96.

Sus criadas lloraban. Ch'i-kuo miró a su alrededor la habitación casi vacía. Su incensario de marfil favorito, sus lámparas de aceite y sus rollos de seda y de papel habían sido sacados de allí y cargados a lomo de las mulas. Sus joyas y sus túnicas de seda, lino, damasco, brocado y piel también habían sido guardadas para que la acompañasen en su viaje.

Ch'i-kuo dio unas enérgicas palmadas.

—Marcháos —susurró—. Quiero quedarme un poco sola antes de partir.

Las mujeres hicieron una reverencia y salieron de la habitación. Una delgada capa del polvo amarillo que siempre traía la primavera cubría parte del suelo. Ch'i-kuo se arrodilló sobre la alfombra y miró el biombo pintado que había delante de la ventana. Incluso en medio de la multitud Ch'i-kuo había vivido en la corte como si un biombo se interpusiera entre ella y los que la rodeaban.

Vació su mente hasta que quedase como un rollo antes de que se posara en él su pincel, y la primera de las imágenes que deseaba evocar acudió a ella.

Un hombre que sostenía un pincel estaba sentado ante una mesa baja laqueada. Llevaba una túnica de fino lino blanco, ajustada a la izquierda con un broche enjoyado; una larga trenza negra pendía sobre su espalda. En vida había sido el emperador Ching, conocido por su pueblo como Ma-ta-ko, pero el nombre que venía a ella ahora era Chang-tsung, el nombre por el que siempre sería conocido.

Así veía ella a su padre, ataviado con las ropas del pueblo Jurchen mientras practicaba el arte caligráfico de los Han, aunque no recordaba haber visto nunca al emperador Chang-tsung solo. Tal como lo había hecho el emperador Shih-tsung antes que él, había estimulado la práctica de las costumbres de su pueblo, las que seguían antes de que abandonaran sus tierras boscosas del norte para gobernar a los Han. Se hablaba su propia lengua, su pueblo tenía prohibido usar las ropas de los Han, y los que no hacían la reverencia correcta en la corte se arriesgaban a recibir una paliza con varas de sauce. Sin embargo, Chang-tsung también hablaba la lengua Han, estudiaba sus escritos y reunía a sus eruditos a su alrededor; los nobles Jurchen con frecuencia violaban los edictos.

Chang-tsung había accedido al trono tras la muerte de su abuelo Shihtsung. Había llegado a ser emperador como Jurchen, pero también se consideraba heredero de los Han. Sólo las protestas de sus ministros le habían impedido que convirtiese en emperatriz a su esclava Han favorita, pues tal título siempre había estado reservado a una esposa Jurchen .

En el Año del Tigre, cuando Ch'i-kuo tenía seis años, una de las concubinas de su padre, favorita durante algún tiempo, le había enseñado a pintar. La dama había sugerido que la niña podría beneficiarse estudiando con un maestro, pero eso no era muy probable. Ch'i-kuo era hija de una concubina Han menor que había muerto sin dar un hijo al emperador, y ella misma manifestaba todos los signos de ser tan enfermiza como su madre.

Pero ese mismo año, el emperador de los Sung, en el sur, lanzó un ataque sorpresivo y temerario al reino de los Kin, sólo para ser derrotado. El padre de Ch'i-kuo había recibido garantías de paz y tributos, así como la cabeza de Han I'o-chau, el primer ministro Sung que había provocado la guerra. Un maestro menor de pintura y caligrafía había aparecido en las habitaciones de Ch'i-kuo poco después de la celebración de la victoria, para instruirla. Tal vez el emperador había estado de ánimo generoso cuando su concubina le hizo el pedido.

Pensó en el día en que había visto a su padre a la distancia, rodeado de eunucos y consejeros, en el parque que rodeaba al palacio de verano. Fue la última vez que lo vio. Dos años después de su victoria, el emperador de los Kin, sucesor de los Reyes de Oro que habían acabado con la dinastía Khitan de los Liao, se había reunido con sus antepasados.

La imagen de una vara de bambú estaba ante ella. El lugar favorito de Ch'i-kuo en el parque del palacio de verano había sido cerca de la orilla el lago, donde crecía el bambú. El palacio de verano de Chung Tu era casi tan grande como el palacio imperial de la ciudad, y casi una ciudad en sí mismo, con sus miles de ministros, cortesanos, eunucos, nobles de visita, guardias imperiales y legiones de criados y esclavos. Diariamente llegaban carros trayendo alimentos y otras cosas necesarias para la corte; comerciantes de turbante, tocados blancos o las pequeñas gorras de los Han con frecuencia se veían dentro de las murallas del palacio.

Las damas de la corte pasaban a menudo por delante de Ch'i-kuo, ignorando a la solemne muchacha sentada junto al lago en compañía de sus esclavas. Las damas Jurchen paseaban con sus vestidos de seda, cada una de ellas seguida de un esclavo que llevaba un parasol o una sombrilla para protegerla del sol. Muchas de las damas Han tenían diminutos pies de loto, que les hacían mecer las caderas cuando avanzaban con sus pasos de pájaro. Muchas veces las damas con pies de loto ni siquiera caminaban, sino que eran transportadas en literas bajo los puentes arqueados y por los senderos del parque, bordeados de árboles.

Las damas Jurchen tenían piel dorada, con un lustre rosado en las mejillas; las Han eran criaturas delicadas con piel tan pálida como el pergamino fino. Ch'i-kuo se parecía a su madre y, por lo tanto, a los Han, pero agradecía que nunca le hubieran vendado los pies. Se había vuelto más sana y fuerte desde la muerte de su padre, y solía caminar por el parque con algunas de sus hermanas y esclavas.

Sus hermanas y las otras damas de la corte hablaban de aventuras amorosas y de intrigas palaciegas. Ocasionalmente aludían a asuntos que tenían lugar fuera de las murallas del palacio. Los Ongghut que vivían más allá de la Gran Muralla se negaban a pagar tributo; los Tangut de Hsi-Hsia se habían sometido finalmente al rey bárbaro del norte, y ahora atacaban las provincias Kin limítrofes con Hsi-Hsia. El emperador no parecía preocupado. Los Tangut eran demasiado débiles para enfrentarse con éxito a los ejércitos Kin, y los bárbaros que vivían al norte del desierto seguirían luchado entre sí.

Ch'i-kuo, mientras pintaba, había aprendido a trazar las líneas y pinceladas esenciales, sin distraerse con lo innecesario. En las conversaciones que escuchaba, también había cosas esenciales que captar, por disfrazadas que estuvieran en medio del parloteo. Advirtió que muchos consideraban a Yung-chi, que se había convertido en el emperador Wei, débil e indeciso, y que los que estaban más próximos a él preferían que fuera así.

Durante el Año de la Oveja, en las conversaciones de las damas de la corte se advertía un tono de cierta preocupación. Los bárbaros del norte habían tomado varias poblaciones fronterizas; el ejército enviado a contenerlos había sido derrotado. Algunos murmuraban que el emperador había estado a punto de huir de Chung Tu, pero finalmente sus consejeros lo convencieron de que se quedara.

Ch'i-kuo carecía de poder para influir sobre esos acontecimientos, y, además, tenía otras preocupaciones. A los trece años, había temido que el emperador la diera en matrimonio a un hombre que no fuera de la corte, algún funcionario distante, por ejemplo, cuyo favor necesitara. La joven quería evitarse ese destino.

Había empezado a presentar algunas de sus pinturas al emperador. Un esclavo llevaba los rollos a los esclavos de Yungchi y regresaba con reticentes palabras de elogio a su trabajo. Cuando un ministro menor vino por primera vez a sus habitaciones para pedirle una nueva pintura, Ch'i-kuo se regocijó. El chismorreo de las damas, que ella alimentaba, daría al emperador la imagen de una muchacha demasiado frágil para sobrevivir lejos de la corte.

Las pinceladas de sus cuadros cobraron mayor seguridad. Pintaba damas que jugaban con fichas, un grupo de cortesanos en el gran patio, músicos que tañían sus laúdes, las moreras que veía por la ventana. Quería preservar esas imágenes del palacio imperial, así como otras del palacio de verano, que amaba todavía más, por si la corte se veía obligada a abandonarlos.

Más tarde, esa misma primavera, otro Khitan, el príncipe Ye-lu Liu-ko, se rebeló contra el emperador y se declaró Liao Wang, rey de su pueblo, antes de unirse a los invasores bárbaros. El enemigo empezó a avanzar siguiendo los caminos y pasos que conducían a Chung Tu.

El rostro de una joven Han apareció ante ella. La mujer era una esclava dada a Ch'i-kuo varios meses después de que el traidor Ye-lu Liu-ko desertara para unirse al enemigo. La esclava tenía la cabeza gacha; sus mejillas de marfil estaban teñidas de un rubor de color melocotón.

Se llamaba Mu-tan. No había nacido esclava; un "meng-an" Jurchen que había ambicionado las tierras de su noble familia había reunido suficientes pruebas falsas para conseguir que su padre fuera ejecutado y toda su familia vendida como esclava.

Ch'i-kuo dependía cada vez más de lo que sus esclavas pudieran decirle, ya que las damas del palacio eran muy discretas en sus conversaciones. Mu-tan le traía historias de hambre, de campesinos cuyas cosechas habían sido arrasadas por los bárbaros, y que fluían por los doce portales de Chung Tu para mendigar alimento. Los carros que llegaban a la ciudad con provisiones venían ahora de K'ai-feng y de otras poblaciones situadas a orillas del río Amarillo, en el sur. Mu-tan le habló de ciudades que habían ardido durante días y de caminos sembrados de cadáveres. Ch'i-kuo pensaba en esas historias siempre que la convocaban a las salas de banquetes del emperador, donde la corte se atiborraba de la comida traída desde el sur.

Ch'i-kuo recordó haber contemplado el negro cielo del otoño sobre el palacio imperial. Las estrellas estaban ocultas por las nubes, y de repente la oscuridad se avivó con chispas brillantes y corrientes refulgentes, árboles de fuego y flores llameantes mientras resonaba el trueno. Chihchung, que había sido vicecomandante y que era ahora regente del imperio, había ordenado la exhibición.

Ese otoño habían informado al emperador de que el ejército conducido por los generales Kao-ch'i y Kang había sido aplastados. Se decía que el rey bárbaro en persona había conducido el ataque en el centro, mientras las dos alas del enemigo habían caído sobre la retaguardia y los flancos del ejército en fuga. La furia del emperador creció cuando le dijeron que Chih-chung, a quien se le había ordenado que permaneciera dentro de las murallas de la ciudad y se encargase de su defensa, había salido de Chung Tu a cazar con sus hombres. Suspicaz, y temiendo que su vicecomandante se dispusiera a unirse al enemigo, el emperador Wei envió a un mensajero para despojarlo del mando.

La noticia de la furia del emperador corrió rápidamente por el palacio. Según Mu-tan, algunos miembros de la corte se disponían a marcharse de la ciudad. Ch'i-kuo nunca supo si alguno de esos cortesanos había logrado escapar. Pocos días después de que el emperador enviara su mensajero a Chih-chung, el vicecomandante entró en Chung Tu y rodeó el palacio con sus hombres.

Ella esperó en sus habitaciones, hasta que el fragor de la lucha cesó. Antes de que pudiera ponerse de pie, tres soldados irrumpieron en la estancia, empuñando sus espadas.

La joven advirtió de inmediato que no eran guardias del palacio.

—Cómo os atrevéis a entrar en mis habitaciones. —Su voz temblaba; sentía pánico por aquellos hombres violentos de rostros rubicundos—. Os encontráis ante una hija del emperador Chang-tsung.

Los soldados retrocedieron.

—No queremos hacerte daño —dijo uno de ellos.

—Tampoco lo haréis a las personas que están conmigo. Si les ponéis una mano encima, el emperador os decapitará.

—El Hijo del Cielo no hará nada sin el consentimiento de nuestro comandante. La ciudad está ahora en sus manos.

Casi no tenía valor para hacerlo, pero se obligó a mirar fijamente al hombre. Él le devolvió la mirada, después hizo una reverencia y se retiró de la estancia.

Ella esperó con sus mujeres, temerosa de salir de la habitación. Esa noche, un soldado vino a decirle que se requería su presencia en un banquete. Sus criadas la vistieron con una túnica verde ribeteada de brocado dorado y la condujeron por los pasillos.

El corredor con incrustaciones de oro estaba lleno de soldados apostados ante cada puerta. Había más en los pasillos abiertos que conectaban las alas del palacio y delante de la puerta del salón de banquetes. En el estrado donde habitualmente se sentaba el emperador, Chi-chung presidía la reunión, rodeado de damas con el rostro pintado de blanco. El emperador no se veía por ninguna parte.

En un momento dado, un ministro anunció que Chih-chung se había proclamado regente.

Ch'i-kuo comió muy poco mientras un ministro tras otro brindó por el regente; sus reverencias y sus discursos parecían una burla del ceremonial. La corte había perdido la vergüenza, y todos eran demasiado conscientes de los soldados instalados detrás de las murallas del palacio. Tal vez pensaban que Chih-chung podría salvarlos de los mongoles. Tal vez simplemente celebraban mientras aún podían hacerlo.

Chih-chung no los despidió hasta muy entrada la noche. Para entonces, estaba bastante borracho y su cabeza descansaba sobre el hombro de una cortesana de rostro empolvado. Cuando Ch'i-kuo volvió a su habitación había menos soldados en los pasillos. Sus criadas estaban junto a la ventana de la antecámara contemplando los fuegos artificiales en el patio.

—Traedme mis tintas y un rollo de papel —dijo Chi'-kuo mientras se sentaba ante la mesa baja en la que solía pintar. Dos mujeres aparecieron con sus herramientas, otra colocó lámparas de aceite sobre la mesa para proporcionarle más luz.

La joven despidió a las criadas y empezó a frotar sus tintas sobre piedras planas y húmedas.

Las imágenes acudieron a ella en un instante. Sus pinceles se movieron sobre el papel con trazos firmes y seguros. El hombre sentado en la silla del emperador aferraba con una mano una copa y la otra acariciaba el cabello desordenado de una mujer de rostro empolvado. Un soldado estaba a un costado, con el escudo en alto, la espada en la mano y la cabeza ligeramente vuelta hacia el hombre sentado.

Chi'i-kuo dejó el pincel y extendió los brazos; le dolían los hombros. Una lez leve brillaba más allá de la ventana; casi todas las mujeres dormían en divanes y almohadones, pero Mu-tan estaba despierta, y Chi'i-kuo la llamó con un gesto.

La joven se incorporó se acercó y se arrodilló junto a la mesa.

—No es el emperador —dijo al mirar la pintura—, y la mujer parece una vulgar prostituta. En cuanto al soldado, no sé si los protege o está a punto de atacarlos.

—El hombre es el regente Chih-chung. La mujer es la clase de persona que él habría invitado al banquete en vez de los que asistieron, y el soldado …

Mu-tan soltó una exclamación ahogada.

—¡Oh…! Si descubriera esto …

—Entonces debemos tratar de que no lo descubra —dijo Chi'i-kuo—. Y si lo hace, ¿Qué importa? Estamos perdidas, pero estoy agradecida a mi arte —vivirá en mí un poco más antes del fin.

Liberarse de la ilusión de la que aún eran víctima muchos de los cortesanos le había permitido ver con mayor claridad. Pintar sin miedo a lo que pudiera revelar acerca de ella y de sus propios pensamientos, como debe hacerlo todo maestro verdadero, había dado mayor fuerza a su arte. Ahora se daba cuenta de que sus primeras obras habían sido, a pesar de su pericia, el trabajo de una muchacha ansiosa por complacer. Las mejores —los bambúes, el árbol que había admirado el Khitan Ye-lu Ch'uts'ai— habían sido realizadas cuando tenía la mente libre de esas preocupaciones.

Ya poco importaba si escapaba de la tormenta que amenzaba a la ciudad o quedaba atrapada dentro de ésta, pues tenía sus cuadros para recordarle lo perdido.

Cuando se enteró de que Chih-chung había mandado ejecutar a Wanyen Kang no le sorprendió. Kang había sido uno de los comandantes derrotados por el ejército mongol y era un posible rival de Chih-chung. La noticia de que había mandado asesinar al emperador Wei la dejó indiferente. Sólo el consejo de los ministros, sabá la joven, había impedido que el regente reclamara el trono para sí. Al cabo de pocos días de la toma del palacio, Chi-chung llamó a Wan-yen Hsun, medio hermano del padro de Ch'i-kuo, para que acudiera a la capital, donde sería designado emperador.´

A medida que los mongoles avanzaban, las líneas y trazos de la pinturas de Ch'i-kuo se hicieron más delgados, y sus colores más traslúcidos, como si las figuras pintadas prácticamente fueran sombras.

Recordó la primera vez que había pintado uno de los halcones del emperador. Había sido un esfuerzo infantil, con poco sentido de la rapidez con que el pájaro caía sobre su presa.

Chi'i-kuo pensó entonces en sus últimos meses en el palacio imperial, cuando a menudo estaba en las habitaciones de los ministros y sus esposas, donde una serie de escribas y eruditos se afanaban sobre rollos de documentos. A veces llevaba allí sus tintas y pinceles, otras simplemente estudiaba a los sujetos que deseaba pintar.

Había estado en el despacho de un ministro de la guerra cuando dos oficiales se presentaron con un informe. Los dos habían combatido contra los mongoles y tenían muchas coss que decir.

—El enemigo es más peligroso cuando se bate en retirada —dijo uno de ellos. El ministro asintió, evidentemente consciente de ese hecho—. Se retira, tentando a los soldados a perseguirlo, y luego se da la vuelta para atacar. Se dice que así consiguieron atravesar la Gran Muralla, y puedo creerlo, aunque algunos afirmen que se sirvieron de sobornos.

—Están dominando el arte del asedio —dijo el segundo soldado—, gracias a los traidores que se unieron a ellos. El enemigo obliga a los cautivos a construir catapultas y torres de asedio, y las envía al frente cuando atacan una ciudad.

—Se mueven con una rapidez increíble —dijo el primero—. Ejércitos separados por miles de "li" avanzan como si fueran uno, tan veloces son los jinetes que se desplazan entre ellos llevando las órdenes de sus generales. Hablé con algunas personas que habían conseguido escapar de una ciudad y que marcharon hacia el este sólo para descubrir, cuando llegaron a destino, que los mismos mongoles de los que habían hído también la estaban atacando.

A comienzos del Año del Perro el emperador Hsun envió un mensajero al enemigo pidiéndole paz. Para entonces, la ciudad de Cho Chou había caído en manos de los mongoles, y otros tres generales habían desertado para unirse al enemigo. El pedido de paz del emperador fue rechazado, y la capital se preparó para un asedio.

Durante sus dieciséis años de vida, Ch'i-kuo sólo se había desplazado fuera del palacio en carruaje o en litera. Poco después del año nuevo, por orden del emperador, ella y el resto de la casa real abandonaron el palacio imperial para instalarse en la fortaleza norte de Chung Tu. Los ciudadanos más ricos habían sido enviados a la fortaleza este, los funcionarios y sus familias a la fortaleza sur, y los parientes menores de la casa real a la fortaleza oeste. Las fortalezas, con sus soldados, graneros, arsenales y defensas, podían resistir aun cuando las altas murallas de la ciudad fueran conquistadas, o al menos eso esperaba el emperador.

En la mansión asignada a la familia imperial, se destinaron tres habitaciones pequeñas para Ch'i-kuo y sus esclavas. Los soldados que defendían las murallas tal vez rechazaran al enemigo; quizá los mongoles se conformaran con lo que ya habían conquistado. Ch'i-kuo no se atrevía a abrigar esperanzas.

Los mongoles atacaron Chung Tu dos veces ese invierno. La primera vez se abrieron paso hacia una parte de la ciudad, pero fueron rechazados cuando los defensores prendieron fuego a una calle. Cuando el enemigo hizo un segundo intento por apoderarse de la ciudad, los soldados de las cuatro fortalezas los rechazaron. Sin embargo, el emperador Hsun no podía encontrar demasiado consuelo en esos acontecimientos. Casi todas las fuerzas enemigas se habían desplazado hacia el sur. Los pocos que fueron capaces de escapar de ellos y llevar noticias a la capital contaron que la gran llanura que bordeaba el río Amarillo estaba arrasada y que las ciudades, que esperaban ser atacadas desde el norte, habían sido sorprendidas por los mongoles que caían sobre ellas desde el sur.

La corte esperaba ahora un asedio prolongado. En los banquetes reales se servían menos platos; Ch'i-kuo se bañaba con menor frecuencia con la pequeña cantidad de agua caliente que sus criadas le traían. Cuando llegó la primavera, la corte se enteró de las pérdidas del emperador: el enemigo, que se movía rápidamente, había tomado casi toda la llanura del sur. Sin embargo, los mongoles parecían cansados de luchar. Cuando un enviado mongol entró en Chung Tu para proponer la paz, el emperador Hsun rechazó el ofrecimiento. Para sorpresa general, el enviado volvió y propuso paz una vez más.

Las noticias corrían rápidamente en la fortaleza, y Ch'i-kuo se enteró de las negociaciones tan detalladamente como si hubiera estado presente durante su realización. El rey mongol había enviado como mensajero especial a un Tangut llamado A-la-chien, un hombre que hablaba fluidamente la lengua Han del norte. Su discurso, despojado de expresiones elaborados, había sido muy directo.

—Todas las provincias situadas al norte del río Amarillo están en mi poder —había dicho el Tangut—, y sólo te queda Chung Tu. Dios te ha enviado esto, pero el cielo puede volverse contra mí si sigo oprimiéndote. Estoy dispuesto a retirarme, pero mis generales me aconsejan la guerra. ¿Qué estás dispuesto a darme para conformarlos?

Esa pregunta, con su admisión implícita de que el enemigo no estaba preparado para un asalto prolongado, dividió a los consejeros del emperador.

La cuestión terminó centrándose en la lealtad de las propias tropas, y no en la fuerza o la debilidad del enemigo. Ch'i-kuo, al escuchar las deliberaciones, no tuvo dudas acerca de la decisión del emperador. Hsun apaciguaría a los mongoles para ganar tiempo y fortalecer sus defensas. A la joven no le sorprendió enterarse de que Fu-hsing había ido con A-la-chien al campamento mongol para discutir los términos. A finales de la primavera, Fu- hsing y el Tangut regresaron a Chung Tu. Habría una tregua y se atenderían las demandas del enemigo.

La joven estaba pintando en su habitación cuando se presentó un oficial menor. Sus esclavas se arrodillaron alrededor de ella mientras Mu-tan conducía al interior al hombre y a sus dos asistentes. El oficial hizo una reverencia y pronunció los saludos ceremoniales. Ella esperó; sabía qué había ido a decirle, pero se negaba a creerlo.

—Nuestro hermano mongol —dijo el oficial—, ha dicho que aceptará un tributo de oro y seda. Le concederemos diez mil "liang" de oro y diez mil rollos de seda fina. Ha dicho que desea caballos, y le daremos tres mil de nuestros mejores corceles. Ha dicho que desea quinientos jóvenes capacitados y quinientas muchachas bellas para servir a su pueblo, y le serán concedidos. Ha dicho que una novia real apaciguará su cólera cuando se marche de la ciudad. El honor te corresponde, Alteza Imperial… el Hijo del Cielo ha decretado que, de todas las princesas reales, tú eres la más digna de convertirte en esposa del rey mongol.

Sus criadas permanecieron en silencio. Ch'i-kuo advirtió que ella era la elección más conveniente que podía haber hecho Hsun. El mongol no sabría que era una de las últimas del linaje imperial, una mujer cuya supuesta fragilidad le produciría una muerte temprana. Qué astuto era el emperador por haberle encontrado utilidad, y por insultar al enemigo bajo las apariencias de acceder a su pedido.

—De modo que seré la perdiz entregada a las garras del tigre —dijo ella.

—El emperador te concede tres días para que te prepares. Por supuesto, se te otorgará todo lo necesario para tu comodidad… el Hijo del Cielo elegirá en persona muchos de sus obsequios.

Finalmente la joven levantó la mirada.

—Debo obedecer —dijo—. Aunque el exilio me resulte penoso, me honra que el Hijo del Cielo me halle digna de tener un lugar junto a su hermano monarca. Si Chung Tu se salva, conservaré su recuerdo en mi corazón y agradeceré que mi amada ciudad sobreviva. Si cae, no tendré que presenciar su final.

El rostro del oficial palideció.

—Tendremos una tregua.

El hombre hizo una reverencia y se marchó del cuarto murmurando más frases corteses. Ch'i-kuo cayó al suelo, llorando desconsoladamente.

—Alteza —dijo una voz.

Ch'i-kuo levantó la vista, atrapada otra vez por el presente. Mu-tan se acercó a ella.

—Señora, te esperan —dijo, la tomó del brazo y la condujo fuera de la habitación.

97.

Ch'i-kuo miró hacia adelante el amplio camino que la alejaba de Chung Tu. No quería volverse a mirar la ciudad distante, donde los soldados estarían en las troneras de las murallas, observando el tributo enviado desde Chung Tu, los carros cargados de oro y seda, los caballos que transportaban a los mil muchachos y muchachas que ahora servirían a los mongoles a cambio de aquella paz negociada.

Un carruaje la había trasladado junto con sus criadas hasta una de las puertas, donde los soldados del comandante Fu-hsing les habían entregado caballos. Se había ordenado al comandante y a parte de sus tropas que acompañaran la comitiva hasta el paso Chu-yung, al noroeste de la ciudad. A ambos lados del camino se veían jinetes mongoles, lanza en ristre, en tanto que un grupo de bárbaros encabezaba la caravana.

Todos ellos eran hombres robustos, como los que se habían reunido con los soldados de Fu-hsing delante de las puertas de la ciudad. Sus ojos eran pardos y sus rostros estaban curtidos por el viento; despedían un olor desagradable, percibible incluso a cierta distancia. Muchos llevaban túnicas de seda de colores brillantes debajo de sus relucientes corazas negras. Algunos llevaban los cascos de metal de los soldados chinos, en tanto que otros iban tocados con sombreros de ala ancha con orejeras. Sus cabezas estaban tan próximas a sus anchos hombros que parecían carecer de cuello.

Ella había esperado una jauría bestial. Sin embargo, los hombres situados a ambos lados del camino estaban orgullosamente erguidos en sus monturas, en tanto que los que encabezaban la marcha cabalgaban en filas rectas y parejas.

A la distancia, un río serpenteaba a través de campos en los que pastaban manadas de caballos. Sobre las orillas descansaban ennegrecidos cascos de barcos. Un pequeño montículo marcaba el lugar en el que un camino más estrecho y escabroso se abría de la ruta principal; cuando la joven estuvo más cerca, advirtió que el montículo estaba formado por cabezas.

Durante el día que duro el viaje, Ch'i-kuo vio muchos de aquellos montículos. Aquí y allá se veían casas en ruinas rodeadas de carros, tiendas y alguna ocasional torre de asedio. Los prisioneros caminaban entre las tiendas, con la espalda doblada bajo el peso de los sacos que cargaban; otros, atados entre sí y aprisionados con yugos, tiraban de los carros. Cerca de las ruinas de muchas casas, estaban caídas las ramas de las moreras que habían alimentado a los gusanos de seda. Hacia donde mirara veía destrucción: montículos de tierra recién removida que podrían ser tumbas colectivas, poblaciones arrasadas, campos devastados y caballos que pastaban en medio de todo eso.

Por la noche llegaron al campamento más grande que ella había visto era su vida. Ch'i-kuo y sus criadas fueron separadas de la caravana y conducidas a una gran tienda. Una mujer joven con la piel de porcelana y el físico esbelto de una Han esperaba en la entrada; hizo una profunda reverencia cuando Ch'i-kuo se acercó.

—Te doy la bienvenida, Alteza Imperial —dijo la mujer en lengua Han—. El Gran Kan de los mongoles me ha enviado aquí para servirte. M e llamo Lien. —Hizo señas a un grupo de muchachos, que se acercaron a los carros que traían las pertenencias de Ch'i-kuo—. Tal vez deseas descansar después del viaje.

La mujer la condujo dentro junto con sus esclavas. Una anciana estaba atendiendo el fuego que ardía en el interior de un cilindro de metal. Alfombras y esteras de bambú cubrían el suelo. En la parte posterior de la tienda había una cama de madera tallada con cojines apilados a su alrededor. Dos grandes baúles estaban situados a un costado de la tienda; las tres mujeres que estaban de pie allí se arrodillaron.

Ch'i-kuo, cansada a causa del viaje, se sentó tímidamente en la cama mientras dos muchachos entraban con el primero de sus baúles. La otra mujer seguía de pie.

—Por favor, siéntate —dijo Ch'i-kuo. La mujer hizo una reverencia y se sentó en un cojín—. Espeaba que me condujeran ante Su Majestad en cuanto llegara.

—El Gran Kan y emperador de los mongoles está ansioso por verte, pero es necesario respetar ciertas formalidades. Seguramente no esperabas que el Gran Kan te bajara del caballo y te arrastrara a su tienda.

Ch'i-kuo se sonrojó; eso era exactamente lo que había esperado.

—El general que viajó hasta aquí contigo —continuó la mujer—irá con los enviados al "ordu" del Kan. Después de presentarse y de rogar a éste que reciba los obsequios del emperador, el Kan los aceptará graciosamente, si ése es su deseo.

Las manos de Ch'i-kuo temblaron.

—¿Hay alguna duda de que los aceptará?

—No temas, Alteza Imperial. Cuando sus hombres le cuenten cuán bella es la dama que lo espera, estará impaciente por rodearte con sus brazos.

Ch'i-kuo se estremeció.

—Cuando el Kan haya aceptado su tributo —continuó Lien—, su hermano Shigi Khutukhu, que es uno de sus ministros más importantes, se ocupará de que los obsequios sean entregados a quienes más lo merecen después de que el Kan haya recibido su parte. Luego habrá un banquete para celebrar tu matrimonio.

—¿Llevas mucho tiempo en este pueblo? —preguntó Ch'i-kuo.

—Casi dos años.

—Lo lamento por ti.

—No hay necesidad de lamentarlo, Real Dama. Mis padres me vendieron de niña a un burdel. Cuando mi ciudad cayó, tuve la fortuna de encontrarme entre las mujeres ofrecidas al Kan. Si debo ser el receptáculo de un hombre, seguramente es mejor que ese hombre sea un gobernante, y él me ha conservado a su lado, incluso después de haberse cansado de muchas otras.

Ch'i-kuo se cubrió la boca con la mano.

—¿Las esclaviza sólo para matarlas?

—Sólo conserva a aquéllas que pueden serle útiles, como las que tienen algún oficio, las más fuertes, las que él y sus hombres encuentran más bellas. Las otras simplemente morirían al cruzar el desierto. El único oficio que domino es el de las artes de la cama, y un mongol es más versado en el combate que en esas artes, pero en un burdel siempre se escuchan muchas lenguas, y yo fui más veloz que las otras para aprenderlas. He dominado el idioma mongol, y soy para el Kan una esclava útil.

—Entonces serás mi intérprete.

—Es el deseo del Kan que te enseñe su lengua.

Durante el viaje había escuchado a los mongoles hablar en su áspero idioma, lleno de sonidos desconocidos, y que sonaba tan rudo como los hombres que lo hablaban.

—Conozco la lengua Jurchen y la Han —murmuró Ch'i-kuo—. Tal vez no me resulte muy difícil dominar una tercera lengua.

—Haré todo lo posible para ser una buena maestra. —Lien alzó la cabeza cuando las mujeres abrieron uno de los baúles y sacaron rollos de papel—. ¿Has traído pinturas contigo, ama?

—He traído papel y seda para pintar.

—No sabía que a las princesas se les enseñaran esas artes.

—A la mayoría no —replicó Ch'i-kuo—, pero yo mostré un poco de talento en la infancia, y mi padre el emperador me complació proporcionándome instrucción.

—Las pinturas de una esposa tal vez agraden al Kan.

—No imagino que puedan interesarle esas cosas.

—Te ruego que no lo juzgues demasiado rápidamente, Alteza.

Ch'i-kuo estudió a la joven. Lien podía decir que era la sierva de Ch'ikuo, pero también servía al Kan, y podría hacer las cosas más fáciles o más difíciles para la nueva esposa de su amo.

—Debes guiarme, Lien —dijo la joven finalmente—. No quiero disgustar al hombre con el que voy a casarme.

—Mi mayor esperanza es que así sea. Señora, ¿puedo ser sincera contigo? Es posible que lo que te diga aclare tus ideas.

Ch'i-Kuo asintió.

—Cuando los mongoles me tomaron prisionera —prosiguió Lien—, sólo vi bestias vestidas con pieles de animales, criaturas que sólo sabían robar, matar y destruir. Tal vez fueran así antes, pero el gobernante que se llama a sí mismo Gengis Kan los está convirtiendo en algo más. He servido al Kan señora, y es un hombre que posee dos naturalezas. Una de ellas es tan filosa como su espada; e igual de dura y aguda, siempre dispuesta a atacar. La otra investiga y anhela abarcar el mundo. En un hombre más débil, esas dos naturalezas podrían estar en conflicto, pero en él, cada una de ellas alimenta a la otra. La espada le abre camino, y la otra parte trata de absorber lo que encuentra.

—Me sorprende que halles algo admirable en un pueblo que tanto te ha hecho sufrir.

—¿Cuál es mi sufrimiento, señora? —dijo Lien—. Antes, todo lo que podía esperar era que un rico mercader me comprara para convertirme en su concubina. En cambio, ahora soy la mujer de un emperador y sierva de la hija de otro.

—Tal vez puedas aconsejarme cómo comportarme con mi nuevo esposo.

Lien volvió hacia ella su rostro perfectamente oval.

—No eres la primera princesa que ha sido entregada al Kan. La princesa Chakha, hija del rey de Hsi-Hsia, le fue ofrecida cuando los Tangut se rindieron. La vi en el "ordu" del Kan. Me dijeron que había sido una mujer bella, pero yo sólo vi una mujer de rostro delgado con ojos muertos. —Hizo una pausa—. Se dice que cuando la princesa Chakha fue llevada por primera vez a la tienda del Kan, sólo atinaba a llorar por su palacio de Ninghsia. Siempre que el Kan acudía a ella, lo recibía con los ojos llenos de lágrimas. Aun después de que hubieran pasado muchos meses, sus lágrimas no cesaban de brotar.

—Eso debe de haber disgustado mucho al Kan —dijo Ch'i-kuo.

—Estás equivocada, señora. Se dice que acudía a su tienda muy a menudo, y con el tiempo ella dejó de llorar. Ahora ya no hay más lágrimas, pero tampoco hay risas ni alegría ni paz. Se le rinden los honores debidos a una dama que le ha dado hijos al Kan, pero vive en su campamento como un espectro. Así son los mongoles… acostumbran a tomar lo que pueden usar y a destruir lo que no les sirve. Chakha sólo alimentó esa parte de la naturaleza del Kan.

Ch'i-kuo tragó saliva con dificultad.

—Entonces no lloraré.

Lien se puso de pie.

—Tal vez desees beber algo, señora. Haré preparar un poco de té.

El Kan mongol mandó llamar a Ch'i-kuo dos días después de su llegada. Lien le había dicho que, una vez concluida su campaña, Gengis Kan estaba impaciente por emprender el viaje de regreso a sus tierras.

Sus criadas la bañaron con paños calientes y húmedos, la vistieron con pantalones de seda y una túnica roja ribeteada de brocado dorado y le recogieron el cabello con hebillas enjoyadas que parecían alas de mariposas. Acompañada por Lien y Mu-tan, fue conducida fuera, donde unos soldados esperaban con caballos. El comandante Fu-hsing estaba con sus oficiales, todos ellos luciendo sus armaduras metálicas; el Tangut A-lachien había traído un destacamento de mongoles.

Con una fila de soldados Kin a la izquierda y otra de mongoles a la derecha, Ch'i-kuo y las dos mujeres cabalgaron siguiendo el borde del campamento. Cerca de las tiendas, los prisioneros cocinaban en los calderos, descargaban carros, reparaban arneses y recogían estiércol seco. La joven no podía distinguir quiénes habrían pertenecido a la familia de un rico mercader, a una familia campesina o al séquito de un "meng-an": todos eran esclavos ahora.

El Kan había sido astuto al apoyar la revuelta de los Khitan. El mismo Liao Wang se había unido a los mongoles, y Gengis Kan había enviado a Shigi Khutukhu y al Noyan Anchar, hermano de su primera esposa para asegurarse el juramento de lealtad de los Khitan. Los Khitan tal vez no se hubieran rebelado si los colonos Jurchen no hubieran invadido sus hogares al borde de la cordillera Khingan. Era imposible que el Kan no hubiera aprovechado esa situación. Lien había pintado un retrato de un hombre razonable empujado a la guerra, una pintura bastante diferente de la que Ch'i-kuo había concebido estando en la corte.

La tienda del Kan se hallaba en el extremo norte del campamento, pero se había alzado un pabellón en el terreno que estaba detrás. Había caballos atados junto al pabellón, y los mongoles se apiñaban en el espacio que lo separaba del campamento, desplazándose con paso torpe sobre sus piernas arqueadas. Fuera del pabellón, varias filas de mongoles estaban en posición de alerta, con las manos sobre las espadas.

Ch'i-kuo apenas pudo distinguir al Kan bajo el pabellón. Su rostro estaba en sombras y una gorra enjoyada le cubría la cabeza. Vestía una corta camisa de seda y una túnica bordada, y estaba sentado en una silla sobre una plataforma elevada. Eso era lo que la joven había esperado: un bárbaro ataviado con finas prendas producto del saqueo.

La mujer desmontó, Fu-hsing y A-la-chien la acompañaron. Bajo el pabellón el suelo estaba cubierto de alfombras. A la derecha del Kan, había mongoles sentados sobre cojines alrededor de mesas bajas; varias mujeres Han se sentaban a la izquierda.

Fu-hsing empezó su discurso; A-la-chien lo tradujo rápidamente a la lengua del Kan. Lien le había advertido lo que ocurriría. Habría discursos y el Kan daría la bienvenida a su esposa; luego vendrían las bendiciones de los chamanes mongoles, un sacrificio y un banquete que probablemente durara el resto del día.

Ch'i-kuo se arrodilló, apoyó la frente en la alfombra y luego alzó los ojos. Ahora veía al Kan con mayor claridad. Era tan robusto como los otros, sus espesas coletas estaban enrolladas detrás de las orejas, sus largos bigotes y la oscura barba que le cubría el mentón tenían un tinte rojizo. Estaba inclinado hacia un hombre sentado cerca de él, y entonces volvió la cabeza hacia ella.

Ch'i-kuo no esperaba ver esos ojos. Eran almendrados como los de su pueblo, pero pálidos, más verdes y amarillos que pardos. Los ojos de un demonio, ojos a los que era imposible ocultar nada, ojos aterradores como sólo podían aparecer en una pesadilla.

—El Kan da la bienvenida a su esposa —decía A-la-chien en lengua Han—, cuya belleza resplandece como la luz de la luna.

Lien no le había dicho la verdad. A pesar de las excusas que este hombre hubiera encontrado para justificar sus actos, sus ojos revelaban lo que verdaderamente era: un arma que amenazaba el mundo. Sólo la rendición podría desviar esa arma.

Ch'i-kuo estaba sentada junto al Kan. Las esclavas se desplazaban entre las mesas y entre los que estaban sentados en el suelo más allá del pabellón, llevando platos y copas. Los mongoles no usaban palillos para comer, y preferían coger la comida con las manos o pincharla con la punta de sus cuchillos. El banquete consistía casi por completo en unas tiras de carne semicocida remojada en agua salada o en salsa de soja, y ésta no conseguía disimular el olor al estiércol sobre el que se había cocinado la carne. Tal vez los bárbaros hubieran matado también a todos los buenos cocineros.

Los hombres muy pronto estuvieron borrachos; gritaban sus canciones guturales por encima de la suave música de los flautistas sentados cerca del pabellón. Cuando bailaban, saltaban sobre las mesas, destrozando con sus pies los finos platos de porcelana en que había sido servida la comida. Su bebida, que sabía a leche ácida fermentada, era repugnante, pero ellos la bebían sin cesar junto con los vinos que les traían, casi siempre con una copa en cada mano.

El Kan entrecerró los ojos, y ella supo que él advertía su desdén. Entonces, por primera vez, le habló. Ella inclinó la cabeza cuando él terminó, y después miró a Lien.

—Mi señor dice —murmuró Lien—, que un hombre debe saborear lo que se le ofrece para comer y beber, y disfrutarlo al máximo. No hacerlo es insultar al anfitrión.

—No tiene que excusar ninguna conducta ante mí.

Lien sacudió la cabeza.

—El Gran Kan no necesita presentar excusas a nadie. Te está diciendo que sus hombres se comportan correctamente, y tú no.

Ésa era la gente con la que ella tendría que vivir.

—Lien —dijo Ch'i-kuo lentamente—, debes decirle a Su Majestad que aprendí mis modales en la corte, donde el emperador come remilgadamente platos suntuosos y sólo bebe un poco de vino en su copa mientras su pueblo se muere de hambre y sus soldados caen ante los guerreros mongoles. Es evidente que los modales del Gran Kan son mejores que los míos.

Temujin sonrió cuando Lien tradujo, y después ofreció a Ch'i-kuo un pedazo de carne en la punta de su cuchillo. Ella lo aceptó, lo masticó rápidamente y vació su copa de vino de un trago.

El ruidoso banquete continuaba todavía a la caída del sol. Algunos mongoles llevaron caballos hasta el pabellón, el Kan ayudó a Ch'i-kuo a subir a su corcel blanco y después montó detrás de ella. Los hombres gritaron y alzaron sus copas. A Ch'i-kuo el brazo que le rodeaba la cintura le pareció duro como el hierro.

Entre los presentes que el emperador le había enviado antes de que partiera de Chung Tu, se hallaba un libro impreso en hojas de papel cosidas con gruesas hebras de oro. El libro era un regalo adecuado para una novia, ya que contenía varias ilustraciones cuyo tema eran las artes de la alcoba. Ahora, el regalo de despedida del emperador parecía ser la venganza por la última pintura de la joven. Hsun sabía cómo eran los mongoles y lo improbable que era que su Kan siguiera esas prescripciones.

Habían alzado otra gran tienda al este de la del Kan, y unas cortinas de seda se agitaban a los lados. Los guardias apostados los saludaron, golpeándose el pecho con un puño, mientras Temujin desmontaba y bajaba a Ch'i-kuo de la montura.

La condujo al interior del "yurt"; Mu-tan y Lien los siguieron. Todas las pertenencias de la joven habían sido trasladadas a esa tienda; sus criadas estaban arrodilladas cerca de la cama, en la parte posterior.

—Le informaré a nuestro señor que tus criadas te prepararán para la cama antes de retirarse a su propia tienda —dijo Lien.

—¿Su tienda? —preguntó Ch'i-kuo.

—La pequeña que está junto a ésta. Si más tarde se requiere su presencia, una esclava las llamará.

—Pero… —Había supuesto que sus mujeres permanecerían con ella—. No se lo digas al Kan, pero tengo miedo de quedarme a solas con él.

—Señora, no pienso dejarte sola. —Lien enarcó las cejas—. El Kan puede necesitar que te traduzca sus palabras.

Ella no imaginaba que él tuviera gran cosa que decirle. El hombre las miró con sus pálidos oios de demonio mientras dos de sus mujeres le ayudaban a quitarse la túnica. Observó la tienda mientras los conducían a la cama, y olió el incienso que ardía sobre una mesa. Lien le murmuró algunas palabras. Él se quitó el gorro antes de que una de las mujeres pudiera hacerlo; tenía la parte superior del cráneo rasurada, con un mechón de pelo sobre la frente. Su mirada cayó sobre la cama y sobre el libro que yacía sobre la colcha de seda.

"Una de sus mujeres debió de ponerlo allí", pensó Ch'i-kuo, que deseaba sacarlo de la vista. El Kan frunció el entrecejo, y después recogió el libro mientras le mascullaba algo a Lien.

—El Kan —dijo la mujer—, pregunta qué es esto.

—Es un libro sobre las nubes y la lluvia —replicó Ch'i-kuo—, pero estoy segura de que el Kan, que ha provocado en muchas esposas la alegría que destierra mil pesares, no tendrá ninguna necesidad de él.

El Kan dejó que una de las mujeres le desatara el cinturón, luego le indicó con un gesto que se marchara y se sentó en la cama, bizqueando bajo la tenue luz de las lámparas. Sus anchas manos volvieron las páginas hasta que llegó a una ilustración, y alzó el libro mientras hablaba.

—El Kan pregunta qué es esto —dijo Lien.

Las otras mujeres soltaron una risa ahogada. A Ch'i-kuo le ardieron las mejillas, la pintura mostraba a un hombre desnudo y con las piernas entrelazadas alrededor de una mujer arrodillada, mientras ambos se acoplaban.

—Eso —dijo Ch'i-kuo—, se llama el Revoloteo de las Mariposas.

Él siguió hojeando el libro hasta que llegó a otra ilustración.

—¿Y esto? —preguntó Lien con una sonrisa.

Ch'i-kuo se obligó a mirar la ilustración.

—El Juego de los Caballos Salvajes.

—El Kan dice que le resulta más familiar.

Temujin sacudió la cabeza y señaló otra ilustración, en la que un hombre lamía la grieta de una mujer. Ch'i-kuo sintió que se le hacía un nudo en la garganta.

—Al Kan le sorprende que la gente haga verdaderamente estas cosas —dijo Lien.

—Entonces ha aprendido pocas artes de ti —replicó Ch'i-kuo, sin mirarla.

Lien rio.

—Le he explicado que un hombre aprovecha mejor el acto cuando es prolongado, para que su precioso yang sea debidamente incrementado por el yin de la mujer, pero él me dijo que cualquier hombre que se excediese en esos actos sin duda se debilitaría en vez de hacerse más fuerte. Como te dije, los mongoles no ensuentran gran utilidad en las artes de la Cámara de Jade. —Volvió a reír—. Pero como también te he dicho, el Kan es un hombre de dos naturalezas, y es capaz de dar mucho placer a quien sea capaz de aceptarlo. Tu puerta bermellón se abrirá con felicidad a su vigorosa vara.

Ch'i-kuo lo dudaba. El Kan dejó el libro sobre una mesa. Las mujeres la desvistieron; ella mantuvo los ojos bajos, sintiendo la mirada del hombre. Mu-tan la peinó y luego la ayudó a acostarse. La colcha de seda flotó sobre ella y volvió a caer, cubriéndola.

Cuando abrió los ojos, las criadas se habían marchado y Lien estaba arrodillada al costado de la cama. Ch'i-kuo permaneció tendida, inmóvil. Él la atrajo hacia sí y alzó uno de sus rizos, llevándoselo al rostro mientras susurraba extrañas palabras.

—El Kan dice que eres bella, señora —tradujo Lien.

Temujin retiró la colcha, acarició uno de los pequeños senos de Ch'ikuo y murmuró más palabras.

—Ahora dice que ver tu monte de jade lo deleita.

El escuchar las palabras del Kan de boca de Lien no facilitaba las cosas, pero después de eso la mujer no volvió a hablar, y el Kan muy pronto dejó de necesitar palabras. Apretó sus labios sobre los de la joven y sus manos recorrieron el cuerpo de ésta y fueron a posarse entre sus piernas.

El hombre apestaba a sudor y a la carne que había comido; su peso amenazaba con dejarla sin aire. Cuando la penetró, ella se puso tensa a causa del dolor; él jadeó, se estremeció y finalmente se retiró.

Lien se puso de pie y los cubrió.

—Ya no es necesario que me quede más tiempo. —Hizo una reverencia, murmuró algunas palabras al Kan en su lengua y salió de la tienda. ¿Le había dicho, tal vez, que su esposa estaba demasiado embargada de placer que no podía expresar adecuadamente la alegría que sentía?

Él yació junto a ella y le tomó el rostro entre las manos; sus ojos la escrutaron. Ch'i-kuo pensó en lo que Lien le había contado sobre la esposa Tangut. Ella no se permitiría ser como esa criatura, llorando todo el tiempo por lo que había perdido.

"Seré tu esposa —pensó—. Y viviré entre tu pueblo, y no te daré motivos para herirme, pero no olvidaré lo que vi de tu obra más allá de este campamento".

Él hizo una mueca de disgusto, como si hubiera percibido los pensamientos de la mujer; después la atrajo hacia sí.

98.

El lugar llamado Yu-erh-lo, cerca del lago que los mongoles llamaban Dolon Nor, era un terreno plano cubierto de hierba amarillenta y desprovisto de árboles, con dunas que cambiaban de lugar. Era territorio Ongghut, y el Kan apacentaría sus animales allí hasta que llegase el otoño, cuando el desierto que conducía a sus tierras podría cruzarse más fácilmente. Las aguas del Dolon Nor eran salobres, y las bandadas que se elevaban sobre el lago producían con sus alas el mismo ruido ensordecedor de un huracán, pero a Ch'i-kuo le agradaba aquel paisaje agreste.

Habían dejado atrás las ciudades devastadas situadas fuera de la columna vertebral del dragón que era la Gran Muralla. Ella no había llorado al trasponer la Boca de la Muralla ni al ver los mensajes que otros exiliados habían garrapateado sobre la arqueada puerta de piedra. Los bárbaros habían matado a los esclavos que ya no les eran de utilidad y habían abandonado sus cadáveres. Ella prefería alejarse del cementerio infestado de cuervos en que se había convertido su tierra por obra de los mongoles.

La joven observó el cuadro que estaba pintando y le dio una última pincelada. Incluso en esa tierra salvaje Ch'i-kuo tenía tan pocas cosas que hacer como en los palacios de Chung Tu. Esclavos y siervas atendían los rebaños que el Kan le había asignado, y se ocupaban de su tienda y de sus pertenencias. Lien seguía a su lado para guiarla en su nueva vida.

Ch'i-kuo alzó los ojos; la dama Tugai había bajado de su carro y se acercaba a ella seguida de dos criadas. Tugai era la más importante de las cuatro esposas mongoles que el Kan había traído consigo en ese viaje; tenía ojos pardos de mirada cálida y un cuerpo casi tan robusto como el de un joven.

Ch'i-kuo y Lien se pusieron de pie.

—Te saludo, Hermana Mayor —murmuró Ch'i-kuo. Había aprendido un poco del idioma mongol, aunque muchas veces Lien debía auxiliarla.

—Te saludo, Noble Dama —respondió Tugai. Su alto tocado rectangular hacía que pareciese alta.

—Me daría placer … —Ch'i-kuo vaciló; Lien le susurró una frase en mongol—. Me complacería enormemente que mi Hermana Mayor compartiera mi humilde hospitalidad.

—Me sentiría muy complacida —respondió Tugai Ujin, y se sentó a la mesa de Ch'i-kuo. Sus criadas la imitaron de inmediato.

Lien entró en la tienda y volvió con Mu-tan, que traía una jarra de porcelana y tazas de té. Tugai había aprendido a gustar de esta infusión y Ch'i-kuo lo agradecía, ya que aún le daba náuseas la leche de yegua fermentaba que la otra dama le ofrecía en su propia tienda.

Bebieron el té. Tugai inclinaba su corto cuello en un intento por ver la pintura. Ch'i-kuo había dado a la otra mujer una lámina que representaba un cisne anidado en el pantano salobre que rodeaba el lago, y también había enviado presentes pictóricos a las otras esposas. Las mujeres sentían un placer casi infantil al recibir esos regalos, lo cual difería mucho de la fría apreciación que le habían brindado los cortesanos del palacio imperial.

—Es un trabajo muy pobre —dijo Ch'i-kuo mientras empujaba la pintura hacia Tugai.

El cuadro mostraba un muro incendiado y un poco de terreno cubierto de huesos.

Tugai sonrió, evidentemente complacida.

—Es un bello cuadro, Ujin. Ese cráneo parece el de un niño, y podría decir que ese hueso era parte de una pierna. Y esas costillas… Eres muy diestra, Noble Dama.

—Agradezco tus elogios, Hermana Mayor.

Tugai suspiró.

—Tal vez cuando estemos en casa pintes imágenes de nuestra tierra —dijo.

—Ansío ver tu hermosa tierra —murmuró Ch'i-kuo.

—Pronto acabará el verano —dijo Tugai—. El Kan se ocupará de las cosas domésticas antes de volver aquí.

Ch'i-kuo enarcó una ceja. Por supuesto que regresaría, para arrasar lo que quedaba, para destruir aquello que los sobrevivientes hubieran logrado reconstruir.

—Supongo que entonces me dejará en casa —continuó Tugai—, y traerá a otra esposa, aunque no creo que nos necesite con tantas bellezas como hay para elegir entre tu pueblo.

—Nuestras mujeres son simples lirios si se las compara con la rica belleza de una dama mongol —dijo cortésmente Ch'i-kuo; la robusta Tugai parecía lo bastante fuerte para combatir codo con codo con el Kan—. Vuestra belleza es como la de las peonías, a las que llamamos reinas de las flores. —Pronunció ese cumplido en lenguaje Han, y Lien lo tradujo—. Estoy segura de que ninguno de nuestros jóvenes cisnes ganará más que tú el favor del Kan.

—Oh, pero yo nunca he sido su favorita. Ese honor todavía le corresponde a Khulan Khatun, aun después de todos estos años.

Ch'i-kuo frunció el entrecejo al pensar en sentimientos tan burdos. Tugai siguió hablando de los hijos mayores del Kan, que lo habían acompañado en esa campaña. Ch'i-kuo los había visto: los tres más jóvenes se parecían al padre, en tanto que el mayor era una bestia enorme con pequeños ojos oscuros. Se llamaba Jochi, y se decía que a menudo reñía con su hermano Chagadai.

—Y hay otro que ostenta el título de quinto hijo del Kan —prosiguió Tugai—; se llama Barchukh, el Idukh Khut de los Uighur.

—¿Y cómo se ganó semejante distinción, Hermana Mayor?

—Su pueblo llegó a odiar a los de Kara-Khitan, que les exigían un enorme tributo. Barchukh decidió que él prefería a Temujin al Gur-Kan de Kara-Khitan, y lo demostró echando de tierra Uighur a algunos Merkit que eran enemigos nuestros y que se habían refugiado allí. Cuando Barchukh vino a nuestro campamento a hacer su juramento de lealtad, el Kan estaba tan conmovido que declaró que siempre consideraría al Idukh Khut como a su quinto hijo y hermano de sus cuatro hijos mayores.

—Claro —murmuró Ch'i-kuo—. Tal vez el Gran Kan estuviera complacido porque el Uighur le ahorró el trabajo de someter a su pueblo por la fuerza.

—Oh, nuestro esposo pronunció un hermoso discurso sobre eso. Dijo que Barchukh había evitado que nuestros hombres sufrieran y nuestros caballos sudaran, y que merecía ser honrado por eso. Por supuesto, muchos Uighur ya habían logrado el favor del Kan, como escribas dedicados a consignar sus palabras por escrito. Son casi tan inteligentes como los de tu pueblo.

Ch'i-kuo escrutó los inocentes ojos pardos de Tugai. Era evidente que ésta no había pretendido insultarla: para un mongol, hasta un Uighur parecía civilizado. Tugai siguió parloteando, ahora de sus propios hijos, uno pequeño que ya podía montar a caballo sin que lo ataran y de otro mayor que siempre daba en el blanco con sus flechas.

—Estoy segura de que los dos serán grandes guerreros —dijo Ch'ikuo—. No podía ser de otro modo, puesto que la sangre del Kan corre por sus venas.

—Hablas bastante bien nuestra lengua, Noble Dama, considerando el poco tiempo que llevas con nosotros. Muy pronto tú misma serás una mongol.

Ch'i-kuo se sintió espantada.

—Me haces un gran honor, Ujin —dijo.

Esa noche el Kan acudió a la tienda de Ch'i-kuo. Ella se había bañado más temprano con un poco de agua tibia antes de ataviarse con una túnica de seda azul; el hombre arrugó la nariz al oler su perfume.

—¿Has vuelto a lavarte? —le preguntó.

—Había pasado un mes desde mi último baño —dijo ella—. Estoy acostumbrada a bañarme más a menudo.

—El agua es demasiado preciosa para malgastarla, y corres el riesgo de ofender a los espíritus del agua si te bañas en un río. Mi Yasa decreta la muerte como castigo a ese delito.

—Eso me ha dicho Lien —respondió Ch'i-kuo—, y que bañarse durante una tormenta puede atraer los rayos sobre la propia tienda. Pero tal vez los espíritus de tu tierra me perdonen por usar unas gotas de agua para hacer que mi cuerpo esté más fragante para recibir a mi esposo.

—Una mujer no tiene por qué oler como una flor.

—Tampoco tiene que oler como un caballo.

Él se sentó en la cama. A ella le resultaba más fácil ahora hablarle con franqueza. Lien le había dicho que el Kan despreciaba la timidez, aunque también se ofendería ante cualquier insulto.

Dos de sus pinturas recientes estaban sobre una mesa próxima a la cama, y él levantó una de ellas mientras la joven se sentaba a su lado. Dos de sus criadas permanecían cerca, abanicándolos. Mu-tan se acercó con un jarro.

—¿Cómo se llama éste? —preguntó él.

Se trataba de la pintura que ella le había mostrado a Tugai.

—Se llama "El Gran Kan deja su marca sobre la Tierra".

Él hizo un gesto de disgusto y cogió la otra pintura. En ella, un soldado mongol estaba cerca de un montículo formado por cabezas de mujeres y niños.

—"El poderoso mongol triunfa sobre sus enernigos".

Él arrojó el rollo sobre la mesa.

—Si debes hacer cuadros, pinta caballos y pájaros, o carros y tiendas. Podrías pintar imágenes como las que hay en tu libro.

—Debo pintar lo que veo, esposo.

—No veo nada como esto por aquí —dijo él.

—Debo pintar lo que veo dentro de mí. A menudo mi mano parece encontrar la imagen y la empieza antes de que pueda verla claramente. Una vez que se ha trazado la primera pincelada, el cuadro escapa a mi control.

—Estás pintando lo que piensas de estas cosas, y no simplemente lo que ves.

—No las pintaré si no quieres —dijo ella.

—Pinta lo que te venga en gana. Si me disgusta demasiado… —Rompió en dos la segunda pintura, y después cogió el jarro que le alcanzaba Mu-tan. Bebió en silencio. Ese verano el Kan no había acudido a ella con frecuencia, debido a sus obligaciones para con las otras esposas y a la cantidad de esclavas que le servían de solaz. Había ido al campamento principal de los Ongghut, donde vivía su hija Alakha; los jefes Ongghut le habían jurado lealtad, pero se decía que la hija del Kan gobernaba a través de ellos. El resto del tiempo, Temujin lo había pasado cazando o consultando con sus generales en los "ordus" de éstos.

Finalmente Temujin despidió a las mujeres. Lien estaba a punto de marcharse con las otras cuando él le dijo que volviera.

—Tú te quedarás —le ordenó.

—Si es tu deseo —respondió la mujer—, pero la Noble Dama sabe bastante de tu lengua como para no necesitar ya mis palabras.

—No son tus palabras lo que quiero.

Ch'i-kuo no se sintió incómoda de que la otra mujer permaneciera; saber que Lien estaba cerca la aliviaba. El Kan le había proporcionado poco placer antes, pero ahora podría contemplar el rostro oval de Lien mientras él la acariciaba, y cuando él la penetró, fue Lien quien guió su miembro. La joven se estremeció bajo el cuerpo de Temujin; tal vez el Kan creyera que era él quien le había dado placer, pero en realidad era Lien quien ocupaba sus pensamientos.

El día siguiente, el Kan atendió sus asuntos de estado en la tienda de Ch'i-kuo, quien se sentó a su izquierda, en tanto que a su derecha tomaba asiento el general Mukhali. Temujin había dado su nombre al llamado Jebe cuando el hombre le había hecho juramento de lealtad después de haber combatido contra él. Borchu era amigo de su esposo desde que eran muchachos, aparentemente después de haber ayudado al Kan a recuperar unos caballos robados. Según parecía, la amistad entre los mongoles se sellaba a partir de esa clase de acontecimientos: batallas y escaramuzas compartidas, misiones de venganza para zanjar viejas disputas.

Ogedei entró a trompicones seguido de otro hombre; ambos iban cubiertos de polvo amarillo como si hubieran cabalgado muchos "li". Se aproximó rápidamente al Kan, inclinando apenas la cabeza, y Ch'i-kuo supo que debía de ser uno de los camaradas más íntimos de su esposo. A pesar de la reverencia que inspiraba, Gengis Kan solía prescindir de las ceremonias de una manera inconcebible para un emperador.

El hombre recitó velozmente un saludo, y luego dijo:

—Traigo noticias que debes escuchar, Temujin.

—Siéntate, Samukha, y habla.

—Pensé que debía venir personalmente en vez de enviar a un mensajero. Esto no te agradará. —Samukha se sentó en un cojín cerca de Mukhali y aceptó un jarro que le trajo una esclava—. El Rey de Oro ha abandonado Chung Tu.

La mano de Ch'i-kuo se cerró con fuerza sobre su copa mientras el hombre seguía hablando. A pesar de que no comprendía el significado de algunas palabras, captaba perfectamente el sentido de lo que Ogedei decía. El emperador Hsun había abandonado Chung Tu casi inmediatamente después de la partida del ejército mongol y se había dirigido a la ciudad de K'ai-feng, retirándose de las tierras situadas al norte del río Amarillo para preparar su resistencia.

—Teníamos un pacto —dijo el Kan cuando Samukha terminó su relato—. Él me prometió que habría paz. Le dije que me marcharía, y ahora demuestra que desconfía de mis palabras. Será más temerario si intenta resistirse a mí desde K'ai-feng. —Hablaba con calma, pero Ch'ikuo vio la cólera reflejada en sus ojos—. Yo le habría dejado la capital una vez que me la entregara y me ofreciera su juramento. Ahora no le dejaré nada.

—Sin embargo —dijo Samukha—no todo son malas noticias. Muchos de los Khitan que formaban su guardia real lo abandonaron durante su huida, y ahora se han unido a nuestro hermano Liao Wang.

Mukhali se atusó el bigote mientras observaba al Kan. Los generales deseaban esta guerra, pensó Ch'i-kuo. Todos ellos deseaban luchar; aún estarían intentando apoderarse de Chung Tu si el Kan no les hubiera ordenado retirase.

—El Rey de Oro sólo ha demostrado cuánto nos teme —dijo Tolui—. Sabe que podemos tomar Chung Tu.

Samukha miró al joven.

—Tomarla no será sencillo —le dijo—. Dos veces penetramos en ella, y dos veces fuimos rechazados. Seguramente nos arrojarán sus bombas de estruendo desde las murallas, aterrando a nuestros caballos con esos ruidos pavorosos. Me pregunto cómo podremos escalar murallas tan altas, y todavía nos falta experiencia para sostener un asedio.

Tolui sonrió despectivamente.

—Nada es imposible para un mongol.

El Kan alzó una mano.

—No tendremos que arrasar la ciudad —dijo—. Sus habitantes están más debilitados que antes. No encontrarán mucho con qué alimentarse en las regiones que hemos saqueado, y la ausencia del emperador entristecerá sus espíritus. Podemos obligarlos a rendirse por hambre.

—Es probable que pidan alimentos a su tierra nativa, en el norte —dijo Muckhali.

—A menos que los ataquemos primero. —El Kan se reclinó en su silla—. Pronto llegará el otoño. Para entonces, los exploradores que enviaré nos habrán preparado el terreno. —Movió las manos—. Dos alas pueden atacar por el este, a través de los montes Khingan. Otra fuerza se desplazará hacia el sur para rodear Chung Tu.

Mukhali empezó a hablar con el Kan, mascullando algo acerca de consejos de guerra que habría que reunir y de la necesidad de conseguir refuerzos. Ch'i-kuo vació su copa, una esclava volvió a llenarla.

—Estás apenada, señora —le susurró Lien en idioma Han—. Ojalá el vino alivie tu pesar.

—No siento pena —dijo Ch'i-kuo en mongol. El Kan desvió los ojos de Mukhali—. La ciudad caerá en manos de mi esposo. Me alegra que él me haya alejado del peligro y me haya tendido la mano.

Alzó su copa y bebió.

99.

Ch'i-kuo yacía en su cama. Por encima del gemido del viento primaveral aún podía oír los gritos de los soldados mongoles que, borrachos, festejaban la caída de Chung Tu. El mismísimo Kan había danzado esa noche cuando le llevaron la noticia.

No había regresado a sus tierras el otoño anterior y la había conservado a su lado. Ese invierno había enviado contra el territorio Jurchen dos alas de su ejército, comandadas por su hermano Khasar y por Mukhali; Samukha había marchado hacia el sur para atacar Chung Tu. El Kan había seguido todos los movimientos a la distancia, trasladándose lentamente hacia el sur para instalar su campamento cerca del río Tu-shih K'ou.

Para entonces, la joven había creído que la capital tal vez lograse resistir a pesar de todo. El Kan, temiendo quizá exactamente eso, había enviado a A-la-Chien a K'ai-feng para hacer una propuesta de paz al emperador, pero éste, a pesar de los miles de refugiados que habían huido hacia el sur, no había recibido al enviado Tangut. Hsun había intentado, demasiado tarde, enviar alimentos a la capital sitiada, sólo para que los mongoles se apoderasen de las provisiones. El pueblo de Chung Tu se encontró entonces en una situación desesperada, y el Kan únicamente tuvo que esperar.

Pero no fue necesario que esperase demasiado. En cuanto llegó la primavera, Chung Tu se rindió. Los mongoles, que habrían pagado un altísimo precio en vidas si la hubiesen atacado, la habían sometido por hambre.

Lien se movió junto a Ch'i-kuo.

—Me sorprende —murmuró la mujer—, que el Kan no quiera ir a Chung Tu.

—Ya ha conseguido su triunfo —respondió Ch'i-kuo—. Si inspeccionase la ciudad personalmente sólo agregaría unas pocas gotas a su copa rebosante de alegría.

El Kan había enviado a Chung Tu a su jefe principal, Shigi Khutukhu, para que se encargara en su lugar de supervisar y controlar el saqueo.

La joven se cubrió el vientre con la mano. La criatura que llevaba dentro todavía no delataba su presencia. Era probable que se encontrara en las tierras del Kan antes de que la criatura naciese. Él ya no tenía nada que lo retuviera allí; parte del ejército se quedaría para apoderarse de lo que quedase y para aplastar cualquier intento de resistencia.

Las tierras de los Kin que se interponían entre los mongoles y el emperador Sung harían que éste se sintiese más a salvo. La joven se preguntó cuánto tiempo transcurriría antes de que el Kan concentrara sus pensamientos en el sur.

Lien suspiró, y Ch'i-kuo movió la mano sobre el abdomen de la otra mujer. El vientre de Lien era más redondo; ella también daría un hijo al Kan. Tal vez el amor que sentían la una por la otra había abierto sus vientres a la semilla de Temujin. Un hombre de la corte no habría sentido celos de lo que ocurría entre dos de sus mujeres cuando estaban privadas de sus atenciones, pero el Kan se había disgustado al descubrir que ambas se proporcionaban mutuo placer. Se los habría prohibido si Ch'ikuo no le hubiera explicado que esas prácticas no les harían daño y que sólo servirían para aumentar su deseo por la poderosa vara del hombre. El hecho de que ambas estuvieran embarazadas parecía confirmar sus palabras, y él había aprendido un poco de las ilustraciones del libro. Como solía decir, siempre estaba dispuesto a aprender cosas nuevas.

Temujin no tenía necesidad de saber que, para Ch'i-kuo, el amor de Lien le permitía soportarlo a él, ya que sin ese amor no habría sentido ningún placer. Ambas habían creado un pequeño mundo propio en el que el hombre era un intruso ocasional. Posó sus labios sobre los de Lien y acarició su cuerpo, tan parecido al de ella misma.

El Kan estaba examinando algunos de sus tesoros. Ch'i-kuo observó mientras un hombre le alcanzaba una taza; el Kan la sostuvo en alto mientras admiraba la porcelana. Le producía tanto placer la posesión de finas copas y de vajilla delicadamente pintada como el oro que se apilaba en los carros fuera de su "ordu".

También había pedido que algunos de los prisioneros más notables fueran conducidos a su presencia, pero esos hombres esperaban fuera mientras el Kan brindaba con Samukha y sus comandantes y Shigi Khutukhu hacía un recuento de lo que había conquistado.

—Ahora veré a los prisioneros —dijo el Kan cuando Shigi Khutukhu hubo terminado.

—Dijiste que querías los más importantes —dijo Shigi Khutukhu—. Entre los capturados en el palacio, éstos parecían los más dignos. Pregunté quiénes ocupaban los cargos más altos, y me señalaron a algunos hombres. Después pregunté quiénes eran los más sabios, y me señalaron a otros. Ésos son los que te he traído.

Ch'i-kuo observó detenidamente cuando hicieron entrar a los cautivos, temiendo encontrar entre ellos a algún conocido.

—Aquel alto tiene un aspecto impresionante —dijo el Kan.

—Lo encontraron junto a un carro cerca del predio imperial, curando a algunos heridos. Los hombres que dieron con él pensaron que habría algún tesoro en el carro, por la manera en que lo defendía, pero sólo encontraron unos rollos. —Shigi Khutukhu se aclaró la garganta—. Ordené a mis hombres que trajeran también el carro… en esos rollos puede haber escritos útiles. De lo contrario, servirán para alimentar nuestras hogueras.

—Pregúntale qué dice en esos rollos.

Otro hombre tradujo la pregunta del Kan.

—Los rollos hablan de las estrellas —replicó un hombre en lengua Han.

Ch'i-kuo había escuchado antes esa voz, y alzó la cabeza.

Ye-lu Ch'u-ts'ai, el Khitan que había elogiado sus pinturas, era quien hablaba. Su túnica de seda estaba tan sucia y hecha jirones como las de los hombres que lo acompañaban, y tenía el rostro demacrado, pero se mantenía muy erguido y miraba fijamente al Kan.

—Son cartas astronómicas —continuó el Khitan—. Los Han hemos estudiado las estrellas durante muchísimos años y hemos hecho muchos mapas que registran sus posiciones. Esas observaciones no sólo nos muestran los cielos como eran en el pasado, sino que también pueden decirnos lo que vendrá. Por ejemplo, yo puedo mirarlos y calcular cuándo será la próxima vez que un dragón intente comerse el sol. Puedo saber con certeza cuándo habrá estrellas con cola, cuándo los Estandartes del cielo volverán con sus malos augurios.

Los hombres que rodeaban el Kan hicieron extraños signos con las manos cuando estas últimas palabras fueron traducidas; el Kan frunció el entrecejo.

—Nuestros chamanes conocen las estrellas —dijo—, pero no sé si podrían decirnos eso. ¿Este hombre es capaz de leer lo que predicen las estrellas?

—Poseo cierto conocimiento de los presagios celestiales —replico Yelu Ch'u-ts'ai—. El emperador tiene gran necesidad de esa capacidad, y por eso los hombres autorizados por la corte podemos estudiar las estrellas. El Hijo del Cielo debe saber qué momento es propicio para concebir un heredero, y cuándo se augura desastre.

—Entonces, ¿por qué no supo el destino que le aguardaba a su ciudad capital?

—Vimos malos augurios —dijo el Khitan cuando le tradujeron la pregunta—. Pero el conocimiento es inútil si el que lo exige luego se niega a utilizarlo. El emperador desoyó los consejos de sus astrónomos y finalmente los acontecimientos le revelaron lo que se negó a ver en las estrellas.

—Este hombre es un Khitan —murmuró Shigi Khutukhu—, y afirma ser del linaje de la casa real de Liao.

El Kan sonrió.

—Dile que la Casa de Liao y la Casa de Kin eran enemigas. Antes su pueblo gobernaba y los Kin le arrebataron el reino. Yo soy su vengador. Seguramente se regocijará por no tener que seguir sirviendo a su enemigo.

El Khitan enarcó las cejas cuando le tradujeron esas palabras.

—No puedo mentirte, Majestad —dijo—. Mi abuelo, mi padre y yo siempre hemos servido al emperador de los Kin. Desde el momento en que nací se me enseñó a servir a mi soberano. Traicionar al propio rey sólo crea desorden. Mientras mi emperador vivió en el palacio, mi deber era hacia él, y cuando nos abandonó, mi deber era para con la ciudad.

Eran palabras muy atrevidas. Seguramente el erudito sabía que se arriesgaba a despertar la cólera de Gengis Kan.

—Dices la verdad —admitió Temujin. Ch'i-kuo tuvo que esforzarse para ocultar su sorpresa—. Un hombre que traiciona a su amo de nada me serviría. Dile que su rey ha huido y él está ahora en mis manos. Quiero que ponga su saber a mi servicio.

Ye-lu Ch'u-ts'ai permaneció largo rato en silencio. Sus ojos se cruzaron con los de Ch'i-kuo por un momento, y a la mujer le pareció ver desesperación en ellos.

—Te serviré con agrado, Majestad —dijo el Khitan finalmente—. Puedo afirmarlo porque tus palabras me demuestran que eres sabio, y eso es parte de la verdad, pero no toda. Servirte es ahora la única manera en que puedo servir a mi pueblo.

El Kan soltó una carcajada.

—Es honesto —dijo—. A este Khitan le irá mejor a mi servicio que al servicio de los Kin.

Ch'i-kuo bajó los ojos. Por supuesto que el Khitan serviría bien al Kan, aunque sólo fuera por salvar su propia vida.

Dos días más tarde, Ch'i-kuo mandó llamar al erudito Khitan. Lo recibió en su tienda, rodeada de sus mujeres, con dos guardias mongoles apostados en la entrada.

Ye-lu Ch'u—ts'ai murmuró un saludo. Las mujeres lo condujeron a un cojín; Mu-tan se colocó detrás de él con un abanico mientras otras dos le servían té.

—¿Todavía pintas, Alteza? —preguntó él—. Debes de hacerlo, pues veo que tus manos aún son flexibles.

Ella apretó la bola de jade que utilizaba para ese fin.

—He hecho unos pocos cuadros. No son iguales a los que solía pintar.

—Estoy seguro de que son muy agradables a la vista. Celebro estar otra vez en tu presencia, Alteza.

—Le pregunté a mi esposo si podía hablar contigo. —La joven lanzó al aire la bola de jade y volvió a cogerla—. Accedió graciosamente a mi pedido. —Hizo rodar la bola de jade en la palma de su mano—. Le complace permitir que hablemos de lo que perdimos, de lo que él nos arrebató. Hablemos directamente, sabio erudito. A pesar de lo que fuimos, ahora soy la esposa del Kan mongol y tú estás en camino de ganarte su respeto. No miré atrás cuando salí de nuestra ciudad, pero te diré lo que suelo pintar ahora. Pinto los campos llenos de huesos que vi, y los montículos de cabezas, y los cautivos desesperados que saben que van a morir. Esos temas plantean un desafío peculiar al artista. —Sacudió lentamente la cabeza—. Te pedí que vinieras porque quiero saber qué hicieron los ejércitos del Kan en Chung Tu.

—Es una historia triste, Alteza.

—Lo supongo.

—Cuando llegó el invierno, el hambre comenzó a hacer estragos —dijo—. En la ciudad corría el rumor de que la gente se comía a los muertos. Pronto empezó a decirse que muchos esperaban que alguien se muriera para poder alimentarse. Hacia el final, Wan-yen Fu-hsing rogó a Mo-jan Chin-chung que abriera las puertas para enfrentar a los mongoles en combate… ya no podíamos seguir así. Disputaron con tanta violencia que temimos que sus hombres combatieran entre sí. Chin-chung huyó a K'ai-feng, y Fu-hsing se suicidó, presa de la desesperación. Se dice que antes de morir escribió un bello poema, acusando a Chin-chung de traición. —Hizo una pausa—. Chin-chung había prometido que llevaría con él a las princesas dejadas en Chung Tu, pero no lo hizo. Las pobres desdichadas se quitaron la vida antes de caer en manos de los mongoles.

Ch'i-kuo cerró los ojos un momento. Las otras mujeres sollozaban suavemente.

—Se abrieron las puertas —continuó Ch'u-ts'ai—. Los oficiales se rindieron al general Ming-an, que había desertado para unirse a los mongoles. Los soldados enemigos mataron a tantos habitantes de la ciudad que los cadáveres bloquearon las calles… ni siquiera una rata podría haberse abierto camino entre ellos. Saquearon y mataron a cualquiera que se cruzara en su camino. Incendiaron los edificios. Se dice incluso que prendieron fuego a las colas de gatos y perros y después los soltaron para quemar toda la ciudad. —El Khitan respiró hondo—. Muchos morían de hambre o por enfermedad —continuó—, y muchos habrían perdido la vida aun sin el incendio. Tal vez los mongoles deseaban limpiar la ciudad con el fuego. Tal vez estaban simplemente furiosos después de un asedio tan prolongado. Chung Tu no es más que un montón de ruinas. El palacio imperial ardió durante un mes, y ya no existe.

Ella pensó en las pinturas que había dejado atrás, ahora convertidas en cenizas. Tal vez era adecuado que no hubieran sobrevivido a la vida que reflejaban.

—Salvé lo que pude —murmuró Ch'u-ts'ai—. Utilicé las medicinas que tenía para aliviar a los enfermos antes de que los mongoles me encontraran.

—Ahora sé por qué el Kan se negó a ir a la ciudad —dijo Ch'i-kuo—. Ya tiene todo lo que deseaba de ella. La hierba crecerá entre las cenizas de Chung Tu, y algún día sus caballos podrán pastar allí. Ésa es su visión del mundo, honorable erudito y consejero del Kan. Veremos cómo convierte todo lo que hay bajo el cielo en campo de pastoreo de sus rebaños y manadas.

—Tal vez sea como tú dices; sin embargo, ha ordenado que protejan mis libros y que se me otorgue todo lo que necesite. Puedo ayudar a nuestro pueblo sirviéndolo a él.

—Hablas de nuestro pueblo —dijo Ch'i-kuo—, pero sin duda sólo te refieres a los Khitan. El Kan los recompensará con gusto por haberlo ayudado en la destrucción.

—Me refería a tu pueblo, al mío y también a los Han… e incluso quizá a los mongoles entre los que debemos vivir. Es posible que consiga que el Kan mongol advierta que ganará más preservando lo que conquista.

—¿Y dices eso después de haber visto lo que hizo con nuestra ciudad? Acepta lo que es, honorable consejero, y vive en su mundo. Tener esperanzas de otra cosa es fútil.

—Veo a un hombre que persigue lo que está más allá de él. ¿Acaso debo responder a eso alzando una muralla entre su mundo y el mío? Para mí la vida sería más sencilla si aceptara su mundo y me mantuviera separado de él, o si lo considerara una ilusión pasajera; pero no puedo vivir de ese modo. —Hizo una pausa—. Tengo obligaciones hacia los demás. Por eso servía al emperador, y por eso ahora debo servir al Kan. Creo que lo comprendes, a pesar de lo que dices. Y tal vez por eso pintas las cosas que pintas.

—Te equivocas. Ocurre, simplemente, que a menudo soy incapaz de pintar otra cosa. Antes, esas pinturas enojaban a mi esposo, y ahora es indiferente a ellas. El Kan se cansa rápidamente de sus nuevos juguetes.

—Sin embargo, no te prohíbe que pintes.

—Prefiere saber qué piensan los que lo rodean. Disfruta al ver mis pensamientos, a pesar de que suelen ser desoladores. —La joven agitó una mano—. Puedes marcharte, consejero de Gengis Kan. Nuestro amo tal vez te necesite.

El Kan se sentó en la cama de Ch'i-kuo. Estaba con el torso desnudo, debido al calor. Pronto partirían hacia el norte, para pasar el verano en tierras más frescas antes de cruzar el desierto.

El hombre contemplaba una pintura que ella había hecho pocos días después de haber hablado con el Khitan. Mostraba un árbol y, detrás, un muro incendiado; una llovizna brumosa caía del cielo gris.

—¿Qué significa esta pintura? —preguntó Temujin.

—Había un muro así en el palacio —dijo ella—, y un árbol muy semejante a ése.

—Tu pintura miente —dijo él—. Mis hombres me dijeron que ni siquiera eso queda del palacio, y seguramente el árbol también se incendió. Tus pinturas son engañosas, esposa. No revelas nada de la alegría de la guerra.

—Sólo soy una mujer, ciega a esa clase de alegrías.

—En efecto, sólo eres una mujer, pero yo creí que no eras tonta. Cada hombre que mato me da un poco más de espacio para mis tiendas, un poco más de tierra para mis rebaños, un futuro más largo para mi pueblo. La tarea de un hombre es la guerra, y yo gozo de mi trabajo, como cualquier hombre cuando lo hace bien. No penaré por los muertos. ¿Qué eran antes de que yo llegara? Personas que cavaban la tierra y construían murallas a su alrededor.

Ch'i-kuo se sentó a sus pies.

—Sin embargo, algunas de esas personas te han resultado valiosas.

—Un artesano que sabe hacer una buena espada o una copa fina, o un hombre que conoce el arte de las estrellas, sí que es útil. Pero en tus ciudades vi a muchas personas que no hacían nada excepto hijos tan inútiles como ellos mismos. —Suspiró—. Tus pinturas de la muerte me aburren, esposa.

—La que has visto es la última de esa clase que pintaré.

—Me complace escucharlo. —Miró a Lien, que estaba de pie detrás de él con un abanico—. La princesa habla bien mi lengua ahora, y ya no tiene gran necesidad de ti. Tal vez debería enviarte con aquellas de mis mujeres que todavía no la han aprendido.

Ch'i-kuo palideció. Lien bajó los ojos mientras seguía abanicándolo.

—Si ése es tu deseo —dijo suavemente.

—¿No te sentirías desdichada al perder a tu querida y real compañera de juegos? —preguntó el hombre.

—Es a ti a quien no soportaría perder, mi señor —replicó Lien—. Haz lo que quieras conmlgo siempre y cuando siga siendo tuya. —La mujer levantó la cabeza.

—Agradece que estás embarazada, pues de lo contrario te habría entregado a Mukhali. Cada vez que se emborracha habla de lo mucho que admira tu belleza.

Los ojos de Lien centellearon.

—No soportaría alejarme de tu "ordu", mi Kan.

Ch'i-kuo advirtió que Lien había dicho la verdad; los momentos de intimidad de ambas sólo eran para la otra mujer una diversión. El Kan la había herido, tal como pretendía, y le había mostrado con cuánta facilidad podía destruir su refugio, privándola de Lien. No importaba. La respuesta de ésta, su admisión de que era a él a quien amaba, ya lo había destruido.

El Kan dejó la pintura, después recogió otra. Abrió los ojos, sorprendido.

—¡Me has pintado sentado en mi trono!

—Sí —murmuró Ch'i-kuo.

—Pero ¿quiénes son los otros que aparecen en el cuadro?

—La mujer que está junto a la morera observa cómo el gusano de seda teje su capullo; el hombre que se encuentra junto al carro ha traído la cosecha de cereal, y el muchacho está recogiendo uvas.

—Qué obvia eres, esposa. Advierto con toda facilidad lo que intentas decir; ya me lo ha advertido mi consejero Khitan, según el cual sacaría más provecho gobernando las ciudades que arrasándolas. Tal vez sea un buen tema para una pintura, pero no hay en ella la pericia que revelan las otras. Me pintas como si no estuvieras segura de lo que ves.

—Lo sé.

La esperanza había nublado su visión; la esperanza de poder conmover lo que Ye-lu Ch'u-tstai creía que él tenía dentro sólo había hecho sus pinceladas más inseguras. La joven rogaba que el gobernante existiera, que existiera el hombre que podía hacer algo más que destruir. Si no existía, su mano fracasaría; las pinturas estarían tan despojadas de esperanza como el mundo que él podía llegar a crear.

100.

Al oeste del campamento, unas montañas negras se recortaban como dientes contra el cielo. Entre las montañas y la llanura amarillenta había algunas colinas peladas. Un pabellón blanco con ribetes dorados se alzaba en la ladera sudeste de una de estas colinas, y a su sombra estaba sentada la princesa Kin con varias de sus criadas.

Gurbesu se acercó a los tres carros que se encontraban al pie de la colina. Uno de los muchachos que vigilaba los carros de la princesa asió las riendas del caballo de Gurbesu mientras ésta desmontaba. Su hijo intentó seguirla, pero ella le indicó que permaneciera con los caballos y luego ascendió la ladera.

La princesa estaba sentada ante una mesa baja, con un pincel en la mano; unas pequeñas piedras planas y varas de colores yacían junto a varillas de colores. Un pañuelo de seda azul cubría su brillante cabello negro. Lien estaba con ella, como siempre, y Mu-tan se hallaba de pie detrás de ambas con un gran abanico pintado. Las tres mujeres eran tan pequeñas y frágiles que parecían pajarillos.

Gurbesu hizo una reverencia.

—Os saludo, Honorables Señoras.

La princesa murmuró un saludo; Gurbesu se sentó cerca de ella en un pequeño cojín. Las otras mujeres estaban sentadas a la izquierda de la mesa, murmurando en su extraña lengua musical a los dos niñitos que eran los hijos de la princesa y de Lien.

—Veo que estás haciendo otra pintura —dijo Gurbesu.

—Ya está casi terminada —Ch'i-kuo dejó el pincel. La pintura mostraba un tallo de bambú y a su lado unas letras delicadamente trazadas. La mujer solía pintar eso con frecuencia, y todas sus obras tenían un aspecto muy semejante: unas pinceladas etéreas rodeadas de vacío.

—Eres hábil, Ujin —dijo Gurbesu.

—Tal vez ahora pinte algunos caballos, o al Kan cazando con sus halcones. Nuestro esposo prefiere esos temas. —Ch'i-kuo entrecerró un poco los ojos al mirar a Gurbesu; dedicarse tanto a su arte la había vuelto un poco corta de vista.

—Los ejércitos de nuestro esposo —dijo Gurbesu—, han derrotado a otro viejo enemigo.

—Eso me dijeron. —El rostro de delicadas facciones de la princesa permaneció impasible—. Oí decir que un mensajero te llevó la noticia apenas se hubo marchado de la tienda de Bortai Khatun.

—El Kan sabía que me interesaría.

—¿Por qué, señora?

—El enemigo al que Jebe y nuestro aliado Barchukh derrotaron —dijo Gurbesu—, era Guchlug, el hijo de mi anterior esposo Bai Bukha. Huyó a Kara- Khitai hace unos años, después de que el Kan venciera a los ejércitos de su padre.

Los adorables ojos oscuros de Ch'i-kuo carecían de expresión. Vivía allí desde hacía bastante tiempo y conocía perfectamente el pasado de Gurbesu; su aparente ignorancia de las vidas de las personas que la rodaban debía de ser una máscara. Pero tal vez no lo fuera. La muralla invisible que rodeaba a la mujer parecía tan alta y tan gruesa como la que rodeaba a su antigua tierra. Para ella todos eran bárbaros… los Naiman, los mercaderes musulmanes que venían al campamento, hasta los escribas Uighur.

—¿Sientes dolor por ese hombre, señora? —preguntó la mujer Kin.

—No. Huyó del campo de batalla dejándonos a merced de los mongoles. Cuando se refugió en Kara-Khitai, el Gur-Kan lo recibió en su campamento y le dio a su propia hija en matrimonio, pero mi ex hijastro Guchlug no se contentó con eso, y se apoderó del trono de Kara-Khitai.

Ch'i-kuo recogió el pincel y agregó otro trazo a su bambú.

—Parece tener la distinción de haber perdido dos tierras a manos del Kan.

—Guchlug era tonto —dijo Gurbesu—. Se convirtió en seguidor de Buda cuando se casó con la hija del Gur-Kan y su nueva fe lo hizo volverse contra sus súbditos musulmanes. Cuando Jebe y Barchukh llegaron allí, el pueblo de Kara-Khitai estaba dispuesto a recibirlos como salvadores. Por eso nuestra victoria fue tan rápida, Noble Dama. Se dice que el pueblo de Kara-Khitai se regocijó cuando la cabeza de Guchlug fue paseada por las calles de sus ciudades.

Ch'i-kuo alzó la mirada.

—Me complace que nuestro esposo haya logrado una victoria —dijo—. Cuando vuelva a honrarme con su presencia le diré que me contaste esta historia. Eso le ahorrará el trabajo de referirme las hazañas de su ejército.

A esa mujer no le importaba nada siempre que tuviera sus rollos y sus pinceles. Tal vez por eso el Kan estaba perdiendo interés en ella; sin duda tenía suficientes mujeres que lo atrajeran.

Se preguntó si Temujin recordaría cuántas mujeres tenía, o cuántos hijos, sin necesidad de recurrir a los registros de sus escribas. Todas las mujeres entregadas al Kan seguían siendo concubinas mientras no le dieran un vástago; cuando esto ocurría, eran ascendidas a la categoría de esposa menor y se les concedía su propia tienda y esclavos. El honor de permanecer en el campamento principal del Kan sólo era concedido a las más afortunadas, y ese honor todavía correspondía a Bortai, a las dos hermanas tártaras, y especialmente a la aún bella Khulan.

La tienda de Gurbesu pertenecía al círculo de campamento de Bortai, al igual que la tienda de Ch'i-kuo. Gurbesu estaba agradecida por eso. Si nunca más volvía a ser una favorita, prefería vivir allí y no en un campamento secundario, donde otras esposas menores cumplían sus tareas, entre las que se incluía cargar carros con lana, leche y carne, todo destinado a las cuatro Khatun, y esperaban en sus tiendas anhelando que el Kan pasara con ellas alguna noche.

Gurbesu miró a Ch'i-kuo, quien aún seguía concentrada en su pintura.

—En realidad —dijo Gurbesu lentamente—, no vine aquí a hablar de batallas. Hay otra cosa que debo decirte. Créeme, por favor, que sólo pienso en tu bien.

Ch'i-kuo enarcó sus finas cejas.

—¿Qué quieres decirme?

—Preferiría que tus mujeres no lo oyeran, Ujin. Se refiere a ti y a la dama Lien.

La princesa agitó una mano.

—No tengo secretos para Mu-tan, y las demás no comprenden esta lengua.

—Tal vez la entienden mejor de lo que imaginas —dijo Gurbesu—. He oído rumores de cosas que tal vez habrías preferido conservar en secreto, lo que significa que es posible que dentro de poco llegue a los oídos de la Kathun Bortai. Ella se sentiría muy ofendida, y seguramente el Kan te castigaría si se enterara. No quiere discordia en sus tiendas.

Ch'i-kuo y Lien intercambiaron una mirada.

—No hemos hecho nada que pueda ofender al Kan o a la Khatun —replicó la princesa, haciéndole todavía más difícil a Gurbesu lo que ésta tenía que decirle.

—Somos mujeres virtuosas —dijo Gurbesu—. Debería resultarte evidente, ya que llevas más de tres años entre nosotros. Os pido a ambas que consideréis la conveniencia de comportaros virtuosamente.

Ch'i-kuo sonreía, pero sus ojos oscuros mostraban una expresión vacía.

—No sé a qué te refieres, querida hermana.

—Estoy hablando de lo que tú y la dama Lien hacéis juntas. —Gurbesu se sonrojó—. A menudo ella pasa la noche en tu tienda, y no porque tengas necesidad de otra criada. —Respiró hondo—. Os acostáis juntas… eso es lo que se dice. Tal vez pensasteis que vuestro secreto estaba bien guardado, pero…

Ch'i-kuo echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír; Lien se cubrió la boca con la mano para disimular una sonrisa.

—¿Eso? —dijo la princesa—. Pero ¿por qué algo así debería permanecer en secreto?

Gurbesu tragó saliva con dificultad.

—Si el Kan lo supiera —dijo—, os mataría a ambas.

—Creo que no. —Ch'i-kuo dejó ver sus dientes blancos y pequeños—. No hay nada que le guste más al Kan que ver los delicados dedos de Lien separando los pétalos de mi loto, o mirar mientras Mu-tan saborea el rocío de sus pliegues. Te consternas fácilmente, señora. No sabía que la mujer mongol fuese tan pudorosa cuando de asuntos de alcoba se trata, y es bien sabido que el Kan ha gozado con más de una mujer al mismo tiempo en su lecho.

—No hablo de lo que hacéis con él, sino de lo que hacéis entre vosotras.

—¿Ycómo podría ofenderlo eso? —preguntó Ch'i-kuo—. Lo que hacemos no da como resultado un bastardo, y satisfacemos nuestros más tiernos anhelos cuando nos vemos privadas de sus atenciones. Eso sólo asegura que permanezcamos fieles al Kan, y cuando está fatigado, le produce placer observar nuestros juegos. Sin embargo, te agradezco que me hayas hablado de ello. El Kan sólo se reiría de tus acusaciones, pero no me gustaría que Bortai se enfadara conmigo. Esa honorable dama no está tan abierta a las costumbres diferentes como nuestro esposo, de modo que seremos más discretas en el futuro.

Gurbesu había quedado sin habla.

—Espero que no hables de este asunto con otros, señora —continuó Ch'i-kuo—. Eso sólo provocaría discordia en la familia del Kan. Varias esposas del Kan se solazan de la misma manera. No te mirarían con simpatía por haberle contado eso a la Khatun, y tal vez esa gran dama sabia sea consciente de nuestros actos, y simplemente ha elegido ignorarlos. Harías bien en aliviar tu soledad como lo hacemos nosotras. El Kan visita tu tienda con menos frecuencia que la mía.

Gurbesu se puso de pie, ansiosa por alejarse de esas mujeres.

—Pero sin duda por eso viniste a hablarnos —dijo Ch'i-kuo—, no para advertirnos ni para evitar problemas, sino porque envidias nuestros pequeños placeres. Llévale tus cuentos a la Khatun, si así lo quieres. Otras murmurarán los verdaderos motivos que te impulsan a hacerlo.

Gurbesu hizo el signo contra el mal mientras descendía la colina. La estremecedora risa de las mujeres era como un azote para ella. No sabía qué le perturbaba más: si el que las mujeres se procuraran esos placeres o el que Temujin disfrutara viéndolas.

El Kan quería conquistar el mundo. Ese mundo traería sus males al pueblo.

101.

Sorkhatani alzó a Hulegu de su cuna. Tolui estaba sentado en la cama con sus dos hijos mayores, hablando de lo que había visto en Khitai.

—Los soldados llevan camisas de pura seda debajo de sus armaduras —decía—. Si una flecha traspasa la armadura, no puede traspasar la seda, de modo que el hombre se la arranca y sigue combatiendo.

Mongke, su hijo mayor, asintió. Khubilai, que sólo tenía tres años, jugaba con una flecha que su padre le había dado.

—Pero he aquí algo mucho más útil todavía. —Tolui levantó una correa de la cual pendía una pieza de hierro plana en forma de pez—. Este es un pez que indica hacia el sur. Si lo ponéis a flotar en un pequeño cuenco de agua y lo protegéis del viento, el pez indicará siempre hacia el sur. Este pez tiene esa capacidad porque ha sido frotado contra una piedra mágica. Así, un comandante puede saber hacia dónde desplazar sus tropas, incluso con un cielo tormentoso, de noche y en una tierra que no conoce.

Sorkhatani rara vez había escuchado a Tolui hablar de los tesoros que había visto en Khitai, o de las costumbres de sus artesanos. Su esposo se enorgullecía de lo que había aprendido sobre la guerra. Se entusiasmaba cuando hablaba de las catapultas que podían lanzar piedras por encima de las murallas, o de unas cosas llamadas cañones que hacían un ruido atronador mientras lanzaban unas bolas por sus bocas. Su padre, el Kan, valoraba a sus eruditos de Khitan, pero Tolui buscaba a los que conocían el secreto del polvo explosivo que alimentaba los cañones, o a los que sabían construir una máquina de asedio.

Una esclava volvió a llenar la copa de Tolui. Sorkhatani tendría que hablarle antes de que la bebida entorpeciera sus sentidos. El Kan rara vez se entregaba al alcohol, pero Tolui podía beber a la par de su hermano Ogedei. Ogedei se tornaba más plácido cuando bebía; Tolui cantaba a gritos y bailaba, tambaleándose alrededor de la tienda de su padre, inquieto y esperando ansiosamente otra guerra.

—Nuestros hijos deberían aprender también otras cosas —dijo Sorkhatani—. Me gustaría que el escriba Tolochu le enseñe a Mongke la escritura Uighur, y Khubilai pronto tendrá edad para aprenderla también.

—Les arruinará los ojos —dijo Tolui, con ceño.

—Yo me ocuparé de que no fuercen la vista.

—Luché con esos signos durante años, y todavía confundo una palabra con otra. ¿Qué bien puede hacerles eso?

—Tendrán que ayudar a gobernar las tierras que tú y tus hermanos conquistáis para ellos. Ese conocimiento los convertirá en mejores consejeros del que suceda a tu padre en el trono.

Tolui meneó la cabeza e hizo un signo para alejar la mala suerte. Con todas las muertes que había visto, rechazaba tanto esas conversaciones como el mismo Temujin-echige. "El Kan —pensó Sorkhatani—, cree que vivirá siempre". A ella casi le parecía posible que el cielo mismo preservara al más grande de los kanes.

—No puede gobernar sin luchar. —Tolui pasó uno de sus musculosos brazos por los hombros de Mongke—. Escuchad, muchachos, y recordad esto. Cualquiera que no se haya rendido a nosotros, o que no nos haya jurado lealtad, es nuestro enemigo. Conozco más el mundo que vosotros, y bajo el cielo viven un número incontable de pueblos. Por muchas tierras que conquistemos, siempre habra otras más allá, y hasta que los que las pueblan no se sometan a nosotros, debemos considerarlos enemigos. Así lo ordena la Yasa.

—Sí, padre —dijo Mongke.

—El temor y la rapidez serán vuestras armas, tanto como la flecha y la espada. Moveos con rapidez y vuestra velocidad dará a cada hombre bajo vuestro mando la fuerza de diez; en cuanto el enemigo detenga su retirada para reagruparse, ya habréis atacado su retaguardia. El terror que infundáis en vuestros enemigos puede daros la victoria antes incluso de que marchéis sobre ellos.

—¿Cuándo vuelves a la guerra? —preguntó Mongke.

—Pronto, espero —respondió Tolui; sus pálidos ojos se iluminaron—. Cuando tu abuelo consiga un tratado con el Kan del oeste, lanzaremos un ataque final contra los Kin. El ejército de Mukhali ya los habrá ablandado para entonces.

Mongke tiró de la manga de su padre.

—Pero ¿por qué el abuelo quiere un tratado?

—Porque un hombre sabio nunca deja un enemigo potencial a sus espaldas.

Sorkhatani recogió su costura. El Kan había mandado un enviado a las tierras occidentales de Khwarezm. El enviado, un mercader llamado Mahmoud Yalavach, de la ciudad de Bukhara, en Khwarezmian, era una elección adecuada para tratar con el Shah Muhammad, quien gobernaba esas tierras. El Kan quería comerciar con Khwarezn, pero quería aún más una promesa de paz. Desde que Kara-Khitai había empezado a formar parte del "ulus" mongol, los dominios de Kan limitaban con los del Shah; Temujin debía estar seguro de que el enorme ejército de Khwarezmian no invadiría sus territorios cuando la parte más importante del ejército mongol se dirigiera hacia el este. Entretanto, la caravana que seguía al enviado de Kan comerciaría y recogería más información acerca de las tierras de occidente. Temujin-echige deseaba la paz, pero estaría preparado para la guerra.

El Kan todavía tenía mucho por conquistar, y probablemente sus hijos se vieran obligados a gobernar pueblos muy diferentes del mongol. Necesitaban saber otras cosas además de las artes de la guerra.

—¿Puedo llamar al escriba Toloshu? —preguntó Sorkhatani.

—Puedes hacer lo que te plazca, Sorkhatani. —Tolui le sonrió, y luego extrajo sus dados de hueso—. ¿Sabéis? Un mercader me está enseñando un juego llamado ajedrez, con piezas sobre un tablero. Os lo enseñaré… es como la guerra.

Se tendió en la alfombra con sus hijos. Con su rostro ancho y sonrosado y su bigote ralo, él mismo parecía un muchacho.

Sorkhatani se preguntó si Tolui se adaptaría a los deberes que le esperaban. Por ser el hijo menor del Kan y Bortai, era el Príncipe del Hogar y tendría que ocuparse de la tierra natal cuando se eligiera un nuevo Kan. Sería un corcel de batalla mordiendo el freno, anhelando batallas en tierras lejanas, ansiando ser la espada del que fuera Kan.

Ella no sabía quién sería Kan. Temujin eludía cualquier conversación que hiciera alusión a su propia muerte, y tal vez los Noyan no estuviesen seguros de que el actual Kan deseara guiarlos cuando llegase el momento de elegir al siguiente. Si el "kuriltai" se decidía por cualquiera de sus dos hijos mayores, el rechazado quizá tomase las armas contra el otro. ¿Cómo podía Jochi ser Kan si la gente todavía murmuraba que no era hijo de su padre? ¿Cómo podía gobernar Chagadai si creía que la Yasa de su padre nunca podía alterarse, ni siquiera en nombre de la justicia? Ninguno de ellos se sometería nunca al otro. Si los dos disputaban por el trono, el "ulus" de Temujin tal vez no lo sobreviviese.

102.

Bortai miró a su esposo, que había estado caminando alrededor del fogón durante toda la tarde. Aparentemente, planeaba pasar la noche allí. En otro tiempo acudía a ella ardiente de pasión. Ahora venía a su tienda a descansar, a pasar una noche de sueño ininterrumpido.

Estaba preocupado, y Bortai no sabía por qué. Su enviado Mahmoud Yalavach había regresado el día anterior para decirle que el Shah Muhammad recibiría de buen grado el intercambio comercial y que no tenía malas intenciones con respecto al territorio de los mongoles.

—Temujin —dijo ella finalmente—, cualquiera diría que el Kan del oeste ha rechazado tu propuesta.

—Tal vez deseaba hacerlo. —Dejó de caminar y se volvió hacia ella—. Mahmoud habló conmigo a solas después de repetir las palabras del Shah. No estoy seguro de que Muhammad verdaderamente quiera la paz.

—Pero te mandó enviados incluso antes de que partieras de Khitai. Habló de paz entonces.

—Pensé que temía a nuestros ejércitos —dijo él—, y que quería evitar una batalla. Pero desde entonces me he enterado de más cosas sobre él. Primero su padre y luego él construyeron un "ulus" en el oeste mientras yo estaba uniendo a nuestro pueblo, y tal vez crea que el cielo lo favorecerá. —Se mesó la barba—. Sus fuerzas son mayores que las nuestras. Si yo conduzco mis ejércitos a Khitai, no habrá nada que le impida atacar desde el oeste. —Temujin miró a las dos esclavas que dormían en la entrada; luego se acercó a Bortai, se sentó en la cama y continuó—: Cuando Mahmoud le entregó mi mensaje, el Shah lo llevó aparte. Mahmoud repitió mis palabras, diciendo que honraría al Kan tanto como a mis propios hijos, y que la paz sería ventajosa para ambos. El Shah se enfureció porque lo llamé "hijo mío", y dijo que yo era un infiel que lo disminuía con esas palabras. —Suspiró—. Después le pidió a Mahmoud que, como hombre de Bukhara, regresara aquí en calidad de espía.

—¿Y qué respondió a eso Mahmoud Yalavach? —preguntó Bortai.

—Aceptó un soborno de manos del Shah, pues no habría ganado nada despertando sus sospechas. Le dijo a Muhammad que yo había tomado muchas ciudades Kin, pero que mis ejércitos no eran tan fuertes como los de Khwarezm. Eso pareció aplacar a Muhammad y le hizo renovar su propuesta de paz.

—Entonces no veo por qué estás preocupado. Cuando llegue tu caravana, él verá lo que puede ganar con la paz. Tendrá más de lo que podría obtener con una guerra.

La caravana llevaba oro, plata y seda de Khitai, pieles del norte y los abrigos de pelo de camello de los Tangut, lo cual constituía una muestra de lo que daría a Khwarezm el comercio supervisado por los mongoles.

—Pero todavía no tengo lo que quiero de él.

Temujin, pensó ella, lo creería así. "Conviértete en mi hijo —ése era su mensaje al Shah—. Conserva lo que tienes, siempre y cuando me reconozcas como tu superior, destinado a gobernarlo todo". Temujin nunca aceptaría la paz con un gobernante que se considerara un igual del Kan.

—Trágate el orgullo —dijo ella—, y acepta la paz que él te ofrece. Tienes una guerra que combatir en Khitai. Mis hijos ansían volver a luchar allí, y al menos eso impedirá que Jochi y Chagadai peleen entre sí.

—Les he prohibido que lo hagan.

—Eso no ha hecho que se amen. Sólo se reprimen porque te tienen miedo.

Temujin podía zanjar el asunto eligiendo un heredero, pero Bortai no se atrevía a decírselo. Tal vez su negativa a enfrentarse a su propia mortalidad era lo que le daba fuerzas.

Pocos días después del regreso de Mahmoud, un camellero que había estado con la caravana mongol llegó al campamento mongol y fue conducido de inmediato ante Temujin. En la ciudad fronteriza de Otrar, las mercaderías habían sido arrebatadas por el gobernador Inalchik, y todos los que viajaban en la caravana habían sido ejecutados. Sólo el camellero había logrado escapar.

De algún modo, el Kan contuvo su furia, pero Bortai supo que la noticia lo había herido profundamente cuando lo vio partir hacia el Burkhan Khaldun. A menudo oraba en las laderas del monte cuando se sentía menos seguro de sí, cuando la voluntad del cielo no resultaba clara. La inquietud de la mujer creció cuando se enteró de que Temujin había mandado dos enviados mongoles y un musulmán llamado Ibn-Kafraj Boghra a ver al Shah, exigiendo que entregara a Inalchik a los mongoles para que recibiera su castigo. Si Muhammad entregaba al hombre, todavía podía haber paz, pero Bortai recordó lo que su esposo le había dicho sobre el Shah. Muhammad podía considerar la propuesta de Temujin como una muestra de debilidad; era posible que estuviera dispuesto a arriesgarse a una guerra.

Cuando los vientos del norte empezaron a aullar, el Kan trasladó su campamento a las tierras que habían sido de los Naiman, y Bortai advirtió que se estaba preparando una campaña en el oeste. Ese otoño los hombres partieron a la gran cacería, y la gente murmuraba que el Kan había cazado con ferocidad inusual, matando animales hasta que los cadáveres se apilaron en montículos altos como colinas.

Poco después de la cacería regresaron los dos enviados mongoles, con las coletas cortadas y diciendo que el Shah había matado a Ibn-Kafraj Boghra. Bortai no tuvo necesidad de preguntar cuál había sido la respuesta de Temujin a esa afrenta. Un enviado había sido ejecutado, y los otros dos humillados; sólo había una respuesta a ese crimen. El ataque final contra Khitai tendría que esperar hasta que el Shah pagara por su ofensa.

103.

Yisui recogió su costura mientras su hermana se sentaba.

—Desde que entré en tu tienda no has preguntado por tus hijos —dijo Yisugen.

—Supongo que están bien —murmuró Yisui—. De otro modo, me habrías enviado un mensaje; además, están cerca de aquí, no en el otro extremo de la tierra.

—Pues deberían estar aquí contigo —dijo Yisugen—. Eres una mala madre, Yisui.

—Entonces es una suerte que tú seas una madre tan buena. —Levantó la vista y miró los almendrados ojos oscuros y el rostro de pómulos altos de Yisugen, tan parecido al de ella. Algunas de las nuevas concubinas confundían a ambas hermanas, pero el vínculo entre ellas se había desgastado un poco. Los deberes de Yisugen hacia la familia le consumían mucho tiempo, y Yisui también estaba ocupada, de modo que ya no se veían con tanta frecuencia.

Aun después de diecisiete años con el mismo esposo, Yisui sentía que los lazos que la unían a Yisugen habían sido más fuertes en el tiempo en que ambas compartían a Temujin. Entonces eran una sola alma, y cada una sentía el placer de la otra.

—Podrías pasar un poco más de tiempo con tu hijo mayor —dijo Yisugen—, antes de que se marche.

—A su edad, permanecerá en la retaguardia. Sin duda estará a salvo.

El Kan enviaba a los primogénitos de ambas hermanas a Khitai, a luchar con Mukhali. Era inútil preocuparse demasiado por los propios hijos, ya que los varones marcharían a la guerra, en tanto que las mujeres abandonarían su "ordu" cuando se casaran.

—Más me preocupa lo que puede ocurrir si Temujin no regresa de Khwarezm —agregó Yisui.

Yisugen hizo un signo contra la mala suerte.

—Ni lo menciones —dijo. Miró a las esclavas de Yisui como si temiese que estuvieran escuchando. Dos de las muchachas colaban cuajada en el caldero mientras las otras tres extendían las alfombras que acababan de sacudir para quitarles el polvo. Ninguna de esas esclavas Han entendía el idioma mongol ni podía hablar de lo que veía; de niñas les habían cortado la lengua y les habían hundido hierros al rojo en los oídos para dejarlas sordas. Yisui había advertido inmediatamente que le resultarían útiles y le había pedido al Kan que se las asignara. Ahora algunas de las otras esposas también deseaban esclavas así.

—Mi querida hermana —dijo Ylsui—, ruego que nuestro esposo viva mil años, pero piensa en lo que puede ocurrir si no es así. Él no dice cuál de sus hijos lo sucederá. Jochi tendrá partidarios, y también los tendrá Chagadai. Ninguno de ellos se someterá al otro, y nuestro destino estará en manos del que se convierta en Kan. Tal vez no quiera conservarnos como esposas a ambas, especialmente si desea valerse de nosotras para recompensar a los hombres que lo apoyaron. Podríamos terminar separadas y muy lejos la una de la otra, en campamentos diferentes.

Yisugen se cubrió la boca con una mano.

—No quiero ni pensar en ello.

—Pues será mejor que lo pensemos, y que hagamos lo posible por evitarlo. Antes de marchar a la guerra Temujin debe decidir quién será su heredero.

—No nos escuchará. Ni siquiera Borchu y Jelme se atreven a hablarle del tema, especialmente ahora.

Era verdad. El Kan tenía otras preocupaciones además de la guerra contra Khwarezm, ahora que sus esbirros Tangut se negaban a enviar un ejército para combatir a su lado. "Si no puedes luchar solo —había dicho el enviado Tangut—, ¿por qué eres Kan?" Aquello había encolerizado a Temujin, pero no podía castigar la insolencia de los Tangut sin echar a perder sus propios planes. Tal vez el pueblo de Hsi-Hsia sospechase que el Kan no viviría lo suficiente para castigarlo, pues no regresaría de Khwarezm.

—Yo le hablaré a nuestro esposo de eso —dijo Yisui.

Yisugen se inclinó hacia ella.

—No debes hacerlo.

—No tengo elección. —Se pinchó con la aguja, y brotó la sangre. Yisui se llevó el dedo a la boca. Pensó en la época en que se había enfrentado a él delante de sus hombres, en cuán próxima a la muerte había estado. Recordó cómo la había mirado el Kan, casi desafiándola a protestar, cuando la cabeza de su primer esposo había rodado por tierra. Tendría que encararse con él una vez más, y delante de los otros, con la esperanza de que alguno fuera lo bastante valiente para apoyar sus palabras.

Yisui alzó la copa. El Kan había decidido llevar a cabo un banquete en honor de Mukhali, quien muy pronto regresaría a Khitai, donde los Khitan de Liao Wang ayudarían a los mongoles en la campaña contra los Kin. Era la última oportunidad que Temujin tendría de divertirse antes de decir sus plegarias, hacer sus sacrificios y ordenar a sus chamanes y a su consejero Khitan que leyeran los presagios. Sus espías y exploradores ya habían partido rumbo a Khwarezm.

La corte había comido cordero y había bebido los vinos más fuertes, los que se dejaban fuera en botellas para que los espíritus puros se separaran del agua congelada. Las tañedoras de laúd los habían deleitado y las esclavas Han habían danzado para ellos, pero Yisui había visto más alegría en los banquetes funerales. Las historias de guerra de Mukhali casi no habían logrado sacar al Kan de su melancólico silencio. La risa de Borchu y Jelme era forzada, en tanto que Ogedei y Tolui bebían más de lo acostumbrado.

Temujín había convocado a sus cuatro Khatun al banquete. Yisui tomó un sorbo de vino. Tal vez otra persona hablara primero; había visto que otros paseaban la mirada del Kan a sus hijos, como si esperaran para formularle la misma pregunta. Tal vez Temujin escuchara a Ogedei o a Tolui; siempre había demostrado por ellos más afecto que por sus otros hijos. Khulan podría haber pronunciado esas palabras sin ofenderlo, pero la mujer Merkit lucía su expresión habitual, tranquila y distante. Subotai o Jebe empezarían pronto a relatar viejas historias, y entonces ya no habría oportunidad de decir nada. El Kan se inclinó hacia Mukhali; Yisui respiró hondo.

—¿Puedo hablar, esposo? —preguntó.

—Puedes hacerlo —respondió Temujin sin volverse.

—El Kan cruzará altas montañas y anchos ríos —empezó Yisui—. Los que lo han ofendido se ahogarán en sangre, y el llanto de sus esposas e hijas será música para nuestros oídos. —Podía interrumpirse allí y no decir más. Él sonreía, pero había entrecerrado los ojos. Hizo una buena pausa, y continuó—: Sin embargo, cualquier hombre, hasta el más grande de todos, es mortal.

Los murmullos se extinguieron, los laúdes callaron. Yisui ya no podía volverse atrás.

—Casi no soporto hablar de esto —dijo—, pero si el gran árbol cae, ¿qué ocurrirá con los pájaros que anidan en sus ramas? ¿Hacia dónde volarán si no tienen quien los guíe? Tienes cuatro hijos nobles y valientes, pero ¿cuál de ellos será tu heredero? No soy la única que se hace esta pregunta, sino también todos tus súbditos. Rogamos conocer tu voluntad.

Los ojos de él eran duros como piedras. La castigaría por haber hablado de su muerte, por arrojar esa sombra sobre la campaña inminente.

—No doy la bienvenida a estas palabras —dijo el Kan en voz baja.

La sangre huyó del rostro de Yisui. Él no la castigaría ahora, sino que dejaría que aguardase aterrada el castigo.

—Pero has hablado con valor, Yisui —prosiguió el hombre—. Ni mis hermanos ni mis hijos, ni siquiera Borchu o Mukhali se habrían atrevido jamás a preguntarme esto.

Yisui se sintió aliviada. No la mataría.

—Mi Yasa decreta que un "kuriltai" debe elegir al próximo Kan —dijo Temujin—, pero mis Noyan tienen que conocer mi voluntad. —Jochi y Chagadai lo miraban fijamente—. Tú eres mi hijo mayor, Jochi. ¿Qué tienes que decir?

Jochi abrió la boca; de repente, Chagadai se puso de pie de un salto.

—¿Por qué te diriges a él? —preguntó.

—¡Padre me pidió que hablara! —gritó Jochi.

—¿Quién es Jochi? —aulló Chagadai—. Solamente un bastardo que encontraste en territorio Merkit. ¡Él no merece el trono!

Los grandes ojos pardos de Bortai se llenaron de consternación y furia. Jochi cogió por el cuello a Chagadai.

—¡No tienes derecho a llamarme bastardo! —gritó—. Tú no eres mejor que yo… ¡Te desafío ahora mismo! ¡Demuéstrame que eres mejor arquero y me cortaré el pulgar! ¡Si puedes vencerme en la lucha, no me levantaré del suelo!

Chagadai rio despectivamente.

—Qué bien luchas con palabras. No eres más valiente que el chacal con olor a orina que te engendró, y que huyó de los ejércitos de mi padre…

Jochi lo golpeó en el mentón. Chagadai cayó sobre una mesa. Se levantó y rodeó con las manos el cuello de Jochi. Mukhali saltó sobre él e inmovilizó sus brazos. Borchu subió a otra mesa y se lanzó sobre Jochi, arrojándolo al suelo. Los dos hijos de Kan se insultaban mutuamente mientras los generales luchaban por contenerlos. Yisui observó mientras los cuatro se debatían entre los platos rotos y desparramaban la comida.

—¡Basta! —gritó Mukhali, abrazando a Chagadai para inmovilizarlo—. Chagadai, siempre has respetado la ley, ¿acaso ella te dice que debes pelear con tu hermano?

—¿Acaso la ley dice que un bastardo debe gobernar?

Jochi soltó un juramento. Borchu lo sujetaba fuertemente con sus brazos.

—¡Escuchadme! —gritó Borchu—. Yo cabalgué con vuestro padre cuando éramos muchachos, cuando todas las tribus luchaban entre sí y no había seguridad en ninguna parte. Jochi, ¿quieres que vuelvan esos tiempos? Chagadai, ¿despreciarás a la madre que te dio la vida?

Jochi dejó de debatirse. Chagadai lo miró enfurecido, mostrando los dientes en una mueca de desprecio. Bortai tenía el rostro muy pálido cuando miró a su esposo; Temujin permanecía en silencio. Castigaría a sus hijos, pensó Yisui, y después a ella por haber provocado aquel enfrentamiento.

—Vuestro padre derramó sangre por nosotros —continuó Borchu—, y luchó por nosotros, aun cuando no tenía otra almohada que su brazo y nada para beber excepto su propia saliva. Y vuestra madre permaneció a su lado, y os dio de comer cuando su propio estómago estaba vacío. ¿Acaso tú y Jochi no salisteis del mismo vientre? ¿Cómo podéis insultar a la noble mujer que os dio la vida?

Temujin alzó una mano; todos se volvieron hacia él.

—Chagadai —dijo suavemente—, Jochi es mi hijo mayor, y te prohíbo que digas otra cosa.

Chagadai hizo una mueca despectiva.

—Estoy dispuesto a admitir que es mi hermano, pero nada más.

Jochi se levantó y se acercó a él; Borchu lo contuvo.

—Una hermosa exhibición de sentimientos fraternales —gritó Mukhali mientras cogía a Chagadai por la coleta—. He visto más amor entre chacales que luchaban por un cadáver podrido.

—Silencio —dijo Temujin—. Según parece, tendré que volver a deciros lo que ya sabéis. Un puñado de flechas firmemente atadas no puede quebrarse. Una flecha sola se quiebra con facilidad. Si uno de vosotros vuelve a levantar la mano contra el otro, perderéis vuestra fuerza. —Seguía hablando con suavidad, pero su voz llenaba la tienda—. Cuando estaba solo y sin amigos y únicamente tenía a mi lado a mis hermanos uno de ellos se volvió contra mí y reclamó mi lugar para sí. Muy pronto sirvió de alimento a los chacales.

Chagadai se puso tenso; el enorme cuerpo de Jochi tembló. Yisui sabía que el Kan hablaba en serio, que estaba dispuesto a matar a sus propios hijos si amenazaban la unidad de su "ulus". Un hombre capaz de eso seguramente podría aplastar fácilmente a una esposa cuya pregunta había producido tanta violencia en su corte.

Chagadai miró a su hermano mayor y luego se irguió.

—Somos tus hijos mayores —dijo, haciendo una mueca de disgusto mientras hablaba—. Ahora está claro que los Noyan no podrían elegir a ninguno de nosotros dos. Yo no le juraría lealtad, y él tampoco a mí, pero ambos hemos jurado servir a nuestro padre el Kan y a quien lo suceda. —Miró a Ogedei y a Tolui—. Ogedei es tu tercer hijo. Elígelo a él.

—¿Es también tu deseo, Jochi? —preguntó Temujin.

Jochi bajó la cabeza.

—Mi hermano menor ha hablado por mí. Si no puedo ser Kan, al menos así no tendré que someterme a él. —Se estremeció mientras miraba hacia el trono—. Quiero decir que con gusto serviré a Ogedei.

—¿Los dos le ofreceréis vuestro juramento? —preguntó el Kan. Ambos hermanos asintieron—. No lo olvidéis. Pondré bajo vuestra autoridad a los pueblos que antes servían a Altan y a Khuchar. Cuando los miréis quiero que recordéis lo que les ocurrió a sus jefes cuando olvidaron ei juramento que me habían hecho. —Se retrepó en el trono—. La tierra es vasta. Vuestros campos de pastoreo serán grandes y vuestros campamentos estarán muy lejos el uno del otro, de modo que no tendréis necesidad ni oportunidad de luchar entre vosotros. Honrad a Ogedei como Gran Kan y podréis gobernar las tierras que yo conquiste y os encomiende.

Chagadai y Jochi volvieron a sentarse. El rostro del Kan se suavizó al mirar a Ogedei. Yisui recobró el ánimo; Ogedei, el de buen corazón, se ocuparía de que ella y Yisugen no fueran separadas si el Kan caía en Khwarezm.

—Bien, Ogedei —dijo Temujin—, tus hermanos te quieren como Kan, y yo mismo estoy de acuerdo con ellos. ¿Qué tienes para decir?

Ogedei se levantó. Su rostro fuerte y sus ojos pálidos eran muy parecidos a los de su padre, pero su sonrisa y sus ojos eran más amables.

—¿Qué puedo decir? —Alzó su copa, derramando unas pocas gotas de vino—. ¿Puedo negarme a obedecer a mi padre? Haré cuanto esté en mi mano para no defraudarlo. Si mis hijos y nietos se vuelven tan perezosos que sus flechas ya no aciertan en el flanco de un gran alce, algún otro de tus descendientes podrá reemplazarlos. —Algunos hombres rieron—. Es todo cuanto tengo que decir.

—Entonces es mi deseo que los Noyan te elijan a ti —. El Kan hizo una pausa—. Tolui, habla tú ahora.

—Apoyaré a Ogedei —dijo Toloui con su voz alta e infantil—. Seré el látigo que le recuerde todo lo que olvide. Lucharé a su lado en cada batalla.

—Muy bien —masculló Temujin—. Todos vosotros recordaréis lo que se ha dicho hoy. —Miró a Yisui; todavía seguía observándola cuando los otros reanudaron el banquete.

—Ogedei siempre fue tu favorito —dijo Bortai mientras arrojaba un abrigo dentro de un baúl—. Podrías haber hecho tu elección en cuanto Yisui habló. —Recogió una túnica—. Fue muy valiente al mencionar el tema de tu sucesión.

—Su preocupación por sí misma alimentó su coraje —dijo Temujin desde la cama—. Yisiu prevé mi fin con demasiada antelación… alguna vez tendré que castigarla por eso. —Puso un cojín debajo de su cabeza—. Mis consejeros me han hablado de los sabios de Khitai que conocen el secreto para prolongar la vida. Pretendo convocar a uno de esos sabios. Esperemos que pase mucho tiempo antes de que mi hijo me suceda en el trono.

Bortai buscó otra túnica.

—Deja eso —dijo Temujin—, y ven a la cama.

Ella cerró el baúl y se acercó a él.

—Estoy enfadada contigo, esposo. —Pronunció estas palabras en voz baja, para que las esclavas que dormían junto a la entrada no las escucharan—. Si hubieses expresado antes tu voluntad, Jochi y Chagadai no habrían peleado entre ellos. Dejaste que Chagadai me avergonzara, que dijera abiertamente lo que los demás sólo se atreven a murmurar. Tendrías que haber dicho que querías que Ogedei accediera al trono. Eso es lo que siempre quisiste.

—Fue mejor que Chagadai lo dijera. —El Kan cruzó los brazos sobre el pecho—. Yo sabía que él se opondría cuando consulté a Jochi. No podía elegir a Chagadai sin demostrar que lo que la gente murmura sobre Jochi es cierto, y elegir a cualquiera de los dos habría dividido mi "ulus". Pero ahora está todo arreglado; fue Chagadai quien ofreció deponer su reclamo, y Jochi estuvo de acuerdo. —Temujin la miró—. Sabía que posiblemente tuvieran que zanjar la disputa con una pelea, y Jochi es bastante robusto para romperle el cuello a Chagadai. Tendría que haber muerto por haber matado a uno de mis hijos. Y eso también habría acabado con el problema.

—Qué sabio eres, Temujin —dijo Bortai—. Me preguntó cómo podría arreglarse tu pueblo sin ti.

—Tal vez no tenga que hacerlo si el sabio de Khitai me revela sus secretos, pero Ogedei servirá. Todos los hombres lo quieren, y tiene a su esposa para aconsejarlo. Doregene es suficientemente ambiciosa para ocuparse de que él conserve el trono. Y Tolui protegerá a su hermano de cualquiera que trate de aprovecharse de la buena disposición de Ogedei.

Temujin pensaba que los sobreviviría a todos; por eso le había perdonado a Yisui que hubiera formulado esa pregunta. Pero el poderoso roble caería algún día, y no importaba que hubiese muchas naciones bajo sus ramas.

—Diré a Khasar y a Temuge que te consulten a menudo en mi ausencia —dijo el Kan—, y que presten atención a tus consejos.

—Se las arreglarán bien sin ellos.

—Pero se las arreglarán mejor con ellos. ¿Esperabas que te llevara conmigo en esta campaña?

—No tengo ninguna esperanza. —Bortai se quitó la túnica y la dejó caer al suelo—. Estoy contenta de permanecer tan lejos de esta guerra como me sea posible. —Terminó de desvestirse y se acostó, cubriéndose con la manta hasta el mentón—. Tú en cambio ansías esta guerra.

—Hice todo lo que pude por evitarla.

—Sé cuál es la verdad. Sólo te contuviste para ver cuál era la voluntad de los espíritus. Ahora estás obligado a combatir, y tendrás que esperar para atacar a los Kin. Pero en realidad no lo lamentas; las guerras contra nuevos enemigos renuevan tu vida.

—Un hombre disfruta más de la vida cuando todos sus enemigos están muertos.

—Por supuesto. Antes tenías tantos que no sé cómo lograste sobrevivir. Ahora no creo que pudieras vivir sin enemigos a los que combatir.

Él la abrazó.

—Hablas como una anciana, Bortai.

Ella suspiró.

—Soy una anciana.

104.

El caballo de Kulgan galopaba delante de ella. Khulan chasqueó el látigo sobre el pescuezo del animal mientras su hijo iba a todo galope hacia la ribera. El muchacho sofrenó el caballo de golpe, y éste se encabritó.

Khulan se acercó a él. Los caballos se revolvieron nerviosos cuando la mujer se inclinó para acariciar la mejilla de su hijo; él evitó el contacto.

Se alejaron del río. Unos jinetes se acercaban al campamento; entre ellos estaba el Kan. En el terreno plano y herboso que se extendía más allá del círculo de tiendas de Khulan, dos grupos de muchachos lanzaban al aire con palos un esqueleto de animal. El esqueleto salió lanzado y aterrizó a varios pasos de los muchachos; éstos corrieron hacia él. Kulgan hubiera querido pasar el día con ellos, aunque había estado fuera apacentando los caballos durante casi un mes. De pequeño, siempre había querido estar con ella; ahora se pasaba casi todo el tiempo con sus medio hermanos y sus amigos, lejos de la mujer.

El Kan y los hombres que lo acompañaban se habían detenido a observar el juego de los muchachos. Temujin no le había avisado que vendría a su "ordu". En ocasiones, el Kan aparecía cuando ella ya dormía. En la cama, hacía con Khulan las cosas que había aprendido con las otras mujeres. Ella sabía que Temujin disfrutaba cuando se resistía, de modo que aceptaba todo sin quejarse. A veces le hacía daño, diciéndole cuánto la amaba en el mismo momento en que la mujer lloraba de dolor.

Khulan había creído que el Kan acabaría por cansarse de una esposa que no le respondía ni le proporcionaba el placer de dominarla. Pero no había resultado así.

—Debe de haber venido a despedirse —dijo Kulgan señalando a su padre—. He oído que tal vez pase varios años luchando en Khwarezm. Me pregunto…

El Kan se dirigió hacia ellos, dejando atrás a sus hombres. Kulgan se lanzó a su encuentro al galope; Khulan lo siguió más lentamente. Temujin se detuvo a la sombra de un árbol solitario, y Kulgan pronto estuvo al lado de su padre. Sus dos caballos blancos, ambos engendrados por el corcel favorito del Kan, se olfatearon; Temujin había regalado el animal a Kulgan pocos meses atrás.

Los dos desmontaron y se sentaron a la sombra del árbol mientras Khulan se aproximaba. Temujin rodeó con un brazo los hombros del muchacho, que lo miraba con ojos llenos de reverencia.

—¿Eres mejor con el arco? —le preguntó Temujin.

—Soy bastante bueno.

—Mis hijos deben ser los mejores arqueros. Podrías ser mejor si practicaras más en vez de pasar tanto tiempo con tu madre.

Kulgan se sonrojó.

—Estuve fuera apacentando los animales hasta ayer. Sólo salí a cabalgar con madre porque ella me lo pidió.

En otro tiempo el muchacho también miraba a Khulan con la misma expresión admirativa; ahora esas miradas sólo estaban dedicadas a Temujin.

—Os dejaré solos para que habléis —dijo ella—. Debo ocuparme de la cocina, para que tú y tus hombres comáis bien esta noche.

—Para eso tienes criadas y esclavas —dijo el Kan—. Ya haces suficiente trabajo. Siéntate con nosotros.

Khulan demontó y se sentó al lado de su hijo.

—Tienes trece años, Kulgan —dijo Temujin.

—Casi catorce.

—Quiero que vengas conmigo a Khwarezm —anunció el Kan. Ante la exclamación de asombro de Kulgan, agregó—: Ayudarás a cuidar los caballos de recambio. Verás lo que es la guerra.

Kulgan sonrió.

—Te demostraré que puedo combatir muy bien.

Khulan bajó los ojos. Sabía que ese día tenía que llegar, pero no había motivo para que el muchacho se mostrase tan contento de dejarla para marcharse a luchar y a matar. Tal vez cuando ella volviera a verlo ya sería un hombre, endurecido por los combates. Khulan había deseado creer que las cosas serían de otra manera, pero sus esperanzas se habían esfumado. Había visto a los eruditos de Khitan, que preferían sus rollos a las armas, y había pensado que tal vez su hijo se convertiría en un hombre así. Si ella hubiera podido mantenerlo alejado de la guerra un tiempo mas…

Rozó el brazo de Kulgan, el muchacho rehuyó la caricia.

—Será mejor que te prepares practicando tiro con arco —dijo Temujin—. Ve a buscar a mis hombres y muéstrales lo que sabes hacer. A la hora de comer quiero oír cómo elogían tu puntería.

—Lo haré bien. —Kulgan se puso de pie y corrió hacia su caballo—. ¡No erraré ni una sola vez! —gritó mientras se alejaba.

Temujin apoyó la espalda en el árbol.

—Cumplirá el juramento —dijo—. Tiene un espíritu fuerte. Ni siquiera las riendas de su madre han logrado domarlo.

—Es tu hijo, Temujin.

El muchacho seguiría al Kan a cualquier parte, como todos los hombres, como lo había hecho Nayaga.

Temujin tomó el rostro de la mujer entre sus manos.

—Mi bella Khulan.

Siempre que ella estaba sentada cerca de él, Temujin le tomaba la mano o la atraía hacia sí. Los hombres cantaban canciones y recitaban poemas acerca del Kan y de lo mucho que ella lo amaba. ¿Cómo podía ser de otra manera, si él era el más grande de los hombres?

—Echaré de menos a Kulgan —dijo la mujer.

—No lo echarás de menos. No me privaré de mi esposa favorita durante una guerra que puede llegar a ser larga. Vendrás conmigo, Khulan. —Le sonrió, pero en sus ojos había una sombra de malicia—. ¿Acaso no te complace?

—Siempre te he obedecido —dijo ella—. Nunca te he pedido nada.

—¿Cuándo has tenido necesidad de pedir? Tus tiendas están colmadas de las riquezas que he ganado para ti, y ni siquiera podrías contar tus rebaños. Te he dado mucho, pero para ti es sólo una mota de polvo. Tal vez ha llegado el momento de que veas más de cerca el esfuerzo que hago para brindarte tantas comodidades.

—Por favor…

Él la asió con fuerza de la barbilla.

—Te quiero en mi tienda, deseo que seas mi esposa principal en Khwarezm, y tú desdeñas ese honor. Este cortejo ha durado demasiado, Khulan. Te amo más de lo que he amado a cualquier mujer, pero tú eres fría conmigo. No me interesa el motivo, ni si se trata de amor o de odio. Vendrás conmigo y nunca estarás lejos de mí. Verás a tu hijo convertirse en un guerrero.

Disfrutaría viéndola llorar, viéndola suplicar.

—Si es tu voluntad —respondió ella—, iré.

105.

Los jinetes eran como langostas que cubrían la tierra. Escupían fuego y bebían sangre; eso decían los campesinos que habían llegado en masa a las puertas de Bukhara. Los refugiados se habían instalado en el "rabat", el suburbio y los jardines de placer que bordeaban la ciudad principal. Los invasores les pisaban los talones.

Zulaika, oculta detrás de un trellis, espió a través de la enredadera y escuchó mientras hablaban los hombres que acompañaban a su padre.

—El ejército enemigo es grande —decía un hombre—, pero muchos son cautivos a los que envían al frente para que reciban los primeros golpes.

Poco tiempo atrás les había llegado la noticia de la caída de Otrar. El sitio a aquella ciudad fronteriza había durado varios meses. Su padre había creído que resistiría, pero había sido tomada y, según se rumoreaba, su gobernador Inalchik había sido ejecutado introduciéndole plata fundida en los ojos y en las orejas. Ahora los bárbaros habían llegado a Bukhara.

—Un hombre me dijo que habían tomado Sighnagh —comentó otro—. ¿Se tratará del mismo ejército?

—Deben de haber dividido sus fuerzas —masculló uno de los hermanos de Zulaika—. En ese caso, rechazarlos resultará más fácil. El Shah, bendito sea, también ha dividido sus fuerzas para proteger las ciudades.

—Tal vez habría sido mejor que hubiera lanzado todas las fuerzas contra esos salvajes desde un principio —dijo un mercader.

—Podemos resistir un asedio —dijo el padre de Zulaika—. La guarnición de la fortaleza nos protegerá, si Dios lo quiere.

Las esclavas sentadas con Zulaika permanecían en silencio. En el jardín reinaba la paz. Los hombres con turbante que visitaban a Karim, el padre de Zulaika, estaban reclinados en sus cojines cerca de la fuente de mármol, con el mismo aspecto de siempre. Su padre parecía más preocupado por las transacciones comerciales que perdería durante un asedio prolongado que por la batalla en sí misma. Si Dios lo quería, los jinetes se cansarían del asedio y se contentarían con arrasar los campos circundantes.

Los hombres murmuraban entre sí, y después sus dos hermanos y otros huéspedes se despidieron. Generalmente se quedaban más tiempo, hasta que las sombras se alargaban debajo de los árboles y el llamado crepuscular a la oración se dejaba oír desde la mezquita. Pero ese día parecían ansiosos por regresar a sus hogares, para asegurarse de que allí todo estaba bien.

—Comprad toda la comida que podáis —decía Karim—. Los precios ya son más altos que ayer.

La joven supo entonces que en realidad su padre tenía más miedo del que manifestaba.

Fuera de la muralla con siete puertas que rodeaba al "shahristan", el centro de Bukhara, y de la muralla de doce puertas que rodeaba el "rabat", se erguía la ciudadela, con sus muchas torres y una extensa muralla. El enemigo atacó la fortaleza de la ciudadela durante tres días, arrojando piedras con catapultas y escalando las murallas. Los miles de mercenarios turcos del interior consiguieron resistir el asalto.

Entonces, después del tercer día, casi toda la guarnición huyó de la fortaleza al amparo de la noche, tal vez por miedo, o quizá para atrincherarse en otra parte junto con más tropas.

Aziz, el hermano de Zulaika, fue con la noticia al padre, pero sus esclavos ya se habían enterado antes, en la calle. Karim se disponía a salir de la casa cuando llegaron los dos hombres.

—En la fortaleza aún quedan algunos cientos de hombres —dijo Aziz. —No podemos resistir—replicó Karim—. El enemigo asaltará el "shahristan". Se dice que Gengis Kan no mata a los que se entregan.

Su hermano se acarició la barba.

—Rendirnos a esos hombres tal vez nos cueste demasiado.

—No más de lo que ya nos ha costado —replicó Karim—. Me reuniré con los imanes para ver si podemos comprar un poco de clemencia.

Una de las esclavas que estaba detrás del trellis gimió. Zulaika retorció la enredadera entre sus dedos.

Karim sólo volvió a la casa para dormir. Por la mañana, partió con la delegación que ofrecería la gema de Bukhara a los enemigos.

Llegó la noche y Karim no regresó. Los criados de la casa susurraban, comentaban los términos de la rendición y hablaban de los jinetes que entrarían al día siguiente en la ciudad. Zulaika durmió inquieta, preguntándose qué exigirían los invasores.

Despertó en medio del silencio. Habitualmente, desde su habitación podía oír el ruido de las mujeres y los muchachos que cumplían con sus deberes matinales. Se vistió a toda prisa y recorrió todas las habitaciones, sin encontrar a nadie. El jardín estaba vacío; hasta la nueva concubina de su padre y el muchacho que solía compartir su lecho habían desaparecido.

Durante sus trece años de vida, Zulaika jamás había salido sola de la casa. Antes de que muriese, su madre la había acompañado al bazar, y desde que ya no estaba con ellos había ido allí en compañía de una muchacha y un muchacho esclavos, tan cuidadosamente velados como ella misma. Aunque estuviera sola, tal vez se encontrase más a salvo en las calles. Fuera, oía el tumulto de una multitud. Los soldados enemigos podían saquear la casa en busca del oro que su padre tenía enterrado.

Zulaika se veló el rostro, se cubrió con un largo "chador" negro y fue hasta la puerta. Apenas la cerró a sus espaldas se encontró atrapada por la muchedumbre que atestaba la calle y avanzaba a empujones. Pasó frente a las casas y los jardines en dirección a los comercios que estaban próximos a la mezquita. Un grito brotó de la multitud; por encima de las cabezas, Zulaika alcanzó a ver una hilera de lanzas.

La muchedumbre súbitamente se separó. La joven oyó gritos y se vio empujada a un lado de la calle por la gente que huía. Unos jinetes trotaron por la calle empedrada; sus ojos eran oscuros y rasgados, tenían una piel tan parda como el cuero, narices chatas y largos y finos bigotes que caían sobre el labio superior. Sus cuerpos eran tan robustos que parecían deformes; no había en ellos nada de humano.

El hombre que iba al frente gritó unas palabras en una lengua extranjera a los "mulá" que estaban en la puerta de la mezquita.

—El Gran Kan pregunta —dijo un hombre que estaba junto al enemigo— si éste es el palacio del Shah Muhammad.

—No lo es —replicó un "mulá". Es un lugar sagrado, la Casa de Dios.

—No hay pasto para nuestros caballos en la campiña. El Kan ha ordenado que los alimentemos.

Zulaika observó, horrorizada, cómo los jinetes entraban en la mezquita. Algunas de las mujeres veladas que la rodeaban intentaron huír, pero sólo consiguieron que las arrojaran contra la muralla del templo. La joven se esforzó por mantenerse en pie, temiendo que la aplastaran si caía. Los bárbaros llenaron la mezquita; los jinetes daban lanzadas a la multitud. Zulaika fue empujada hacia la entrada y la traspuso a trompicones.

El patio estaba lleno de hombres y caballos. Los guerreros con cascos atrapaban a las mujeres, desgarrándoles el velo y el "chador". Zulaika esquivó una mano que se tendió hacia ella. Los imanes de turbante blanco gemían mientras las cajas enjoyadas eran colmadas de grano y colocadas delante de los caballos. Había rollos desparramados sobre los mosaicos. Dios los castigaría por aquello, por mancillar la mezquita y por arrojar al suelo el Sagrado Corán. Eruditos con turbante eran obligados a llevar grano a los caballos mientras otros servían jarras de vino a los bárbaros.

Una mano la cogió por el "chador" y se lo arrancó; Zulaika se sostuvo el velo, lo perdió, y se abrió paso a empellones entre la gente hasta que estuvo cerca del púlpito. El hombre que había encabezado a los jinetes subió los peldaños, seguido por otros dos, y se volvió para enfrentar a la multitud que llenaba el patio. Alzó un brazo; el ruido se acalló hasta que sólo se escucharon sollozos ahogados y el relinchar de los caballos.

El hombre empezó a hablar en su áspera lengua. Con sus hombros anchos y sus piernas arqueadas, era como los demás, pero sus ojos eran de un amarillo verdoso, como los de los gatos. A su lado había otro bárbaro y un hombre de barba que bien podía pertenecer al pueblo de la joven, aunque llevaba coraza y casco como los enemigos.

El hombre de ojos pálidos guardó silencio; entonces, habló el de barba:

—El Gran Kan os dice estas palabras —gritó—, a vosotros y a toda Bukhara, que le ha abierto las puertas. Este pueblo ha cometido graves pecados. Miradme y sabed quién soy. Soy el castigo de Dios, y nada podéis hacer para defenderos de Su poder.

Debía de ser verdad, pensó Zulaika: Dios los había abandonado. Súbitamente la empujaron hacia los peldaños. Una mano la aferró de la muñeca, arrastrándola hacia el púlpito; ella lanzó un alarido cuando un rostro de ojos amarillos la acechó desde arriba. El patio se llenó de los gritos de los bárbaros y los chillidos de las mujeres. Un hombre la arrojó al suelo y le levantó la ropa hasta las caderas. El peso del hombre la aplastó contra la plataforma de mosaicos mientras un dolor agudo le desgarraba las entrañas. Un espíritu maligno la poseyó; no había nadie para protegerla. Su alma había entrado en el oscuro reino del castigo.

El Azote de Dios y sus esbirros celebraron hasta que el sol estuvo alto en el cielo. Los hombres educados de Bukhara llevaron más vino a los bárbaros y pusieron más grano ante sus caballos en las cajas que antes habían contenido los rollos del Corán. Las muchachas que cantaban en la ciudad fueron obligadas a danzar antes de que los soldados del Gran Kan se lanzaran sobre ellas. Zulaika estaba sentada a los pies del Kan; siempre que se movía, la mano del hombre la cogía por los cabellos y la echaba hacia atrás. La había violado dos veces, y sus ropas estaban manchadas de sangre. Ahora él se reía y bebía, aparentemente contento de contemplar los excesos de sus hombres.

La vergüenza casi la estaba matando. Se preguntó vagamente si su padre y sus hermanos estarían en el patio y habrían sido testigos de su desdicha. Recibió un puntapié en el costado; el Kan se había puesto de pie y caminaba hacia los peldaños, donde le alcanzaron un caballo; el hombre montó y cabalgó a través de la multitud apiñada.

Los jinetes abandonaban la mezquita. Zulaika fue empujada por los peldaños mientras la multitud era arrastrada hacia la arcada de la entrada. Avanzó a trompicones; ya no importaba qué pudiera ocurrirle, pues no era más que otra alma condenada a sufrir por los pecados de su pueblo.

Cerca de la puerta de Ibrahim, el Kan ordenó que todos los hombres ricos de Bukhara le entregaran sus posesiones, y después los habitantes de la ciudad recibieron la orden de abandonarla llevándose sólo las ropas que tenían puestas. Los condujeron a través de la puerta y más allá de los canales que regaban los jardines del "rabat", hasta llegar a la llanura. El polvo había oscurecido el sol y el cielo era rojo como sangre. Los habitantes de la ciudad pasaron la noche en la llanura, rodeados por sus captores.

Los soldados que habían quedado en la fortaleza de la ciudadela resistían en lo alto de la muralla. Al llegar la mañana, el humo y las llamas se alzaban en la parte central de la ciudad. La resistencia de aquellos que todavía tenían valor para luchar, para ocultarse tras las murallas y atacar a los salvajes saqueadores, sólo había servido para condenar a Bukhara. Las catapultas lanzaron piedras contra las murallas hasta que sólo quedaron de ellas montículos de tierra y ladrillos. Hombres y niños, mercaderes y eruditos, imanes y esclavos, fueron conducidos hacia la fortaleza y obligados a arrojarse a los fosos, donde los cadáveres de los que caían muy pronto los colmaron. Se arrojaron bolas de fuego contra los defensores de la ciudadela. Al cabo de cinco días, la fortaleza cayó. Las cabezas de los defensores fueron apiladas delante de la muralla en ruinas. Bukhara era un montón de piedras humeantes, y sus canales eran un reguero de sangre.

Zulaika esperó con los demás cautivos, asistiendo a la muerte de la ciudad. Los bárbaros se movían entre ellos, llevándose algunos prisioneros para ejecutarlos y otros a sus propias tiendas. Arrojaban restos de comida a los cautivos, que se tambaleaban para buscar jarras de agua mientras los soldados se reían. Las mujeres gemían al ver que se llevaban a sus hijos; las muchachas gritaban mientras eran arrastradas por grupos de soldados.

Ella seguía sin saber qué había sido de su padre y sus hermanos. Tal vez estaban entre los hombres torturados hasta confesar dónde habían escondido sus riquezas; tal vez se habían ocultado en el "shahristan" sólo para ser consumidos por el fuego; tal vez habían muerto en los fosos que rodeaban la ciudadela.

Varios días después de que el viento de la Ira de Dios irrumpiera a través de las puertas de Bukhara, la horda desarmó sus tiendas, juntó su botín y se desplazó al este a lo largo del río Zerafshan en dirección a Samarkanda, llevándose a sus cautivos. Los viejos, los heridos, los moribundos y los débiles fueron dejados atrás ya que no serían de utilidad cuando se pusiese sitio a Samarkanda. La tierra verde que antes indicaba oasis florecientes estaba casi desnuda; los canales que alimentaban la ciudad se secaban, sin nadie que los atendiera. La horda había talado los árboles para construir sus torres de asedio, y sus caballos habían destruido los jardines floridos. Las ruinas de Bukhara humeaban, sólo los muros de piedra de sus edificios públicos, unos pocos minaretes, y las ruinas de las cúpulas despojadas de oro señalaban el lugar donde antes se había alzado la ciudad.

Zulaika fue una de las dejadas atrás. Los buitres devoraban los cadáveres que sembraban la llanura. Una niña, casi ciega después de trabajar durante años como esclava para un fabricante de alfombras, se acercó arrastrándose a ella y murió en sus brazos; los bárbaros la habían violado salvajemente.

Después de cubrir el cadáver con arena, Zulaika se sentó junto al río, ignorando a los sobrevivientes que pasaban junto a ella. Algunos volvían a la ciudad, aunque allí prácticamente no quedaba nada. Unos pocos se detuvieron y le dijeron que buscarían refugio en una aldea alejada, y le rogaron que fuera con ellos. Zulaika se negó y desvió la mirada hasta que aquella gente siguió su camino.

Durante tres días vagó por la orilla del río, alimentándose de melones podridos que encontraba en los jardines devastados. La muerte vendría a buscarla pronto: sin nada que comer, con los helados vientos de la noche y la arena que volaba y amenazaba con sepultarla cada mañana, ya casi no le quedaba vida.

Cuando el fuego del sol llameaba en el este, vio una masa oscura que se desplazaba por la llanura. Zulaika se sentó a la sombra de un árbol y apoyó la espalda en el tronco; estaba demasiado débil para ponerse de pie. Miró hacia el noreste, suponiendo que aquella visión se desvanecería; en cambio, la masa creció hasta que pudo distinguir carros, camellos, caballos y jinetes que portaban los estandartes de los invasores.

Tal vez uno de ellos se apiadara de ella y pusiese fin a sus sufrimientos con el filo de una espada. Cuando la horda se acercó, la joven vio grandes tiendas sobre los carros, por encima del polvo. El cielo se oscureció. Zulaika cayó en un pozo oscuro, y antes de que el silencio la engullera pudo oír los aullidos de las otras almas condenadas.

Abrió los ojos. Tenía que estar muerta, pero sintió el polvo bajo las manos y agua sobre los labios. A su alrededor había varias criaturas con cabezas cuadradas y alargadas: los demonios habían venido a buscarla. Un brazo la rodeaba, sosteniéndola; se encontró frente a un rostro de mujer.

La mujer susurró unas palabras. Zulaika meneó la cabeza, después vio que las otras criaturas también eran mujeres con altos tocados cuadrados adornados con plumas; sus pequeños ojos oscuros la escrutaban por encima de unos velos blancos. Dos hombres le apuntaban con sus arcos.

La mujer que la sostenía dijo unas palabras duras; los hombres bajaron sus armas. "Dejadme", trató de decir Zulaika, pero no pudo pronunciar palabra. Los grandes ojos pardos de la desconocida la miraban fijamente.

Un joven que llevaba turbante fue empujado repentinamente hacia ella; la mujer le murmuró algo. Él asintió, después se arrodilló mientras Zulaika se cubría el rostro con el borde de su "chador".

—La Khatun dice que ahora estarás a salvo —dijo—. ¿Comprendes? Te trasladarán a su carro. Cuando los animales hayan abrevado, seguirás viaje con nosotros.

"Dejadme morir", pensó la joven mientras unos brazos se tendían para alzarla.