82.

Khasar no halló rastros de su hermano a lo largo del Onon ni tampoco al norte del río. Había escapado la misma noche que Jakha Gambu había hablado con él, y desde entonces había pasado toda una luna. Sólo sus camaradas Chakhurkhan y Khali-undar habían escapado con él, y no habían encontrado caza entre los cedros ni en la densa maleza de las montañas salvajes que se elevaban más allá del Onon. Los mosquitos los acosaban; sólo se alimentaban de la sangre que extraían de las venas de sus caballos, y Khasar tenía que mascar el cuero de sus arneses para aplacar el hambre. La temperatura descendió; los espíritus del bosque aullaban entre los árboles.

Temujin se había dirigido al noreste, para poner distancia entre él y los Kereit y ganar tiempo para recuperarse. Khasar siguió adelante en esa direccion, y finalmente encontró huellas que conducían hacia el lago Baljuna.

Cuando avistaron unos "yurts" a lo lejos, Khasar estaba tan débil que tuvo que detenerse hasta que unos hombres cabalgaron hasta donde él y sus camaradas esperaban. Los llevaron a una tienda, les dieron de comer y los envolvieron en mantas; Khasar durmió profundamente. Cuando despertó, el sol estaba alto; un soldado le dijo que el Kan había llegado al alba.

—Me dijeron que dormías —dijo Temujin al entrar en el "yurt".—Abrazo a Khasar, después estrechó la mano de los otros dos hombres—. Me pidieron que no te despertara. —Volvió a abrazar a su hermano—. Temía por ti.

—Y yo por ti—dijo Khasar—. No podías haber escapado más lejos sin abandonar las tierras que conocemos.

—Los espíritus volverán a favorecernos. Teb-Tenggeri nos trajo lluvia, y todos los que me acompañan han hecho nuevos juramentos… Bebimos agua del Baljuna para sellarlos. Incluso he conseguido que unos mercaderes que se detuvieron en nuestro campamento apoyaran nuestra causa.

—Bien —dijo Khasar—, serán útiles como espías.

Los hombres se sentaron.

—¿Cómo lograste huir? —preguntó Temujin.

—Estaba en el campamento de Jakha Gambu. Él me dejó escapar, y me prometió que mi esposa y mis tres hijos estarían a salvo. No quiere luchar, y desconfía de los aliados del Ong-Kan.

—Tiene motivos para ello —dijo Temuhjin—. Khuchar, Altan y mi "anda" decidieron atacar al Ong-Kan. Toghril desbarató sus planes y sus tres falsos amigos tuvieron que escapar hacia el oeste. Daritai vino aquí y me contó todo acerca de la frustrada conspiración.

Khasar soltó una maldición.

—Me juró lealtad —continuó Temujin—. Sabe que morirá si tengo la menor sospecha de él, pero ahora lo necesito.

Khasar era lo bastante inteligente para no protestar.

—Jakha me contó los mensajes que enviaste. Habrías conseguido la paz de no haber sido por Nilkha.

—En efecto, quería la paz. Pero sabía que no la tendría. —Temujin se mesó la corta barba y frunció el entrecejo, luego se dirigió a Chakhurkhan y a Khali-undar—. ¿Cuánto tiempo os llevará estar en condiciones de montar?

—Ya nos hemos recuperado —respondió Khali-undar.

—No seas orgulloso. Descansad un día más; os necesito fuertes para cumplir una misión importante.

Chakhurkhan se golpeó el pecho.

—Somos tuyos, Temujin. ¿Qué quieres que hagamos?

Chakhurkhan tosió.

—Podría haberme ahorrado el duro viaje hasta aquí.

—Toghril me ha sorprendido con demasiada frecuencia —dijo Temujin— Ha llegado el momento de que yo lo sorprenda a él y le retribuya su falta de lealtad. Iréis a su "ordu", y mi ejército os seguirá. Le daréis un mensaje y seréis mis ojos. Acamparemos junto al Kerulen, y cuando volváis me contaréis todo lo que hayáis visto en el campamento Kereit. Esta vez no nos sorprenderán.

—¿Y cuál será tu mensaje? —preguntó Khali-undar.

—No será un mensaje mío, sino de Khasar. —Temujin sonrió—. Le diréis lo siguiente: "He buscado a mi hermano por todas partes y no puedo encontrar ni un rastro de él. Mi único refugio es el cielo, mi única almohada la dura tierra. Echo de menos a mi esposa y a mis hijos, que están en tu poder. Dame la seguridad de que se encuentran a salvo y volveré a ofrecerte mi espada".

—¿Y el Ong-Kan lo creerá? —preguntó Chakhurkhan.

—Lo creerá —respondió Khasar—. Agradecerá que Temujin le haya ahorrado una batalla escondiéndose. Hasta Jakha lo creerá. Le dije que no podía combatir contra mi hermano, pero si Temujin ha desaparecido, no tengo otra elección que regresar con él.

Sonrió. Se trataba de un plan admirable, por traicionero que fuera.

—Toghril quedará confundido —dijo Temujin—, y entonces nosotros cerraremos la trampa y nos libraremos de ese viejo.

83.

—Apenas puedo esperar —murmuró Ibakha—. Seguramente Khasar estará con nosotros para la próxima luna llena.

Sorkhatani no levantó la vista de su costura; el viento que aullaba fuera de la tienda y el parloteo le las criadas le impedían oír lo que su hermana decía.

La victoria tan duramente conseguida y la posterior conspiración contra su tío habían hecho que la primavera y el verano fueran muy agitados. Sorkhatani sabía que su padre había estado temiendo una guerra, y ahora ya no tendría que luchar. Khasar no regresaría si aún tenía alguna esperanza de apoyar a su hermano Temujin.

Sin embargo, Ibakha no pensaba en nada de eso. Había llorado tras la huida de Khasar, como si el hombre la hubiera traicionado, pero ahora ya lo había olvidado. Sorkhatani frunció el entrecejo. Khasar probablemente pediría a su hermana si Jakha Gambu se lo insinuaba. No podía ser completamente indiferente a la belleza de la joven, y esa boda lo acercaría aún más a los Kereit. Sorkhatani decidió hablar con su padre a favor de su hermana.

Pocos días más tarde, el campamento de Jakha Gambu se enteró de que un ejército mongol había atacado al Ong-Kan. Unos soldados Kereit llegaron con la noticia, diciéndoles que huyeran, pero los mongoles los seguían de cerca. El enemigo se desplegó alrededor del campamento, cortándoles toda vía de escape. La gente, aterrorizada pues sabía que cualquier defensa sería inútil, fue encerrada en corrales armados con carros y sogas.

Uno de los primos de Sorkhatani, herido y despojado de sus armas, encerrado cerca de la joven y de su hermana, les dijo que la batalla había durado tres días. El Ong-Kan, que ya celebraba el retorno de Khasar, había sido tomado complemente por sorpresa cuando los mongoles cayeron sobre su campamento. La lucha fue feroz, y el enemigo tenía la ventaja de la sorpresa; muchos Kereit, borrachos e incapaces de llegar hasta los caballos, se vieron obligados a luchar a pie. Cuando la batalla llevaba ya tres días, entre las filas Kereit comenzó a correr el rumor de que Toghril y Nilkha habían huido con unos pocos hombres al amparo de las sombras. Otros habían logrado escapar a través del estrecho paso de montaña. El primo de Sorkhatani suponía que los Kereit seguramente ya se habían rendido.

Keuken Ghoa lloró, temiendo por su esposo. Ibakha se enfureció y su amor por Khasar se convirtió en cenizas. El mongol había mentido y le había tendido una trampa a su tío: nunca había tenido la intención de regresar a ella. Ambas ofensas le resultaban igualmente perversas. Sorkhatani, asustada como estaba, rogó clemencia. Los mongoles no saqueaban, sino que esperaban órdenes antes de repartirse prisioneros y botín. Muchos Kereit habían luchado antes a favor de Gengis Kan; tal vez él recordara ese hecho.

Dos días después de que los mongoles atacaran el campamento, Jakha Gambu regresó con un general mongol y más tropas. Mientras su pueblo, todavía bajo custodia, era conducido a su presencia, él anunció que los Kereit se habían rendido sin condiciones. Sin embargo, Gengis Kan había prometido no ejecutar a los hombres que habían servido fielmente al Kan Kereit, ya que honraba la lealtad a los jefes. Después de dar esa esperanzadora noticia a su pueblo, condujo a Keuken Ghoa y a sus dos hijas a su propia tienda, seguido de los guardias mongoles.

—Temujin ha accedido a reunirse conmigo —le dijo a su esposa—, y tengo la intención de ofrecerle mis hijas. De ese modo, tendrá la seguridad de que me propongo servirlo fielmente.

Ibakha se lo quedó mirando, atónita.

—¿Nos entregarás a él? —Sintió que le faltaba el aire—. ¿Después de lo que hicieron él y su hermano?

Sorkhatani tomó del brazo a su hermana.

—Silencio —dijo su padre—. Él pudo esclavizarnos y apoderarse de todo lo que tenemos, y yo estoy tratando de evitar eso. Nos marcharemos hoy… traed solamente lo imprescindible para el viaje.

Keuken Ghoa dirigió a su esposo una mirada inexpresiva.

—Pero necesitarán criadas, y enseres domésticos, y todas las otras cosas que necesitan las recién casadas. No podemos reunir todo eso en un día.

Jakha frunció el entrecejo.

—Mi querida esposa, el Kan decidirá ahora qué es lo que tengo, y no puedo ofrecerle cosas que tal vez ya no posea. Ruega que nuestras hijas le agraden.

Se volvió y salió de la tienda.

—¡No iré! —gritó Ibakha, y se dejó caer al suelo, presa de un ataque de llanto; Keuken Ghoa se retorció las manos.

Sorkhatani se arrodilló y cogió a su hermana por los hombros.

—Escucha, ¿no te das cuenta de que nuestro padre también está pensando en nosotras? ¿Prefieres estar bajo la protección del Kan mongol, o seguir aquí cuando sus hombres empiecen a disfrutar del botín?

Ibakha gimió, y después se limpió la nariz.

—Por engañoso que haya sido Gengis Kan —siguió diciéndole Sorkhatani—, debes admitir que ha demostrado ser astuto, y todo podría ser mucho peor. Tiene muchas razones para aborrecer al tío Toghril y al primo Nilkha. Deja de pensar solamente en ti por una vez, y piensa en nuestro pueblo. No ayudará en nada que provoques la ira del Kan mongol, y de todos modos él hará lo que desee con nosotras.

Ibakha escupió. Sorkhatani tendría que haber sabido que de nada serviría apelar a la razón de su hermana.

—Piensa en todo lo que puede darte —continuó Sorkhatani—. Tendrás una tienda mucho mejor que ésta. Cuando vea lo bella que eres, sin duda querrá conservarte para él.

Ibakha inclinó la cabeza.

—¿Eso crees?

—Sí, Ibakha —respondió Sorkhatani, exhalando un suspiro—. Piensa en lo que han sufrido los demás. Ahora debemos someternos a los mongoles… todo lo que podemos esperar es clemencia para nuestro pueblo. Debes agradecer la oportunidad que se te presenta de obtener el amor del Kan.

—Tu hermana tiene razón —dijo su madre. El rostro de Keuken se veía calmo; aparentemente el terror y el dolor de los últimos días habían desaparecido ya de su mente infantil—. Él es verdaderamente el mejor esposo que podéis tener ahora.

—Pero no te querrá con un rostro hinchado ni con unos ojos llenos de lágrimas. —Sorkhatani se incorporó y puso de pie a Ibakha—. Nuestro padre nos espera.

Cuando cruzaron el paso de montaña avistaron los círculos exteriores del campamento del Ong-Kan. Sorkhatani miró a su madre y a su hermana. Ibakha sonreía mientras se inclinaba en la montura para susurrarle algo a Keuken Ghoa. Ahora estaba fascinada ante la perspectiva de convertirse en la esposa del Kan; ya había olvidado por completo a Khasar.

La escolta de mongoles que los acompañaba las condujo hasta el extremo norte del campamento. Se detuvieron junto a una gran tienda que pertenecía a uno de los Noyan de su tío, desmontaron y pasaron entre las hogueras. Junto a la tienda había una larga fila de caballos atados a una cuerda. Dos guerreros jóvenes se llevaron los caballos mientras Jakha Gambu se aproximaba a los guardias del Kan.

Un hombre ascendió los peldaños que conducían a la entrada y gritó el nombre de su padre. De repente, Sorkhatani se sintió invadida por el miedo. Los labios de Ibakha se curvaron en una sonrisa, sus grandes ojos pardos centelleaban; era demasiado tonta para sentir miedo.

Sorkhatani mantuvo los ojos bajos mientras seguía a los demás al interior, después se arrodilló en el suelo alfombrado, casi sin oír las palabras de saludo de su padre. La tienda estaba repleta de hombres, algunos de pie y otros sentados. Su padre y su madre apoyaron la frente en el suelo; ella y su hermana los imitaron.

Dos pies calzados con botas se acercaron a ellos; unas manos pusieron de pie a Jakha Gambu.

—Te doy la bienvenida, Jakha —dijo una voz suave—. A pesar de lo ocurrido, sigues siendo un camarada que cabalgó conmigo muchas veces.

Sorkhatani se obligó a levantar la vista. Él era más alto que Khasar; vio los músculos de sus brazos cuando el hombre abrazó a su padre. Las coletas que sobresalían de su casco, sus bigotes y su corta barba relucían como cobre oscuro, y en sus ojos centelleaba el oro. Khasar era tan sólo una sombra de este hombre, que podría haber sido forjado por Dios en el cielo. Vestía una simple túnica de lana, un raído cinturón de cuero y pantalones muy gastados; no llevaba ninguno de los adornos que la joven había visto tantas veces en el Ong-Kan. No necesitaba de esas cosas; ella habría sabido quién era aunque hubiera vestido harapos. Él la miró durante un momento. Sus ojos pálidos parecieron escrutar su alma, y ella supo entonces por qué sus hombres lo seguían.

Cuando los otros hombres acabaron de saludar a su padre, el Kan despidió a casi todos, después condujo a Jakha Gambu a la parte trasera de la tienda y le indicó que se sentara a su derecha. A Keuken Ghoa le asignaron el cojín situado a la izquierda del Kan; Ibakha y Sorkhatani se sentaron cerca de su madre. En la tienda había permanecido el general Borchu y los Noyan Subotai, Jelme y Jebe.

—El deseo de Khasar era estar aquí para recibirte —dijo el Kan—, pero en estos momentos se halla disfrutando de una reunión con su familia. Los mantuviste a salvo. Él te lo agradece, y también yo.

—Esperaba que reclamases la tienda de mi hermano —dijo Jakha.

—Di su tienda, sus criadas y todo lo que había a Kishlik y Badai. —El Kan les ofreció pedazos de carne con su cuchillo—. También les otorgué el derecho de reclamar las piezas que cobren durante las cacerías, en vez de compartirla.

—Seguramente te habrán servido bien.

—Sí que lo hicieron —dijo Borchu—. Advirtieron a Temujin cuando Nilkha se proponía atacarlo durante la noche. Eso nos permitió escapar y prepararnos para el combate.

El Kan era muy generoso al otorgar un premio tan grande a simples pastores. La mano de Sorkhatani tembló al aceptar la carne del cuchillo de Temujin.

—Mis hombres asegurarán muy pronto la rendición de todos los campamentos Kereit —continuó el Kan—, pero jamás fue mi deseo combatir contra ti, camarada. Fuiste justo con mi hermano, y por ello no te castigaré. No he olvidado que combatiste a mi lado, y siempre estuve dispuesto a salvarte la vida. Ahora debes saber que también te quedarás con todas tus posesiones y rebaños. Seguirás siendo jefe de tu campamento, pero me servirás a mí. Los Kereit ya no serán un "ulus" aparte, sino que formarán parte del mío y se convertirán en integrantes de los clanes mongoles.

—Es más de lo que merecemos —dijo Jakha Gambu—. Toghril es mi hermano, pero se lo convence fácilmente y acabó por abandonarnos. Ahora te serviré a ti, mi Kan.

Ibakha miraba fijamente al Kan; sus ojos tenían el mismo brillo con el que antes miraba a Khasar. Él la estudió durante un momento, y después dedicó una sonrisa a Sorkhatani, cuyo corazón latió con fuerza.

—Khasar me habló de la belleza de Ibakha Beki y Sorkhatani Beki —dijo el Kan—, y advierto que todavía tiene buena vista.—Ibakha se sonrojó; Sorkhatani luchó por permanecer tranquila—. Me sorprende que no las haya pedido para él.

—Te las he traído —dijo Jakha Gambu—, con la esperanza de que las encontraras dignas de ti. Me consideraría honrado si decidieras llevarlas a tu "ordu".

El Kan se inclinó hacia adelante.

—Ibakha Beki —dijo, y la muchacha se sobresaltó—. Tu padre ha hablado por ti, pero ¿te parece que tu corazón aceptaría con gusto que te convirtieras en mi esposa?

Ibakha sonrió y se sonrojó aún más; Sorkhatani oyó las risas ahogadas de los hombres. El Kan estaba jugando con ellas, ya que no tenía ninguna necesidad de formular esa pregunta.

—Por supuesto. —Ibakha se cubrió la boca con la mano y entrecerró los párpados—. Me sentiría honrada, como cualquier mujer en mi lugar. Mi corazón sería tuyo.

—¿Y tú, Sorkhatani Beki?

Ella lo miró a los ojos. Sin duda el Kan sabía cómo se sentía la joven.

—Mi padre ya ha hablado —dijo ella—, y sé cuál es mi deber. Siempre he sido una hija obediente y espero ser también una esposa digna.

—Pero no has respondido a mi pregunta —dijo él—. Te pregunté qué siente tu corazón.

Sorkathani sintió que las mejillas le ardían.

—Mis sentimientos, sean los que fueren, no pueden cambiar mis obligaciones —dijo—. Cumpliré con mi deber de esposa y no daré motivos de queja.

El Kan soltó una carcajada.

—Ya veo que no conseguiré una respuesta de ti —dijo—. Pero no es adecuado que una doncella sea demasiado franca con respecto a sus sentimientos.

Ibakha frunció el entrecejo, perpleja. "Dinos qué harás —pensó Sorkhatani—; deja de atormentarnos de este modo".

—Jakha Gambu —dijo el Kan finalmente—, tus hijas me complacen, y me hará feliz unir a tu familia con la mía. Deseo tomar como esposa a tu bella Ibakha. —Ibakha suspiró suavemente—. Sorkhatani Beki también me complace, por su belleza y por su discreción. Mi hijo más joven necesitará una esposa en poco tiempo. Es mi deseo prometer a tu hija menor con mi hijo Tolui. Tienen casi la misma edad y pueden tomarse un tiempo para conocerse antes de casarse.

Sorkhatani mantuvo una expresión impasible, luchando por no delatar el dolor que le traspasaba el corazón.

—Nos haces un gran honor —murmuró su padre.

Ella sería la esposa principal del hijo de Temujin, en tanto que Ibakha ocuparía un lugar inferior entre las esposas de éste; Sorkhatani suponía que su hermana estaría complacida. Ella misma sabía cuál era su deber: sería una buena esposa para Tolui, y esperaba que hubiera en él algo de su padre. Seguramente el Kan pensaba bien de ella si la entregaba a su hijo. "Tendrías que haberte casado conmigo", pensó la joven ferozmente, y después agachó la cabeza.

84.

Ibakha curtía una piel de oveja con un hueso. Había pensado que tendría menos cosas que hacer, ya que, por ser esposa del Kan, habría muchas criadas y esclavas a su servicio. Sin embargo, cuando les hubo preguntado todo acerca de las ovejas, la leche, la preparación de la comida, los nuevos paneles de fieltro que pronto tendría que agregar a su tienda, y todo lo demás, le parecía que había hecho el trabajo de todas, además del suyo.

A Bortai Khatun no le gustaba ver ociosas a las otras esposas del Kan. La esposa principal de Temujin todavía era bella, a pesar de su edad, ya que debía de tener cuarenta años. Ibakha había esperado encontrarse con una vieja, no con alguien que todavía podía rivalizar en belleza con una mujer más joven.

Tal vez Bortai le había pagado al chamán principal del Kan a cambio de algún hechizo para conservarse bella. El chamán frecuentaba la compañía del Kan; Teb-Tenggeri, lo llamaban. Ibakha debía reprimir la urgencia por persignarse siempre que el chamán estaba presente, con su rostro lampiño y su piel tan suave como la de una muchacha.

—Khadagan me enseñó un hermoso punto para mi bordado —dijo Yisui. Las dos hermanas tártaras estaban sentadas sobre cojines y habían llevado su trabajo de costura a la tienda de Ibakha—. Lo usa para bordar florecillas… Te lo enseñaré cuando termine de aprenderlo.

—¡Khadagan! —dijo Ibakha, soltando una carcajada—. Resulta difícil de creer que el Kan haya reclamado a una mujer tan fea.

Yisugen alzó los ojos de la camisa que estaba remendando.

—El Kan nunca ha olvidado que ella le salvó la vida.

Ibakha siguió raspando el cuero. Yisui y Yisugen habían simpatizado con ella, tal vez porque las tres tenían aproximadamente la misma edad, pero a veces la regañaban como solía hacerlo su propia hermana.

—Ruego que nuestro esposo nos deje embarazadas pronto —dijo Yisui—. Si no le tuviera tanto miedo, le pediría a Teb-Tenggeri algún hechizo.

Ibakha dejó el hueso y se persignó.

—Mis sacerdotes pueden decir una plegaria… no necesitáis los hechizos del Celestial.

Yisugen palideció e hizo un signo contra el mal.

—No lo menciones. Vi cómo hacía llover en Baljuna. Cabalga hasta el cielo en su caballo blanco… todo el mundo lo dice.

—Yo no le tengo miedo —dijo Ibakha.

—Te oirá —susurró Yisui—. Puede oír desde lejos. Nunca se sabe cuándo su espíritu está cerca, escuchando. —Sus almendrados ojos negros se hicieron más fríos—. Harías bien en recordar que los poderes de Teb-Tenggeri son de gran utilidad para nuestro esposo.

Ibakha odiaba al chamán, cuyos ojos siempre parecían burlarse silenciosamente de ella. Su padre había encontrado útiles a los chamanes, pero había dado un lugar más elevado a sus sacerdotes. El chamán principal del Kan era como todos ellos: siempre haciendo sortilegios y recibiendo una buena paga por ello. La magia de la cruz era más poderosa que la de Teb-Tenggeri.

Ella ganaría gloria ante Dios si conseguía que el Kan abrazara la fe verdadera. Teb-Tenggeri sería expulsado y sólo practicaría su magia cuando fuese necesario expulsar algún espíritu maligno del cuerpo de un enfermo o cuando hubiera que leer los huesos. Todos verían cuánto la amaba el Kan si ella conseguía que se convirtiese.

Después de la gran cacería, cuando las pieles estuvieron curtidas y la carne seca y guardada, una tormenta de nieve se abatió sobre el campamento del Kan. Ibakha ayudó a las criadas a llevar las ovejas a los "yurts" y después avanzó dificultosamente a través de la nieve hasta su gran tienda. Encontró allí al Kan, esta vez solo; estaba calentándose delante del fogón mientras el cocinero Asigh vigilaba el caldero.

Ibakha se acercó a toda prisa.

—A pesar de la tormenta has venido a mí —dijo casi sin aliento.

—Tu tienda era la más cercana, mi caballo no podía ir más allá, y tu cocina es la mejor de todas.

—Hago cuanto puedo —dijo Asigh, y sonrió.

Ibakha se sacudió la nieve, entregó su abrigo a la anciana que era la otra criada presente, después acomodó al Kan junto a la cama. Los dos criados se sentaron cerca, y sólo comenzaron a comer una vez que Temujin y su esposa se sirvieron la carne.

A la joven se le presentaba una oportunidad inmejorable para hablar con el Kan. Rara vez lo tenía para ella, sin que sus otras esposas vinieran a compartir la comida o sin que sus Noyan vinieran a beber con él, y cuando estaba en su cama, él no quería hablar.

—Hay algo que quiero decirte —dijo la joven.

—Entonces dilo —respondió Temujin.

—Quiero hablarte de mi fe.

El Kan enarcó las cejas y suspiró.

—Continúa.

—Por supuesto que mis sacerdotes podrían decirte más, ya que su saber es mayor.

—Ibakha, dime lo que quieres decirme.

—Bien. —Lajoven se retorció las manos—. Seguramente, por mi padre o por otros, habrás oído hablar del Hijo de Dios, de cómo murió en la cruz por nuestros pecados.

—Lo he oído, pero los hombres tenemos otras cosas en qué pensar.

—Cristo habló a sus seguidores —dijo ella—, del amor de Dios, y dijo que si creían en la verdadera fe tendrían vida eterna.

Él encogió los hombros.

—He oído hablar de sabios de Khitai que también conocen el secreto de la inmortalidad.

—Yo estoy hablando del alma —dijo ella—. Cristo murió por nuestros pecados, luego se levantó de entre los muertos y prometió que viviríamos eternamente en el cielo. Si crees en el Hijo de Dios…

—Dios tiene muchos hijos —dijo Temujin—. Dio a mi antepasada Alan Ghoa tres hijos y los convirtió en padres de Kanes.

Ibakha se persignó. No sabía cómo seguir. Las letanías de los sacerdotes mientras hacían oscilar sus incensarios de oro siempre la llenaba de alegría, y la idea de que Cristo la cuidaba le proporcionaba felicidad; deseaba poder explicárselo.

—Me haría feliz que compartieras mi fe.

—Ibakha, te permito conservar tus sacerdotes. Cree en lo que te plazca, pero no me pidas que rece como lo haces tú.

—Mi fe es mi escudo contra el mal —dijo ella—. En todo el mundo, el bien y el mal deben luchar. Tu chamán Teb-Tenggeri… Ya no necesitarías de sus hechizos —insistió ella— si…

Algo en los ojos de Temujin le advirtió que se callara.

—Mi hermanastro me ha servido bien con sus poderes —dijo el

Kan con suavidad—, y no soy tan tonto como para convertirlo en mi enemigo.

Los criados se incorporaron y se llevaron las fuentes vacías. Le habría sorprendido, pensó ella, que su esposo aceptara sus palabras fácilmente, pero no todo estaba perdido. En algún momento él necesitaria una plegaria de sus sacerdotes, y entonces…

Él le hizo un gesto; ella se acercó y le quitó las botas.

—¿Sabes por qué te tomé como esposa? —preguntó el Kan.

Ella lo miró.

—Seguramente porque me encontraste agradable —dijo.

—Porque eres bella, pero tu hermana es igualmente bella. Podría haberte entregado a uno de mis hijos y haberla tomado a ella como esposa a pesar de su juventud.

Ibakha se sintió desconcertada.

—Te agradezco que me hayas elegido.

—Sí, te elegí a ti. Khasar me habló de la belleza de las hijas de Jakha Gambu. También me dijo que una de ella tenía la mirada de un águila joven, en tanto que la otra parecía tan traviesa como un pajarillo pequeño. Ahora te diré por qué te elegí a ti como esposa, y no a tu hermana.

Ibakha se puso de pie; también lo hizo él y le sonrió.

—Mi hijo Tolui necesita tener una mujer sabia como esposa principal, alguien que sea para él lo que es su madre para mí. Cuando vi el fuego en el rostro de Sorkhatani, me recordó a mi Bortai cuando era niña. Pero no me pareció correcto reclamaros a las dos cuando todavía tengo hijos en edad de casarse, de modo que te elegí a tí. Yo ya tengo esposas sabias… no tiene demasiada importancia que una de ellas sea tonta.

A Ibakha le llevó algunos momentos comprenderlo. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Ahora, ven —dijo él, sin dejar de sonreír—. Como dije, no tiene importancia. Puedes ser tan tonta como quieras, pero no finjas ser más sabia de lo que eres, no hables de cosas que no comprendes. —La tomó del hombro—. Ven a la cama.

Una noche, ese mismo invierno, el Kan despertó junto a Yisugen, gritando tan desesperadamente que los guardias acudieron a ver qué ocurría. Había sido perturbado por un sueño que no podía recordar, aunque estaba seguro de que los espíritus querían decirle algo.

La noche siguiente la pasó con Ibakha, pero estaba tan inquieto que ella no pudo dormir. Cuando Temujin gimió y se sentó bruscamente en la cama, la joven llamó a sus sacerdotes.

Su esposo estaba más tranquilo cuando llegaron los tres sacerdotes, pero los miró con ceño cuando se acercaron a su cama.

—Necesito a un chamán —gritó—, no a estos sacerdotes.

Ibakha lo abrazó.

—Deja que recen por ti —le dijo—. Tu sueño no volverá a turbarte.

Los sacerdotes rezaron, quemaron incienso e hicieron sobre él el signo de la cruz. Cuando se marcharon, el Kan dormía profundamente; Ibakha no cabía en sí de alegría.

Al otro día, las criadas hicieron correr el rumor de que los sacerdotes habían dado paz al Kan. Después de que Temujin pasara una noche tranquila con Bortai y otra con Khadagan, Ibakha estuvo segura de que sus pesadillas habían desaparecido. En varias ocasiones antes de aquélla el Kan había pasado malas noches acosado por espíritus malignos, y sólo Teb-Tenggeri había sido capaz de darle alivio. Algunos murmuraban que el chamán estaba enfadado por no haber sido llamado, pero Ibakha nunca le había temido. Pocos días después, cuando Yisui y Yisugen vinieron a decirle que ambas estaban embarazadas, Ibakha admitió que sus sacerdotes habían rezado por ellas. Yisui se preguntó en voz alta por qué las plegarias aún no habían abierto el vientre de Ibakha, pero ni siquiera eso disminuyó la alegría de la mujer más joven.

Sin embargo, su alegría duró poco. Una noche en que el Kan dormía con ella, despertó sobresaltado y llamó a gritos a los guardias, ordenándoles que buscaran a su chamán principal.

—¿Por qué? —preguntó Ibakha—. ¿Acaso mis sacerdotes no te ayudaron antes?

—Quiero a Teb-Tenggeri.

Ella no podía discutir. Tal vez Teb-Tenggeri fracasara, y entonces Temujin tendría que volver a llamar a sus sacerdotes.

El hermanastro del Kan no dirigió la palabra a la mujer cuando llegó acompañado de otros dos chamanes. Ibakha se sentó en el lado este de la tienda, junto con las criadas, mientras los chamanes sacrificaban un cordero y lo hervian en el caldero. Teb-Tenggeri entonó una letanía, sacudió los huesos y danzó alrededor de la cama inclinándose varias veces para susurrar algo al oído del Kan mientras los otros chamanes tocaban sus tambores. Finalmente, le ofreció una pócima.

Cuando los chamanes terminaron, Ibakha ya estaba agotada.

—Mi hermano duerme —susurró Teb-Tenggeri alejándose de la cama—. Un sueño que perturba el descanso de un hombre suele contener un mensaje que debe ser atendido. —Miró a Ibakha con sus ojos oscuros—. El Kan oirá muy pronto el mensaje.

—Ibakha.

La mujer despertó con esfuerzo. Su esposo estaba sentado en la cama, mirándola .

—Sé lo que mi sueño trataba de decirme —dijo.

Ella se sentó y se alisó la camisa. La tienda sólo estaba iluminada por la luz del fogón; las criadas dormían.

—No te agradará escucharlo —continuó el hombre—. Tú no debías ser mi esposa. Los espíritus me han ordenado que te abandone.

A ella se le cerró la garganta. Aferró las mantas; finalmente su voz se libero.

—Esto es obra de Teb-Tenggeri… ¡no puedes decirlo en serio! —gritó—. El te ha hechizado, te ha…

El Kan la cogió por los brazos. Desde las sombras llegaron toses y murmullos.

—Mis sueños nunca me han mentido —dijo él entre dientes—. Siempre me han mostrado la verdad. Éste me dice que debo abandonarte.

—No puedes creer…

—Silencio. —El hombre se inclinó hacia ella—. No permitiré protestas, pues de lo contrario le contaré a otros lo que me ha dicho mi sueño, y no creo que eso te ayude.

—¿Qué decía el sueño?

—Que hasta un Kan puede resultar dañado por los tontos ambiciosos que lo rodean. —Llamó a los guardias; entró un soldado—. ¿Quién es el oficial de guardia esta noche?—preguntó el Kan.

—Jurchedei.

—Dile que venga. —El Kan se puso de pie y se envolvió en su abrigo. —Vístete, Ibakha, y cúbrete la cabeza.

Ibakha se puso la túnica y un pañuelo, demasiado atónita para sentir miedo. El chamán había puesto ese sueño dentro de él. Los criados estaban despiertos; ella no soportaba pensar lo que le dirían a los demás.

Entró Jurchedei y se aproximó a ellos.

—Jurchedei —le dijo el Kan—, me has servido fielmente.

Ibakha miró el rostro curtido y duro del hombre y luego desvió la vista.

—Mereces una recompensa y deseo ofrecerte ahora mismo un premio. Mi bella Ibakha Beki es tuya.

El Noyan lo miró atónito.

—¡Temujin!

—Quiero que sepas que ella está libre de todo reproche, que ha sido una esposa buena y fiel. Esperaba poder conservarla, pero he tenido un sueño que me ha ordenado cederla. Si debo perderla, ninguno la merece tanto como tú. —El Kan bajó la voz—. Su único defecto es que a veces carece de sentido común, pero tú eres capaz de arreglarte con eso, y su belleza te compensará con creces.

—Me haces un gran honor —dijo el general.

—Ella conservará su tienda y la mitad de las criadas que trajo. Me quedaré con su cocinero Asigh, pero el otro cocinero es casi igual de bueno. Comerás bien en la tienda de tu nueva esposa.

Ibakha contempló el rostro de su esposo. No vio en sus ojos pálidos alivio por librarse de ella, pero tampoco dolor por perderla.

—Sus descendientes serán honrados —continuó el Kan—, como si ella aún fuese una de mis esposas. Ibakha no ha hecho nada deshonroso. Jamás le daría a un amigo fiel una mujer que lo hubiera hecho. Yo soy quien ofendió a los espíritus por tenerla. —Tomó la mano de Ibakha y la colocó en la del hombre—. Que seas tan feliz a su lado como lo fui yo.

El Kan se encaminó hacia la entrada y salió. Jurchedei se quedó mirando fijamente a Ibakha, evidentemente tan consternado como la muchacha. Ella corrió hacia la entrada.

Un hombre le alcanzaba un caballo al Kan. Detrás de él, unos pocos guerreros estaban junto al fuego, calentándose las manos. Uno de ellos levantó la vista; ella vio los ojos oscuros de Teb-Tenggeri.

—Cuando marche a la guerra —dijo Tolui—, te traeré una copa de oro de la tienda del Tayang.

Sorkhatani giró en la montura.

—¿Acaso tu padre planea combatir contra los Naiman?

—Tendrá que hacerlo más tarde o más temprano. Tal vez este otoño, o el año próximo… ya tendré edad suficiente para el combate.

—A menos que los Naiman hagan la paz —dijo ella.

Tolui frunció el entrecejo; después se alegró.

—Si no combate contra ellos, tal vez ataquemos a los Merkit.

—No te preocupes, Tolui. Siempre habrá guerras. Tendrás muchas oportunidades de demostrar tu valor.

Sorkatani pensó fugazmente en su hermana, a quien el Kan había entregado ese invierno. Se decía que un sueño le había ordenado hacerlo, pero Sorkhatani solía preguntarse si el Kan no estaba secretamente aliviado por haberse deshecho de ella. "Tendría que haberse casado conmigo", pensó, pero ahora sabía por qué no lo había hecho. Ella demostraría su amor hacia el padre de Tolui siendo una buena esposa para su hijo.

—Te desafío a una carrera —dijo Tolui.

—Mira que tal vez te venza.

—No, no lo harás.

El caballo de él partió al galope. Ella lo siguió, con las trenzas flotando al viento.

85.

Gurbesu había ordenado que le llevaran la cabeza de Toghril Ong-Kan. Una cinta de plata rodeaba el cuello; la placa de plata sobre la que estaba apoyada la cabeza descansaba sobre un trozo de fieltro blanco.

La cabeza estaba colocada sobre una mesa situada a la derecha del trono del Tayang; los ojos de pesados párpados de Toghril miraban vacíamente el fogón. Gurbesu había ofrecido libaciones a la cabeza, sosteniendo la copa junto a los labios torcidos, y las concubinas del Tayang habían cantado. El Ong-Kan había acudido en busca de refugio, y su muerte era un mal presagio. Gurbesu esperaba que su espíritu se aplacase con los honores que se le rendían.

Las muchachas sentadas detrás de Gurbesu siguieron tañendo sus laúdes. El Tayang hablaba de los mongoles con Ta-ta-tonga. Bai Bukha casi no había hablado de otra cosa desde que se había enterado de la muerte de Toghril a manos de guardianes Naiman; los guardias no habían creído que el viejo fuera el Ong-Kan.

Últimamente había habido muchos presagios malos. Un potro de la yegua favorita del Tayang había sido estrangulado en su vientre y había nacido muerto. El tercer hijo de Gurbesu con Bai Bakha, al igual que los dos anteriores, había salido demasiado pronto del vientre de su madre y no había sobrevivido.

Ella había sido objeto de una pobre elección después de la muerte de Inancha Bilge. El que se hubiese convertido en la esposa de Bai Bukha no había impedido que él y su hermano Buyrugh pelearan. Ahora el Tayang se estaba cansando de ella. Muy pronto ya no la escucharía en absoluto.

—¡Malditos mongoles! —Bai Bukha se reclinó en su trono—. ¿Es que acaso la ambición del Kan no tiene límites? —Miró hacia la derecha, donde estaban sentados sus generales—. En el cielo hay muchas estrellas, y un sol y una luna, pero los mongoles sólo admiten un Kan en estas tierras. Los tártaros ya no existen, los Kereit se sometieron a él. ¿Cuándo llegará nuestro turno?

—Ojalá ese día no llegue jamás —dijo Jamukha.

Gurbesu se había sentido disgustada cuando su esposo le había dado refugio; no confiaba en un hombre cuyo mayor talento era cambiar de bando. Sin embargo, no tenía nada que decir contra él durante el tiempo que había pasado con ellos. Cuando el Tayang lo llamaba, Jamukha acudia a su "ordu"; en otro caso, parecía feliz de que lo dejaran tranquilo. Su bello rostro no estaba marcado por las tribulaciones, pero sus ojos oscuros tenían la expresión contemplativa de un anciano.

—Te preocupas demasiado por Temujin —continuó Tamukha—. Se ha desgastado en las guerras y necesita tiempo para recuperarse. Hasta que esto último ocurra, los que están sometidos a él se liberarán de sus ataduras.

Bai Bukha funció el entrecejo.

—Yo digo que ha llegado el momento de atacar. ¿O creéis que os llamé aquí para beber con el Ong-Kan? Todos pueden ver cuán bajo hizo caer a su pueblo Gengis Kan. —Entrecerró los ojos—. Jamukha nos aconseja que esperemos. Yo digo que debemos luchar.

—¿Puedo hablar, esposo y Tayang? —preguntó Gurbesu. Bai Bukha gruñó y asintió con la cabeza—. Esos mongoles son una turba bárbara y maloliente… ¿qué haríamos con ellos si los capturáramos? Sus muchachas más nobles y bellas serían inútiles para todo lo que no fuera ordeñar las ovejas, y hasta para eso tendrían que aprender a lavarse las manos.

Los generales rieron.

—¿Mi esposa me aconseja no luchar? —preguntó Bai Bukha.

—Déjalos tranquilos en sus tierras —respondió ella—. En algún momento volverán a luchar entre ellos, y entonces será tu oportunidad de atacarlos.

—Las mujeres no saben nada de la guerra —masculló el Tayang.

—Tú sabes poco más, Tayang —dijo Khori Subechi—. Una lanza fuerte arrojada por un brazo débil rara vez llega el blanco.

—¡Me insultas! —exclamó Bai Bukha.

—Sólo digo la verdad —replicó Khori Subechi—. Aún no te has probado en la guerra. Pero te hemos jurado obediencia, y debemos hacer lo que ordenes.

Gurbesu bajó la vista. Los generales podían creer que sus palabras eran sabias, pero acabarían por obedecer a su esposo. Pensarían que su propia habilidad como generales compensaría los defectos del Tayang.

Jamukha se inclinó hacia adelante.

—Temujin me hizo daño —dijo—. Nada deseo más que su derrota. Pero éste no es el momento de luchar. Temujin florece con la guerra, y los que le han jurado fidelidad se unirán ante una amenaza Naiman.

—Cobardes —dijo el Tayang—. Estoy rodeado de cobardes. Jamukha tiene tanto miedo de su "anda" que ha perdido el valor. Tal vez ya no desee sustituirlo como Kan mongol.

Gurbesu alzó una mano, luego la dejó caer. Un aullido procedente de fuera la alarmó; los perros ladraban. Otro augurio, pensó, y se estremeció como si los lobos rodearan el campamento.

—Mandaré un enviado a los Ongghut —dijo Bai Baukha.

—Una buena estrategia —murmuró Koksegu Sabrak—. Es decir, si es que los Ongghut deciden luchar.

—¿Prefieres esperar a que los mongoles nos ataquen? —gritó Bai Bukha. Se puso de pie de un salto; la luz del hogar titilaba sobre la cabeza del Ong-Kan, haciendo que su mueca helada pareciera una sonrisa despectiva. El Tayang gritó y señaló la cabeza con una mano temblorosa—. ¡ Hasta este muerto se burla de mí! ¡Mirad cómo ríe! ¡Puedo oír su risa! —cogió la cabeza y la arrojó al suelo.

Gurbesu soltó una exclamación, horrorizada ante el sacrilegio. Tres generales hicieron signos contra el mal. Los laúdes de las muchachas callaron y el ladrido de los perros se hizo más audible.

Koksegu Sabrak se puso lentamente de pie.

—¿Qué has hecho? —preguntó—. Traes aquí la cabeza de un Kan muerto para que la honremos y luego la arrojas al suelo. Es un mal presagio, Bai… Oigo a los perros hablar de lo que vendrá. Eres nuestro Tayang, pero tu juicio siempre ha sido débil… eres más hábil en la caza y con los halcones que en la guerra.

—¡Nadie se burlará de mí! —gritó Bai Bukha—. ¡Ni tú ni este muerto! —Pisoteó la cabeza; Gurbesu oyó el crujido de los huesos—. Ya nadie dirá que el hijo de Inancha no es más que la sombra de su padre. ¡Todos retirarán sus palabras, o nadie saldrá con vida de esta tienda!

—¡Padre! —Guchlug se puso de pie y se acercó al Tayang—. Si lo que quieres es guerra, guerra te daremos, pero no podrás cazar tu presa con un carcaj vacío.

Bai Bukha respiraba agitadamente.

—El cielo está de mi parte —susurró—. Veo a los mongoles dispersándose ante nosotros.

Gurbesu se levantó, fue hasta donde estaba su esposo y se arrodilló delante de él.

—Ruego permiso del Tayang para hablar —dijo—. Si vas a luchar, no puedes retroceder. Una victoria te dará poder sobre las tierras de los mongoles y los Kereit, pero una derrota será nuestra ruina. Debes lanzar tus soldados contra el Kan mongol hasta que sus filas se rompan. Si pierdes, él no te dará oportunidad de retirarte. Acabará con todos nosotros.

—Tu reina dice la verdad —intervino Jamukha—. Si Temujin te derrota en el campo de batalla, no permitirá que vuelvas a amenazarlo. Te perseguirá hasta que dé contigo.

—No me hables de derrota —dijo el Tayang—. Gengis Kan está débil ahora, y sus enemigos combatirán a nuestro lado.

Gurbesu miró la aplastada cabeza del Ong-Kan y se persignó. Su esposo no cambiaría de opinión. Bajó la cabeza, escuchando los aullidos de los perros fuera de la tienda.

86.

El cielo lo había conducido hasta allí. Jamukha estaba junto al Tayang; detrás de ellos se erguía el macizo Khangai. Los Naiman habían avanzado hasta los montes Khaigan; el ejército había acampado al pie de sus estribaciones. En varios círculos se veían los estandartes de los Merkit, de los Kereit que aún se resistían a los mongoles y de los pocos enemigos tártaros de Temujin que habían sobrevivido.

Cuando el Tayang llegó a los montes Khangai, sus exploradores le informaron de que los mongoles avanzaban hacia el Orkhon. Bai Bukha supo entonces que los Ongghut habían decidido advertir a su enemigo en vez de combatir junto a él; la esperanza de atrapar a los mongoles más al este había desaparecido.

Sin embargo, el Tayang no perdió la calma. Era evidente que los Ongghut esperaban aliarse con los mongoles porque eso les resultaría útil contra sus amos Kin, pero tendrían que pactar con los Naiman cuando el Tayang lograse su victoria. Tal vez, pensaba Jamukha, había juzgado mal a Bai Bukha. Los Naiman todavía aventajaban en número a Temujin, pues a ellos se habían unido antiguos enemigos del Kan.

El Tayang mantenía a Jamukha a su lado, para que pudiera decirle cómo lucharían los mongoles. Jamukha sospechaba que Bai Bukha también desconfiaba de él y lo quería cerca para que no tuviese oportunidad de desertar.

En otro tiempo Jamukha siempre se sentía más vivo en la víspera de una batalla, alerta a cada imagen, sonido y olor. Pero ahora sus sentidos eran menos perceptivos: no podía anticipar la victoria ni la derrota. Antes siempre había deseado la batalla, pero ahora sólo ansiaba que terminara. Hasta su odio se había convertido en un fuego casi extinguido que ardía ocasionalmente. Una mano invisible lo retenía ahora, manejándolo a voluntad, y él no tenía la fuerza necesaria para resistirse.

Un soldado se presentó ante el Tayang para avisarle que los exploradores Naiman habían topado con la vanguardia del enemigo. Habían capturado un caballo mongol, tan flaco que se le contaban las costillas. El Tayang se regocijó: sus caballos bien alimentados podrían superar fácilmente a esos jamelgos hambrientos.

Dos noches más tarde llegó otro jinete para avisar que los mongoles habían acampado en las estepa que se extendía más allá del monte Nakhu. La planicie estaba sembrada de innumerables hogueras.

Cuando el soldado se marchó, el Tayang permaneció en silencio.

—Es una treta —le dijo Jamukha—. Temujin desea que creas que tiene más hombres que tú, para que te retires.

—Una retirada sería ventajosa para mí, no para él.

—Has venido aquí a luchar —dijo Khori Subechi—, y ahora hablas de retirada.

—Cállate —le espetó el Tayang, y después hizo un gesto a otro hombre— Daré las órdenes aquí. Busca a mi hijo y dile que se retire.

—Eso no le gustará —masculló Khori Subechi.

—Hará lo que yo le diga.

El hombre se marchó para llevarle el mensaje a Guchlug. Los otros se tendieron sobre sus monturas a descansar; el Tayang siguió sentado junto al fuego.

Ahora, Jamukha tenía las ideas más claras. El Tayang estaba demostrando más sabiduría de la esperada, pero tal vez ya fuera demasiado tarde. Sus generales sólo verían en una retirada estratégica una muestra más de la cobardía de Bai Bukha. Él los había empujado a aquella guerra, y ellos estaban resueltos a llevarla adelante. Si no se retiraban pronto, tal vez más tarde no pudieran hacerlo. Los mongoles los empujarían hasta los pasos de montañas o hasta los precipicios. Los generales Naiman tendrían que luchar a brazo partido para no perder terreno si deseaban una mínima oportunidad de triunfo.

Jamukha dormitaba cuando regresó el jinete. Guchlag venía con él. El hijo del Tayang se detuvo junto al fuego y escupió a un costado de las llamas.

—Mi padre habla como una mujer —dijo Guchlug. Los soldados dormidos se sentaron—. Cuando mis hombres me oyeron decir que querías que nos retiráramos, me avergonzó que tu semilla me hubiera dado la vida. Debería haber sabido que no tenías espíritu para la guerra cuando vi que ni siquiera salías de tu campamento para orinar.

—¡Tonto! —gritó Bai Bukha—. Es fácil para ti demostrar coraje ahora. Me pregunto si serás igualmente valiente bajo la sombra de la muerte, cuando veas al enemigo apiñado ante ti.

—Mi padre tiene miedo.

Los otros mascullaban; el general Khori Subechi agitó un puño.

—Nunca me he retirado —dijo—. ¿No fue la reina Gurbesu quien te dijo que deberías luchar para conservar el trono? Tendríamos que haberle dado el mando a ella… habría sido mejor general que tú.

—Muy bien —murmuró Bai Bukha—. Si dices que ha llegado el momento de luchar, lucharemos. Todos los hombres deben morir, y tal vez éste sea el momento en que los mongoles deban hallar su fin. Da la orden… atacaremos el campamento mongol.

Los Naiman bajaron de las montañas, se deslizaron a lo largo del río Tamir y después cruzaron el Orkhon. Al otro lado, los exploradores Naiman se enfrentaron a la vanguardia mongol, y fueron rechazados. Al pie del monte Nakhu, los Naiman ocuparon posiciones en el terreno herboso. Los mongoles estaban a la vista, sus diminutas figuras negras se destacaban contra el horizonte bajo el cielo que se oscurecía.

Al alba, el ejército Naiman avanzó a través de la estepa. Bai Bukha, rodeado de su retaguardia, observó desde una colina a los hombres que avanzaban. El pabellón de Gurbesu era una brillante mancha blanca contra las rocas negras del monte Nakhu.

El Tayang se inclinó en su montura; Jamukha lo observó y después miró hacia abajo. Los mongoles avanzaban en filas cerradas, tan juntos como la hierba de las praderas. Mientras observaba, la caballería ligera de la fuerza Naiman cargó contra ellos. Durante un instante, mientras corrían al galope, Jamukha creyó que los Naiman podrían derrotar al enemigo; las flechas volaron mientras la caballería pesada, en el centro del ejército Naiman, defendía su posición detrás de los arqueros.

"Bai Bukha —pensó Jamukha—debería adelantar ahora su retaguardia para estar preparado cuando los mongoles retrocedan". Entonces, repentinamente, los arqueros Naiman del ala izquierda empezaron a retirarse, disparando desde las monturas mientras los mongoles los perseguían.

El Tayang se irguió en los estribos.

—¿Quiénes son esos hombres que acosan como lobos a nuestra vanguardia? —preguntó a viva voz.

Jamukha vio el miedo reflejado en el rostro de Bai Bukha, y casi cayó en la desesperación.

—Conozco a esos guerreros —se oyó decir—. Están conducidos por los hombres a los que Temujin denomina sus Cuatro Perros. Se llaman Jebe, Kubilay, Jelme y Subotai, y se dice que el día de la batalla ansían carne humana. No puedes huir de ellos, Bai Bukha. Haz avanzar a tu retaguardia y que los obliguen a retroceder.

El Tayang hizo una mueca.

—¿Cómo puedo ordenar un avance si estamos retrocediendo? —. Lanzó un grito a otro hombre, que enarboló una bandera de señales.

El Tayang comenzó a retirarse hacia la montaña. Ya estaba a su sombra cuando Jamukha lo alcanzó. La parte central del ejército Naiman aún defendía sus posiciones, pero las alas izquierda y derecha de los mongoles empezaron a encerrarlos, respaldando a las fuerzas de los Cuatro Perros de Temujin. Desde donde estaba Jamukha, incapaz de oír los gritos de los heridos y los caídos, el silbido de las flechas y el fragor de la batalla, parecía que los hombres sólo estaban dedicados a un juego.

—¿Quién comanda esas tropas? —gritó el Tayang—. Están cortando nuestras filas como si fueran una espada…

—Las conduce mi "anda" Temujin —respondió Jamukha—. Cae sobre nosotros ahora como un halcón hambriento. Defiende tu posición, Bai Bukha. Debes obligarlos a retroceder antes de que lleguen a la montaña. Detrás de él hay otros… Ias fuerzas conducidas por su hermano Khasar, cuyas flechas dan en el blanco desde gran distancia, hiriendo a varios hombres. Y también están los guerreros conducidos por Temuge Odchigin. Lo llaman el Perezoso, pero nunca llega tarde al combate.

El cielo se oscurecía. Las banderas de señales flamearon una vez más el Tayang y su guardia real ascendieron la montaña hasta quedar ocultos por los árboles. Guerreros Naiman, en retirada, pasaban corriendo a la derecha y a la izquierda de Jamukha; como el enemigo se desplegaba a ambos lados y las tropas de Temujin empujaban en el centro, en realidad no tenían otro lugar para retirarse. Las alas del ejército mongol se cerraron como pinzas, empujando sin cesar a los Naiman hacia la montaña; los hombres y caballos caídos parecían muñecos rotos. A través de una brecha de las líneas enemigas, los Merkit liderados por Toghtoga Beki se desplazaron hacia el norte, abandonando a sus aliados. Los mongoles empujaron a los Naiman ladera arriba, y después rodearon la montaña.

La voluntad del cielo era evidente. Jamukha recordó el día en que había danzado con Temujin bajo el gran árbol, cuando ambos habían jurado que nunca se separarían. Desde entonces, cada una de las armas que había lanzado contra Temujin se había vuelto contra Jamukha; con cada golpe sólo había conseguido incrementar el poder y la fuerza de su anda. El Tayang sería un arma más de su fracaso.

Permaneció en su caballo rodeado de sus hombres, sin moverse, sin hablar, a medida que caía la noche, escuchando los gritos de guerra de los vivos y los gemidos de los moribundos, mientras más hombres huían ladera arriba.

—Esta batalla está perdida —dijo finalmente Jamukha—. Si deseamos escapar, debemos hacerlo al amparo de las sombras. El enemigo habrá rodeado completamente el monte Nakhu antes del alba.

—Entonces deberemos huir una vez más —masculló un hombre—. ¿Y hacía dónde escaparemos ahora?

Jamukha alzó una mano.

—Os he fallado —dijo. Nadie lo negó—. Os libero del juramento que me habéis hecho. Si os quedáis para entregaros, recordad que Temujin ha perdonado con frecuencia a los que han sido leales a sus jefes, de modo que es posible que sea clemente con vosotros. Para mí habrá poca clemencia si caigo en sus manos.

Su caballo avanzó lentamente ladera abajo, unos pocos hombres lo siguieron. No se volvió para mirar a los otros. Su caballo se detuvo y Jamukha hizo una seña a Ogin.

—Quiero que lleves un mensaje —dijo—. Cuando la oscuridad impida que la batalla continúe, te presentarás ante… es decir, si estás dispuesto a hacer esto por mí.

El otro hombre se golpeó el pecho.

—Sigo estando a tus órdenes, Gur-Kan.

Jamukha hizo una mueca de disgusto al escuchar aquel título que ya nada significaba.

—Dirás esto: "Yo, Jamukha, he llenado de temor el corazón del Tayang con mis palabras. Él se oculta en las montañas, demasiado aterrado para enfrentarse a ti, y mis palabras fueron las flechas que lo hirieron. Cuídate, amigo, y la victoria será tuya. Debo abandonar a los Naiman ahora. Esta batalla ha terminado para mí".

Ogin repitió el mensaje y luego dijo:

—¿Quieres que le pida una respuesta?

—Ninguna respuesta que él pueda darte cambiará el curso de los acontecimientos. Cabalgaremos hasta las montañas Tangnu. Síguenos cuando hayas entregado el mensaje.

Ogin empezó a bajar la montaña. Cuando desapareció, Jamukha condujo a los otros ladera abajo, negándose a pensar en los poquísimos hombres que lo seguían.

Durante la noche, los Naiman que habían logrado subir la montaña buscaron una vía de escape. Cuando el Tayang empezó a descender con su guardia, todo lo que se veía abajo eran formas oscuras e inmóviles como troncos. Todo era silencio: ya habían cesado los gritos y los gemidos.

Gurbesu no huyó. Algunas de las mujeres que la acompañaban habían escapado con todo lo que habían podido llevar con ellas; las otras se quedaron, aunque llorando. Los soldados que la protegían se negaron a abandonarla a pesar de que ella les dijo que eran libres de marcharse.

Ahora que la batalla estaba perdida, no era necesario ser muy valiente para enfrentar la ira de Dios. Ella había hecho todo lo que había podido por su pueblo, y había fracasado; ahora compartiría su destino.

Las hogueras de los mongoles centellearon en la llanura hasta el amanecer. Para entonces, los Naiman que no habían huido ya ocupaban sus posiciones al pie de la montaña. Sorprendida, Gurbesu vio los estandartes y pabellones de su esposo y de su guardia. Tal vez el Tayang había encontrado su coraje, o quizá los hombres que lo acompañaban se habían negado a emprender la retirada.

Los mongoles atacaron cuando el sol empezaba a asomar en el horizonte. Cuando Gurbesu vio que la guardia del Tayang se replegaba, supo que Bai debía de estar herido. Los mogoles se cerraron en torno a ellos, lanzando mandobles y desmontando hombres con sus lanzas. Una nube de flechas silbó hacia la cornisa en la que estaba el pabellón de la mujer, y luego cayó sobre los Naiman, más abajo.

Los arqueros mongoles cabalgaron hacia la cornisa. Varios guardias cayeron, atravesados por las flechas; los otros trataron de repeler el ataque. Gurbesu aprestó su arco y apuntó; la flecha dio en el ojo de un enemigo. De pronto, sintió un dolor agudo en el hombro; una flecha se le había clavado debajo del omóplato. Las otras mujeres gritaron; cuando los mongoles avanzaron sobre los cadáveres, el griterío la ensordeció. Cayó desmayada mientras la oscuridad la envolvía.

Gurbesu volvió en sí sólo el tiempo suficiente para saber que era llevada a hombros; luego se desmayó de nuevo. Despertó para encontrar a una de sus criadas succionándole la herida; la flecha había desaparecido. La herida fue cauterizada con un trozo de metal al rojo, y el dolor la hizo desvanecer una vez más.

Cuando su espíritu volvió a ella, vio que estaba en el interior de una pequeña tienda de campaña. Una mujer, la más anciana de sus criadas, estaba sentada a su lado, llorando.

—Mi reina —dijo la mujer—. Creí que te perdíamos. Te trajeron aquí hace tres días.

Gurbesu cerró los ojos durante un momento.

—Mi esposo… —susurró.

—Ya te he dicho que el enemigo le quitó la vida. Koksegu Sabrak y Khori Subechi se negaron a dejarlo cuando estaba muriendo… ellos y todos sus hombres lucharon hasta que el último estuvo muerto.

—¿Y Guchlug?

—No lo sé, mi reina. Oí a los mongoles que nos vigilan decir que había escapado. Estamos en el campamento mongol… Aquellos de los nuestros que aún quedan con vida se han entregado, y los mongoles están persiguiendo a los que huyeron. No mataron a los que quedaban de nuestra guardia, y se llevaron a las otras mujeres del Tayang. Yo… —La voz de la mujer se quebró; empezó a llorar otra vez.

Finalmente Gurbesu dijo:

—¿Qué ocurrirá conmigo?

—El Kan mongol te asignó una guardia y me dijo que me ocupara de que vivieras. —La criada le rozó la mano—. Según parece, quiere reclamarte para él.

Un día después, Gurbesu fue llamada a la tienda del Kan. Una escolta de mongoles vino a buscarla y la acompañó a través del campamento. Los prisioneros Naiman se arrodillaban a su paso. Su túnica estaba sucia, el desgarrón producido por la flecha no había sido cosido, y sólo un pañuelo le cubría la cabeza; sin duda, su aspecto no era el de una reina.

El estandarte de Gengis Kan estaba delante de un gran "yurt", al norte del campamento. A través de la entrada, la mujer oyó el murmullo de voces y el sonido de laúdes. Los guardias dieron un paso atrás cuando ella entró, seguida de su criada.

Gurbesu no se arrodilló ante Temujin, sino que hizo una breve reverencia y luego irguió la cabeza.

—Te saludo, Khatun de los Naiman —dijo una voz suave.

Gurbesu se obligó a mirar al Kan. El hombre llevaba coraza pero no casco; unas coletas de color cobrizo, recogidas detrás de las orejas, caían de la cinta que sujetaba su cabello.

—Siéntate a mi lado —dijo el Kan. Sus ojos pálidos la escrutaron haciendo que se sintiese incómoda—. He oído hablar de la adorable Gurbesu que hizo que los hijos de Inancha Bilge dividieran su reino.

—Yo no los llevé a luchar —replicó la mujer.

—También he oído que la reina Gurbesu desprecia a mi pueblo.

Ella miró a Ta-ta-tonga; el Uighur le devolvió la mirada. El custodio del sello, que había servido a dos Tayang ya había empezado a congraciarse con su nuevo amo; sin duda le había contado al Kan todo lo que se había dicho en la corte.

Las manos del Kan se movieron; sostenía el sello del Uighur.

—Sin embargo, también me han dicho —continuó Gengis Kan—, que la reina Gurbesu aconsejó a su esposo que no luchara.

—Es cierto —dijo ella.

—Pero lo seguiste a la batalla.

—Tenía la esperanza de que le sirviera de inspiración —dijo la mujer—, ya que él estaba resuelto a combatir. Pensé que tal vez mi primera opinión fuera equivocada, ya que, después de todo, sólo combatiría contra mongoles.

Temujin soltó una carcajada.

—Tendría que haberte escuchado. —Le indicó con un gesto que se acercara; ella lo hizo y se sentó a su izquierda, mientras su criada tomaba asiento junto a las tañedoras de laúd—. Tu consejero Uighur me ha contado muchas cosas, pero tengo más preguntas para hacerle. —El Kan alzó el sello—. ¿Para qué es esto? Te aferras a esta cosa como si fuera el estandarte de tu amo.

—Es el sello del Tayang —respondió Ta-ta-tonga—. Cuando daba órdenes, eran marcadas con ese sello.

—Pero ¿cómo pueden marcarse las órdenes? —preguntó el Kan—. ¿No basta con que un mensajero confiable las repita?

—Los que oyen deben saber que verdaderamente se trata de sus órdenes. Cuando mi amo pedía algo, o daba una orden, todo se ponía por escrito, y después se marcaba con este sello. Un hombre, al oír la orden y al ver esta marca, no dudaba de su procedencia. Y cuando las órdenes se escriben, alguien que sabe leer se entera aunque la memoria del mensajero falle.

El Kan abrió desmesuradamente los ojos.

—Sin duda —replicó Ta-ta-tonga—. Los sonidos de tu lengua y de la de la mía son muy semejantes, y cada signo representa un sonido. Juntos, forman palabras. Un hombre puede leerlas y escuchar al que habló a través de ellas. También puede conservar aquello que debe ser consefvado y lo que la memoria puede alterar algunas veces… el número de sus rebaños, las historias de sus antepasados.

El Kan se acarició la corta barba.

—Algo así me sería de mucha utilidad. Mis palabras vivirían, y los que las oyesen podrían saber que verdaderamente son mías. — Por ignorante que fuera, había captado la idea rápidamente—. ¡Jochi y Chagadai! — gritó; dos jóvenes se incorporaron—. Vosotros y vuestros hermanos aprendereís los signos de este hombre. Quiero que sepaís qué dicen y cómo escribirlos.

Los rudos jóvenes hicieron una mueca de disgusto, claramente espantados. Gurbesu trató de imaginarlos aprendiendo la escritura del Uighur. El Kan la miró; ella sintió que él sabía lo que estaba pensando.

—El ejército Naiman está derrotado—dijo él—. Tu "ulus" ya no existe y sus sobrevivientes se convertirán en parte del mío. Pero adoptaré aquellas de tus costumbres que me resulten útiles. Lo que este hombre ha hecho antes para sus amos Naiman, lo hará ahora por mí.

Gurbesu apoyó un brazo en su rodilla. Al contrario de lo que ella había esperado, el Kan no era un conquistador que sólo deseaba destruir lo que había tomado; no haría desaparecer todo lo que su pueblo había sido.

Temujin se retiro y se tendió junto a ella. Gurbesu no había esperado nnguna otra cosa más que este acoplamiento forzado, el mongol reclamando su presa. Tal vez más tarde fuera diferente, tal como le había ocurrido con Inancha. Bai Bukha sólo había sido un cuerpo al que soportar cada noche, un cuerpo que derramaba su semilla demasiado de prisa, pero este hombre no era como Bai.

Él recorrió suavemente con el dedo la cicatriz del hombro de la mujer.

—Me dijeron que eras sabia —dijo él—, y esta herida también demuestra que eres valiente.

—No soy sabia —murmuró ella—. Si lo hubiera sido, habría encontrado la manera de impedir la ruina de mi esposo. Tampoco soy valiente. No hace falta valor para hacer frente a una muerte que se anhela.

—¿Y sigues anhelándola?

—Debo aceptar lo que debe ser. Mi primer esposo era un hombre valiente, pero era viejo cuando me convertí en su esposa. Tenía la esperanza de poder guiar a su hijo y encontrar en él un poco de la grandeza del padre, pero Dios no lo quiso así. Ahora debo ser mujer de un hombre que parece tener un poco del coraje de Inancha. Tal vez eso me sirva de consuelo.

Él soltó una risa burlona.

—Un mongol maloliente, que sólo sirve para ser esclavo en un campamento Naiman. ¿No es eso lo que dijiste ?

—No exactamente. Dije que los mongoles sólo servían para ordeñar nuestro ganado, y eso si se les enseñaba a lavarse las manos.

—Y ahora mira dónde estás. —Permaneció un momento en silencio—. Había perdonado a los hombres que lucharon hasta el último aliento junto al Tayang. Él estaba muriéndose, no tenían necesidad de morir también.

Gurbesu se incorporó apoyándose sobre un codo y lo miró.

—Eran leales —dijo—, a pesar de lo que pensaban de aquél a quien servían, y no eran la clase de hombres que se rinden. Con su muerte, le demostraron a mi esposo hasta qué punto les había fallado, a ellos, que eran mejores hombres que él. Tal vez Dios quiso que ése fuera su tormento.

—Y tal vez quiera que yo sea el tuyo. Gurbesu la Bella debe ser ahora la esposa de un mongol maloliente.

—Entonces es bueno que el Kan me haya reclamado. El Kan mongol tal vez sea digno de algo más que de ordeñar nuestro ganado. Hasta podríamos haberle concedido el honor de sentarse junto a la entrada, con los criados.—Frunció el entrecejo—. Sólo derrotaste al hijo. Jamás habrías vencido a Inancha en la plenitud de sus fuerzas.

Él la atrajo hacia sí. Inancha podría haber sido como él en la juventud. Era más fácil pensar en él de ese modo, como el heredero de Inancha Bilge, y no como el conquistador de su pueblo.

87.

Khuln esperó junto al refugio mientras su padre subía la montaña. Dayir Usun parecía muy cansado y su rostro tenía una expresión de resignación. Al pie de la motaña, los soldados habían cortado árboles para construir barricadas. Los Merkit que seguían a su padre habían escapaco a ese bosque durante el verano. Ahora el aire era más frío, y los alerces muy pronto perderían sus agujas. No podrían ocultarse allí por mucho tiempo más. Era seguro que el enemigo llegaría pronto y estaría en condiciones de aplastar fácilmente a las debilitadas fuerzas Merkit.

Dayir Usun se sentó junto al fuego, después extendió el brazo y le tomó la mano. En otro tiempo, solía acariciar de esa manera la mano de su madre. La madre de Khulan había muerto esa primavera, y ellos la habían llorado, pero en su estado la mujer no habría soportado el duro verano ni el otoño.

—¿Qué te dijo el mensajero? —preguntó Khulan.

—Toghtoga Beki y sus hijos han ido hacia el oeste para unirse a los restos del ejército Naiman. —Dayir Usun miró fijamente las llamas—. Se atrincherarán con Guchlug si el enemigo los acosa. No aumentarán mucho las fuerzas Naiman. Casi todos los hombres de Toghtoga se rindieron o fueron capturados. El hombre dijo que las familias de Toghtoga y de sus hijos fueron capturadas después de la batalla.

—¿Vas a unirte a él? —preguntó ella.

—No —respondió el hombre con un suspiro—. Khulan, estoy cansado de luchar. Estoy harto de la guerra y de Toghtoga. Pero entregarse a los mongoles también tiene sus riesgos. Temujin recordará que yo fui uno de los que atacó su campamento tiempo atrás para robarle a su primera esposa.

—Tal vez le agrade que le jures lealtad —dijo la joven—, ya que así le ahorrarías el esfuerzo de enviar a sus hombres a perseguirnos.

—Debo ofrecerle más que eso. —Sus ojos de pesados párpados se entrecerraron—. El hambre no ha arruinado tu belleza.

Eso era lo más próximo a un cumplido que podía salir de la boca de su padre. El se había sorprendido de tener una hija tan bella porque tanto Dayir como su esposa eran viejos en el momento en que ella nació.

—Se dice —continuó su padre—, que Temujin aprecia la belleza. Tú podrías ser mi regalo para él, y tal vez lo conmuevas hasta el punto de que decida compadecerse de nuestro pueblo.

Los dedos de la joven se clavaron en el suelo.

—No debo de ser un gran premio —susurró—. La dura vida que hemos llevado sin duda habrá dejado su marca en mí.

—No te ha marcado en absoluto, niña. Tú eres prácticamente lo único que me queda, y si acudo a Gengis Kan para pedirle clemencia no puedo hacerlo con las manos vacías.

—¿Les has dicho a tus hombres que intentas rendirte?

—Ellos me han dicho que eso sería lo más prudente.

Finalmente, su padre deseaba la paz, y la compraría con ella, del mismo modo que había tratado de comprar la vietoria con sus hijos y con sus hombres. La joven había rogado que terminara la lucha, sin pensar que ella misma sería el precio.

—Si debo ir contigo —dijo—, lo haré con gusto.

De todas maneras, él podía obligarla a hacerlo; no lo castigaría con lágrimas ni súplicas. Khulan pensó en todos los tormentos que el Kan mongol había infligido a su pueblo y a tantos otros. Ahora se convertiría, tal vez, en la mujer de un hombre cuya mayor pericia era la guerra, la cosa que ella más odiaba.

Khulan y su padre partieron de las colinas boscosas llevando tan sólo cinco soldados y dos caballos de recambio. Después de un día de marcha llegaron adonde los árboles eran más escasos; allí acamparon durante la noche, y luego prosiguieron su viaje.

Cuando el sol estaba alto, distinguieron un grupo de mongoles a lo lejos. Muy pronto los hombres galoparon hacia ellos, con las lanzas en ristre; Dayir Usun ordenó detenerse, después alzó los brazos.

—Venimos en son de paz —gritó.

Los hombres los rodearon y sofrenaron sus caballos. Eran diez, rápidamente nueve de ellos apuntaron al grupo con sus arcos. El que estaba cerca de Dayir Usun bajó la lanza.

—¿Quién eres? —preguntó—. ¿De dónde vienes?

—Soy Dayir Usun, jefe de los Uwa-Merkit. He salido de mi escondite para someterme a Gengis Kan.

El desconocido lo miró fijamente. Tenía unos ojos grandes que conferían un atractivo especial a su rostro de huesos marcados. Era joven, de unos veinte años, de piel cobriza y un corto bigote oscuro.

—Te saludo, Dayir Usun —dijo—. Nuestro Kan recibirá con agrado tu rendición.

—Mi pueblo ha sufrido mucho, y ya no podemos resistirnos. —Dayir Usun extendió las manos con las palmas hacia arriba—. Estoy dispuesto a ofrecer mi juramento a Gengis Kan y a entregarle a mi hija, a quien siempre he adorado, como regalo. Se llama Khulan, y si el Kan la encuentra agradable, sólo pediré que mi gente no muera cuando se someta a él.

Cuando el joven la miró, Khulan se ajustó el pañuelo que le ocultaba la parte inferior del rostro. La manera en que montaba hacía que pareciese más alto. Una leve sonrisa iluminó su bello rostro. Ante un gesto del joven, los otros mongoles bajaron los arcos.

—Por lo que veo, no viajas con demasiada escolta —dijo el mongol dirigiéndose a Dayir—. Muchos de los nuestros acechan esta región, dispuestos a matar a los Merkit que encuentren. Me llamo Nayaga, y soy capitán de cien hombres. Mi campamento está cerca… puedes detenerte allí.

Dayir Usun asintió.

—Tal vez cuando nuestros caballos hayan descansado, podrás decirnos dónde encontrar a tu Kan.

Nayaga frunció el entrecejo.

—Te aconsejo que no viajes solo. Tienes suerte de que te haya encontrado: otros están impacientes por saborear la sangre de los Merkit. Será mejor que te quedes conmigo hasta que pueda conducirte a la presencia del Kan.

—Te lo agradezco —dijo Dayir Usun.

Khulan observó a Nayaga mientras lo seguían. Muchas veces había esperado encontrar a un hombre así entre sus pretendientes, pero todos los que había tenido eran hombres de mirada dura, con voces penetrantes, cuerpos macizos y rostros curtidos por el viento. Ninguno de ellos tenía la mirada cálida y transparente de Nayaga, ni montaba con tanta gracia como él.

Las manos de la joven se cerraron sobre las riendas. Se dijo que era feliz de tener que esperar en el campamento de aquel mongol durante un tiempo.

El campamento de Nayaga estaba formado por diez "yurts" pequeños que se alzaban sobre una loma. Algunos hombres apacentaban los caballos, otros estaban sentados fuera de las tiendas, limpiando sus espadas y cuchillos. Nayaga dejó a los soldados Merkit con uno de sus hombres y después condujo a Dayir Usun y a Khulan a una de las tiendas. Hecho esto, se marchó para hablar con sus soldados.

En la tienda había varias monturas, y de sus paredes colgaban arcos y aljabas. Algunas pieles cubrían el suelo y un fuego ardía en un pequeño fogón.

—Ese capitán parece buena persona —masculló Dayir mientras se sentaba—. Nos arriesgamos más de lo que creí al cabalgar hacia aquí, pero de todos modos no teníamos elección.

Una voz los llamó desde fuera; Nayaga entró. Khulan se volvió hacia él. En el rostro del hombre se dibujó una expresión de asombro, y le devolvió la mirada, incapaz de desviar los ojos. La joven sintió que le ardían las mejillas; Nayaga se sonrojó.

Un dolor tan agudo como el provocado por una espada traspasó el corazón de Khulan. Algunas muchachas que conocía habían hablado de ese sentimiento, de un ardor que parecía una fiebre, de un dolor semejante al que produce una flecha al desgarrar la carne. Nayaga también lo sentía, ella podía verlo en su rostro sonrojado, en sus ojos centelleantes.

Khulan se sentó a la izquierda de su padre. Nayaga la miró; la joven bajó los ojos.

—Lamento no poder ofreceros más que esta pobre tienda de campaña —dijo el joven.

—Nuestro último refugio han sido los árboles —replicó Dayir—. Este "yurt" será más que suficiente para nosotros.

Nayaga buscó un pellejo colgado de la pared, a sus espaldas.

—Y sólo tengo un poco de "kumiss".

Dayir Usun asintió.

—También eso será bien recibido.

Nayaga roció unas gotas y después le alcanzó el pellejo.

—He luchado contra Temujin durante muchos años, pero se dice que puede olvidar a los viejos enemigos —dijo Dayir.

—Es cierto —dijo Nayaga—. Yo mismo luché contra el Kan hace tan sólo tres años. Servía en la retaguardia cuando Jamukha Gur-Kan atacó a Gengis Kan.

Dayir le tendió el pellejo a Khulan.

—Y te entregaste —dijo dirigiéndose al joven.

Khulan bebió y le entregó el pellejo a Nayaga, cuyos dedos rozaron levemente los de ella cuando lo tomó de sus manos.

—¿Qué recompensa te ofreció Temujin? —preguntó Dayir Usun—. Debo suponer que no demostró mucha clemencia con Targhutai, ya que no he oído hablar del Taychiut desde aquella batalla.

—No entregamos a Targhutai. Le cortamos las ligaduras, le dimos un caballo y le dijimos que era libre de marcharse. Él no se rindió, así que según parece no tenía demasiada fe en la clemencia de Gengis Kan. Nosotros seguimos adelante y nos entregamos.

—Como estás vivo —dijo Dayir Usun—, supongo que no le dijiste a Temujin que habías liberado a Targhutai.

—Tuvimos que decírselo. De lo contrario, ¿qué habría ocurrido si los hombres de la guardia de Targhutai hubiesen sido capturados? Seguramente le habrían dicho al Kan que nosotros acompañábamos a su jefe. De modo que mi padre le dijo al Kan que íbamos a llevarle a Targhutai, pero que advertimos que traicionar a nuestro jefe era indigno, y que lo habíamos liberado.

Dayir soltó un silbido.

—¿Y todavía conservas la cabeza sobre los hombros?

—Él nos elogió, diciendo que de nada le servían hombres que pudieran traicionar a sus jefes. Después, cuando mi padre admitió que había seguido mi iniciativa, el Kan me elogió todavía más. Yo sólo tenía dieciséis años, pero me dio el mando de cien hombres y dijo que esperaba grandes cosas de un joven tan sabio, así que, como verás, hice lo adecuado. —Nayaga bebió y se enjugó la boca— Si le hubiéramos entregado a Targhutai, creo que nos habría matado y habría respetado la vida de nuestro jefe.

Dayir Usun se frotó el mentón.

—Vaya historia.

—Te demuestra la clase de hombre que es el Kan. Nunca me he arrepentido de haberle jurado lealtad. Con los traidores es implacable, pero siempre honra a los honestos, y a aquellos que han sido sus enemigos pero están dispuestos a ofrecerle sus espadas.

—Eso me tranquiliza —dijo Dayir Usun—. Tal vez perdone a este viejo Merkit y acepte a mi hija como esposa. Ella no es desagradable, y es una muchacha buena y fuerte. Ha tenido varios pretendientes, pero nunca me ofrecieron lo que verdaderamente vale, aunque creo que algunos estaban dispuestos a subir el precio. Ahora es mejor, viendo lo que nos ha ocurrido.

Nayaga tragó saliva con dificultad.

—Creo que el Kan quedará complacido con tu hija —dijo con voz ronca— Te prometo que la mantendré a salvo hasta que podamos viajar. —Se puso de pie—. Ahora me marcharé; supongo que querréis descansar…

Salió rápidamente de la tienda.

Cuando su padre y los hombres se durmieron, Khulan salió de la tienda. Algunos mongoles montaban guardia fuera de los "yurts", en el límite del campamento, Nayaga y otros dos guerreros estaban en cuclillas junto al fuego. Él había acudido a su tienda esa noche, y sus palabras habían estado dirigidas a Dayir, pero Khulan había sentido su mirada.

Rodeó la tienda y se escondió detrás de un arbusto para aliviarse; después ascendió la loma hasta el sitio donde estaban atados los caballos. No podía dormir, y no quería volver al "yurt". Se sentó, colocó los brazos sobre las rodillas y de repente sintió que alguien la observaba. Se volvió; una figura en sombras se acercó a ella.

—¿Por qué estás sentada aquí, señora?

La joven reconoció la voz de Nayaga.

—No puedo dormir —respondió.

—Perdóname por decirlo, pero tal vez deberías cubrirte el rostro y la cabeza cuando salgas de tu tienda. La noche te cubre ahora, pero tendrías que cubrirte tú misma durante el día.

Las sombras ocultaban el rostro de Nayaga; ella recordó su mirada cálida.

—¿Acaso te desagrada tanto mi rostro?

—Juré mantenerte a salvo. No quiero que ninguno de mis hombres se sienta tentado de comportarse deshonrosamente contigo. Un hombre puede olvidarse fácilmente de todo ante un rostro tan bello como el tuyo.

De modo que pensaba que era bella. Los brazos de Khulan se cerraron con fuerza alrededor de sus piernas. No debería estár fuera con él; su padre podía despertarse y seguramente le sorprendería no encontrarla en la tienda.

—¿Tienes esposa, Nayaga?

Él se acercó y se sentó. Si ella extendía un brazo podía tocarlo.

—Capturé a una mujer cuando luchamos contra los tártaros —dijo él—. Era una de las cautivas más hermosas, y su belleza conmovió mi corazón, pero habíamos jurado ofrecer al Kan las mujeres más bellas. De modo que se la llevé, pero él puso la mano de ella en la mía y me dijo que la tomara como esposa. Es el más generoso de los hombres; si uno de sus soldados no tiene abrigo, el Kan es capaz de darle el suyo. Ha conseguido mucho para sí, pero también ha dado mucho a los demás.

Nayaga ya tenía una bella esposa; Khulan sintió una punzada en el corazón. Sin embargo, el Kan se la había entregado, y eso también le daba esperanzas.

—Debes de echarla de menos —dijo Khulan.

—Está embarazada, y eso le ha dado un poco de alegría. Tuvo poca alegría antes… se la pasaba llorando por los que había perdido… su padre, sus hermanos y el hombre con el que estaba casada. El Kan no podía perdonar a los que habían dado muerte a su propio padre, y nos ordenó matar a todos los prisioneros varones, salvo a los niños muy pequeños.

—Sé lo que les hizo a los tártaros —dijo Khulan—. En tu opinión es noble y generoso, pero con ellos sólo demostró crueldad.

—Eran sus enemigos mortales. Yo no quería cumplir sus órdenes, pero tenía que obedecer… si los hubiera dejado con vida, los tártaros habrían sido como una lanza en su costado. Con ellos jamás podría haber habido paz.

—No puede haber paz —dijo ella—, mientras los hombres peleen.

—Tal vez las guerras terminen —dijo Nayaga—, cuando todos los enemigos del Kan se hayan rendido… Pero es una idea tonta. ¿Cómo podríamos vivir sin nada que ganar? Los hombres no tendrían motivos para vivir en un mundo así, sin pensar en nada más que en llenarse la panza y engendrar hijos tan inútiles como ellos mismos.

—Es probable que encontraran otras cosas que hacer —dijo la joven.

—No hay otra cosa. La tarea de un hombre es hacer la guerra, y estar preparado para el combate. —Hizo una pausa—. Eres una mujer extraña, Khulan. —Ella se puso tensa al oír que pronunciaba su nombre—. La tarea de una mujer es atender a su esposo y a sus hijos, cuidar las tiendas y rebaños de modo que él esté libre para luchar. Si las mujeres no se ocuparan de todo eso, no podríamos luchar, y si no pudiéramos luchar, de nada serviríamos para las mujeres.

—Mi padre luchó durante toda su vida —dijo ella—, y eso sólo nos trajo muerte y derrota. Ahora debe entregarse a tu Kan. Hubiera sido mejor entregarse años trás.

—¿Sin luchar? Deseas lo imposible, Khulan. Un hombre puede respetar a un enemigo que ha luchado con valor. Sólo despreciará al que se someta a él por cobardía. —Suspiró—. Sin embargo, hay algo de verdad en tus palabras. Yo lucho porque debo hacerlo, pero la guerra no me produce alegría, como a otros. A pesar del placer que me da el botín, agradezco siempre que la batalla haya terminado. —Permaneció en silencio durante largo rato, y después agregó—: Antes me preguntaba por qué el Kan me había dado el mando. Él ve en el corazón de los hombres y sabe cómo son. Pensé que vería esta debilidad en mí. Pero después oí lo que le decía a uno de nuestros guerreros más feroces, un hombre que podía soportar el hambre, la sed y el frío sin sentirlos, y que podía sobrevivir a cualquier penuria, cómo le explicaba por qué no sería un buen comandante.

—¿Por qué?

—Le dijo que un hombre que no podía sentir lo que sentían sus soldados, que no se conmovía ante la debilidad y el dolor, no podía ocuparse de las necesidades de sus hombres. Ahora espero que mi debilidad me convierta en mejor comandante de mis subordinados.

—No creo que un hombre sea débil porque no le guste la guerra —dijo ella.

—Eres extraña, Khulan. Pones en mi boca palabras que jamás he pronunciado. —Se levantó—. Y no debería decirte nada de esto. Vuelve a la tienda y sueña con el esposo que te espera.

Antes de que ella pudiera responderle, Nayaga se marchó.

88.

Khulan salió de la tienda al alba. Nayaga estaba con algunos hombres cerca de la fila de caballos atados. Cuando la vio, una sonrisa iluminó su rostro.

Ella se acercó a él. Tal como el joven le había sugerido, se había cubierto el rostro y la cabeza. Nayaga le hizo una reverencia; Khulan señaló los caballos.

—Quedarme en este campamento —dijo la mujer—, me pone inquieta. Me gustaría salir a cabalgar.

—Creía que ya habías cabalgado bastante. ¿Acaso tu padre…?

—Todavía duerme. Y no le importará… agradecerá que no lo despiertes.

Nayaga miró a sus hombres.

—Muy bien, pero no puedo permitir que cabalgues sola.

Cuando ensillaron los caballos, la joven y Nayaga partieron juntos, seguidos de siete hombres que se mantuvieron a cierta distancia de ellos.

—Lamento tener que retenerte aquí —gritó Nayaga por encima del aullido del viento—, pero es por tu seguridad. Sé que tu padre y tú debéis de estar muy impacientes por terminar el viaje.

—Hice este viaje porque debo obedecer a mi padre. Fue su deseo ofrecerme al Kan… no el mío —replicó ella.

—No deberías decir esas cosas, Khulan. Cualquier mujer se sentiría honrada de contarse entre sus esposas.

Ella se adelantó. Cabalgaron sin hablar hasta que llegaron a un bosquecillo. Nayaga lo rodeó y se detuvo. Khulan desmontó y condujo su caballo hacia los pinos.

—No entres en el bosquecillo —dijo él—. Debemos mantenernos a la vista de mis hombres.

Ella ató las riendas a una raíz y se sentó.

—No temas, Nayaga. Aunque nos encontrásemos solos, estoy segura de que no te comportarías de manera deshonrosa. —No pudo reprimir sus palabras—. Amas demasiado a tu Kan. Es evidente que tu único deseo es librarte de mí lo antes posible. —Quería herirlo, azotarlo con sus palabras—. Un hombre que ofrece a su Kan una cautiva que desea para sí mismo es sin duda digno de confianza.

El rostro de él palideció. Desmontó de su caballo y se sentó a pocos pasos de ella.

—Cuando Dayir Usun haga su juramento de lealtad —dijo—tu pueblo tendrá paz. Mis hombres y yo ya no tendremos que acosaros. Anoche me decías cuánto anhelabas la paz.

—Sí, y tu Kan agradecerá que me hayas protegido. Quizá hasta te recompense por haberlo hecho.

Él apretó los labios.

—Será suficiente recompensa saber que he cumplido con mi deber.

Khulan permaneció en silencio unos instantes.

—Tal vez puedas contarme algo de sus otras esposas —dijo por fin.

—Su esposa principal es Bortai Khatun —dijo Nayaga—, quien todavía es hermosa y sabia. Debes de conocerla, puesto que fue cautiva de tu pueblo. Nunca se lo recuerdes al Kan.

—Él ha tenido su venganza —dijo la joven—. Mi padre ha tenido motivos para lamentar que los Merkit la hayan capturado.

—Se dice que su esposa Khadagan también es sabia —continuó él—, pero no es bella. Sin embargo, el Kan la ama y la respeta porque le ayudó a escapar de sus enemigos cuando era muchacho. No olvida esas cosas, y es por ello que hay tantos que desean servirlo. Después están las dos hermanas tártaras, Yisui Khatun y Yisugen Khatun, a las que tomó después de la campaña contra ese pueblo. Las ama mucho, por eso han sido honradas con el título de Khatun.

—Y estoy segura de que también ellas lo aman —dijo Khulan—, por haberlas protegido de sus tropas.

—También tomó una mujer entre los Kereit, una sobrina del ex Kan, pero cuando tuvo un sueño que le ordenaba abandonarla, se la obsequió a Jurchedei, uno de sus generales más valientes, y le dijo que debía honrarla siempre.

—Y supongo que eso es otra demostración de su generosidad.

—Cuando la primavera pasada derrotamos a los Naiman —prosiguió Nayaga—, su Khatun, Gurbesu, también se convirtió en su esposa. Ella fue al campo de batalla para ver combatir a su esposo. Se dice que es tan valiente como un hombre. Su mujer más reciente es Tugai, que era la esposa de Khudu, hijo de Toghtoga. Cuando Toghtoga Beki y sus hijos huyeron, sus esposas y rebaños cayeron en nuestras manos. El Kan tomó a Tugai y entregó la nueva esposa de Khudu, Doregente, a su hijo Ogedei.

—Un mensajero le habló a mi padre de las pérdidas de Toghtoga.

—Y también hay otras mujeres, por supuesto, concubinas, esclavas o cautivas de las que él disfruta durante una o dos noches antes de entregarlas a otros.

—Me sentiré perdida entre tantas —dijo la joven.

Nayaga meneó la cabeza.

—No estarás perdida, Khulan. Brillarías entre mil esposas.

—Tal vez tenga otro sueño que le diga que no puedo ser suya. Tal vez…

—¡Khulan! Dije que nunca me arrepentiría de haberle jurado lealtad, pero ahora lo lamento. Yo… —Se puso de pie—. Debemos regresar.

—Nayaga…

—Ahora, Khulan, antes de que pierda la cabeza.

El joven montó a caballo. Ella sintió un nudo en el pecho, y apenas podía respirar. Montó a caballo y lo siguió.

Ese mismo día Nayaga salió del campamento a cazar con algunos hombres. Por la noche aún no había regresado. Tal vez, pensó Khulan, permaneciese alejado hasta que llegara el momento de conducirla a la presencia del Kan. Así no se sentiría tentado ni olvidaría su deber.

Khulan se quedó cerca del "yurt", alejándose tan sólo para recoger más estiércol seco para alimentar el fuego. Dayir Usun estaba sentado fuera con sus hombres y los mongoles, reparando arneses y afilando las armas. Ya era demasiado tarde para que cambiara de idea y la entregara a Nayaga, aunque el joven fuese lo bastante necio para intentar pedirla. Todos estos hombres sabían que ella era un presente para el Kan; sólo él podría decidir qué hacer con ella. Dayir creería que estaba loca por preferir a un capitán de una centena y no al Kan.

Esa noche, cuando el campamento estaba en silencio y Dayir Usun y sus hombres roncaban tranquilamente, a Khulan le pareció oír a Nayaga que hablaba con alguien fuera de la tienda. Tal vez pasara mucho tiempo hasta que pudieran partir hacia el campamento del Kan. Tal vez siguiera reinando el desorden en esa región; el Kan podría olvidarse de una joven a la que nunca había visto. Pero era absurdo desear eso y estaba mal preocuparse tan poco por el destino de su pueblo.

Al día siguiente, por la mañana, uno de los hombres de Dayir ensilló un caballo y lo llevó a Khulan. Ella le dijo que se mantendría cerca del campamento, y finalmente el hombre se marchó a reunirse con los otros soldados de su padre.

La joven rodeó el campamento al trote. Su padre estaba fuera, y caminaba hacia el límite del campamento. Una mano abrió la cortina de otro "yurt"; Nayaga salió y se irguió al verla.

Ella lo miró fijamente y después espoleó su caballo. Mientras se alejaba, Khulan apenas si oía los gritos de Nayaga en medio del viento y del sonido de los cascos de su caballo. Se irguió en los estribos y se inclinó hacia adelante, fustigando al animal hasta que vio aparecer el bosquecillo delante de ella, entonces tiró de las riendas.

El caballo se detuvo. Khulan desmontó de un salto y corrió a ocultarse entre los pinos, luego miró hacia atrás. Nayaga la había seguido; ni siquiera había ensillado su caballo. Cuando se acercó a los árboles, el caballo de Khulan trotó hacia él, y el joven cogió sus riendas.

—¡Khulan! —gritó—. ¡Khulan!

Ella se internó un poco más en el bosquecillo y se arrojó al suelo.

—¡Khulan! —Su voz era más fuerte; la joven oyó el crujido de las agujas de los pinos—. ¡Khulan!

—Aquí estoy —gritó ella.

—Juré protegerte —dijo el joven con dureza—. Te advertí que no debías cabalgar sola.

Ella se sentó y se quitó el pañuelo que le cubría el rostro. Él extendió una mano.

—Khulan —dijo en un susurro. Se quitó el arco y el carcaj del cinturón y cayó de rodillas junto a ella—. Khulan. —Su mano acarició las trenzas de la joven y le tomó el rostro mientras la besaba. Ella frotó la boca contra la de él, sorprendida ante el placer que eso le producía. Se sintió invadida por una alegría salvaje: el mundo no existía más allá del bosquecillo. Abrió los brazos al joven mientras la mano de él se movía entre sus piernas.

—Nayaga. —Lo acarició debajo del abrigo. El joven gimió suavemente y la estrechó aun más entre sus brazos.

Pero de pronto, él se separó y se puso de pie de un salto, después se apoyó en un árbol, dando la espalda a Khulan. Sus hombros temblaban; un jadeo seco salía de sus labios.

—Nayaga —repitió ella.

—Te amo —dijo él—. Lo que sentí por mi esposa la primera vez que la vi sólo fue una chispa, pero este fuego me consume. No puedo soportarlo.

—Te amo, Nayaga. —Ella se sentó y juntó las manos—. El cielo cubre muchas tierras… debe de existir algún lugar al que podamos ir.

—Oh, sí. Algunos de mis hombres me serían leales. Podríamos decirles a los demás que vamos a ver al Kan, y después huir. —Suspiró—. Es inútil, Khulan. No podría permitir que tuvieras esa vida, siempre ocultándonos… Los espíritus favorecen al Kan, de modo que no podríamos escapar de él. —Se volvió hacia la muchacha—. Tú y yo anhelamos la paz. Gengis Kan sabe que no habrá paz hasta que no haya un solo Kan bajo el cielo. No puedo salir corriendo y esperar el día en que la sombra de su ala me cubra.

—Tienes miedo de él —dijo la joven.

—Le temo más que a cualquier hombre que haya conocido. Si lo traicionara, nada quedaría de mí salvo unos huesos para los chacales. Pero también lo amo y lo respeto. No es la clase de amor que siento por ti, que me consume y no me da paz, pero lo siento, y pensar que tal vez ya lo haya traicionado por estar aquí contigo me tortura. —Su mano tembló—. No podría vivir así, como un hombre sin honor, robando lo que estaba destinado a mi Kan. No podría permitir que sufrieras a causa de mi debilidad.

—Tal vez él no me quiera —dijo ella desesperadamente—. Tal vez me entregue a ti. Ya entregó a una esposa, y te dejó que conservaras a tu mujer tartara.

—Cuando te vea —dijo Nayaga—, jamás te entregará a otro.

—Tienes razón, Nayaga —replicó ella con amargura—. Si escapamos, él sólo perdería una muchacha que nada significa para él, pero no creo que sea hombre capaz de olvidar fácilmente un insulto. Se enojaría con mi padre por no haberle llevado el obsequio prometido, y mi pueblo sufriría por eso.

Unas voces los llamaban; los hombres debían de estar buscándolos Nayaga recogió su arco y su carcaj. Khulan se cubrió el rostro, después se puso de pie.

—Nunca podré amarlo —dijo.

—Khulan…

—Nunca.

Los hombres gritaban el nombre de Nayaga. Él le hizo un gesto y ambos salieron del bosquecillo.

89.

Khulan y su padre partieron del campamento al alba, después de que un mensajero de Nayaga regresara para decir que el camino estaba libre y que el Kan aguardaba su llegada. Nayaga fue con ellos, acompañado de veinte guerreros. No le dirigió la palabra a Khulan cuando se detuvieron a pasar la noche en otro campamento mongol, y al día siguiente ordenó que aceleraran la marcha. Cuando avistaron una gran manada de caballos pastando en la estepa, Nayaga envió a un hombre adelante para que adviertiera a la guardia del Kan que muy pronto un jefe Merkit arribaría al "ordu".

La gran tienda del Kan se alzaba entre otras más pequeñas en el extremo norte del campamento; cerca de su círculo había una larga fila de caballos atados. Un oficial de guardia miró con ceño a Khulan y a su padre mientras desmontaban.

—Espero que puedas provocarle una sonrisa a Temujin —dijo dirigiéndose a Nayaga—. Está furioso porque Toghtoga y sus hijos consiguieron escapar. De algún modo, eso opaca su victoria. —Gritó algo a los que estaban dentro de la tienda mientras otros hombres llevaban los caballos y después los condujo hacia la entrada, subiendo los peldaños.

Había algunos hombres en la parte trasera de la tienda. Uno de ellos estaba sentado en una silla cubierta de fieltro y tenía una copa en la mano. Vestía una sencilla túnica parda y un pañuelo cubría su cabeza, pero su presencia dominaba la tienda. Sus ojos, pálidos y fríos, se posaron sobre Nayaga mientras el joven hacía una reverencia.

—Te saludo, mi Kan —dijo Nayaga; Khulan y su padre se arrodillaron—. Te traigo a Dayir Usun, de los Uwa-Merkit, ya que manifestó su deseo de someterse a ti. No pudimos venir antes, puesto que el camino no era seguro, y no quería que ni él ni su hija sufrieran daño alguno.

—Dayir Usun —dijo el Kan. Su voz era suave, pero Khulan percibió acero en ella—. Me has perturbado durante muchos años. Tu pueblo me atacó, me acosó y se unió a mis enemigos.

—Y tú lograste muchas victorias sobre nosotros —respondió Dayir—. Combatimos contra ti tanto como pudimos, pero ya no ganamos nada con ello. Hice juramento a Toghtoga Seki, pero ahora que ha huido estoy libre de él. Soy un viejo, y estoy cansado de la guerra. Haz lo que quieras conmigo, pero te ruego que dejes a mi pueblo salir de su escondite para someterse a ti. Sólo desean que esta guerra termine.

—No puedo castigar a un hombre que cumplió con su juramento —dijo el Kan—, y que ha venido ahora a entregarse.

—Veo que eres tan noble como dicen. —Dayir Usun se puso de pie y ayudó a Khulan a hacer lo propio. También te he traído a mi hija Khulan como obsequio. Es la menor de mis hijos, y muchos la han pedido, pero mi deseo era que sólo el más valiente y noble de los hombres fuera su esposo. De lo contrario, se habría casado mucho antes.

El Kan hizo un gesto a la joven. Khulan se bajó el velo, después, sin poder contenerse, miró a Nayaga. "No tendrías que haberme traído —pensó—; podríamos estar juntos, cabalgando muy lejos de aquí".

El Kan la observó, después se levantó de un salto y arroió la copa al suelo.

—Ahora veo por qué la retuviste tres días —dijo con la misma voz suave—. ¿Pensaste que creería que sólo era por su seguridad? Querías disfrutarla tú mismo. Te convertiré en un ejemplo, Nayaga… no puedo dejar vivo a un hombre que me ofende de este modo.

Dayir Usun apretó la mano de su hija, pero no protestó. Los hombres de Nayaga no dijeron nada. Khulan pensó en el fugaz momento que ambos habían compartido bajo los árboles; hasta los hombres de Nayaga podían creer lo peor de él ahora.

—Juro que no fue así —dijo Nayaga—. No me he guardado nada de lo que pertenece a mi Kan, y sólo he aceptado lo que tú mismo me has dado. Si alguna vez he hecho otra cosa, quítame la vida.

El Kan lo miró con furia.

—Has pronunciado tu propia sentencia con tus últimas palabras —replicó—. Sacad a este hombre de mi vista, cortadle primero las manos y los pies, después los brazos y…

—¡No! —gritó Khulan.

Las mujeres sentadas junto al Kan abrieron muy grandes los ojos. Los guardias rodearon rápidamente a Nayaga. Khulan se acercó al Kan y se arrodilló ante él. Se obligó a mirarlo a los ojos.

—Por favor, escúchame —le dijo—. Este hombre no ha hecho nada malo.—Nayaga le había dicho que el Kan podía ver dentro de los corazones, así que ella no dejó de mirarlo a los ojos—. Nos advirtió que podríamos correr peligro si seguíamos adelante solos, y únicamente pensó en traernos a tu presencia sanos y salvos. Te ruego que lo dejes ir.

—¿Cómo puedo creerte ahora que te he visto con mis propios ojos? No me extraña que te haya retenido en su campamento… Sólo me sorprende que te haya traído.

Los hombres que lo rodeaban su pusieron de pie; los guardias arrastraron a Nayaga hacia la entrada.

—Ella dice la verdad—gritó el joven.

Khulan extendió los brazos.

—Sigo intacta como el día en que nací —dijo—, no he sido tocada por ningún hombre. Mi propio cuerpo puede demostrar la verdad de mis palabras.

Los hombres del Kan retrocedieron, como si temieran que la cólera de Temujin cayera sobre ellos. La bella mujer que estaba junto a él levantó la cabeza.

—Esposo —dijo—, podemos averiguar si dice la verdad. Deja a la muchacha conmigo y la dama Tugai. Cuando la hayamos examinado…

El Kan mostró los dientes.

—Dejadme solo, todos —dijo con voz más potente—. Vigilad a este hombre; si no ha hecho nada malo, no tiene nada que temer.

Todos salieron. El Kan caminó por la tienda como un lobo encerrado. Las tañedoras de laúd permanecían con las manos entrelazadas sobre sus instrumentos. La mujer que había hablado antes se levantó y cogió la mano de Khulan.

—No temas —le dijo.

—No tengo miedo —respondió Khulan—. No mentí, y tampoco lo hizo Nayaga.

—Sólo nos llevará un momento, niña. La dama Tugai y yo trataremos de no hacerte daño.

El Kan se acercó.

—Hazte a un lado, Gurbesu —masculló—. Esto es algo que puedo comprobar por mí mismo.

—¿Acaso no has asustado bastante a la pobre muchacha? Nosotras…

Empujó a la mujer. Khulan dio un paso atrás; él la arrojó al suelo y después se dejó caer sobre la alfombra. La cogió rudamente por los brazos y luego le bajó los pantalones hasta las rodillas. Ella cerró los ojos. El peso de Temujin la aplastó contra el suelo. Sintió un dolor agudo cuando él la penetró, pero no gritó. Los dedos de él se clavaron en sus caderas.

Todo pasó rápidamente. Temujin se estremeció y salió de ella; la joven sintió la humedad entre sus piernas. Cuando Khulan abrió los ojos, él se estaba ajustando los pantalones; tenía el rostro sonrojado, los ojos extraviados. La mujer llamada Gurbesu se arrodilló junto a ella, pero la otra esposa se cubría el rostro con las manos.

—Veo —dijo el Kan—, que no he sido engañado.

Gurbesu la ayudó a incorporarse y a arreglarse la ropa.

—Fuiste valiente al hablarme como lo hiciste —dijo el Kan—. El fuego de tus palabras me excitó tanto como la belleza que vi en tu rostro.

Ella irguió la cabeza.

—No hace falta valor para decir la verdad.

Él la observó durante largo rato, y después llamó a los guardias mientras se dirigía hacia su silla.

—¿Estás bien? —susurró Gurbesu, dirigiéndose a Khulan.

La joven logró asentir.

—Tráemela —dijo el Kan—. Se sentará a mi lado.

Gurbesu la condujo hasta él y la acomodó en su cojín. Luego se sentó a la izquierda, al lado de Tugai. Entraron algunos hombres; Nayaga estaba entre ellos. Tenía los brazos atados y el rostro tenso.

—He sido injusto —dijo el Kan—. He dudado de un hombre honesto. La sangre sobre la alfombra demuestra que dijo la verdad. —Khulan vio el dolor en los ojos de Nayaga—. Quitadle las ligaduras. Es un hombre leal, que merece mayor responsabilidad.

Nayaga permaneció en silencio mientras los hombres que estaban junto a él le cortaban las ligaduras.

—Dayir Usun —continuó el Kan—. Con gusto tomaré como esposa a tu hija Khulan. Hiciste bien en traérmela, y la honraré con todo mi amor. Tendrás tu propia tienda —agregó, dirigiéndose a Khulan—, y criadas de tu propio pueblo. Tendrás tu parte de mis rebaños y de cualquier botín que obtenga.

Khulan se acurrucó bajo la manta mientras él se desvestía. El Kan había dicho todo eso antes, mientras celebraban, inclinándose en su silla para tomar las manos de la joven. Su padre, aliviado por haber conseguido su propósito, había bebido tanto que sus hombres habían tenido que llevárselo de la tienda. Nayaga también bebió mucho pero pudo bailar y cantar con los otros. A Khulan le pareció que el joven parecía más frenético que alegre. Nayaga sería recompensado por su lealtad, el Kan lo había prometido. Agradecería no haber perdido la cabeza a causa de la muchacha.

—Pídeme lo que quieras —le dijo el Kan—. Cualquier cosa que desees será tuya.

—Ya tengo lo que quería —dijo ella—. Mi pueblo saldrá de su escondite. No deseo otra cosa.

Él se acercó a la cama.

—Veo que no me temes, Khulan. Más de uno te diría que no debes permitir que la falta de miedo te vuelva descuidada.

—No seré descuidada. Sé que castigarías a cualquiera que te ofendiera, que me aplastarías sin piedad si te diera motivos, pero no te temo.

Temujin se sentó y acarició sus trenzas.

—Nayaga es un hombre más fuerte que la mayoría, si pudo tenerte durante tres días y no sucumbir ante ti.

—No podía traicionarte —dijo la joven—. Sólo tenía elogios para ti. Ninguna mujer podía interponerse entre él y su deber hacia el Kan. Dudo de que algo pudiera interferir.

—Y sin embargo… —Él se tendió a su lado y le rodeó la cintura con un brazo—. Mi deseo por ti es intenso, Khulan. Creí que ya no sentiría eso por ninguna mujer, pero tú has vuelto a despertarlo.

Mientras él la acariciaba, ella permaneció impávida; no sentía nada por aquel hombre. Temujin podía reclamar su cuerpo, pero eso sería todo cuanto tendría. Él la besó en la boca; ella pensó en Nayaga, atesorando el recuerdo en su interior.

90.

Jamukha respiró hondo cuando el olor de la carne se elevó del caldero. Sus cinco compañeros estaban en cuclillas junto al fuego. Jamukha sintió la estocada del hambre; el "argali" era la mejor carne que había encontrado en bastante tiempo. Habían seguido a los astados carneros salvajes por una ladera hasta la estepa amarilla antes de poder cazar alguno.

Arriba, los picos nevados de las montañas Tangnu parecían flotar sobre las nubes. Los alerces de las laderas más bajas empezaban a verdear; bajo los pinos y cedros, corrían arroyuelos y la madreselva pronto florecería.

Sus alegrías eran pequeñas ahora… ver otro signo de la primavera en las montañas boscosas, encontrar un estanque de agua, capturar un "argali". La guerra había terminado: Temujin había vencido. Él sólo había sido un medio de probar a aquél a quien los espíritus favorecían.

—Alegraos, amigos —dijo Jamukha con amargura—. Somos afortunados al tener este festín.

El rostro de Ogin se oscureció.

—Puede pasar bastante tiempo hasta que volvamos a comer.

Jamukha sacudió la cabeza.

—Los bosques están colmados de ciervos, y cuando nuestros caballos hayan engordado podremos robar otros. Entonces…

—A esto nos has llevado —dijo Ogin, y luego miró a los otros. Los hombres desviaron la mirada de Jamukha para posarla en el más joven—. Estoy harto de esta vida.

—Vosotros elegisteis seguirme. Yo os liberé de vuestro juramento.

Las armas de Jamukha yacían a su lado. Cuando se puso de pie para dirigirse al caldero que pendía del fuego, vio que Ogin hacía un gesto a los otros. Antes de que pudiera extraer su cuchillo, ya estaba sobre él, arrojándolo a tierra. Luchó brevemente, pero no pudo impedir que finalmente le ataran las manos.

—¡Qué traición es ésta? —preguntó.

—No harás nada —dijo Ogin mientras otro hombre ataba las piernas de Jamukha—. Seguirás así hasta que la muerte te encuentre.

Jamukha se retorció, tratando de librarse de sus ligaduras; era imposible.

—¿Te atreves a alzar la mano contra mí?

—No pretendemos matarte —dijo Ogin—. Todavía nos sirves con vida. Te llevaremos a Temujin. Él será dueño de tu vida, y nosotros tendremos nuestra recompensa por haberte entregado.

—Temujin no os recompensará por esto—dijo Jamukha—. No dudo de que quitará la vida, pero no os honrará por haberme entregado. Id a él, rendíos y ofrecedle vuestro juramento, pero liberadme. Para él será suficiente saber que lo he perdido todo.

—Ya nunca más te escucharemos. —Ogin le dio un puntapié en el vientre, Jamukha gimió.

Ogin se dirigió hacia el caldero. Jamukha quedó allí tendido mientras los otros engullían la carne.

Jamukha estaba cruzado sobre la montura de su caballo y atado a los estribos. Los hombres cabalgaban en silencio. Tal vez él estuviera esquivocado, tal vez Temujin los recompensase, saboreando aún más su victoria al ver a Jamukha tan humillado. Tal vez el Kan lo atormentara antes de encontrar una manera de matarlo que no violara su juramento de "anda".

Jamukha suponía que lo llevarían al "ordu" del Kan, donde las esposas e hijos de éste pudieran observar al cautivo, pero unos soldados se encontraron con ellos y los guiaron hasta el macizo de Kentif. El Kan estaba cazando con algunos de sus hombres, y los recibiría allí.

Mientras pasaban entre dos hogueras que ardían fuera de los límites del campamento, Jamukha, debilitado por el viaje, luchó por no caer. Al pie de las montañas, sobre la estepa, se alzaba un círculo de tiendas de campaña. Los condujeron a la tienda más próxima; antes de que los guardias pudieran dar aviso, Temujin apareció en la entrada.

Jamukha, con las manos todavía atadas a la espalda, se obligó a alzar la cabeza. Temujin lo observó fijamente, unas delgadas arrugas le marcaban la piel alrededor de los ojos pálidos, y sus hombros caían bajo el peso de su abrigo de piel. Jamukha esperaba que su "anda" se riera, que ordenara alguna nueva humillación… que lo azotaran, o que pusieran un yugo alrededor de su cuello.

Otros salieron de los "yurts" para reunirse en torno al Kan. Estaba el viejo Munglik, cuya lealtad había sido comprada a través del matrimonio con la madre de Temujin, y Jurchedei, quien antes había seguido a Jamukha. Borchu y Jelme, con rostros más viejos y más oscuros, seguían siendo las sombras de Temujin. Estaba Khorchi, quien había servido a Jamukha hasta que un sueño le dijo que Temujin sería el Kan mongol. Khasar también se encontraba entre aquellos hombres; Jamukha desvió los ojos. Todos ellos se alegrarían de verlo morir.

Ogin dio un paso al frente.

—Venimos en son de paz, oh Kan.

Temujin entrecerró los ojos.

—Ya vinisteis antes trayendo las palabras de mi "anda". Ahora quiero oír por qué lo traéis a él.

—Ya no podemos oponernos a ti —replicó Ogin—. Todos los hombres de Jamukha lo han abandonado. Fuimos leales a él y nos ha conducido a la ruina. Ahora deseamos ofrecerte nuestras espadas. —Hizo una reverencia, Jamukha observó la espalda del joven, imaginando la sonrisa insolente de Ogin—. Todo cuanto rogamos es que nos dejes servirte. Se dice que Gengis Kan es un hombre generoso. Tal vez nos demuestre su gratitud por haberle traído a su enemigo.

—Os recompensaré como merecéis —murmuró Temujin.

—Nada pedimos —dijo apresuradamente Ogin—, pero si te parece adecuado…

—Estos cuervos han capturado un pájaro —dijo Jamukha—. Los sirvientes han alzado la mano contra su amo.

Ogin lo miró y luego se volvió hacia Temujin.

—Ahora ya no le debemos nada —dijo otro de los hombres de Jamukha—. No es más que un bandido que vive de lo que encuentra. Haz lo que quieras con él, mi Kan… te ofreceré mi juramento de lealtad.

—Cayeron sobre mí —dijo Jamukha—. Les dije que podían olvidar el juramento que me habían hecho, si es que querían unirse a ti, pero prefirieron romperlo. —Miró a Temujin a los ojos—. Mi "anda" sabe qué es lo que se merece un hombre que obra de ese modo.

No esperaba clemencia para sí, ya no importaba lo que dijera.

Temujin miró a sus hombres.

—Me habéis oído decir esto antes —dijo el Kan—. ¿Cómo podemos confiar en hombres así? ¿Cómo podemos tener fe en los que traicionan a su propio jefe? —Hizo un gesto con la mano. Ogin cayó hacia atrás cuando dos soldados lo apresaron, otros rodearon rápidamente a sus cuatro compañeros. Temujin agregó—: Los hombres así deben morir.

Las cabezas rodaron de inmediato. El Kan miró una y la pateó.

Jamukha estaba a punto de arrodillarse cuando Temujin agitó un brazo.

—Liberad a mi "anda" de sus ligaduras.

Un hombre cortó las cuerdas que ataban las muñecas de Jamukha. Éste se sacudió, perplejo. Jurchedei frunció el entrecejo; Khasar parecía a punto de protestar.

—Mucho tiempo atrás Jamukha y yo hicimos un juramento sagrado —prosiguió el Kan—. Prometimos que nada se interpondría entre nosotros, y ahora mi "anda" ha vuelto a mí. —Se acercó a Jamukha y lo rodeó con sus brazos. Jamukha estaba demasiado sorprendido para reaccionar.

—Quiero hablar a solas con él —dijo el Kan.

Antes de que alguien pudiera decir nada, ya conducía a Jamukha al interior de su tienda.

Temujin señaló un cojín y luego se sentó junto a Jamukha; permaneció en silencio durante largo tiempo. Su "anda" pensó que jugaría un rato con él antes de pronunciar su sentencia.

—Jamukha. —Temujin se inclinó hacia adelante; sus ojos pálidos centelleaban—. Hicimos un juramento. Fuimos como dos ruedas del mismo carro. Ni siquiera cuando nos separamos olvidé a mi "anda", ni cuán próximos estábamos. Cuando luché contra ti, la idea de que pudieras morir me atormentaba. Aun siendo enemigos me enviaste un mensajero para advertirme del peligro. Nunca quise luchar contra ti.

Jamukha no podía hablar.

—Ahora —continuó Temujin—, mi mayor deseo es que seamos otra vez hermanos, que seas uno de los más próximos a mí, que me aconsejes cuando sea necesario. Fuiste mi amigo cuando yo no tenía ninguno, te uniste a mí cuando los Merkit me obligaron a huir de mi campamento. Ahora tengo muchos Nokor, pero ninguno está tan próximo a mí como estuviste tú cuando éramos muchachos. Un Kan puede sentirse muy solo, incluso en medio de un ejército que lo obedece. Todavía echo de menos a mi "anda" cuando busco alivio a mi soledad.

—Juré ser tu "anda" cuando éramos muchachos. —dijo Jamukha con voz entrecortada—. Renovamos nuestra promesa bajo el gran árbol a cuya sombra bailó Khutula Kan, y compartimos la misma manta. Después, otros sembraron la semilla de la duda entre nosotros y cortaron el vínculo que nos unía. La vergüenza ha quemado mi rostro más que el viento feroz de las estepas, y me resultaba imposible mostrarte mi cara en la derrota. Ahora me dices que puedes perdonar todo eso.

—Te he perdonado, hermano, y anhelo salvarte la vida, pero no puedo hacerlo.

Jamukha desvió la mirada.

—Oh, sí —dijo—. Ahora que te has vuelto más grande que Khutula y que cualquier otro Kan que haya existido, ahora que has convertido a todas las tribus en un "ulus", ya no te sirvo. Tus pensamientos estarían turbados durante el día, y tus sueños durante la noche. Yo sería un insecto picándote en el cuello, o una espina bajo tu camisa.

—Fuimos hermanos. —Temujin le cogió el brazo, después lo soltó—. Te dejé porque temía que te volvieras contra mí, y tú me dejaste creyendo que no podíamos gobernar a nuestro pueblo juntos. Éramos jóvenes entonces y estábamos dominados por la pasión de los jóvenes; ahora me digo que todo podría ser diferente. Saber que podemos volver a ser amigos me proporciona más alegría de la que jamás he experimentado; sin embargo, sé que eso es imposible. Otros se interpondrían entre nosotros una vez más.

—Cuando me entregaron a ti, creí que me torturarías —susurró Jamukha—, y tu perdón es tan insoportable como el más pesado de los yugos.

—No pronuncio estas palabras para atormentarte.

Todavía había en él rastros de aquella debilidad que Jamukha había observado mucho tiempo atrás, una reticencia a ser tan duro como debía serlo un Kan. Sin embargo, se endurecía para hacer lo que era su obligación.

—Podrías haberme liberado, Temujin —dijo—. Ya no puedo luchar contra ti. Pero no mostrarás tanta debilidad ante tus hombres. Quieres que te consideren noble y generoso aun cuando me castigues.

—¡Jamukha! —la voz del Kan fue dura.

—Tu madre es sabia, y a tu lado cabalgan tus hermanos y muchos hombres valientes. Yo perdí a mis padres siendo niño, no tengo hermanos y no pude confiar en quienes me seguían. Es evidente que Tengri siempre te ha favorecido.

Temujin le cogió una mano.

—Lo habría compartido todo contigo si me hubieras ofrecido tu juramento.

—Y me habrías llamado hermano, pero sólo hubiese sido tu siervo. En tu mundo no hay lugar para nadie que no se incline ante ti. —Jamukha se desasió de la mano de su "anda" y se puso de pie—. No encuentro placer en un mundo gobernado por ti. Ahora sólo te pido que me permitas morir sin que se derrame mi sangre. También te hago otra promesa, Temujin. Cuando mis huesos hayan sido sepultados, mi espíritu te vigilará. Mi espectro te recordará el precio que tuviste que pagar por tus victorias. No es fácil escapar de un espectro. —Pronunció estas palabras como si se tratase de una maldición.

Temujin se puso lentamente de pie. Las arrugas de su rostro parecían más profundas, sus ojos más opacos. Salieron juntos de la tienda. Los cadáveres de los que habían traicionado a Jamukha habían sido retirados, pero sus cabezas aún permanecían ahí. Los hombres que estaban cerca de la tienda se pusieron de pie; Borchu y Jelme se acercaron a Temujin.

—Mi "anda" me abandonó —dijo el Kan con voz temblorosa—, habló en mi contra y luchó contra mí. Pero no creo que verdaderamente haya querido mi muerte. Me dice que está cansado de la vida, pero temo ordenar su muerte. Es mi "anda",y si le matase una maldición caería sobre mí.

—La primera vez que te ataqué —dijo Jamukha—, olvidé el juramento que te había hecho. —No estaba dispuesto a suplicar por su vida—. Merezco ser castigado por ello.

—Así es. —A Temujin le costaba pronunciar aquellas palabras—. Cuando Taychar, el primo de Jamukha, robó los caballos de uno de los nuestros y el dueño los recobró, Jamukha olvidó su juramento de "anda" y me atacó. Tal vez eso sea motivo suficiente para que no merezca vivir. —Alzó una mano—. Que Jamukha muera como quiera, sin que se derrame su sangre. Lo enterraremos en una ladera alta con todos los honores y su espíritu vigilará sobre nuestros descendientes.

Los hombres rodearon a Jamukha y se lo llevaron. Temujin ocultó su rostro en el hombro de Borchu y todos pudieron oír su gemido.

El aire era claro y limpio. Cuando salieron del círculo de tiendas, uno de los hombres que iba con Jamukha extrajo de su cinturón una cuerda de seda. Temujin lo recordaría, y lloraría por él. Esa sería la venganza de Jamukha.

Una mano lo empujó hacia adelante. El hombre que tenía la cuerda se colocó detrás de él. Jamukha sonreía mientras el lazo se cerraba alrededor de su cuello.

91.

Kokochu había volado al cielo y había vuelto a la tierra. Las voces que le habían murmurado guardaban silencio ahora, pero una presencia seguía próxima, revoloteando detrás de él. Se volvió y le pareció atisbar una sombra. Kokochu estaba seguro de que la presencia era un espectro que aún no había querido revelársele.

Sobre la montaña, el enorme cuenco del Cielo Eterno era claro y azul debajo, la tierra cubierta de nieve era tan cegadora como la luz del cielo. El "yurt" que se levantaba cerca de la montaña era una mancha negra sobre la blancura; los dos chamanes que Kokochu había traído con él estarían dentro, esperando.

Kokochu se puso de pie y descendió lentamente la ladera, sintiendo la presencia invisible que lo seguía. Le dolían los músculos; mientras duró el estado de trance había sido incapaz de moverse. Teb-Tenggeri lo llamaban todos, el Celestial; nadie sabría nunca el precio que pagaba por sus artes, de qué modo los espíritus que lo elevaban al éxtasis lo desgarraban por dentro en otros momentos.

El llamado le había llegado cuando era niño. Los espíritus lo habían sacado de la tienda de su padre y lo habían conducido a un bosque, y Kokochu había muerto allí, bajo los árboles, gritando mientras su cuerpo era desmembrado ante sus propios ojos por pájaros monstruosos y su espíritu se elevaba y vagaba entre los muertos. Los espectros de sus antepasados le habían chillado, y después el espíritu de un chamán lo había guiado hasta un gran árbol. Él había subido por las ramas hasta el cielo y se había unido a una esposa-espíritu antes de regresar a su cuerpo y descubrirse entero. Su padre Munglik lo había encontrado allí, y había llorado al ayudar a Kokochu a montar en su caballo.

Kokochu había comprendido el significado de sus visiones; que tendría que seguir el camino de los chamanes. Si no aceptaba el llamado, los espectros de los chamanes del pasado lo acosarían con sueños de muerte, dolor y desesperación. Los demonios lo llevarían a la locura si se negaba a someterse a su destino.

Tres caballos blancos estaban atados fuera del "yurt". Su hermanastro Temujin se los había regalado como parte de la recompensa por los augurios que había leído el otoño anterior. Kokochu había advertido las fracturas de los huesos quemados antes de dar su asentimiento a la campaña emprendida por el Kan contra los Tangut de Hsi-Hsia.

Ese otoño, un ala del ejército mongol había cruzado el Gobi y había atacado el sur de Hsi-Hsia, siguiendo la misma ruta que habían usado antes otros agresores. En Kansu, entre la arena y la desolación del paraje, llegaron a los oasis marcados por las caravanas comerciales. Allí, entre sauces y álamos verdes, la gente que vivía tras las murallas y que atendía los campos vivía a lo largo de los canales de riego.

El ejército despojó los campos de maíz y mijo, se dio un banquete con los gordos melones que habían madurado sobre rocas planas y se apoderó de los camellos blancos que poseían los habitantes de la ciudad. De acuerdo con las órdenes del Kan, siguieron hacia el río Amarillo y hacia la ciudad de Ning-hsia, pero los Tangut se protegieron tras las murallas de ésta. Finalmente, los mongoles se retiraron, pues no tenían ejército contra el que luchar.

Tal como Kokochu había predicho, Temujin no logró una verdadera victoria, pero eso no había sido el propósito de la campaña. Los mongoles habían conseguido botín, habían perturbado el comercio del que dependían las ciudades Tangut y habían aprendido que una acción bélica prolongada contra un pueblo sedentario debía conducirse de manera diferente. Volvieron a sus campamentos con cautivos, entre ellos bellas muchachas Tangut, artesanos que serían esclavos, hombres de túnicas amarillas y cráneos afeitados que hacían girar ruedas mientras rezaban y pastores para cuidar de los rebaños. Las "yurts" se llenaron de prendas de pelo de camello blanco, recipientes con granos, piedras negras de "kara" que serían quemadas como combustible, platos hechos con un material más delicado que los de piedra o madera y ornamentos de jade. Lo que habían conseguido les hacía prever aún más. Los Tangut estaban heridos; más tarde o más temprano caerían de rodillas. Cuando Hsi-Hsia se sometiera al Kan, se abriría un camino hacia las tierras ricas de los Kin.

Kokochu había recibido su parte del botín, y sabía que muchos murmuraban que sólo servía al Kan por el modo en que éste lo recompensaba. Ellos no comprendían. Los halcones, las gemas, los rebaños que pastaban fuera de su campamento y las muchachas que se llevaba a la cama no podían compensarlo por los trances que le sobrevenían inadvertidamente, por los espíritus que entraban en él y lo obligaban a pronunciar sus palabras. Sus posesiones no podían proporcionarle el éxtasis que lo elevaba hasta el cielo, no servian para que sintiese la presencia de Dios dentro de él. Había chamanes que no sufrían como Kokochu, pues podían regresar de su viaje entre los espíritus y vivir fácilmente entre los suyos. No era éste su caso: sus padecimientos eran prueba de que él estaba destinado a un camino más duro y solitario.

Si no podía tener amor, al menos podía aliviarse con esclavas; si no podía tener verdadera amistad, se conformaría con el respeto nacido del miedo. Sin sus recompensas, los que le temían sólo podrían despreciarlo; si el Kan no lo honrara, los demás creerían que los espíritus lo habían abandonado y que ya no hablaban a través de él. Muchos podrían envidiarlo, pero ninguno había elegido su camino. Un hombre o mujer marcado como chamán tenía que aprender muchos hechizos y sortilegios, y siempre viviría apartado del resto. Los demás necesitaban su pericia, pero Kokochu también había percibido el resentimiento y el odio detrás de sus sonrisas. Los que sabían poco siempre odiarían a los que sabían más; los que temían a los espíritus aborrecían a los que podían invocarlos.

Los sueños de Kokochu le habían mostrado el destino de Temujin.Tengri no había utilizado al Kan simplemente para unir a todas las tribus y luego envainar esa arma poderosa. El Kan sabía que Dios quería agregar más tierras al gran "ulus" mongol que él había forjado, pero, sin embargo, había algunas personas que podían desviar a Temujin de ese camino. Kokochu era el escudo del Kan; ni siquiera los más próximos al trono debían interponerse en el camino de éste. Los espíritus obligarían a Temujin a seguir su camino, tal como habían obligado a Kokochu a seguir el suyo. El Kan dominaría todo, y Kokochu gobernaría a través de él.

Algo frío le tocó la cara. Estaba a punto de entrar en el "yurt" cuando el espectro tomó posesión de él. Kokochu cayó, sus brazos se agitaron sobre la nieve antes de que su cuerpo se pusiera rígido, y entonces, de repente, supo de quién era el espíritu poseído.

Cuando Kokochu volvió en sí, ordenó a sus dos compañeros que ensillaran los caballos. Cabalgaron rápidamente hacia el campamento de Temujin, disminuyendo el paso solamente cuando avistaron las tiendas de campaña y la manada de caballos.

El espectro aún no lo había abandonado, pero Kokochu ya podía someterlo. Un pequeño grupo de hombres, entre los que se encontraba el Kan, cabalgaba hacia las tiendas, seguidos de algunos perros. Temujin llevaba sobre la muñeca un águila dorada; su mano, cubierta por el guantelete, descansaba sobre una horquilla agregada a su montura para poder soportar el peso del gran pájaro.

Cuando se acercaron, el Kan gritó:

—Te saludo, hermano Teb-Tenggeri. Hemos estado persiguiendo una jauría de lobos que acosaban a mis caballos. Mi águila y mis perros dieron cuenta de unos cuantos. No volverán a cenar carne de caballo.

—Debo hablar contigo —dijo Kokochu.

Temujin entregó el águila al hombre más cercano y desmontó. Los otros permanecieron en silencio mientras el Kan conducía al chamán al interior de la tienda.

—¿Qué ocurre? —preguntó Temujin cuando ambos estuvieron sentados junto al fogón.

Kokochu observó a su hermanastro, advirtiendo la tensión de su rostro. Que el Kan nunca se negara a reunirse con él era otro signo de su poder.

—Estoy contigo otra vez —dijo Kokochu, pero la voz no era la suya—. Ahora te hablo a través de tu chamán Teb-Tenggeri. —Los ojos de Temujin se abrieron mientras hacía un signo con las manos—. Me querías a tu lado, aunque ordenaste mi muerte, y no he olvidado la promesa que te hice.

Temujin aferró al chamán con fuerza.

—No puede ser…

—Prometí vigilarte, y aquí estoy, mi "anda". Anhelabas que volviera a ser tu camarada, y aquí me tienes.

Mientras el espectro hablaba a través de él, Kokochu comprendió por qué ese espíritu lo había poseído. Sólo el espectro de ese hombre podía atarlo aún más estrechamente a Temujin.

—¡Jamukha! —gritó el Kan.

Los brazos de Kokochu rodearon al Kan mientras éste se apoyaba en él.

—Estoy otra vez contigo, "anda" Temujin, tal como tú lo deseabas.

92.

Hoelun estaba sentada junto a Bortai a la izquierda del trono de su hijo. Al sur del gran pabellón que los cubría, los círculos de "yurts" y carros se extendían hasta el horizonte, y cientos de caballos estaban atados cerca del "ordu" de Temujin. Los Noyan habían cabalgado hasta allí desde todas las regiones que su hijo gobernaba para escuchar su proclama.

Los dolores la habían atacado durante el viaje, pero ver a Temujin como Kan de todas las tribus valía la pena el esfuerzo. El "kumiss" había aliviado los dolores sordos que sentía en el pecho y los más agudos que a veces le traspasaban las entrañas; su abrigo de marta la protegía del frío aire primaveral. Su hijo había convocado un "kuriltai", cerca del nacimiento del Onon. Hoelun pensó en el día, hacía ya casi cuarenta años, en que había visto a Yesugei por primera vez junto al río; el padre de Temujin jamás había imaginado tanta gloria para su hijo.

Sin los poderes del chamán, decían algunos, el Kan podía perder el favor del cielo, y desde la muerte de Jamukha un año atrás parecía depender cada vez más del hijo de Munglik. Los que deseaban algo del Kan habían aprendido que muchas veces convenía dirigirse al chamán; los que temían a Teb-Tenggeri se cuidaban muy bien de no ofenderlo.

Hoelun miró hacia el trono. Los hijos y los hermanos de Temujin estaban sentados a la derecha de éste, pero Teb-Tenggeri estaba de pie detrás de él, adornado con un tocado con plumas y vestido de blanco. Se decía que a veces Jamukha aconsejaba al Kan a través del Celestial, y que el "anda" de Temujin lo protegía ahora. La mujer se preguntó si su hijo se libraría alguna vez del recuerdo de Jamukha.

Temujin daba la lista de los noventa y cinco hombres que se convertirían en jefes de mil familias cada uno. Hoelun escuchaba, meciéndose al ritmo de las palabras. Todos los seguidores más devotos del Kan, incluyendo a los cuatro hijos adoptivos de Hoelun y a su esposo Munglik, estaban entre aquellos que comandarían los "mingghans". Su hijo adoptivo Shigi Khutukhu estaba sentado con los escribas Uighur cerca del pabellón, controlando que sus pinceles consignaran las palabras del Kan en los rollos. Shigi Khutukhu había aprendido rápidamente a escribir; podía mirar esos extraños signos y ver palabras en ellos.

Temujin guardó silencio. Hoelun levantó la vista cuando Shigi Khutukhu se adelantó e hizo una reverencia.

—Mi Kan y hermano —dijo el joven—, ¿te he servido menos que cualquier otro? Tu madre me crió como a un hijo, y así me llamó. Otros te han servido bien, pero yo me ocupo de que tus palabras vivan. ¿Acaso no merezco una recompensa mayor que la que me has acordado?

Temujin asintió.

—Eres mi hermano menor —dijo—. Tendrás tu parte de todo lo que es de mi familia, y podrás quebrar la ley nueve veces y ser perdonado. También serás mis ojos y mis oídos. Te nombro el juez de todo mi pueblo. Tú dividirás nuestros bienes, entregando una parte a nuestra madre Hoelun Khatun, una parte a nosotros, una parte a nuestros hermanos menores y una parte a nuestros hijos. Pondrás por escrito todos tus juicios, y una vez que los hayas consultado conmigo, nadie podrá alterarlos.

Shigi Khutukhu volvió a hacer una reverencia.

—Me siento honrado, pero no corresponde que tome una parte igual a la de tus otros hermanos. En cambio, te pido solamente que me recompenses con una parte de lo que consigas en cualquier ciudad amurallada.

Temujin enarcó las cejas al dar su asentimiento. El hijo adoptivo de Hoelun evidentemente preveía grandes conquistas. Si Temujin tomaba ciudades en Hsi-Hsia y en Khitai, la parte del botín que correspondería a Shigi Khutukhu evidentemente le reportaría gran riqueza. El Kan accedía al pedido de su hermano adoptivo porque eso demostraba cuánta fe tenía éste en él.

El Kan había hablado con sus camaradas Borchu y Mukhali. Cada uno comandaría un "tuman"; Borchu sería general de los diez mil soldados del ala derecha del ejército y comandaría el ala izquierda. Después de honrar a Mukhali con un título principesco, el Kan llamó a Jurchedei.

Khagadan se volvió hacia su esposo, entrecerrando los ojos mientras Temujin decía que Jurchedei lo había servido tan bien que había sido recompensado con la propia esposa del Kan, Ibakha Beki. Jurchedei sonrió; al parecer el obsequio lo había complacido.

La mujer se sentó cuando se adelantaron su padre y sus hermanos.

—Sorkhan-shira —dijo el Kan—, pídeme lo que quieras y te lo concederé.

—Mi hijo Chimbai condujo tu ejército contra los clanes Merkit rebeldes —dijo el anciano—. Sólo quiero acampar en sus antiguas tierras a orillas del río Slenga.

—Puedes acampar donde desees —murmuró Temujin—, y tus hijos pueden presentarse ante mí en cualquier momento y pedirme cualquier favor.

Sorkhan-shira hizo una reverencia. Khadagan se preguntó si el anciano habría percibido el tono levemente apenado del Kan. Aquel debería haber sido el día más feliz de la vida de Temujin, pero tal vez pensara que ya no le quedaba nada más por conseguir.

Khulan miró a Chimbai, resistiéndose a que la embargara la amargura. Al regalarla, su padre sólo había ganado paz por un tiempo. Después de que se sometiese al Kan, muchos Merkit se habían rebelado y habían escapado para planear un enfrentamiento final. Su esposo había ignorado todas sus súplicas de clemencia, y Chimbai había sido su espada contra los Merkit. No tenía sentido demorarse en esos pensamientos; la joven cada vez se acostumbraba más a sumergirlos bajo la superficie oscura de su mente.

El Kan fue una tormenta que cayó sobre ella, asaltando su cuerpo pero dejando su alma impasible. Él le decía que la amaba y cuando le dio un hijo le dio el título de Khatun. Después del nacimiento de Kulgan, ella había abrigado la esperanza de tener un poco de paz, pues creía que el nuevo vástago le aseguraría un lugar mientras Temujin encontraba una nueva favorita entre sus mujeres. En cambio, la pasión del hombre había crecido, como estimulada por la indiferencia de Khulan.

Sorkhan-shira hizo una reverencia y se retiró; él y sus hijos acamparían ahora en las tierras que habían sido del pueblo de la joven.

El Kan hablaba ahora de cómo organizaría su ejército, y nombraba a aquellos que constituirían su guardia personal. Gurbesu observó mientras los escribas consignaban sus palabras, tal como en otro tiempo habían hecho con las del Tayang.

La criatura que llevaba en el vientre se movió; tal vez le diera un hijo a Temujin. El Kan había respetado muchas de las cosas que habían pertenecido a los Naiman. Si bien no sabía leer la escritura que consignaba sus palabras, comprendía su utilidad. Tal vez intentara más conquistas, pero ella se preguntaba si eso haría que cambiase. Se tendría que convertir en algo más que un general para conservar lo que pudiera ganar, y aprender a gobernar a aquellos que eran diferentes de él. La mujer miró a sus hijos; con sus túnicas de seda y sus abrigos de pelo de camello, casi no parecían mongoles.

El Kan estaba proclamando su Yasa, el código de leyes que regiría a su pueblo.

—Todo el pueblo creerá en un Dios Supremo —anunció—, el único capaz de dar la vida y la muerte. Todos deben saber que le debemos todo a su poder, y todos podrán adorar a este Dios de la manera que les plazca.

Gurbesu bajó la cabeza. Ella rezaría con sus sacerdotes cristianos, ocupándose también de que los chamanes recibieran su recompensa; los monjes de túnica amarilla de los Tangut también podrían hacer girar sus ruedas. Todos los espíritus escucharían sus plegarias, y ella no descuidaría aquéllas que ordenara Teb-Tenggeri. Su corazón se agitó, como solía ocurrirle cada vez que pensaba en el chamán principal. Inancha había mantenido firmemente asidas las riendas que controlaban a chamanes y sacerdotes; la mujer esperaba que Temujin pudiera hacer lo mismo.

La Yasa gobernaría para siempre a todos los mongoles. "Todos somos mongoles ahora", pensó Yisui. La Yasa del Kan prohibiría que se proclamara un Kan sin que se hubieran reunido todos los Noyan en un "kuriltai", aunque parecía innecesario decirlo. Temujin no había adoptado ningún nuevo título, pero ya había muchos que lo llamaban el Ka-Kan, el Gran Kan, el Kan de Kanes. No quedaba ningún rival que pudiera amenazarlo.

—Aquellos que formen parte de nuestro "ulus" no lucharán entre sí —continuó el Kan—, y a todos se les prohíbe hacer la paz con cualquier pueblo que no se haya sometido a nosotros.

Yisui miró a su hermana y se preguntó cuántos otros pueblos sufrirían la suerte de los tártaros. Los ojos de Yisugen se cruzaron con los de ella, y Yisui supo que su hermana recordaba a los muertos.

—Ningún súbdito del Kan —dijo Temujin— tomará a otro mongol como esclavo.

Yisui bajó los ojos; habría que buscar esclavos en otras partes. Pensó en las prisioneras que le habían otorgado recientemente. Era más fácil permanecer impasible ante las lágrimas que a veces veía en sus ojos y ante las pérdidas que habían sufrido, ahora que sus propios recuerdos se habían desvanecido.

—Todos los hombres deben pagar por su esposa —dijo Temujin—. No habrá robos de mujeres entre el pueblo de nuestro "ulus", ya que en el pasado eso sólo nos ha conducido a luchar entre nosotros. Nuestras mujeres controlarán lo que poseen, comerciando como mejor les parezca, ya que los hombres deben ocuparse de la guerra y de la caza.

Bortai miró a su esposo. Su voz era solemne, su rostro tenía una expresión dura mientras hacía una pausa para que los hombres pudieran transmitir sus palabras a los que estaban reunidos más lejos del pabellón. Ella había esperado que Temujin estuviera contento este día, que su dolor lo hubiera abandonado al fin. Había llorado por Jamukha en la tienda de Bortai, todas las traiciones olvidadas mientras penaba por el hombre que había sido su camarada más íntimo. Con frecuencia acudía a Teb-Tenggeri para oír la voz de su viejo amigo hablando a través del chamán. El espíritu de su "anda" aún moraba en el interior de su hermanastro y lo miraba con los ojos oscuros de éste.

Su esposo guardó silencio. Ella miró a Teb-Tenggeri cuando el chamán alzó los brazos y bendijo la Yasa. Qué extraño, pensó, que Teb-Tenggeri se pareciera tanto al muerto; la mujer nunca se había dado cuenta antes. Su bello rostro se había hecho más delgado, y sus ojos tenían la mirada depredadora de los de Jamukha.

Jamukha había querido dominar a Temujin. Tal vez Teb-Tenggeri estuviera gobernado por las viejas ambiciones de Jamukha, que quizá reprodujeran las suyas. Bortai cerró los ojos mientras el chamán entonaba su letanía. Su voz ahogó todo pensamiento.

93.

Cuando se acercaba al campamento, Bortai sintió que le faltaba el aire. Khadagan sofrenó su caballo y aguardó a que llegara a su lado.

—Estoy demasiado gorda —dijo Bortai—. Tal vez sea bueno que una Khatun sea rechoncha para demostrar lo bien que la mantiene su esposo, pero el peso es una carga.

Khadagan soltó una carcajada; el halcón que llevaba posado en la muñeca agitó sus alas.

—Nunca serás gorda.

Bortai pensó que la que nunca engordaría era Khadagan. Tal vez el cielo no le hubiera dado belleza, pero sí le había dado la esbeltez de la juventud.

Los guardias esperaban a varios pasos de ellas. Bortai acomodó la ligadura de su halcón alrededor del guante. Había conseguido escapar a sus preocupaciones por un rato, pero en el campamento volverían a mortificarla.

Las tiendas del campamento del Kan cubrían la llanura a ambos lados del río, que había crecido a causa del deshielo. Bortai se arropó en su abrigo de marta para defenderse del frío primaveral. El abrigo era uno de los muchos obsequiados al Kan por los Oirat, al igual que los halcones blancos que llevaban sus guardias. Jochi, a quien Temujin había enviado con un ejército, había conseguido la sumisión de los Oirat y de los Khirgiz, y sus bosques del norte había sido anexados al reino del Kan. Temujin había concedido a Jochi el mando de esos pueblos. Tal vez los rumores de que Jochi no era hijo del Kan acabarían por fin.

Temujin había conseguido muchas cosas desde sus proclamas, dos años atrás. Pero las victorias también habían causado pesar a su esposo. Su hermano adoptivo Boroghul había muerto a manos de los Tumat, en una emboscada. En su dolor, Temujin había querido encabezar personalmente una campaña contra los Tumat, pero Borchu y Mukhali lo habían disuadido. Bortai sabía que Teb-Tenggeri había sumado su voz a la de los dos generales. El chamán prefería mantener al Kan cerca de su campamento y al alcance de sus hechizos.

Bortai sabía lo que algunos susurraban dentro de sus tiendas. Teb-Tenggeri leía los presagios en todos los "kuriltai". Discutía con el Kan delante de otros sin suscitar su ira, y pedía todo cuanto deseaba. La propia madre del Kan se había atrevido a hablar abiertamente en contra del chamán, y ahora estaba enferma, lo cual probaba que había ofendido a los espíritus. El campamento de Teb-Tenggeri se había hecho casi tan grande como el de Temujin, y más familias habían ido allí a servir al chamán.

El Kan debía de estar al corriente de las murmuraciones, y, sin embargo, no decía nada. Bortai le había transmitido unos pocos rumores antes de que sus ojos furibundos le indicaran que debía callarse. Temujin aún temía al hombre que le hablaba con las voces de los muertos y que tal vez tuviera la vida de Hoelun-eke en sus manos.

—¿Qué te preocupa ahora? —preguntó Khadagan.

—Creo que lo sabes. —Bortai podría confiar en Khadagan; casi todas las otras esposas y mujeres de Temujin temían tanto a Teb-Tenggeri, que ni siquiera se atrevían a hablar de él—. Temujin debe actuar pronto. —Hizo un gesto contra el mal—. Yo sabía que Teb-Tenggeri iría demasiado lejos, y creí que nuestro esposo advertiría que debía ponerlo en su lugar. ¿Qué será de nosotras si algo le ocurre a Temujin?

—No puedes decirle eso —dijo Khadagan.

Bortai suspiró. Temujin se negaba a escuchar nada de lo que pudiera ocurrir cuando volase al cielo, como si negándose a pensar en la muerte pudiera mantenerla alejada. Tal vez creía que los hechizos de Teb-Tenggeri podrían mantenerlo con vida para siempre.

—Ni siquiera escucha a Khasar —dijo Bortai—. Es su propio hermano y aun así no le presta atención.

Ese había sido el último incidente. Khasar y el chamán habían discutido. Se decía que algunas bromas desconsideradas de Khasar, dichas en estado de ebriedad, habían sido el motivo de la disputa, y los seis hermanos de Teb-Tenggeri habían golpeado duramente a Khasar. Temujin estaba en el "ordu" de Khulan cuando Khasar llegó allí para exigir castigo por la afrenta. Él mismo podría haber administrado el castigo, pero le había parecido correcto que el Kan impartiera justicia. Sin embargo, Temujin lo despachó con palabras de burla acerca de cómo el poderoso Khasar había permitido que le dieran una paliza.

Khulan, pensó la mujer, podría haber defendido a Khasar; el Khan tal vez hubiera prestado atención a su esposa favorita. Pero Khulan no le pedía nada. Quizá ese era el motivo por el que Temujin todavía ardía por ella como si sólo fuera su esposa de unos días.

—Primero fue Ibakha —dijo Bortai—, una muchacha tonta que nada podría haber hecho contra el chamán, y ahora es Khasar quien sufre a causa de una simple broma.

—La burla puede ser un arma —dijo Khadagan—. Un hombre que se ríe de Teb-Tenggeri demuestra que no le teme. —Hizo un signo—. Debes tener cuidado.

Bortai distinguió hacia el sur las figuras de unos jinetes. Uno de ellos llevaba un tocado con plumas; la mujer apretó los dientes. Teb-Tenggeri se atrevía presentarse a pesar de que hacía poco que había insultado a Khasar; tal vez Temujin finalmente castigara su insolencia. Bortai hizo un gesto a los guardias, y después espoleó su caballo.

Bortai acababa de entrar en su tienda cuando oyó que los guardias saludaban a su esposo. Entró Temujin, seguido de un grupo de jóvenes capitanes; ella los saludó mientras las criadas servían comida en la mesa que estaba frente a la cama. Temujin bendijo la comida y se sentó; todos los hombres tomaron asiento a su derecha.

Otros guerreros entraron llevando halcones para que el Kan los inspeccionara. Temujin hizo que uno de los pájaros se posase sobre su muñeca y lo estudió con la misma expresión distante que mostraba cuando estaba con sus hijos menores. Devolvió el halcón y miró a Bortai.

—Mi chamán principal desea hablarme —dijo—. Pretendo preguntarle qué ocurrió entre él y Khasar.

Ella percibió inseguridad en su voz; tal vez lamentaba las duras palabras que había dirigido a su hermano.

Un guardia dio aviso desde la entrada. Entró Teb-Tenggeri, seguido de sus seis hermanos; Temujin lo saludó con un movimiento de la cabeza pero no le indicó que se acercara. Bortai se inclinó hacia adelante; el Kan solía ser rápido para invitar al chamán a sentarse a su lado.

—Mi hermano Khasar acudió a mí —dijo Temujin—, y se quejó de ti. Me dijo que tú y tus hermanos lo golpeasteis. Lo despedí por haber perturbado mi descanso, y ahora se niega a dirigirme la palabra. El Kan quiere escuchar lo que tengas para decir.

Bortai se puso tensa. Temujin parecía estar rogándole al chamán que le diese una explicación.

—Vine a ti tan pronto como pude. —Teb-Tenggeri dio un paso adelante—. Sabía que querrías conocer mis motivos para actuar como lo hice. Desde que le conté a mi padre el sueño que nos decía que debíamos seguirte, mi único deseo ha sido servirte, hermano y Kan. —El chamán paseó la mirada por la tienda. Las tañedoras de laúd mantuvieron la cabeza gacha; las criadas y los capitanes desviaron los ojos—. No pretendí ofenderte cuando atacamos a Khasar. Estaba actuando en tu defensa.

—No tengo ninguna razón para desear que golpeen a mi hermano.

El rostro de Teb-Tenggeri cobró una expresión solemne.

—Siempre te he servido —replicó—. Mis sueños me han hablado de tu grandeza; los espíritus que gobierno han estado de tu parte. Confío en mis sueños, ya que todo lo que me han dicho ha ocurrido. He flotado hasta el cielo y he visto que Tengri te favorece, y sin embargo ahora me ha asaltado un sueño más oscuro.

Temujin apretó los puños.

—Continúa —dijo.

—Los espíritus me han hablado. —El chamán alzó una mano—. Me han dicho que Temujin gobernará el "ulus". Pero después otra voz susurró que Khasar gobernaría. Mis sueños siempre me han guiado, pero ninguno de mis poderes puede decirme qué ocurrirá ahora. Este sueño sólo puede significar que Khasar está conspirando contra ti.

—¡No lo creo! —gritó Bortai sin poder contenerse.

Los ojos del chamán se clavaron en ella y la frialdad de su mirada cerró la garganta de la mujer. Ella miró a los demás con desesperación, y entonces advirtió que ninguno de los hombres hablaría.

—Es así —dijo Teb-Tenggeri—. Al burlarse de mí se burla de ti, y demuestra lo que piensa de ambos. No sería el primer hermano de un Kan que desea el trono para sí.

El rostro de Temujin palideció.

—Tal vez sea cierto —susurró—. Khasar acudió a mí en vez de vengarse. Debe de haber sabido que si actuaba contra ti yo descubriría sus planes demasiado pronto. Siempre fue un hombre dispuesto a defenderse; sembrar la discordia entre tú y yo debe de ser parte de su plan.

Bortai se clavó las uñas en las palmas. Si el chamán lograba que Temujin dudara de Khasar, tampoco se privaría de atacarla a ella o a sus hijos. El terror la invadió; si hablaba ahora, Teb-Tenggeri enviaría un espíritu a silenciarla.

Temujin se puso de pie.

—Te daré nuevos caballos para que regreses a tu campamento —dijo el Kan—. Ahora debo ir a ver a Khasar y averiguar cuáles son exactamente sus planes.

Los hombres que habían traído los halcones no se movieron; los otros se pusieron de pie. Antes de que Bortai pudiera pronunciar palabra, todos salieron de la tienda.

94.

Hoelun acercó las manos al fogón. Incluso cerca del fuego solía sentir frío. Una chamana había acudido a su tienda durante todo el invierno, pero esa primavera sus dolores habían empeorado. Los que la rodeaban advertían su sufrimiento, a pesar de que ella se negaba a admitirlo.

Mientras no se quedase en cama, todos creerían que el espíritu maligno pronto la abandonaría. Si se obligaba a seguir adelante, los otros no la dejarían sola, y ninguna lanza impediría entrar en su "ordu".

Esa noche Munglik no iría. Él no había querido escucharla. Hoelun le había rogado que advirtiera a Kokochu, el Celestial, que su arrogancia acabaría por agotar la paciencia de Temujin, pero Munglik temía a su hijo chamán. Kokochu tal vez tuviera poder para curarla; el Kan se negaría a escuchar cualquier cosa que se dijera en su contra.

Un guardia gritó desde la entrada; luego entró y le hizo una reverencia.

—Guchu y Kukuchu están aquí —anunció, y ruegan que se les permita hablar contigo de inmediato.

—Mis hijos son siempre bienvenidos.

La mujer se acercó a la cama, decidida a no permitir que advirtieran el estado de debilidad en que se encontraba. Guchu y Kukuchu acampaban ahora cerca del "ordu" de Khasar; tal vez éste los había enviado para que vieran cómo estaba.

Sus hijos adoptivos entraron mientras ella se sentaba. Ambos tenían los rostros sonrojados; colgaron sus armas y se acercaron rápidamente a Hoelun.

—Sé lo que dicen algunos —murmuró ella—, pero vuestra vieja madre no está tan enferma como suponéis. Bebed conmigo y dormid aquí esta noche, y podéis decirle a Khasar…

—Khasar no nos envió —dijo Guchu—. Traemos malas noticias, Hoelun-eke. Estábamos con Khasar cuando Temujin llegó con sus guardias gritando que Khasar conspiraba contra él. Khasar lo negó repetidamente, pero el Kan alegó que Teb-Tenggeri se había enterado de la conspiración por medio de un sueño.

Hoelun se puso rígida.

—¿Qué estás diciendo?

—Khasar ha estado enfadado con Temujin los últimos días —dijo Kukuchu—, pero jamás conspiraria contra él. Hace muy poco, Khasar enfrentó a Teb-Tenggeri afirmando que el chamán estaba seduciendo a algunos de sus hombres para lograr que se mudaran al campamento del chamán. Había estado bebiendo, y bromeó diciendo que el hechizo que había empleado Teb-Tenggeri para convencerlos había sido agacharse y abrirse las nalgas. El chamán y sus hermanos golpearon a Khasar y lo echaron. Khasar acudió a Temujin y exigió justicia, pero el Kan no le prestó atención.

—Khasar ha estado enojado desde entonces —agregó Guchu—, pero cuando se enteró de que Temujin cabalgaba para verlo, creyó que todo se arreglaría. En cambio, el Kan lo llamó traidor y le exigió que confesara. Nosotros pudimos abandonar el campamento sin que nos descubrieran.

La furia disipó el cansancio de Hoelun.

—Le dije a mi esposo que su hijo iría demasiado lejos —susurró—, pero nunca creí que se atrevería a interponerse entre Temujin y Khasar.

—Tal vez el Kan te escuche —dijo Guchu—. Danos tu mensaje y nosotros se lo llevaremos.

Hoelun se puso de pie.

—Acudiré a Temujin en persona.

Guchu frunció el entrecejo.

—Madre, no sé si tienes fuerzas suficientes para …

—Pondré fin a esto aunque sea lo último que haga.

Se dirigió a la entrada y llamó a los guardias.

Un hombre unció uno de los camellos blancos a un carro. Hoelun cogió las riendas y avanzó a través de la noche, acompañada por una pequeña escolta. Amanecía cuando llegó al "ordu" de Khasar. Se acercó a su círculo, bajó del carro, y se dirigió a la tienda. Algunos de los guardias nocturnos del Kan se encontraban junto a los peldaños de la entrada; las esposas de Khasar espiaron desde las tiendas situadas al este.

Los guardias la miraron con asombro y la saludaron.

—¿Mis hijos Temujin y Khasar están dentro? —preguntó ella.

—Así es, en efecto, Honorable Señora —replicó un hombre.

—Dejadme pasar.

Los guardias se hicieron a un lado; ella gritó su nombre y entró. La tienda se hallaba llena de hombres; todos ellos se pusieron de pie rápidamente. Al fondo del "yurt" vio a Khasar; tenía las manos atadas y su cinturón y su sombrero yacían en el suelo. Temujin, sentado ante la cama de Khasar, retrocedió cuando su madre se acercó a él.

—Qué espectáculo desdichado —masculló la mujer—. Nunca hubo dos hermanos tan unidos como vosotros, y ahora te vuelves contra Khasar sin pensar en lo que él ha hecho por ti.

Temujin no la miró. Ella fue hasta Khasar, le desató las manos y se agachó para recoger su cinturón y su sombrero. Temujin no habló; nadie intentó detenerla. Hoelun puso el cinturón y el sombrero en las manos de Khasar. Su hijo tenía el rostro magullado, y sangre en el costado de la boca.

—No hice nada malo —dijo Khasar—. Me acusan falsamente.

—Lo sé.

—Pero Temujin no quiere creerme.

Hoelun se sentó delante de la cama, se abrió el abrigo y se desgarró la túnica.

—¡Mirad estos pechos! —gritó—. ¡Mirad los pechos que os alimentaron!

Algunos hombres se cubrieron el rostro.

—¡Mirad a la madre que os dio la vida a ambos! ¡Khasar jamás habría hecho nada en tu contra, y sin embargo tú estás dispuesto a atacar a tu propia sangre!

Temujin retrocedió otro paso, con el rostro pálido.

—Te diré algo —continuó Hoelun, llenándose las manos con sus pechos caídos—. Temujin podía chupar la leche de un pecho, y Khachigun y Temuge apenas podían vaciar uno entre los dos, pero Khasar era capaz de extraer la leche de ambos y aliviar mi dolor para que pudiera descansar. Temujin, que es tan sabio, obtuvo su sabiduría de mi leche, al igual que Khasar su pericia con el arco. Cuántas veces ese arco ha servido a su hermano… Sus flechas obligaron a tus enemigos a rendirse, pero ahora que has matado a los que te perseguían… ¡quieres librarte de él!

Temujin parecía a punto de hablar. Ella sacudió la cabeza y se cerró el abrigo.

—Todos hablan de la justicia de Temujin —dijo—, de cómo recompensa a los que le son leales, pero ahora ataca a su propio hermano, al arquero cuyas flechas infundieron miedo en el corazón de sus enemigos. Ha clavado un cuchillo en el corazón de su vieja madre, y ha sumido su vejez en la desdicha. —Hoelun irguió la cabeza. Temujin se incorporó y caminó frente a la cama. La mujer continuó—: Sigue así. Ignora la verdad, amenaza a tu hermano, expulsa a tu anciana madre de esta tienda. Verás cuánto honor da a tu nombre ese gesto.

Si él intentaba hacer daño a Khasar, ella se aferraría a su hijo menor hasta que los hombres del Kan la sacaran a la rastra. Maldeciría a Temujin mientras tuviera fuerzas para hablar.

—No he hecho nada malo —dijo Khasar.

—Ni siquiera tendrías que decirlo —dijo Hoelun—. Aquél a quien algunos llaman el Gran Kan debería haberse dado cuenta por sí mismo.

Los hombres permanecían en silencio. El Kan caminaba en las sombras; Hoelun no le quitaba los ojos de encima. Finalmente Temujin fue hacia ella, con los hombros caídos. La ayudó a incorporarse, y ella supo que había ganado.

—Cualquier hombre temería la furia de una madre así —dijo—. Estoy avergonzado de lo que he hecho. Khasar puede irse, y lamento haber perturbado su descanso. —La soltó, negándose a mirarla a los ojos—. Ahora me marcharé.

Rápidamente, sus hombres se reunieron a su alrededor y todos salieron de la tienda.

—Lamenta haber perturbado tu descanso —dijo Hoelun, abrazando a Khasar—. Tendría que haberte pedido perdón de rodillas.

—Temujin nunca hubiera hecho algo así —dijo Khasar.

—Lo sé. Pero eso no cambia las cosas.

—Es víctima de un hechizo —dijo Khasar—. Debe de creer que no puede conservar su trono sin el chamán.

—Tal vez no lo conserve con él.

Hoelun se apoyó en su hijo, súbitamente cansada.

La vergüenza de Temujin no duró. Pocos días después de que Hoelun regresara a su "ordu", el Kan despojó a Khasar de casi todos los súbditos bajo su mando, dejándolo tan sólo con un millar.

Fue Guchu quien llevó la noticia a Hoelun. Ella lo despachó, diciéndole que cuidara a Khasar, y se preguntó a quién atacaría ahora Teb-Tenggeri. Khasar estaba libre pero debilitado; uno de sus Noyan había huido al oeste, según Guchu. El chamán conseguiría más seguidores cuando el pueblo viera que el Kan no se atrevía a hacerle frente ni siquiera para defender a su propio hermano. Teb-Tenggeri apartaría del Kan a cualquiera que lo cuestionara.

A Hoelun sólo le quedaba una esperanza, aunque débil. Munglik había estado en el campamento de sus hijos durante los últimos días, tal vez porque temía que la cólera de su esposa cayera sobre él. La mujer llamó a un guardia y le ordenó que fuera a ver a su esposo.

Hoelun recibió a Munglik delante de su tienda. Se había vestido con su túnica azul favorita, se había pintado el rostro y se había aceitado las trenzas. Munglik se acercó a ella con expresión preocupada, y sonrió cuando ella le tomó las manos.

—Te ves bien, esposa —dijo el hombre.

—La primavera me ha renovado.

Lo condujo al interior, lo sentó en la cama e hizo un gesto a las criadas antes de decirle:

—Te he echado de menos.

Después de comer, el rostro de Munglik se veía plácido. Hoelun despachó a las criadas, y cuando Munglik se puso de pie para quitarse la túnica, ella le tomó una mano.

—Antes de dormir —le dijo—, quiero decirte algo.

Él frunció el entrecejo y se sentó junto a la mujer.

—Es acerca de Khasar, ¿verdad? —preguntó—. Todos saben lo que dijiste en su tienda. Una madre debe amar a sus hijos, pero en realidad no sabes qué es lo que él podía estar tramando.

—No es sobre Khasar, y a veces el amor de un padre puede ser tan ciego como el de una madre.

Munglik se mesó la barba gris.

—Ya veo.

—Escúchame, Munglik. Ahora no pienso solamente en mis propios hijos, sino en los tuyos. Piensa cómo Temujin puede volverse contra tu hijo si él va demasiado lejos.

—Estás equivocada, Hoelun. Temujin sabe muy bien todo lo que le debe a Kokochu.

—Temujin le debe todo lo que tiene a su espada, y a las espadas de sus hermanos y de sus generales. El Celestial no hizo más que dar su bendición.

Munglik hizo un signo.

—Ten cuidado con lo que dices.

—Diré lo que se me antoje. He perdido el poco miedo que pude tenerle a Teb-Tenggeri. Tú eres su padre, a ti te corresponde decirle lo que otros no se atreven. Dile que rompa el hechizo que ha ejercido sobre Temujin antes de que ese mismo hechizo se vuelva en su contra. Dile que se refrene; si puedes hacerlo, será fácil refrenar a tus otros hijos.

—No puedo decirle eso, Hoelun.

—Entonces tal vez sea tiempo de darle una de las palizas que debiste propinarle hace mucho tiempo.

Munglik extendió un brazo.

—Tal vez tú no le tengas miedo, pero yo sí. Nos maldecirá a ambos si…

—¿A su propio padre? —dijo ella con dureza—. ¿A la esposa de su padre? ¿Crees eso y sin embargo tienes miedo de enfrentarte a él? ¿Qué clase de hombre eres?

—Hoelun…

—Yo sé qué clase de hombre eres. —Las palabras salieron con dificultad de su boca—. Es posible que le tengas miedo, pero también piensas en lo que puedes ganar por medio de él. Veo que siempre lo pensaste. Cuando éramos descastados, te compadeciste de nosotros, pero no nos ayudaste. Cuando Temujin se separó de su "anda", tú permaneciste con Jamukha y sólo acudiste a nosotros cuando advertiste que mi hijo sería el más fuerte. Temujin quiso que nos casáramos, y yo hice todo lo que pude… sabía que él debía asegurarse tu lealtad. No has sido un mal esposo, y tu consejo le salvó la vida a Temujin, pero siempre observaste hacia dónde soplaba el viento antes de actuar. Ahora crees que ganarás más apaciguando a Teb-Tenggeri.

Él la tomó del brazo.

—Cállate.

—Maldigo a tu hijo, Munglik. Si no lo refrenas, también te maldeciré a ti. Te escupo los pies y te doy vuelta la cara.

El rostro de él se contrajo. Ella vio la lucha en sus ojos, y pensó que cedería.

—Retira tus palabras —masculló el hombre—, y te perdonaré. Será como si nunca las hubieras pronunciado.

—El arco ha perdido su flecha —dijo ella—. No puedo recuperarla. Sólo tú puedes impedir que alcance el corazón de tu hijo.

Él se puso de pie y salió de la tienda. La garra del espíritu maligno volvió a clavarse en Hoelun, y la mujer se tendió en la cama.

95.

Bortai oyó unos pasos suaves; Temujin se acercaba a la cama. Había estado cavilando junto al fogón durante gran parte de la noche. Ella tendió la mano hacia él en cuanto se deslizó bajo la manta.

—Bortai —dijo el Kan—, hay muchas cosas que no sé. Mis palabras viven en lo que Ta-ta-tonga consigna, y, sin embargo, no puedo leer sus signos. Los pueblos de las ciudades pueden hacer caminos sobre el agua y obligarla a cumplir su voluntad, en tanto que nosotros debemos vagar por nuestras tierras buscándola. Teb-Tenggeri puede rastrear e invocar a los espíritus, mientras que yo debo luchar por escucharlos en el Burkhan Khaldun. Creí que los hombres se volvían más sabios con la edad, pero en cambio mira qué poco sé.

—Sabes lo que debe saber un Kan —dijo ella.

—Pero hay más cosas que ignoro.

La abrazó y al cabo de unos instantes se quedó dormido. El chamán le había infundido todas esas dudas; ella sabía lo que habría dicho TebTenggeri. "Escúchame y conservarás tu trono; sólo yo puedo invocar los espíritus que te ayudarán".

Estaba adormecida cuando oyó gritos fuera; de inmediato reconoció la voz de Temuge, que pedía ver a Temujin.

El hermano menor del Kan irrumpió en la tienda, se acercó a ellos y se arrodilló al pie de la cama.

—Pido justicia —dijo con voz ahogada.

Temujin se sentó lentamente.

—Cuando algunos guerreros de tu propio campamento —continuó el Odchigin—, decidieron unirse a Teb-Tenggeri, tú no los detuviste. Ahora algunos de mis hombres han hecho lo mismo. Envié a mi camarada Sokhur para que le pidiera al chamán que me los devolviera, pero él y sus hermanos le golpearon y lo mandaron de regreso con la montura atada a la espalda. ¿Cómo puedo soportar esos insultos?

Temujin recogió su túnica y se envolvió los hombros.

—Prosigue —dijo.

—No acudí a ti entonces —dijo Temuge—. Después de lo ocurrido con Khasar, advertí que tendría que solucionar el asunto yo mismo. Fui a ver a Teb-Tenggeri. Sus hermanos cayeron sobre mí y me obligaron a arrodillarme delante del chamán y luego me echaron sin los hombres a los que había ido a buscar. —Se abrió el abrigo y la camisa, y alzó el rostro magullado—. ¿Ves las marcas que esos Khongkhotat dejaron en mi cuerpo? ¿Qué harás al respecto? ¿Acaso Khasar y yo debemos creer que ya no le importamos a nuestro hermano?

Bortai se sentó y se envolvió el pecho con la manta.

—¿Cómo puedes permitir esto? —preguntó a su esposo.

—Khasar te sirvió bien —continuó Temuge—, y tú trataste mal a nuestro hermano a pesar de su lealtad. Yo no hice más que reclamar lo que era mío. ¿Qué harás por nosotros, Temujin?

El Kan permaneció en silencio.

—¿No ves lo que están haciendo? —gritó Bortai—. Ahora que aún estás con vida se atreven a alzar la mano contra tus hermanos. —Las lágrimas corrían por sus mejillas y ella no hizo nada por contenerlas—. Cuando tu cuerpo hermoso y fuerte se convierta en polvo, ¿qué será de nosotros?

Temujin se estremeció e hizo un signo contra el mal.

—No, no pienso callarme —prosiguió Bortai—. Tu pueblo es como hierba a merced del viento… ¿quién gobernará cuando tú desaparezcas? ¿Crees que unos hombres que se atreven a atacar a tus hermanos permitirán que mis hijos gobiernen alguna vez?

Él la miró. Le ordenaría que guardara silencio, pero ella no le obedecería, no esta vez.

—A pesar de los poderes que él pueda tener —siguió la mujer—, tú mismo te convertiste en Kan. ¿Perderás lo que has ganado? Si dejas que el chamán siga ofendiéndote, tu gran "ulus" se te escapará de las manos. Encárate con el Celestial y prueba los poderes que alega tener.

—Mi "anda" me habla a través de él —dijo Temujin—. Se ha convertido en el camarada que yo deseaba y al que perdí.

—Basta, Temujin. —Bortai aferró la manta—. El chamán sólo está utilizando tu dolor y tu arrepentimiento como arma contra ti. Si permites que te siga separando de los que más te aman, te arriesgarás a perderlo todo. Al humillar a tus hermanos te está poniendo a prueba, ¿acaso crees que despues no atacará a nuestros hijos?

—Su conocimiento… —empezó a decir Temujin.

—Sólo lo usa para sí. Si tratas a Temuge como trataste a Khasar, te prometo que todos sabrán lo que yo pienso de esa injusticia. Teb-Tenggeri tendrá que vérselas conmigo… tal vez entonces comprendas la clase de hombre que es.

—Tu esposa es sabia —dijo el Odchigin—. Te ruego que no ignores su consejo.

Temujin se levantó y fue hacia el fogón, se volvió y miró más allá de Bortai; ella vio desesperación es sus ojos.

—Antes mis sueños eran claros —dijo el Kan finalmente—. Ahora sólo los atisbo a través de una niebla. Antes los espíritus me hablaban, y ahora permanecen en silencio. Sólo el chamán puede aliviar las dudas que me atormentan. Todavía puedo escuchar a los espíritus a través de él. Puedo hablar con Jamukha, y saber que me ha perdonado. ¿No ves lo que me pides? Si ataco a Teb-Tenggeri y sus poderes son los que parecen, los volverá contra mí. Pero si logro castigarlo, eso demostrará que los espíritus lo han abandonado, y tendré que preguntarme si alguna vez los gobernó verdaderamente. —Hizo una pausa—. Si pierdo a mi chamán, volveré a perder a mi "anda".

—Tú eres el Kan —susurró Bortai—, el árbol que nos protege a todos. Debes pensar en los vivos… en tu pueblo y en tus hijos.

—Sí, debo hacerlo, y obligarme a creer que mi chamán sólo nubló mis pensamientos con sus hechizos. Me has dado un buen consejo, Bortai, pero sufriré llevándolo a la práctica. —Se puso de pie—. Temuge.

El Odchigin se volvió hacia él.

—Puedes zanjar tu disputa con mi chamán principal —agregó el Kan—. Llamaré a los Khongkhotat y tú puedes hacer lo que quieras con Teb-Tenggeri. No sería correcto que yo alzara mi propia mano contra él.

Temuge se golpeó el pecho con un puño.

—Me enfrentaré a él —dijo—, y me aseguraré de tener hombres fuertes a mis espaldas.

—No me digas lo que harás. Si Teb-Tenggeri se entera de tus intenciones, puede volver sus hechizos contra ti. Si no lo hace, sabré que sus poderes le han fallado finalmente.

—No sospechará —dijo Bortai—. Está demasiado lleno de orgullo para pensar que algo pueda dañarlo.

Temujin la miró y luego hizo un gesto a Temuge.

—¡Márchate!

Su hermano salió de la tienda. El Kan se sentó dando la espalda a Bortai.

—Me reuniré con los Khongkhotat aquí —masculló.

—Yo estaré a tu lado —dijo ella.

—Sería mejor que no lo hicieras. Tal vez sea peligroso.

—Entonces lo enfrentaré contigo.

No permitiría que él sucumbiera a su temor.

—Tú me aconsejaste que dejara a Jamukha —dijo él—, y estuviste en lo cierto, pero la separación me causó gran dolor. Tú me advertiste que no debía confiar en Toghril, y yo ignoré tus palabras sólo para descubrir que tenías razón. ¿Acaso debo desconfiar eternamente de los que me rodean?

—Tus hermanos te aman —dijo ella—, al igual que tus generales, y yo. No necesitas amigos falsos.

—Y tengo que pensar en lo que debo conseguir. Dios desea que yo sea el más grande de los Kanes, que gobierne todas las tierras bajo el sol, y que mi "ulus" sea el arma de Tengri. Según parece, debo encontrar todas las alegrías en mi destino, en tomar aquello que el cielo me ofrece.

Se puso de pie y fue a la entrada a llamar a los guardias.

Bortai mantuvo una expresión impasible cuando entraron el chamán y sus seis hermanos, seguidos de Munglik. Teb-Tenggeri parecía tranquilo mientras los otros colgaban sus armas a la izquierda de la entrada, y siguió tranquilo cuando vio a Temuge sentado a la derecha de Temujin. Había veinte miembros de la guardia diurna en el "Yurt"; los tres fornidos guerreros que habían venido con Temuge estaban en el fondo de la tienda.

El chamán murmuró un saludo. Temujin dijo:

—Mi hermano Temuge Odchigin ha venido a quejarse de ti.

Teb-Tenggeri frunció el entrecejo.

—No tiene motivos de queja —dijo con su voz musical—. Algunos de sus hombres eligieron unirse a mí. ¿Acaso importa que me sirvan a mí o al Odchigin, si todos sirven a su Kan? Si tu hermano es tan mal jefe que no puede retenerlos, sin duda ellos tienen derecho a elegir a otro. Sospecho que vinieron a mí porque el Odchigin tal vez albergue ambiciones muy semejantes a las de su hermano Khasar.

Temujin hizo un gesto de asentimiento a Temuge. El Odchigin se incorporó de un salto, se lanzó sobre el chamán y aferró el cuello de su abrigo blanco.

—Zanjad vuestra disputa fuera de mi tienda —gritó Temujin—. Allí podréis probar quién es más fuerte.

Temuge arrastró al chamán fuera.

—¿Qué es esto? —preguntó Munglik acercándose al trono.

—Temuge ha sido insultado —dijo Temujin con suavidad—. Tu hijo se ha excedido.

El rostro de Munglik se demudó. Sus hijos miraron a los guardias del Kan. Bortai escuchó gritos fuera, y después un súbito silencio. Temuge, agitado, entró tambaleándose en la tienda.

—Ese chamán no es un gran luchador —dijo jadeando y mostrando los dientes—. Cayó, fingiendo que no podía moverse, y ahora no se levanta. Sus límites están claros.

—¿Qué has hecho?—dijo Munglik. Luego se cubrió el rostro y soltó un ronco sollozo.

Su otros hijos avanzaban hacia Temujin y Bortai, con las manos en la empuñadura de sus cuchillos. Temujin saltó y puso de pie a Bortai, después golpeó a uno de los hermanos que se lanzó sobre él.

—¡Atrás! —gritó el Kan.

Más hombres aparecieron en la entrada. Los soldados cercaron a los Khongkhotat mientras otros conducían a Bortai y a Temujin fuera de la tienda.

El Kan se detuvo delante de su hermano.

—De modo que zanjaste tu disputa —le dijo.

—Compruébalo por ti mismo.

Temuge sonrió sin alegría mientras los conducía a los carros próximos a la gran tienda. Los tres robustos guerreros que habían venido con el Odchigin estaban junto a un carro; el cuerpo del chamán, retorcido en la cintura, yacía a sus pies. Bortai vio los ojos vidriosos de Teb-Tenggeri e hizo un signo contra el mal.

—Tiene la espalda rota —dijo Temuge—. Su sangre no se derramó. Como te dije, no era un gran oponente.

Temujin miró el cuerpo, sus labios se movieron.

—Levántate —dijo en voz tan baja que Bortai apenas si lo oyó—. Levántate.

Ella lo cogió de la manga, pero él la miró con ojos vacíos, como si su propio espíritu lo hubiera abandonado.

Munglik y sus hijos eran conducidos hacia allí. Temujin soltó a Bortai y alzó la mano.

—Los poderes de tu hijo lo han abandonado —dijo el Kan dirigiéndose a Munglik—. Los espíritus se han retirado de él. Porque no pudiste controlar a tus hijos, Munglik-echige, uno de ellos está muerto. Mereces ser castigado por no refrenarlo, por permitirle pertubar la paz de mi "ordu" y de mi familia, por permitirle confundirme con sus hechizos.

—He sido castigado —susurró Munglik—. Me han arrebatado a mi hijo.

—Tú eres culpable —dijo Temujin—, pero también yo lo soy, porque no me resistí al hechizo con el que me envolvió, porque quise creer… —Se estremeció—. Te prometí que serías honrado, y ahora no puedo desdecirme, pues en ese caso nadie creerá en mis promesas. No puedo matarte y convertir a mi propia madre en viuda… tu muerte de nada serviría, y tus ambiciones han terminado. Tú y tus hijos sois libres de marcharos, pero procurad no volver a molestarme. Podéis pensar en lo que habríais ganado si hubierais sido verdaderamente leales a mí.

El Kan se volvió hacia los guardias.

—Colocad una tienda alrededor del cuerpo del chamán. Cerrad la entrada y la salida de humo y vigiladla durante tres días. El chamán era un hombre poderoso, así es que antes de sepultarlo quiero asegurarme de que su espíritu lo ha abandonado.

El chamán aún lo tenía en su poder, pensó Bortai. Temujin preferiría verlo levantarse de entre los muertos, aunque eso significara su propia muerte, antes que saber que las voces que le habían hablado a través de Teb-Tenggeri permanecerían en silencio para siempre.

Munglik inclinó la cabeza mientras sus otros hijos lo conducían.

—Usun será mi chamán principal —dijo Temujin en tono inexpresivo—. Es sabio y demasiado viejo para tener demasiadas ambiciones. —Se arrebujó en su abrigo—. Traedme un caballo… no quiero permanecer tan cerca de los espíritus malignos.

Se alejó sin volverse a mirar a Bortai.

Hoelun no había querido que su hija viniera, pero Temulun había insistido en hacerlo, acompañada de tres chamanes. Los chamanes habían entonado sus letanías y habían sacrificado una oveja. Al parecer, Temulun estaba resuelta a fingir que era posible alejar al espíritu maligno que poseía a su madre.

Las criadas se movían por la tienda, barriendo el suelo alfombrado para librarlo de polvo e insectos. Hoelun deseó que su hija se fuese; no quería que estuviera cerca si se sentía repentinamente débil.

Hoelun cerró los ojos. Cuando los abrió, una de las criadas susurraba algo a Temulun.

—He oído ese rumor —dijo Temulun; en su rostro apareció una expresión de desprecio—. Son tonterías. —Miró a Hoelun—. Si Munglik-echige está relacionado con esos rumores, tal vez deberías decirle que deje de hacerlo.

Hoelun suspiró. Temujin había quebrado a su esposo; Munglik ya no podía hacer nada contra el Kan.

Temulun miró a la criada.

—Lo que debe de haber ocurrido —prosiguió—, es que los guardias de mi hermano se llevaron el cuerpo y lo enterraron en secreto. El chamán no se levantó de entre los muertos al tercer día, y su cuerpo no salió flotando por la salida de humo.

—Pero dicen que la entrada estaba cerrada, y que la salida de humo fue abierta desde dentro.

—Tal vez el Kan no debió haber sepultado el cuerpo en secreto —dijo otra mujer—. Si la gente lo hubiera visto…

—Yo no tengo que verlo —dijo Temulun—, para saber que la historia es falsa. Los que temían al chamán principal pueden rumorear todo lo que les venga en gana, pero a mí sólo me hace admirar aún más a Temujin, por ser más fuerte que un hombre con tantos poderes. De todos modos, Temujin ha declarado que fue Tengri quien se llevó el cuerpo, y que eso es un signo de que el cielo ya no amaba al chamán y no le permitió ser sepultado, de modo que mi hermano ha encontrado cierta utilidad en esos rumores.

Las criadas hicieron signos; no se debía hablar de muerte y entierros cerca de la cama de una enferma. Temulun despachó a las mujeres con un gesto de la mano y después se inclinó sobre Hoelun.

—Cuando mejores, madre, tendrás que venir a ver mis pájaros.

—Temulun, tus pájaros deberán cazar sin mí, y tú estarás con tus hijos, no aquí. ¿Acaso quieres llevarles malos espíritus? Has hecho por mí todo lo que has podido… es hora de que te marches.

Temulun se llevó la mano de su madre a la mejilla; Hoelun sintió en la palma las lágrimas de su hija.

—Madre.

—Te amo, hija. Ahora déjame descansar.

Temulun lloró. Hoelun cerró los ojos y se dejó ir; cuando volvió a abrirlos, su hija ya no estaba, pero había otra persona junto a la cama. A pesar de las sombras vio que se trataba de Munglik.

—He perdido a un hijo —dijo el hombre—. No puedo perder a mi esposa.—Estaba encogido como si fuese mucho mayor y estuviese doblado por el dolor—. Tendría que haberte escuchado. Mis otros hijos han perdido el valor, ¿y qué haré ahora sin ti?

Ella no podía responderle.

—Te amé hace mucho, cuando te vi por primera vez —siguió él—. Sé que nunca fui un hombre como el Bahadur, pero tú me diste un poco de fuerza. ¿Qué será de mí sin ella?

Hoelun consiguió alzar una mano. Munglik la cogió, volvió a bajarla y alisó la manta.

Finalmente salió de la tienda. A los oídos de Hoelun sólo llegaba el aullido del viento, y advirtió que las criadas se habían ido. Supo entonces que había una lanza clavada delante de la tienda, advirtiendo a todos que la muerte estaba dentro.

La mujer durmió. Cuando despertó, el dolor había disminuido, pero tal vez lo que ocurría era que se había acostumbrado a las garras del espíritu maligno que aún no la había soltado. Había un hombre allí, que la miraba con los ojos de Yesugei; su esposo había venido a buscarla.

—Tu nombre vivirá, Yesugei —dijo ella en voz baja—. Temujin ha sobrepasado todas las esperanzas que tú habías puesto en él. Miles de hombres saben que nuestro Kan más grande nació de tu simiente.

—Madre —dijo el hombre.

—Temujin —susurró ella—. Te arriesgas a una maldición por estar aquí.

—Entonces me arriesgaré. No puedo permitir que te vayas sin verte por última vez. He pedido perdón a Khasar y le he devuelto todos sus rebaños y familias. Me maldigo por haberte causado dolor.

—Ya no siento dolor —dijo ella—. Viví para ver cómo construías una nación. Déjame descansar, Temujin. Mi vida está completa, y tú eres el Kan.

—Y con cada cosa que gano, se me arrebata algo. No puedo…

—Todos debemos morir solos. Tu padre me espera… vete.

Él susurró una plegaria y se marchó. Una sombra se agitó sobre la pared izquierda de la tienda; tenía la forma de un hombre. Hoelun alzó lentamente la cabeza, indiferente al dolor que la desgarraba.

—Yesugei —susurró, y cayó hacia atrás. Su alma se elevó de su cuerpo y voló hacia él.