118.
El campamento junto al Tula era el más grande que Checheg había visto nunca; se perdería entre tantos círculos de tiendas y carros. Había pasado junto a manadas y rebaños durante días; cerca del campamento, los rebaños de ovejas parecían grandes nubes posadas sobre las llanuras de hierbas amarillas.
Más allá del límite este del campamento, los centinelas esperaban junto a las dos hogueras. Todo el campamento ondulaba en medio del calor; las montañas que bordeaban el valle hacia el norte eran una muralla parda y negra moteada de verde. Uno de los hombres que acompañaba a Checheg y a las otras muchachas se adelantó al galope para ir al encuentro de los centinelas.
"Elegida —pensó Checheg—, elegida para el Kan". Cada año, el pueblo Onggirat enviaba un tributo a Gengis Kan, al igual que todas las tribus y clanes del "ulus". Este año habían elegido nueve muchachas Onggirat —entre las cuales se encontraba—, y los soldados del Kan habían llegado a reclamar el tributo. Su padre era jefe y chamán de su pequeño campamento; un sueño le había dicho que su hija sería la mujer de un gran hombre. No había hombre más grande que Gengis Kan.
Artai sofrenó su caballo junto al de Checheg.
—El Kan tiene ya tantas mujeres —murmuró la otra joven—. Sólo nos acepta porque rechazarnos sería un insulto.
—Pero él fue quien decretó que debían entregársele las más bellas muchachas —respondió Checheg en un susurro.
—Difícilmente podría cancelar su propio decreto. Si lo hiciera, la gente creería que ya no puede acoplarse con una mujer.
Checheg se sobresaltó; los soldados podían oírlas. Mejor ser la mujer del Gran Kan, aunque fuera una entre muchas, que la esposa de una joven soldado o jefe.
Sin embargo, en cuanto vio el campamento su entusiasmo decayó un poco. Habría tantas muchachas allí; Merkit, Kereit y Naiman, muchachas de Khitai, de los bosques del norte, de las tierras del oeste y de los oasis del sur. El Kan ni siquiera estaba en este campamento ahora, ya que había ido al sur, a la montaña de Burkhan Khaldun. Según los rumores, todavía penaba por su viejo camarada, Jebe Noyan, quien había muerto recientemente. Otros hablaban de una campaña contra Hsi-Hsia. El Kan sólo llevaba en el campamento junto al Tula desde el principio del verano, pero algunos decían que tal vez condujera su ejército contra los
Tangut. Podía pasar bastante tiempo hasta que el Kan la honrara con sus favores.
Checheg se irguió. Los espíritus habían hablado con su padre; ellos le mostrarían el camino para llegar junto al Kan.
Las recibió una anciana, les dijo que se llamaba Kerulu y luego las condujo a un "yurt". En el este de la tienda había pequeñas camas de madera con almohadones de fieltro; las jóvenes dejaron sus bultos cerca de ellas. Kerulu escrutó detenidamente a cada muchacha, y le preguntó su nombre. Cuando terminaron de comer un refrigerio de cuajada y "kumiss", y hubieron salido a aliviar sus necesidades, la anciana les ordenó que se acostaran.
Checheg durmió profundamente, cansada por el viaje. Cuando despertó la vieja Kerulu estaba sentada junto al fogón. En su rostro arrugado había claros signos de agotamiento; Checheg sospechó que había estado vigilando a las muchachas mientras dormían.
—Quitaos las camisas —dijo Kerulu, mientras otras dos mujeres entraban en el "yurt".
Las muchachas soltaron risillas y se sonrojaron mientras las mujeres les revisaban los dientes, olían su aliento y comprobaban si eran vírgenes.
—Tu aliento es agrio —dijo la anciana a una de ellas—. Ésta se agita en sueños, y esta otra es demasiado alta, y la pequeña no parece tan fuerte como las demás. —Frunció el entrecejo mirando a una joven que estaba al lado de Checheg—. Y tú, niña, roncas un poquito.
Las mujeres murmuraron entre ellas mientras las muchachas se vestían. Cuando terminaron, las cinco que Kerulu había mencionado antes recibieron la orden de recoger sus cosas, y las otras dos mujeres las condujeron fuera.
—¿Adónde van? —preguntó Artai.
—Las llevarán a otros campamentos —replicó Kerulu—, y serán entregadas a hombres que el Gran Kan estima. A pesar de que son hermosas, aquí sólo se quedan las perfectas. Vosotras sois afortunadas. Muchas muchachas esperaban la llamada del Kan en otros campamentos, mientras atienden los rebaños de las esposas menores. Algunas jamás son enviadas a servir a una Khatun. Vosotras tendréis el honor de vivir en el "ordu" de Bordai Khatun, y acabáis de pasar la primera prueba.
Ya habían lavado sus tazas cuando un guardia gritó desde la entrada; Khadagan Ujin, una de las esposas del Kan, deseaba entrar. Checheg ansiaba salir a orinar, pero no dijo nada; seguramente una vejiga débil sería un punto en su contra.
El tocado de plumas de Khadagan Ujin era tan alto que la mujer tuvo que agacharse para entrar en la tienda. Las muchachas se arrodillaron mientras Kerulu hacía una reverencia. La Ujin usaba bastón; su cuerpo, bajo la túnica de algodón, era delgado para ser el de una anciana, pero su rostro jamás podía haber sido bello.
—Te saludo, Ujin —dijo Kerulu—. Cinco muchachas Onggirat resultaron inadecuadas, pero estas cuatro están muy bien. Tienen cuerpos bien formados, sus dientes son fuertes y sus trenzas espesas, tienen aliento dulce al despertar, y no perturbarán el descanso del Kan con su sueño inquieto.
Khadagan Ujin se volvió hacia las jóvenes.
—Tendréis un gran honor —les dijo—. Cumpliréis con las tareas que se os asignen, y Kerulu-eke vivirá con vosotras. Si tenéis suerte, pronto seréis llamada a servir a Bortai Khatun en su tienda. Si tenéis mucha suerte, tal vez el Kan se fije en vosotras y es posible que alguna le complazca lo suficiente para que sea entregada a alguno de sus hijos o a algún Noyan. Y si tenéis la mayor suerte que una mujer puede tener, el Kan tal vez os lleve a su propia cama. —La Ujin frunció el entrecejo. Luego, agregó—: Estoy segura de que todas sois virtuosas, pero debo deciros algo. No soñéis con seducir a ningún joven que os agrade. El Kan es muy celoso de sus posesiones.
Checheg no pudo evitar un suspiro. Khadagan la miró.
—¿Deseas decir algo? —preguntó.
—Sólo esto, Honorable Señora —replicó Checheg—. No sé cómo una muchacha que ha sido entregada al más grande de los hombres podría siquiera soñar con amar a algún hombre inferior.
—No tengas tantas esperanzas, niña. —Los pequeños ojos de la Ujin tenían una expresión amable—. Eres la más favorecida de las doncellas, pero el Kan tiene muchos rebaños. Aquéllas a quienes favorece suelen ser sus compañeras de cama sólo por una noche, y otras conservan su virginidad durante un tiempo antes de que el amo las honre con su atención.
Checheg no se sintió desanimada. Bortai Khatun era una Onggirat. Tal vez el Kan estaba predestinado a enamorarse de otra doncella Onggirat. Los espíritus habían hablado con su padre, sin duda ella sería elegida.
119.
Bortai miró a su esposo, que estaba sentado delante de la cama, en el mismo lugar donde había permanecido desde que se marcharan los huéspedes. El Kan había hablado poco durante la comida, y había ignorado a las muchachas Onggirat que Bortai había llamado para atenderlos.
Ella se daba cuenta de que estaba enfadado. Tal vez eso fuera mejor que estar en poder del espíritu maligno que lo había perseguido desde la muerte de Jebe. Jebe había muerto súbitamente, y había caído fuera de la tienda de una de sus esposas. El hombre a quien Temujin había llamado "mi flecha" había volado muy lejos hacia el oeste, sólo para caer a tierra.
Bortai no había creído que un hombre pudiera experimentar un dolor tan profundo; ni siquiera Subotai, que había intimado mucho con Jebe durante el largo viaje hacia el oeste, se había apenado tanto como Temujin.
—Tú no comprendes —le había dicho el Kan después de regresar del Burkhan Khaldun—. Jebe ya no existe.
La agonía que se traslucía en su voz la había asustado; Bortai había temido que el mismo Temujin entregara su espíritu.
Ahora hervía de furia, bebía "kumiss" en silencio y miraba fijamente las llamas. Habría guerra, pero ella lo había esperado. El rey Tangut había prometido a Temujin una tregua y tributo, pero no había llegado nada, ni llegaría. El enviado del Kan había regresado de Hsi-Hsia con ese mensaje, y Temujin también se había enterado de que los Tangut estaban en tratos con el Rey de Oro e intentaban conseguir la ayuda de los ejércitos Kin. Antes de que pudiera aplastar definitivamente a los Kin, el Kan debería atacar a los Tangut, y rápidamente.
Había jurado vengarse de Hsi-Hsia, y el momento de la venganza ya había llegado. Los espíritus habían provocado aquello a fin de que su esposo se viera obligado a cumplir su promesa.
—Debe convocarse un "kuriltai" de guerra —dijo él finalmente—, y antes de la gran cacería.
—Por supuesto —dijo Bortai—. Supongo que siempre supiste que se desataría esta guerra.
—Lo sabía. No podía confiar otra vez en los Tangut, ni aun cuando su rey hubiera cumplido sus promesas. Pagarán por ello.
—Tus generales son invencibles —dijo Bortai—. Te traerán la cabeza del rey Tangut.
—Me propongo conseguirla yo mismo. He decidido encabezar el ejército que envié contra Hsi-Hsia. Chagadai se quedará contigo, y tú lo aconsejarás,
Bortai palideció.
—Temujin, te ruego que no vayas.
Él entrecerró los ojos.
—¿Y que mis enemigos me llamen cobarde?
—Nadie puede llamarte así. Has demostrado tu coraje. Tus generales y tus hijos pueden combatir por ti ahora.
—Jamás imaginé que pudieras aconsejarme semejante cosa, Bortai. ¿Quieres que me comporte como un débil anciano?
"Eres un anciano", pensó ella, pero no podía decírselo, ni tampoco decirle cuánto temía por él.
—Deja que otros luchen por ti, Temujin. Sin duda te has ganado un poco de descanso.
—Ya tendré tiempo de descansar. Primero he de ocuparme de castigar a los Tangut.
Estaba admitiendo que la muerte lo esperaba también a él, y, sin embargo, corría a su encuentro.
—Te lo suplico —susurró ella—. Te he esperando durante largos años… pronto cumpliré sesenta. ¿Cuánto puede quedarnos de vida? ¿Acaso no me he ganado…?
La helada furia que vio en los ojos del hombre la silenció.
—Te prohíbo que digas otra palabra más acerca de este asunto —dijo él entre dientes—. Chagadai cuidará esta tierra con la ayuda de Temuge y de Khasar. Si te has vuelto tan débil como para no poder darles buenos consejos, entonces hazte a un lado.
—¡Temujin!
Él se puso de pie.
—Cuando regresé junto a ti —dijo él—no me importó que el cabello que antes era negro como ala de cuervo se hubiera vuelto tan pálido como el ala de un cisne. Podía mirar más allá de ese rostro arrugado y seguir viendo a mi bella Bortai. Pero ya no hablas como la mujer que yo amaba. Espera la muerte si quieres, pero espérala sola. Yo no esperaré contigo, lleno de temor.
Salió de la tienda y desapareció en la noche.
Yisui sintió que el Kan se movía y se apretó contra él mientras el viento aullaba fuera. La tormenta invernal casi había arrancado la puerta de la tienda cuando él entró, con el sombrero y el abrigo cubiertos de nieve. Desde la gran cacería, Temujin acudía con frecuencia al "ordu" de Yisui. Todavía era un hombre joven en la cama; ella podía excitarlo como antes y deleitarlo con sus gritos. Sus tres hijos menores, como siempre, estaban en la tienda de su hermana, y las sordomudas Han no oían nada de lo que ocurría entre ella y su esposo.
—Dame algo de beber —dijo Temujin.
Las esclavas dormían; tendría que patear a una para despertarla y ordenarle que trajera "kumiss", de modo que era más sencillo que lo buscara ella misma. Fue rápidamente hasta donde los jarros pendían de unos cuernos clavados en la estructura de madera de la tienda, descolgó uno y volvió a toda prisa a la cama, rociando unas gotas antes de deslizarse bajo las mantas.
—Sé que te gusta verme desnuda —dijo—, pero con este clima podrías dejarme puesta la camisa.
Él se rio mientras apoyaba un codo en la almohada.
—Resultas… estimulante, Yisui.
—¿Estimulante?
—Porque sólo piensas en ti misma, y no te importa nadie más. Una gata tiene más sentimientos por su cría, y a mí me amas especialmente por lo que te he dado, pero ese egoísmo y ese sentido práctico me resultan divertidos. Otras enuncian sentimientos nobles y me aseguran su devoción. Contigo, todo es mucho más claro.
Se burlaba de ella, como solía hacerlo últimamente.
—Pero tú me importas mucho, y también mi hermana —dijo Yisui. Luego de una pausa, agregó—: Y siempre he amado a mis hijos, digas lo que digas.
Hacía un tiempo que no tenía noticias de los dos mayores. Tal vez debería mandarles regalos y un mensaje materno.
—No mientas, que eso arruina tu encanto. —Él alzó el jarro y bebió—. No dudo de que concibes algún sentimiento hacia Yisugen, pero eso es tan sólo porque te ves reflejada en ella, y porque te alivia del cuidado de tus propios hijos.
—Me hieres, esposo —dijo Yisui, y se tapó hasta la barbilla con la manta—. ¿Acaso no te he demostrado mi amor?
—Tu amor por mí es como el de un cuervo agradecido por las brillantes piedras que acumula en su nido, o el de un tigre en celo, que olvida a su compañera un minuto después del acoplamiento. No simules sentirte ofendida, yo hice mi parte para convertirte en lo que eres. Puedo contar con tu lealtad, porque estás muy preocupada por ti misma y porque sabes que tus intereses y los míos son los mismos.
Ella escrutó el rostro en sombras del hombre. No le gustaba que su esposo se mostrara tan amargado y resignado.
—Me resultas tan estimulante, en realidad, que no quiero separarme de ti —dijo él—. Voy a llevarte conmigo cuando marchemos sobre Hsi-Hsia.
Ella no lo esperaba; seguramente él no lo decía en serio.
—Me siento honrada de que me quieras como compañera, pero… —Se mordió el labio inferior—. Yisugen, como sabes, es más frágil que antes. Oh, todavía es lo bastante fuerte para cumplir con sus responsabilidades aquí, pero temo que los rigores de una campaña le resulten demasiado penosos.
—¿Quién ha hablado de Yisugen? Ella se quedará a cuidar a sus hijos y a los tuyos. Estoy seguro de que no los echarás de menos, ya que siempre están con tu hermana.
Ella se sentó.
—Yisugen y yo juramos que no nos separaríamos jamás.
—Esa promesa os atañe a vosotras —dijo él—, pero no a mí.
—Yo supuse… Siempre nos permitiste…
—¿Estás diciéndome que no quieres ir?
—Debo obedecerte, Temujin. Sólo te pido que no me separes de…
—Eres tan egoísta que no te importa usarla como excusa. —Bebió un poco más de "kumiss"—. Quiero tener a mi lado a una de mis cuatro adoradas Khatun. Khulan me cansó un poco cuando marchamos al oeste, y Bortai debe quedarse a aconsejar a Chagadai. Yisugen, como dices, está un poco más débil que antes. De modo que sólo quedas tú, Yisui, y tus protestas me sorprenden. Tienes tus defectos, pero nunca creí que la cobardía fuera uno de ellos.
—Dame un arco y una lanza —dijo ella—, y cabalgaré a tu lado en el fragor del combate, pero no me separes de mi hermana.
—No trates de conmoverme. Alegas amar a tu hermana, de modo que te propongo esta opción: Yisugen puede quedarse aquí, o puede viajar con nosotros. Tú decidirás si tu amor por ella exige que esté a tu lado, o si prefieres dejarla.
Los ojos de Yisui se llenaron de lágrimas.
—Cualquiera que sea mi decisión, Yisugen y yo sufriremos.
—Dejo el destino de tu hermana en tus manos. Siento curiosidad por saber qué decidirás.
—Tú sabes lo que debo hacer —dijo ella con aspereza—. Ahora sólo puedo demostrar el amor que siento por mi hermana separándome de ella, rompiendo la promesa que le hice.
—Cúbrete, esposa. No podemos permitir que te enfermes.
Ella se estiró bajo las mantas; él dejó el jarro y rodeó la cintura de la mujer con un brazo.
—Me equivoqué contigo, Yisui —agregó—. Eres un poco menos egoísta de lo que pensé. Tu hermana lamentará separarse de ti, pero su vida no será muy distinta en tu ausencia. Tal vez no te eche demasiado de menos.
—Basta —dijo ella.
—Tendrás tiempo de despedirte. Sé que me servirás bien, aunque sólo sea para volver más rápido con Yisugen.
—Sí —dijo Yisui.
120.
El viento mordía a Yisui. En las orillas del Onghin la hierba empezaba a verdear. Las filas de carros se habían detenido junto al río; los camellos y los bueyes, liberados de sus arneses, pastaban. El Kan estaba cazando en las colinas boscosas del norte, donde abundaban los ciervos y los asnos salvajes.
Todavía había luz en el cielo, pero Yisui y los que la acompañaban acamparían allí esa noche. Las muchachas habían encendido fuegos cerca de los carros techados; los muchachos tomaron sus posiciones de centinelas junto a los hombres. Si los cazadores no regresaban esa noche, al amanecer los demás se dirigirían hacia el sur y los esperarían allí.
Yisui miró río arriba, y en el terreno arenoso que se abría más allá de la zona herbosa vio los círculos de carros y tiendas. Las otras mujeres se habían mostrado inquietas durante la travesía. Un rumor había corrido por el campamento del Kan antes de la partida del ejército: se decía que un chamán había soñado que una estrella caía a tierra y que una sombra oscurecía el cielo. Yisui había ignorado esas historias. Ye-lu Ch'u-tsai había leído los huesos para el Kan y había predicho una victoria.
Yisui se sintió aún más perturbada cuando recibió en su tienda la visita de Bortai, quien le hizo jurar que sería la sombra del Kan si le ocurría algo.
—Permanece a su lado —le susurró Bortai, admitiendo cuánto temía por Temujin.
Ver a Bortai consumida por las dudas parecía otro mal augurio.
Una diminuta nube de arena avanzaba hacia uno de los últimos círculos de carros. Yisui observó mientras el jinete se detenía y dos muchachos corrían hacia él. Uno de los jóvenes repentinamente se dirigió a toda prisa hacia otro caballo, lo ensilló y se lanzó al galope hacia donde estaba Yisui.
La mujer sintió la boca seca cuando vio el rostro del muchacho. Se mordía los labios y tenía los ojos desorbitados de terror.
—¡El Gran Kan! —gritó al acercarse—. ¡Ha caído del caballo y está malherido!
Yisui se volvió y gritó llamando a sus esclavas.
Cuando Yisui y sus criadas terminaban de armar un "yurt", atando una segunda capa de fieltro sobre la primera para que sirviera de protección contra el frío, los cazadores regresaron. Borchu llevaba el caballo de Temujin; Subotai iba detrás del Kan, sosteniéndolo. Subotai desmontó, ayudó a bajar a Temujin y lo condujo a la tienda. Yisui entró apresuradamente detrás de Borchu, seguida del chamán que había mandado a buscar.
Los dos generales acostaron al Kan sobre un lecho de cojines.
—El caballo de Temujin lo tiró —dijo Borchu—. El condenado animal se encabritó mientras los hombres empujaban la caza hacia nosotros. Desde entonces el Kan se queja de dolor.
Yisui hizo un gesto al chamán. El anciano se arrodilló junto al Kan, palpando bajo el abrigo hasta que Temujin lo apartó de un empellón.
—¡Déjame en paz! —gritó el Kan.
—Hay al menos una costilla rota —anunció el chamán—, y puedes tener otras heridas, mi Kan. Deberíamos atarte, y después traer una oveja para que…
—Átame —masculló Temujin—, pero ahórrame la gorda cola de una oveja. Sólo conseguiría asfixiarme con ella.
Gimió cuando Subotai lo alzó y le quitó el abrigo y el sombrero; el chamán le vendó la zona del diafragma con un paño de seda. El Kan jadeaba y tenía el rostro perlado de sudor.
—Ahora… dejadme descansar —dijo con voz débil.
—Vete —susurró Yisui al chamán—. Sacrifica una oveja, y tráeme la cola.
El anciano salió de la tienda. Temujin se recuperaría, se dijo la mujer; dudarlo era como creer que el sol no saldría al amanecer.
El Kan cerró los ojos; un sonido áspero salió de su garganta.
—¿Quieres que nos quedemos con él? —preguntó Subotai.
—Dejadlo dormir —respondió Yisui—. Yo lo cuidaré. Regresad por la mañana, y entonces veremos cómo está.
Los dos hombres se pusieron de pie.
—El Maestro de Khitai le advirtió que no saliese de cacería —dijo Borchu.
—Mi esposo se recuperará —dijo Yisui—. El más poderoso de los hombres no puede ser derribado por un caballo nervioso.
Permaneció con él durante toda la noche. Cubrió su cuerpo, que ardía de fiebre, con mantas, le enjugó el rostro y le levantó la cabeza para darle de beber leche de yegua. El chamán volvió con una cola de oveja; ella desgarró pedazos de grasa y los puso entre los labios de su esposo.
El Kan no podía morir. La mujer se acurrucó cerca de él, escuchando su respiración trabajosa mientras fuera de la tienda el chamán entonaba sus letanías. Ella había temido a Temujin, y la mezcla de furia y gozo que había sentido cuando copulaban estaba tan próxima al odio como al amor, pero él era el centro de su mundo y de su pueblo.
Al amanecer, la mujer salió. Borchu y Subotai habían regresado, pero no estaban solos. Los hombres permanecían en cuclillas alrededor de las hogueras; otros chamanes se habían unido al primero, y todos ellos hacían sonar sus tambores e invocaban a los espíritus. Ogedei estaba junto al general Tolun Cherbi; Tolui se encontraba al lado de Mongke y Khubilai, los hijos que había traído para cuidar de los caballos. Los guardias que rodeaban la tienda retrocedieron cuando Yisui se dirigió hacia los hombres.
—Animaos, bravos guerreros —dijo la mujer—. No veréis una lanza delante de esta tienda.
—¿El Kan se encuentra mejor? —preguntó Subotai.
—Aún tiene fiebre. Estuvo tranquilo gran parte de la noche. No ha empeorado.
Tolun Cherbi se puso de pie y clavó en ella sus ojos pequeños inyectados en sangre.
—Debemos hablarle —dijo.
—Veré si está despierto.
Cuando volvió a entrar, Temujin alzó la cabeza.
—¿Quién está allí fuera? —preguntó.
—Ogedei, Tolui y varios de tus generales.
—Ayúdame a sentarme —dijo él.
—Temujin…
—Ayúdame, Yisui.
Ella se arrodilló junto a él, lo alzó hasta sentarlo, y colocó cojines detrás de su espalda. Él apretó los dientes con fuerza; tenía el rostro demacrado y empapado de sudor.
—Ahora los recibiré.
La mujer enrolló la cortina y entraron Borchu y Subotai, seguidos de Tolun Cherbi y los dos hijos del Kan. Otros se reunieron frente al pequeño "yurt".
—¿Qué habéis venido a decirme? —preguntó Temujin en cuanto Yisui se sentó a su lado.
—Creo que puedo hablar por todos —dijo Tolun Cherbi—. Mi Kan, deberíamos regresar. Los Tangut tienen ciudades amuralladas y campamentos que no se trasladan. No recogerán sus casas ni se irán a otra parte. Podemos regresar a tu campamento a orillas del Tula, esperar a que te recuperes y, cuando regresemos, los Tangut todavía estarán en el mismo lugar.
—¿Todos los demás están de acuerdo? —quiso saber el Kan.
—Tolun Cherbi habla por mí —respondió Tolui—. Tú me conoces, padre; jamás he postergado una guerra sin una buena razón para hacerlo.
—Yo hablé con mi hijo Guyuk antes de venir a tu tienda —dijo Odegei—. Él dice que los Tangut no podrán oponer resistencia, ni ahora ni más tarde.
Temujin miró hacia la entrada, pero los hombres allí apiñados permanecieron en silencio.
—Ahora escuchad las palabras de vuestro Kan. El rey de Hsi-Hsia sabrá pronto que marchamos sobre él. Si nos retiramos ahora, dirá que fue a causa del miedo. Juré que serían castigados. No me enviaron soldados cuando se los pedí, y desde entonces han sido una lanza clavada en mi costado. ¿Hasta cuándo debo esperar para llevar a cabo mi venganza?
Subotai se inclinó hacia adelante.
—Le Te Wang no gobernaba Hsi-Hsia cuando partimos a guerrear rumbo al oeste. Es cierto que él te ha insultado y que se ha negado a enviar el tributo que le exigiste, pero fue su padre quien no nos envió tropas. Este rey puede evitar la guerra si se le ofrece la oportunidad, y tú tendrías tiempo para recobrar tus fuerzas. —El general sonrió—. Es probable que más tarde Le Te Wang nos dé una excusa para atacarlo.
—Muy bien —dijo Temujin—. Le daré una última oportunidad. Subotai, busca al más confiable entre tus oficiales Tangut y dile que le lleve este mensaje al rey. —Hizo una pausa—. "Juraste ser mi mano derecha, pero no me enviaste soldados cuando marché al oeste. No me vengué entonces, pero ahora exijo que te rindas. Te someterás a mí y me enviarás un hijo como rehén, junto con el tributo que me debes, o sólo Dios sabe lo que te ocurrirá".
Subotai asintió.
—Se cumplirá tu orden, Temujin.
Pocos días después de que partiese el emisario, el ejército marchó hacia el sur siguiendo el curso del Onghin. A pesar de sus heridas, el Kan se negó a viajar en un carro y cabalgó junto a sus hombres. Los soldados se animaron al ver que no estaba tan débil como temían; las mujeres ya no mumuraban malos augurios. Sólo Yisui oía sus gemidos durante la noche, sus febriles balbuceos cuando no podía dormir.
El enviado del Kan regresó tres días después de que hubieran alzado un nuevo campamento. Aunque Temujin estaba descansando, igualmente insistió para que Yisui lo ayudara a sentarse a fin de recibir adecuadamente al hombre. Borchu y Subotai acompañaron al mensajero a la tienda del Kan, con rostros sombríos, y al verlos Yisui perdió sus últimas esperanzas.
—Dame tu informe —dijo Temujin.
—Transmití tu mensaje, mi Kan —dijo el enviado Tangut—. El rey vaciló. Lo oí murmurar que su padre Li Tsun-hsiang era quien te había ofendido, pero finalmente su ministro Asha Gambu habló por él.
—¿Y qué es lo que dijo? —preguntó el Kan.
El mensajero respiró profundamente.
—Dijo esto: "Si el llamado Gengis Kan quiere luchar, dile que venga a probar sus fuerzas. Si quiere tesoros, dile que puede intentar conseguirlos en nuestras poderosas ciudades de Ling Chou y Ning-hsia". —El hombre tragó saliva—. Creo que fui afortunado al poder regresar con la cabeza sobre los hombros.
El rostro de Temujin estaba pálido.
—Después de una respuesta así, no podemos retirarnos. ¡Marcharé contra Hsi-Hsia aunque eso signifique mi muerte! ¡Lo juro por Koko Monzke Tengri!
—Ningún hombre puede discutir ese juramento. —La mano de Subotai tembló al beber éste su "kumiss".
—Han estado reforzando sus defensas —masculló Temujin—, pero todas sus fuerzas están dispersas en las ciudades y poblaciones. Atacaremos Etzina, tal como lo planeamos. —Jadeó—. Debemos atacar duramente y con rapidez. Mañana nos pondremos en marcha.
Los hombres terminaron el "kumiss" y luego se pusieron de pie.
—Tus hombres estarán preparados —dijo Subotai.
Cuando todos se fueron, Yisui se acercó a su esposo.
—Tal vez me necesites —dijo—. No puedo pensar en un lugar más seguro que a tu lado mientras diriges esta guerra. —Rozó levemente el rostro del hombre—. Me gustaría que regresaras y que dejases que los demás siguieran adelante sin ti, pero también veo que tus hombres lucharán con mayor ardor si permaneces con ellos. Deja que vean tu dolor, que sepan que ni siquiera el sufrimiento físico puede empañar tu coraje. Harán cualquier cosa por preservar la vida de su Kan, al igual que yo. ¿Qué sería de nosotros sin ti?
Él suspiró.
—Acabarás por hacerme creer que has llegado a amarme —dijo.
No tenía nada que ver con el amor. Ella no podía considerarlo un hombre como los demás. Si el cielo lo arrancara del mundo sería como si el sol desapareciera, o como si la luna no estuviera más para iluminar la noche.
—Juré que sería tu sombra hasta que regresases al campamento, de que permanecería a tu lado si te ocurría algo —dijo ella.
—Entonces dejaré que cumplas tu juramento. —Enarcó las cejas—. Tal vez también te seduzca la idea de escuchar canciones que elogien el coraje y la devoción de Yisui Khatun.
Ella cumpliría su promesa. Él no debía saber que Bortai, que temía no volver a verlo, era quien la había obligado a hacer esa promesa.
121.
Los mongoles cruzaron el desierto, marchando hacia el sur en dirección al río Etzingol, y hasta los espíritus del desierto parecieron temblar ante el Kan. Las repentinas tormentas que habían enrojecido el cielo y velado el sol, forzando a la gente a aferrarse a sus animales y a acurrucarse junto a los carros, los azotaron durante poco tiempo antes de desaparecer. Los vientos que sin cesar asolaban la desolada planicie se atenuaron mientras pasaba el ejército. Las voces que susurraban en el desierto, los espíritus que podían desviar de su ruta a los viajeros desprevenidos, parecían mostrarles el camino; los remolinos causados por los espíritus de la arena pasaban de largo, sin tocar la caravana. Durante las noches frías, el cielo era como seda negra, las estrellas brillantes linternas que las nubes no apagaban, y el silencio tan profundo que hasta se podía oír un susurro distante.
Siguieron adelante, sin prestar atención a los lagos que centelleaban en el horizonte, espejismos que los espíritus del desierto enviaban para tentarlos. Cuando finalmente avistaron un lago verdadero, les llevó tres días llegar hasta él. Más allá de la arena y de las ciénagas que rodeaban el lago, se distinguían las murallas de una ciudad, por encima de las torres de asedio, las catapultas y la oscura masa del ejército.
Subotai y sus hombres habían conquistado Etzina y prendido fuego a la ciudad. Temujin contempló la destrucción sobre su caballo, y Yisui vio que la expresión de dolor abandonaba sus ojos. Etzina era un fuego que le daría calor y le devolvería las fuerzas.
Yisui había jurado que sería su sombra, de modo que cuando se abrieron las puertas y la gente salió para rendirse, ella permaneció con el Kan mientras sus hombres ordenaban a los defensores tibetanos de Etzina que se ataran entre sí para luego decapitarlos. Las ejecuciones se realizaban en orden: los soldados y oficiales enemigos se arrodillaban, caían las espadas, los cadáveres eran despojados de su ropa y arrojados a un lado. Montículos de cabezas se alzaron alrededor de los soldados mongoles; sus abrigos, túnicas y armaduras estaban salpicados de sangre.
Los soldados enemigos habían sabido cuál sería su destino. Pero otros fueron conducidos ante Temujin: mujeres que llevaban en brazos a sus hijos, niños y niñas demasiado aterrados para llorar, ancianos de túnicas amarillas.
Yisui sabía que Temujin exigiría que murieran: había jurado borrar a los Tangut de la faz de la tierra. El rey había hecho caer este castigo sobre ellos, así como el propio padre de la mujer había conducido al pueblo tártaro a la perdición. Era raro, pensó Yisui, que pensara en ello en ese momento. Había creído que era algo olvidado, un destino cruel que ella no había podido impedir.
Se le ocurrió entonces que Temujin sabía que se estaba muriendo, que no sobreviviría a esa guerra. La matanza no significaba tan sólo que el Kan estuviera librándose de sus enemigos, sino también una ofrenda fúnebre. Esto era lo que el Cielo quería de ella: que sirviera a su esposo durante su última guerra. Había sido salvada de las cenizas de su propio pueblo. Ahora volvería a oír sus olvidados gritos una vez más, pero en las gargantas de los Tangut que morían.
Los caballos pastaron en los campos que rodeaban Etzina y los mongoles sumaron a su ganado el de los Tangut.
Avanzaron hasta llegar a un terreno arenoso, donde los tamariscos estaban semienterrados. El ejército se abrió paso a través del laberinto de altas montañas y de ramas entrelazadas hasta llegar a unos sauces y a campos cultivados. Delante se extendían campos de pastoreo y las aguas dulces del río que se ensanchaba; detrás, los mongoles dejaban un rastro de ciudades incendiadas, campos devastados y montículos de cabezas.
El ejército del Kan había bordeado la muralla al norte de Kansu; sus torres y almenas eran inútiles ahora para el enemigo. Las huellas de las rutas comerciales que marcaban la tierra amarilla estaban despojadas de caravanas y los campos que rodeaban las arrasadas ciudades de los oasis estaban sembrados de cadáveres y huesos. Los caballos pastaban bajo los álamos y los sauces; las fuerzas de vanguardia ya habían empezado a cumplir su tarea allí.
El calor del verano era agobiante, el viento levantaba las arenas de Kansu y oscurecía el cielo. Los picos altos y nevados de las montañas Nan Shan se erguían hacia el sur, y constituían un refugio donde el Kan podía establecer su cuartel general. Siguió adelante y, mientras avanzaban, sus soldados diezmaron las bandas de fugitivos.
Por encima de oscuros acantilados de granito y laderas amarillas, el Kan encontró refugio en un amplio prado montañoso. Las tiendas se alzaron en las orillas de una rápida corriente, los animales pastaron, alimentándose de trébol y hierba moteada de flores azules.
Temujin ya no llevaba vendaje, pero Yisui veía sus gestos de dolor cuando se movía y oía sus gemidos durante la noche. Ella estaba siempre a su lado. Los hombres venían con frecuencia a su tienda a informar al Kan acerca de los progresos de la guerra, y él insistía en recibirlos.
Escuchar los mensajes, alterar las tácticas y decidir las señales que debían transmitirse entre los ejércitos insumía casi todas las horas de vigilia de Temujin. Sus dolores lo perturbaban demasiado para permitirle que se entretuviera cazando; no llamaba a ninguna de sus mujeres e ignoraba a las muchachas Tangut que podría haber reclamado. Sólo Yisui sabía que él ya no le hacía el amor; también ese placer le había sido arrebatado.
Ella lo instaba a descansar, a permitir que el aire más fresco lo reanimara, pero él estaba impulsado por la guerra. Se sentía obligado por su juramento: la flecha había salido disparada de su arco y debía clavarse en el corazón del enemigo. Si su espíritu debía abandonar su cuerpo al menos no permitiría que los Tangut lo sobrevivieran.
Con la ayuda de sus mujeres, Yisui atendía el "yurt", cocinaba, iba en busca de estiércol y ramas secas de tamarisco para alimentar el fuego, descuartizaba la caza y limpiaba la piel de los animales desollados. Incluso mientras cuidaba de su esposo se compadecía de los Tangut. Los hombres de Temujin se regocijaban ante la perspectiva de poder hacer lo que se les antojara con sus víctimas, y sólo el Kann podía impedírselo. Ella rogaba por victorias rápidas, aun sabiendo el sufrimiento que implicarían, porque los triunfos podían llegar a ablandar el corazón de Temujin.
Pero las noticias de las victorias sólo servian para fortalecer la determinación del Kan. Ese verano cayó Su Chou, y todos sus habitantes fueron ejecutados por haberse negado a entregarse. Kan Chou fue tomada por el general Chagan, quien sólo ejecutó a los oficiales que habían instado a la resistencia. Temujin permitió ese gesto de clemencia porque le había llegado la noticia de la muerte del rey Tangut; el hermano de Le Te Wang, llamado Li Hsien, lo había sucedido en el trono.
El Kan podría haber enviado mensajeros al nuevo monarca, exigiéndole que se entregara, pero no lo hizo. A principios del otoño, cuando los campos ya no tenían hierba, él y los que lo acompañaban abandonaron las montañas.
Los desfiladeros y cañones dieron paso al ardiente desierto. Al este de las arenas se extendía el río Amarillo, que fluía junto a una muralla de tierra; sus defensores habían caído o tal vez habían escapado. El ejército avanzó por la fértil ribera, arrasando a su paso las pequeñas aldeas. El viento cubrió a los invasores de polvo y arena hasta que estuvieron tan amarillos como las rocas, y fueron un ejército dorado que avanzaba contra el corazón de Hsi-Hsia.
Los mongoles se habían apoderado de las rutas comerciales del oeste, aislando poblaciones que se encontraban junto al río Amarillo. Ying-li era la primera gran ciudad en el camino de los invasores. Allí los Tangut, conscientes de que su rendición sólo facilitaría el ataque de las ciudades de Ling Chou y Ning-hsia, resistieron el asalto de las máquinas de asedio y las oleadas de hombres que escalaban las murallas hasta que llegó el invierno y la nieve empezó a arremolinarse sobre las almenas.
Cuando Ying-li finalmente cayó, los Tangut enviaron un gran ejército para enfrentar a los mongoles a campo abierto y atacar a las fuerzas que asediaban Ling Chou. Al enterarse de esto, el Kan ordenó una retirada al oeste de las montañas Alashan. El ejército Tangut los siguió, sin encontrar resistencia en los pasos montañosos. Los mongoles los atrajeron, cayeron sobre ellos en el desierto, más allá de las montañas, y aplastaron el ejército de Hsi-Hsia. El Kan fue recompensado con la cabeza de Asha Gambu, quien había sido ejecutado durante la matanza.
Los canales de irrigación que rodeaban Ling Chou estaban congelados cuando los mongoles renovaron su asedio, y el río que antes había obstaculizado su acceso ahora los ayudó, pues pudieron cruzar su superficie helada. Ling Chou estaba condenada, pero sólo se rindió cuando la mayoría de sus defensores murieron y los mongoles habían empezado a entrar en la ciudad.
Parte del ejército se desplazó hacia el norte para rodear la capital Tangut, Ning-shia; Temujin en persona se trasladó al oeste para tomar la ciudad de Yen-chuan Chou. Allí, desde la fortaleza que dominaba la ciudad, el Kan, con Yisui a su lado, contempló las distantes columnas de humo que se alzaban hacia el gris cielo invernal.
El invierno había debilitado a Temujin. Su fiebre volvió a aparecer después de la caída de Yen-chuan Chou. Yisui llamó a su guardia y le dijo que fuera a buscar a Ye-lu Ch'u-tsai.
El Kan era un hombre a las puertas de la muerte, y su sufrimiento alimentaba su furia; así era como Yisui se lo explicaba a sí misma. Él había ordenado el exterminio de los Tangut, pero sus generales habían procurado aún más destrucción. Durante días habían enviado peticiones al Kan, quejándose del pobre botín obtenido durante la campaña, y sugiriendo que los Uigjur que moraban en las ciudades Tangut, los Han que trabajaban la tierra y otros pueblos sometidos debían ser ejecutados también. Esos hombres eran inútiles como soldados, y la tierra podía convertirse en campos de pastoreo.
Yisui tuvo entonces más razones para mantener con vida a su esposo. Sólo Temujin podía dar las órdenes que impidieran que sus hombres actuaran de ese modo. Qué extraño le resultaba sentir tanta compasión por gente que no conocía. Yisui creía haber superado esa debilidad mucho tiempo atrás.
Entró en el "yurt". Temujin estaba sentado en su cama, apoyado en almohadones, pero respiraba con dificultad.
—He mandado llamar a tu consejero Khitan —le dijo ella—. Sus medicinas tal vez te alivien más que los hechizos de los chamanes.
—¿Está en el campamento?
—Sabes que sí —respondió ella—. Llegó hace varios días y envió a uno de sus hombres a preguntar si podía presentarse ante ti.
Posiblemente lo había olvidado a causa de la fiebre, pero la mujer lo dudaba. Él sabía qué respondería Ch'u-tsai al pedido de los generales, que deseaban convertirlo todo en campos de pastoreo, y tal vez por eso no había llamado al Khitan.
Si Ch'u-tsai le pedía clemencia, era posible que el Kan lo escuchara. Yisui dejaría que el Khitan le dijera a su esposo lo que ella no podía decirle.
Ye-lu Ch'u-tsai se presentó con dos hombres jóvenes.
—Te doy la bienvenida, amigo y hermano —masculló Temujin—. Mi esposa cree que tal vez puedas aliviar mi sufrimiento.
El Khitan observó a Yisui con sus grandes ojos oscuros. Temujin hubiera querido darle al consejero una parte mucho mayor del botín, pero Ch'u-tsai se contentó con los escritos, las hierbas y los antiguos mecanismos que se había llevado de las ciudades conquistadas: un pedazo de vidrio que convertía un rayo de luz en bandas de colores, un espejo mágico de bronce a través del cual la luz pasaba y formaba un diseño sobre el muro, una aguja de metal que señalaba el sur cuando se la ataba a un corcho que flotaba en un cuenco con agua. A menudo Yisui se sentía incómoda en presencia de aquel hombre, pues parecía que lo que ella poseía no significaba nada para él.
—Lamento no haber podido venir antes —dijo Ch'u-tsai—. Tuve que atender a muchos de nuestros soldados en Ling Chou cuando la enfermedad se desató en nuestras filas.
—Eso me dijeron.
—Y como no me llamaste, pensé que estabas descansando, que suele ser la mejor cura de las enfermedades. He estado muy ansioso por hablar contigo, mi Kan.
Temujin gruñó.
—Al igual que todos.
—Te he traído mi "ma-wang" —dijo el Khitan—. Te facilitará la respiración. Yo mismo molí las ramitas, y después las mezclé con lima.
Uno de los jóvenes entregó una pequeña bolsa a Temujin. El canciller permaneció en silencio mientras el Kan masticaba la medicina.
—He visto un presagio en los cielos —continuó Ch'u-tsai—. También sé lo que tus generales desean hacer en estas tierras.
Temujin frunció el entrecejo.
—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? —preguntó.
—El cielo, Gran Kan, ha revelado qué debes decidir.
—Sé lo que debo hacer. He dicho que esa gente ha de morir. Son inútiles para nosotros.
—¿Cómo puedes decir que son inútiles? Déjalos vivir para que cumplan sus tareas, y darán mucho a tus tropas. Ganarías más de ese modo que incendiando todas las tierras y convirtiéndolas en campos de pastoreo.
—Mis deseos son conocidos —dijo Temujin—, y el pedido de mis generales está de acuerdo con ellos.
—Y el cielo mismo protesta. —El Khitan se inclinó hacia adelante—. Gran Conquistador, he observado los cielos y he visto que cinco planetas están en conjunción. Cuando el sol se ponga, mira hacia el sudoeste y los verás; te advierten que no debes tomar esa decisión.
—Mis chamanes ven las mismas estrellas. —Temujin se enjugó la boca—. Dicen que los Cinco Vagabundos se han reunido para celebrar mis triunfos.
—Te celebran, mi Kan, pero también te advierten. He leído los escritos de hombres que han visto esos mismos signos en el pasado, y siempre son una advertencia para abandonar las matanzas y los gestos de crueldad.
Había dicho lo que Yisui esperaba oír, y ese presagio daba mayor poder a sus palabras.
—Hace tiempo que no conozco la voluntad del cielo —dijo Temujin entre dientes—. Mis chamanes me dicen los augurios, pero ya no sé si están repitiendo la voluntad de los espíritus o sólo me dicen lo que creen que deseo escuchar.
—Yo siempre te he dicho lo que sé que es verdad —dijo el Khitan—. Cuando marches sobre los Kin, tus soldados necesitarán provisiones y abastecimiento. Los campesinos de aquí pueden pagarte por la tierra, y los mercaderes pueden ofrecerte parte de sus ganancias. Los impuestos que decretes pueden darte plata, seda y grano. Aniquilar a esta gente sólo te reportará unos pocos campos de pastoreo, y no muy buenos.
—Debo admitir algo, Sabio Consejero —murmuró Temujin—. En las tierras que conquisté encontré muchos hombres sabios. Algunos me han servido bien, pero con frecuencia me pregunto si verdaderamente puedo gobernarlos. —Respiraba con mayor facilidad; el "ma-wang" estaba haciendo su efecto—. ¿Y si ignoro tu consejo?
—No es sólo mío, sino también de las estrellas. Lamentaría que rechazaras esa advertencia.
—La rechace o no la rechace, mi final será el mismo. —Temujin volvió la cabeza hacia Yisui—. Y tú, esposa, ¿qué opinas? Me gustaría conocer tus pensamientos.
Ella encogió los hombros, tratando de no demostrar compasión.
—Si permites que esos desdichados vivan, tendré más esclavos. También es prudente obedecer los signos del cielo, ¿no es cierto?
—Es de sabios aceptar consejos prácticos —dijo el Kan—, aunque no nos gusten. Muy bien, hermano Khitan, diré a mis generales que limiten la matanza a las tropas que se resistan, y que no permitan que sus hombres saqueen las poblaciones. Tú decidirás qué debemos pedir a esta gente. Todos los oficiales importantes de este campamento serán convocados para escuchar mi decreto.
Yisui advirtió resignación y desesperación en la voz de su esposo. Se le ocurrió que la furia que él sentía ante su muerte inminente había pasado, que ahora la aceptaba. Su furia había mantenido alejada a la muerte, su deseo de venganza lo había mantenido con vida. Los Tangut recibirían un poco de piedad, pero la muerte de Temujin llegaría mas rápidamente.
Para salvar Ning-hsia, el rey Tangut envió al resto de sus fuerzas contra los mongoles. Una vez más, éstos se retiraron detrás de las Alashan, cayeron sobre el enemigo y lo aplastaron. Se reanudó el asedio de Ning-hsia, mientras Ogedei y Subotai marcharon al sur del río Wei para tomar el valle y marchar sobre los Kin. Temujin se dirigió al oeste para apoderarse de Kansu y tomar las pocas ciudades que quedaban.
Algunos murmuraban que el Kan, ante la proximidad del triunfo definitivo, recuperaría rápidamente sus fuerzas. Otros miraban la figura encorvada y envejecida que marchaba en medio de sus guardias, y temían que esta victoria fuera la última.
Yisui compró plegarias a los chamanes, recibía a los oficiales en la tienda de Temujin y alejaba a todos los que lanzaban al Kan miradas cargadas de preocupación. Cuando él estaba con sus hombres, escuchando los relatos de sus éxitos, la mujer casi creía que el espíritu maligno finalmente lo abandonaría. Pero por la noche, cuando ambos estaban solos, ella oía los susurros de su esposo y se preguntaba qué sueños le enviarían los espíritus. Las sombras en el interior de la tienda parecían un ejército de espectros. Si al llegar la mañana Temujin ya no se levantaba de su lecho, ello significaría que los espectros finalmente lo habían reclamado.
122.
Temujin abrió los ojos. Un halcón invisible le clavaba las garras en el pecho, como si fuera a arrancarle el corazón. No recordaba cómo era estar sano, sin ese dolor.
El cielo que se veía a través de la salida de humo era claro. Yisui y sus mujeres estaban en la entrada, murmurando en voz baja mientras trabajaban en su costura. El Kan recordó que unos días antes habían trasladado el campamento a las montañas Ling-Pan-Shan para escapar del calor estival de las tierras bajas. Durante el viaje, Temujin había yacido en un carro, pero consiguió montar para llegar al gran pabellón donde recibió a Subotai y se reunió con sus oficiales. El "kumiss" que bebió durante la reunión le robó todo recuerdo de lo que se había dicho. Las posiciones de Ye-lu Ch'u-tsai, los hechizos de los chamanes y la solicitud de Yisui ya no lo aliviaban. Sólo la bebida podía disminuir el dolor, y nunca durante mucho tiempo.
De pronto, recordó que Subotai le había traído como obsequio cinco mil caballos, y el informe de victorias en el valle del río Wei. Ogedei avanzaba siguiendo el curso del río, cada vez más cerca de K'ai-feng; el emperador Kin había enviado esa primavera dos delegaciones para pedir la paz. Otros emisarios habían llegado al campamento para solicitar una audiencia con el Kan. Temujin se preguntó si tendría la fuerza necesaria para levantarse de la cama y recibirlos.
Su mente estaba nublada como la visión de un anciano. Antes podía ver los movimientos de sus tropas como si fuera un pájaro. También podía ver lo que un pájaro jamás vería: los movimientos que haría el enemigo y cómo contrarrestarlos. Pero ahora ya no veía claramente esta guerra. Cuando concentraba sus pensamientos en una batalla, el resto de los movimientos de su ejército se le escapaban. Siempre había visto una guerra enteramente, como un diseño de batallas, asedios, retiradas tácticas, divisiones para enfrentar al enemigo en distintos lugares y después volver a reunir las fuerzas. Recordó que Ning-hsia había estado sitiada durante toda la primavera, que su general Chaghan todavía no había negociado la rendición de la ciudad, pero las posiciones que ocupaban sus fuerzas junto a los ríos Amarillo y Wei y cerca de los oasis de Kansu, desaparecieron de su mente. Ning-hsia era toda la guerra, todo lo que su mente podía aprehender.
La ciudad tendría que rendirse pronto. Las enfermedades y el hambre detrás de sus murallas eran tan devastadoras como los soldados mongoles.
Sus enemigos habían poseído armas de las que él carecía, y el Kan había advertido que debería cambiar las tácticas bélicas para contrarrestarlas. Las lluvias de flechas de las ballestas enemigas podían eliminar a un muro de hombres que avanzaban, las bolas de fuego arrojadas desde las murallas podía repeler a los invasores con ríos de fuego, y las bombas que despedían fragmentos de metal podían ensordecer, mutilar y asustar a los soldados. Temujin supo entonces que los hombres que construían esas armas eran tan esenciales para él como sus valerosas y disciplinadas tropas, y que sus invenciones habían cambiado la naturaleza de la guerra.
Su mente vagaba. No oía música en su tienda, y recordó que había ordenado que los músicos se marcharan. El sonido de los laúdes tal vez lo tranquilizase; pensó en ordenar a los músicos que regresaran, pero estaba demasiado débil hasta para llamar a Yisui.
Las garras invisibles volvieron a clavarse en él. Tendría que obligarse a incorporarse, a ir a su pabellón y presidir la corte, escuchar a correos y enviados y ver cómo todos los que lo rodeaban fingían que pronto sanaría.
Le llevaron un caballo. Su dolor aumentó mientras cabalgaba hasta el pabellón y desmontaba. Los hombres lo rodearon mientras entraba. Su trono se alzaba sobre una plataforma al fondo de la tienda abierta, rodeado de almohadones. Las garras volvieron a clavarse en sus entrañas mientras caminaba sobre las alfombras.
La farsa volvió a comenzar. Sus escribas Uighur y Khitan cogieron sus pinceles; se sirvió comida y bebida a los hombres sentados a su derecha y a las mujeres sentadas a su izquierda, entre los que se encontraba Yisui. El dolor le corrió por el brazo cuando ofreció pedazos de carne a los hombres más próximos. Le ardían las entrañas; el fuego que había sentido allí desde que su caballo lo había tirado se atenuaba un instante, para renacer con furia renovada, pero nunca lo abandonaba por completo. Alzó su copa, y las garras se cerraron sobre su corazón.
Bebió el "kumiss" de un trago y le sirvieron más. Cuando los enviados Kin fueron conducidos a su presencia, la bebida había nublado su mente, de modo que apenas si pudo comprender las palabras que Ye-lu Ch'u-tsai traducía. El esfuerzo por parecer controlado, por mostrarse ante esos embajadores como el hombre fuerte que la ocasión requería, ni le permitía concentrarse en sus palabras.
—Han traído el tributo que exigiste —decía el Khitan—. Estos siervos de Su Majestad el emperador, humildemente ruegan a su hermano el Gran Kan que acepte la plata y la seda, los caballos y los esclavos, y las perlas que te adornarán a ti y a tus favoritas, a cambio de que reine la paz en estas tierras.
Temujin volvió en sí. Miró a los dos enviados, y luego se dirigió a sus hombres.
—¿Acaso no escuchasteis mis órdenes? —preguntó—. ¿Hay alguno entre vosotros que se atreva a desobedecerme? Pronuncié un decreto cuando los cinco planetas estaban en conjunción, prohibiendo las matanzas y saqueos excesivos, y ese decreto sigue en pie. Ordeno que lo informéis a todos, para que todos conozcan la voluntad de Gengis Kan. He hablado.
Ye-lu Ch'u-tsai tradujo esas palabras mientras Temujin volvía a reclinarse en su trono. Su declaración no lo obligaba a nada, pero el Rey de Oro la tomaría como una promesa de paz. Más tarde, las fuerzas comandadas por Ogedei y Tolui encontrarían a un enemigo mal preparado.
El Kan no cabalgaría con sus hijos, ni dirigiría esas batallas. Era probable que ni siquiera conociera el resultado final. Eso era lo que más le costaba ver dentro de sí, una visión que sólo aumentaba su tormento: cómo sería el mundo cuando ya no viviera en él.
Yisui se movió a su lado. La mujer estaba siempre cerca, y todas las noches dormía bajo su manta. Parte de la farsa requería que Temujin durmiera con una mujer. Como ésta siempre era Yisui, cuyo orgullo le impedía que una esclava se enterara de que su belleza ya no excitaba al Kan, la farsa se mantenía.
Ella se llamaba a sí misma "su sombra", y en realidad parecía una sombra de sí misma. La dureza de su voz había desaparecido; Temujin percibía ahora en ella la piedad hacia los enemigos. Yisui no se atrevería a compadecerse de él.
Cómo lo había enfurecido cuando se había atrevido a hablar abiertamente de su fin y de la necesidad de elegir un heredero. Le había disgustado saber que ella miraba más allá de su muerte. Ahora que su esposo se moría, Yisui eludía ese pensamiento como si significara su propia muerte.
Cómo había temido antes a la muerte. Ahora mismo, todo en él se rebelaba contra esta perspectiva, pero nada podía salvarlo: los generales no podían hacer que retrocediera, ni los guardias podían protegerlo ni los chamanes lograr que se alejara; no había ningún elixir, ni Dios. El ser había retrocedido, retirándose de la muerte como si fuera un enemigo, pero muy pronto debería volverse y enfrentarla.
Antes el cielo le hablaba. La voz de Tengri había sido tan clara como la de las personas que lo rodeaban, y sus sueños le habían mostrado la voluntad del cielo. Todo lo que había conquistado sin duda demostraba que Dios lo había guiado, pero cuanto más conseguía, tanto mayor parecía ser el mundo que no podía comprender.
De repente, volvió a ser un muchacho, sentado en la tienda de Dei Sechen y contando su sueño en presencia de Bortai y Anchar. Entonces ignoraba cómo encontraría el camino que conducía a la cumbre de aquella montaña, pero no había dudado que daría con él. El cielo lo había puesto a prueba, convirtiéndolo en la espada que uniría a todos los que vivían bajo el Eterno Cielo Azul. Había aprendido su primera lección importante después de la muerte de su padre: que todos los que no se sometieran a él eran enemigos potenciales, que no habría seguridad para él hasta que todos esos enemigos se sometieran a su voluntad o fueran aniquilados. Nunca habría aprendido eso de no haber sido un descastado.
—Temujin —dijo Hoelun.
Últimamente escuchaba con más frecuencia la voz de su madre llamándolo. De todas las mujeres que había conocido, sólo ella y Bortai lo habían asustado alguna vez, porque sabía que lo amaban verdaderamente. Sus consejos habían sido buenos, pero Temujin se había resentido por el poder que ambas tenían sobre él.
—Bortai —susurró .
Su primera batalla importante había sido por ella, pero aceptar a Jochi como hijo propio había sido una parte del precio que había pagado para recuperarla. Siempre había sospechado que el hijo del raptor de Bortai acabaría por convertirse en su enemigo. Cuando Ning-hsia fuera tomada y los Kin vencidos, él castigaría a Jochi por sus afrentas, por haberse negado a acudir a su campamento, por imaginar que podía hacerse lo bastante fuerte para desafiarlo.
Pero Jochi estaba muerto. Lo había olvidado, como tantas otras cosas durante los últimos meses. Un correo le había llevado la noticia esa primavera; él había presidido un banquete en memoria de Jochi y había enviado un mensaje a su heredero Batu. Con la muerte de Jochi había desaparecido una grave amenaza para la unidad de su "ulus", pero la pérdida del hijo mayor de Bortai hacía que su propia muerte pareciera más próxima.
Demasiados habían muerto: Mukhali, el fiel Jebe, el desleal Daritai, su padrastro Munglik, cuya alma había seguido rápidamente a la de Hoelun, generales y leales seguidores, hijos y nietos que apenas había conocido, y Jamukha. Todavía penaba por su "anda", pero convertirse en lo que Jamukha había deseado que fuera habría significado dar la espalda a su propio destino, convertirse en un jefe entre otros muchos. Su pueblo habría continuado con sus viejas disputas y jamás hubiera conocido la grandeza. Jamukha había sido otra de las pruebas del cielo. Al menos eso había creído Temujin, y ahora el cielo estaba en silencio.
El calor de la tienda era opresivo; se preguntó si la fiebre habría retornado. Su pasión por Khulan había sido otra fiebre, pero conquistar su amor sólo lo había debilitado. Desde el principio Temujin había comprendido que aquella mujer terminaría ablandándole el corazón por la piedad que sentía por sus enemigos. Amar a cualquier mujer con demasiada intensidad significaba concederle un poder que ella no debía tener. Hacer que las mujeres sintieran lo que llamaban amor aseguraba su lealtad, pero compartir profundamente ese amor era una tontería. El amor no le habría mostrado cómo rescatar a Bortai. Aunque cuando al perderla montó en cólera, comprendió cómo utilizar el secuestro de la mujer para sus propios fines.
Su mano siempre había sido firme. Habría nuevas conquistas, y si él no vivía para verlas, sus hijos y nietos continuarían con su obra. Ellos seguirían viviendo como su pueblo había vivido siempre, pero con la riqueza que las tierras conquistadas les darían. El más humilde entre ellos sería el igual de los jefes del pasado; el mejor pueblo bajo el cielo vería cómo el mundo entero se arrodillaba ante él. Todos recordarían al que los había conducido a la grandeza.
Eso había creído antes de que sus dudas se hicieran profundas. Si sus descendientes aprendían las costumbres de los conquistados para gobernarlos más sabiamente, podían ser víctima de las debilidades de la gente sedentaria, y convertirse en presa de hombres más fuertes. Sin embargo, si conservaban sus propias costumbres y se mantenían preparados para la guerra, tal vez disputaran entre sí cuando no tuvieran más tierras que conquistar.
El mundo no estaba hecho para el hombre; C'hang-ch'un se lo había dicho. Si eso era cierto, todos sus esfuerzos no habían sido más importantes que los de un corcel que guiara a la manada en busca de mejores pastos. Su pueblo podía tener tan sólo un breve momento de gloria, como en otro tiempo había ocurrido con los Khitan, con los Kin y con los pobladores de Khwarezm.
De pronto, sus viejos sueños se burlaban de él. El mundo podría liberarse en su momento del yugo de su "ulus", y entonces su pueblo no tendría nada excepto el recuerdo de lo que había sido. Tal vez hasta perdiera esa memoria. Todo su trabajo sería inútil, su nombre se olvidaría, su imperio estaría perdido.
La tienda estaba llena de hombres. Temujin no abandonaba el lecho desde que habían trasladado el campamento hasta las estribaciones que dominaban el río Amarillo, pero sus generales todavía solicitaban audiencias con él. El Kan ya no los recibía en el pabellón abierto, sino en su gran tienda. El esfuerzo que significaba abandonar la cama ya era demasiado grande para él. Sin embargo, mientras no hubiera una lanza clavada frente a la entrada, los hombres seguirían fingiendo que el Kan sanaría.
—El enviado espera fuera del campamento.
Era la voz de Tolun Cherbi. Yisui lo había ayudado a incorporarse, pero Temujin carecía de la energía necesaria para alzar la cabeza y mirar al general.
—Se le ha dicho que no tendrá el honor de una audiencia, que el Gran Kan ya le ha demostrado demasiada cortesía al permitirle esperar mientras yo te traía su mensaje —continuó Tolun Cherbi—. Ning-hsia ha decidido rendirse. La ciudad no tiene alimentos, y muchos han muerto de fiebre. El enviado sólo te pide que des a su soberano un mes para reunir sus obsequios. Li Hsien en persona te traerá su tributo.
—Le concederé ese mes.
—Li Hsien también te suplica por las vidas de los que abandonen Ning-hsia después de su rendición. —Ahora era Chaghan el que hablaba—. Sabe que juraste borrar a su pueblo de la faz de la tierra, pero también sabe que las estrellas te advirtieron en contra de ese proceder.
—Mi orden —dijo Temujin—es ésta: cuando nuestro ejército entre en esa ciudad, nuestros soldados tomarán lo que les plazca y harán lo que quieran con los pobladores. La clemencia que he demostrado a otros no será ofrecida a los defensores de Ning-hsia.
Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, los hombres se habían marchado. Yisui estaba inclinada sobre él, con una copa en la mano.
—Es posible que el rey deba morir —dijo ella—, pero por cierto que podrías salvar la vida de sus hijos y de la gente de la ciudad. Me gustaría tener príncipes como criados, y los que queden con vida en Ning-hsia ya no son una amenaza para ti.
Había piedad en su voz. Él se sintió decepcionado; después de todo, no había conseguido acabar con la debilidad que había en Yisui.
—He dado una orden —dijo el Kan—. No la retiraré para darte el placer de adueñarte de más vidas Tangut, cuando puedo experimentar el placer mayor de saber que no me sobrevivirán. Ahora me quedan muy pocos placeres.
—Vivirás para siempre, Temujin. ¿No podrías dejarlos vivir para que trabajen para ti?
—Cállate, Yisui. Una vez, cuando me lo suplicaste, mostré clemencia, y ahora estás violando el pacto que entonces hicimos. —Cerró los ojos. El placer del que había hablado sería fugaz, una llama que se agitaba un instante antes de extinguirse.
Ye-lu Ch'u-tsai, que era tan sabio, nunca lo había entendido verdaderamente; Temujin siempre lo había sabido. El Khitan no podía compartir sus dudas, ni siquiera comprenderlas. Fuera cual fuere el tormento que Ch'u-tsai había experimentado al ver morir su propio mundo, había aceptado el mundo que Temujin había construido. Dar orden a ese mundo, mantenerlo en armonía, actuar correctamente: ésas eran las tareas de un hombre. El consejero diría que la naturaleza de Temujin era la de un gobernante, y que él había cumplido con esa naturaleza. El hombre afectaba al cielo, según el Khitan, en la misma medida en que el cielo afectaba al hombre. Pensar que una voz del cielo pudiera hablarle a un hombre, a Ch'u-tsai y sus instruidos camaradas se les antojaba una locura: ellos no buscaban un propósito fuera del mundo que les era dado. Pero el Khitan nunca había sido un muchacho abandonado y solo en una montaña, escuchando los espíritus en el viento y buscando algo más allá de sí que pudiera guiarlo y endurecer su corazón.
Sus dudas lo habían librado finalmente de los miedos que el chamán Teb-Tenggeri había utilizado para controlarlo, pero también le habían mostrado un mundo sórdido y sin sentido. Cuanto más ganaba, más fútiles parecían sus esfuerzos. Su final seguiría siendo el mismo: la extinción que sus súbitos budistas consideraban la meta más alta del alma, pero sin ninguna Presencia Celestial que engullera esa alma.
Levantó la vista hacia la salida de humo. Yisui estaba fuera, hablando con los guardias, pero su voz parecía distante. De repente una luz llenó la tienda, como si el sol se hubiera acercado a la tierra; unas formas se agitaron en el haz de luz.
Los espectros tomaron forma a su alrededor. No podía distinguir cuántos eran, pero entre ellos estaban su madre y su padre, con los rostros resplandecientes que él recordaba de su niñez. Jebe estaba allí, con el arco y el carcaj colgados del cinturón, y también Mukhali, ataviado con sedas de Khitai. Jamukha alzó la cabeza y sus ojos oscuros escrutaron el alma de Temujin. Al ver a su "anda", las garras le oprimieron el corazón.
¿Acaso esos espectros habían sido enviados por los espíritus? No, se dijo, sólo eran producto de la febril imaginación de un hombre enfermo y desesperado. Ya empezaban a desvanecerse; la luz se hizo más tenue. A través de la salida de humo sólo vio un rectángulo de cielo azul.
¿Qué sentido tenían sus actos? Sus descendientes se rodearían de tesoros durante un tiempo. Gobernarían hasta que hombres más fuertes los vencieran o hasta que las costumbres sedentarias los engulleran.
El rostro de un anciano flotó sobre él; Temujin reconoció al sabio Ch'ang-ch'un. Los labios del monje se movieron, pero Temujin no podía oírlo. El taoísta le había dado algunos consejos prácticos, sugerencias para ayudar al pueblo de Khitai mientras se recuperaba de la devastación de la guerra y se acostumbraba al dominio mongol. Hacían falta hombres sabios que administraran esas tierras para que el Kan obtuviera de ellas el mayor beneficio. Su consejo repetía los de Ch'u-tsai, pero Temujin había visto los peligros que entrañaba. Sus sucesores dependerían cada vez más de esos hombres, pero su pueblo sólo podría seguir siendo mongol si dejaba esas tareas de gobierno a otros.
—Piensa en el cuerpo de un hombre —dijo Ch'ang-ch'un—. ¿Quién lo gobierna? Tiene cien partes, ¿cuál prefieres? ¿Acaso algunas son criados y otras amos, o cada parte se convierte en gobernante y siervo, según el momento? ¿No es posible que sean un todo que crece y cambia, que sigue el curso de la naturaleza sin necesidad de amo?
El sabio taoísta repetía palabras que había dicho antes. Temujin apenas si las había comprendido entonces, y se había preguntado si el Maestro no estaría cuestionando su derecho a gobernar. Ahora parecían dar algún indicio de respuesta a sus preguntas.
Sabía tan poco. En otro tiempo había creído que los ancianos eran sabios. Ahora él era un viejo, y se preguntaba cuántos otros ancianos habrían disfrazado su ignorancia bajo un manto de falsa sabiduría.
Antes de que pudiera hacer más preguntas al monje, el rostro desapareció.
Temujin permaneció en su tienda cuando llegó el rey Tangut con su tributo. Li Hsien fue obligado a arrodillarse fuera del "yurt" y a hacer sus discursos junto a la entrada mientras una fila de guardias mostraba el tributo al Kan. La tienda pronto estuvo colmada de budas de oro, sartas de perlas en bandejas de plata y copas y cuencos centelleantes. Los hombres hablaron de otros obsequios… una gran tienda de seda, centenares de camellos y caballos, apuestos muchachos y bellas jóvenes ataviadas con finos abrigos de pelo de camello.
Temujin permitió que el rey fuera hasta su tienda durante tres días, pero no lo dejó entrar. El tercer día, el Kan hizo una seña a Tolun Cherbi. Los gritos de agonía del monarca y sus parientes aliviaron su dolor; cuando le llevaron la cabeza del rey en una badeja de plata, sintió que tal vez el espíritu maligno que le oprimía el corazón se marcharía.
A la mañana siguiente, su dolor empeoró. Cayó en un sopor y despertó para encontrar a Yisui inclinada sobre él.
—Han venido tus hombres para la celebración —dijo ella.
El Kan se debatió hasta sentarse y ella le alisó la túnica; una de sus esclavas se arrodilló para calzarle las botas. Los hombres entraron en la tienda, seguidos de esclavas que traían jarros y fuentes de comida. Una mujer con una túnica de seda roja y un alto tocado de oro fue conducida a su presencia; Temujin había olvidado que había reclamado a la reina Tangut.
—Tu nueva esposa te saluda—gritó Tolun Cherbi —. Se llama Gorbeljin Ghoa y, como ves, merece su nombre. El rey de Hsi-Hsia y sus parientes ya no existen, la ciudad es nuestra, y su reina es tuya, mi Kan.
La mujer vestida de rojo alzó la vista. Su piel tenía un suave matiz dorado, y no había rastros de lágrimas en sus mejillas. Sus ojos almendrados eran tan negros como los de Yisui, sus formas tan gráciles y delicadas como las de una mujer Han.
Gorbeljin se acercó a él, hizo una profunda reverencia y se sentó a su lado. Los hombres rugieron de risa.
—¡Ni siquiera puede esperar para cumplir con sus obligaciones! —gritó uno de ellos.
Yisui se inclinó hacia la reina, con el rostro pálido y los ojos llenos de compasión. El Kan sonrió mientras aferraba la copa que una esclava le tendía.
Temujin despertó. Le daba vueltas la cabeza, pero el dolor era menos intenso. Tal vez la muerte de su enemigo Tangut le ayudara a recobrarse. Había sido cobarde al temer, al dudar, al creer que el espíritu maligno se lo llevaría.
Estaba solo con Gorbeljin. Alguien le había quitado la ropa y las botas, y lo había tapado con la manta. Sus camaradas y las mujeres de la reina no estaban; esta noche Yisui no sería su sombra. El fuego apenas si ardía, pero alcanzó a distinguir el rostro de la reina en medio de las sombras. La mujer se había quitado el tocado; su cabello era una masa de rizos oscuros. Volvió la cabeza hacia él y Temujin vio unos ojos tan negros y fríos como los de una serpiente. Trató de levantarse de la cama; el halcón invisible, protestando, le oprimió el corazón.
—Soy tu muerte —dijo Gorbeljin, y las garras que aferraban el corazón del Kan se clavaron más profundamente.
Temujin había oído las palabras en su propia lengua, aunque los labios de la mujer no se habían movido. Sus altos pómulos estaban sonrojados y unas gotas de sudor centelleaban como gemas en su frente.
Unos dedos fríos rozaron su mano.
—Soy tu muerte —volvió a decir Gorbeljin.
Tenía los labios apretados mientras su voz rodeaba al hombre; estaba atrapado en un hechizo del que no podría escapar.
La mujer se puso de pie. La túnica se deslizó de sus hombros; su cuerpo era como un esbelto tallo contorneado por la luz. Se acercó a él, alzó la manta y se metió en la cama.
El dolor estalló dentro de él. Mientras luchaba contra la mujer, sintió que se excitaba. Las uñas de ella lo herían, marcándole los brazos. Temujin sintió que el corazón iba a estallarle. Ella lo montó, rodeándole las caderas con las piernas, mientras hacía que la penetrara.
Él la golpeó con fuerza, arrojándola de la cama, y volvió a caer sobre las almohadas. Ella se puso de pie y se inclinó sobre él.
—Aléjate de mí —dijo Temujin.
Gorbeljin emitió un sonido suave; estaba riendo. Fue hasta el fogón y juntó las manos, después se meció. Él trató de gritar, pero la voz murió en su garganta. Ella se acercó a la cama y se arrodilló a los pies, cerca de la bandeja que sostenía la cabeza de Li Hsien. Él oyó un pequeño jadeo ahogado, y supo que la mujer estaba llorando.
Temujin trató de incorporarse; el halcón lo atacó con ímpetu. Un mareo lo invadió, lanzándolo a un estanque oscuro, y él se entregó, huyendo del dolor.
Cuando volvió en sí, advirtió que la tienda estaba vacía. Se esforzó por sentarse; los brazos le latían de dolor. El tocado de oro de Gorbeljin estaba sobre un baúl cerca de la cama; la mujer había desaparecido.
Temujin salió de la cama y cogió sus ropas. Se estaba calzando las botas, sin reparar en el dolor, cuando oyó que uno de los guardias nocturnos gritaba. Temujin salió tambaleándose de la tienda; el oficial de guardia corrió a ayudarlo. Otros hombres corrían hacia la fila de caballos atados más allá de los carros.
—La reina —jadeó Temujin.
—La culpa es mía —dijo el oficial golpéandose el pecho—. Vi a la dama salir e ir a la parte de atrás de la tienda. Pensé que… —El hombre se interrumpió— Cuando vi que no regresaba, ordené que la buscaran.
—Tráeme un caballo.
—Mi Kan…
—¡Trae un caballo! —gritó.
El oficial lanzó una orden; pronto apareció un muchacho con un corcel bayo. Temujin asió las riendas y montó. Sentía fuego en las entrañas; su corazón era como un puño apretado en su pecho.
La castigaría por haber intentado escapar de él, por haberlo sometido a su maligno hechizo.
La luna surgió de detrás de una nube. Una gema centelleaba entre la hierba. La luz plateada reveló unas huellas delicadas sobre la tierra mojada. Gorbeljin pagaría por lo que había hecho; él le quitaría todo espíritu que pudiera quedar en su interior. Viviría lo suficiente para conquistarla por completo, y para ver que vivía el resto de su vida temerosa de él.
La luna se ocultó, y cuando volvió a brillar, él la vio de pie sobre una distante colina que dominaba el río. Su túnica roja parecía negra a la luz de la luna, y sus rizos una masa de serpientes que le caían sobre la espalda.
Fustigó su caballo y galopó delante de los demás. Gorbeljin se volvió hacia él, sus ojos eran dos negras gemas en medio del rostro pálido. Cuando advirtió que Temujin se acercaba, se arrojó al vacío. Él subió la colina, pero su caballo se encabritó, y a punto estuvo de tirarlo al suelo.
La mujer estaba atrapada en los rápidos del río. El agua plateada la hundió, después la levantó, llevándola con tanta facilidad como si fuera una hoja. El río se arremolinó a su alrededor, engullendo la pequeña figura oscura y llevándosela hasta que el Kan ya no pudo distinguirla.
Los hombres que estaban detrás de él gritaban. Temujin sentía que la sangre le latía con fuerza en los oídos, y se le oprimió el corazón. Las garras lo hirieron; gritó mientras apretaba el rostro contra las crines de su caballo.
"Soy tu muerte", había dicho ella, y él sintió la muerte dentro de sí.
Cuando encontraron el cadáver de la reina Tangut, enredado en unos juncos de la ribera, trasladaron el campamento a las estribaciones más frescas que dominaban el río Wei. Cuando llevaron a Temujin a su tienda, su cuerpo ardía de fiebre.
Los hombres que lo rodeaban ya no podían seguir fingiendo que se recuperaría; el "yurt" del Kan había sido trasladado más allá de las hogueras del campamento, y no había ninguna otra tienda cerca. Sólo quedaba Yisui para cuidar de él.
Durante la noche, Temujin tuvo un sueño; en él vio a su pueblo siguiendo a un caballo sin jinete. Antes del alba, llamó a Yesungge, el hijo de Khasar, y le pidió que buscara a Ogedei y a Tolui. Cuando oyó los tambores de los chamanes, supo que una lanza envuelta en fieltro estaba clavada delante de la tienda.
Tenía que ir más allá de la muerte a través de sus hijos. Les ofrecería su consejo, pero esta última tarea tal vez no fuera más que un gesto inútil, una apelación a un futuro que ya no podía controlar.
Sus hijos demoraron tres días en llegar. Un polvo amarillo se desprendió de sus túnicas cuando entraron en la tienda y se sentaron cerca del Kan. Las manos de Yisui temblaron cuando les ofreció unas copas, y las lágrimas acudieron a sus ojos. A Temujin le disgustaba verla llorar, pero sentía un profundo regocijo al saber que ella lo echaría de menos.
—Padre —dijo Tolui—, no creía lo que me dijo Yesungge hasta que vi la lanza. Tampoco puedo creerlo ahora.
Temujin se estremeció bajo la manta. La fiebre venía en oleadas, pero había cesado por el momento. Tenía que hablar mientras tuviera la mente clara, antes de que la fiebre volviera a apoderarse de él.
—Escuchadme —dijo .
El bigote de Ogedei tembló y su boca se movió; los dedos de Tolui se cerraron con fuerza alrededor de su copa.
—Mi fin está próximo —continuó Temujin—, y debéis escuchar mis últimas palabras.
Ogedei hizo un signo contra el mal.
—No lo digas, padre.
—Escuchadme mientras pueda hablar. He conquistado tanto para vosotros que os llevaría más de un año recorrer a caballo las tierras que poseo. Ahora debéis conservar lo que tenemos y extender sus fronteras. Os diré…
Tuvo un acceso de dolor. Yisui le tendió una copa, pero él la rechazó.
—He dejado mucho sin terminar, pero puedo deciros cómo derrotar a los Kin. El Rey de Oro confiará en que sus hombres pueden proteger el paso de Tung-kuan. Debéis pedir a los Sung que os dejen pasar por su territorio. Como son enemigos de los Kin, accederán. Desde el sur, avanzad sobre K'ai-feng. Entonces, el Rey de Oro deberá llamar a sus fuerzas desde Tung-kuan. La larga marcha los agotará, y podréis derrotarlos fácilmente.
—Así se hará, padre —dijo Tolui—. Lo juro.
—Y cuando los Kin hayan sido aplastados —agregó Temujin—, ya no habrá barreras entre nuestras tierras y las de los Sung. —Respiró profundamente—. Permaneced unidos, actuad en conjunto contra los enemigos y recompensad siempre a vuestros leales seguidores. Ya sabéis cómo os he dicho que debe comportarse un hombre.
—Lo sé —dijo Ogedei con voz ahogada—. En tu vida cotidiana debes ser como un cordero o un venado, pero en la batalla sé como el halcón. Cuando celebres, debes comportarte como un potro, pero en la guerra debes caer sobre el enemigo como un águila. Durante el día, debes estar alerta como el lobo, y por la noche debes ser tan cauteloso como el cuervo.
Ogedei se cubrió los ojos; los hombres de Tolui se estremecieron.
—Ahorrad vuestras lágrimas para cuando yo ya no esté —susurró Temujin—. He dicho que Ogedei será mi sucesor, y vuestro hermano Chagadai respetará esa elección. Ocupaos de que no cause problemas. Atended al consejo de vuestra madre, quien vigilará mi tierra natal hasta que se reúna el "kuriltai". Recordad… —Hizo una pausa y luego continuó—: Ogedei, tomarás las mujeres que quieras entre mis esposas menores y concubinas, y darás el resto a quien te plazca. Sin embargo, permitirás que mis cuatro Khatun sigan siendo fieles a mi memoria. Como han sido mías, no hay necesidad de que se casen con otros. —Seguirían siendo de él mientras estuvieran de duelo.
—Lo juro —dijo Ogedei.
Tolui tomó la mano de su padre y se la llevó a la mejilla.
—Tolui —murmuró Temujin—, tú eres mi Odchigin, el Príncipe del Hogar. Ocúpate de proteger y preservar nuestra tierra natal. Muchos de los nuestros se sentirán tentados por las costumbres de las tierras que conquistéis, ocúpate de que no olviden…
No pudo decir más. El mundo sería de ellos, y si los que lo sucedían lo perdían, la antigua tierra natal sería su único refugio.
—Y ahora debéis dejarme, hijos míos. Anhelo mis antiguos campos de pastoreo… quiero que me llevéis a descansar a la ladera de la gran montaña que me protegió. Ocultad mi muerte a todos hasta que me lleven a casa.
—Adiós, padre —dijo Ogedei.
—Adiós. —Le ardía el rostro, las garras se cerraron con más fuerza sobre su corazón. Sus hijos tendrían que hacer lo que pudieran con su legado. Su trabajo estaba terminado, pero ¿con qué propósito? Finalmente dijo —: Salid de esta tienda.
—No puedo… —dijo Yisui, y lo cogió de una mano.
—Vete, Yisui.
Los escribas habían consignado sus últimas órdenes referentes a las tierras y posesiones que corresponderían a cada uno de sus hijos y hermanos, pero entonces advirtió que no había tenido en cuenta a un leal seguidor.
—Entrega la tienda del rey Tangut y todo su tributo a Tolun Cherbi —agregó dirigiéndose a su esposa—. Él me advirtió que debía postergar esta guerra, de modo que lo justo es que se quede con todo.
—Sí, Temujin.
—Ocúpate también de que mi muerte sea vengada matando a todos los habitantes de Ning-hsia. Les dirás a mis generales que esa orden sigue vigente. Júramelo.
Un sonido gorgoteante le llenó los oídos, ahogando la voz de Yisui y los cánticos de las chamanes frente a la tienda. No pudo escuchar la respuesta de la mujer, pero ella obedecería; temería demasiado a su espectro para hacer otra cosa.
—Vete —le dijo.
La oyó gemir y marcharse, y se sintió aliviado de que la mujer se hubiera ido. No podía impartir ninguna orden a la muerte. Era inútil luchar contra aquello que finalmente aliviaría su dolor, y, sin embargo, una parte de él aún se resistía.
"Dame una respuesta —pensó—, dime ahora cuál era mi propósito".
—No preguntes por el principio de las cosas, ni inquieras por su fin último.
Ch'ang-ch'un era quien hablaba. El sabio le había dicho otra cosa, algo que podía darle una respuesta. Se había esforzado por comprender cuando el Maestro le había hablado, creyendo que podría apoderarse de su conocimiento y eso había sido un error. Ch'ang-ch'un le había dicho que el camino hacia la sabiduría consistía en aceptar el mundo tal como era, en conocer su funcionamiento, y no en imponerle nuestra voluntad. Su voluntad ya no le reportaría nada.
El ruido del torrente volvió a invadirlo. Ch'ang-ch'un había hablado de ser como el agua, que se adaptaba a la forma del recipiente que la contenía y que reflejaba en su superficie a toda la naturaleza. Temujin sintió que flotaba en un vasto río que fluía a través de todo el mundo. Cerró los ojos y se dejó llevar por la corriente.
Vio una ciudad de Khitai; a través de la puerta abierta de sus murallas, contempló los techos curvos de las casas y las torres de las pagodas. Diminutas embarcaciones llenas de gente y otras naves más grandes con velas flotaban sobre el agua. A la distancia, la Gran Muralla era como una serpiente gigantesca. De qué poco había servido la muralla para rechazar a los invasores; sólo había servido para que la gente que vivía del otro lado creyera que la protegería de todo lo exterior.
El río lo llevó a través de tierras y montañas amarillas, más allá de ciudades amuralladas y alimentadas por canales, y junto a hileras de álamos y sauces verdes que señalaban un oasis. La corriente serpenteaba a través de un desierto de arena y luego por la árida extensión del Gobi. Pasó junto a una estepa moteada de tiendas, después por un bosque de pinos y abetos. Llegó a una ciudad con mezquitas de cúpulas doradas y esbeltos minaretes adornados con mosaicos de colores; cerca de las colinas, más allá de la ciudad, un rastro de polvo señalaba el paso de una caravana.
El río siguió llevándolo. La gente se acercaba a sus riberas y pronto le pareció que todo el mundo venía a verlo pasar. Gente de piel clara y otra con la piel más oscura, algunos con la robusta complexión de los mongoles, y otros con los cuerpos más delgados de los Han, lo miraban pasar llevado por las aguas. La gente de pelo amarillo alzaba los brazos, y los de pelo negro se arrodillaban en la costa sembrada de juncos. Vio ojos negros y pardos, ojos amarillos con los párpados caídos y los redondos y feroces ojos azules de los extranjeros.
Tal vez sus descendientes perdieran el mundo, pero dejarían su marca en él. Mientras lo conservaran, las caravanas se trasladarían entre las regiones situadas más al este y las distantes tierras del oeste. Su reino uniría durante un tiempo el este y el oeste, conectando tierras siempre divididas y que no se conocían entre sí, y de eso crecería algo nuevo. La semilla de su pueblo se dispersaría. Aunque fueran obligados a volver a su tierra natal y olvidaran lo que alguna vez habían sido, dejarían su marca en los pueblos de tierras distantes. Su reino era un crisol, y la raza de hierro allí forjada transformaría el mundo.
El río lo llevó a tierras desconocidas, ocultas tras una densa niebla gris. No podía ver lo que se extendía más allá pero comprendió entonces que una fuerza poderosa regía el mundo. Había pensado en ella como Dios, pero fuera lo que fuere, era la razón fundamental de todas las cosas y las unía hasta convertirlas en un todo. Supo por fin que nunca conocería su propósito, pero que estaba en la propia naturaleza de los hombres tratar de comprender esa fuerza, incluso mientras eran impulsados por ella. La naturaleza les daría los medios para conocer sus métodos, tendrían el poder de convertirse en algo mejor de lo que eran, de vivir para siempre como él había esperado, o de destruirse a sí mismos.
Lo que Temujin había hecho era parte de ese proceso, y otros tendrían que hacer lo que pudieran. Cuando todos los pueblos de la tierra constituyeran un solo "ulus", serían libres de perseguir otra meta. El cielo le había ofrecido una respuesta, pero qué crueldad que hubiera sido justo ahora, cuando no tenía a su lado a nadie con quien compartir la visión. Se esforzó por captar el sonido de una voz, pero estaba solo en el río infinito, y un desierto vacío se extendía delante de él.
El desierto se volvió de color púrpura, luego desapareció. El río lo arrastró hacia lo desconocido.
123.
Los cuerpos de hombres y camellos yacían cerca de un pozo de agua. Yisui desvió la mirada de los cadáveres.
Había visto más cuerpos en la ruta del cortejo, la de viajeros desafortunados que habían cruzado la ruta que el Kan seguía en su último viaje. Mercaderes con caravanas, familias que se trasladaban entre ciudades, y pastores en los oasis habían caído bajo las espadas de los doloridos soldados. La muerte de su esposo permanecería en secreto hasta que su cuerpo llegara al hogar.
Él se había ido, y sin embargo, el sol todavía los castigaba; por la noche, las estrellas eran tan brillantes como antes. Parecía imposible que así fuera, que la gloria del cielo no hubiera perdido fulgor con la muerte del Kan.
El hombre que conducía el carro de Yisui fustigó al camello con el extremo de su vara. Más adelante, hileras de hombres a caballo avanzaban lentamente a través de las dunas de Kansu. La tierra se agitaba alrededor, un mar de olas de arena arremolinadas por el viento. Subotai marchaba detrás de la guardia, conduciendo el féretro con Ogedei y Tolui. Más tropas seguían la procesión, junto con las mujeres, los niños, el ganado y los esclavos que podrían sobrevivir al viaje.
Los carros parecían pequeños comparados con el féretro, cuyas ruedas de madera eran altas como un hombre y su plataforma tan ancha que eran necesarios veinte camellos para tirar de él. En la plataforma había baúles colmados de tesoros, y un blanco dosal sostenido por varas de oro se agitaba al viento. Debajo, en una cama repleta de almohadones, el Gran Kan era trasladado a su hogar.
Él la esperaría. Ella casi no podía creer que hubiera muerto, ni siquiera cuando los chamanes salieron de la tienda y gritaron que había volado al cielo, ni siquiera cuando la chamana la condujo entre las hogueras. Ella siempre lo sentiría cerca, dispuesto a poseerla una vez más.
La muerte le había evitado el dolor de saber que pocos días antes su viejo amigo Borchu había caído durante una escaramuza con los Kin. Los dos, tan próximos en vida, ahora serían compañeros para siempre.
El Kan tampoco se había enterado de la orden que ella había impartido en su nombre. Había dicho a los generales que no mataran a los sobrevivientes de Ning-hsia, que Temujin así lo había dispuesto antes de pedirle que saliese de la tienda. Por un instante, se había sentido excitada al desafiarlo, al saber que él ya no podía impedir aquel acto de clemencia. Yisui había visto alivio en los ojos de los hombres que, hartos de matanza, estaban dispuestos a obedecer. Ya había habido bastante muerte; el cielo le había ordenado al Kan que demostrase que también había que ser clemente, y ella sólo obedecía la voluntad celestial.
Pero no había obedecido a Temujin. Cuando ya era tarde para desdecirse, la mujer había visto lo que le esperaba. Temería su propio fin durante el resto de su vida. La muerte vendría a buscarla y el Kan estaría a su lado; su espíritu le castigaría por su rebeldía. El espíritu de Yisui huiría de él a través de la estepa en el cuerpo de un lobo, ocultándose en la oscuridad de un bosque del norte asumiendo la forma de un leopardo, temblando ante los sonidos de los cazadores que la perseguían. Nunca escaparía de él.
"Las aguas se han secado —pensó—; la gema más preciosa ha sido destruida". Subotai había dicho esas palabras después del banquete funerario.
—Ayer, oh mi Kan, te alzabas sobre tu pueblo como un halcón. Hoy como un caballo joven después del galope, has tropezado, oh mi Kan.
El general se había arañado el rostro; los gemidos guturales de los hombres casi habían ahogado sus palabras.
—¿Cómo es posible, mi Kan, que al cabo de sesenta breves años, el cielo te haya arrebatado?
Subotai se había arrojado contra una de las grandes ruedas, como si deseara que el féretro lo aplastase.
Yisui se sacudió la arena de la cara. Se arremangó y dejó al descubierto las cicatrices de sus brazos. Se había cortado tan profundamente con el cuchillo durante el duelo que habían llamado a un chamán para que le curase las heridas. Si el espíritu del Kan veía su dolor, tal vez la perdonara.
Un eje crujió; el gigantesco féretro se detuvo. Los conductores azotaron a los camellos; luego los dos hombres descendieron para revisar las ruedas. Comenzó a soplar un fuerte viento, las dunas lejanas se convirtieron en una imagen de luces y sombras.
Yisui se tapó la cara con un pañuelo. Algunos decían que la fallecida reina Tangut había lanzado un hechizo sobre el Kan. Los hombres deseaban creer que sólo una magia poderosa había sido capaz de acabar con su vida.
El viento no cesaba. Si el cielo se oscurecía y los espíritus los atacaban con una tormenta, los chamanes tal vez no pudieran desviarla.
Subotai desmontó y se aproximó al féretro. Se arrodilló, después alzó la vista hacia el sitio donde estaba sentado el Kan, bajo el dosel.
—Oh mi Kan —gritó el general por encima del aullido del viento— ¿quieres abandonar a tu pueblo? ¿Nos dejarás ahora? ¡Ya no podemos proteger tu vida! ¡Te ruego que nos permitas llevar la gema de jade de tu cuerpo a la noble Bortai Khatun y a tu pueblo!
El viento cesó súbitamente; los hombres empujaron las ruedas del féretro con unas varas.
Los camellos bramaron, y el féretro avanzó. Subotai se puso de pie mientras un hombre le acercaba un caballo. Yisui se acurrucó en el asiento de su carro. Ni siquiera los espíritus del desierto podían retener al Kan. El espíritu de Temujin permanecería con su pueblo, y con ella.
124.
En otoño, cuando se formaba hielo sobre el Kerulen, un pastor llegó al "ordu" de Bortai para decirle que un ala del ejército del Kan que portaba su estandarte había sido avistado a unos pocos días de marcha hacia el sur. Ella interrogó al hombre, descubrió que era todo cuanto sabía y le dijo que podía marcharse.
Ningún correo había llegado trayendo un mensaje de Temujin. Tal vez el Kan quisiera sorprenderla una vez más. Se había enterado de sus victorias y esperaba que su esposo siguiera adelante en la guerra contra los Kin. Ahora, sin ninguna advertencia, el ejército regresaba.
El miedo que Bortai había sentido cuando Temujin partió, volvió a apoderarse de ella. La noche anterior había soñado que estaba sola en un oscuro bosque de pinos. Su esposo la había llamado, gritando como lo había hecho cuando la había rescatado de los Merkit, en medio de la noche. Ella había corrido por el bosque gritando su nombre, y se había despertado antes de encontrarlo.
"Él me necesita", pensó Bortai. Temujin podía estar herido o enfermo; si era así, habría cruzado el Gobi antes de que sus enemigos se enteraran de su estado. Bortai se negaba a pensar que aquel viaje secreto pudiera tener otros motivos.
Descendió los peldaños y llamó al capitán de la guardia.
—He tenido un sueño —le dijo—. Los espíritus me han dicho que debo viajar al encuentro de mi esposo y darle la bienvenida al hogar. Envía un jinete a la tienda de Chagadai, para decirle a mi hijo que deseo que me acompañe. Trae contigo diez de tus mejores hombres. Saldremos al amanecer.
—Sí, Honorable Señora.
Ella volvió a subir los peldaños. Khadagan estaba de pie en la entrada; Bortai le tomó la mano.
—No me dejes —le susurró, invadida de pronto por un mal presentimiento.
Bortai partió del campamento con Khadagan en un carro tirado por un buey. A excepción de otros dos carros que llevaban algunas criadas, provisiones y los paneles de un "yurt", no viajaba con séquito. Chagadai la esperaba fuera de su círculo de tiendas y frunció el entrecejo mientras los hombres que lo acompañaban saludaban a los guardias de su madre.
La gente se había reunido en los límites del campamento para verlos pasar. Chagadai cabalgaba junto al carro de su madre, lanzándole furiosas miradas pero sin pronunciar palabra. Pensaba que no estaba bien que viajase de esa manera, que tendría que haber traído una gran tienda, más siervos y esclavas, más guardias, más esplendor. Chagadai se inclinó hacia ella.
—Madre, no es correcto— dijo.
—No me regañes, Chagadai.
—Al menos podrías haber traído un conductor para el carro.
—Cuando tú todavía mamabas podía vérmelas con cinco bueyes como éste —dijo Bortai—. Si hubiera traído más, sólo habría demorado el viaje.
—No es correcto, insisto. —Chagadai sacudió la cabeza—. Pensaba prohibirte que viajaras, pero no habría sido adecuado discutir en la víspera del regreso del Kan. Eres lo bastante terca para haber viajado de todos modos, y entonces…
—Hijo —dijo Bortai al tiempo que tiraba de las riendas y miraba fijamente a Chagadai—. No escucharé una palabra más. Puedes ser tan duro como una piedra. Ten un poco de consideración por tu vieja madre, que puede necesitarte.
Siguieron hacia el sur el curso del Kerulen durante tres días. Al cuarto día se detuvieron en una tierra plana y amarilla que bordeaba el desierto. Al alba, Bortai salió de su tienda y observó hacia el distante macizo rocoso que se erguía al sur. Una masa de figuras oscuras avanzaba hacia ella, una ancha plataforma con un enorme dosel blanco parecía flotar por encima de la nube de polvo que levantaba la procesión.
Su vista se había hecho menos aguda. Entrecerró los ojos y le pareció distinguir el estandarte de su esposo. Divisó bajo el dosel la figura de un hombre sentado.
Los otros se apiñaron en torno a ella. Chagadai fue quien primero gritó.
—¡Padre! ¡Padre!
—¡La gran águila ya no vuela! —gritó un soldado—. ¡El poderoso Kan ha caído!
Khadagan lanzó un alarido, se desgarró la túnica y se arañó el rostro. Los hombres se abrazaron y el aire se llenó de lamentos. Bortai siguió mirando las figuras oscuras que se movían entre el polvo, deseando que se tratase de un espejismo. La plataforma era un féretro, pero el hombre sentado bajo el dosel, tocado con el casco engarzado en oro de Temujin, con una espada entre los dedos nudosos, no podía ser su esposo.
Un hombre con las mismas espaldas anchas del Kan cabalgaba al frente de la procesión. Pero el féretro no desapareció, y después la mujer vio que el hombre que se acercaba al galope era Ogedei.
—Nos ha dejado —dijo un guardia próximo a ella—. ¿Qué será de nosotros ahora?
Bortai se apoyó en un carro. Su corazón seguía latiendo: la mujer se sentía sorprendida de que así fuera. Los otros se preguntarían por qué no demostraba dolor, cómo podía quedarse allí tan tranquila cuando el centro de su vida había desaparecido, pero si se abandonaba ahora al dolor, ya nunca dejaría de llorar.
Finalmente se acercó a Chagadai y le dijo:
—Tu padre me llamó en sueños, y los espíritus me enviaron a él. Debemos guiarlo para que se reúna con su pueblo.
Había hileras de soldados a ambos lados del féretro; los camellos que tiraban de él habían sido desuncidos. Dos hogueras ardían delante del féretro y había allí nueve chamanes que hacían sonar sus tambores. Ogedei condujo a Bortai y a Khadagan a la plataforma.
Khadagan se apoyó en Bortai mientras ambas se arrodillaban; Chagadai sollozaba detrás de las dos mujeres. Bortai miró el cuerpo inerte que estaba bajo el dosel. Esa sombra, con su rala barba gris y su rostro marchito, no era su esposo; su espíritu aún vivía en sus hijos, en todo su pueblo. Él los había convertido en lo que eran, y velaría por todos ellos. Entonces recordó que nunca más volvería a sentir su brazo, que nunca volvería a mirar sus ojos pálidos, y el dolor la sobrecogió.
Una sombra cayó sobre Bortai, que alzó la mirada para ver a Yisui haciéndole una reverencia para después arrodillarse a su lado. Los ojos negros de la otra Khatun se movían de un lado a otro, y tenía los labios en carne viva de tanto mordérselos.
—Fui su sombra —dijo Yisui—. No me moví de su lado, señora, hasta que la muerte acudió a buscarlo y él me ordenó que saliera de la tienda.
—¿Te dijo algo cuando se aproximaba el final? —susurró Bortai.
"¿No hubo ninguna palabra para mí?", pensó.
—A veces mascullaba palabras que yo no comprendía —respondió Yisui, y Bortai deseó haber estado allí para captarlas—. Su voluntad fue clara al final. Tus dos hijos menores vinieron a verlo, y los escribas pudieron consignar sus decretos.
—Lo sé.
Ogedei se lo había dicho. El Kan había estado enfermo durante toda la campaña, pero sus hombres estaban tan habituados a obedecerle que no habrían rechazado sus órdenes, ni siquiera para salvarle la vida.
—Fui su sombra —dijo Yisui—. Cumplí la promesa que te hice.
Bortai se puso de pie y después ayudó a las otras dos viudas a levantarse. Ansiaba dar rienda suelta a sus lágrimas, pero el dolor había secado la fuente que había en su interior.
Ogedei enviaría correos a cada campamento y a cada ciudad del reino del Kan. Gran cantidad de jefes y Noyan llegarían al campamento junto al Kerulen a presentar sus respetos. El cuerpo del Kan descansaría fuera el "ordu" de Bortai y de las tiendas de las otras Khatun mientras se celebraban los banquetes; su espíritu oiría las canciones y los elogios de su pueblo. Ni siquiera después del entierro acabaría el trabajo de la mujer, pues tendría que cuidar el "ulus" hasta que Ogedei fuera proclamado Kan.
Pero ella siempre había cumplido con su deber, velando por su pueblo hasta que él regresaba. Esta vez no sería muy diferente. Sólo tendría que esperar poco tiempo antes de que su viejo corazón dejase de latir; entonces volverían a estar juntos y ya no se separarían jamás.
El silencio despertó a Yisugen. Había creído que los gemidos nunca acabarían, pero el campamento estaba ahora sumido en el silencio.
Yisugen no había visto llorar a Bortai, pero los ojos atormentados de la Khatun revelaban su sufrimiento. En un momento dado a Yisugen le pareció que Bortai ansiaba la tumba, pero la primera esposa del Kan jamás le había fallado, y no lo haría ahora. Bortai se mantuvo junto a Ogedei durante las celebraciones, y permaneció a su lado durante las audiencias concedidas a los Noyan. Ogedei sería Kan porque su padre así lo había decretado, pero también porque los consejos de Bortai le habían enseñado la manera de infundirles confianza a los Noyan.
Yisugen abandonó el lecho, se calzó las botas y se envolvió en un abrigo de marta. Sus tres hijos menores dormían; su hijo mayor, demasiado borracho para cabalgar hasta su propia tienda, cambió de posición en sus almohadones. La mujer pasó junto a los esclavos dormidos junto a la entrada y descendió los peldaños, indicando a los guardias que permenecieran en silencio cuando ellos la saludaron.
El féretro estaba en un amplio espacio, frente a la tienda de la mujer; algunos hombres rodeaban las hogueras próximas a la plataforma. El blanco dosel brillaba bajo la luz de la luna; el cuerpo del Kan, envuelto en pieles, estaba oculto en la oscuridad.
Yisugen se acercó a la plataforma, arropándose en su abrigo, y se arrodilló sobre la delgada capa de nieve. El espíritu de su madre la había enviado a él, y sus ruegos la habían reunido con su hermana. Había escapado de la muerte uniendo su vida y la de Yisui a la de Temujin, y los años la habían librado de los sueños que antes la perseguían: niños muriendo a manos de los mongoles y cuerpos sin cabeza de rodillas ante el Kan. Ella había salvado a su hermana, y tener cerca a Yisui le había ayudado a dominar el miedo que sentía en presencia del hombre al que ambas estaban atadas. Había vivido toda su vida haciendo honor al viejo juramento que le había hecho a su hermana, tratando de olvidar la matanza que las había reunido.
El Kan ya no existía, y ella y Yisui no serían separadas. Sin embargo, parecía que Temujin se había llevado con él el espíritu de su hermana. Yisui miraba a los otros deudos con ojos vacíos mientras celebraban, bebían, cantaban y lloraban; sólo salía de la tienda para asistir a los sacrificios ofrecidos al espíritu del Kan, o para acudir a otra celebración fúnebre. Yisugen había esperado que su hermana acudiera a ella en busca de consuelo, pero Yisui no la buscaba, y no le había dicho nada acerca de los últimos días de vida de su esposo. Yisui se estremecía y hacía signos contra el mal cada vez que pasaba junto al féretro; se había rodeado de chamanes y de los niños que antes siempre había ignorado. Vivía entre letanías y hechizos, apaciguando a los espíritus y manteniendo alejado cualquier mal invisible.
Yisugen miró a Temujin. Si la desesperación de Yisui se hacía más profunda, muy pronto yacería a su lado. El Kan había conseguido una victoria sobre las dos: su muerte había cortado el vínculo que las unía. Yisugen se cubrió el rostro, destrozada por la pérdida.
El hijo de Khulan fue el último en salir de la tienda. Kulgan la abrazó y después bajó cojeando los peldaños hasta donde estaba Nayaga. Los dos hombres se abrazaron, murmurando lamentos de borrachos.
Khulan los observó desde la entrada. La mujer había imitado el dolor de los demás, gimiendo mientras caminaba alrededor del féretro y cortándose los brazos con un cuchillo, pero sus heridas eran simples rasguños. Sus lágrimas brotaban más fácilmente cuando recordaba las vidas que el difunto Kan había segado, las víctimas que tanto habían sufrido por su culpa.
Un muchacho le entregó una antorcha a Nayaga. El general y Kulgan se abrieron paso hasta los caballos. Comenzó a soplar el viento, que removió la nieve hasta ocultar a los dos hombres tras un velo blanco. El Kan había decretado que ella no tendría otro esposo, pero su amor por Nayaga se había convertido en un desierto mucho tiempo atrás, y la fidelidad del hombre hacia Temujin seguía gobernándolo.
Dos soldados subieron a la plataforma; uno de ellos sostenía en alto una antorcha mientras el otro ajustaba las cuerdas que unían el dosel a las varas que lo sostenían. La luz cayó sobre el rostro del cadáver; el frío lo había preservado, pero tenía la piel tensa, y eso daba al muerto una mueca siniestra. La nieve seguía cayendo y pronto Khulan ya no distinguió el feretro.
Los guardias que estaban abajo la miraron y después se pusieron en cuclillas junto a las hogueras. "Ahora estoy libre", pensó Khulan, y se preguntó cómo habría enfrentado él la muerte que tanto temía, si se habría ofrecido a los espíritus o si se habría acobardado ante el terror del olvido.
Comprendía por qué su pueblo lamentaba tanto su pérdida. Su voluntad de hierro los había unido, exigiéndoles obediencia, y a cambio había cumplido las promesas que había hecho. Ellos seguirían por un tiempo el curso que él les había marcado, tal vez durante varias generaciones, pero sin él perderían el camino.
Temujin había creído alguna vez que el cielo lo guiaba. Había dependido tanto del cielo que había olvidado a Etugen, la tierra. El cielo atacaba las tierras con tormentas y nieve, la desgarraba y la hería, pero las flores y la hierba siempre volvían a la estepa. ¿Sería el Kan recordado como otra de las tormentas que habían azotado la tierra oscureciéndola durante un tiempo, hasta que las nubes eran barridas por el viento?
Khulan estaba libre de Temujin y de su espíritu. Su espectro no perseguiría a una mujer que sólo podía pensar en él con una compasión fría y distante. En las historias que la gente contaba acerca del Kan no habría lugar para un hombre cuyos miedos, tanto como su coraje, lo habían convertido en un conquistador.
Khulan pensó en el futuro. Después de ser convertido en Kan, Ogedei había decidido que establecería su campamento en Karakorum, en las tierras antiguamente gobernadas por los Kanes Kereit. Los viajeros irían allí desde tierras distantes para honrar al nuevo Kan, y entre ellos sin duda habría hombres instruidos, eruditos tan sabios como Ye-lu Ch'u-tsai y el sabio taoísta. Ella los llamaría a su tienda, aprendería de ellos y escucharía las verdades que seguirían viviendo cuando las conquistas de Temujin sólo fueran un recuerdo.
Khulan desvió la mirada del féretro, se volvió, entró en la tienda y se dirigió hacia el calor y la luz.
125.
Checheg bostezó, se sentó y quitó la manta que la cubría. Se sentía extenuada después de servir a las Kathun y a los Noyan. Las celebraciones fúnebres habían durado dos meses y el duelo terminaría pronto; el Kan sería sepultado antes de que llegara la época más cruda del invierno.
El dolor que había sentido por la muerte de Temujin había sido sincero. Después de haber pasado más de dos años en el "ordu" de Bortai, seguía siendo virgen. Sin embargo, y a pesar del dolor, sus esperanzas habían empezado a florecer otra vez. Ogedei sería Kan. El hombre había estado demasiado consternado para reparar en ella cuando la joven lo atendía, pero su dolor pasaría. Su padre le había dicho que sería la mujer de un gran hombre; tal vez se había referido a Ogedei.
Los corderos balaron junto a la entrada. La vieja Kerulu miró el caldero que pendía sobre el fogón. Las otras tres muchachas gruñeron al abandonar el calor del lecho. Checheg se alisó las trenzas. Había dormido con su camisa de lana y pantalones, pero se estremeció al calzarse las botas de fieltro: el "yurt" se había enfriado. Se acercó al fogón y aceptó una taza de caldo de manos de Kerulu-eke.
—He conocido muchas penas —masculló la anciana cuando las jóvenes se sentaron alrededor del fuego—, pero sin duda ésta es la más grande, pues el más poderoso de los conquistadores nos ha dejado para siempre.
Una voz de hombre gritó un saludo fuera de la tienda y Kerulu se dirigió a la entrada. Checheg se preguntó si los chamanes habrían venido a pedir más ovejas para los sacrificios que harían durante el viaje del Gran Kan hacia el lugar de su descanso definitivo. Ya habían sido elegidos los esclavos que acompañarían al Kan: el espíritu de un gobernante tan grandioso necesitaría muchos sirvientes para atenderlo.
Kerulu dio un paso atrás cuando cinco soldados, con abrigos de piel de oveja y llevando a la cintura las fajas azules de la guardia del Kan, entraron y dejaron en el suelo un gran baúl.
—Os saludo —dijo un hombre cuando las muchachas se pusieron de pie—. He venido para pronunciar las palabras de Ogedei, el hijo del más grande de los hombres. Ogedei ha decretado que treinta de las más bellas doncellas de su "ordu" reciban un gran honor; estas cuatro se encuentran entre ellas.
—Espero que sean dignas —dijo Kerulu.
Checheg entrecerró los ojos; sin duda no era adecuado que el heredero reuniera las doncellas que deseaba antes de que su padre recibiera sepultura.
—Estas doncellas —prosiguió el hombre—se ataviarán con las finas ropas que hemos traído. Cuando llevemos al más grande de los guerreros al lugar de su descanso definitivo, ellas nos acompañarán. El hijo del Kan ha decretado que serán compañeras de cama del Gran Kan, y que lo servirán en el otro mundo.
Checheg se quedó sin aire. Artai gritó y se arrojó a los pies del soldado.
—¡Te lo suplico! —gritó—. ¡Golpéame, envíame muy lejos, entrégame al más bajo de los hombres, pero esto no! —Se aferró al tobillo del hombre—. ¡Llévame ante el hijo del Gran Kan! ¡Déjame hablar con él…!
El hombre la hizo a un lado de un puntapié. Kerulu cogió a la muchacha por un brazo y la ayudó a levantarse.
—¡Kerulu-eke! —gritó la joven—. ¡Ayúdame!
—No puedo hacer nada. —Kerulu, sin poder contener las lágrimas, la sacudió—. No te deshonres de este modo.
El cortejo partió del campamento una mañana, fría y gris. La gente se apiñaba a los costados del camino para ver pasar la procesión. Una chamana, montada en un caballo blanco, marchaba delante del féretro tirado por bueyes, llevando un corcel de la brida; unos chamanes con máscaras de animales y sombreros adornados con plumas de águila iban sentados en la plataforma, haciendo sonar sus tambores. Dos filas de jinetes escoltaban los carros en que iban las Khatun, los hijos del Kan, las esposas principales de éstos y sus sirvientes. Después venían más carros cargados de tesoros, esclavos y doncellas que yacerían en la tumba, y detrás venían más hombres con ganado, caballos y ovejas que serían sacrificados en honor al espíritu del Kan.
La gente gritaba y se rasgaba las vestiduras a medida que el cortejo avanzaba lentamente sobre la tierra desnuda y parda. Checheg no lloraba y tampoco dijo nada al hombre que conducía el carro en que viajaba junto con las otras tres jóvenes Onggirat. Aún no había perdido el valor, ni siquiera cuando todas ellas fueron ataviadas con túnicas de seda y abrigos de pelo de camello, ni tampoco cuando fueron conducidas al carro. Sus parientes se sentirían honrados de que sus hijas fueran elegidas, ya que tendrían el rango de las familias que habían dado esposas a Gengis Kan. Ella y sus compañeras no podrían servir bien al Kan en la otra vida si demostraban cobardía en ésta, y recibirían una muerte honorable, sin derramamiento de sangre.
Eso le había dicho a Artai, y sus palabras habían aliviado un poco el miedo que la otra joven sentía. La elección era un tributo a su belleza; las otras doncellas —Merkit y Naiman, Kereit y Khitan, Uighur, Tangut y muchachas de ojos redondos procedentes del oeste— se encontraban entre las más bellas del campamento. Ogedei sabía cómo honrar a su padre.
Los pensamientos de Checheg fueron plácidos hasta que el campamento quedó muy atrás, las filas de deudos comenzaron a espaciarse y los rebaños sólo fueron unas figuras distantes que pastaban en las laderas que bordeaban el valle. Entonces, el terror la invadió. Ya lo había sentido antes, pero ahora se apoderó de ella con tanta fuerza que apenas la dejaba respirar.
Tal vez no las mataran. Era una vana esperanza, pero se aferró a ella. Se dijo a sí misma que Ogedei era bondadoso, que tal vez decidiera no matarlas y enterrar solamente sus ongghon con su padre. Los chamanes quizá recibieran una señal que indicase que el Gran Kan no quería que sepultaran muchachas con él, que las muchachas debían vivir y engendrar más guerreros que lucharan por su heredero.
Deseos vanos, pensó, deseos que sólo harían que le resultase más difícil soportar el fin. Mejor prepararse para la muerte en vez de aferrarse a esas esperanzas.
Checheg alzó la mirada y vio que ahora el cielo era azul. El cielo era ilimitado y sin compasión, y el Gran Kan era Hijo del Cielo.
Tengri no envió tormentas de nieve que perturbaran el avance del cortejo fúnebre y refrenó los terribles vientos que podían arrancar a un hombre de la montura. Las estrellas tenían un brillo que Checheg nunca había advertido antes; al amanecer, la visión de la montaña hacia el norte la colmó de terror. Era raro que nunca hubiera visto cuán bella era la tierra, incluso ahora, con el aire seco y cortante que auguraba un invierno riguroso. Ya no temía el espacio abierto de la estepa ni las grandes extensiones que a menudo habían hecho que se sintiese indefensa, ni siquiera los bosques oscuros donde los espíritus podían hacer que una persona se extraviara. Los valles entre colinas eran refugios preciosos, tan consoladores como una tienda tibia; los espíritus del río dormían bajo una capa de hielo.
Cada amanecer, los chamanes sacrificaban ovejas como ofrenda al espíritu del Kan, y los pulmones de Checheg se llenaban con el olor de la carne que ardía. Cuando las Khatun reunían a las otras mujeres para quemar huesos y orar, Checheg se sentaba entre las muchachas que parecían más necesitadas de consuelo. Mientras les hablaba, sus propios temores parecían lejanos. Sólo cuando caminaba, cuando recordaba hacia dónde la llevaban como si acabara de enterarse, el terror la embargaba.
Al cabo de seis días de viaje llegaron al terreno cenagoso al pie del Burkhan Khaldun. Algunos hombres se habían adelantado para abrir una senda en la maleza y cavar una tumba más arriba, en la ladera boscosa. La tierra pantanosa se había endurecido por el frío, permitiendo el pasaje del féretro y de los carros. En las estribaciones, al pie del macizo, los miembros del cortejo alzaron sus tiendas y se prepararon para la despedida.
El Kan sería sepultado en la ladera norte de la gran montaña, donde los árboles eran más densos que en la ladera sur, y donde cubrirían antes la tumba. Fueron cavadas dos fosas, una para el Kan y otra para los animales que lo acompañarían en su viaje. Desde la ladera, el Kan dominaría hacia el noreste el río Onon, donde había pasado gran parte de su infancia.
Los chamanes dieron nueve vueltas alrededor de las profundas fosas, entonando letanías y redoblando sus tambores. Los hijos, hermanos y generales del Kan repitieron la operación y muchos hombres pronunciaron sus plegarias con voz ahogada; Temuge Odchigin y Khasar se abrazaron mientras lloraban. Las mujeres dieron vueltas alrededor de la fosa en último término; sus altos tocados temblaban cada vez que echaban hacia atrás la cabeza para manifestar su dolor. El fuego se alzó de las hogueras próximas a la tumba del Kan, llenando el aire con el olor de la carne asada, y a Checheg le pareció ver espíritus danzando en el humo, revoloteando muy cerca para alimentarse con aquellos que serían sacrificados. Los chamanes se mecían junto a las hogueras, con la manos y los blancos abrigos de piel manchados de sangre; las cabezas y las pieles de cuatro caballos pendían de unas varas a los costados de la fosa.
El día que los chamanes habían fijado para que el Kan fuese sepultado, Checheg y las otras muchachas fueron conducidas las tiendas de las Khatun. Las cuatro esposas favoritas del Kan estaban en un gran "yurt" junto con las esposas principales de los hermanos e hijos de Temujin; unas chamanas con tocados de madera de abeto adornados con plumas de halcón estaban sentadas detrás de ellas.
—Os saludo —dijo Bortai a las muchachas—. Es mi deseo que vosotras, que tendréis el honor de uniros a mi esposo, compartáis esta celebración con nosotras.
Checheg escrutó el rostro en sombras de la Khatun. Los pliegues de los párpados caían sobre sus ojos; sus manos arrugadas temblaban. Checheg miró a las jóvenes más próximas y luego hizo una reverencia.
—Os saludamos, sabia y noble Khatun y Honorables Señoras —murmuró, ya que las otras le dejaban la responsabilidad de hablar—. Aun cuando seamos indignas de encontrarnos entre aquéllas a quienes nuestro Kan tanto amó, nos sentimos honradas de ser llamadas a vuestra presencia.
Las muchachas se sentaron en semicírculo sobre las alfombras de fieltro, frente a las damas. Las criadas les sirvieron bandejas de carne y copas de "kumiss", y la atmósfera pronto se hizo más íntima. Las mejillas de Checheg le ardieron a medida que bebía. Casi todas las muchachas evitaron la carne de caballo, pero bebieron el "kumiss" y extendieron sus copas para que las criadas volvieran a llenarlas.
—Yo no habría elegido este destino para vosotras —dijo Bortai—, y lamento que tengáis que morir tan jóvenes, pero os aseguro que desearía contarme entre vosotras.
Checheg advirtió que era sincera. Si el Kan lo hubiera ordenado, Bortai Khatun habría ido a su tumba con alegría en el corazón. Bajó la mirada, observó de soslayo a las otras damas. Yisui Khatun tenía la mirada perdida, como si viera algo más allá de las llamas del fogón, mientras su hermana Yisugen se inclinaba hacia ella. Sus rostros todavía eran muy parecidos, pero los ojos de Yisugen se movían sin cesar, en tanto que los de Yisui parecían ciegos a todo lo que la rodeaba. Los adorables ojos pardos de Khulan Khatun se llenaron de lágrimas al mirar a las muchachas más jóvenes, y por un momento Checheg creyó que suplicaría por sus vidas. La esposa de Ogedei, Doregene, alzó su copa; sus grandes ojos oscuros eran fríos. Sólo Sorkhatani Beki, con su mirada aguda y su boca temblorosa, parecía estar tan afectada como Bortai.
—Aliviaréis el espíritu de mi esposo —dijo Bortai arrastrando un poco las palabras; ya le habían llenado varias veces su copa—. Debo deciros algo… el Kan no era como los otros hombres.
—Era el más grande de todos, Honorable Señora —dijo Artai; Checheg rozó levemente la mano de su amiga.
—Quiero decir —continuó Bortai—, que era un hombre que deseaba tanto el amor de las mujeres como sus cuerpos.
Khulan Khatun alzó la cabeza. El Kan, Checheg lo sabía, la había amado más que a cualquiera de sus mujeres. Una luz sobrenatural parecía iluminar su rostro desde la muerte del Kan, devolviéndole la belleza que él tanto había amado.
—Os digo esto, jóvenes doncellas —prosiguió Bortai—, para que no tengáis miedo cuando vuestros espíritus se unan al de él. —Se cubrió el rostro; de inmediato, una criada le sirvió más "kumiss".
Las chamanas gimieron suavemente; Doregene se enjugó meticulosamente las lágrimas.
—Yo fui su sombra.
La voz, baja y ronca, era la de una anciana, pero era la bella Yisui quien había pronunciado esas palabras.
—Permanecí a su lado hasta que me hizo salir de su tienda. Una vez me dijo que si le desobedecía, sólo quedaría de mí una mancha de sangre en la tierra.
Yisugen Khatun cogió la mano de su hermana.
—Todavía escucho su voz —dijo Bortai—. Cuando creí que nunca volvería a verlo, él vino y me rescató.
Checheg se sentía mareada a causa de la bebida y del calor que reinaba dentro de la tienda. Eso le facilitaría las cosas, pensó; ya no sentiría gran cosa cuando vinieran a buscarla. Bortai siguió hablando del pasado, de las victorias del Kan y de las veces que ella había temido que todo estuviera perdido.
"Tú has tenido tu vida —susurró una voz dentro de Checheg—. Has tenido tu esposo, tus hijos y tus nietos, tus alegrías y tus pesares; yo nuncá conoceré ninguna de esas cosas".
—Yaceréis con mi esposo —decía Bortai Khatun—, tal como mi hijo lo ha ordenado. No puedo cambiar su decreto, pero cuando haga una ofrenda al espíritu del Kan, sacrificaré corderos por vosotras. Amad a mi esposo como lo he amado yo, pero también sed amigas entre vosotras. El amor de un hombre ata a una mujer y la protege, pero la amistad entre las mujeres es la que las nutre cuando el esposo está ausente de la tienda.
Checheg cuidaría a las otras muchachas en el otro mundo, tal como lo había hecho durante el viaje. Todos creían que el otro mundo era muy parecido a éste, de modo que debía de ser verdad. El Kan iría a cazar cola sus camaradas tal como lo había hecho aquí, y ellas atenderían sus tiendas y rebaños con los sirvientes destinados a atenderlo. Si pensaba en el otro mundo, casi deseaba que su vida hubiera acabado ya.
Al anochecer, los chamanes vinieron a buscar a las muchachas. Checheg se tambaleó al ponerse de pie. Bortai se levantó y la abrazó.
—Tú eres valiente —murmuró—. Mi esposo estará complacido contigo.
La Khatun la soltó y después abrazó a cada una de las otras. Una joven de Khwarezm empezó a gemir, y una de las Khitan sollozaba abiertamente, pero todas siguieron a los chamanes y salieron de la tienda sin protestar.
Subieron por la ladera en dirección a la tumba, alrededor de la cual ardían las antorchas. Cuando Checheg se acercó vio que el cuerpo del Kan había sido colocado en el centro de la fosa. Estaba sentado con una copa de "kumiss" en la mano, ante una mesa repleta de fuentes de carne. Le habían dado una almohada para su tumba: las piernas de un esclavo muerto que yacía bajo él sobresalían de las pieles que lo cubrían.
Unos hombres bajaron a la fosa para colocar baúles e imágenes de oro del cadáver. Otros colocaron las varas curvas de una pequeña tienda alrededor del Kan y ataron a ellas unos paneles de fieltro. Las Khatun y las otras damas caminaron alrededor de la tumba, se quitaron las pulseras y brazaletes y los arrojaron dentro. Los chamanes comenzaron a hacer sonar los tambores y a entonar sus letanías.
Debido al frío, Checheg se sentía más despejada. La gente que rodeaba la tumba era tan numerosa como los árboles que antes habían crecido allí. Los asistentes cubrían las laderas, y sus antorchas parecían tan numerosas como las estrellas en el cielo.
—¡Mi padre y Kan! —Ogedei avanzó hacia los chamanes, con Chagadai y Tolui a su derecha—. No puedo devolverte la vida, pero seré el escudo que protegerá tu gran "ulus". Seré la flecha en el corazón de tu enemigo, el azote de cualquiera que se atreva a desafiarnos, la espada que ampliará el imperio que tú nos has legado. —Se detuvo junto a la tumba y abrió los brazos—. No puedo devolverte la vida, pero cumplirás todos tus deseos en el otro mundo. Vivirás para siempre, oh padre y Kan, y todo el mundo se arrodillará ante tus descendientes… te lo juro.
Los chamanes se volvieron hacia Checheg. Había llegado el momento, y ella sería la primera. Mientras avanzaba, los oídos le latían al ritmo de los tambores; un chamán tensó la cuerda de seda entre los dedos cuando ella llegó al borde de la fosa. Demostraría a las otras que no había nada que temer.
El chamán se puso detrás de ella y deslizó la cuerda alrededor de su cuello. Checheg pensó en el aspecto del cadáver antes de que la tienda lo ocultara, en el rostro con la mandíbula desencajada, en la garra que aferraba la copa. Ella yacería con ese cadáver, la fría tierra cubriría su cuerpo. La visión del otro mundo se desvaneció por completo, ahora sólo estaba la tumba, el olor de la sangre y de la carne quemada, la oscuridad de la fosa que se abría a sus pies. Checheg se llevó las manos al cuello, aferrando la cuerda, y mientras se debatía supo que había fracasado, que las otras no verían su valor sino su pánico. La cuerda se hundió en su cuello y el rojo mar que se alzaba hacia ella desde las sombras se volvió negro.
126.
El "obo" se erguía en una colina herbosa, más abajo de la ladera norte del Burkhan Khaldun, a poca distancia de donde acampaban Jelme y sus Uriangkhai. En la cima de la colina se habían colocado siete pilas de piedras; de la central, sobresalía una lanza. En otro tiempo el "obo" honraba al espíritu de esa colina, pero los chamanes Uriangkhai habían creído percibir allí la presencia del Kan.
Sorkhatani se acercaba a la colina. Había viajado al campamento Uriangkhai para hacer sacrificios al espíritu del Kan. Había llevado a su hijo menor, unos pocos sirvientes, a sus chamanes y a sus sacerdotes cristianos. Jelme se sorprendió al verla precisamente en ese momento, cuando se disponía a viajar para asistir al "kuriltai", pero los guardias de la mujer le entregaron una tablilla con el sello de Ogedei, y él le dio la bienvenida.
Una verja cuadrada de madera, con varas adornadas con fieltro y retazos de tela, se alzaba un poco más abajo del santuario. Una chamana vestida con un abrigo de piel de leopardo de las nieves estaba de rodillas delante de la verja; su caballo pastaba al pie de la colina.
Sorkhatani y Arigh Boke desmontaron, cogieron los pequeños costales que contenían sus ofrendas, y después entregaron las riendas de sus caballos a los dos muchachos que habían cabalgado con ellos hasta allí. Sorkhatani alzó la vista hacia el "obo", hizo tres profundas reverencias y comenzó a ascender la ladera.
La hierba le llegaba hasta las rodillas; las flores de la primavera empezaban a marchitarse. La chamana había cavado un hoyo para el fuego y un hueso de oveja ardía entre las llamas mientras ella entonaba una letanía. Sorkhatani hizo otras tres reverencias, se arrodilló junto a la verja de madera y extrajo un pedazo de carne, un jarro y un cuenco. Susurró una plegaria, vertió el "kumiss", roció unas gotas y luego colocó la carne y el cuenco junto al enrejado, mientras su hijo ataba unos gallardetes de seda a las varas.
La chamana se volvió hacia ellos. Era apenas una muchacha, pero sus ojos oscuros mostraban la mirada alerta y penetrante de una mujer mayor.
—Te saludo, Beki —dijo la joven.
—Te saludo, Idughan —replicó Sorkhatani.
Arigh Boke terminó de atar la última cinta de seda; madre e hijo permanecieron sentados en silencio mientras la chamana estudiaba su hueso.
—Odegei será Kan —anunció la joven por fin.
—Nadie lo duda —dijo Sorkhatani.
—Ogedei Kha-Kan… el Gran Kan. Así será proclamado, aunque se dice que algunos Noyan habrían elegido a otro, a pesar de los deseos de su padre.
—No es así. —Sorkhatani se puso en cuchillas—. Ogedei es un hombre sabio. Sentía que los Noyan necesitaban tiempo para confiar en su elección antes de convocar el "kuriltai".
Doregene había sembrado dudas en la mente de Ogedei, imaginando que algunos de los hombres veían en Tolui un posible sucesor. Sorkhatani nunca había repetido las palabras que pronunciara el Kan antes de morir, ni tampoco que le había dicho que algún día quizá Tolui tuviese que gobernar; aun así, Doregene era capaz de ver rivales donde no los había. La mujer estaba resentida porque Ogedei consultaba con frecuencia a Tolui, quien era ferozmente leal a su hermano, porque sabía que Sorkhatani era quien aconsejaba a aquél.
Cuando finalmente Ogedei fuese proclamado Kan, y eso ocurriría ese verano, Doregene, satisfecha su ambición, aprendería el arte de halagar a aquellos que mejor pudieran servir a su esposo. Si Ogedei prefería el consejo de Sorkhatani a los que podían darle su esposa y su amada esclava Fátima, era responsabilidad de la misma Doregene. Ella había tratado de rodear al heredero de Temujin de sus propias favoritas, y eso también había sembrado dudas acerca de Ogedei. Doregene había llegado a hablar en contra de Ye-lu Ch'u-tsai cuando el futuro Kan le pidió al Khitan que siguiera actuando como su consejero; esa mujer era demasiado ambiciosa para comprender a un hombre desinteresado.
Afortunadamente, Ogedei era tan obstinado como tranquilo. Consentía a su esposa principal, le entregaba más y más tesoros, y en general ignoraba sus consejos. Los Noyan ya no tenían que preocuparse de que, al flaquear la salud de Bortai Khatun, él pudiera confiar más en la gente que su esposa favorecía. No habría disputas durante el "kuriltai", y nadie hablaría de otros candidatos.
Sorkhatani había ido allí a apaciguar al espíritu del Kan con sacrificios y plegarias. Le diría que finalmente se cumpliría su voluntad, pero regresaría con Jelme al campamento de Ogedei antes de que comenzase el "kurilai". Suspiró y alzó los ojos hacia el "obo". Debería pensar en los espíritus, y no en otras cosas.
—Cada vez se hace más difícil escuchar a los espíritus —dijo la chamana—. Antes nos hablaban con mayor claridad. O al menos eso es lo que dicen los ancianos.
Arigh Boke parecía inquieto.
—Ve a vigilar los caballos con los otros —le dijo su madre—. Bajaré en un rato.
El muchacho se puso de pie, hizo tres reverencias y bajó corriendo la ladera.
Ella miró hacia la izquierda, en dirección a la distante ladera donde había sido sepultado el Kan. En el año y medio transcurrido desde entonces, unos árboles diminutos habían brotado sobre la tumba, y el "yurt" que habían alzado allí estaba hecho jirones. Los Uriangkhai que acampaban al pie de la ladera protegerían la tumba hasta que la vegetación ocultara todo rastro de ella. El descanso del Gran Kan no sería perturbado.
Le ardían los ojos. Sorkhatani aún podía llorar por él.
—Ogedei se convertirá en un buen Kan —dijo la chamana—, pero me pregunto si su hijo Guyuk será digno de sus antepasados.
—Todavía falta mucho para que Ogedei designe un sucesor —murmuró Sorkhatani.
—Guyuk es el hijo mayor de su esposa principal. No tendría motivos para designar a otro, a menos que…
Sorkhatani desvió la mirada de los agudos ojos de la otra mujer; la chamana sabía demasiado. "Todos ellos tienen madera de Kanes", había dicho Temujin refiriéndose a sus propios hijos. Tal vez fuese cierto, pero no menos que servirían al Kha-Kan a menos que el cielo dispusiera otra cosa. Ello no los impulsaría a ocupar un lugar más alto, pero haría que estuvieran preparados para ocuparlo si el "ulus" lo necesitaba. Temujin se lo había encargado; él había imaginado que llegaría un momento en que uno de los hijos de Sorkhatani debería gobernar. Ella no le fallaría al hombre que había amado.
Un pájaro revoloteó sobre los restos del "yurt" que se alzaba en la ladera. Se elevó, desplegó sus anchas alas, y planeó en dirección a Sorkhatani.
—Un águila —dijo en voz baja la chamana—. Las veo con frecuencia sobre el lugar de descanso del Gran Kan. —El águila se elevó hacia el "obo"—. Generalmente evitan esta colina.
Sorkhatani permaneció en silencio. El águila de negras plumas voló en círculo sobre ellas y descendió sobre el "obo", posándose en la piedra que estaba junto a la lanza. Ella miró sus ojos dorados y percibió la presencia de un espíritu poderoso. Sólo uno la había respetado y reverenciado tanto; de algún modo Sorkhatani había logrado atraerlo hacia ella.
La chamana hizo una señal de reconocimiento al espíritu y pasó las manos ante el rostro de Sorkhatani. El águila desplegó las alas, miró hacia el vasto cielo azul, y echó a volar.
* * *
(Nota de la copista: Siguen a continuación tres árboles genealógicos que es imposible reproducir fielmente. Se tratará de reproducirlos en la forma más clara posible).
Principales clanes mongoles.
Alan Ghoa: esposas:
Principal - Bodonchar - Mujer cautiva - Desconocida.
Hijos: Borjigin - Bagarin - Jajirat.
Hijos de Borjigin:
Khaidu Kan - Primogénito - Hijo - Khabul Kan - Okin Barkak - Jurkin
Hijos del Segundo hijo de Khaidu Kan: Amgaghai Kan - Otros hijos.
Hijos del tercer hijo: Khonoghotat - Arulat.
Nieto del segundo hijo: Taychiut.
Hijos de Khabul Kan: Bartan Bahadur (Hijo Kiyat) - Khutula Kan.
La familia de Yesugei.
Khabul Kan - Hijos:
Okin Barkak - Bartan Bahadur - Khutula Kan - Otros cuatro hijos.
Hijo de Okin Barkak: Khutukhu - Nietos: Seche Beki, casó con Taichu.
Hijos de Bartan Bahadur: Menggetu-Kiyan - Nekun-Taisi (nieto Khuchar) - Daritai Odchigin.
Hoelun casó con Yesugei Bahadur que también casó con Sochigil.
Hijos de Sochigil: Bekter - Belgutei.
Hijos de Hoelun y Yesugei Bahadur: Temujin - Khasar - Khachigun-
Temuge Odchigin - Temulun.
Gengis Kan y sus sucesores.
Temujin - Gengis Kan (1167 - 1227).
Esposas: Chilger-boko - Bortai, esposa principal - Yisui - Yisugen - Khulan - Doghom - Jeren - Khagadan -Gurbesu - Ibakha (obsequiada a Jurchedei) - Tugai - Ch'i-kuo - Otras esposas secundarias y concubinas.
Hijos:
- Jochi (1184-1227), tuvo a Batu, primer Kan de La Horda de Oro, Kanes de La Horda de Oro Rusia.
- Khojin, hijo de Doghom.
- Alakha, hija de Jeren.
- Kulgan, hijo de Khulan.
Hijos principales del Kan:
- Chagadai (1186-1241) - De él descienden los Kanes Chagadai del Asia Central, y los emperadores mongoles de la India.-.
- Ogedei Kha Kan (Gran Kan) (1189 - 1241) - Casó con Doregene - Hijo: Guyuk Kha Kan (Reinó 1246-8).
- Tolui (1191-1232) Casó con Sorkhatani.
Hijos de Tolui: Mongke Kha Kan (Reinó 1251-9) - Khubilai Kha Kan y Emperador de China (Reinó 1260-94) -De él desciende la dinastía Yuan de China. - Hulegu Primer Kan de Persia (Reinó 1261-5) - China, Kanes, Persia. - Arigh Boke.