12

De nuevo me encontré con la doncella, que puso cara de pocos amigos al reconocerme. No había olvidado su derrota de la primera hora y eso que no iba nada personal en ello.

—El coronel está descansando —dijo en plan frigorífico antes de que abriese la boca—. La señorita está descansando. Todos descansan. Tengo órdenes estrictas de no molestar el descanso de los señores.

—Han atentado contra el señorito Clyde.

—¿Y a mí qué me cuenta? —soltó en plan bastante antipático.

—Debo hablar con el personal subalterno, si no es que descansa también.

—Ya estamos asegurados, gracias.

Las noticias corrían rápidas en la mansión Stradivarius. Le puse la credencial bajo las narices lo mismo que ella había puesto su culo frente a las mías.

—Soy detective privado, preciosa.

No mostró extrañeza. No mostró nada, lo que dadas sus inclinaciones exhibicionistas, se agradecía.

—¿Por quién quiere empezar?

—Por el chófer.

Sonrió con malevolencia.

—Con esa pinta suya, no me extraña…

Marchó presumiendo de culo y de pantorrillas una vez más digo que si sería por deformación profesional, y al poco me encontraba con el muchacho en la biblioteca, sobreponiéndome a su magnetismo, que el trabajo es lo primero.

—¡Han atentado contra Clyde Stradivarius! —bramé enseñándole el carnet—. ¡Y ha sido usted! ¡No trate de engañarme! Ahorremos tiempo; confiese ahora y me ocuparé de que salga adelante con una reprimenda.

—¡Oiga! —se sobresaltó Arthur—: ¿está usted pirado o qué?

—¡Lo sé todo! —grité, implacable—. Usted y la señorita Berenice se entienden, que no crea que me he tragado la comedia de antes. Cuando he llegado estaba desnuda, despeinada y con el maquillaje perdido, señal clara de que ustedes acababan de hacer el amor. Los chóferes se acuestan con las amas. Sucede en las mejores familias. Al oírme llamar se ha escondido en el baño, pero le he pillado antes de que terminara de vestirse. Sabe que Clyde manda diariamente flores a Berenice, lo que le da celos; y cuando ha escuchado que nos citábamos ha decidido que era la ocasión de desembarazarse del tipo.

—Es una historia de majaras, y usted no puede probar nada puesto que no he salido de la casa.

—¡No me diga!

Era un tiro a ciegas, que dio en el blanco. Vaciló.

—Bueno; la verdad es que me he acercado a la tienda a comprar víveres por encargo de la cocinera. Pero sólo un momento. Puedo explicar mis movimientos al minuto.

—¡Siempre hay un instante para llegar hasta el bufete de la calle Ventura y apretar el gatillo! El sargento Coxe se pondrá muy contento cuando le cuente de usted. ¡Le complicaré la existencia si no canta, socio!

Su angustia aumentó.

—¿Qué quiere que le cuente? Porque lo cierto es que yo no he sido.

—Dígame entonces la verdad de lo que hacía en el baño de la señorita.

—Yo… quería ver si me la fumaba. Está como un tren y se aburre a modo, con que pensé que si irrumpía desnudo en la habitación no se resistiría aunque solo fuera por matar el tiempo. Conozco el paño… Usted ha llegado antes y me ha estropeado el plan.

—Está bien. Retírese.

Arthur no imaginaba librarse tan pronto del feroz interrogatorio y cuando le pedí que me enviase a la enfermera partió sin disimular su alivio.

Kristine Kleinman compareció con talante aprensivo. No dejé que se sentara. Le enseñé el carnet y repetí la escena.

—¡Han atentado contra Clyde Stradivarius! ¡Y ha sido usted! ¡No trate de engañarme! ¡Confiese ahora, ahórreme tiempo y le prometo que saldrá del paso con una reprimenda del sargento Coxe!

Los ojos azules reflejaron el temor de su dueña al hallarse ante un loco. No me arredré por tan poca cosa, diciendo:

—¡Lo sé todo! Usted ama al coronel y deja que la palpe a placer. Quiere casarse con el viejo para echarle mano a los millones, pero teme que si Clyde sigue tan afectuoso con su hermana, después de las flores venga más por casa, vigile más los asuntos de la familia y descubra su maquinación. Por eso, al escuchar por una extensión nuestra cita ha pensado que era la ocasión de sacarlo de la escena.

—Difícilmente podría haberlo hecho desde aquí…

—¡No me diga que no ha salido en toda la mañana!

Se mordió los labios muy nerviosa.

—He estado un rato en la farmacia para cambiar las botellas de oxígeno. Tengo testigos.

—Siempre queda un hueco para despistarse. ¡Hable o la llevo a la comisaría!

—¿Qué voy a contarle? Con lo del hermano de la señorita no he tenido nada que ver.

—Explique, por ejemplo, la presencia de una combinación suya en los aposentos de Miss Stradivarius.

—Con que estaba allí… —comentó como hablando consigo misma—. Verá, señor Flower; algo de lo que acaba de apuntar es cierto: profeso un gran afecto al coronel. ¡Es tan viejecito! ¡Se encuentra tan abandonado! Sus hijos no le prestan la menor atención. El que me achuche a ratos son picardías infantiles que le ayudan a sentirse vivo. Se las tolero porque si no fuera por esos juegos hace tiempo que habría perdido su interés por la existencia. Aunque le suene a petulancia creo ser su mejor medicina.

—Aún no ha dicho nada de la combinación —recordé.

—A eso voy. Después del desayuno el coronel me ha pedido que hiciera un poco de destape. Lo deseaba con tanta vehemencia y sabía que le reportaría tanto bien que ¿cómo negarme? Le he complacido y luego, al vestirme, he notado la falta de la prenda. Seguramente cuando estaba en lo mejor la han hurtado presentándola como prueba a Berenice para que me despida. En esta casa hay mucha maldad.

—¿Sospecha de alguien?

—Para mí que ha sido la doncella.

—¿Azalea? ¿Qué tiene contra usted?

—Es fría y calculadora, señor Flower. Provoca al señorito Stephen en cuanto se lo encuentra, exhibiendo el culo y las bragas sin cesar. Lo tiene en un estado de lubricidad perpetua y más de una vez los he pillado por los rincones haciendo cochinaditas precoito. Por las noches el señorito llama al cuarto de Azalea, que está al lado del mío, y ella lo manda al cuerno. Quiere ponerlo tan excitado que no tenga otra opción que llevarla a la vicaría. Como sabe que estoy enterada, teme que lo cuente al coronel; habrá robado la combinación para expulsarme y despejar el campo.

—Muchas gracias, señorita Kleinman. No la necesito más.

Como en el caso del chófer le costó creer que hubiese concluido. Al decirle que me enviase a la doncella salió contentísima.

Azalea llegó con sus andares de tigresa sicalíptica. Tomó asiento sin que la invitara y cruzó las dichosas piernas en plan de desafío y de espectáculo no apto para menores. Se me adelantó en el diálogo.

—Ha terminado aprisa con Arthur Haste, ¿eh, guapo? Nunca pensé que fuera usted tan rápido.

Utilizaba una doble intención muy propia de la gente de su catadura, y no hice caso para ir a lo mío.

—Sabes que han atentado contra Clyde. ¡Y has sido tú! ¡No trates de engañarme! ¡Confiesa y tienes mi palabra de que saldrás del paso con una amonestación en la comisaría!

En vez de alterarse descubrió en una sonrisa amplia sus dientes de loba.

—Quiere dar a entender que además de lo que salta a la vista le falta un tornillo…

—¡Lo sé todo! ¡Quieres un bocado de los millones Stradivarius y para conseguirlo te dedicas a poner choto a Stephen y a dejar que te magree! Como crees que Kristine busca casarse con el coronel, le has robado la combinación llevándola a Berecine para que la eche a la calle. Así el dinero será tuyo.

—¡Qué bien! Y por eso he querido cargarme al señorito Clyde.

—Una cosa lleva a la otra: si Clyde sigue cariñoso con su hermana vendrá más por aquí, olerá tus manejos y los desbaratará. Has espiado nuestra conversación decidiendo que la de hoy sería una buena ocasión para eliminarlo.

Se mantuvo imperturbable.

—No da ni una, amigo. Si siempre es tan brillante le veo vendiendo periódicos.

Resultaba más dura de pelar de lo que me figuraba. Jugué la última baza.

—Ya lo contarás a los de Homicidios, porque no has permanecido toda la mañana en casa…

Por fin dudó, mostrando fisuras en su coraza.

—El caso es que he salido un ratito… a poner un giro a mamá. No tenía permiso. Si se enteran me va a reñir la señorita.

—¡Me importa un rábano! Los hombres del sargento Coxe comprobarán tu tiempo. Y la escapada trascenderá.

Levantó las manos para arreglar la cofia sobre la cabeza e irguió el busto para que me percatara de que pese al handicap que significaba habitar bajo el mismo techo que Berenice tampoco ella estaba para despreciar. Volvía a las andadas.

—¿No podríamos hacer un trato, buen mozo?

—Sin trucos monada —reí, ácido—. Soy refractario.

Haciendo caso omiso a la advertencia abandonó la silla para sentárseme encima sin cuidarse de lo que se le subía la falda, jugando a las secretarias.

El resultado de esta acción tuvo efectos inesperados. Al notar aquél culo tan redondo descansando en las rodillas y mirar el liguero escarlata me turbé a modo. Mucho más que me ocurría con Jimmy Hill cuando jugábamos a lo mismo. Como nunca me había sucedido con mujer alguna, ni siquiera con Tatiana Putain y eso que el último invierno me trabajó con denuedo. La reacción psicosomática de mi organismo me dejó perplejo y confuso.

—Habla —exclamé con presteza, disimulando tan incómoda turbación—. Habla y es posible que eche tierra al asunto.

—¿De qué quieres que vaya el rollo? —me tuteó.

—Por ejemplo, de lo que hacías tras las cortinas del cuarto de Berenice.

—Te habías dado cuenta…

—Flower tiene mirada de lince, niña.

—De acuerdo, sabueso. Hay una explicación: Arthur me está tirando los tejos desde que entró al servicio de la familia. Asegura que para él no hay más mujer en el mundo que una servidora, pero yo intuía que la señorita le atrae cantidad, que siempre anda en tetas por el piso y no hay más que ver cómo se le saltan los ojos en las órbitas a Haste cuando se cruzan por el pasillo. Cuando esta mañana le ha llamado con la excusa de que la ducha no funcionaba, me he escondido sigilosamente, comprobando lo acertado de mis sospechas. Se la ha picado.

El rompecabezas empezaba a adquirir forma: el chófer se había acostado con la Stradivarius; o al final no logró pasársela por la piedra.

Kristine Kleinman se dejaba sobar por el coronel por un afecto desinteresado; o me tomaba el pelo.

Azalea calentaba a Stephen; o era mentira.

El chófer quería trincarse a la doncella; o no era verdad.

Azalea había robado la combinación de la enfermera, entregándola a su señorita; o no.

Los tres podían haberme escuchado telefonear a Clyde y ser los autores del asesinato fallido; o resultar obra de persona o personas desconocidas.

Pero entre aquellas paredes había gato encerrado. Por eso pensé que el rompecabezas comenzaba a encajar.

Todavía me quedaban unas preguntas para Azalea, mas como la turbación no disminuía y no era cuestión de que terminara por enterarse, le puse las manos en el culo alejándola con renuencia.

De pie aseguré que Coxe no la molestaría por mi culpa.

La animosidad que nos enfrentara al principio ya no existía. La joven, con el infalible instinto que tienen las de su especie para tales asuntos era consciente del cambio que se acababa de operar en mí.

—Pese a tu rudeza de investigador —musitó— eres amable. Te he calado y sé por donde andas. No te dejes equivocar por las apariencias y cuando tengas un rato búscame. Seguro que nos damos una sorpresa muy agradable.

Salí al sol de California sin comprender lo que había querido decirme, abandonando el ingrato edificio para encaminarme a Drury Street. No percibí el rumor de las agujas del abeto de Pakistán agitado por una brisa suave ni el aroma de los tamarindos. Me encontraba embebido en perfume de espliego y el aire, sin que supiera por qué, parecía lleno de música.