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Al caer la tarde, a esa hora en que la gente acostumbra a abandonar el trabajo en los despachos, aparqué mi Sedán turquesa-demencial frente al Connally Building, en Downtown. En el centro de la ciudad, entre edificios coloniales que datan del siglo pasado, tenía la Compañía instalado el eje de sus decisiones, en una fea construcción gris de cemento y cristal.
Continuaba haciendo frío y no dejaba de llover. Me dispuse a esperar y a observar.
Coloqué la fotografía de Teophilus Warren III en el salpicadero. Era el joven más atractivo que viera en mi vida, lo prometo. ¿Slim Hench? Un hortera. ¿Lou Sommers? Un aborto. ¿Jimmy Hill? Un adefesio. Teo, luminoso, inocente y desvalido, los eclipsaba. Y había ido a caer en las garras de la arpía de Tatiana. La suerte de Teo era que Marlowe, de cuantos investigadores conoce en Los Ángeles, tuvo la ocurrencia de dar el nombre del único capaz de ayudarle a él y no a su mujer.
No es que yo sea un detective que traiciona a sus clientes. Lo que soy es un individuo con una ética pragmática, que sabe que Los Ángeles es una ciudad en la que la ilegalidad de la Policía ha prevalecido más que en las otras y, por tanto, el papel de uno debe ser heterodoxo, adaptándose a las circunstancias. Aquí los agentes son brutales y acostumbran a proceder a arrestos arbitrarios sólo por sospechas, sin la menor evidencia ni legalidad. Los oficiales se expresan en abierta hostilidad contra las garantías constitucionales y los derechos individuales. La porra de goma es usada con frecuencia en los interrogatorios de tercer grado porque no deja marcas visibles y obtiene confesiones rápidas de los arrestados.
No hace mucho, los hombres de negocios creyeron que sólo se prosperaría si la mano de obra era peor pagada que en San Francisco, y cuando comenzó la agitación socialista con el movimiento de huelgas en los comercios, los ricos formaron la Asociación de Comerciantes y Fabricantes, dirigida por Harrison Gray Otis, el propietario de «Los Ángeles Times». Entonces se desencadenó la guerra entre comerciantes y obreros, y varias bombas estallaron en el periódico, destruyendo el edificio y mataron a veinte personas. La Asociación consiguió probar ante el tribunal que los explosivos los habían colocado los agitadores de los sindicatos y lograron que una coalición derechista se hiciera con el gobierno de la metrópoli. Desde aquello, bajo una apariencia de orden, los hombres de negocios acabaron con el vigoroso asociacionismo sindical, eligieron los funcionarios que más les convenían y dirigieron la Policía entre bastidores. Las violaciones a la libertad de palabra y de reunión fueron moneda diaria, y la Policía se constituyó en el brazo represivo de los adinerados. Con tal de que sus intereses no volvieran a peligrar se hacía la vista gorda a las mayores atrocidades.
En este contexto un detective privado honesto sería tan estúpido como una meretriz que se empeñase en no cobrar, por amor al prójimo. La nuestra es una profesión ruda y melancólica que proporciona satisfacciones con cuentagotas. Como Tatiana no se había producido castamente para hacerme entrar en el caso, no me sentía obligado a ser honrado. Además, no se lo merecía. Por obsesa y por fulana. Si su marido le negaba el divorcio, sus razones tendría. Se trataba tan sólo de evitar que el caso no fuera a manos menos protectoras. Flower sería el ángel guardián de Teo. Al final ya me las arreglaría para devolver el dinero, y todo arreglado.
Un poco antes de la seis varios sujetos empezaron a zascandilear por la acera del edificio. A las seis en punto comenzaron a salir chavalas de él. Eran niñas como no se ven ni en los estudios de Samuel Goldwin. Aunque me diera rabia reconocerlo tenían estilo y llevaban la ropa mejor cortada de la Costa Este y eso que en la Costa Este saben elegir los trapos. Los mirones habían acudido a darse una ración de vista, lo mismo que hacen a la puerta de artistas de los music-halls. Algunas niñas marchaban por parejas a buscar sus automóviles, mientras otras se dedicaban a la caza del taxi. Los «voyeurs» más osados se acercaban a ligar ofreciéndoles su vehículo, y uno con menos posibles hasta intentó el acercamiento con la simple oferta de un paraguas. Indefectiblemente se llevaban calabazas.
Entonces hizo su aparición un «Rolls Royce Silver Wrigth», brillante como un zafiro, colocándose ante la entrada. Descendió una negra casi tan alta como yo, con uniforme color cereza de chaqueta cruzada con botones dorados, gorra de plato, falda corta y polainas. Se quitó la gorra y aguardó respetuosamente.
Unos segundos después salía del «building» el mismísimo Teóphilus Warren Connally en persona. En persona resultaba cien veces más espectacular que en la fotografía. Le sacaba media cabeza a su chófer femenino, tenía hombros de atleta y escurridas caderas de cow-boy. Aún a la distancia que se encontraba, me pareció irresistible. Y su traje ojo de perdiz malaya, una obra de arte.
Cuando el «Rolls» zafiro arrancó con la negra al volante y Connally en uno de los asientos anteriores, lo hizo con mi Sedán pegado a la cola. En vez de dirigirnos a West Hollywood como hubiera sido lo previsible giramos hacia el Norte, tomamos por la calle Franklin, pasamos Vine y nos metimos en la de Western. El Rolls volvió a orientarse hacia el Norte, como una brújula atraída por el polo magnético, y al llegar a Britany Place aceleró sorteando a los otros coches con rara habilidad. En un abrir y cerrar de ojos lo había perdido.
Maldije a los chóferes. Maldije a la gente de color. Uno está contra el capitalismo y puede estar a favor de la igualdad de derechos de los negros, pero a veces las asalariadas morenas pueden jorobar lo suyo.
Di la vuelta a un par de manzanas conduciendo al azar, con resultado negativo. Ya que estaba en aquellos andurriales decidí acercarme estirando las piernas hasta el «Luxor Hotel». Es un establecimiento de mala muerte pero el conserje es un viejecillo que me ha ayudado en algunas ocasiones, que agradece infinito el que se le visite de vez en cuando.
Me puse el impermeable de plexiglás transparente, que sirve para no mojarse y seguir luciendo la ropa, ya que uno otra cosa no, pero ni aún con el diluvio renuncia a presumir. Al llegar a la plaza casi no di crédito a mis ojos. El «Rolls» acababa de pararse a la puerta del «Luxor». La suerte estaba de mi lado.
Teo se metió en el hotelucho, el automóvil arrancó y desapareció en un callejón.
La lluvia caía a mansalva. No me importaba demasiado. Lo que me intrigaba era saber qué porras había ido a hacer un individuo de la categoría de Connally a un antro como aquél. Era fácil salir de dudas, charlando con Joe. Concedí al objetivo tres minutos de ventaja en plan de investigador experto y luego eché a andar. Porque quería enterarme de lo antedicho y porque me estaba poniendo como una sopa.
Entonces volví a ver a la morena. Venía a la carrera, sin la gorra, con un periódico abierto sobre la cabeza y sostenido con las manos, para no estropearse la permanente. O mucho me equivocaba o acababa de dejar el coche en algún lugar cercano y acudía a reunirse con el jefe.
Pasé al vestíbulo del «Luxor» poco después que lo hiciera ella. El conserje me reconoció a la primera. Guiñó los ojos.
—Caramba, Míster Flower; vaya una tarde para hacer visitas…
—¡Sí! —contesté secamente; y a continuación, como a Joe le gustan mucho los chistes, le expliqué el mío—: La gracia de la situación está en ver cómo un tío tan mojado como yo, ha podido dar una respuesta tan seca.
—¡Muy bueno! ¡Muy bueno, sí, señor! —aplaudió Joe; y añadió a renglón seguido:
—La lástima es que, con un tiempo tan húmedo, el viejo Joe se encuentre tan seco.
—He venido para remediarlo —y le tendí un dólar.
—Agradecidísimo, Míster Flower. Ahora mismo lo convierto en whisky de centeno. ¿Cómo se va a entretener mientras busco la botella?
—Por ejemplo, descansando en una habitación vacía.
Volvió a sus guiños.
—Por ejemplo, ¿al lado de la de la negra?
—Por ejemplo, al lado de la del caballero del traje ojo de perdiz.
—O sea, al lado de la de la negra.
Me tendió una llave unida a una placa de latón de media tonelada y el número 512 grabado en una de sus caras.
—La de los tórtolos es la 510. Que descanse, señor.
Con un último guiño cogió el paraguas y salió en busca de la botella.
El «Luxor» no tiene ascensorista. Ya resulta un lujo el que tenga ascensor.
Me metí en una jaula traqueteante que me elevó hasta la quinta planta sin soltarse del cable como amenazaba, para dejarme ante un corredor tan mal alumbrado que sólo los murciélagos podrían desenvolverse cómodamente en él. Si Joe no me hubiera indicado el número del cuarto que cobijaba a la pareja habría sido lo mismo. Sobraban las pistas. Apenas salí del ascensor me encontré con una bota. Dos yardas más adelante estaba la otra. Ante la habitación 518, la chaqueta del uniforme. Delante de la 516, la falda. Ante la 514 estaba la combinación. En la 512 aparecía el sujetador. Y en la 510, pilladas por la puerta, las bragas. El rastro y lo que revelaba era tan diáfano como una tarántula en un plato de crema.
Rodeé el sujetador levantándome los pantalones para no rozarlo porque esas cosas me dan alergia, y entré en la 512. Del cuarto de al lado llegaban sonidos apagados evidenciando que la pareja se hallaba con los ánimos encendidos. Saqué un estetoscopio del bolsillo, que es un elemento esencial en el equipo de todo buen detective y no la lupa como muchos creen, puesto que se fisga más con él que con la lupa, lo apoyé en la pared adornada con un papel deslucido, y escuché.
Una voz de barítono decía:
—Ay; así, señorita Jessie Spearing, no se puede hacer nada.
Tras unos largos segundos de silencio Teo Connally volvió a hablar:
—Ay; así, señorita Jessie Spearing, no se puede hacer.
Ruidos ahogados, indefinibles, y a continuación:
—Ay; así, señorita Jessie Spearing, no se puede.
Suspiros. Roces. Susurros. Y después:
—Ay; así, señorita Jessie Spearing, no sé…
Efectos de cuerpo a cuerpo en un combate de catch-as-catch-can, y después:
—Ay. ¡Así, señorita Jessie Spearing, no!
A deducir por el estetoscopio, el cuerpo a cuerpo aumentó de violencia.
—Ay. ¡Así, señorita Jessie Spearing!
La actividad en la 510 subió de ritmo.
—Ay. ¡Así, señorita Jessie!
Gruñidos selváticos femeninos sobre los jadeos de Teo.
—Ay. ¡Así, señorita!
Luego:
—¡Ay! ¡Así!
Después:
—¡A-a-ay!
Por último, silencio.
Me dejé caer en una silla. Me sequé el sudor de la frente. Moralmente estaba roto. El ataque de Tatiana, el numerito de Flossie y Richard P. Murdock, la impresionante presencia de T.W., y al final ser testigo auditivo de cómo el adonis se trincaba a la chófer era excesivo aún para unos nervios tan sólidos como los míos. Pero la investigación marchaba. Había algo que no ofrecía el menor género de dudas: la negra se llamaba Jessica Spearing.
Puse un cigarrillo en la boquilla. Fumé para sosegarme. Esperaba que no tardando mucho se marchasen o echasen un sueñecito. Pues en vez de eso sonó la voz del objetivo en plan perentorio y al volver a la escucha me enteré de que el objetivo quería más guerra, mientras que su «partenaire» solicitaba una tregua. El objetivo se puso exigente, dio un par de gritos, y la Spearing no tuvo más remedio que acceder.
Y otra vez la misma canción:
—Ay. Así, señorita Jessie Spearing, no se puede hacer nada.
—Ay. Así, señorita Jessie Spearing, no se puede hacer.
—Ay. Así, señorita Jessie Spearing, no se puede.
—Ay. Así, señorita Jessie Spearing, no sé.
—Ay. ¡Así, señorita Jessie Spearing, no!
—Ay. ¡Así, señorita Jessie Spearing!
—Ay. ¡Así, señorita Jessie!
—Ay. ¡Así, señorita!
—¡Ay! ¡Así!
—¡A-a-ay!
Si después de aquello les daba por una tercera versión, estaba dispuesto a pasar al otro cuarto y hacerles una escena. Gay Flower tiene nervios de acero, pero también es humano. Afortunadamente para los tres, al recuperar el aliento el objetivo dijo que ya era hora de marcharse no fuera a entrar en sospechas Mistress Connally. Y digo afortunadamente, porque un Flower fuera de sí puede resultar mortífero.
Apagué la luz y abrí una rendija para espiar su marcha.
De la 510 emergió la cabeza de la morena, atisbando por si hubiera moros en la costa. Todo un chiste. Una negra mirando si había moros. ¿Lo cogen? Al comprobar que el corredor estaba desierto abrió del todo, apareciendo completamente desnuda. Un cursi diría que parecía una Venus de ébano. En realidad no pasaba de ser una figura de chocolate, tamaño natural. Pegado a sus talones, Teo Connally, impecable, sereno, como si no hubiera pasado nada. Sin una arruga en el traje. Sin un cabello fuera de sitio.
A pesar de que la sucia aventura que acababa de protagonizar me despechaba, no pude reprimir un involuntario sentimiento de admiración.
En el mismo umbral de la 510 aquella negra de la que sentía unos celos tremendos, se puso las bragas.
Delante de mi cuarto, el sujetador.
En el 514, la combinación.
En el 516, la falda.
En el 518, la chaqueta.
En el 520, una bota.
Delante del ascensor, la otra.
Luego entraron en él y se eclipsaron definitivamente.
Me quedé en el desierto pasillo aspirando el amplio olor a masaje facial de Teo. Bajé por las escaleras. El viejo Joe estaba durmiendo la mona. Deposité la llave sobre el mostrador.
Salí a la calle, subí al Sedán y me fui a casa.
Pasé una noche fatal.