavó en los riñones.
—Basta, Tatiana —dije, sin perder la calma—. Como lo intentes otra vez, te doy un disgusto. El trabajo es lo primero.
Vio la ruda determinación que me poseía.
Se hizo a un lado.
Me puse un terno de tonos de durazno en sazón, me coloqué la sobaquera con la detonadora ya que podía tener un tropiezo con Morny, perfumé la sobaquera que es algo que hacen muy pocos en esta profesión, y salí.
Cumpliendo lo prometido estacioné antes de la hora debida ante la finca del coronel, en compañía de la botella de «peppermint» para poder hacer más llevadera la vigilancia.
El «Mercury» de Morny con Gordo como único ocupante, recogió sin oposición a Berenice, comenzando la rutina. Almorzaron otra vez en «Tigertail» demostrando ser gente de un solo restaurante, se demoraron bastante en la sobremesa, se marcharon al garito a darle al martini y a la ruleta, se entretuvieron hasta el oscurecer y me dieron una de las tardes más aburridas de que guardo memoria. En cambio, para compensar, lo que vino fue de lo más agitado. A las nueve y veinte salían a la calle, con la merluza reglamentaria, el bolso de la chica más hinchado que el vientre de una preñada de ocho meses, y con Fatty carcajeándose y metiéndole en el escote los billetes que no cabían en el bolso.
En plan de originalidad no hubo ni «Cadillac», ni cambio de la joven de un vehículo a otro. El «Mercury» arrancó y mi Sedán se les pegó detrás, que me encanta por lo que eso tiene de simbólico.
Tomamos la general y viajamos hacia Bel-Air. Antes de las diez llegábamos a Stillwood Crescent Drive, en la suave curva al Norte de Sunset Boulevard, más allá del campo de golf del Club Bel-Air, en la zona de chalets vallados y cercados. Durante el trayecto creí ser seguido por un coupé de tonos gaseosa, pero luego fue rebasado por una Limousine parecida a la utilizada en el atentado contra Clyde como una gota de sudor a otra. No pude examinarla bien porque haciendo sonar el claxon la pasó un «Cadillac» coca-cola, que cedió el sitio a un «Packard» limonada, que a su vez resultó desplazado por un deportivo con la capota puesta, del color de la cerveza. En una de las últimas curvas comprobé que habíamos formado caravana: primero el «Mercury» plateado; detrás el Sedán turquesa-demencial; luego el coupé gaseosa; después, el «Cadillac» coca-cola; a continuación, el «Packard» limonada; le seguía el deportivo cerveza; y cerraba la serie la Limousine oscura. Toda una colección de modelos como para un salón de automóvil. Toda una colección de colores nefasta, para alterar los jugos gástricos del bebedor más empedernido. Era una noche en que parecía que a todo el mundo le apetecía visitar Bel-Air.
Llegamos al final, donde la carretera se bifurcaba en una uve. Por una de las ramas tomamos el coche de Eddie y el de servidor; por la otra se fue el resto.
El «Mercury» paró ante una casita blanca de aspecto alegre, con toda la apariencia de ser el picadero privado de Míster Morningstar. La pareja pasó al interior sin que me cupiese la menor duda respecto a que Gordo pensaba cobrarse la comisión por la buena racha que acompañaba a Berenice cada vez que jugaba en su negocio. Tras bajar a la correspondiente distancia prudencial me dedique a pasear con aire despreocupado, como un habitante de la zona que hubiera salido a estirar las piernas. La noche era más calurosa de lo normal para las fechas a que estábamos. El aroma de las flores embalsamaba el ambiente. Aquella gente sabía elegir los sitios para vivir.
A las diez y diez surgió un grito de agonía que me paralizó, pues si bien sospechaba que Morny se estaría tirando a Berenice, el que le rompieran el virgo no era para chillar de aquella forma; eso sin contar que de dar fe a mis informes a la Stradivarius se lo debían haber roto largos años atrás. Más bien podía ser que estuviese siendo aplastada por el peso del gordo.
Sobreponiéndome a la parálisis mejor que el papá de la niña, corrí y salté la valla con el más puro estilo olímpico, cuando se dejaba oír un segundo grito más agónico que el anterior. Me enganché el bolsillo de la chaqueta en unos rosales salvajes y me paré a desprenderlo con sumo cuidado, porque no era cuestión de echar a perder un traje de cien dólares por aquellos bastardos. Un coupé se puso en marcha en la calle de atrás.
Cuando la voz que había gritado lo hacía otra vez, ya llegaba a la puerta principal. Llamé a la campanilla, que la educación es lo primero y al no recibir respuesta ya descargué el hombro contra la madera de la forma más inútil pues en California por el único sitio por el que no se puede entrar en las casas es por la puerta. Entonces arrancó algo que sonaba a «Cadillac» en la otra calle.
Las ventanas delanteras no estaban protegidas por rejas. Busqué sin prisas y con cuidado una practicable, que como dice el adagio de los inmigrantes «piano, piano, se va lontano», y escuché el cuarto alarido. A aquel paso iban a despertar hasta la gente de Sacramento. Di con la ventana baja que me apetecía, saqué la detonadora y con la culata me cargué el cristal. Un «Packard» se puso en marcha con chirrido de neumáticos.
Descorrí el pestillo cuando sonaba un quejido sepulcral rematado por un gorgoteo ominoso. No sabía en que habitación se encontraban. Corrí tropezando con sillas a docenas, que parecía que las hubieran puesto a posta para joderme las rodillas, con el oído alerta porque era lo mandado. Y así fue. Un deportivo se marchó con las prisas de rigor.
Di con el pasillo y una puerta al fondo, dejando escapar luz por debajo. El sexto grito, ya más un estertor que nada, y cuando la franqueé me encontré con un panorama muy poco edificante: Berenice, con la blusa abierta y uno de los senazos fuera, que se pasaban más tiempo fuera que dentro y terminaría pillando una pulmonía, con un dedo en las narices, contemplaba estúpidamente un cuerpo a sus pies, una mole de carne en un océano de sangre.
—¡Huy, un muerto! —me llevé las yemas de los dedos a los dientes, con repelús.
—Aún no…, Flower… —dijo el corpachón.
La ventana del dormitorio estaba abierta. Los visillos se movían a impulsos del aire de Bel-Air. Me quedé parado. Faltaba un detalle.
Rugió una Limousine. Aquello estaba mejor.
Me arrodillé junto a Morny. Tenía los pantalones bajados y lucía un falito ridículo, para un hombre de su volumen. Suele suceder, que lo tengo muy comprobado: a mayor presencia corporal, falo más pequeño.
La yugular estaba abierta de oreja a oreja, en una escalofriante herida dentada en zig zag con seis recorridos diferentes. Al lado de su cabeza brillaba el cortauñas chino que yo conocía, salpicado en sangre, con un moco pegado en la palanca. Le habían rebanado el gaznate con el exótico instrumento. Un modo ruin de cargarse a un tío, aunque fuese de la calaña de Morningstar.
—¿Quién ha sido, Eddie?
Tenía los ojos desenfocados.
—La amo…, sabueso…
—¿Quién ha sido, Morny?
—Es simpática… y de buena familia…
—¿Quién le ha atacado?
—Justo lo que necesitaba un tipo… como yo…
—¿Quién le ha herido?
—Tiene unos senos… únicos…
—¿Quién le ha hecho esta carnicería?
—Demasiado buenos… para un «gángster»…
—¡El nombre del asesino, joder!
—Quería hacerla feliz… y no me han dejado…
—¡Me voy a cabrear, Morny!
—La sociedad es… injusta, Flower.
Los párpados porcinos se abatieron sobre los fríjoles oculares. La había espichado después de un patético ejemplo de lo que puede llegar a ser la incomunicación humana en el siglo veinte.
La situación era dramática. Allí estábamos los tres: Eddie, frito; Berenice, traspuesta; yo, comprometido. La policía no tardaría en llegar porque entre los gritos de Morny y el follón de coches, los vecinos debían tener las líneas telefónicas bloqueadas, quejándose a la autoridad de que no les dejaban dormir. En consecuencia actué con presteza saltándome a la torera lo que manda el Manual del Perfecto Investigador Privado, que para eso uno es de lo más genuino. Según el Manual yo debía borrar toda posible huella de la presencia de mi cliente en el chalet y llevarme el cortauñas que constituía la más flagrante de todas las pruebas. Pues no hice nada de eso. Lo dejé todo como estaba y me puse a agitar a Miss Stradivarius como si fuera un contrabajo. Olía a martini que tumbaba.
—¡Vamos, Berenice! ¡Espabile, que hemos de salir de aquí antes de que esto se llene con los de la bofia!
Al agitarla, sus pechos hipertróficos se movieron como los badajos de las campanas de la capilla de Nuestra Señora de Los Ángeles. Terminó la operación de busca y captura de contenido nasal con un suspiro, sacó lo que acababa de agarrar, lo miró con orgullo, y no sin pena se desprendió de él pegándolo en el borde inferior de la mesa como un chicle, según suelen hacer los habituados a este vicio singular. La mirada perdida enfocó al muerto desangrado y un sollozo se le ahogó en la tráquea. Se me colgó del cuello.
—¡Ayúdeme, Flower! ¡Necesito su ayuda más que en el hurgadero!
Y me apretaba su pechote desnudo como si no tuviera suficiente con la cantidad de tetas que me perseguían últimamente por doquier. Me juré que jamás volvería a tomar leche.
Escapamos de milagro, cruzándonos con una patrulla que llegaba a toda sirena para terminar de hacer la pascua el descanso del barrio residencial. Entre los gritos de Eddie, los coches y las sirenas, al día siguiente se venderían los chalets a precios tirados.
Llegamos a la avenida de Dresden una hora más tarde. Las lámparas del vestíbulo lucían como ascuas y la doncella y el chófer parecían aguardarnos, con expresiones sombrías, como si tuvieran barruntos de la tragedia. No hablaron. Subí con Berenice hasta su cuarto, seguido por la criada.
—Ven conmigo —me tomó Azalea del brazo.
Berenice hizo pucheros.
—No me dejes sola, nena mía…
Volvió a tirar mirando a su joven ama.
—Tardaré muy poco, señorita.
Me llevó a su habitación en el tercer piso, me indicó una banqueta sin respaldo y encendió uno de los puros finos. Llevaba un uniforme negro, de falda amplia en esta ocasión.
—Cuéntame qué ha pasado… —pidió exhalando el humo por la nariz.
—Como si no lo supieras tan bien como yo —contesté, adusto.
—¿Qué sabes tú?
En el camino de vuelta las piezas del rompecabezas se habían ajustado en mi cerebro.
—Como es natural, lo sé todo, que para eso soy detective. Voy a contarlo al sargento Coxe.
—No hay prisa… Te dije que me buscaras. Te dije que nos daríamos una sorpresa agradable. Ahora estamos juntos. Olvidémonos de problemas. Pensemos tan sólo en nosotros.
Se arremangó la falda hasta las caderas de guitarra, abrió las piernas y se me puso en el regazo, dándome la cara. La insólita turbación volvió a mí como una vieja conocida. Me pasó un brazo por el cuello, me introdujo un dedito en la nariz y me ordenó que le cogiera el culo con las manos.
—¡Azalea!
—Relájate querido —dijo muy bajito, con mucha dulzura—. Nada de tensiones, nada de problemas. Mantén la mente en blanco.
Era casi hipnótica. Un bienestar de una clase que jamás imaginé existiera, me invadía. En mi fosa nasal siniestra pilló un moquito que me obturaba el conducto y no me dejaba respirar desde hacía tres días, y empezó a tirar de él con suavidad, con delicadeza maternal, como si llevara a cabo una operación de riesgo infinito. Había una parte sólida en el extremo, unida a otra más acuosa, y si ustedes se han limpiado la nariz a mano sabrán a qué me refiero. Fue amasando el extremo sólido añadiendo porciones húmedas poco a poco para no pringarse los dedos, sin romper el frágil hilo, y noté una sensación como si el moco dichoso me llegase hasta el cerebro y con su intervención me estuviese liberando de un tumor maligno. Las nalgas increíbles me palpitaban en las manos. La turbación se había transformado en una erotización completa. Se las apreté con toda mi alma.
—¡Adelante, muñeca! ¡Vamos a hacer el animal!
Su reacción fue cruel. Se alejó, bajándose la falda.
—Ahora no, amor mío, que sería peligroso. Debo cuidar de Berenice, que me necesita. Si no voy a su lado, no dormirá.
—¿Y yo no cuento, coño?
—Mañana, precioso. —Se ajustó el delantal y me miró con los enormes ojos ambarinos muy significativamente—: Resuelve el caso como a mí me gustaría e iré a tu apartamento de Yucca Avenue. Pero, recuerda: resuélvelo a mi complacencia.
Me tenía atrapado. Era una mujer y me había atrapado. Jamás me lo pude imaginar, y así sucedía. Para morirse.
Bajamos al piso inferior y me dejó, entrando en las habitaciones de su señorita. Berenice sollozaba entre las sábanas. La vi acostarse a su lado acariciándole los senos.
Le di las buenas noches a Haste sin más, y antes de marchar definitivamente pasé por el garaje de la residencia. Había tres coches, como sospechaba. Una Limousine oscura, un «Packard» limonada y un deportivo cerveza. Toqué los capós de cada uno. Los tres estaban calientes.
Con el misterio resuelto y la visión clara de lo que debía hacer al día siguiente, partí en busca del merecido descanso.