1.

En la ribera norte del río Onon, un bosquecillo de sauces y abetos se rizaba por el calor. Hoelun aferró las riendas del caballo que tiraba de su carro cubierto. La tierra verde, suavemente ondulada y coloreada de flores silvestres, muy pronto estaría parda y reseca. La primavera y el principio del verano no eran más que un breve respiro entre los vientos helados del invierno y el calor abrasador de mediados del verano.

La túnica y los pantalones de cuero de Hoelun yacían a su lado, debajo del tocado cuadrado, hecho con madera de abedul y adornado con plumas, que había usado en su boda. Sólo llevaba puesta una corta camisa de lana; se había quitado las otras prendas esa misma mañana, más temprano. Su hogar estaba bajo el techo curvo de su carro de madera de dos ruedas: el esqueleto y los paneles de fieltro del yurt que levantaría en el campamento de su esposo, los baúles que contenían sus cazos, ropas, fogón, joyas y tapetes, la cama en la que se acostarían.

Yeke Chiledu cabalgaba a su lado, con la espalda erguida bajo su aljaba. Llevaba el arco dentro de la caja laqueada que pendía de su cinturón; sus piernas cortas, enfundadas en los pantalones, apretaban los flancos de su caballo castaño.

Aunque a los catorce años Hoelun ya sabía que contraería matrimonio en poco tiempo, su boda había caído sobre ella tan repentinamente como una tormenta de verano. Un mes atrás, Chiledu había llegado a los Olkhunugud a buscar esposa y había visto a Hoelun fuera del yurt de su madre. Esa misma noche, habló con el padre de la muchacha de los regalos que ofrecería por ella; antes de que volviera a haber luna llena Hoelun sería la esposa de Chiledu.

Chiledu volvió la cabeza, y las líneas que rodeaban sus pequeños ojos negros se acentuaron cuando sonrió.

—Deberías cubrirte —le dijo, acentuando las palabras como solían hacerlo los de su pueblo, los Merkit.

—Hace demasiado calor.

Chiledu frunció el entrecejo. Ella debía ponerse las ropas si él se lo ordenaba. El joven soltó una carcajada.

—Eres bella, Hoelun.

Ella se sonrojó, deseando que él le dijera más cosas, recordando todas las palabras que había empleado para elogiar sus ojos pardos con reflejos dorados, su nariz pequeña, su espeso cabello trenzado y su pálida piel cobriza. Ella había cerrado los ojos durante la primera noche que pasaron juntos, incapaz de dejar de pensar en las yeguas de su padre y en la manera en que las montaba el semental. La rápida penetración de Chiledu le había causado dolor; él había gemido, se había estremecido y había salido de ella, para quedarse dormido a su lado un momento más tarde. La noche siguiente había sido casi igual; ella había esperado más.

Chiledu se volvió y escrutó el horizonte.

Avanzaban lentamente hacia el estrecho curso del Onon. El río era poco profundo aquí, casi como un arroyuelo; podrían cruzarlo con facilidad.

Hoelun tiró de las riendas; el carro se detuvo. Desató el caballo de reserva de la parte de atrás del carro y lo condujo hacia el agua. Largos dedos de sauces y abetos llegaban casi al borde de la ribera opuesta; a la distancia, un macizo brotaba abruptamente de la tierra. Tengri, el cielo, era un enorme yurt bajo el que algunas partes de Erugen, la tierra, se elevaban hacia el techo. Las montañas, con pinos y alerces que canturreaban y suspiraban siempre que el viento los mecía, eran los lugares de los espíritus, de las voces que podían susurrar a los chamanes, de los espectros capaces de entrar en el cuerpo de los animales para proteger a un hombre o provocar su muerte. La delgada corriente del Onon borbollaba como si fluyese sobre rocas; el agua que corría también albergaba espíritus.

Una sombra se movió bajo los árboles, frente a Hoelun; una ramita se quebró. Ella miró en la dirección de donde provenía el ruido y vio a un hombre con un halcón posado en la muñeca. El extraño se inclinó en su caballo; sus hombros eran anchos bajo la chaqueta larga y abierta, y sus ojos oblicuos pero también largos y extrañamente pálidos, diferentes de todos los ojos que la joven había visto. Trató de gritar; la voz murió en su garganta. El hombre desapareció repentinamente entre los árboles.

Se había roto el hechizo de esos ojos extraños.

—¡Chiledu! —gritó ella mientras tiraba del caballo—. ¡Esposo!

Chiledu ni siquiera había advertido la presencia del extraño; Hoelun se preguntó cuánto tiempo los habría estado observando el cazador.

—¡Ven rápido!

Él corrió hacia su caballo, olvidando la presa que había estado persiguiendo. Ella tuvo un atisbo del extraño que cabalgaba sobre una loma antes de que los árboles volvieran a ocultarlo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Chiledu cuando se acercó.

—Vi a un hombre allí, bajo los árboles. —Hoelun señaló—. Se alejó a caballo. Será mejor que vayas tras él y veas…

—¿Y dejarte sin protección?

—Estaba solo —dijo ella.

—Tal vez desee que yo lo siga. Podría tener amigos cerca. Abreva los caballos, y después seguiremos adelante.

Cruzaron el Onon y avanzaron hacia el noroeste. Chiledu cabalgaba delante del carro. Hoelun rozó levemente el flanco de su caballo con el látigo. La tierra se ondulaba en colinas, haciendo más lento su avance.

El carro rechinó cuando ascendió por una loma cubierta de hierba. El extraño no los había saludado ni había alzado las manos para indicar que no deseaba hacerles daño, pero tal vez no había querido provocar a Chiledu mirando directamente a su esposa, por ir ésta casi desnuda.

Semejantes pensamientos no hacían que su miedo disminuyese. Clanes de mongoles merodeaban en las tierras del sur, y ella sabía que eran enemigos de los Merkit; Chiledu le había hablado de sus incursiones. El resentimiento se apretó en su garganta. Si Chiledu no hubiera mandado a sus hombres al campamento inmediatamente después de la boda, ahora ellos estarían a su lado y Hoelun no estaría preocupada por el extraño cazador. Él debería haber sido más precavido en vez de creer que podría cuidar de su esposa sin la ayuda de nadie.

—Tendrías que haber ido tras él —masculló Hoelun—, y tendrías que haberle clavado una flecha en la espalda.

Chiledu permaneció en silencio. El sol pendía sobre sus cabezas; Hoelun pensó en los sauces ya lejanos, bajo cuya fresca sombra podrían haber descansado.

Espoleó su caballo y entonces oyó el distante tronar de cascos. Miró hacia atrás. Tres jinetes avanzaban hacia ellos desde el sur. Una loma los ocultó por un momento, luego reaparecieron.

Chiledu se alzó en los estribos, después galopó hacia una colina cercana, tratando de alejar a los hombres de ella. Hoelun azotó el caballo y el carro se tambaleó y osciló cuando el animal se lanzó a trotar. Los tres hombres pasaron al galope junto a ella, en pos de Chiledu; ella reconoció al extraño. Él le sonrió, sus ojos verdosos llenos de una alegría salvaje.

Chiledu no podría haberla llevado en su caballo; el peso excesivo habría garantizado su captura. La única oportunidad que tenía era que sus perseguidores no lo alcanzaran. Hoelun tembló de furia ante su impotencia. Su esposo le había fallado. Tal vez eso significaba que merecía perderla.

Súbitamente, Chiledu emergió de detrás de una colina; volvía al galope. Ella se puso tensa; después, cuando él se acercó al carro, se levantó.

—¿Qué estás haciendo? —le gritó, mientras el caballo castaño patinaba y se detenía—. Vi sus caras cuando pasaron a mi lado… están decididos a matarte.

El joven jadeó, sin aliento.

—No puedo dejarte aquí.

—Morirás si no lo haces. Vete… siempre puedes encontrar otra esposa. —Sus palabras fueron más amargas de lo que ella pretendía—. Puedes llamarla Hoelun en mi memoria… ¡Ahora salva tu vida!

Él vaciló. Los tres extraños aparecieron en la cima de la colina.

—Escúchame…

¿Cómo podía convencerlo Hoelun de que se salvara? Se quitó la camisa y se la arrojó a Chiledu.

—Llévate esto como recuerdo, para que nunca olvides mi olor. Ve con los tuyos y vuelve a buscarme más tarde con tus hombres.

Chiledu apretó la prenda contra su mejilla.

—Volveré por ti, Hoelun, te lo prometo.

—¡Vete ya!

Los tres extraños se acercaron a ella; soltando alaridos, rodearon el carro. Por un momento, Hoelun pensó que dejarían escapar a Chiledu, pero cabalgaron tras su esposo. Los siguió con la vista hasta que sólo divisó cuatro minúsculas nubes de polvo en el horizonte.

Hoelun se dejó caer en el asiento del carro. A pesar de la valiente promesa que le hiciera Chiledu, no era probable que los suyos se molestaran por el robo de una esposa. Los Merkit esperarían antes de vengarse de la ofensa. Para entonces, Chiledu ya tendría otra esposa que lo consolara.

Todavía estaba desnuda, salvo por las botas de piel de buey. Cogió su túnica, se la puso y ató los lazos en la cintura. Aunque huyera en el caballo de recambio, no sabría dónde hallar refugio. Tenía el arco a su lado, pero no intentó cogerlo; no ganaría nada obligando a los extraños a matarla. Los pálidos ojos del cazador le habían revelado que él la quería con vida.

2.

Los tres extraños volvieron cabalgando por la ribera del río en dirección al lugar donde estaba el carro de Hoelun. Chiledu había conseguido huir. Si estuviera muerto, ellos traerían su caballo y sus armas, y tal vez su cabeza como trofeo.

Los tres se acercaron trotando. Incapaz de controlarse, Hoelun rompió a llorar. El hombre de ojos pálidos soltó una carcajada. Aquella risa la enfureció. Cuando él desmontó de un salto, Hoelun lo azotó con el látigo. Él se lo arrebató, y a punto estuvo de arrojar a la joven a tierra, después, subió al carro.

—Llora todo lo que quieras —dijo el hombre—. Las lágrimas no te servirán de nada.— La sentó de un empujón y le arrebató las riendas de las manos.

—Debes estar agradecida —dijo uno de los otros—. Es mejor ser la mujer de un Borjigin que de un Merkit. —Extendió una mano para asir las riendas del caballo del hombre de ojos pálidos.

—Él volverá por mí —dijo Hoelun entre sollozos.

—Yo lo haría, si hubiera perdido a una esposa así —dijo el hombre sentado junto a ella—. Ese Merkit no lo hará.

—Tú hiciste que mi esposo me dejara. Cabalga en el viento, corriendo por su vida. Yo grito su nombre, pero él no me escucha. —El dolor la desgarraba, aunque en parte era consciente de que sus captores esperaban que se lamentase; no pensarían gran cosa de una mujer que olvidara su lealtad con demasiada rapidez—. Tú lo alejaste, tú…

—Cállate —dijo el hombre que cabalgaba junto al carro, con una voz que parecía de muchacho.

Hoelun chilló; el hombre de ojos pálidos hizo un gesto de irritación.

—Mi amo Yeke Chiledu… —comenzó a lamentarse Hoelun.

—¡Cállate! —la interrumpió el más joven—. Ya no puede oírte.

—Has terminado con él —masculló el hombre sentado a su lado—. No soportaré estos chillidos dentro de mi tienda.

Ella sintió que su odio por aquel hombre aumentaba.

—Así que piensas quedarte con ella —dijo el más joven.

—Por supuesto —dijo el hombre que iba en el carro con Hoelun.

—Ya tienes una esposa.

—¿Esperas que te la dé a ti? Yo la vi primero. Búscate tu propia mujer, Daritai.

—Muy bien, hermano —dijo el más joven—. Debería haber imaginado que tú no…

—¡Basta de hablar así! —dijo el hombre que iba al frente, girando en su montura—. Ya reñís bastante sin una mujer de por medio.

Así que su captor tenía una esposa. Ella sería la segunda, lo que significaba un rango inferior; lamentó más que nunca haber perdido a Chiledu.

—Tuvimos tan poco tiempo, Chiledu y yo. —Hoelun se enjugó los ojos con la manga—. Nos casamos hace sólo unos días.

—Mejor —dijo el hombre de ojos pálidos—. Así lo olvidarás más fácilmente.

Ella se cubrió la cara, después espió al extraño entreabriendo los dedos. Era más alto que Chiledu, y de pecho más ancho. Los largos bigotes le caían a los costados de la boca, pero ahora que estaba más cerca de él advirtió que no era mayor que su esposo.

—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó él.

Ella se negó a responder.

—¿Tendré que sacártelo a golpes? ¿Cómo te llamas?

—Hoelun.

—Estos dos son mis hermanos. —Indicó con un gesto al que abría la marcha—. Nekun-taisi es el mayor.

El jinete se volvió para dedicarle una sonrisa tan amplia como la de su hermano.

—El que cabalga junto a nosotros es Daritai Odchigin. Cuando regresé y les hablé de la belleza que había visto, montaron al instante. Yo soy Yesugei.

—Yesugei Bahadur —agregó el que se llamaba Daritai.

Bahadur, el Bravo. Hoelun se preguntó qué habría hecho este hombre para merecer semejante título.

—Bartan Bahadur era nuestro padre —dijo Yesugei—. Nuestro abuelo era Khabul Kan, y Khutula Kan nuestro tío.

—La voz de Khutula Kan —dijo Daritai—, podía llenar un valle y llegar a los oídos de Tengri. Podía comerse una oveja entera y seguir hambriento. Podía tenderse junto a un bosque en llamas y alejar el fuego como si fuera ceniza.

Vanas jactancias, pensó Hoelun, las palabras envanecidas de aquellos cuyo orgullo era más grande que sus posesiones. Sabía algo de los Borjigin. Ese clan había sido alguna vez poderoso, pero los tártaros, auxiliados por un ejército de los Kin, los habían aplastado. Khutula, el Kan que parecía invencible según lo dicho por Daritai, estaba muerto, al igual que sus hermanos.

—¿Y quién es Kan ahora? —preguntó Hoelun con audacia

Yesugei frunció el entrecejo.

—No tenéis Kan —prosiguió ella—, eso es lo que he oído.—Quería enfurecer a ese hombre, vengarse de algún modo de él—. Perdisteis dos Kanes, ése del que se jacta tu hermano y el que os conducía antes que él. ¿No es verdad?

—Cállate —masculló Daritai.

—Los tártaros mataron a tu tío —prosiguió Hoelun—, y los Kin mataron al anterior.

Yesugei apretó los dientes; por un momento ella creyó que iba a golpearla.

—Ambaghai se dirigía al encuentro de los tártaros para hacer la paz con ellos —dijo—, pero los tártaros lo apresaron y lo vendieron a los Kin. Éstos lo empalaron en un asno de madera delante de su Rey Dorado y se burlaron de él mientras moría, pero en su último mensaje para nosotros, su pueblo, Ambaghai Kan dijo que no debíamos descansar hasta que él no fuera vengado. Los condenados tártaros pagarán por eso.

—Eso significa, por supuesto, que tenéis que luchar —dijo Hoelun—. Los Kin ayudarán a los tártaros a impedir que os hagáis fuertes, pero si los tártaros se tornan muy poderosos, los Kin podrían ayudaros a vosotros.

Eso da seguridad a Khitai, que trata de mantener todas esas luchas más allá de su Gran Muralla.

—¿Qué sabes tú de esas cosas?

—Sólo que las guerras de aquí son más útiles para el Rey Dorado de Khitai que para nosotros.

Yesugei la cogió del brazo con fuerza, después la soltó.

—Ya has hablado bastante, mujer.

Ella se frotó el brazo.

—Creo que ya tienes suficientes enemigos sin necesidad de robarme.

—Tal vez valga la pena que me haga de algunos enemigos más.

Hoelun cerró los ojos un momento, temerosa de volver a llorar. Una brisa repentina meció los árboles. Pensó en Chiledu, que cabalgaba solo en el viento caliente azotando su cara.

Al sur del bosquecillo en el que Hoelun había visto por primera vez a Yesugei, el terreno era más plano y despojado de árboles. Una tropilla de caballos pastaba a lo lejos.

—Nuestros —dijo Daritai al tiempo que señalaba con la mano los caballos y a los hombres que los custodiaban.

Hoelun permaneció en silencio.

—Mi hermano Yesugei —prosiguió el joven— es el "anda" de Toghril, el Kan Kereit, que vive en una tienda de tela de oro.

Así que Yesugei y el Kan Khereit habían hecho un juramento de hermandad. Daritai cambió de posición en la montura. Ya le había dicho que Yesugei era el jefe del campamento y del clan de los Borjigin Kiyat, y que tenía seguidores en otros subclanes.

—Hicieron ese juramento después de que Yesugei luchara contra los enemigos de Toghril Kan y le permitiera recuperar su trono. Un tío de Toghril reclamaba el Kanato de Kereit, pero nuestras fuerzas lo derrotaron, y Toghril quedó tan agradecido que ofreció a mi hermano un sagrado juramento de "anda". Los Kereit son ricos, y Toghril Kan es un aliado importante.

—Así que tu hermano tiene algunos amigos —dijo Hoelun—. Creí que su única habilidad era robar las esposas ajenas.

Daritai se encogió de hombros.

—En nuestro campamento viven hombres del clan Taychiut, y algunos Khongkhotat, y muchos descendientes de Bodonchar nos siguen en la guerra.

Hoelun pronto avistó el campamento de Yesugei en el horizonte. Círculos de "yurts", semejantes a grandes hongos negros, se erguían en la pradera más baja, cerca del río; unos hilos de humo ascendían de los agujeros abiertos en el techo para tal efecto. Había carros junto a cada vivienda. Hoelun calculó que vivirían unas trescientas personas en el campamento, pero después de las jactancias de Daritai, había esperado encontrar más.

—Detén el carro —dijo ella—. Quiero vestirme adecuadamente.

Yesugei enarcó las cejas.

—No parecías tan decente allá junto al río.

El carro se detuvo; Hoelun recogió sus pantalones y se metió bajo la lona del carro, después desenrolló la tela que cerraba la entrada. Encontró otra camisa en uno de sus baúles, se puso los pantalones, se acomodó la túnica de seda y se ató una faja azul a la cintura.

Yesugei estaba inquieto e impaciente cuando ella volvió a sentarse junto a él. Cuando el carro se puso en marcha, ella recogió su "bocca", el tocado de abedul decorado con unas pocas plumas de ánade, que tenía más de treinta centímetros de altura. Se colocó la "bocca" en la cabeza, metió las trenzas debajo y se ató las cuerdas bajo el mentón.

—Ahora pareces respetable —le dijo el hombre de ojos pálidos, en tono burlón.

El caballo de Nekun-taisi empezó a trotar. En el campamento estaba en marcha el trabajo del atardecer. Hoelun pensó en el campamento de su padre, donde su familia estaría dedicada a las mismas tareas, y sintió una punzada de dolor.

Varios jóvenes cabalgaron hacia ellos, saludando ruidosamente a Yesugei.

—El Bahadur hizo su captura —gritó un hombre, y otro se rio.

Hoelun bajó la vista; aborrecía la manera en que la miraban.

—Esta noche habrá celebración —dijo Yesugei.

Ante sus palabras, Hoelun se puso tensa.

El círculo de tiendas de Yesugei estaba en el extremo norte del campamento. Su estandarte, una larga vara adornada con nueve colas de caballo, se erguía junto al "yurt" situado más al norte. Yesugei alzó a Hoelun para ayudarla a bajar del carro, la condujo entre dos hogueras fuera del círculo para purificarla, después desensilló su caballo. Un muchacho vino corriendo a llevarse los caballos de los hermanos.

—Ya veo por qué el Bahadur salió al galope de aquí —dijo una voz de mujer.

Un grupo de mujeres se había reunido junto al carro para observar a Hoelun. Más allá del círculo de tiendas de Yesugei, hacia el oeste, dos ancianas con altos tocados la miraban; con semejantes "boccas", sin duda serían importantes.

—Debo levantar mi "yurt" —dijo Hoelun.

—Mañana —respondió Yesugei en voz baja—. Esta noche la pasarás en mi tienda.—Sus dedos se hundieron en el brazo de la muchacha.

Una mujer joven salió de la tienda de Yesugei; llevaba una criatura a la espalda. Se acercó a ellos, observó detenidamente a Hoelun con sus ojos grandes y oscuros y después inclinó la cabeza.

—Bienvenido, esposo —dijo con suavidad.

Él sonrió.

—Se llama Hoelun —dijo al tiempo que la empujaba hacia adelante—. Ésta es mi esposa, Sochigil.

Hoelun hizo una inclinación. A algunas mujeres no les gustaba que su esposo tomara otra esposa, pero la expresión de Sochigil era de tranquilidad.

—Mi hijo —dijo Yesugei señalando al niño que la mujer llevaba a la espalda—. Se llama Bekter.

Así que la bonita joven ya le había dado un hijo. Su lugar como primera esposa ya estaba asegurado; tenía poco que temer de Hoelun.

Dos grandes perros negros aparecieron ladrando; Yesugei les rascó las orejas.

—Déjanos solos —le dijo a Sochigil.

Su esposa bajó los ojos y se dirigió al "yurt" situado al este del de Yesugei.

La cortina estaba enrollada sobre la entrada. Yesugei entró desde la izquierda, para evitar la mala suerte; Hoelun lo hizo cautelosamente, como muestra de respeto hacia el espíritu del hogar que allí se alojaba. Había un lecho pequeño casi junto a la entrada; el suelo de tierra estaba cubierto con hierba seca y tapetes de fieltro. Era una vivienda más grande que la de ella. Dos muñecas de fieltro, las imágenes de los espíritus del hogar, colgaban de la armazón de madera en la parte trasera de la tienda, junto con un "ongghon", una ubre de yegua tallada; Hoelun desvió los ojos de la cama de madera con cojines de fieltro y mantas.

Un hombre maduro estaba colgando carne en la parte izquierda de la tienda. Corrió hacia Yesugei y lo abrazó.

—Fue un trabajo rápido —dijo el hombre.

—Éste es Charakha —le dijo Yesugei a Hoelun—. Ha estado a mi lado desde que yo era un niño.

El hombre sonrió.

—Querréis quedaros solos —dijo, y se marchó.

Hoelun miró a su alrededor con inquietud. El fogón, un círculo de bandas de hierro curvas, se erguía sobre sus seis patas metálicas en el centro de la tienda; una pálida columna de humo se elevaba hacia un agujero abierto en el techo.

Yesugei extendió los brazos hacia Hoelun, que dio un paso al costado.

—Vi a dos mujeres ancianas fuera —dijo ella, deseando distraerlo con la conversación—. Estaban en el círculo de tiendas situado al oeste del tuyo.

—Son Orbey y Sokhatai, las viudas de Ambaghai Kan. —Frunció el entrecejo—. Orbey Khatun piensa que un Taychiut debería ser nuestro jefe, pero sus nietos Targhutai y Todogen decidieron seguirme a mí. —Se acercó a ella e intentó quitarle las ropas con brusquedad. Ella se liberó violentamente de sus manos. Él le pellizcó un brazo—. ¿Quieres que espere? Tal vez lo que quieres es imaginarte cómo será. —La soltó—. Prepárate. Quiero que luzcas lo mejor que puedas.

3.

Hoelun se sentó a la izquierda de Yesugei; Nekun-taisi y Daritai estaban a la derecha de su hermano. Desde otras partes del campamento había venido gente al círculo de Yesugei a sentarse junto a las hogueras y ver a su nueva mujer. La estación acababa de comenzar y tenían muy pocas cosas para celebrar una fiesta: los animales tenían que engordar y las crías que crecer antes de poder sacrificarlos y preparar la carne. Pero tenían cuajada, un poco de carne seca, algunas aves y jarros de "kumiss" para beber. Disfrutarían de lo que pudieran, y agradecerían cualquier ocasión para celebrar.

Hoelun sintió las miradas de las dos viejas Khatun. Las mujeres que la rodeaban ya estaban borrachas. La mujer de Nekun-taisi le pasó a Sochigil un cuerno de carnero colmado de "kumiss". Algunos hombres se pusieron de pie y comenzaron a bailar, alzando sus cortas piernas y golpeando la tierra, mientras sus voces aullaban una canción.

Yesugei le tendió un pellejo de piel de buey.

—No tengo sed —susurró Hoelun.

—Bebe, o te lo haré tragar a la fuerza.

Ella aceptó el pellejo y bebió; la ácida leche fermentada de yegua desató el nudo que tenía en la garganta. Dos hombres se incorporaron de un salto para luchar. Uno de los Taychiut la miró lascivamente. Muy pronto la oscuridad impediría ver; Hoelun quería ocultarse en las sombras.

Yesugei le arrebató el pellejo y después la hizo ponerse de pie. Daritai le ofreció un pedazo de carne, que Yesugei cogió del cuchillo de su hermano.

—Terminaré la fiesta en mi "yurt" —gritó.

Los hombres se rieron. Los dedos que rodeaban el brazo de Hoelun eran tan duros como garras. Yesugei permaneció en silencio hasta que llegaron a su vivienda. La hizo entrar, después la empujó hacia el fogón.

—No has comido —le dijo.

—No tenía hambre.

—No está bien desperdiciar la comida.

Él bebió un trago de "kumiss" del pellejo, después se limpió los bigotes.

—Tendría que haber matado a ese Merkit —dijo—, pero no quería que mi caballo se cansara persiguiéndolo.

—Que mataras a mi esposo no habría mejorado mis sentimientos hacia ti.

—Pero habría aclarado las cosas.

—Ni siquiera pudiste enfrentarte solo. Tuviste que ir a buscar a tus hermanos.

—Quería estar seguro de mi triunfo. —Entrecerró los ojos. El círculo afeitado de su cráneo brillaba a la luz del fuego.

—Te odio —dijo Hoelun suavemente, mientras se quitaba el tocado.

—Eso es malo. —Yesugei se limpió las manos en su túnica—. Fue un tonto al no decirte que te cubrieras para impedir que yo te viese. No te merecía. —Hizo una pausa—. Vi que le dabas tu camisa antes de que se marchara.

Ella respiró hondo.

—Quería que tuviera un recuerdo mío. No quería dejarme, pero si se quedaba lo habrías matado. Le dije que debía irse, que… —Se le quebró la voz.

—Y ahora podrá secarse las lágrimas con tu camisa —dijo Yesugei en tono burlón—. Pero tal vez no se la diste sólo para que le sirviera de consuelo. Tal vez quisiste demostrarme todo lo que conseguiría si te hacía mía.

—No —dijo ella.

—¿Vas a llorar otra vez por él? Ya hiciste tu pequeña exhibición de lealtad, no sigas fingiendo que lo lamentas. —Se puso de pie rápidamente, después la incorporó de un tirón y la atrajo hacia él. Hoelun liberó sus brazos con violencia. Él la empujó hacia la cama y empezó a soltarse el cinturón—. Quítate la ropa.

—Quítamela tú, si puedes.

—Te la quitaré a golpes, si debo hacerlo.

Lo decía en serio. Ella se quitó las botas y los pantalones.

—La túnica también.

Hoelun alzó una mano hacia el rostro de él, con la velocidad del rayo. Él desvió el golpe y se lo devolvió, arrojándola sobre el lecho. A Hoelun le daba vueltas la cabeza. Él se acercó, y la cogió por las muñecas, inmovilizándola.

—Quédate quieta —masculló.

Ella intentó patearlo, pero mientras con una mano le sujetaba las muñecas, con la otra le separó las piernas. Su rodilla se hundió en el muslo izquierdo de Hoelun; sus dedos exploraban su sexo. A ella le dolían las muñecas, pero la mano que la exploraba era acariciante.

Él la penetró. Hoelun cerró los ojos; tenía los dientes apretados, el cuerpo rígido. Todo acabaría muy pronto, cómo había sido con Chiledu.

Los movimientos de él se hicieron más rápidos, después gimió y cayó sobre ella. Sus ropas estaban abiertas, y la áspera lana de su camisa le raspaba la mejilla. Él salió de ella, se levantó de la cama y se acomodó los pantalones.

—Lo disfrutaste —dijo Yesugei cuando ella se incorporó.

—Eres repugnante. Chiledu me dio más placer del que jamás lograrás darme tú.

—No lo creo. —Fue hacia el fogón; sus extraños ojos verdosos centellearon a la luz del fuego—. Todo lo que hizo fue prepararte para mí. —Se ató el cinturón, recogió su cuchillo y salió.

Hoelun escuchó las voces que se alzaban en una canción; algunos todavía seguían celebrando. El rostro le ardía de furia. Lo imaginó allí fuera, orinando, riéndose con sus amigos porque tenía una nueva mujer. Los cantos parecían burlarse de ella; Hoelun se cubrió y lloró.

Más tarde, cuando regresó, él la despertó violentamente y la tomó otra vez. Después cayó en el sueño profundo y tranquilo de un hombre satisfecho con la tarea del día.

Finalmente ella se levantó, salió sigilosamente del "yurt", y caminó rápidamente hasta un arbusto. El campamento estaba en silencio, claro el cielo nocturno. Hoelun miró hacia arriba, advirtiendo la posición de las estrellas, los agujeros para el humo de Tengri; pronto amanecería.

Regresó al campamento. Cuando entró en el "yurt", Yesugei se despertó, se incorporó y le indicó con un gesto que se acercara. Ella lo hizo y se sentó en la cama, tan lejos de él como le era posible.

—Eres mi esposa, Hoelun Ujin. —La trataba respetuosamente ahora, pero al mismo tiempo esbozaba una sonrisa, como si la formalidad le resultara graciosa—. Ya ves lo que tengo, pero pretendo conseguir más. —Inclinó la cabeza—. Tendrás una parte de mis rebaños y un tercio de cualquier botín que consiga, cuando tengas hijos. Lo que trajiste te pertenece y puedes hacer con ello lo que quieras. Administrarás nuestros bienes y tomarás cualquier decisión mientras yo no esté.

Las palabras de Chiledu habían sido expresadas de manera más poética, pero significaban más o menos lo mismo.

—Así que ahora tienes una segunda esposa —le dijo ella con amargura.

Yesugei se atusó el bigote.

—Cuando me des un hijo, tú serás mi esposa principal.

—Tal vez Sochigil Ujin tenga algo que decir al respecto —objetó la joven—. Ella ya te ha dado un hijo.

—No dirá nada. Tus hijos estarán primero y los de ella después. —Apoyó un brazo sobre su rodilla—. La conozco… yo la deseaba, pero también sé cómo es. —Su rostro era solemne—. Tengo que conducir a esta gente, Hoelun, y entre los Taychiut tengo rivales que a veces objetan mi posición. Si vuelo al cielo antes de que mis hijos sean hombres, mi esposa principal tendrá que mantener unidos a estos clanes hasta que algún hijo mío pueda ocupar mi lugar. Sochigil no sería capaz de hacerlo.

Hoelun recordó la mirada plácida de la otra mujer, y con cuánta calma había aceptado su presencia.

—Oh, me gusta mucho en algunos aspectos —continuó Yesugei—, pero desde que nos casamos siempre ha sido: "Yesugei, ¿qué piensas? Amo, ¿qué debo hacer? Esposo, no sé qué decirte… decídelo tú". Un hombre necesita mejores consejos de una esposa.

—Algunos hombres dicen eso —replicó ella—, y después no escuchan.

Él apretó los labios.

—Tú me dirás lo que pienses —agregó—. Hasta puedes decirme cuánto me odias, siempre y cuando esperes que estemos a solas.

—Eres rápido para confiar en una mujer que apenas conoces.

—Tengo que saber estas cosas, saber quién puede ayudarme. Si no me das buenos consejos lo lamentarás, pues no estoy dispuesto a cargar con dos mujeres débiles.

Hoelun permaneció en silencio.

—Pero no creo que seas débil —dijo Yesugei—. Fue voluntad del cielo que te tuviera… Lo supe en cuanto te vi. —Levantó la vista hacia el agujero de salida del humo; todavía estaba oscuro—. Tenemos tiempo —añadió, y extendió la mano hacia ella.

4.

Hoelun se levantó temprano. Cuando Yesugei despertó, el caldo de carne hervía en el caldero que colgaba del trípode sobre el fogón y ella había preparado un poco de "kumiss". Su esposo la miraba desde el lecho que ella y Chiledu habrían compartido, dentro del "yurt" que ella había esperado armar en un campamento Merkit.

Yesugei gruñó, se incorporó y se puso la ropa antes de que ella le alcanzara la comida. Cogió el jarro, esparció unas gotas de "kumiss" como ofrenda a los espíritus, y después bebió.

—Ayer hablé con Sochigil —dijo—. Ya sabe que cuando tengas un hijo serás mi esposa principal.

—Podrías haber esperado para decírselo. —Tal vez por eso Soshigil la evitaba—. Podría estar embarazada ahora —agregó Hoelun. Yesugei la miró entrecerrando los ojos—. Si tengo un niño dentro de nueve meses, nunca sabrías con certeza que es tuyo.

—Él no era bastante hombre para darte un hijo tan rápido. —Yesugei mostró los dientes—. Si tengo dudas, tal vez no seas mi principal esposa.

Hoelun alzó la cabeza. Varias mujeres la habían ayudado a levantar su "yurt". Ella les había dado las suaves bufandas de lana que habían estado destinadas a la familia de Chiledu.

Aparte de sus hermanos, Yesugei no tenía otra familia. Su padre, Bartan, había muerto tres años antes, cuando Yesugei tenía dieciséis, atacado por un espíritu maligno que le había robado la capacidad de hablar y de moverse. La madre de Yesugei había seguido a su esposo dos años después.

Yesugei era ahora jefe de su clan Kiyat. Nekun-taisi tenía más edad, pero su madre había sido segunda esposa; se había sometido a Yesugei cuando un hermano mayor había resultado muerto en una incursión. Como hermano menor, Daritai era el Odchigin, el Custodio del Hogar, pero oscilaba entre la devoción y el resentimiento con respecto a Yesugei.

—Los días son demasiado largos —dijo su esposo—. Me impaciento por llegar a tu cama. Veo cómo disfrutas cuando nos acostamos.

—Exageras —dijo Hoelun, al tiempo que se señalaba la entrepierna—. Podría darme más placer yo sola.

La expresión de Yesugei se ensombreció; su irritación la complació. Estaba esperando ver su furia cuando Daritai llamó desde la entrada.

—Entra —gritó Yesugei.

Daritai entró, seguido de Targhutai Kiriltugh.

—Saludos, hermano —dijo Daritai, y le dirigió una sonrisa a Hoelun—. Targhutai dice que está cansado de cuidar los animales… ha estado comiendo polvo durante dos días. Podríamos ir de caza.

—Seguiréis con el rebaño —replicó Yesugei.

El rostro infantil de Targhutai se congeló en una mueca. Los Taychiut estaban con Yesugei porque muchos de los suyos se sentían felices de seguir a los Kiyat; el esposo de Hoelun se lo había dicho. Pero Targhutai soñaba con ser jefe, una ambición que, suponía Hoelun, era alimentada por su abuela Orbey.

Yesugei se puso de pie. Hoelun le entregó un jarro de "kumiss", ya que él no volvería antes de la comida de la noche.

Cuando los tres hombres salieron del "yurt", Hoelun alisó la manta y las pieles que cubrían la cama. La canasta situada junto a la entrada estaba casi vacía; tendría que ir a buscar más "argal" para combustible. Recogió la canasta y salió.

El aire ya era caliente y seco; a pesar de que era muy temprano encontraría estiércol bastante seco como para arder. Al este, el horizonte estaba rojo y el cielo se aclaraba. Se volvió hacia el oeste. Una tierra oscura y ondulada se extendía más allá de los árboles que bordeaban el río; a la distancia, una elevación se alzaba hacia el cielo.

Koko Mongke Tengri estaba en todas partes. No existía ningún lugar donde un hombre pudiera ocultarse del Eterno Cielo Azul. Tengri calcinaba a su pueblo con el calor del sol, enviaba tormentas contra ellos, los azotaba con vientos y los congelaba con el hielo del invierno. Tengri los forjaba en el calor y después los zambullía en el frío, dándoles forma tal como los herrreros hacían con las espadas a partir del metal que recogían en las venas abiertas de las montañas.

Hoelun buscó estiércol seco. Sochigil, con su niño atado a la espalda, también buscaba combustible. La joven de ojos oscuros caminó hacia Hoelun, pero abruptamente se desvió.

—Saludos, Hoelun Ujin —dijo una voz.

Orbey Khatun salió de detrás de un carro que estaba junto a su tienda.

Hoelun inclinó la cabeza.

—Te saludo, Honorable Dama.

—Pronto habrá tormenta —dijo Orbey—. Lo siento en mis huesos. —Los pequeños ojos de la Khatun se entrecerraron —. No has visitado mi tienda, joven Ujin.

—Hace muy poco que estoy aquí —dijo Hoelun.

—Vendrás a verme mañana, cuando nos reunamos a honrar a los espíritus —le ordenó—. La nueva esposa del Bahadur debe estar con nosotras. Sochigil Ujin también será bienvenida, por supuesto.

—Me siento honrada —dijo Hoelun. Hizo una reverencia, pronunció unas palabras de despedida y se apresuró en dirección a su propio círculo de tiendas. La predicción de la vieja viuda era acertada: hacia el norte, el cielo se estaba oscureciendo.

Entre dos postes, cerca de su vivienda, Hoelun había puesto a secar unas largas tiras de carne; una vaca vieja había muerto la noche anterior. Recogió la carne, la llevó dentro y después bajó la cortina sobre la entrada.

Los truenos empezaron a retumbar en el momento en que Hoelun agregó un poco de estiércol seco bajo el caldero que pendía sobre el fogón. Tiró de la soga que regulaba la salida de humo y cerró el agujero, despúes se tendió en el suelo, se acomodó y se envolvió en un trozo de fieltro.

Las tormentas la aterrorizaban. Oyó los gritos de los niños y de las mujeres que corrían a sus viviendas. Los hombres, en la llanura, estarían tendidos en la tierra, envueltos en cualquier cosa y rogando que ningún rayo cayera cerca de ellos.

Hoelun tembló bajo el fieltro mientras el viento rugía y la lluvia azotaba el "yurt". Las tormentas eran siempre un recordatorio de que resultaba imposible apaciguar a Tengri, y de que todo lo que se podía hacer era rogarle piedad o agradecerle cuando uno se salvaba de la ira del cielo.

—Etugen —susurró, suplicando que la tierra la protegiera aunque la tierra misma era castigada por el viento.

La tormenta pasó tan rápidamente como había llegado. Hoelun permaneció tendida hasta que el viento cesó, después se incorporó para abrir la salida de humo.

Suspiró. Ahora tenía otras obligaciones. Sochigil probablemente estuviera aún dentro de su "yurt". Controló el caldero; la leche de vaca podía hervir un poco más. Era tiempo de que hablara a solas con la otra esposa de Yesugei.

—Bienvenida —dijo Sochigil dando un paso atrás, con su niño en brazos. El pequeño estaba atado al listón de madera con bordes redondeados que constituía su cuna.

Hoelun la siguió al interior del "yurt" y se sentó cerca del fogón, de espaldas a la puerta. Sochigil se cerró la túnica, puso a su hijo en el suelo se ató la faja y finalmente se sentó en un cojín.

Hoelun le entregó la piel que había traído.

—Esto es para tu hijo Bekter.

Sochigil acarició la piel.

—Debo darte algo. Tengo un collar con una piedra de ámbar. Te quedaría bien… la piedra es casi igual a tus ojos.

—No es necesario que lo busques ahora —dijo Hoelun.

—Más tarde, entonces.

La joven vertió "kumiss" en un cuerno de carnero, esparció unas gotas para las imágenes de los espíritus del hogar que pendían sobre la cama, y le sirvió a Hoelun, que bebió.

—Quise hablar contigo antes —prosiguió Sochigil—, pero Orbey Khatun se me adelantó. Yo le temo.

—Yo no —dijo Hoelun.

La mujer de ojos oscuros hizo una señal para alejar la mala suerte.

—Hay quien dice que sabe magia.

Hoelun se encogió de hombros.

—Algunas ancianas de mi campamento querían que pensáramos que sabían más de lo que en realidad sabían para que de ese modo trabajáramos con más ahínco para mantenerlas con vida. La Khatun quiere tenernos con ella mañana, cuando las mujeres se reúnan en su tienda.

Sochigil se estremeció.

—Entonces debemos ir. —Meció la cuna, arrullando a su hijo.

—El Bahadur me dijo —agregó cautelosamente Hoelun—que quiere convertirme en su primera esposa en cuanto le dé un hijo. Yo no se lo pedí. Estaba contenta dejándote ese lugar. Me sorprende que me haya hecho semejante promesa, pues hace muy poco que me ha encontrado.

—Es muy rápido a la hora de tomar decisiones —murmuró Sochigil—. Nunca espera para actuar.

—Ya lo he comprobado.

—Es culpa mía —dijo Sochigil—. De alguna manera le fallé. Trato de ser una buena esposa. Siempre he hecho lo que él deseaba.

—Tal vez preferiría que no siempre lo hicieras —dijo Hoelun.

Sin duda, en la cama eso era cierto. Cuanto más se oponía ella, más excitado parecía Yesugei, y tanto más apasionado cuando tenía que dominarla.

—Hay más hombres con él ahora —prosiguió Sochigil—, que cuando nos casamos el pasado verano, y seguramente conseguirá más seguidores. Tal vez sea mejor ser su segunda esposa que la esposa principal de otro hombre.

Hoelun estudió el bonito rostro de Sochigil y su expresión de aceptación.

—Es afortunado por tener una esposa que lo quiere tanto.

—Nunca le he dado motivos para dudar de mí —dijo Sochigil, suspirando—. Cuando nació Bekter pensé que eso haría que me amase más.

—Siempre te honraré y te respetaré, Sochigil Ujin —dijo Hoelun.

La pasividad de la otra esposa le haría la vida más fácil.

5.

Un cordero hervía dentro del caldero, sobre el fogón de Orbey. Las mujeres habían terminado de hacer sus imágenes, rellenando el fieltro con hierba seca y cosiendo los bordes antes de orar sobre las muñecas. Estas imágenes de los espíritus del hogar colgarían dentro de sus "yurts" para protegerlos, alejando el mal. Una chamana entonó una letanía cerca del fuego mientras otras dos mujeres colocaban trozos del cordero sacrificado en fuentes de madera.

Hoelun miró a las Khatun. Orbey la había sentado junto a Sokhatai. Hoelun se obligó a sonreír cuando Sokhatai le ofreció carne.

—Que los espíritus nos protejan —dijo Orbey—, y cuiden a la nueva esposa de Yesugei Bahadur.

La esposa de Nekun-taisi estaba allí, junto con la joven esposa de Targhutai y otras mujeres, y Hoelun había advertido que todas ellas temían a las viejas viudas.

Orbey miró a Hoelun; los negros ojos de la anciana centellearon.

—El hermano de Yesugei, el Príncipe del Hogar, cuenta muy bien la historia de tu captura.

—Daritai Odchigin parece tener talento para las historias —replicó Hoelun.

—El relato del momento en que te echaste a llorar es muy conmovedor —dijo Sokhatai—. Me intriga. A veces, el que cuenta una historia oculta la verdad en beneficio de la belleza de las palabras o el ritmo de una frase. Tal vez no lloraste tanto ni te apenaste por lo que ocurría.

Sochigil contuvo la respiración. En el silencio, Hoelun oyó que Bekter gemía levemente; la esposa de Nekun-taisi comenzó a mecer la cuna en que estaba su hijo Khuchar.

—Te equivocas, Honorable Khatun —dijo Hoelun—. Sólo estuve unos días con mi primer esposo, y lloré muchísimo por haberlo perdido.

Orbey se inclinó hacia adelante.

—Pero ahora —dijo—, perteneces a un hombre que es nieto de un Kan y sobrino de otro. El Odchigin dice que su hermano quiso tenerte en cuanto te vio junto al Onon, apenas cubierta con una prenda interior. Eso me resulta raro. Allí estabas, una recién casada, exhibiendo tu cuerpo mientras viajabas por territorio extraño. Tal vez ya te habías cansado de tu esposo. Tal vez llamaste a los espíritus del río para seducir a Yesugei.

Hoelun se puso rígida. No se atreverían a insultar abiertamente a su esposo, pero podían atacarlo a través de ella.

—Hacía calor —dijo con voz calma—. Mi esposo no esperaba encontrar enemigos en nuestro camino. Estaba equivocado, pero no puedo vivir en el pasado. No soy la primera mujer que ha tenido que enjugarse las lágrimas y hacer las paces con su violador.

Orbey curvó la boca. Hoelun supuso que debía compadecerse de las Khatun, ya que su esposo había sido cruelmente asesinado y habían perdido a sus hijos en el combate, pero aun así las despreciaba. Este pueblo ya tenía bastantes enemigos y debía permanecer unido; estas dos mujeres sólo pensaban en sus frustradas esperanzas.

—Eres orgullosa —dijo Orbey.

Tal vez la estaban poniendo a prueba.

—Al servir a mi esposo —replicó Hoelun—, también os sirvo a vosotras. El Bahadur me pedirá consejo, y yo pediré consejo a personas más viejas y sabias. Pero deberíamos ocuparnos de los espíritus a los que debemos honrar y por los que nos hemos reunido, Sabias Damas, y no de otras cosas.

Las otras mujeres la miraban fijamente. Orbey ofreció un cuerno de "kumiss". Hoelun había ganado, al menos por el momento.

El "yurt" en el que se encontraba Hoelun, donde Yesugei la había tomado por primera vez, había sido de la madre de él. Ahora no tenía dueña, pero él le había prometido que cuando tuviera un hijo se lo daría. Entretanto, ella y Sochigil atendían la vivienda y su esposo solía reunirse allí con sus hombres, como si su madre aún estuviese viva para atenderlos. Yesugei reunía allí su corte, como si fuera un Kan.

Hoelun y Sochigil estaban sentadas a la izquierda de su esposo. Entre ambas se hallaba Bekter, atado a su cuna. Yesugei estaba sentado sobre un cojín delante de la cama, con sus hombres a la derecha. Algunos niños habían sido autorizados a asistir a la reunión, y Charakha estaba contando una historia.

Hablaba de una mujer llamada Alan Ghoa, una antecesora de los clanes Borjigin. Los hombres, que en su mayoría ya estaban borrachos, parecían contentos de volver a escuchar aquella historia.

—Alan la Hermosa sentó a sus hijos delante de ella —continuó Charakha—, y le entregó una flecha a cada uno. Cada hermano cogió su flecha y… —Hizo una pausa—. Munglik.

El niño se sobresaltó, y luego se sonrojó.

—No estás escuchando —lo reprendió Charakha—. Veremos qué es lo que recuerdas. Cada uno de los hijos de Alan Ghoa cogió su flecha. ¿Qué sucedió después?

Las mejillas de Munglik se sonrojaron aún más.

—Cada uno de ellos quebró su flecha fácilmente.

—¿Y después?

Munglik se mordió los labios.

—Alan Ghoa ató cinco flechas y dio el haz a cada uno de sus hijos por turno, pero ninguno pudo quebrar las cinco flechas juntas.

Charakha asintió, y luego dijo:

—Alan la Hermosa dijo a sus dos hijos mayores: "Habéis dudado de mí. Habéis dicho que, a pesar de que vuestro padre ha muerto, he dado a luz a otros tres hijos que no tienen padre ni clan. Murmuráis que un sirviente ha vivido en mi tienda y que él debe de ser el padre de esos hijos. Pero yo os digo que vuestros tres hermanos son hijos de Koko Mongke Tengri, el Eterno Cielo Azul. Una noche, un hombre amarillo como el sol entró en mi tienda por la salida del humo montando un rayo de luz, y él es el padre de vuestros hermanos".

Los niños asintieron solemnemente. Hoelun se preguntó cómo habrían reaccionado estos hombres si su propia madre hubiera sido la protagonista de la historia, pero todos sabían que las manifestaciones del cielo eran más numerosas en la antigüedad. Alan la Hermosa había prometido a sus hijos que serían gobernantes, y sus descendientes habían sido Kanes, y eso parecía probar la veracidad de la historia.

Charakha se dirigió a un niño de más edad.

—¿Y qué le dijo después Alan Ghoa a sus hijos?

El muchacho se aclaró la garganta.

—Les dijo: "Todos vosotros nacisteis de mi vientre, y soy la madre de todos. Si os separáis, cada uno será quebrado con tanta facilidad como cada una de esas flechas. Si os unís como el haz que no pudisteis partir, nadie os vencerá".

Charakha miró a Daritai, después a Yesugei. El Bahadur lanzó una furiosa mirada a Charakha, luego, repentinamente, sonrió.

Bekter lloró; Sochigil se inclinó sobre la cuna. Yesugei hizo un gesto a sus esposas.

—Dejadnos solos —dijo.

Hoelun deseaba negarse, pero Sochigil se incorporó y levantó a su hijo. El rostro de Yesugei se ensombreció cuando Hoelun levantó la mirada hacia él.

—Dije que te marcharas —insistió—. Ve a tu tienda.

Hoelun se demoró tanto como se atrevió a hacerlo. Yesugei alzó un brazo y ella se incorporó y siguió a Sochigil.

Hoelun despertó. Los gritos roncos de los hombres eran menos audibles pero Yesugei no había venido a su tienda. Tal vez estuviera con Sochigil. Se estiró sobre los cojines. "Le diré —pensó—, que aún pienso en Chiledu cuando él está conmigo". No era verdad, pero era una manera de vencerlo. "Le diré que sólo finjo sentir placer con él, y así nunca estará seguro de lo que siento".

De repente, notó la entrepierna húmeda. Había empezado a menstruar. No habría ningún hijo de Chiledu, ningún resto de su perdido esposo.

Alguien vomitaba fuera. Ella estaba a punto de levantarse para cubrirse con una piel de oveja cuando entró Yesugei, caminando en zigzag y tambaleándose hacia la cama.

—Vete —le dijo ella—, o un chamán tendrá que purificarte.

Él se balanceó.

—Mañana iremos a cazar, tú y yo.

—No puedo blandir armas ahora —dijo ella.

Yesugei se sentó pesadamente y la abrazó.

—No me toques. No puedes quedarte aquí… ni siquiera deberías haber entrado. Tendrás que ir con Sochigil. He empezado a sangrar.

Él la miró fijamente, después se echó a reír.

—Bien —masculló mientras se ponía de pie.

—Yo quería a este niño —dijo ella.

—No te creo, Hoelun. Lo que quieres ahora es ocupar tu lugar como mi esposa principal.

—Nunca te amaré.

—Verdaderamente no me importa.

Yesugei le dio la espalda y salió del "yurt". Con cierto dolor, Hoelun se dio cuenta de que ni siquiera podía recordar claramente el rostro de Chiledu. Sólo recordaba a un jinete lejano, escapando de ella mientras las coletas le golpeaban la espalda.

6.

Hoelun estaba ocupada con un pellejo. Desde la loma en la que se alzaba su "yurt" podía divisar el extremo sur del campamento. La gente de Yesugei se había mudado a finales del verano para acampar en la ribera este del Onon, al pie de las altas laderas que bordeaban el valle de Khorkhonagh. Blancas nubes de ovejas, moteadas con el gris y el negro de las cabras, pastaban cerca de los círculos del campamento; el ganado vagaba por las tierras más planas cercanas al río que serpenteaba a través del valle.

El otoño se aproximaba, y con él la guerra; todo el campamento hervía de rumores de batalla. Yesugei quería atacar a los tártaros antes de que sus enemigos lo atacaran a él. El botín de un campamento tártaro incluiría objetos de Khitai.

Yesugei despreciaba a los gobernantes de Khitai, y no sólo porque los Kin se hubieran aliado con los tártaros. Antes, los Kin habían merodeado por las tierras boscosas al norte de Khitai, pero se habían ablandado con los hábitos estables de las ciudades. En otro tiempo los Khitan, que habían recorrido las estepas, habían gobernado el territorio, pero el reino que aún se designaba con su nombre se había debilitado. Los Kin habían encontrado que los Khitan y sus súbditos eran presa fácil. Algunos Khitan habían huído hacia el oeste, fundando un nuevo reino al que llamaban Kara-Khitai; los que permanecieron dentro de la Gran Muralla servían ahora a los Kin.

Dos pares de pies calzados con botas se detuvieron delante de ella. Hoelun elevó la mirada y vio el ancho rostro de Daritai. Lo acompañaba Todogen Girte, cuya cara de expresión sombría era muy parecida a la de su hermano Targhutai. Los ojos de Daritai se demoraron sobre ella. Le sonreía con demasiada frecuencia; ya era hora de que se buscara una esposa propia.

Daritai señaló con un brazo un árbol gigantesco que se erguía más allá del campamento. Las grandes ramas, cargadas de hojas, proyectaban su sombra sobre una gran supefficie.

—Allí está —dijo Daritai—, el árbol bajo el cual mi tío Khutula fue proclamado Kan. Cuando el "kuriltai" lo eligió, los hombres danzaron hasta que abrieron una zanja con sus pies.

El Odchigin no debería recordarle a Todogen que el padre del Taychiut había sido ignorado por la asamblea de jefes y nobles que habían elegido a Khutula.

—Pues no creo que fuese una zanja muy profunda —dijo Hoelun—, ya que no veo ni rastros de ella.

Todogen soltó una carcajada; los dos hombres se alejaron. Hoelun raspó el pellejo con su herramienta de hueso. Dos mujeres intercambiaron susurros. Una de ellas miró a Hoelun, y después se cubrió la boca. Sochigil se inclinó hacia adelante, ansiosa por escuchar lo que decían.

Hoelun sabía de qué estaban hablando las mujeres. Sochigil le había ido con el chisme, insistiendo en que nadie lo creía. Esas dudas no impedían las murmuraciones según las cuales Daritai se mostraba demasiado amistoso con la nueva esposa de su hermano, actitud estimulada por la propia Hoelun.

Siguió raspando el pellejo. Targhutai, Todogen y Daritai solían pasar el día juntos; a menudo se dirigían con poco respeto a su abuela Orbey sin pensar lo que decían. La anciana seguramente había hecho correr ese rumor.

Tendría que enfrentarse con Orbey antes de que los hombres se marcharan al combate.

Los jefes de otros clanes fueron convocados al campamento de Yesugei para un "kuriltai" de guerra. Entre esos Noyan se contaban sus primos Jurkin y Altan, el último hijo de Khutula. El número de caballos atados junto a la tienda de Yesugei aumentó, y Hoelun no pudo por menos que admitir que tal vez hubiera juzgado mal a su esposo. Algunos de esos hombres podrían haber reclamado el derecho a gobernar, pero estaban dispuestos a seguir a Yesugei.

Yesugei despachó a sus exploradores. El chamán Bughu estudió las estrellas, después llevó a los jefes tres clavículas de oveja. Cuando los huesos fueron quemados, los tres se quebraron en línea recta por el medio: el presagio era claro. Yesugei se quitó el cinturón, se lo colgó sobre los hombros y ofreció sus plegarias mientras una oveja era sacrificada. Partirían en tres días.

Ahora los hombres se pasaban todo el tiempo barnizando sus corazas de cuero, afilando y aceitando sus cuchillos y lanzas curvas, practicando con sus arcos y apacentando los caballos que se llevarían. El resto del trabajo había caído sobre las mujeres, los ancianos y los niños demasiado pequeños para ir a la guerra.

Hoelun pasó junto a un rebaño de ovejas que pastaban cerca de un círculo de tiendas; al día siguiente sería su turno de ocuparse de ellas. Las mujeres, fuera de sus tiendas, conversaban mientras ovillaban lana, arrodilladas junto a sus largos telares, y colgaban tiras de carne a secar. Los preparativos para el combate siempre alegraban el espíritu de la gente. Tenían la esperanza de trasladar la guerra desde esas tierras de pastoreo hacia el este, donde los Kin y sus súbditos se ocultaban en sus casas, hacia los oasis al sur de Gobi y hacia el oeste, hasta el final de las rutas seguidas por las caravanas. Sin embargo, Hoelun aún podía soñar con una tierra en la que nadie tuviera que escrutar el horizonte en busca de enemigos.

Una visión la inundó repentinamente. Vio otras llanuras y campos de pastoreo y enormes campamentos obligados a someterse a un solo Kan. Tengri tenía un propósito al forjar a su pueblo y convertirlo en un arma: lanzarlo contra los que eran más débiles. La visión se esfumó cuando se acercó a otro círculo de carros y tiendas. Era inútil pensar en eso ahora, cuando ni siquiera sabía qué ocurriría al día siguiente.

Orbey y Sokhatai estaban sentadas fuera de una tienda, remendando ropa. Cerca de ellas, tres mujeres golpeaban con palos largos un montón de lana, ablandándola para que las fibras se mezclaran.

Hoelun hizo una profunda reverencia.

—Mis saludos, Honorables Damas. Deseo hablar con vosotras, si me lo permitís.

—Saludos, joven Ujin. —Las arrugas que rodeaban los angostos ojos de Orbey se hicieron más profundas cuando escrutó a Hoelun—. ¿Tan temprano has terminado hoy con tu trabajo?

—He golpeado lana toda la mañana. Ahora se está secando y mis otras obligaciones pueden esperar. Deseaba ofreceros mis respetos, y también hablar de un asunto que me concierne.

Orbey miró a la otra Khatun, después hizo un gesto con la mano.

—Por favor, siéntate.

Hoelun bajó la cabeza.

—Tal vez podamos hablar dentro —dijo con suavidad.

Las otras mujeres levantaron la vista de la lana.

—Muy bien. —Orbey se incorporó lentamente, sosteniendo todavía su costura, y luego ayudó a Sokhatai a ponerse de pie. Hoelun las siguió al interior del "yurt" de Orbey. Las dos ancianas se sentaron en la parte trasera, justo más allá del rayo de luz que entraba por la salida de humo; Hoelun se arrodilló ante ellas y se sentó sobre los talones.

Los ojos oscuros de Sokhatai eran tan duros como las piedras negras que pendían de su cuello. Orbey trajo un jarro, roció unas gotas de ofrenda a su "ongghon", y luego ofreció el "kumiss" a Hoelun.

—¿Por qué vienes a nosotras? —preguntó Orbey.

—Busco vuestro consejo —replicó Hoelun—. Soy joven. Hace apenas una estación que soy esposa y carezco de la sabiduría de otras. —Permaneció un momento en silencio—. Sé que ayudasteis a guiar al pueblo después de que vuestro esposo fuese tan vergonzosamente traicionado. Temo que mi esposo esté olvidando todo lo que se os debe, pero por favor creed que su único deseo es que aquellos que lo siguen se mantengan unidos contra los enemigos.

Orbey hizo un gesto con su mano callosa.

—Mi hijo podría habernos dado la victoria. Podría ser Kan ahora pero los Noyan tuvieron que elegir a Khutula, y el padre de tu esposo fue uno de los que decidió esa elección. Bartan Bahadur no pensó en quién sería el mejor jefe, sino tan sólo en ver a su hermano convertido en Kan. —Dejó su costura—. A menudo los hombres creen que quien tiene un enorme apetito y se jacta de sus proezas será un buen jefe. Tuvieron que elegir a Khutula y, por culpa de él, los tártaros y los Kin nos aplastaron, y mi hijo fue uno de los que murió en el combate.

—Lo lamento por ti, Khatun —dijo Hoelun—. Sin embargo, me han dicho que tu propio esposo, en su último mensaje, pidió a sus hombres que eligieran entre Khutula y tu hijo.

—Hasta Ambaghai Kan podía engañarse y ver a Khutula mejor de lo que era. Mi hijo podría haber sido Kan.

—Mi esposo puede darte la victoria.

—Lo dudo mucho.

—Podría beneficiarse con tus consejos.

Orbey mostró los dientes; a pesar de su edad, los conservaba todos.

—Él no me pide consejos.

—Yo puedo hacerlo —dijo Hoelun—, y transmitírselos. Cuando elogie mi sabiduría, puedo decirle que tú me guiaste. Por lo que veo, te concede todos los honores que te mereces.

Las dos viudas quedaron en silencio.

—Nuestros lazos deben ser fuertes —continuó la joven—, si es que quieres vengarte de los que te arrebataron a tu esposo y a tu hijo. Sólo deseo hacer todo lo que pueda para fortalecer esos lazos.

Orbey miró a Sokhatai, después se dirigió a Hoelun.

—Quiero vengar a mi esposo —dijo en voz baja—. Quiero ver a sus enemigos decapitados y su sangre manchando la tierra. Quiero oír llorar a sus hijos cuando se conviertan en nuestros esclavos. Si Yesugei Bahadur me da lo que deseo, dejaré de lado mis dudas.

—Lo conseguirá.

—Y si el Bahadur gana más gloria para sí —masculló Sokhatai—, no tendrás que esperar a que ningún otro hombre te reclame.

Hoelun irguió la cabeza.

—Honorable Khatun, no es bueno hablar de eso. Sólo servirá para enfurecer a mi esposo.

Miró fijamente los ojos vidriosos de Sokhatai hasta que ésta desvió la mirada.

—Tal vez te juzgamos mal —dijo Orbey.

—Pido autorización para marcharme ahora —dijo Hoelun, incorporándose y haciendo una reverencia.

Orbey Khatun hizo un gesto de despedida con la mano.

Hoelun salió del "yurt". Las dos viudas le habían recordado una vez más que los vínculos entre los Taychiut y sus parientes Kiyat eran muy frágiles.

Yesugei estaba inmóvil. Hoelun creyó que dormía, pero él se movió acercándose a ella.

—Hoy has hablado con las viudas de Ambaghai —murmuró—. No me has dicho de qué.

—Lo habría hecho cuando llegase el momento.

Él le clavó los dedos en el brazo.

—Yo decidiré qué debo saber y cuándo. Orbey Khatun quería gobernar a través de su hijo. No permitiré que te utilice en mi contra.

—Las Khatun quieren vengar a su esposo —dijo Hoelun—. Les dije que tú podías conseguirlo.

—Orbey quiere que uno de sus nietos ocupe mi lugar… Targhutai o Todogen podrían escucharla. Yo no lo haré.

—Deja que crea que sí. Cuando hayas vencido, tendrás fuerza suficiente para mantener la lealtad de los Taychiut. Hasta entonces, no te conviene que esas mujeres sean tus enemigas.

—Son mis enemigas ahora —dijo—. Sé lo que han dicho de ti.

Ella se puso tensa, repentinamente temerosa, y susurró:

—Creí que no prestabas atención a la charla ociosa de las mujeres.

—Un hombre fue tan tonto como para contar la historia en mi presencia. Por suerte para él, también dijo que no creía en ella, así que lo perdoné y le dije que lo mataría si volvía a escuchar algo semejante.

—¿Y no me dijiste nada?

Yesugei se sentó.

—No había necesidad. Estoy seguro de que puedo confiar en ti. —Sus ojos pálidos centellearon a la vacilante luz de las llamas—. Si alguna vez te encontrara con otro hombre, lo mataría, sea o no mi hermano.

—Por supuesto que lo harías.

—También te mataría a ti.

—Lo sé. —Hoelun cerró los ojos un momento, agradeciendo la confianza de él—. No volverás a escuchar esas historias. Las Khatun saben que me han juzgado mal.

—No las juzgues mal tú a ellas, Hoelun.

Los hombres partieron al alba y cabalgaron hacia el este, en dirección a las tierras más llanas que estaban más allá del valle. Los niños y los hombres que habían quedado atrás galoparon tras ellos, lanzando gritos de despedida; los niños a caballo chillaban y agitaban los brazos para saludar a los soldados que partían.

Hoelun hundió los pies en los estribos azuzando a su caballo. Un viento fresco le azotaba el rostro y le hacía arder las mejillas. Yesugei había estado impaciente por marcharse, y sus ojos pardoverdosos centelleaban ante la perspectiva de la guerra.

Nekun-taisi llevaba en alto el estandarte de Yesugei; el viento agitaba las nueve colas de caballo. Los hombres sacudieron sus escudos de cuero saludando a Hoelun. Un ala del ejército se desplegaba hacia el sur.

—¡Yesugei! —gritó ella al divisar el semental bayo de su esposo.

Yesugei volvió la cabeza en dirección a ella. De repente, Hoelun deseó cabalgar con él. Sus hombres le darían la victoria. Durante ese breve momento, pudo imaginar que lo amaba.

7.

—Las ovejas —dijo Hoelun a Munglik.

Tres animales se alejaban del rebaño; el muchacho se dirigió hacia ellos con sus piernas cortas y arqueadas. El hijo de Charakha solía encontrar excusas para estar cerca de ella. El niño la miraba soñadoramente y sonreía cada vez que ella le agradecía su ayuda.

Habían llevado las ovejas más lejos de las tiendas, ya que habían dejado el terreno que las rodeaba casi completamente pelado. El campamento debería mudarse otra vez muy pronto.

—Mirad allá —gritó una mujer.

Hoelun levantó la cabeza. Contra el cielo del este se divisaban las diminutas figuras de unos jinetes. Munglik corrió a su lado. Las ovejas balaron cuando las mujeres se abrieron paso a través del rebaño.

Hoelun aguzó la vista, después localizó el estandarte de nueve colas de Yesugei. Detrás de los jinetes, una oscura masa de hombres a caballo se desplazaba desde el este. Yesugei no había enviado mensajeros para anunciar el resultado del combate. Hoelun había creído que los bultos que se veían sobre el lomo de algunos caballos eran sacos que contenían el botín; ahora, a pesar de la distancia, advirtió que eran cadáveres.

Daritai, que galopaba delante de los otros, fue el que llegó primero. Sofrenó el caballo; tenía el rostro demacrado y marcado por la fatiga.

—Yesugei… —dijo Hoelun; las mujeres que la rodeaban permanecieron en silencio.

—Está vivo —dijo Daritai; sus ojos pardos miraron más allá de la mujer. Algunas mujeres y niños corrían hacia los hombres que se acercaban. Habría que enterrar a los muertos; estaba prohibido llevarlos al campamento.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Hoelun en un susurro.

Daritai se inclinó hacia adelante en su montura.

—Presentaron batalla en el lago Buyur. Cuando nuestra fuerza de vanguardia atacó, ellos retrocedieron, y después otros nos atacaron desde atrás. Entonces tuvimos que retirarnos, sin poder cubrirnos y con los tártaros atacándonos desde ambos lados. Sus exploradores son mejores de lo que supuse, o los nuestros son peores. En cualquier caso, no esperábamos que fueran tantos.

Hoelun agitó las manos.

—Debo hablar con mi esposo.

—No lo hagas. —El Odchigin la miró severamente y después se dirigió hacia el campamento.

Hoelun permaneció con las mujeres durante los entierros. Una joven viuda se tambaleó al borde de la tumba de su esposo; otra mujer la sujetó. Se pusieron armas y ofrendas de comida junto a cada cuerpo; el aire hedía a la sangre de los caballos sacrificados.

Yesugei no habló y mantuvo los ojos bajos mientras se alzaban los pequeños "yurts" sobre los túmulos. Con el tiempo, nuevos árboles crecerían y no quedaría signo alguno de que allí yacían los cadáveres de los guerreros.

Hoelun había visto antes la muerte. Estos hombres habían perdido la vida luchando y sus cuerpos habían encontrado descanso aquí en vez de caer en las manos del enemigo: había muertes peores. Se quemarían huesos por ellos, y se sacrificaría otro caballo para alimentar a los espíritus y a los deudos. Las viudas formarían parte de otros hogares, como esposas de los hermanos sobrevivientes del esposo o a cargo de sus hijos adultos.

Su propio esposo vivía, pero su espíritu parecía estar tan alejado de su gente como el de los muertos. Ella sabía lo que algunos estaban pensando. El cielo se había vuelto contra Yesugei; el joven jefe había fracasado.

Se levantó un frío viento otoñal que azotó a las personas que descendían por la ladera. Hoelun levantó la cabeza y vio la mirada oscura y acusadora de Orbey Khatun.

8.

Hoelun estaba alimentando el fuego del fogón cuando entró Yesugei. Se había marchado del campamento tres días antes, sólo con su halcón; ni siquiera sus hermanos se habían atrevido a seguirlo. Colgó sus armas, cogió un jarro lleno de "kumiss" y se sentó junto al lecho.

Ella lo dejó beber en silencio, luego se acercó a su esposo.

—Podrías haber enviado a alguien a avisarme que habías regresado —le dijo—. ¿Cazaste algo?

Yesugei no respondió. Hoelun se arrodilló junto a él.

—Pronto llegará el invierno —le dijo—. Tendrás que encabezar la cacería y llevarnos a nuevos campos de pastoreo.

—¿Quieres callarte?

—Has perdido una batalla, Yesugei. Ya habrá otras.

Él buscó otro jarro. Sus bigotes goteaban "kumiss".

—Debes hablar con los hombres mañana —dijo Hoelun—. Eres un Bahadur… actúa como tal.

Él la arrojó al suelo de una bofetada.

—Te he dicho que te calles —masculló.

Hoelun se sentó con dificultad.

—No estás apenado por la muerte de tus camaradas —susurró—. Estás apenado por ti mismo. Aprende de tus errores o toda esta gente buscará otro jefe. ¿Eso es lo que quieres? ¿Abandonarás ahora, y dejarás a tus hijos sin nada?

Él se puso de pie de un salto, cogió a Hoelun por una de las trenzas y tiró hasta obligarla a incorporarse.

—¿Llevas a mi hijo ahora? —preguntó—. Deberías saberlo ya… estuvimos ausentes casi un mes. ¿Estás embarazada?

Ella lamentó sus palabras. Deseaba decirle que sí, pero no estaba segura. Su sangre mensual se había atrasado otras veces.

—No lo sé —respondió.

Él le tiró del pelo, haciéndole daño.

—¿Qué quieres decir con que no lo sabes?

—No estoy segura.

—Mujer inútil. —La golpeó con fuerza en el rostro, ella gritó y se cubrió la cabeza con los brazos—. De nada sirves, tú y tus palabras valerosas. —Le dio un puñetazo en el pecho, haciéndola tambalear. Una de sus botas la golpeó en la rodilla y Hoelun cayó.

La mujer tenía la boca llena de sangre. Mantuvo los ojos bajos, temiendo que él volviera a golpearle.

Yesugei dio un paso atrás.

—Voy a ver a Sochigil —dijo finalmente.

Hoelun no se movió hasta que él hubo salido, después gateó hasta el fogón. La boca le sangraba, pero el golpe no le había aflojado ningún diente; tenía el cuerpo magullado, pero ningún hueso roto. Se tendió junto al fogón y dejó que las llamas le calentaran la cara.

Sochigil recogió estiércol para Hoelun y se sentó junto a ella un rato, mientras cosía.

—La primera vez que me pegó —dijo—, no pude levantarme de la cama en toda la mañana.

—Yo no merecía esto —dijo Hoelun.

Sochigil suspiró.

—Tal vez dijiste algo que lo enfureció.

—Dije la verdad. Me pegó porque no quería escucharla.

Yesugei volvió a ir con Sochigil esa noche. Hoelun durmió inquieta mientras el viento aullaba fuera. Su esposo había hablado con los otros hombres; al día siguiente levantarían el campamento. Él había aceptado su consejo, por más que siguiera enfadado. Hoelun dejó que la furia la colmara, después esperó a que cediese. Él le habría pegado más tarde o más temprano. Era parte de la vida de una mujer, y a algunas les ocurría con mayor frecuencia.

Se levantó antes del alba, y estaba a punto de tomar un poco de caldo de carne cuando sintió un mareo. Pasó. No diría nada hasta que estuviese segura. Esperanzada, se cubrió el vientre con una mano.

A media mañana, las mujeres ya habían desarmado sus "yurts" y apilado los paneles de fieltro en los carros que contenían la totalidad de sus bienes hogareños. Yesugei y casi todos sus hombres fueron de cacería; las mujeres los siguieron en una fila de carros tirados por bueyes, y detrás venían otros hombres y niños con los rebaños.

Se detuvieron al atardecer. Las mujeres encendieron fuegos, ordeñaron, hirvieron la leche y después pasaron la noche en los carros techados. Los hombres durmieron fuera, con sus caballos.

Los cazadores se pondrían en marcha antes del amanecer. Se desplegarían en dos amplias alas para cercar a su presa, después cerrarían el círculo, atrapando a los animales. Ciervos ágiles y gacelas atemorizadas caerían bajo una lluvia de flechas. Hoelun pensó que la cacería alegraría a su esposo. Yesugei perseguiría y encerraría a sus enemigos en otra estación; el fuego volvería a arder en su interior. La seguridad de Hoelun y de sus hijos dependía de ese fuego.

Dieciséis días después de que comenzase la cacería, las mujeres llegaron a una estepa cubierta de escarcha llena de cadáveres de ciervos y otras presas menores. Los cazadores aún estaban descuartizando las reses; Ias mujeres dejaron los rebaños en manos de los niños más grandes y fueron a ayudar a los hombres.

Hoelun estaba arrodillada junto a un ciervo pequeño, cuchillo en mano, cuando sintió náuseas; se inclinó para vomitar. Una mano la cogió del brazo.

—Pasará —murmuró Sochigil—. Déjame hacerlo a mí.

Yesugei se acercó a ellas.

—¿Qué ocurre? —preguntó mientras refrenaba su caballo.

—¿No te das cuenta? —La voz de Sochigil fue audaz por una vez—. No se siente bien en este momento.

Yesugei abrió desmesuradamente los ojos y se inclinó hacia adelante.

—Hoelun está embarazada —prosiguió Sochigil—. Hace días que lo sospechaba.

Su esposo sonrió.

—Volved al trabajo —masculló antes de marcharse.

Acamparon en el sitio en el que habían caído los animales. Los rebaños pastarían allí hasta que se mudaran al campamento de invierno.

Yesugei fue al "yurt" de Hoelun cuando éste estuvo armado, cenó en silencio y después la llevó a la cama. Fue suave con ella, excitándola con las manos antes de penetrarla; para él, eso debía de ser lo más parecido a una disculpa.

Cuando terminó, permaneció un rato en silencio, después preguntó:

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Desde que levantamos el campamento.

—Debiste decírmelo entonces, antes de la cacería.

—Tenía que estar segura. No quería que volvieras a golpearme si me equivocaba.

Él se incorporó, apoyándose en un codo.

—Será un hijo… lo presiento.

Ella cerró los ojos. Yesugei la convertiría entonces en su esposa principal. Se sumergió en el sueño, satisfecha.

9.

El sol era un escudo rojo. Flechas de luz centelleaban en las aguas del Onon. La llanura, con hierba alta y parda, se extendía hacia el este más allá de la montaña llamada Deligun. Hoelun avistó una figura distante distorsionada por el calor.

Ese jinete podría traer noticias de su esposo. Esta vez, Yesugei había decidido atacar en verano, cuando sus enemigos menos lo esperaban. Un triunfo alentaría a sus hombres y dañaría a los tártaros; su esposo sacaría provecho de esa pequeña victoria.

Las mujeres que recogían plantas junto al río se incorporaron cuando el jinete se acercó. Hoelun se movía pesadamente y apenas veía las plantas y raíces porque su enorme vientre se lo impedía. El peso que llevaba en sus entrañas hacía que el calor resultase más opresivo. Escarbó la tierra con su vara de enebro; su mano se cerró sobre la rama cuando una contracción le apretó el abdomen.

Los dolores eran cada vez más frecuentes. Pronto terminaría todo y ella por fin sabría si la criatura que le había golpeado las entrañas durante los meses pasados era un hijo.

Sochigil pasó junto a ella, arreando a un cordero extraviado en dirección al campamento. Hoelun jadeó; la otra mujer la miró.

—¿Ya es tiempo? —preguntó Sochigil.

—Pronto —respondió Hoelun, repentinamente atemorizada.

Su abuela había muerto al dar a luz, pero ya era vieja y tenía otros hijos adultos.

Sochigil puso una mano sobre su propio vientre hinchado: la mujer de ojos oscuros esperaba su segundo hijo el siguiente otoño. El jinete que avanzaba hacia ellas les gritó a los muchachos que hacían guardia en la llanura, y Hoelun reconoció a Todogen. El Taychiut se desvió para esquivar al ganado que pastaba río arriba y galopó hacia las mujeres.

Por un momento, Hoelun compadeció a los tártaros. Los niños llorarían de terror al ver a sus padres y hermanos muertos y a sus madres y hermanas capturadas por los hombres de Yesugei. Pero los tártaros habían hecho lo mismo con ellos. El dolor se hizo más agudo; la lucha de su hijo por entrar en el mundo le impedía pensar en lo que ocurría más allá del campamento.

Todogen disminuyó el galope a un trote.

—¡Victoria! —gritó—. Sorprendimos un campamento enemigo… sólo unos pocos tuvieron tiempo de escapar.

—Mi esposo… —dijo Hoelun.

—Yesugei ha tomado prisionero a un jefe tártaro —dijo Todogen—, y trae también a otros cautivos… te envía uno a ti. Cuando lo dejé, estaba abrazando a una de las mujeres. Ella había lanzado una flecha pero erró, después trató de atacarlo con un cuchillo. Yesugei la dejó para el final.

Hoelun ya no escuchaba. Se apoyó en Sochigil y ésta la llevó al campamento.

Sochigil la ayudó a quitarse la ropa, la sostuvo mientras caminaba en círculos alrededor del fogón y le dio friegas en la espalda. Los dolores se hicieron cada vez más frecuentes, hasta que sólo hubo unos momentos de intervalo entre uno y otro.

—Es el primero —le dijo Sochigil—. Tal vez deberías llamar a una "idughan".

Hoelun negó con la cabeza. Posiblemente los hechizos de la chamana la ayudasen, pero no quería manos que escarbaran en su cuerpo. Fuera de su tienda, la gente festejaba y reía por el regreso de los hombres. Hoelun gateó hasta la cama mientras alguien gritaba desde la entrada:

—Mi hermano dijo que la trajéramos aquí. —Era la voz de Nekun-taisi.

Hoelun aferró un cojín y hundió la cara en él. Sochigil estaba hablando, pero ella no pudo distinguir las palabras. "Que sea un hijo —pensó Hoelun—; que pase de una vez". De pronto, oyó una voz desconocida:

—Ujin, tu esposo dijo que me necesitarías muy pronto. Veo que estaba en lo cierto.

Hoelun levantó la vista. Una mujer de mediana edad, de ojos marrones y gruesos párpados estaba inclinada sobre ella.

—No temas, Ujin —dijo la mujer—. Me llamo Khokakhchin. Los tártaros mataron a mi esposo y me convirtieron en esclava mucho antes de que tus hombres atacaran. Cuando le dije a tu amo que sabía mucho de partos, hizo que me trajeran aquí, y prometió recompensarme por mi ayuda.

Hoelun intentó hablar.

—Puedes confiar en mí —continuó la mujer—. El llamado Yesugei Bahadur también dijo que me mataría si algo malo os ocurría a ti o al niño.

Parecía que Yesugei se había decidido muy rápido con esta mujer. Hoelun apretó los dientes mientras volvía a hundirse en la cama.

El niño pugnaba por salir; el cuerpo de Hoelun se resistía, y el dolor cedía, sólo para retornar con mayor furia, con garras que le destrozaban las entrañas.

En medio de la lucha, apenas si advirtió que el trozo de cielo que se veía por la salida de humo comenzaba a aclarar. ¿Este niño había estado luchando con ella durante un día y una noche? Tenía que ser un varón: todos sabían que un varón entraba en la vida con mayor violencia que una niña.

Algo fluyó de su cuerpo; sintió los muslos mojados. Yacía de lado, jadeando, con las rodillas recogidas sobre el pecho. Khokakhchin le frotaba con sus manos cálidas la espalda y las piernas.

—Ya viene el niño —dijo la mujer.

Hoelun mordió un pedazo de cuero y se arrodilló, apretando las manos contra el tapete de fieltro. Su vientre se agitó con violencia cuando todo su cuerpo expulsó lo que había dentro de ella.

Hoelun cayó sobre los cojines. Khokakhchin alzó una pequeña figura ensangrentada y la cogió por los pies, colocando una mano justo debajo de los hombros. La criatura chilló. Unas manos se la entregaron y Hoelun la estrechó entre sus brazos temiendo que se le resbalara.

—Un niño —masculló la mujer—, y un presagio… Tu hijo tiene en la mano un coágulo de sangre. Es un signo de poder; está señalado para la grandeza.

Ella lo miró. Los diminutos dedos de su hijo sostenían un coágulo rojo tan brillante como un rubí.

El abdomen de Hoelun se contrajo y de su interior fluyeron más líquidos. Un cuchillo centelleó cuando Khokakhchin cortó el cordón. El niño lloró; la mujer lo alzó y lo limpió con un trozo de lana.

—Es un hermoso niño, señora. El Bahadur quedará complacido, y yo viviré. Mira a tu hijo.

Era pequeño. A Hoelun le costaba creer que alguien tan pequeño pudiera haberle causado tanto dolor. Khokakhchin buscó un jarro, vertió unas gotas de "kumiss" en la boca del bebé, y después empezó a untarlo con grasa. Hoelun cerró los ojos.

Permaneció dentro de su "yurt" durante siete días, tal como tenía que hacerlo toda mujer que había parido recientemente. Los chamanes sólo entraron para bendecir al nuevo niño y para decirle a la madre que sus estrellas eran favorables.

Khokakhchin le traía comida y estiércol para el fogón. Nadie más, ni siquiera Yesugei, podía entrar en la tienda hasta la próxima luna llena. Ella estaba tranquila, sin nada que hacer salvo cuidar a su hijo. Por la noche, yacía con él y escuchaba los cantos de Yesugei y sus camaradas.

Los ojos del pequeño eran tan pálidos como los de su padre. Khokakhchin ya le había dicho qué nombre le pondría Yesugei: Temujin, el Forjador de Metal. El jefe tártaro que Yesugei había capturado se llamaba Temujin-uge; el nombre de su hijo conmemoraría ese acontecimiento. La muerte del jefe tártaro dejaría un lugar en el mundo para el hijo de Yesugei.

Temujin, pequeño como era, demostraba tener fuerza. Succionaba sus pezones hasta que éstos le dolían, y se debatía con las tiras de tela que lo ataban a la cuna. Sus ojos pálidos tenían la luz del metal caliente y el fuego de la fragua. Hoelun se hinchaba de orgullo cada vez que lo miraba; le cantaba y lo mecía para dormir. Pero cuando él estaba quieto y en silencio y la miraba desde su cuna con aquellos ojos de gato que tenía, ella se estremecía como si la hubieran rozado con un hierro helado.

Ocho días después del nacimiento, Hoelun ató a Temujin a su cuna, lo levantó y salió del "yurt", pasando entre dos fuegos que ardían a la entrada. Sobre ésta colgaba un arco y un carcaj, signo de que el recién nacido era varón.

Caminó hasta el borde de su círculo de tiendas, seguida por Sochigil y otras mujeres. Munglik recogía estiércol seco con otros niños; escrutó el rostro ceñudo de Temujin y se rio.

—Algún día —dijo el muchacho—, él y yo combatiremos juntos.

—Sí —dijo Hoelun.

Su esposo y otros hombres estaban practicando con sus arcos cerca del campamento, apuntando en dirección a una piel de buey extendida sobre madera a la que estaba atada una muchacha tártara. Varias flechas sobresalían a ambos lados de ésta. Le tocaba el turno a Yesugei. Su flecha salió disparada y fue a clavarse justo por encima de la cabeza de la muchacha.

Yesugei soltó una carcajada; era poco probable que alguien mejorara su tiro.

—Liberadla —gritó—. Merece una recompensa por no haber gritado.—Se volvió hacia Hoelun y caminó rápidamente hacia ella. Cuando llegó a su lado, gruñó a las demás mujeres, que rápidamente se dispersaron—. He elegido un buen nombre —dijo.

—Khokakhchin me lo contó.

—Haremos la ceremonia en cuanto los chamanes lo permitan. —Agitó su arco delante del niño y rió cuando Temujin empezó a chillar—. Podría ser un hijo del cielo.

—Tal vez lo sea —dijo Hoelun—. Quizá un rayo de luz de Tengri despertó mi vientre mientras tú dormías. —Hizo una pausa—. ¿Soy ahora tu esposa principal?

—Te prometí que lo serías.

Los otros hombres se acercaron para admirar al nuevo hijo de su jefe. Hoelun miró a un costado. Había una mujer junto a uno de los carros, abrazando a un niño pequeño; miró a Hoelun con ojos inexpresivos mientras el niño ocultaba el rostro contra la chaqueta de la madre. "Dos nuevos tártaros —pensó Hoelun—, que ahora serán esclavos de la gente de Yesugei". Su esposa extendió las manos y alzó la cuna del niño sobre su cabeza. El chillido de Temujin fue más fuerte que los vítores de los hombres.