66.
Buyrugh fue el último en llegar.
—Paz —dijo al entrar en la tienda de Jamukha—. Mis hombres esperarán fuera con los demás. —Buyrugh hablaba lentamente, con el fuerte acento de su pueblo. Dejó sus armas a la izquierda de la entrada.
—Te doy la bienvenida —dijo Jamukha; el Naiman se sentó junto a los otros jefes. Dos criadas sirvieron comida y bebida; Jamukha ofreció a Buyrugh un pedazo de carne en la punta de su cuchillo. Hasta ese enemigo estaba dispuesto a unirse a él ahora.
—Seré claro —continuó Jamukha—. Todos hemos tenido diferencias en el pasado, pero repetiré lo que mis enviados os dijeron. Una manada de chacales acecha nuestros rebaños. Pelear entre nosotros sólo les reportará más alimento. Es hora de que nos libremos de esos carroñeros.
—Vine aquí con reticencia —dijo Buyrugh—. Tres años atrás, tú mismo me hiciste daño.
—Fue Gengis Kan quien quiso atacarte.
—Pero tú estabas de su lado.
—También lo dejé solo en manos de tu general —dijo Jamukha—. Si hubiera atacado a Temujin en ese momento, no tendríamos por qué reunirnos aquí ahora.
Buyrugh hizo una mueca de disgusto.
—Intento corregir ese error. No puedo protegerme de mi hermano Bai Bukha con los mongoles y Kereit a mis espaldas. Me uniré a ti y pediré a los chamanes que hagan hechizos que te favorezcan.
Targhutai Kiriltugh soltó una risa burlona.
—Tus hechizos no te han ayudado demasiado hasta ahora.
Buyrugh lanzó una mirada furibunda al Taychiut. Jamukha alzó una mano.
—De nada servirá que riñamos entre nosotros. Os pido a todos que no hablemos ahora de antiguos resentimientos. Temujin es el enemigo común. Si pretendemos derrotarlo debemos dejar de lado el pasado. —Hizo una pausa—. Hice con él un juramento de "anda" y nunca me lamentaré lo suficiente. Le presté mi espada y mis hombres, y él me traicionó. Tengo tanto para reprocharme como cualquiera de vosotros.
—Y yo me uní a él por haberme casado con su hermana —masculló Chohos-chagan—. Pensé que sólo estaba eligiendo un líder a quien seguir en la guerra. —Sonrió mostrando sus dientes amarillos y se frotó el rostro de facciones irregulares—. Un Kan para la guerra, un Kan para la caza… eso creí que tendríamos, pero el hermano de mi esposa desea mucho más.
Jamukha estudió al jefe de los Khorola, preguntándose hasta qué punto podía confiar en él. Chohos-chagan lo había abandonado antes, y podía volver a hacerlo.
Sabía que esta alianza sería muy frágil. El jefe Dorben había llegado diciendo que su pueblo estaba ahora en paz con los tártaros y que cualquier ataque contra su antiguo enemigo Temujin sería recibido con agrado. Casi todos los Onggirat respaldarían a Jamukha pero, como siempre, dejarían que los otros combatieran. Khudukha Beki y sus Oirat temían que Temujin atacara sus bosques del norte, en tanto que el odio que los Merkit y los Taychiut sentían por el Kan mongol estaba plenamente justificado. Sin embargo, sólo un enemigo común lograba reunirlos: todos tenían motivos para sospechar del otro.
—Ninguno de nosotros estará seguro hasta que Gengis Kan no se reúna con sus antepasados —dijo Aguchu Bahadur—. Debemos demostrar que formamos una piña. —Miró a Jamukha—. Deberíamos convocar un "kuriltai" y elegir a nuestro propio Kan.
Jamukha había esperado ese momento.
—Sin duda —dijo—, te refieres a un Kan que pueda liderarnos cuando sea necesario y entretanto nos deje resolver nuestros propios asuntos.
—Esa es la única clase de Kan que deseo —dijo Chohos-chagan—. Pero no fue así como lo dispuso Temujin. En su ejército, ningún hombre comanda un "mingghan" o un "taman" si no ha servido en su guardia personal, lo cual le da al Kan la seguridad de que obedecerá sin reparos.
—Un Kan —masculló Buyrugh—. Supongo que necesitamos uno que nos conduzca en esta guerra, ¿pero quién de nosotros será?
Aguchu bebió un trago y luego dijo:
—El hombre que nos ha convocado aquí. ¿Quién sería más adecuado? Él fue el primero en advertir que debíamos unir nuestras fuerzas.
Jamukha miró a los otros jefes; ninguno de ellos parecía dispuesto a oponerse.
—Si es vuestra elección —dijo el Jajirat suavemente—, y la voluntad del cielo y el "kuriltai" me designan, por supuesto que aceptaré.
Se preguntó cuánto duraría su vínculo con aquellos hombres. Una victoria los uniría durante un tiempo, pero una vez que Temujin fuera derrotado, cada uno pensaría exclusivamente en su propio provecho. No tenía importancia: cuando el vínculo empezara a quebrarse, él ya sería lo bastante poderoso para castigar cualquier deslealtad. Se ocuparía de que todos obrasen de acuerdo al juramento que habían hecho.
67.
Bortai tenía la garganta seca. Apenas si oía las letanías de los chamanes. La niña sólo había sido una masa sanguinolenta que había abandonado demasiado pronto su vientre antes de que la fiebre la invadiera.
Una mano le sostuvo la cabeza; un jarro se apoyó en sus labios mientras un líquido amargo caía por su garganta. Vio los ojos oscuros de Teb-Tenggeri y luego se durmió arrullada por el sonido de los tambores del chamán.
Cuando despertó todo estaba en silencio. La habían dejado sola, para morir; los chamanes debían de estar fuera advirtiendo a los otros que se alejaran. Bortai abrió los ojos y vio los rostros de sus hijos.
—Madre —susurró Ogedei.
—No deberíais estar aquí —dijo la mujer con voz ronca.
—¿No te das cuenta? —Chagadai le apoyó una mano en la frente—. El espíritu maligno te ha abandonado. Teb-Tenggeri salió hace un rato para decirnos que la fiebre había desaparecido y que dormías.
Volvió a dormirse y despertó con el ruido familiar del parloteo de las criadas. Le trajeron alimento y leche de yegua e insistieron en que debía descansar. Durante tres días estuvo demasiado débil para salir de la tienda sin ayuda. Jochi le informó de que el Kan había subido al Burkhan Khaldun y había permanecido allí varios días. Había bajado del monte hacía apenas un día.
Bortai esperó que Temujin fuera a verla, pero pasó otro día sin que él acudiera. Para entonces, ella ya se había enterado de lo que todo el campamento sabía. Los enemigos de su esposo se habían reunido en un "kuriltai" y habían proclamado a Jamukha Gur-Kan, el Kan de Todos los Pueblos.
Era una señal. La muerte de la hija que había engendrado un año antes, la pérdida de la última criatura, el murmullo del chamán junto a su cama diciéndole que ya no tendría más hijos, la pérdida del favor de su esposo, y ahora la unión de sus enemigos… todo eran señales. Los espíritus, pensó ella, trataban a su pueblo de manera muy semejante a los Kin, favoreciendo a un líder durante un tiempo antes de volverse contra él.
Temujin podría necesitarla ahora. Bortai dejó de lado su orgullo y llamó a uno de los guardias.
—Dile al Kan que la cierva anhelante espera el retorno del ciervo. Dile que daría gran placer a su Khatun si se dignara a visitar esta tienda.
Hizo salir al hombre, sabiendo que tal vez Temujin no acudiría.
Sólo los hijos de Bortai y sus criadas comieron con ella esa noche. Se fue a la cama lamentando haber enviado el mensaje. Su esposo tenía preocupaclones más urgentes; seguramente estaría con sus generales, discutiendo sobre la amenaza a la que ahora debían enfrentarse.
Todavía estaba despierta cuando escuchó voces fuera. El suelo de madera de la gran tienda crujió cuando una criada corrió hacia la entrada. Bortai se sentó y vio que el Kan avanzaba hacia ella.
—Me alegra que te encuentres bien —dijo él, desviando la mirada.
—Y a mí me alegra que hayas venido, esposo.
Temujin se puso un dedo sobre los labios y miró hacia el lado oeste de la tienda, donde sus hijos dormían detrás de una cortina. Se desvistió rápidamente hasta quedarse en camisa y luego se tendió junto a la mujer.
—Fui a la gran montaña —dijo finalmente—. Allí oré por ti. —Se cubrió con la manta—. Subí solo porque no quería que mis hombres vieran que lloraba a causa de mi esposa.
—No habrías perdido demasiado —le susurró ella—. No puedo darte más hijos, y no deseas mis consejos. Ahora soy inútil para ti.
—No, Bortai. Me dije que una esposa que me hubiera avergonzado delante de mis hombres, instándolos a desobedecerme, merecía ser castigada. —Le rodeó la cintura con un brazo—. Después, cuando creí que podía perderte, me enfurecí conmigo mismo por no haberte perdonado mucho antes.
Ella le tomó la mano. Admitir aquello debió de costarle mucho.
—Tú eres mi suerte, Bortai —continuó Temujin—. Si te pierdo, sabré que los espíritus me han abandonado. —Guardó silencio durante largo rato, después acarició la mejilla de la mujer—. Estás llorando.
—Tengo una basurilla en el ojo.
Él le enjugó las lágrimas.
—Muy pronto he de marchar a la guerra —dijo—. Sólo estoy demorando el momento para tratar de hacerlo con alguna esperanza de triunfo.
—Estuviste acertado al ayudar a Toghrill cuando lo hiciste, y yo estuve equivocada al protestar. Necesitarás a los Kereit para derrotar a tus enemigos. No pierdas más tiempo y ataca, Temujin. Si los derrotas, se dispersarán y tal vez se enfrenten entre ellos.
—Eso dicen mis hombres, pero no estoy seguro.
Uno de los guardias gritó algo fuera de la tienda. Temujin se sentó al ver que Jurchedei entraba, corría hacia la cama y hacía una reverencia.
—Perdóname por despertarte —dijo el jefe Uruggud—, pero ha venido un hombre que ha jurado lealtad a los Khorola; suplica hablar contigo. Está fuera, con Khasar, que lo trajo hasta aquí. Tus enemigos intentan sorprenderte.
Temujin se levantó de inmediato y buscó su abrigo.
—Dile que entre.
Jurchedei gritó la orden y apareció un hombre, seguido de Khasar. Bortai se cubrió con la manta; Temujin se sentó junto a su esposa. El extranjero hizo una reverencia.
—Soy Khoridai —dijo—, y he venido en son de paz. Temujin frunció el entrecejo. —Tu jefe no pensaba en la paz cuando volvió a unirse a mi "anda". —Es posible que Chohos-chagan ya esté arrepentido del juramento que hizo a Jamukha. —Khoridai rebuscó bajo su abrigo y extrajo un pañuelo de seda—. Este pañuelo es uno de los últimos regalos que le hiciste a tu hermana. Ella me envió para suplicarte que huyas.
Temujin hizo una mueca.
—Parece que después de todo su matrimonio no fue inútil. —Miró a los otros—. Pero me pregunto hasta qué punto Temulun puede ocultarle algo a su esposo. Si me apresan, él no pierde nada. Si escapo, siempre podrá afirmar que no traicionó el juramento que me hizo, ya que espió para mí.
—El Gur-Kan está reuniendo fuerzas para atacarte. —Khoridai alzó las manos—. Está al este, en el valle del río Argun, donde lo eligieron Kan. Para llegar aquí debí ocultarme de sus hombres. Viajaban transportando un gran "yurt" que levantarán para festejar la victoria. Su ejército iniciará el avance dentro de unos pocos días. Aún estás a tiempo de huir.
—Se mueve con rapidez —intervino Khasar—. Tienes que escapar.
Temujin levantó una mano.
—No huiré de los cazadores. Si quieren guerra, la tendrán. Jurchedei, envía mensajeros al Ong-Kan diciéndole que me traiga sus ejércitos de inmediato. Jamukha seguramente pensará en atacar a los Kereit después de derrotarme. —El Uruggud se dispuso a salir—. Khoridai, siéntate. Quiero escuchar todo lo que sabes acerca de los planes de mi "anda".
68.
Un explorador se presentó ante Jamukha para decirle que las fuerzas de Gengis Kan avanzaban. Jamukha supo entonces que alguien había alertado a su "anda". Sin embargo, aún podía vencerlo. Ya había derrotado a Temujin en otra oportunidad, y esta vez su fuerza era mayor. Una victoria borraría el pasado.
El verano estaba por acabar y el clima era apacible; el ejército no sería perturbado por los caprichos de Tengri. Mientras bordeaban los pantanos próximos al lago, bandadas de patos y cigüeñas se elevaron hacia el cielo, produciendo el mismo sonido que un ventarrón. Las alas izquierda y derecha se desplegaron sobre la llanura mientras el centro avanzaba hacia el pie de las montañas. Banderas y antorchas transmitían las señales; antes del alba se enfrentarían a los hombres de Temujin.
Las hogueras titilaban en la planicie, más abajo, mientras Jamukha y sus guerreros se preparaban para la batalla inminente. Él durmió descansando la cabeza sobre su montura. Cuando despertó, el cielo todavía estaba oscuro. Su sueño había sido un presagio: los espíritus le habían dicho cómo debía actuar y contaba para ello con los hombres necesarios. Mandó llamar a Buyrugh y a Khudukha Beki.
Amanecía, pero negros nubarrones ocultaron rápidamente el sol que se alzaba.
Jamukha no temía la tormenta, pues se convertiría en una de sus armas. Para luchar no disponía únicamente de espadas, arcos y lanzas, sino también de la fortaleza que representaban las montañas, el muro de laderas a sus espaldas y el cielo amenazador. Había belleza en el combate, en tomar muchas vidas enemigas, perdiendo la menor cantidad posible de hombres.
Esperó cerca de un arroyuelo, observando las banderas que transmitían señales. Khudukha Beki y Buyrugh cabalgaron hacia él a través de las filas de jinetes.
—Habrá tormenta —dijo Jamukha cuando ambos desmontaron.
—Sí —masculló Khudukha—. Deberíamos ordenar que nuestros hombres mantuvieran su posición para esperar que pase. Por eso nos has llamado, ¿verdad?
—Tuve un sueño —dijo Jamukha—. Koko Mongke Tengri se ofrece a ayudarnos. Eso me han dicho los espíritus. Os pido, ya que os llamáis chamanes, que volváis esta tormenta contra Temujin. —Levantó la mano cuando el viento aulló—. Se desplaza hacia el enemigo, dispuesta a arrasarlo.
—El viento puede cambiar —dijo Buyrugh—. Acepta mi consejo; haz que los hombres retrocedan hacia las montañas, donde hallarán refugio, y espera…
—La retirada parece ser tu única estrategia —dijo Jamukha—. ¿Acaso unas pocas nubes pueden asustar a alguien que tiene el poder de hacer sortilegios? Dicen que Temujin tiene a su servicio un chamán poderoso… Tal vez debería haberlo capturado para salirme con la mía. He soñado —continuó Jamukha—. Tengri me ha prometido una tormenta. Haz que caiga sobre él. De lo contrario, serás castigado por haberte jactado de tener poderes de los que careces.
—Yo confiaría en mis hechizos —dijo Khudukha—, y no en tus sueños.
Los dos hombres entonaron sus letanías; el viento les respondió con un gemido. De pronto, comenzó a llover. El viento cambió bruscamente; el granizo azotó a Jamukha. Estaba atrapado entre cortinas de agua fría como el hielo, incapaz de ver o de oír los gritos en las sombras que lo rodeaban, ahogados por el ulular del viento. Su hombres se apiñaron en torno a él, invadidos por el pánico.
—¡Alto! —gritó Jamukha, pero los jinetes pasaban a su lado, galopando hacia las laderas—. ¡Volved! —les gritó a los que estaban a sus espaldas. ¡Hacia el río! —Se abrió paso a través de los jinetes que lo rodeaban. Siguió su marcha, pues sabía que si se detenía él y su caballo se congelarían. "Que todos mueran —rogó—. Llévatelos a todos… Ios enemigos, y a los que me abandonaron".
Una lluvia constante y fría siguió a Jamukha y a lo que quedaba de su ejército hasta el Argun. Sus aliados estarían retirándose hacia sus propios campamentos, con la esperanza de protegerlos; Jamukha no tendría ninguna oportunidad de reagruparse para hacer frente al enemigo.
Su sueño había sido una burla. Le parecía oír la voz de Tengri en el golpeteo de la lluvia contra su casco: "Te lo advertí, Jamukha, y tú no prestaste atención a Mi advertencia, no quisiste someterte a Mi voluntad".
Siguieron adelante, sin detenerse a descansar para que sus perseguidores no les dieran alcance. Por la mañana, la lluvia se convirtió en niebla. A través de la bruma, Jamukha entrevió los pequeños montículos oscuros de un campamento distante.
—Dorben —masculló un hombre próximo a él.
Jamukha se volvió y echó un vistazo a los que lo seguían. Aún le quedaban sus mejores hombres, aquellos en los que podía confiar, pues le obedecerían ciegamente.
—No conseguimos ningún botín de nuestros enemigos —dijo—. Tomaremos lo que necesitamos de este campamento.
—Son aliados —dijo otro hombre.
—Mis aliados se dispersaron como pájaros asustados por una liebre —dijo Jamukha—. No les debo nada. Pasad la orden… atacaremos este campamento.
Desenvainó la espada. La voluntad de Dios había sido que los espíritus lo abandonarían. Sólo la sangre podía calmar su desesperación.
69.
Los guerreros Taychiut sobrevivientes escaparon hacia sus campamentos a orillas del Onon, seguidos de cerca por sus perseguidores. Allí, junto al río, Aguchu, el hijo de Targhutai, agrupó a los hombres. Combatieron durante un día, conteniendo al enemigo hasta que cayó la noche. Las mujeres y los niños, incapaces de escapar pues la batalla rugía a su alrededor, acamparon junto al ejército exhausto.
Ella había provocado todo esto. Khadagan avanzó junto a los grupos de hombres apiñados en torno al fuego, buscando a su esposo. Ella se había compadecido de un muchacho cautivo y ahora toda esa gente pagaba por su compasión. Si ella hubiera sabido lo que ocurriría, jamás le habría suplicado a su padre que protegiera a Temujin.
Otras mujeres recorrían el campamento, llamando a sus parientes. Una gimió al arrodillarse junto a un herido. Khadagan preguntó a un grupo de hombres si habían visto a sus hijos o a su esposo, y se enteró de más detalles de la batalla.
El secreto que Khadagan había ocultado a todos, incluido su esposo, la torturaba. ¿Cómo podía esperar clemencia de Temujin? Tal vez él hubiera olvidado a la muchacha que lo protegió cuando sus carceleros Taychiut lo buscaban.
El campamento se sumió en una calma pasajera. Las otras mujeres habrían encontrado a sus hombres o abandonado la búsqueda. Khadagan siguió buscando hasta que un hombre la envió a otra hoguera. Encontró a su esposo cerca de un improvisado corral para los caballos, con la cabeza apoyada en la montura.
—Toghan —dijo, sentándose junto a él y quitándose el arco del cinturón.
—Tenía la esperanza de que hubieras escapado.
—Imposible. Las que lo intentaron no llegaron lejos. —Khadagan se apoyó en la montura—. Nuestros hijos… ¿están aquí?
Los ojos oscuros y tristes del hombre le dieron la respuesta antes de que él hablara.
—Los dos se encontraban con Uwa Sechen. Me han dicho que se perdieron durante la tormenta. —Las lágrimas surcaron sus mejillas—. Fue todo tan repentino… Una tormenta de granizo se abatió sobre nosotros. Vi hombres y caballos congelarse en el lugar.
"Merezco esto —pensó ella—; es mi castigo por lo que hice". Deseaba preguntar a Toghan si sabía algo de su padre y de sus hermanos, pero el agotamiento que se reflejaba en el rostro de su esposo la mantuvo en silencio. Él apoyó la cabeza sobre su hombro y pronto se durmió. Pero Khadagan tenía miedo de dormirse; los espectros de sus hijos turbarían su sueño.
Antes de que amaneciese resonaron unos gritos. Los hombres se pusieron de pie y Khadagan vio que se acercaba un mensajero.
—¡Estamos perdidos! —gritó el hombre—. Targhutai ha escapado durante la noche. ¡Él y toda su caballería han desaparecido!
Todos se echaron a correr hacia el corral y cortaron las cuerdas mientras se empujaban unos a otros. Los caballos se encabritaron, arrojando al suelo a sus jinetes. Thoghan cogió del brazo a Khadagan en el momento en que las flechas comenzaban a caer sobre el campamento. La multitud se apiñó en torno a ellos y un brazo golpeó el carcaj de la mujer, dispersando sus saetas. Ella se aferró a la manga de su esposo mientras se debatían por salir de la turba. Unos hombres cabalgaron hacia ellos, obligándolos a retroceder.
—¡Rendíos! —gritó un soldado enemigo—. ¡Moriréis si os resistís!
Un Taychiut saltó sobre el hombre y lo arrojó a tierra. Toghan cogió las riendas. El animal se libró de él; Khadagan soltó a su esposo.
—¡Toghan! —gritó .
Un mandoble a punto estuvo de rozarle el hombro. La gente corrió hacia el río, seguida por jinetes enemigos; otros gritaban mientras eran rodeados. Khadagan huyó entre la multitud, buscando a Toghan. Hombres y mujeres corrían junto a ella, perseguidos de cerca por sus enemigos.
—¡Toghan! —volvió a gritar. Sintió un golpe en la cabeza y cayó a tierra. Estaba cerca de una colina. Subió torpemente la ladera hacia el "obo" que había arriba; en la oscuridad tal vez pudiera ocultarse entre el montículo de piedras. Las flechas pasaban silbando a su lado; unos hombres cabalgaron más allá de la colina, tirando estocadas a la gente.
A pesar de la oscuridad pudo ver que los enemigos conducían a los Taychiut hacia el corral vacío.
—¡Toghan! —gritó, sin preocuparse por su propia seguridad. Él tenía que estar en alguna parte allá abajo, entre los cautivos.
Sólo un hombre podía salvar a su esposo. Temujin le había dicho que la ayudaría si alguna vez lo necesitaba; ella rogó que recordara ahora su vieja promesa.
—¡Temujin! —gritó—. ¡Temujin, ayúdame! ¡Temujin!
Dos hombres sofrenaron sus cabalgaduras cerca de la colina; uno de ellos alzó la cabeza.
—¿Quién pronuncia el nombre de nuestro Kan? —preguntó a los gritos.
—¡Khadagan, hija de Sorkhan-shira! —La mujer alzó los brazos— ¡Él sabrá quién soy! Mi esposo ha sido capturado por vuestros hombres… Decidle a Temujin que la hija de Sorkhan-shira le ruega por la vida de su esposo.
Amanecía. Cinco hombres cabalgaban hacia la colina, pasando por encima de los cadáveres. Khadagan se puso de pie y levantó las manos con las palmas hacia afuera.
—¡Soy la hija de Sorkhan-shira! —gritó—. ¡Os suplico que dejéis vivir a mi esposo Toghan!
Un hombre desmontó y ascendió lentamente la colina; otro corrió tras él. Khadagan esperó que dieran cuenta de ella con sus espadas.
—Matadme —dijo—, pero dejad vivir a Toghan.
—Khadagan.
Unas manos la cogieron por los hombros; ella levantó la vista. El hombre era alto y su rostro estaba manchado de polvo y sangre, pero sus ojos pálidos eran los de Temujin.
—Mis hombres me dijeron que una mujer gritaba mi nombre. Vine en cuanto supe quién eras.
—Salva a mi esposo —murmuró ella—. Por favor… yo… —Apoyó la cabeza en el pecho de Temujin y entonces vio la herida en su cuello y su palidez bajo la capa de suciedad.
—Ven conmigo —dijo él. El hombre que lo acompañaba lo tomó del brazo mientras bajaban la colina—. Buscad al guerrero Taychiut llamado Toghan —les gritó a los tres hombres que estaban abajo— y traédmelo con vida.
Temujin, todavía débil por la herida, esperó todo el día junto a Khadagan mientras sus guerreros reunían a los prisioneros y el botín. Un hombre llamado Jelme transmitía las órdenes del Kan; los generales llegaban con sus informes a la tienda de Temujin. Como no hubo noticias de Toghan, el Kan envió a Jelme a buscarlo en persona.
—Debo mi vida a Jelme —le dijo a Khadagan mientras un guardia alimentaba el fuego—. Cuando esa flecha me hirió, él me chupó la sangre de la herida. Se quitó toda la ropa, excepto las botas, se arrastró hasta vuestro campamento, sin su arma, y robó "kumiss" para mí. Si lo atrapan, planeaba decir que intentaba desertar, y que le habían robado toda la ropa antes de escapar.
—Un hombre valiente —dijo ella.
—Tan valiente como tú, Khadagan. No olvido que en una ocasión me salvaste la vida.
—Temía que no lo recordaras. —Su voz se quebró—. Y ahora mira lo que eso me ha costado.
Él le tomó la mano.
—Haré todo lo que pueda por ti. Te prometo…
Jelme cabalgaba hacia ellos. Su rostro impenetrable impidió que la mujer adivinara algo. Desmontó, caminó hacia ellos y se puso en cuclillas junto al fuego.
—Temujin, traigo malas noticias.
—Dilas —masculló el Kan.
—Tu orden llegó demasiado tarde para salvar al esposo de esta mujer. Su cadáver yace con los de otros ejecutados. Ordené que fuese sepultado con todos los honores…
Khadagan lanzó un alarido.
—¡Yo soy la culpable de su muerte! —Se desgarró la túnica—. ¡Maldita sea por lo que he hecho!
Temujin le tomó las manos; ella trató de soltarse, después se apoyó en él, demasiado atontada para llorar.
—A mí es a quien debes maldecir —dijo Temujin con suavidad—, por no haberlo impedido.
Ella retiró sus manos y se cubrió la cara. Tengri lo había tocado mucho tiempo atrás; eso había dicho Temujin cuando era un prisionero en la tienda de su padre. Veinte años antes, él le había prometido que se sentaría a su lado, y los espíritus la habían despojado de todo para que él pudiera cumplir su promesa.
—Te prometo que te cuidaré, Khadagan —continuó él—. No puedo devolverte al esposo que has perdido, pero pídeme cualquier otra cosa y será tuya, te lo juro.
Ella alzó la cabeza. Las lágrimas bañaban sus mejillas.
—Hay algo que puedes hacer —dijo—. Muéstrate clemente con el pueblo que has derrotado aquí. Todo me ha sido arrebatado. Ahórrale mi pena a otros.
Temujin entrecerró los ojos. Seguramente se negaría; estaría pensando en los guerreros que lo habían uncido al yugo y lo habían golpeado, en los niños, hombres ahora, que se habían mofado de él.
—Sus jefes olvidaron el juramento que le habían hecho a mi padre —dijo él—. Me abandonaron, me atormentaron y se unieron a mis enemigos para luchar contra mí. —Exhaló un suspiro—. Pero te hice una promesa. Habrá clemencia, Khadagan, porque tú me la pides.
Temujin permaneció con ella, compartiendo la comida y consolándola. Esa noche, durmió a su lado, cubriéndola con su propia manta.
Mucho antes Khadagan había soñado algunas veces que Temujin regresaba junto a ella. Después de casarse, había sugerido a Toghan que se uniera al joven Kan, pero su esposo se había negado siquiera a considerarlo. Debía lealtad a sus jefes, aun cuando dudaba de la sabiduría de sus decisiones. Su lealtad había sido mal retribuida, ya que Targhutai los había abandonado en medio de la noche. Ella no pediría clemencia para Targuthai Kiriltugh.
Apenas despertar creyó que estaba en su propia tienda, pero después recordó todo. Permaneció bajo la manta, llorando en silencio hasta desahogarse.
Cuando se levantó, Temujin, que había estado sentado cerca de la entrada, se acercó a ella y le tomó la mano.
—Por mi causa —le dijo—, no tienes nada, pero siempre te protegeré. Si lo deseas, serás mi esposa, y si no, siempre tendrás un lugar en mi campamento. Mi gente verá que no olvido a los que me ayudaron.
Se compadecía de ella y la utilizaría para demostrar a todos cuán noble era. No podía desearla verdaderamente. Khadagan experimentó una punzada de pena y de culpa; a pesar de todo lo ocurrido, seguía esperando que él la deseara.
—Eres generoso —le dijo.
—Mereces todo lo que pueda darte. Como mi esposa, serías honrada, pero si no soportas…
Ella sacudió la cabeza.
—Lo deseé cuando era niña —susurró—. Parece que mis ruegos fueron escuchados. Preferiría que hubiesen sido atendidos de otra manera, pero sería una tontería rechazarte. Mi esposo era un buen hombre; él habría estado de acuerdo en que alguien me cuidara.
—Lo siento, Khadagan.
—Tal vez sería más piadoso que me enviaras a reunirme con él.
Una voz gritó el nombre de Temujin; el Kan respondió. Entró Jelme, deteniéndose a un paso de la entrada.
—Han venido algunos hombres a entregarse —dijo—, y quieren hablar contigo. Uno de ellos dice ser el padre de esta mujer.
Khadagan dio un respingo. Temujin la ayudó a ponerse de pie; ella siguió a los dos hombres fuera. Sorkhan-shira, con las manos atadas a la espalda, se encontraba con un grupo de hombres, entre los cuales estaban sus hijos.
—¡Padre! —Khadagan corrió hacia él y lo abrazó, apoyando el rostro en la barba gris del hombre.
—Khadagan —dijo él—, temía por ti.
—He perdido a mi esposo y a mis hijos. Tenía miedo de haberte perdido a ti también. —Alzó las manos para acariciar el rostro de su padre—. Temujin trató de salvar a Toghan, pero su orden llegó demasiado tarde. —Lo abrazó, sollozando.
—Liberad a este hombre —dijo Temujin—, y a sus hijos.
Khadagan dio un paso atrás mientras los soldados les cortaban las ligaduras.
—En una oportunidad ellos me dieron la libertad —continuó el Kan—. Ahora les ofrezco lo mismo.
Uno de los guardias se adelantó y señaló a un hombre que continuaba maniatado.
—Ese hombre disparó la flecha que mató a tu caballo y te hirió.
Khadagan reconoció a Chirkoadai. El Taychiut sonrió y miró fijamente a Temujin. Éste permaneció unos instantes observando a su agresor, después llamó a Khadagan con un gesto. Ella lo siguió hasta la hoguera seguida de su padre y sus hermanos. Todos se sentaron.
—Sorkhan-shira —dijo Temujin—, no he olvidado lo que tú y tus hijos hicisteis por mí. Tu hija no ha sufrido daño alguno, y haré todo lo que pueda para compensarla por lo que ha perdido.
Sorkhan-shira se puso de pie e hizo una reverencia.
—Vinimos aquí a ofrecerte nuestras espadas. Te hubiera seguido mucho tiempo atrás, pero había jurado lealtad a los jefes Taychiut. —Volvió a sentarse—. Te ofrezco ahora mi juramento, y si Chimbai y Chilagun te abandonan alguna vez, decapítalos y deja sus cadáveres a los chacales. —Se golpeó el pecho—. Mi promesa vive aquí.
—Y yo la acepto. —Temujin miró a los otros prisioneros—. ¿Quiénes son los hombres que están contigo?
—Chirkoadai y algunos de sus camaradas —respondió Chimbai—. También ellos quieren unirse a ti.
Un guardia empujó a Chirkoadai hacia adelante.
—Una flecha me hirió —dijo Temujin—, y otra mató a mi caballo. Me dicen que ambas salieron de tu arco.
—Lo admití ante tus hombres mientras cabalgábamos hacia aquí. —Los ojos de Chirkoadai se entrecerraron cuando el Kan sonrió—. Lo admito. Esas flechas eran mías.
Khadagan se inclinó hacia Temujin.
—Conozco a este hombre. La primera vez que te vi… él era el niño que trató de impedir que los demás te atormentaran.
—En efecto —dijo Temujin, haciendo una mueca—. Pero ahora estuvo a punto de matarme.
—Un hombre debe defenderse y defender a su pueblo —dijo el Taychiut—. Puedes matarme, pero en ese caso sólo tendrás un poco de tierra manchada de sangre. Si me dejas vivir, puedo conducir ejércitos para ti. Bien, ¿qué dices?
—Qué insolencia —masculló Jelme.
—Eres honesto —dijo Temujin—. Otro hubiera tratado de ocultar lo hecho, pero tú lo admites. No castigaré a un hombre por ser honesto, de modo que acepto tu juramento—. El guardia que estaba junto a Chirkoadai cortó sus ligaduras—. Creo que, además, mereces un nuevo nombre. De ahora en adelante serás Jebe, la Flecha, ya que tu arma encontró su blanco.
El Taychiut se frotó las muñecas.
—Y yo prometo dirigir mis flechas contra tus enemigos, no contra ti.
El Kan hizo un gesto a Jelme.
—Devuélvele las armas a estos hombres, y protege a esta dama y a su familia. —Se puso de pie—. Debo ocuparme de nuestros prisioneros. Sus esposas e hijos volverán con ellos. —Miró a Khadagan—. Te prometí que sería clemente, pero los jefes y sus hijos tendrán que morir. Puedo salvar la vida de los otros, que estaban obligados a seguirlos por juramento.
—Comprendo —dijo ella.
Sería el fin de los Taychiut como clan: sus seguidores pasarían a formar parte del pueblo de Temujin.
Un hombre se acercó con un caballo; Temujin montó y se alejó, con sus guerreros rodeándolo como un escudo.
70.
—El "ordu" del Kan —anunció el jinete más próximo a Khadagan al tiempo que señalaba el campamento y la gran tienda que se erguía al norte del círculo de Temujin.
En el camino, habían pasado junto a grandes rebaños. Unas pocas victorias más y la riqueza de Temujin rivalizaría con la de sus aliados Kereit.
Habían levantado para ella un gran "yurt", con otros tres más pequeños para las criadas que cocinarían, coserían y guardarían los rebaños que Temujin le había otorgado. Khadagan había esperado que sus esposas la visitaran, pero en cambio Bortai, su esposa principal, le había enviado un mensaje con una criada. La Khatun le daba la bienvenida, lamentaba todos sus sufrimientos y no la importunaría con una visita hasta que su pena no se hubiera atenuado.
Seis días después de la llegada de la mujer, el Kan regresó a su campamento e invitó a sus generales a un banquete. Khadagan fue convocada a la gran tienda con las tres esposas de Temujin, y se sentó entre ellas.
Los hombres hablaban de los que se habían rendido para unirse a Temujin. Entre ellos estaban un Bagarin y sus dos hijos, vasallos de Targhutai que habían capturado al jefe Taychiut. Temujin permaneció en silencio mientras su general Borchu contaba la historia. Los tres Bagarin, mientras estaban en camino para entregarse al Kan, habían reconsiderado su acción, habían liberado a Targhutai y luego se lo habían confesado a Temujin.
—¿Y cómo murieron? —preguntó la esposa llamada Doghon.
Borchu Noyan soltó una carcajada.
—¿Morir? Temujin los recompensó por ello. Ellos dijeron que no podían entregar a un hombre al que le habían jurado fidelidad, y el Kan los alabó por haber hecho lo correcto… y hasta nombró a uno de los jóvenes comandante de cien hombres. —Volvió a reír—. Nos dijeron que habían tenido que poner a Targhutai en un carro… el viejo bastardo es demasiado gordo para montar a caballo. No durará mucho solo.
El Kan sonreía, obviamente complacido con el destino de su antiguo enemigo. Targhutai viviría un tiempo sabiendo que lo había perdido todo; la victoria de Temujin era para él suficiente venganza.
Temujin no acudió a la tienda de Khadagan hasta que no hubo pasado una noche con cada una de sus esposas.
—Hoy he sido piadoso —le dijo mientras comían—. El desdichado esposo de mi hermana finalmente mostró la cara. Ahora dice que sólo quería frenarme, no matarme, y que está dispuesto a someterse a mí.
—¿Y tú lo perdonaste?
—En parte por mi hermana, que rogó por él. Además, puedo utilizar a Chohos-chagan y a sus hombres.
Cuando Temujin hubo despedido a las criadas, Khadagan le sirvió más "kumiss" y luego se retiró a la parte trasera del "yurt", agradeciendo las sombras. Él estuvo junto a ella antes de que la mujer pudiera ocultarse debajo de las mantas. Temujin le quitó la camisa, y ella subió a la cama, esperando que él no estuviera muy decepcionado: Toghan siempre le había dicho que su cuerpo seguía siendo el de una muchacha. Se le cerró la garganta al recordar a su esposo muerto.
Las manos fuertes de Temujin fueron amables, aunque había algo cruel en su manera de acariciarla y de obligarla a compartir su placer. La ataría a él, la obligaría a olvidar y a amarlo. Ella se estremeció debajo del hombre mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.
Bortai Khatun convocó a Khadagan a su tienda dos días más tarde. Durante la noche había caído cellisca; la gente se afanaba entre los "yurts", acomodando baúles en los carros. Al día siguiente trasladarían el campamento hasta los campos de pastoreo invernales.
Khadagan pasó ante los guardias y subió los peldaños de madera de la gran tienda, preguntándose por qué la Khatun querría verla. Suponía que para confirmar su lugar, para dejar en claro que, como primera esposa de Temujin, esperaba ser obedecida.
Bortai Khatun y sus criadas se encontraban en el lado este de la tienda, guardando ropa y vajilla en los baúles. Antes de que Khadagan pudiera pronunciar un saludo, Bortai corrió hacia ella y le tomó las manos.
—Te doy la bienvenida, Khadagan Ujin. Lamento distraerte de tu trabajo, pero si no hablamos hoy no tendremos ya otra oportunidad con todo lo que hay que hacer.
Khadagan bajó la cabeza, y luego buscó algo en el interior de su abrigo.
—Por favor, acepta este humilde presente —dijo, entregando a Bortai un gran pañuelo azul.
—Es hermoso, y te doy las gracias —dijo. Luego la condujo hacia el fogón y le ofreció un cojín para que tomase asiento; una criada les trajo copas de "kumiss". Bortai le pidió que se retirara con un gesto. Luego se sentó, y dijo—: Deseaba mucho hablar con la mujer cuya familia arriesgó la vida para salvar a Temujin. Sin ti, jamás me habría casado
Khadagan no pudo por menos que sonreír ante esa declaración; la otra mujer todavía tenía la piel tersa de una muchacha.
—Khatun, veo perfectamente cómo eres ahora. Si de muchacha eras la mitad de bella, tu padre podría haber formado un ejército con tus pretendientes.
Bortai se sonrojó.
—Cuando nos casamos —dijo—, Temujin me contó todo sobre la muchacha y la familia que habían sido amables con él. Me sentí agradecida de que hubiera venido a buscarme a mí, en vez de buscarla a ella. —Los grandes ojos pardos de Bortai cobraron una expresión afectuosa—. Siempre te honrará por lo que hiciste, y también yo. Mi esposo tiene muchos camaradas leales, pero sólo unos pocos lo conocieron de niño y se preocuparon por él cuando no tenía nada. Tú eres una de esas personas.
—Pero ahora tiene otros que lo aman.
—Sin embargo, pienso que lo amas más sinceramente que los otros.
—Sí. —Khadagan cerró los ojos durante un momento; no había esperado que tuviera que hablar de eso—. A pesar de todo lo ocurrido, todavía puedo amarlo.
Bortai le rozó la manga.
—Sé lo que has perdido. El hecho de que puedas perdonar a mi esposo demuestra que posees un gran espíritu.
—Me halagas, Honorable Señora —dijo Khadagan—. Temujin hizo lo que pudo por mí, y habría sido una necia si hubiese rechazado sus regalos. El esposo que perdí era un buen hombre, y fui feliz siendo su esposa, pero Temujin ganó mi corazón hace mucho tiempo. Tal vez por eso me resultó fácil perdonarlo.
—Nuestro esposo necesita tu devoción —dijo Bortai—. También yo la necesito. Sus otras esposas… —Exhaló un suspiro—. Doghon anhela tenerlo para sí, y soborna a los chamanes para que por medio de hechizos le permitan engendrar un hijo; perdió a su primera hija y sólo tiene otra. Jeren le teme, y comprendo el motivo, aunque desearía no comprenderlo. —La Khatun hizo una pausa—. A menudo he deseado que Temujin encontrara una esposa que pudiera también ser mi amiga sincera. La excelente madre de Temujin y las esposas de sus hermanos no suelen estar en el campamento con frecuencia, y las mujeres de sus generales me consideran alguien a quien deben halagar. Tengo criadas en quienes puedo confiar, pero todo lo que me dicen está regido por la cautela.
—Ya veo —dijo Khadagan—. Buscas a una amiga que no viva pensando en lo que pueda obtenerse a cambio y que no tenga necesidad de temerte ni de estar celosa de ti.
Bortai entrecerró los ojos.
—Sí.
—Y crees que yo puedo ser esa amiga. No tengo nada que ganar, ya que Temujin me ha dado más de lo que podía haber esperado, y nunca volveré a tener lo que he perdido. No te temo, Khatun, porque cualquier sufrimiento que puedas infligirme no será mayor que el dolor que ya he soportado. El Kan siempre te honrará como esposa principal, pero aunque no fuera así, no tienes por qué preocuparte de que alguien tan fea como yo llegue a convertirse en tu rival. No puedo darle hijos, de modo que no intentaré conseguir nada para ellos… la semilla de mi difunto esposo no ha brotado en mí desde hace años. Eso antes no me importaba, porque podía disfrutar más de él sin temer al dolor del parto, pero eso era cuando los hijos que tuve aún vivían.
Bortai dejó su copa.
—Hablas con gran libertad, Khadagan.
—También eso se requiere de una amiga.
—Es cierto —murmuró Bortai—. Con frecuencia debo decirle a Temujin lo que otros temen decirle, pero no hay nadie que me diga si estoy equivocada. En tu caso, siempre sabré que, digas lo que digas, sólo estás pensando en los intereses de nuestro esposo. Ya veo quién eres, Ujin. Tu tienda estará siempre en mi "ordu", para que pueda pedir tu consejo.
—No soy tan desinteresada —respondió Khadagan—. Sé en qué podría transformarse mi vida con el Kan. Lamentó mis sufrimientos y tenía conmigo una vieja deuda, pero ya la ha pagado, y las cosas pasan. Con el tiempo, podría convertirme en una olvidada esposa inferior, pero podré permanecer cerca de él a través de ti, y agradecer cualquier sobra que me des de tu plato. Creo que tú también lo sabes, Khatun. —Permaneció en silencio un momento—. Por supuesto, os serviré a los dos. Es todo cuanto puedo hacer ahora.
71.
Yisugen despertó y encontró a su hermana sentada en la cama. Las negras trenzas de Yisui estaban enmarañadas, y su rostro sonrojado por la felicidad.
Yisugen fue a sentarse junto a ella.
—Hay que volver a trenzarlo —le dijo mientras peinaba el largo cabello de Yisui con los dedos; las criadas habían salido a preparar el banquete.
Su padre no estaba en la gran tienda; Yeke Cheren había bebido mucho la noche anterior y Yisugen había visto cómo algunos hombres lo transportaban hasta la tienda de una esposa menor. El campamento había estado celebrando durante tres días el matrimonio de la hija de su jefe, pero Yisugen no podía compartir la alegría. Hoy perdería a su hermana.
Terminó de trenzar el cabello de Yisui, le recogió las dos trenzas detrás de las orejas, asegurándolas con cintas de fieltro, y luego apoyó sus manos en los hombros de la muchacha. En el rostro de su hermana vio sus propios ojos oscuros, sus pómulos altos, su nariz pequeña y sus labios gruesos. Todos decían que parecían mellizas, aunque Yisui era un año mayor. Las dos hermanas nunca se habían separado, ni siquiera por un día. Ahora Yisui se alejaría de su lado.
—No quiero que te vayas —estalló Yisugen.
—Basta, Yisugen —dijo su madre desde la parte trasera de la tienda—. Es mejor que Yisui se case ahora, para que tu padre no esté distraído más tarde, cuando los jefes se reúnan en el "kuriltai" de guerra.
Qué libre de preocupaciones había estado Yisugen un mes atrás, cuando la nieve empezaba a derretirse; ella y Yisui habían salido a caballo con amigos a cazar las aves que regresaban a las orillas del río Khalkha. Habían vuelto para encontrar a Tabudai en la tienda de su padre, como huésped de éste. El joven admitió que había cabalgado hasta el campamento tártaro en busca de una esposa. Yisui y él intercambiaron miradas ardientes; Tabudai la pidió tres días más tarde.
—Si Tabudai tiene tantos rebaños —dijo Yisugen—, seguramente puede mantener a dos esposas. Padre debería haberle dicho que nos tomara a las dos.
—Qué tontería —dijo la madre—. Tienes quince años y pronto vendrá un hombre a cortejarte. Voy a salir; cuando regrese quiero ver una sonrisa en tu rostro.
—Tú podrías haber dicho algo —murmuró Yisugen cuando su madre salió.
Yisui la rodeó con los brazos.
—Lo siento —dijo.
—No lo sientes. Quieres casarte con él.
—Es posible que me haya pedido a mí porque soy mayor que tú. También le pareces bella… me lo dijo. —Yisui le acarició el rostro—. Soy afortunada al tenerlo. Será jefe algún día, y…
—Hay luz en sus ojos y fuego en su rostro. —Yisugen completó la frase que había oído demasiadas veces referida a su hermana—. Lo odio.
—Basta. —Yisui le tomó las manos—. ¿Acaso no nos prometimos que siempre viviríamos en el mismo campamento?
—Lo olvidaste en cuanto viste a Tabudai.
—No lo olvidé —dijo Yisui suavemente—. Quiero asegurarme de que él es feliz a mi lado. Entonces, cuando me dé todo lo que le pida, le diré que te pida a ti, si es posible antes de que pase el verano.
Yisugen se quedó mirando a su hermana, asombrada.
—¿Pero cómo…?
—He estado pensando mucho en ello. Nuestro padre no atacará a los mongoles antes del otoño; hasta que ese momento llegue estará demasiado ocupado planeando la guerra para pensar en prometerte. Para entonces, tal vez pueda convencer a Tabudai de que te pida. El año próximo volveremos a estar juntas
—Un año —dijo Yisugen, preguntándose cómo haría para soportarlo.
—Cuando lo acepté —continuó Yisiu—, también estaba pensando en ti. Quería que las dos tuviéramos un buen esposo. —Soltó una risilla—. Creo que Tabudai puede conformar a dos esposas. Su miembro tiene el tamaño del de un semental.
—¿Cómo puedes saberlo antes de casarte? —preguntó Yisugen, escandalizada.
—Lo oí de boca de uno de sus hombres. Confesó que se excita tanto al pensar en mí que apenas si puede montar a caballo.
Yisui rió, cubriéndose la boca.
—Los hombres siempre se jactan de esas cosas —dijo Yisugen.
—Pronto sabré si es verdad.
—Prométeme que no te olvidarás —dijo.
—Lo prometo.
Yisugen permaneció cerca de su hermana mientras iban hacia los caballos; las mujeres revoloteaban alrededor de la novia.
—Tabudai te desea —le dijo una de las primas a Yusui—. Asegúrate de que no te atrape demasiado pronto.
—Lucha —le dijo una tía—. Eso siempre excita a un hombre.
Los caballos estaban ensillados y las mujeres montaron y se alejaron del círculo de tiendas y carros. En algunas hogueras del campamento hervían los calderos; en otras, se asaban ovejas. Más allá del campamento, Yeke Cheren estaba sentado bajo un pabellón, acompañado de sus esposas y sus chamanes, esperando para bendecir al novio y a la novia; a cierta distancia, se erguía un "yurt" custodiado por los hombres de Tabudai.
Las mujeres cabalgaron hacia el oeste, rumbo a las montañas Khingan, al pie de cuyas laderas, en un terreno cubierto de abetos, se alzaba el campamento. La hierba verdeaba; pronto llegaría a la altura del pecho de un hombre. Yisugen estaría sin su hermana cuando la hierba fuera alta.
La joven miró hacia su izquierda; Tabudai y sus hombres cabalgaban en dirección a ellas desde el "yurt". Las mujeres espolearon sus caballos, manteniendo a la novia en el medio. Los hombres se aproximaron rápidamente, gritando y aullando, las alcanzaron y las rodearon. Las mujeres, asustadas, sofrenaron sus cabalgaduras y bloquearon el camino de Tabudai, quien intentaba acercarse a su novia. Yisugen se colocó junto a su hermana y golpeó a Tabudai con el látigo; él retrocedió y se rio, mostrando sus dientes blancos.
El caballo de Yisui se separó del resto a la carrera. El caballo de Yisugen se encabritó; los demás galoparon en pos de su hermana, con Tabudai a la cabeza. El caballo del joven muy pronto estuvo junto al de Yisui. El hombre se inclinó hacia su novia y su brazo le rodeó la cintura. Con un único movimiento rápido, subió a la joven a su propia montura.
Los otros lanzaron vítores y la pareja trotó de regreso al "yurt" de Tabudai. A Yisugen le ardían los ojos mientras trotaba tras ellos. Yisui y Tabudai estaban tan juntos que parecían un solo jinete; la novia ya se había olvidado de su hermana.
Yisugen se sentó cerca de su padre mientras las criadas servían la comida. Yeke Cheren comió con aire distraído. Durante los cinco días transcurridos desde que Yisui y su madre partieran hacia el campamento de Tabudai, él había estado consultando con sus generales y esperando las noticias de sus exploradores. Estaba plenamente dedicado a la planificación de la guerra. Era probable que Tabudai tuviese que partir con su ejército antes del otoño, y en ese caso Yisui no tendría oportunidad de convencerlo de que debía cortejar a Yisugen.
Su padre solía decir que las mujeres eran cobardes. No les importaba a qué amo servian, y ahora ya no podía haber paz con los mongoles. Ya habían destruido muchos clanes tártaros con la ayuda de los Kin; Yeke Cheren estaba resuelto a cortarle la cabeza al Kan mongol por eso y por afirmar que los tártaros habían envenenado a su padre.
Comieron en silencio. Por la noche era cuando Yisugen más echaba de menos a su hermana. "Cinco días", pensó con desesperación, preguntándose cómo soportaría pasar todo un año lejos de ella.
—Has estado triste últimamente —dijo abruptamente Yeke Cheren.
Yisugen alzó la vista.
—Echo de menos a Yisui.
—Más tarde o más temprano tenía que casarse.
—Y estoy feliz por ella —agregó la joven rápidamente.
Siempre era cautelosa con su padre cuando el hombre caía en estados de ánimos sombríos. En esos momentos, Yeke Cheren se pasaba el tiempo cavilando y castigaba a todos los que se acercaban a él. Además, había estado bebiendo durante toda la velada.
—También tendré que casarte a ti. Cuando las muchachas de tu edad empiezan a actuar como corderos enfermos, es porque ha llegado el momento de enviarlas a otra parte.
—¡No! —gritó ella. La mano de su padre se cerró con fuerza en torno a su copa de jade; la joven leyó en sus ojos una advertencia. —. Quiero decir… tienes mucho en qué pensar ahora. Después de todo, si estás a punto de emprender una guerra… —El rostro de él se ensombreció.— Quise decir que, una vez terminada la guerra, cualquier hombre que me corteje tendrá más botín, y así podrá ofrecerte más por mí.
Él se atusó los bigotes grises.
—Es cierto. —Hizo un gesto con la mano; Yisugen ayudó a la criada a levantar los platos y los jarros vacíos.
Yisugen fue a su cama en el lado este de la tienda, sintiendo una punzada de dolor al mirar el lugar donde había estado la cama de Yisui. Estaba a punto de quitarse la túnica cuando un centinela llamó a Yeke Cheren.
Un hombre entró apresuradamente, fue hacia la cama donde estaba sentado su padre e hizo una reverencia.
—Ha llegado un mensaje de los exploradores, Cheren —dijo el guardia—. Han avistado exploradores mongoles más allá del lago Kolen, y otros se desplazan hacia aquí desde el oeste. Los Onggirat han comenzado a trasladar sus campamentos hacia el noroeste.
Yeke Cheren soltó un juramento.
—Los malditos Onggirat dan la espalda a sus aliados, y después esperan que los recompensemos por no haberse unido a nuestros enemigos.¿Los Kereit acompañan a Temujin?
El hombre negó con la cabeza.
—Según parece, piensa combatir él solo.
—Bien. No esperaba esto tan pronto, pero estamos preparados para enfrentar al perro mongol. —Los dos hombres se dirigieron hacia la entrada—. Llama a los generales. Haremos frente al enemigo en la estepa situada al oeste el lago Buyur.
Yisugen se tendió en la cama. "Que todo termine pronto —rogó—. Danos la victoria y llévame junto a mi hermana".
72.
Diez días más tarde, la gente vio guerreros tártaros que galopaban hacia el campamento de Yeke Cheren siguiendo el curso del Khalkha y así todos supieron, al verlos, que estaban en retirada. Muchos iban sin sus caballos de guerra; huían hacia el pie de las montañas Khingan, y todo el campamento los siguió. Las mujeres cargaron lo que pudieron en los carros, pero muchas huyeron a caballo o a pie, abandonando sus posesiones y rebaños. Dejaron atrás la gran tienda de Yeke Cheren.
Al pie de las montañas, hicieron barricadas con troncos, ramas y carros. Los soldados contaron que los mongoles se negaron a retirarse, reagrupándose y contraatacando; algunos afirmaban que Gengis Kan había ordenado a sus hombres que mataran a cualquier soldado que retrocedira. Otros tártaros llegaron al pie de la montaña; eran hombres que habían sido capturados por los mongoles y que habían atacado a sus guardias para poder huir, y la gente se enteró de que no debían esperar clemencia si se entregaban. El Kan mongol había decretado que todos los tártaros varones debían morir.
Pronto apareció en el valle un ala del ejército mongol. Por la noche ardieron los fuegos de sus campamentos, y al alba atacaron, asaltando la barricada por oleadas, renovando el ataque cada vez que eran rechazados. Cuando consiguieron romper las primeras defensas y Yisugen vio las espadas ensangrentadas que caían sobre hombres, mujeres y niños, huyó.
"Soy una cobarde", pensó Yisugen. Otras personas habían huido trepando las laderas arboladas, pero ella había sido más rápida, y ahora se encontraba sola, con su arco, algunas flechas y un cuchillo. Corrió, esperando oír los pasos de los hombres persiguiéndola, pero la espesa vegetación obstaculizó su avance. Cuando cayó la noche, la joven se acurrucó bajo un álamo, temiendo dormirse.
Su padre estaba entre los que habían escapado de la furia de los mongoles, pero había quedado atrás, en la barricada, luchando. Otras mujeres habían permanecido junto a los hombres. Ella no merecía vivir cuando tantos miembros de su pueblo habían muerto.
Por la mañana buscó algo que llevarse a la boca. Las pocas bayas que encontró no estaban maduras; desenterró una raíz y se la comió. Terminó su cantimplora de "kumiss" y supo que pronto debería buscar agua. No se atrevía a acercarse al río, donde seguramente los mongoles acecharían a los tártaros acuciados por la sed.
Cuando la profunda luz verde que se filtraba a través de los árboles se hizo más brillante, la joven oyó el ruido de pasos y ramas ladera abajo hasta llegar a un bosquecillo de abetos.
Un niño yacía apoyado en el tronco de un árbol. Una sola mirada a su rostro pálido y a su vientre ensangrentado bastó para que la joven advirtiera que agonizaba.
—Se llevaron a todos —dijo el niño, abriendo los ojos—, a todos los que todavía estaban con vida. La orden era que quien fuera más alto que la rueda de un carro debía morir. Yo soy más alto… por eso huí. No lo hice bastante rápido; un hombre me apuñaló, pero conseguí arrastrarme hasta aqui.
El niño cerró los ojos. Cuando murió, Yisugen revisó entre sus ropas, pero no encontró nada que le resultara de utilidad. Cruzó los brazos sobre el pecho, musitó una plegaria y se marchó.
Su padre debería haber hecho un acuerdo. Finalmente la joven comprendía por qué su madre había intentado convencerlo. Las guerras convertían a las mujeres en botín, obligándolas a servir a los victoriosos; en realidad su madre había tratado de defender la vida de su gente.
Esa noche se desató una tormenta. Yisugen se acurrucó bajo un improvisado refugio de ramas, sacando su cantimplora para que se llenara con el agua de lluvia. Cuando pasó la tormenta y en el bosque volvieron a oírse los sonidos de espíritus más amables, se deslizó bajo las ramas y durmió.
Tuvo un sueño. Estaba sentada con su madre bajo los árboles; la luz espectral que irradiaba del rostro de ésta le dijo que estaba muerta.
—Has venido a buscarme —dijo Yisugen.
—No, hija —dijo el espectro—. Te pregunto algo, ¿por qué los nuestros lloran por nuestros muertos? ¿Por qué nuestra sangre moja la tierra? ¿Por qué nuestros "yurts" han sido quemados y nuestra mujeres violadas?
—Porque los mongoles nos odian.
El espectro respondió:
—Por eso y porque tu padre, y todos los que nos gobiernan, fracasaron. No hay seguridad para mujeres y niños bajo el cielo cuando sus hombres no pueden defendernos. Entre los nuestros, no queda nadie para protegerte. Tu única esperanza de sobrevivir depende de los victoriosos.
—Preferiría morir —dijo Yisugen.
—No, no es verdad. Si querías morir, ningún espíritu se habría apoderado de ti, alejándote de las barricadas. Debes vivir, y buscar seguridad como puedas.
Yisugen despertó; su madre había desaparecido. No se le había aparecido la sombra de Yisui, y eso significaba que su hermana debía de seguir con vida, pues de lo contrario su alma estaría desgarrada. Yisui le había prometido que siempre estarían juntas; si hubiera muerto, su espíritu habría acudido a Yisugen.
Se puso de pie. Sabía lo que tenía que hacer. Emprendió la marcha ladera abajo.
Yisugen se alisó las trenzas. Guerreros enemigos a caballo patrullaban la llanura entre las hierbas altas, pero ella no ganaria nada si era descubierta por vulgares soldados. Tenía que buscar a algún Noyan que comandara a muchos, alguien que pudiera conservarla para sí y ayudarla a buscar a Yisui.
Escrutó el terreno que se extendía a sus pies. Hacia el sur, cerca del río, había varios caballos atados. Un hombre alto caminaba por la orilla con varios más; cuando pasaba, los otros hacían una reverencia o alcanzaban los brazos para saludarlo. Yisugen abandonó su refugio a la sombra de los árboles y se arrastró lentamente por la hierba en dirección a él.
Cuando estuvo cerca se detuvo, temiendo que los hombres vieran que la hierba se movía. El general se quitó el casco por un momento para secarse el sudor de la frente. Sus oscuras coletas tenían reflejos cobrizos, los costados metálicos del casco estaban engarzados en oro. Se alzó viento y la muchacha siguió avanzando, sabiendo que la hierba que se mecía ocultaría sus movimientos, y respiró profundamente. Cuando estaba a punto de ponerse de pie, el Noyan volvió la cabeza hacia ella. En un instante, los hombres apuntaron sus arcos; dos de ellos se colocaron delante del general.
—¡No disparéis! —gritó desesperadamente Yisugen, alzando las manos.
Un hombre vino hacia ella, le quitó el arco y la arrastró de un brazo.
—Quítale el cuchillo —dijo el general con voz suave—. Sería una lástima matarla.
El plan que Yisugen había trazado apresuradamente desapareció de su mente.
—¡Mátame, entonces! —gritó mientras un hombre le quitaba el cuchillo de la cintura—. ¡Ya has matado a todos los demás!
Se dejó caer al suelo, llorando por todo lo que había perdido.
Un pie la golpeó en un costado.
—Déjala que llore —dijo el general.
La muchacha lloró hasta que sintió una mano en el hombro, y alzó la vista para ver un par de pálidos ojos pardos moteados de verde y oro.
—Bebe esto, muchacha. —El Noyan se arrodilló y le alcanzó un pellejo lleno de "kumiss", ella bebió—. ¿Dónde te escondías?
—En la ladera —consiguió responder.
—¿Qué te impulsó a bajar?
—No tengo a donde ir.
Ella le devolvió el pellejo y empezó a llorar otra vez. Él la rodeó con un brazo. Era raro que fuera tan amable cuando su gente había mostrado tanta crueldad; tal vez sólo había obedecido por obligación las órdenes de su Kan.
El hombre le alisó el cabello, como si fuera una niñita, y después le dijo:
—¿Cómo te llamas?
—Yisugen —respondió la joven, limpiándose la nariz con la manga—. Hija de Yeke Cheren.
Uno de los hombres soltó una carcajada.
—Una belleza, y además la hija del jefe… será un buen premio para algún hombre.
—La reclamo para mí. —El hombre de ojos pálidos se incorporó y la ayudó a ponerse de pie—. Esta guerra ha terminado para ti, Yisugen. Te llevarán a mi tienda. Pena por los tuyos cuando estés sola, pero no derrames más lágrimas en mi presencia.
La condujo hacia los caballos, seguido de sus hombres. Otro jinete se acercó a ellos y alzó la mano al sofrenar su cabalgadura.
—Ha venido tu tío —dijo—. Espera junto a tu tienda, y ha exigido hablar contigo.
—¿Ha exigido? —La voz del general seguía siendo suave, pero Yisugen percibió dureza en ella—. Que espere.
—Tu medio hermano también está allí, como ordenaste.
—Muy bien, Borchu. —Empujó a Yisugen hacia adelante—. Mira lo que bajó de la montaña. Si me complace, tal vez la haga mi esposa.
A Yisugen le ardió la cara al mirar enfurecida al hombre llamado Borchu; éste esbozó una sonrisa.
—Parece digna de ti, Temujin.
El horror la congeló. Temujin… el Kan. Alzó la vista para mirarlo; los pálidos ojos de él le devolvieron una mirada divertida.
—Ya ves que elegiste bien al entregarte —le dijo, y después la ayudó a montar.
El Kan había reclamado para sí la tienda que había pertenecido a Yeke Cheren. Yisugei se sintió perturbada cuando se acercaron al lugar. Temujin había exterminado a su pueblo y había convertido el campamento en cenizas. No podía haber piedad en él.
El Kan saludó a los hombres que lo esperaban junto a la tienda antes de ascender los peldaños de madera que conducían a la entrada; Yisugen lo siguió. En el interior, los arneses, monturas y armas se apilaban contra la pared oeste; en el lado este, cinco cautivas estaban de rodillas, con la frente apoyada en el suelo.
—Dad a esta muchacha una túnica —dijo el Kan—, y algo para cubrirse la cabeza.
Empujó a Yisugen hacia las mujeres; una de ellas fue a toda prisa a un baúl y extrajo una túnica de seda azul. Su madre la había usado; a Yisugen se le hizo un nudo en la garganta cuando la mujer la vistió y le puso luego un pañuelo en la cabeza.
Temujin fue hasta la cama de Yeke Cheren y se sentó. Habían colocado una mesa cerca; la joven advirtió entonces que la mesa era una tabla de madera atada a la espalda de dos hombres maniatados y en cuatro patas. Los hombres del Kan entraron y se sentaron sobre cojines alrededor de la mesa.
—Ven aquí, Yisugen —la llamó el Kan. Ella se acercó y estaba a punto de sentarse a sus pies cuando él extendió un brazo y la atrajo hacia sí—. A mi lado —agregó.
La joven se sentó, desviando la mirada de la mesa y de los prisioneros que estaban debajo. Las mujeres, en cuyos ojos se reflejaba el terror, pusieron ante los hombres jarros con "kumiss" y fuentes de carne; los hombres que sostenían la tabla gimieron.
—Aún viven —dijo el hombre llamado Borchu—. Ya veremos cuando bailemos sobre sus espaldas.
Los otros se rieron.
El Kan hizo una seña al guardia que estaba en la entrada.
—Hablaré ahora con mi tío y con mi hermano.
Entraron dos hombres; el más viejo se atusó los bigotes mientras el Kan ofrecía a sus guerreros trozos de carne ensartados en su cuchillo.
—Has olvidado los buenos modales, sobrino —dijo el hombre finalmente.
—Y tú olvidaste obedecer —replicó el Kan.
—Mis hombres y yo tuvimos nuestra parte de pérdidas. Ahora Jebe me ha quitado el botín y dice que lo ha hecho porque tú se lo ordenaste. También les quitó el botín a Altan y a Kuchar. He venido a exigirte que nos devuelvas lo que es nuestro.
—¿A exigir? —El Kan entrecerró los ojos—. Nadie me exige nada. Ya oíste mis órdenes. ¿Acaso no dije que nadie debía empezar el saqueo hasta que no acabara la lucha, y que después me ocuparía de que el botín se repartiera equitativamente? Tú desobedeciste Daritai. Tú, Altan y Kuchar debíais perseguir al enemigo en vez de dedicaros al saqueo. Por desobedecerme, no tendréis nada.
Daritai palideció.
—¿Así tratas a tu tío y a tu primo? ¿Le dirás a Altan, el hijo de Khutula Kan, que se quedará sin nada?
—De ese modo mis hombres sabrán que cualquiera que desoiga mis órdenes será castigado. Por desobedecerme, no disfrutaréis del botín. Por atreverte a objetar mis decisiones, ya no tendrás el privilegio de asistir a mis consejos.
—Lamentarás esto, Temujin.
—Ya lo lamento ahora. —Seguía hablando con voz suave, pero la firmeza de su tono hizo temblar a Yisugen—. Y sal de mi vista antes de que también te despoje de tu rango.
Daritai giró sobre sus talones y salió del "ordu". El Kan miró al otro hombre.
—Y tú, Belgutei… tu descuido nos ha costado muchas vidas. Cuando nuestros prisioneros oyeron lo que haríamos con ellos, sintieron que no tenían nada que perder y nos presentaron una feroz resistencia.
—No pensé…
—Era tu obligación pensar, pero en cambio te jactaste ante los cautivos, y muchos hombres murieron a causa de eso. Tampoco asistirás a nuestros consejos. Mantendrás el orden en el campamento mientras nosotros deliberamos, y sólo entrarás cuando haya acabado la reunión. Vete, y agradece que aún conservas la cabeza sobre los hombros.
Belgutei se marchó… Después de comer, beber y festejar, Borchu se puso de pie.
—Es hora de ordeñar las yeguas —dijo—, y hay que apostar la guardia nocturna.
Los demás se levantaron. De pronto, Yisugen deseó que se quedaran.
—Llevaos también esa mesa —dijo el Kan—. Esta noche no bailaré sobre ella.
—Por la mañana ya estarán muertos —dijo otro hombre.
—Entonces ya nos habrán servido bien, y tendrán como recompensa una muerte honrosa.
Los hombres levantaron la tabla de madera y se llevaron a los prisioneros.
—Dejadnos solos —dijo el Kan a las mujeres, que salieron rápidamente de la tienda.
Yisugen estaba sentada muy rígida, temerosa de moverse.
—Ésta era la tienda de tu padre, ¿no es verdad?
—Sí —respondió ella, con un gemido.
—Tal vez te la ceda a ti. —Al ver que ella cerraba los ojos con fuerza Temujin agregó—: No quiero verte triste, Yisugen. Cuando saliste de tu escondite, ¿qué fue lo que te trajo hasta mí? Arriesgaste tu vida para acercarte. En otro momento, las flechas de mis hombres te habrían atravesado el corazón.
Ella no respondió.
—Sé por qué viniste a mí. Fuiste lo bastante lista para saber que, a pesar del riesgo, allí estaba tu mejor posibilidad de seguridad.
—No soy lista ni sabia —dijo la joven con amargura—. Sabía lo que me harían tus soldados si me encontraban. Sólo deseaba dar con algún Noyan que se compadeciera de mí. Si hubiera sabido quién eras, habría disparado mis flechas contra ti.
Él soltó una carcajada.
—Qué niña eres. El miedo te llevó a la montaña y te envió de vuelta aquí, y ahora tu orgullo infantil te impulsa a fingir que podrías haber sido más valiente. —Su mano se cerró en torno a la muñeca de la joven—. Si los tártaros me hubieran derrotado, no habrían tenido ninguna compasión con mi pueblo. Tu gente recibió a mi padre en un banquete, y después envenenó al invitado al que debían honrar.
—Ya tuviste tu venganza —susurró la muchacha.
—No lo hice sólo por vengarme. Muchos que lucharon contra mí son ahora mis servidores, pero el odio entre tu pueblo y el mío era demasiado profundo, y sólo la muerte podía acabar con él. Si hubiera mostrado clemencia permitiendo que mis enemigos siguieran con vida, ese odio habría subsistido y muchos más habrían muerto más tarde.
Cualquier otro hombre no se hubiera molestado en explicarle sus acciones. Ella no vio en sus ojos compasión ni duda, sólo la satisfacción del vencedor.
—Tengri quiere que yo gobierne —continuó Temujin—y que haga un "ulus" en estas tierras.
¿Quién podría oponerse a un hombre que consideraba que su voluntad y la voluntad de Dios eran la misma? Yisugen sintió que las garras de un halcón se hundían en su corazón.
—Puedes aferrarte a tu odio y a tus resentimientos infantiles —dijo él—, o puedes dejarlos de lado. Me es indiferente. Para un hombre hay suficiente placer en estrechar entre sus brazos a la hija de su enemigo sabiendo que ella debe someterse aun cuando esté penando por sus muertos. —Le arrancó el pañuelo de la cabeza y la obligó a ponerse de pie—. Quítate la ropa —le dijo.
Ella comenzó a desvestirse, pero antes de que acabara él le arrancó la túnica. La joven se metió en la cama y se cubrió con la manta. Temujin se desvistió lentamente y se acostó junto a ella.
—No te resistas —le dijo.
Le separó las piernas; sus dedos exploraron la grieta, acariciando su botón y aproximándose a la entrada de su vaina. Tal vez había adivinado su secreto: que por las noches ella solía acariciarse hasta que el placer elevaba su alma; la vergüenza sonrojó sus mejillas. Dejó escapar un gemido y él siguió acariciándola hasta que la joven sintió cada nervio en llamas. Sus caderas se movían, y entonces él estuvo repentinamente encima de ella, penetrándola con su vara. Yisugen gritó de dolor; la promesa de placer se desvaneció y las manos de él le hicieron daño al reclamar una nueva victoria.
Yisugen mantuvo los ojos cerrados. El Kan se tendió a su lado. Durante la noche, él había vuelto a poseerla, obligándola a coger su miembro con la mano hasta que éste creció, acariciándola hasta que ella se estremeció debajo de él, con el cuerpo tan tenso como un arco cuando él finalmente entró en ella.
Era más fácil no pensar, ignorar la voz que hablaba en su interior, olvidar lo que había pasado. Yisugen lo había complacido, y porque lo había hecho tal vez él le concediera lo que ella más deseaba. Eso era todo lo que importaba; debía dejar de lado la vergüenza y el dolor que había sentido al responderle. No podía ayudar a los muertos, pero aún podía salvar a los vivos.
Ella se alejó de él y se sentó; después se cubrió el rostro.
—Te dije que no llotaras.
Yisugen se obligó a llorar.
—Lloro porque tal vez haya perdido a quien más amo. —Hizo una pausa, pensando qué debía decir a continuación—. Tengo una hermana Ilamada Yisui. Tiene un año más que yo y juramos que nunca nos separaríamos. —Las lágrimas de Yisugen fluían ahora con facilidad, y su anhelo amenazaba con invadirla—. Yisui fue dada en matrimonio justo antes de que nuestros hombres partieran a la guerra. Es probable que su esposo haya muerto en el campo de batalla, pero tal vez ella siga con vida. —Se estremeció—. Si hubiera muerto yo lo sabría… estábamos tan unidas que seguramente lo sentiría. Antes de casarse, me prometió que convencería a su esposo para que me tomara como segunda esposa y así volveríamos a estar juntas. ¿Cómo puedo hacer menos por ella, ahora que no tiene quién la proteja?
—Por lo que veo —dijo él—, tus sentimientos hacia tu familia son muy intensos.
—Tú tienes el poder de devolvérmela —dijo Yisugen—, y ella sería para ti una buena esposa. La gente dice que nos parecemos mucho, pero Yisui es más bella que yo, y mucho más sabia. Te amaría si ella volviera a estar conmigo, y también ella te amaría.
La joven esperaba que la alegría del reencuentro atenuase el odio que Yisui podía sentir hacia el Kan.
—Así que quieres que tome otra esposa —dijo—. Si es mayor que tú, debería ocupar un lugar superior al tuyo. ¿Le cederías tu propio lugar?
—Lo haría. —La joven le tomó la mano—. Aceptaría un lugar inferior a cambio de tenerla a mi lado.
Él la atrajo hacia sí.
—Si es como tú, tendré que encontrarla. Mis hombres buscarán entre las prisioneras, aquí y en otros campamentos. Si no la encuentran enviaré hombres a buscarla. Un amor tan grande entre hermanas me conmueve.
—Y te ruego que no mates a cualquiera de mi pueblo que encuentren durante la búsqueda.
Él gruñó.
—Muy bien… también te concederé sus vidas. —Las manos del hombre empezaron a moverse entre los muslos de la muchacha—. Ahora recompénsame por mi generosidad.
73.
Tabudai despertó con un grito. Yisui lo abrazó hasta que dejó de temblar. Otra vez recordaba el combate, las oleadas de jinetes enemigos que no podían ser rechazados.
—Tranquilo —le susurró la joven.
Él la alejó y se aovilló en el lecho, como un niño. Ella recordó con cuánto coraje el hombre había marchado a la guerra, pero la batalla lo había cambiado.
—Soy un cobarde —dijo él.
—No lo eres. Perdimos la batalla y tú tenías que avisarnos. Los hombres suelen retirarse antes de volver a luchar.
No debió decir eso; Tabudai no había pensado en volver a luchar cuando escapó.
—Estoy maldito —masculló—. Admite lo que soy, Yisui. No soporto escucharte repetir esas mentiras.
—No son mentiras.
Habían dicho esas mismas palabras muchas veces durante los días que habían pasado escondidos en las montañas, y todos los esfuerzos de la joven por animarlo sólo habían producido golpes por parte del hombre. Él había sido amable la primera vez que se acostó con la joven, frotando sus labios contra los de ella, calmando sus temores. Tal vez esa amabilidad sólo fuera un indicio de su debilidad.
Yisui salió de la choza que habían improvisado con ramas. El cielo empezaba a aclararse por encima del bosque; le dolía el estómago de hambre. Durante los últimos días, sólo se había alimentado a base de bayas y raíces, y hoy tendría que alejarse más todavía de la choza para encontrar algo. El único caballo que tenían estaba atado en las cercanías; pronto tendrían que abrirle una vena y beber la sangre del animal si Tabudai seguía negándose a cazar. Él no la quería perder de vista, como si temiera que Yisui pudiera abandonarlo.
Un hombre que había escapado le contó el salvaje ataque de los mongoles; él mismo había visto morir a la madre de la joven. El enemigo tampoco había perdonado la vida de su padre y sus hermanos. Y Yisugen…
Su hermana tenía que estar viva. Las almas de ambas estaban muy unidas; si Yisugen había muerto, ella también moriría.
El caballo alzó la cabeza y agitó sus orejas pardas. Yisui sólo oía el gorjeo de los pájaros. Los mongoles pronto revisarían esta región; el día anterior la muchacha había oído un grito distante, que cortaba las palabras a la manera de los mongoles.
Se arrodilló junto al refugio.
—Tabudai —dijo—, debemos ir al norte, hacia los bosques. Allí podremos refugiarnos. —Su esposo no respondió—. Voy al arroyo en busca de agua, y después nos marcharemos de aquí.
Él salió arrastrándose de la choza.
—Qué valiente eres —dijo—. Cómo te aferras a la esperanza de salvar a tu cobarde esposo.
—No soy valiente. Tiemblo de terror cada vez que oigo el chasquido de una ramita. Y tú no eres cobarde. Algunos de nuestros hombres más valerosos huyeron del enemigo. Tabudai, debes…
Él la golpeó en un costado de la cabeza; ella parpadeó y a punto estuvo de perder el equilibrio.
—Tendría que haber dejado que me mataran. Mejor muerto que avergonzado por mi esposa.
—Tú te avergüenzas a ti mismo —susurró ella—. Ahora sólo te tengo a ti, y tú no haces nada. —Se puso de pie y se ajustó el pañuelo que le cubría la cabeza—. Buscaré agua.
Descendió por la ladera y miró hacia atrás; Tabudai la seguía. Ella avanzaba lentamente, atenta a cualquier sonido, hasta que oyó el suave murmullo del agua. El arroyo era diminuto, y muy pronto se secaría por completo.
Cuando se agachó para llenar su cantimplora, a sus oídos llegó un grito. Alguien se acercaba. Tabudai corrió ladera arriba; el ruido que hacía atraería a los enemigos. Ella recogió el agua y corrió tras él. Abajo, un caballo relinchó; la joven pisó el largo faldón de su abrigo y cayó, se levantó y se dirigió a la choza. A través de los árboles, vio que Tabudai desataba el caballo y montaba de un salto. Antes de que pudiera gritarle, el hombre había desaparecido.
Diez jinetes salieron de entre los árboles y le apuntaron con sus arcos.
—¡Piedad! —gritó la joven, ajustándose más el pañuelo para cubrirse el rostro.
—No morirás —le dijo un hombre al tiempo que agitaba un brazo—. Seguid al que escapó —ordenó a los otros.
Cinco jinetes se internaron en el bosque; el hombre que había hablado antes desmontó, se acercó a ella y la puso de pie.
—¿Cómo te llamas?
—Yisui —susurró la muchacha—, hija de Yeke Cheren.
El hombre echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
—El Kan nos recompensará por haberte encontrado.
Ella lo miró atónita.
—¿Tu Kan me busca?
—Sí. —Le retiró el pañuelo del rostro—. Y ahora veo por qué.
—Qué lástima —dijo otro hombre—. Podríamos haber gozado de ella.
Yisui se estremeció. El Kan sólo reclamaría una hija de Yeke Cheren para exaltar su victoria. Ella tendría que soportar al hombre que había acabado con los suyos.
Yisui fue conducida por cinco de los diez guerreros hasta un lugar donde otros jinetes esperaban junto a un grupo de mujeres y niños que habían tomado prisioneros. Uno se adelantó para anticipar al Kan la captura, los demás lo siguieron con los cautivos. Llegaron al campamento de su padre tres días después, y para entonces los otros cinco hombres los habían alcanzado, abandonando la persecución de Tabudai.
Yisui desvió la vista de las cabezas empaladas cerca del campamento por miedo a ver la de su padre. Sus captores la separaron del resto de los prisioneros y la condujeron hasta la tienda de Yeke Cheren. Un guardia los saludó en la entrada.
—Bienvenidos, hermanos —les dijo—. El Kan quedó muy complacido con vuestro hallazgo. Está cazando junto al río. Id a pedir vuestra recompensa y dejad a la mujer aquí.
Yisui desmontó. Otro guardia ascendió los peldaños y habló con los que estaban dentro de la tienda. La joven se alisó el abrigo con mano temblorosa.
—¡Yisui!
Alzó los ojos. En la entrada estaba Yisugen, vestida con la larga túnica y el alto tocado de la esposa de un Noyan. Por un momento, Yisui creyó que entraría para encontrar a su madre junto al fogón y a su padre sentado cerca de la cama.
—Yisugen —susurró, y después subió los peldaños a la carrera para arrojarse entre los brazos de su hermana.
Ambas se abrazaron, llorando de alegría, incapaces de decir palabra. Finalmente Yisugen pidió a las criadas que se marcharan y condujo a Yisui hasta un cojín.
—Rogaba que te encontraran —dijo Yisugen—. Cuando me dijeron que lo habían hecho, creí que el corazón me estallaría.
Yisui se enjugó el rostro. La emoción que sentía por ver a su hermana se atenuó a medida que comprendió por qué Yisugen estaba allí.
—Supliqué al Kan mongol que te buscara —prosiguió Yisugen—, y ahora estás conmigo, tal como me lo prometió.
—¿Le pediste que me buscara?
Yisugen asintió.
—Le dije que te cedería mi lugar, que tú serías mejor esposa para él.
Yisui se enfureció.
—Yo estaba con Tabudai.
—¿Está vivo? —preguntó su hermana, asombrada.
—Escapamos juntos a las montañas. Cuando los mongoles me encontraron, él huyó a caballo. —La joven hizo una mueca—. De modo que ahora pertenezco al asesino de nuestro padre.
—Yisui…
—Me han dicho que fue él quien mató a nuestra madre. La tierra se ha cerrado sobre muchos de nuestro pueblo.
—Estamos juntas —dijo Yisugen—. ¿Qué más podemos esperar excepto vivir como mejor podamos? Los que todavía están vivos nos necesitan para que intercedamos por ellos. Mi única oportunidad de encontrarte era a través de nuestros enemigos, por eso me entregué.
Yisui se sobresaltó.
—¿Te entregaste?
Yisugen le tomó la mano.
—Fue nuestra propia madre quien me dijo que lo hiciera. —Miró hacia otro lado—. Yo estaba oculta en las montañas, y su espíritu vino a mí en sueños. Me dijo que nuestros hombres habían fracasado y que debía buscar seguridad donde pudiera. Me envió aquí… Al principio, cuando me entregué, no sabía que había,encontrado al Kan. —Respiró hondo—. El espíritu de nuestra madre me guió hasta el corazón del enemigo, y no hay nadie con quien podamos estar más seguras. Eres todo lo que me queda. Que el que te hayan traído aquí no sea motivo para que me odies.
—¿Cómo puedo odiarte? Temía por ti tanto como tú por mí. Si debemos pertenecer a este pueblo, mejor ser las mujeres de su Kan que esclavas de algún otro. —Yisui retiró la mano de la de su hermana—. Tu súplica debe de haberlo conmovido. No creí que pudiera haber piedad en un hombre como él.
—No se trata de eso —murmuró Yisugen—. Puede ser amable, pero no sé si siente compasión o amor. Le divertía complacerme y quedarse con las dos. Cuando alguien le sirve con devoción, lo recompensa sin dudarlo. No me gustaría desilusionarlo, Yisui. Si lo hiciera, una sola mirada suya haría desaparecer mi alma.
—¿Ese es el hombre que me hará su mujer? —dijo Yisui.
—Prefiero buscar refugio en el nido del águila a que su sombra se cierna sobre mí. Ahora él es la única protección que tenemos.
Esa noche el Kan volvió a su tienda con varios de sus hombres. Una sola mirada a sus ojos pálidos le confirmó a Yisui que su hermana había dicho la verdad. Se encogió cuando él la observó. Yisugen le había dado una túnica limpia y un tocado, pero los días que había pasado oculta en las montañas seguramente no habían exaltado su hermosura.
—De modo que tú eres la hermana —dijo él—, a quien mi nueva esposa me rogó que encontrara.
Su voz suave la aterró. Sus ojos eran como los de un gato; jugaba con ella, haciéndole saber que su destino estaba en sus manos.
—Tu hermana me ha dicho —prosiguió el hombre—, que te cedería su propio lugar, si es que yo decidía conservarte.
—Ruego que así sea. —Yisui miró a su Yisugen, de rodillas a su lado. Él podía muy bien decidir que se la daría a algún otro, alejándola de su hermana simplemente para demostrar que podía hacerlo.
—Sí, me quedaré contigo. —Temujin sonrió—. Mis hombres se tomaron bastante trabajo para encontrarte.
Fue hacia la cama, mientras ella y Yisugen se ponían de pie. Las mujeres sirvieron comida y bebida a los hombres; Yisui se sentó a la izquierda del Kan, con Yisugen a su lado. Yisugen le susurró por turno el nombre de cada Noyan, señalándoselo, mientras los hombres bebían y conversaban. Yisui recordó la actitud de los guerreros de su padre: cautelosos, precavidos en lo que decían; pero los hombres de este Kan parecían disfrutar de su compañía.
Los hombres habían terminado de comer cuando uno de ellos, llamado Mukhali, se puso de pie.
—Aceptaría durante otro rato tu hospitalidad —dijo—, pero seguramente estarás impaciente por gozar de tu nueva mujer—. Los otros también se despidieron y se marcharon. Cuando las mujeres hubieron retirado la fuente y los jarros, el Kan las despidió.
—Tenía mis dudas —dijo—. Cuando Yisugen me pidió que te buscara no creí que encontrara a otra mujer tan bella.—Su rostro cobró una expresión amable, pero sin embargo parecía una máscara, y sus ojos centelleaban como gemas—. Me ha dicho que te casaste recientemente.
—Sí —respondió Yisui—. Mi esposo huyó cuando tus hombres me encontraron. —La joven hizo un esfuerzo y lo miró a los ojos—. Estuvimos casados tan poco tiempo que creo que seré capaz de olvidarlo —agregó con amargura.
Él sonrió, aparentemente complacido por sus palabras. Yisugen se puso de pie.
—¿Adónde se supone que vas? —le preguntó el Kan.
Yisugen desvió la mirada.
—Sólo creí que preferirías…
El Kan entrecerró los ojos.
—No pienso echarte de mi cama. Te quedarás con nosotros.
Yisugen soltó una exclamación de asombro.
—¿Mientras te acuestas con mi hermana?
—No encuentro otra manera mejor de que demuestres tu devoción hacia ella. Seguramente el hecho de tener cerca a su amada hermana, le facilitará las cosas.
Yisui sintió que las mejillas le ardían. Yisugen estaba ruborizada; sus manos se agitaron con nerviosismo.
—No es adecuado —dijo la muchacha más joven.
—¿Me estás diciendo —preguntó él con suavidad—, que no puedo satisfacer a dos esposas?
—Oh, no… jamás lo diría. —Yisugen se cubrió la boca.
—Entonces, basta de cháchara. Yisui se puso de pie. Su hermana ya había empezado a desvestirse. Lentamente, Yisui se desnudó mientras el Kan las imitaba, después se acostó y se cubrió con la manta. Pronto terminaría todo; entretanto, trataría de no pensar.
74.
El Kan no tardó en trasladarse al oeste, a orillas del lago Buyur, donde sus rebaños pudieron pastar y sus hombres cazar patos y garzas. Los Onggirat, que habían levantado sus tiendas más al norte, no hicieron ningún movimiento contra los mongoles que habían aplastado a sus aliados tártaros, y el Kan no envió guerreros contra el pueblo de su primera esposa.
Para entonces, Yisugen ya tenía su propia tienda, que había pertenecido a otro jefe tártaro, y ésta se alzaba junto a la de Yisui. Cuando las ovejas engordaran, los mongoles organizarían un banquete para celebrar su victoria; hasta entonces, el Kan estaba satisfecho con cazar y descansar con sus dos nuevas esposas. Las hermanas le habían rogado por las vidas de sus primas y otras prisioneras que conocían, y él las había entregado a sus camarada más próximos.
Yisui se negaba a vivir en el pasado. Cada vez sentía menos deseos de cubrirse el rostro y echarse a llorar. Los tártaros que habían sobrevivido serían mongoles ahora. Los niños olvidaban rápidamente a los padres y hermanos que habían perdido; las mujeres hacían para sus nuevos amos los mismos trabajos que habían hecho para los anteriores. Tengri lo había querido así, y había hecho de Temujin su espada.
Ella era afortunada de ser su mujer. Había oído muchas historias acerca de la vida anterior del Kan, acerca de cómo había rescatado a su esposa principal del cautiverio, y de ese modo a la joven le resultaba más sencillo no pensar en el esposo que la había abandonado. Sus hombres siempre decían que él les daba la mayor parte del botín, y ella recordó que su padre siempre había exigido más para sí mismo. Temujin decía a menudo que estaba muy complacido con las dos devotas hermanas, y lo demostraba ocupándose de que no carecieran de nada.
Tal como había dicho Yisugen, él era la única protección que tenían. Yisui se aferraría a ese escudo hasta que todos los fantasmas del pasado fueran derrotados.
Temujin se movió junto a ella. Yisui había echado de menos a su hermana, pues él no había requerido su presencia.
Se inclinó sobre él y lo besó en los labios; luego se retiró.
—¿Qué es eso? —preguntó el Kan.
—Algo que hace mi pueblo. —A él no le gustaría saber que lo había aprendido de Tabudai. Volvió a besarlo, abriendo un poco la boca. —Dicen que lo aprendimos del pueblo de Khitai.
—Entonces tendrías que habérmelo enseñado antes. Me gusta aprender cosas nuevas. —La atrajo hacia sí y cubrió su boca con la de él; aprendía rápidamente.
Ella guió la mano del hombre hacia su grieta. De las cenizas en las que él había convertido a su pueblo, ella y su hermana habían conseguido rescatar de las llamas el vínculo que las unía. El que él las amara a ambas hacía que fuese más fácil amarlo.
Se puso a horcajadas sobre él, montándolo, cabalgándolo hasta que pasaron las oleadas de placer. En la oscuridad, oyó que las esclavas que Temujin le había asignado se movían en sus lechos. Por lo general no entraban en la tienda hasta el amanecer; recordó que ese día habría celebración en el campamento.
Yisui se levantó y se vistió. Una mujer le alcanzó a Yisui un cuenco de caldo, que ésta le llevó al Kan. Temujin le había dado esclavas tártaras de campamentos distantes, personas que ella no conocía, y por eso le resultaba más fácil no sentir lástima por aquellas mujeres.
Temujin terminó el caldo y luego se vistió.
—Hay algo que no me gusta del verano —dijo Yisui—, las noches son demasiado cortas.
Él sonrió mientras se ponía de pie.
—Y si fueran más largas —dijo—, yo aún dormiría menos.
Ella le rodeó la cintura y apoyó la cabeza sobre su amplio pecho. Yisugen todavía le temía, pero Yisui ya había perdido su miedo, segura de su poder sobre él.
El Kan salió de la tienda. Las mujeres se apresuraron a unirse a las otras que preparaban la comida para el banquete. Yisui las siguió, y encontró al Kan junto a los guardias; Borchu se acercó a toda prisa con otro hombre.
—Jetei ha venido desde el campamento de tu madre —dijo Borchu—. Tiene noticias de tu hijo Tolui.
Yisui se aproximó a los hombres.
—¿Qué noticias traes? —preguntó el Kan.
—Buenas nuevas —dijoJetei—, aunque bien podrían haber sido malas. Bortai Khatun envió a Tolui a pasar una temporada con su abuela, y yo fui uno de los que lo acompañó. Un vagabundo llegó al "yurt" de tu madre mientras ella conversaba con Altani, la esposa de Boroghul. El extraño le pidió comida, y Hoelun Khatun lo hizo pasar hasta el fogón. Tu hijo entró en la tienda, y entonces el hombre lo apresó y le puso un cuchillo en el cuello, diciendo que era Khargil-shira y que el niño pagaría por lo que su padre le había hecho a los tártaros.
Varios guardias soltaron maldiciones. Temujin tenía una expresión tensa; Yisui vio la furia en su mirada.
—Continúa —dijo el Kan.
—Khargil-shira sacó a Tolui del "yurt". Altani y la Khatun corrieron tras él. Tu madre gritó pidiendo ayuda, y Altani aferró al hombre de la coleta y consiguió arrancarle el cuchillo de la mano. Jelme y yo estábamos fuera del círculo descuartizando un carnero, y cuando oímos los gritos corrimos a auxiliarlas. Cuando dimos cuenta del hombre, Altani ya le había convertido el rostro en jirones, con sus uñas.
—Tú y Jelme seréis recompensados —dijo Temujin—, y Altani también tendrá su premio. —Hizo una pausa—. Podría haber perdido a mi hijo. Los cautivos aquí pagarán por esto. He demostrado demasiada clemencia. Todos los niños tártaros que estén en nuestro poder, incluidos los bebés, morirán.
—¡No! —gritó Yisui—. ¡No puedes ser tan cruel! No merecen…
Los ojos del Kan se clavaron en la muchacha, cuyo rostro palideció.
—He sido demasiado complaciente con mi nueva esposa. Parece que ahora desea decir sus últimas palabras. —Su voz suave era tan cortante como un cuchillo—. Todavía no sabe cuál es su lugar. Tal vez debería haber dejado que la mataran en el bosque donde la encontraron.
Los hombres la miraron en silencio. Las mujeres, atareadas junto a los fuegos, más allá de las tiendas, también guardaron silencio mientras sostenían los corderos que habían llevado para el banquete.
—¿Doy la orden? —preguntó finalmente Borchu.
Yisui se arrodilló y extendió las manos.
—Ruego a mi esposo que antes tenga a bien escucharme.
—Todo lo que quieres es que sea compasivo. —El Kan hizo una mueca de desprecio—. La compasión de mi madre por un desconocido casi le cuesta la vida a mi hijo.
—No pido compasión —dijo ella, luchando por expresarse—. Sólo… —Los hombres sacudían la cabeza; Yisui se interrumpió —. Tienes muchos niños cautivos. Dentro de unos años serán tus soldados. Si los matas ahora, perderás a todos esos servidores futuros. ¿Acaso el halcón ataca a su cría?
—Si dices una sola palabra más, mujer —dijo él suavemente—, te convertirás en una mancha de sangre sobre la tierra, y tu hermana te abrazará en la tumba. No conservaré a una esposa que me recuerda tanto a los que ahora más me disgustan.
La joven oyó un grito. De repente, su hermana apareció junto a ella; Yisugen se arrodilló y abrazó a Yisui. El Kan sonrió sin alegría al verlas. Disfrutaba recordándoles cuán fácilmente podía poner fin a sus vidas. La muchacha sintió como si ya tuviera su espada en la garganta.
—El Kan debe hacer lo que desee —dijo Yisugen con un hilo de voz después apoyó la frente en el suelo.
—Nunca olvidéis —dijo Temujin—, que vuestras vidas están en mis manos. —Miró a los hombres que lo rodeaban—. Tal vez haya algo cierto en lo que dijo esta criatura desdichada. Cuando esos niños sean hombres podré formar un ejército con ellos. Por eso, y sólo porque me complace la idea, dejaré que vivan.
Los hombres parecieron aliviados. Posiblemente hubieran lamentado cumplir una orden tal cruel, pero Yisui sabía que habrían obedecido sin vacilar.
—Estoy agradecida —susurró la mujer.
—No es por ti que me muestro compasivo. Levántate, Yisui.
Las piernas le temblaron al ponerse en pie; él la arrastró hacia la tienda, alejándola de todos.
—Lo siento —dijo Yisui.
—Nunca me hables de ese modo delante de mis hombres. Cuando doy una orden, tú no debes protestar. —Bajó la voz—. Cuando doy una orden, debe ser obedecida de inmediato. Te perdonaré esta vez, pero no vuelvas a poner a prueba mi paciencia. Sólo te permitiré esta equivocación. —Le rodeó el cuello con las manos; ella pensó cuán fácilmente podría quebrárselo—. Prepárate para el banquete.
El Kan estaba sentado entre Yisui y Yisugen, compartiendo el banquete a la sombra de un pabellón. Sus generales de mayor confianza estaban sentados en fila, a su derecha. A la izquierda de Yisui, las cautivas que habían sido entregadas a aquellos parloteaban entre sí mientras otras les servían "kumiss".
Yisui miró a su hermana. La expresión de Yisugen era grave; se estremeció al pensar lo cerca que ambas habían estado del desastre. Yisugen estaba a merced del Kan y como ella, pagaría por cualquier error que la otra cometiese; ésa era la verdadera posición que ocupaban, aun cuando él las cubriera de presentes y palabras amables. El Kan le ofreció un pedazo de carne con su cuchillo. Ya la había perdonado, pero su piedad parecía tan fría como el filo de su espada.
"Muy bien —pensó la joven—; no volveré a decepcionarlo".
Un grupo de guerreros avanzaba en dirección al Kan, seguido de un hombre con la cabeza gacha. Yisui estaba por alzar su copa cuando el hombre levantó la cabeza.
"Es Tabudai", se dijo la joven. Contuvo la respiración, sintiendo que la sangre abandonaba su rostro. Él la había visto. La mano de Yisui tembló al aferrar la copa; se obligó a mirar hacia otro lado.
—Estás pálida —le dijo Temujin.
—No es nada. —Su mano temblaba tanto que derramó el "kumiss".
—Te oigo suspirar, Yisui. ¿Acaso te perturba algo?
A ella se le hizo un nudo en la garganta. El rostro de Tabudai se hizo borroso; la joven temió desmayarse.
—Has visto algo. —Temujin miró hacia los hombres que se aproximaban y se puso de pie de un salto—. ¡Borchu! iMukhali! —Los dos Noyan se pusieron de pie y se acercaron rápidamente—. Alguien ha asustado a mi Yisui. Que cada hombre permanezca con los de su propio clan.
Los dos se marcharon a transmitir la orden. Tabudai se detuvo y miró fijamente al Kan. Yisui miró a su hermana; los ojos de Yisugen estaban desorbitados de temor. Los hombres se separaron por grupos; Tabudai estaba cada vez más cerca.
¿Por qué estaba allí? Ella lo sabía muy bien. Finalmente Tabudai se había armado de valor.
Temujin caminó hacia el hombre y se detuvo a pocos pasos de él.
—Has venido solo —dijo el Kan—. ¿Dónde está tu clan?
—No tengo clan —replicó Tabudai—. Por tu culpa ya no existe.
Borchu y Mukhali avanzaron hacia él, empuñando las espadas.
—¿Quién eres? —le preguntó Temujin.
—Soy Tabudai, hijo de Ghunan. A tus hombres les costó muchas vidas tomar la de él. Soy el esposo de Yisui, hija de Yeke Cheren. Vine a este campamento porque quería ver a aquellos que nos atacaron, y porque me apetecía un poco de su comida. Hay tantos hombres aquí que supuse que nadie repararía en un soldado solitario. —Tabudai miró a Yisui—. Cuando advertí la presencia de mi esposa, sólo quise volver a ver su rostro una vez más, y recordar lo felices que fuimos durante tan poco tiempo. Por lo que veo le va muy bien.
Él había deseado que ella lo viera, que supiera que se había atrevido a entrar en el campamento de sus enemigos. Ahora ya no podía causar ningún daño; seguramente Temujin no le quitaría la vida.
—No —dijo el Kan—. No creo que hayas venido simplemente a compartir el banquete. Has venido a espiar y a ver qué podías robar. Pretendías volver con otros y atacarnos.
—Estoy solo —dijo Tabudai—, y no soy un espía.
—Eres un enemigo. He ordenado que todos los varones tártaros más altos que la rueda de un carro murieran, y tú excedes con mucho esa altura. —El Kan hizo un gesto enérgico con el brazo—. ¡Cortadle la cabeza!
Yisui se aferró a su vestido. Temujin la miró; ella no se atrevió a hablar. Tabudai se quitó el sombrero y se arrodilló, exponiendo el cuello.
Primero descendió sobre él la espada de Borchu; luego, la de Mukhali. El cuerpo cayó lentamente hacia adelante, chorreando sangre; la cabeza rodó hasta los pies del Kan.
Yisugen esperaba que su hermana llorara, gritara, se marchara corriendo pero Yisui permaneció sentada, pálida pero conservando la compostura. No dijo nada mientras se llevaban la cabeza y el cuerpo de Tabudai. Cuando Temujin volvió a sentarse con ellas, Yisui aceptó los pedazos de carne que él le ofrecía, engullendo hasta que la sangre de la carne le manchó la boca. Sirvieron más "kumiss", y Yisui bebió hasta que tuvo el rostro sonrojado. Cuando el Kan se incorporó para bailar con sus hombres, Yisui dio palmadas y chilló, con una risa aguda y enloquecida.
Yisugen estaba profundamente impresionada. El fragor de la fiesta la rodeaba como un remolino, hiriendo sus oídos. No se atrevió a marcharse hasta la noche, cuando otros empezaron a tambalearse hasta los caballos a los "yurts" más cercanos. Para entonces, Yisui estaba tan borracha que Yisugen tuvo que ayudarla a ponerse de pie y llevarla hasta unos arbustos donde ambas pudieran aliviarse.
Luego fueron a la tienda de Yisui. Yisugen la ayudó a acostarse y después se sentó a su lado.
—¿Quieres que me quede? —preguntó.
Yisui no respondió. Yisugen hundió el rostro en el hombro de su hermana y lloró.
—Basta —dijo Yisui en tono inexpresivo—. El Kan no querría verte llorar.
—¡No me importa! —Yisugen tosió y se enjugó las lágrimas—. Yo te traje aquí. ¿Cómo podrás perdonarme?
—Basta, Yisugen. Si te ve en este estado, nos castigará a las dos.
Yisugen se retorció las manos. Su hermana estaba en lo cierto. Tenían que olvidar esa muerte, del mismo modo que habían hecho con tantas otras cosas.
Se puso de pie y caminó por la tienda. Yisui se sentó en la cama, mirando fijamente las llamas del fogón. Yisugen alimentó el fuego, temerosa de volver a su propia tienda. El Kan podía requerir sus favores, y la joven no quería estar a solas con él.
Esperó junto al fogón hasta que los alaridos de los borrachos le dijeron que el Kan estaba fuera. Los peldaños crujieron; él gritó algo a los centinelas nocturnos y después entró.
Pasó junto a Yisugen sin dedicarle una mirada y fue hacia la cama.
—Te comportaste bien, Yisui —dijo—. Ni ruegos de piedad ni protestas ante mi orden. Se sentó—. Él tendría que haber sabido que yo jamás lo dejaría con vida.
Yisui alzó la cabeza.
—No lloraré por él —dijo—. Quería morir. Tuvo valor suficiente para venir aquí y debe de haberle complacido morir valerosamente ante mis ojos.
—Ahora que él está muerto gozaré más de ti —dijo Temujin.
—Él eligió su muerte —dijo Yisui—. Siempre lo recordaré como a un hombre que se atrevió a enfrentarse a ti.
El Kan sacudió la cabeza.
—No lo recordarás de ninguna manera.
—Por supuesto, esposo. Debo obedecerte.
Yisugen se puso de pie y se dirigió hacia la entrada.
—Tú te quedarás con nosotros —gritó el hombre.
La joven fue hacia la cama y se desvistió mientras el Kan ayudaba a Yisui a quitarse la ropa. Yisugen se metió en la cama y se acurrucó del lado derecho; deseaba estar tan lejos de Temujin como fuera posible.
75.
—Paz —dijo Jamukha.
Altan y Khuchar desmontaron y entregaron las riendas a uno de sus hombres. Habían pedido reunirse con Jamukha allí, en esa zona desértica situada más allá del monte Chegcher.
—Nilkha está dentro —dijo Jamukha mientras conducía a los dos jefes hasta un pequeño "yurt".
Fuera había dos hombres suyos y dos de Nilkha afilando sus cuchillos. Nilkha se había mostrado furioso y había maldecido una y otra vez a su padre Toghril y a Temujin. Jamukha no tenía mucha fe en Nilkha, como así tampoco en Khuchar o Altan, pero eran armas que podrían serle útiles. El hijo de Khutuka y el primo de Temujin habían enviado un mensajero a Jamukha, en secreto; había sido sencillo convencer a Nilkha de que también él debía participar de la reunión.
Entraron en la tienda. Nilkha estaba sentado junto al fogón, con expresión de mal humor en su rostro demacrado.
—Te saludo, Senggum —le dijo Khuchar.
—Te saludo —masculló Nilkha—. De modo que os habéis cansado del que convertisteis en Kan.
—Tenemos razones para estar arrepentidos —dijo Altan.
—Combatimos a su lado —dijo Khuchar al tiempo que tomaba asiento— y a pesar de las bajas que sufrimos nos quitó el botín. —Aceptó el jarro que Nilkha le ofrecía—. Daritai hubiera venido con nosotros, pero temía que Temujin sospechara.
—He oído —dijoJamukha—que Daritai todavia está excluido de los consejos de Temujin.
—Sí —dijo Khuchar, bebiendo un sorbo de "kumiss".
—Bien —dijo Altan—, accedimos a venir aquí y estamos dispuestos a actuar. Combatiremos a tu lado, Senggum, y con nuestro viejo camarada Jamukha, pero ¿se unirá el Ong-Kan a nosotros?
Nilkha se atusó los bigotes.
—No lo creo —respondió.
Jamukha se inclinó hacia adelante.
—Tú puedes persuadirlo —murmuró—. Debes hacerlo. Temujin reclamará el trono Kereit en cuanto tu padre haya volado al cielo… y tal vez ni siquiera espere tanto. Simplemente dile que Gengis Kan se prepara para apoderarse de su trono.
—Tal vez sea así —dijo Altan—. Temujin montó en cólera cuando sus ofrecimientos de matrimonio fueron rechazados. Muchos le oyeron decir que quien no se sometiera a él merecía la muerte.
Jamukha estaba seguro de que el Senggum conseguiría que el viejo se decidiese a actuar. Era fácil despertar las sospechas de Toghril, especialmente si lo que estaba en juego era su trono.
—En cuanto lo hayas convencido nos lo harás saber —dijo Khuchar—, y debes darte prisa. Cuanto más esperemos, tanto más tiempo tendrá Temujin para descubrir nuestro plan.
Jamukha levantó una pierna. Una única victoria sobre Temujin bastaría; no quería que los Kereit fueran avasallados. Él sólo se beneficiaría si ambas partes quedaban debilitadas; los hombres que eligieran desertar de las filas de los mongoles o de los Kereit tendrían que unirse a Jamukha, quien encontraría la manera de sacar provecho de la batalla.
76.
Hoelun y su esposo esperaban fuera de la tienda. Esa mañana un jinete había llegado al campamento de Munglik para avisarles que Temujin pasaría esa noche allí. Más allá del círculo de la mujer, el Kan y los diez hombres que lo acompañaban estaban pasando entre las dos hogueras; sus caballos de recambio iban muy cargados. Presentes, pensó, dudando de que fueran para ella. Temujin solía enviar a otros con regalos, pues prefería honrar a su madre guardando las distancias.
El Kan dejó los caballos a cargo de sus hombres y se acercó a Hoelun. Los contratiempos no parecían haberlo marcado: el rostro oscuro todavía era bello, y se movía con la gracia de un hombre joven.
—Te saludo, madre. —La abrazó y después estrechó las manos de su esposo—. Me alegra verte, Munglik-echige.
Hoelun los siguió al interior de la gran tienda. Cuando su hijo se hubo sentado en el lugar de honor, con Munglik a su derecha y Shigi Khutukhu a sus pies, sus hombres ya habían llegado. Las criadas sirvieron cuajada y carne de caza; Hoelun esparció algunas gotas de "kumiss" y fue junto a Temujin para sentarse a su izquierda. Una barba rala había empezado a crecer en el mentón de su hijo, pero Hoelun no vio canas en ella.
—Lamento la pérdida que has tenido recientemente —dijo ella. Jeren, una de las esposas de Temujin, había muerto un mes atrás.
—Lo he lamentado, pero estuvo enferma bastante tiempo. Bortai y Khadagan cuidarán de la hija que tuve con ella, pero Alakha es demasiado pequeña para saber que su madre nos ha abandonado. —Cogió un jarro mientras una criada le servía una fuente de carne—. Pero la pena no debe impedirme que me ocupe de las alegrías del futuro. Yisui está embarazada, y Khojin será prometida después de todo.
Hoelun enarcó las cejas.
—¿Tan pronto le has encontrado otro esposo?
—El mismo esposo, madre. Nilkha mandó un mensajero a decirme que ahora está dispuesta a prometer a su hijo con ellas y a entregar su hija a Jochi. Alega que fue la juventud de su hijo y de su hija lo que le impidió dar su consentimiento antes.
—Lo encuentro sorprendente, después de lo que el Senggum te dijo.
—Bortai opinó lo mismo —dijo Temujin—, pero Toghril debe de haber visto finalmente lo ventajoso que era para todos que esas uniones se consumaran y debe de haber convencido a su hijo. Ahora me dirijo al campamento de Nilkha. Me ha invitado a un banquete para celebrar los compromisos.
Hoelun miró a su esposo. Hasta Munglik, habitualmente tan plácido, fruncía el entrecejo.
—Hijo mío —dijo el hombre—, me parece sospechoso que después de desdeñarte y ofenderte con insultos hayan accedido repentinamente. Me resulta difícil de aceptar.
Temujin se puso tenso.
—Quiero estas bodas —dijo entre dientes—. Me ligarán más estrechamente al Kan Kereit.
—Debes hacer lo que desees —dijo Hoelun con voz cansada.
Si su hijo no había escuchado a Bortai, era poco probable que ahora prestara oídos a su propio consejo.
—Supongo que mi hijastro te ha dicho que los augurios eran favorables.
—Teb-Tenggeri ha estado en la montaña comunicándose con los espíritus. No creí que fuese necesario consultar los huesos por esto, ya que la aceptación de Nilkha era lo único que deseaba.
Munglik se inclinó hacia adelante.
—Temujin —dijo—, si hubieras consultado a mi hijo, creo que él te habría dicho que debías ser cauteloso. El Senggum debe saber que tú deseas mucho estas bodas. ¿Qué mejor manera de atraerte a una trampa que fingir que las acepta?
Temujin sonrió irónicamente.
—Nilkha es débil. No se atrevería.
—Podría atreverse —dijo Munglik—, si otro lo convence. Temujin, te he servido fielmente desde que fuiste lo bastante generoso para darme a tu madre como esposa. ¿Acaso no he dicho en los consejos que obedeceré cualquier orden tuya? ¿He hablado alguna vez en contra de lo que has decidido?
—No —respondió Temujin.
—Quieren tenderte una trampa —continuó Munglik—. Estoy seguro.
Temujin lo miró con ceño.
—¿Qué quieres que haga?
—Dile a Nilkha que no puedes ir.
—¿Yperder lo que deseo? ¿Qué excusa le daré?
—Que es primavera —respondió Munglik—, que tus caballos están demasiado flacos y necesitas engordarlos. Si el Senggum es sincero, te preguntará si puede ir a tu campamento para celebrar los compromisos y no perderás nada. Si no lo hace, sabrás lo que pretendía.
Temujin miró a sus hombres.
—¿Qué opináis de esto?
Kiratai alzó la cabeza.
—Que tal vez tu padrastro tiene razón —dijo—. Los Kereit ya han sido poco leales antes.
Temujin comió en silencio. Hoelun hizo un gesto de asentimiento a su esposo; hacía falta coraje para hablarle al Kan como Munglik lo había hecho.
—El Ong-Kan me debe su trono —dijo finalmente Temujin—. Nilkha aun estaría escondido si yo no hubiera echado a los Naiman de sus tierras. —Apoyó las manos en las rodillas—. Kiratai, tú y Bughatai iréis a ver al Senggum, y le diréis que debo engordar mis caballos. Partid al alba, y llevad los regalos con vosotros. Celebrad con él, pero volved rápidamente si no dice nada de venir a celebrar conmigo. Nosotros volveremos al campamento. —Miró a Munglik—. Si no estabas en lo cierto, Munglik-echige mi ira caerá sobre ti.
—Cuando hablé era consciente de ello —dijo Munglik.
—Por eso te creo.
—En otro tiempo mi hijo aceptaba que le diesen consejos —dijo Hoelun muy suavemente dirigiéndose al Kan—, pero, por supuesto, rara vez te equivocas.
—Madre, si tuviera que escuchar los consejos de todo el mundo, nunca decidiría nada. Es mejor que los otros se lo piensen muy bien antes de ofrecerme consejo.
—Sí, pero no hagas que teman darte su opinión cuando ésta puede ser necesaria —dijo Hoelun, y se puso de pie para retirar las fuentes.
Los hombres bebieron durante un rato, después echaron suertes para ver quién sería el primero en montar guardia. Dos salieron de la tienda mientras los demás extendían sus mantas.
—Puedes usar mi cama, Temujin —dijo Shigi Khutukhu.
Temujin sonrió.
—Muy bien.
Hoelun siguió a su hijo hasta la cama del niño. Temujin se negó a que le ayudase a quitarse el abrigo.
—No soy un niño —le dijo.
—Complace a tu vieja madre. —Se sentía cansada, como solía ocurrirle ahora al final del día. Sintió un dolor débil debajo de las costillas cuando se arrodilló para quitarle las botas; lo arropó con la manta, ignorando sus gruñidos—. Tengo que pedirte un favor, Temujin. —Él soltó otro gruñido—. Quiero marcharme contigo mañana.
—Entonces tendré que demorarme mientras preparas un carro.
—No necesito carro. Iré a caballo; me hará bien un poco de ejercicio.
—¿Me dejarás sin esposa? —dijo Munglik desde la cama—. Esta tienda estará vacía sin ti.
Era típico de él decir eso, en vez de hablar de que las ovejas pronto parirían, o de que había mucha costura por hacer.
—No estaré fuera por mucho tiempo —dijo ella. Se puso de pie y miró a su hijo—. Quiero visitar a Bortai y a mis nietos. Podrías hacer que nos reuniéramos con más frecuencia. A tu madre tal vez no le queden muchos años más para gozar de su compañía.
Temujin sacó una mano de debajo de la manta e hizo el signo contra la mala suerte.
—No hables de esas cosas. Eres fuerte. —Tiempo atrás le habría dicho que no parecía más vieja que Bortai, pero eso ya no era cierto—. Estoy demasiado cansado para discutir contigo. Si tu esposo te deja venir, te llevaré.
—Puede ir —musitó Munglik.
Hoelun fue a la cama, se quitó la túnica y las botas, y se acostó junto a su esposo. La abrazó; su amor por ella era un fuego nocturno que le daba calor.
—Primero me dices que me casaré —protestó Jochi—, y ahora me dices que tal vez deba esperar.
Bortai miró a su hijo con ceño. El joven había estado fuera con los potros y esa noche había vuelto al "ordu". Apenas había saludado a su abuela antes de empezar a molestar a Temujin con su compromiso.
—Te casarás —dijo Temujin—, con la hija del Senggum o con alguna.
—Piensa que su hija es demasiado buena para mí. —Jochi engulló un pedazo de carne—. Si alguna vez está en mi tienda, una buena paliza le mostrará a esa muchacha cuál es su lugar.
Chagadai miró a su hermano mayor.
—El Kereit accedió a prometer su hija al hijo mayor del Kan, de modo que tal vez quiso decir que yo…
El Kan les lanzó una mirada furiosa y alzó una mano. Bortai bebió un sorbo de su copa. Jochi tenía diecinueve años; se parecía mucho a Chilger, con la misma estructura maciza y de huesos grandes, los mismos ojos oscuros y pequeños y una boca que, cuando se irritaba, tenía el mismo gesto de disgusto que la de su captor Merkit. En ese momento miraba fijamente a Yisui y Yisugen, que estaban sentadas a la izquierda de Khadagan. Jochi miraba demasiado a las hermanas siempre que estaba cerca de ellas; en efecto, hacía tiempo que debía haberse casado.
—Me ocuparé de que todos mis hijos tengan esposas dignas de ellos — dijo Temujin.
Ogedei le sonrió a su padre.
—Entonces tendrás que buscarme una como mi madre —dijo.
Hoelun-eke murmuró algunas palabras a su hijo; Bortai la había sentado a la izquierda de Temujin. La edad había caído súbitamente sobre Hoelun; tenía el rostro agrietado y surcado de finas arrugas. Sólo sus ojos seguían siendo los mismos.
Temujin ofreció carne a sus esposas; luego a Khojin. La niña tenía los mismos ojos de su padre y la mirada feroz de Tolui; en ella había muy poco de su madre Doghon.
—Yo no quiero casarme —dijo Khojin.
Khadagan soltó una carcajada.
—Algún día tendrás que hacerlo. De todos modos, esto sólo sería un compromiso… no irías al campamento de tu esposo hasta dentro de varios años.
—Tu tía Temulun solía decir que no quería casarse —intervino Hoelun—, y ahora es feliz con su esposo.
Khojin se acercó a Khadagan. Si los enviados del Kan volvian sin el Senggum, él sabría que el hijo del Ong-Kan pretendía atacarlo. Bortai se daba cuenta de que en ese caso Temujin actuaría de inmediato. Pensó con amargura en las veces que le había dicho que desconfiara de Toghril.
Hoelun apoyó la cabeza en el hombro de su hijo.
—Volverás a visitarnos cuando Jochi se case —dijo Temujin.
—Estaré aquí para recibir a la novia. —Hoelun se dirigió a su nieto mayor—. Ocúpate de ser para ella tan buen esposo como lo ha sido el mío para mí.
Bortai se preguntó si Hoelun-eke estaría pensando en Munglik o en Yesugei. Un hombre gritó fuera de la tienda; un centinela le respondió. Bortai fue hacia la entrada, pensando que tal vez Kiratai y Bughatai habían regresado.
Jurchedei gritó su nombre; Bortai le dijo que entrara. El jefe Uruggud entró, seguido de dos desconocidos cuyas ropas estaban cubiertas de barro.
—Te saludo, Temujin —dijo Jurchedei apresuradamente—. Estos dos pastores han venido desde el campamento de Sheren, hijo de Altan, y ruegan hablar contigo. —Los dos extraños se arrodillaron y apoyaron la frente en el suelo—. Dicen que es urgente, y no hablarán con ningún otro.
—Levantaos —dijo Temujin a los dos hombres.
—Koko Mongke Tengri todavía protege a nuestro Kan —dijo el más viejo, casi sin aliento—. Yo soy Badai, y éste es Kishlik. Servimos como criados en el campamento de Sheren. Él te hizo un juramento, de modo que nos pareció nuestro deber hacia él y hacia ti.
Temujin agitó una mano, impaciente.
—El mensaje.
—Los Kereit celebraron un "kuriltai" —dijo Badai—. Querían mantenerlo en secreto, pero yo estaba fuera de la tienda de Sheren cuando él entró y se lo contó a su esposa. Oí que decía que la trampa del Senggum no había conseguido cerrarse sobre su presa, pero que ya habían tendido otra trampa. Planean venir aquí al alba, rodear el campamento y atacar.
Jurchedei soltó una maldición. El Kan se puso lentamente de pie.
—Mis enviados deben de ser prisioneros de Nilkha, tal vez les haya ocurrido algo peor. Y yo habría muerto a manos del Senggum de no ser por Munglik-echige.
—Si Sheren estaba en ese "kuriltai" —masculló Jurchedei—, también Altan debe de haber tomado parte en él, y sospecho que Khuchar no estaría lejos.
—Los Kereit vienen por ti, mi Kan —dijo Kishlik—. Te ruego que te pongas a salvo.
—Nilkha no actuaría sin el consentimiento de su padre —dijo Temujin en voz baja—. Ojalá viva para ver los miembros de Toghril separados de su cuerpo y sus huesos esparcidos a los cuatro vientos. Jurchedei, alerta al campamento y envía mensajeros a los más próximos. Todos los hombres deben estar listos para avanzar hacia el este conmigo. Dejad todo excepto lo que necesitamos para luchar.
Los tres hombres salieron a toda prisa de la tienda. Los hijos de Bortai recogieron sus armas.
—Yo iré contigo, padre —dijo Tolui.
—No. Quédate con tu madre. —Miró fijamente a Bortai—. Te confío a ti mi madre, mis esposas y mis hijos más pequeños. Salvaos como podáis
Se dirigió apresuradamente a la entrada y desapareció.
77.
Más allá del lago Buyur, cerca del lugar llamado Sauces Rojos, donde algunos árboles crecían en la tierra arenosa, los Kereit avistaron la retaguardia de los mongoles. Cuando cayó la noche, éstos se dispusieron en formación de combate y los guerreros Kereit supieron que el enemigo había decidido luchar. El sol se había puesto cuando Jamukha se abrió paso entre las líneas para consultar con Toghril y sus generales.
Desmontó cerca de una hoguera; el Ong-Kan le indicó que se acercara.
—Nuestro enemigo espera —dijo Jamukha—. ¿Cómo usaremos nuestras fuerzas? Los hombres aguardan tus órdenes.
—Estoy pensando —dijo el Ong-Kan—, que tal vez tú deberías conducir el ejército, Hermano Menor. Sabes más que yo de su manera de luchar.
Los otros generales miraron a Jamukha. Éste sabía lo que estaban pensando; que su Kan se sentía tan débil que estaba dispuesto a dar el mando a alguien que ya había sido derrotado por Temujin. Le obedecerían, pero con desconfianza, y si perdían la batalla, toda la culpa sería de Jamukha.
—No puedo aceptar ese honor —dijo Jamukha—. Mi espada es tuya, Toghril-echige, pero tú y tus Noyan deben comandarnos.
Finalmente, dejó a los Kereit y volvió con sus hombres. Fuera cual fuere el resultado, algunos de los hombres del Ong-Kan dejarían de lado su lealtad y buscarían un líder más fuerte. Si las pérdidas de Temujin eran importantes, algunos de sus seguidores tal vez lo abandonaran y acudieran a Jamukha.
Cuando llegó a su cuartel general, Jamukha ya había tomado una decision. Llamó aparte a los cinco hombres en los que más confiaba.
—El Ong-Kan fracasará —murmuró—. Me pidió que le enumerara las fuerzas de Temujin e intentó darme el mando de sus ejércitos. En su corazón, ya ha perdido esta batalla.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó uno de los hombres.
—Si el Ong-Kan se debilita más, será fácil hacerlo a un lado y usar a Nilkha durante el tiempo que lo necesitemos. Las fuerzas de Temujin son tan inferiores en número que aún puede ser derrotado, a menos que se le ofrezca alguna ayuda.
Los cinco hombres fruncieron el entrecejo.
—¿Piensas ayudarlo? —preguntó Ogin.
—Debe saber que estoy aquí… ya habrá visto mi estandarte. Que crea que no he olvidado nuestro viejo vínculo. Dicen que Temujin es capaz de perdonar a un viejo amigo si lo ayuda en momentos de necesidad. Si ahora me gano su gratitud, es posible que después encuentre la manera de utilizarlo para mis fines.
—Es posible —dijo otro hombre.
Ogin asintió.
—Dime el mensaje que quieres que le transmita.
78.
Khojin estaba sentada en la ladera, mirando las hierbas altas más allá del bosque. Tolui y los otros muchachos vigilaban los caballos que pastaban más abajo. Siempre había al menos dos guardias, listos para avisar en cuanto se aproximara alguien.
Bortai-eke había ordenado a todo el campamento que se dispersara. Casi todos habían ido hacia el norte, en dirección al Onon, pero la Khatun había conducido a otro grupo hacia el este, a través de una extensión de desierto, y después más allá de los pantanos salados del lago Buyur. Las huellas del ejército conducían al Khalkha; finalmente la Khatun se había desviado y se había dirigido hacia el noreste. Quienes habían seguido a Bortai habían acampado a orillas de un río, esperando noticias de sus soldados y atentos a cualquier signo de persecución. La Khatun había seguido adelante con la abuela de Khojin, las otras esposas del Kan y sus hijos menores, y los cinco muchachos que eran los únicos sirvientes que les quedaban.
La cabalgata había sido dura, pues habían cruzado áridas estepas. Ahora se encontraban en una cadena de montañas que se perdían hacia el oeste desde la distante cordillera Khingan.
Khojin se puso de pie y cruzó el bosque hasta llegar al río, donde llenó el cubo de Bortai-eke. Después ascendió la ladera hasta los refugios. En una zanja, ardía un pequeño fuego y de un trípode que Khadagan-eke había hecho con ramas verdes pendía un caldero sobre las llamas.
Yisui alimentaba la hoguera con agujas de pino y ramas secas. Las demás iban a buscar alimentos, pero Bortai-eke dejaba a Yisui al cuidado del fuego, haciendo hilo con tendones de antílope y vigilando a Alkaha mientras todas las demás hacían otras cosas. Yisui estaba embarazada, aunque todavía no se le notaba, y Bortai quería que la joven descansara.
—¿Dónde está Alakha? —preguntó Khojin, dejando el cubo.
—Con los demás. Se la ve inquieta. Bortai espera cansarla para que más tarde duerma. —Khojin se sentó—. No debes tener miedo —prosiguió Yisui—. No tienes miedo, ¿verdad? Ni siquiera tu padre se dedica a matar niñas, y dudo de que sus enemigos lo hagan.
Yisui, pensó Khojin, parecía diferente cuando hablaban sin la compañía de otras personas. Sólo había estado a solas unas cuantas veces con la joven esposa de su padre, y se sentía incómoda en su presencia.
—Me escondí de tu padre en un bosque como éste —continuó Yisui.
Ya se lo había contado antes. "Mi pueblo vivió antes en estas tierras —le había dicho a Khojin—; tu padre mató a todos los hombres. Sus guerreros me encontraron, y él me hizo su esposa". Yisui siempre decía esas cosas con una sonrisa extraña y ojos tan duros y negros como piedras "kara".
—Tu padre mató a mi primer esposo —dijo Yisui.
—Lo sé.
Ordenó a sus hombres que le cortaran la cabeza delante de mí y de Yisugen, en el transcurso del banquete en que celebraba su victoria.
—Era un enemigo —dijo Khojin.
—Oh sí. Él tenía que exterminar a mi pueblo. Después de todo, si no lo hubiera hecho, habría quedado atrapado entre ellos y los Kereit y no hubiese durado mucho.
—Hablas como si odiaras a mi padre.
—Te equivocas, niña. Amo a tu padre. Se tomó mucho trabajo para encontrar a mi hermana a fin de que me reuniese con ella. Lo amo porque si me permitiera odiarlo, ese odio me quemaría y a él jamás lo tocaría.
Khojin no sabía de qué estaba hablando; cualquier mujer se sentiría afortunada por ser la esposa del Kan. Uno de los motivos por los que no quería que la entregaran en matrimonio era porque estaba segura de que su esposo nunca podría ser como su padre. Bien, ahora no estaba prometida, y eso tenía algo que ver con aquella guerra. En cierto modo, su padre estaba luchando por ella.
—Ruego que esté con vida —dijo Yisui—, y que nos encuentre pronto. Tuve que olvidar muchas cosas para amarlo, y estar aquí revive en mí pensamientos que me hacen sufrir.
—Seguramente está a salvo —dijo Khojin.
Yisui salió a gatas del refugio que había compartido con su hermana. Bortai la ayudó a ponerse de pie.
—Lo siento —dijo Bortai—. El niño está sepultado aquí cerca, bajo un pino. Puedo mostrarte la tumba.
Yisui sacudió la cabeza. No había llorado después de perder al niño, aunque Yisugen sí lo había hecho.
—Yo misma perdí dos hijos —prosiguió Bortai—. Tú eres joven, Yisui, vendrán otros. Sé que eso no sirve de consuelo, pero es así.
Pronto tendrían que abandonar ese lugar, volver con los otros que aguardaban al sur de las montañas, en la esperanza de que tuvieran alguna noticia de Temujin. Desde allí, ella podría ir hacia el oeste, hasta algún campamento Onggirat, donde tal vez el pueblo de su padre les ofreciera refugio durante el invierno. No se atrevía a pensar qué ocurriría después.
Alakha le tiró de la manga. Más abajo, Bortai avistó a Khojin, que corría entre los árboles.
—¡Bortai-eke! —gritó la niña—. Hemos visto hombres a lo lejos. Tolui iba a esconder los animales para venir a buscarte, y entonces… —Khojin jadeó—. Son nuestros hombres… alrededor de veinte.
Bortai echó tierra sobre el fuego y después cogió a Alakha en brazos. Ella y Yisui siguieron a Khojin ladera abajo. Cuando salieron del bosque, Tolui ya conducía a los hombres hacia donde ellas se encontraban. Chagadai estaba entre los soldados. Bortai dejó a Alakha al cuidado de Yisui y corrió hacia él.
—¡Madre! —gritó Chagadai. Ella cogió las riendas de su caballo, él desmontó y la abrazó—. Padre no cabrá en sí de alegría.
—Eso significa que está con vida —dijo Hoelun.
Chagadai asintió.
—Y también lo están Ogedei y Jochi, y el abuelo Munglik. Fuimos al norte a cazar y encontramos a algunos de los nuestros a lo largo de un río, al sur de aquí. Nos dijeron que habías venido al norte. No creí que nadie de los nuestros se ocultase tan al este.
—Tampoco nuestros enemigos lo habrían creído. He enviado a casi todos los nuestros hacia el Onon. —Apretó con fuerza la mano de su hijo—. ¿Tu padre… ha vencido?
Chagadai frunció el entrecejo.
—Puede decirse que sí, aunque no fue fácil. Pero te lo contaré más tarde. Busca a los demás y tráelos aquí.
Una vez que los hombres de Chagadai levantaron dos pequeñas tiendas, éste envió un mensajero para que le transmitiera las buenas nuevas al Kan. Bortai y las otras mujeres habían acarreado sus escasas pertenencias ladera abajo; todos se sentaron en torno al fuego que los hombres habían encendido cerca de las tiendas. Las yeguas habían sido ordeñadas y dos hombres batían la leche, en tanto que otros tres montaban guardia.
Para entonces, Bortai ya se había enterado de más cosas acerca de la batalla. Los hombres del Kan habían llevado los caballos a pastar cuando una nube de polvo, a la distancia, les indicó que el enemigo se acercaba; apenas si tuvieron tiempo de reunir los animales. Al ponerse el sol, los Kereit estaban lo bastante cerca para que ambos ejércitos se prepararan; los hombres se habían estado disponiendo para la batalla durante gran parte de la noche.
—Algo extraño ocurrió entonces —dijo Chagadai—. Uno de los hombres de Jamukha vino a ver a padre y le contó el plan de combate de los Kereit. Según parece, su "anda" dudaba de la capacidad guerrera del Ong Kan. Tenemos que agradecer a Boroghul el que Ogedei siga con vida. —Ante estas palabras Hoelun apretó las manos—. Ogedei tenía una herida de flecha en el cuello, y Boroghul permaneció toda la noche chupándosela. Padre lloró cuando los vio. —Hizo una pausa—. Abuela, prepárate. El tío Khasar fue capturado… Borchu lo vio entre los prisioneros de los Kereit.
Hoelun-eke gimió; Bortai le tomó la mano.
—Sabíamos que podían perseguirnos —prosiguió Chagadai—. Nos retiramos hacia las Khingan. Los pocos caballos que nos quedaban estaban exhaustos, y sólo queríamos un poco de tiempo para alimentarlos antes de volver a hacer frente al enemigo. Pero no nos atacaron, y un jefe Targhut se unió a nosotros después de abandonar a los Kereit. Nos contó que en el campamento de éstos reinaba la discordia. El Ong-Kan está furioso con el Senggum por haber provocado esta guerra, y uno de los Noyan Kereit convenció a Toghril de que nos dejara en paz por ahora, y que nos recogiera más tarde; la frase que usó fue que nos juntara como estiércol. —Chagadai se aclaró la garganta—. Le dijo al Ong-Kan que éramos débiles, que no nos quedaba casi nada. No estaba muy errado.
—¿Y dónde se encuentra ahora mi hijo mayor? —preguntó Hoelun.
—Marchando hacia el oeste a lo largo del Khalkha. Dividió en dos lo que queda de su ejército. Tenemos menos de tres mil hombres. Una mitad está cazando al norte del río, y la otra al sur, y eso es lo que ha ocurrido desde la última vez que os vi. —Chagadai parecía abatido—. Llámala victoria, si quieres, pero se parece demasiado a una derrota.
79.
Cabalgaron hacia el sudoeste; los hombres cazaron en el camino. En unos pocos días habían alcanzado la retaguadia mongol. Los soldados tenían pocos caballos de recambio, y muchos carecían de tiendas. Cuando Bortai se enteró de que Temujin había levantado su campamento al este del lago Buyur, ordenó a dos hombres que la acompañaran y dejó a los demás con la retaguardia.
Le llevó tres días encontrarlo. En el momento en que llegó, Temujin estaba fuera de su tienda de campaña hablando con Jurchedei. Los hombres parecían tan descorazonados como los que había visto en el camino; cuando pasaban ante la tienda del Kan miraban su estandarte como preguntándose si el espíritu de éste los habría abandonado.
El Kan la abrazó, luego entró con ella en la tienda.
—Esta mañana llegaron dos exploradores con noticias —le dijo en cuanto se sentaron—. Casi todos aquellos de los nuestros que pudieron escapar están ocultos en las montañas próximas al Onon, en el norte. Al parecer, los Kereit no se detuvieron a saquear mientras nos perseguían, de modo que podría haber sido peor. Los exploradores dicen que el enemigo se ha retirado al Kerulen. —Tragó saliva con dificultad—. Khuyhildar ha volado al cielo. Le dije que no saliera a cazar hasta que no estuviese curado del todo, pero él insistió; dijo que había combatido por mí, y que cazaría para mí. Sus heridas volvieron a abrirse. Lo sepultamos hace unos días.
—Lo lamento —dijo ella, al ver que su esposo luchaba contra las lágrimas.
—Khasar ha caído prisionero, y nadie ha visto a su familia.
—Chagadai me contó lo de Khasar.
—Espero que a Toghril le queden suficientes sentimientos para respetar la vida de un hijo de su "anda". —Suspiró—. Te portaste bien, Bortai… has salvado a todos los que te confié.
—No me porté bien. Dejamos atrás casi todo lo que teníamos, y la larga cabalgata hizo que Yisui perdiera a su hijo.
—Pero la salvaste, a ella y a todos los demás —dijo él—. Te lo agradezco. Los que quedamos podemos volver a conseguirlo.
Ella se acercó a él, más animada. Temujin tenía el rostro más delgado y los ojos llenos de pena, pero su voz suave seguía conservando su filo.
—La pequeña Khojin nunca perdió su fe en ti —murmuró la mujer.
Él le palmeó la mano.
—Tal vez debí haberte escuchado cuando me advertiste que no debía confiar en Toghril.
Bortai se sintió complacida.
—Esto no fue cosa del Ong-Kan —dijo—, sino de su hijo, y Jamukha debe de ser responsable, al menos en parte.
—Sin embargo me envió un mensajero la víspera de la batalla. —Temujin suspiró—. Tal vez recordaba nuestro antiguo vínculo. Lamento lo ocurrido, y es posible que él también lo lamente.
Ella no quería hablar de Jamukha. Una de las coletas de Temujin estaba suelta y el cabello le caía sobre la espalda; ella se la enrolló y se la puso debajo del casco.
—Creo que sabes lo que debo hacer ahora —dijo él.
Bortai se puso tensa; Temujin quería que fuese ella quien lo dijera. Quería que le diese su consentimiento.
—En el caso de que cayeses —dijo ella por fin—, yo me proponía buscar refugio entre el pueblo de mi padre. Ahora pienso que tus hombres y tus caballos podrían recobrarse entre los Onggirat si ellos nos permiten que permanezcamos un tiempo en sus tierras. Aquellos de los nuestros que siguen escondidos podrían unirse a nosotros.
—He estado pensando lo mismo. —Le puso una mano en el hombro—. Tú sabes lo que eso significa.
—Lo sé.
—Pueden rechazar mi mensaje, y entonces tendríamos que luchar contra ellos y tomar todo lo que necesitamos.
—Sí.
Cuando se casó con Temujin, Bortai supo que ante todo debía ser fiel a su esposo.
Temujin llamó a Jurchedei. El Uruggud entró, luego se arrodilló.
—Tengo una misión para ti —dijo el Kan—. Es tiempo de que recuerde a los Onggirat que me une a ellos un vínculo. Necesitamos recuperar fuerzas en sus tierras, y si me juran lealtad, nuestro ejército tendrá más hombres.
—Tal vez no quieran pronunciar ese juramento.
—Entonces tendremos que atacar. —Miró a Bortai—. Han comenzado a desplazarse hacia algunos de los antiguos campos de pastoreo de los tártaros. Quizá no sean buenos para la guerra, pero si nos ven débiles, tal vez se arriesguen a atacar. Será mejor que les mostremos que estamos preparados para la batalla, acercándonos primero a ellos.
Jurchedei asintió.
—Seré tu enviado, Temujin.
—Lleva contigo a tus mejores hombres. Les dirás a los Onggirat que los quiero, les hablarás de la bella Bortai, de cómo esperó fielmente a que yo fuera lo bastante fuerte para volver a buscarla. Les dirás que su padre me prometió amistad. Les recordarás que nunca hice la guerra contra ellos.
—Les diré todo eso.
—Y con la mayor elocuencia posible —dijo el Kan—. Si te responden que siempre han florecido con la belleza de sus hijas y no con su fuerza para la guerra, sabremos que se entregarán a nosotros y nos jurarán lealtad. Pero si hablan de que el halcón vuelve al nido después de la cacería, los atacaremos.
—Partiré de inmediato a hablar con sus jefes —dijo Jurchedei.
Bortai permaneció en el campamento de su esposo con los que la habían seguido durante la huida. Un destacamento de soldados y parte de la retaguardia permanecieron con ellos; el resto del ejército siguió a Jurchedei y a sus hombres, dispuestos a atacar si los Onggirat decidían luchar. Aun cuando estaba debilitado, el ejército del Kan podía hacer daño al pueblo de Bortai; los hombres Onggirat carecían de experiencia para la guerra.
Bortai estaba fuera de la tienda, ayudando a Khadagan a descuartizar un ciervo que habían traído los cazadores, cuando avistó a un jinete mongol que galopaba hacia el campamento. Bortai continuó con su trabajo hasta que el hombre se aproximó a las hogueras del límite del campamento; entonces se puso de pie, guardó el cuchillo debajo de la faja y entró. En unos minutos sabría si habría guerra.
De pronto, una sombra oscureció la luz de la entrada.
—Bortai —dijo Khadagan—, los hombres no corren a buscar sus armas ni sus caballos, de modo que no deben de haberles ordenado que se prepararan para el combate.
Bortai tenía miedo de creerle. Finalmente se levantó y salió de la tienda. Un guardia se acercó a ella.
—Buenas noticias, Honorable Señora —dijo—. Los Onggirat se someten a nosotros. Nuestro hombre dijo que uno de sus jefes cabalgaba hacia aquí, pero monté antes de escuchar más.
Ella volvió a la tienda, donde Khadagan colgaba tiras de carne en una cuerda. En la planicie, Bortai divisó la nube de polvo levantada por otros jinetes.
—Habrá paz —le dijo a Khadagan.
—Bien —respondió la mujer de rostro sin atractivo—. Tendremos tiempo de preparar esta carne de la manera apropiada.
Bortai se echó a reír. Uno de los jinetes galopaba hacia el campamento muy agachado sobre su caballo; un recuerdo despertó en Bortai. Siguió observándolo hasta que llegó a las hogueras y desmontó para saludar a los guardias con las manos extendidas. Ella conocía ese andar; se tapó la boca con la mano.
—¿Qué ocurre, Bortai? —preguntó Khadagan.
—Mi padre —dijo Bortai, saliendo de la tienda—. Mi padre está aquí.
Lloraba demasiado para recibir a Dei Sechen como hubiese deseado. De algún modo se acordó de presentarle a Khadagan, después volvió a abrazar al anciano. La barba y los bigotes de Dei estaban completamente blancos, su rostro arrugado y curtido, su cuerpo había menguado a causa de la edad, pero los brazos que la sujetaban seguían siendo fuertes.
—Padre —susurró Bortai.
—Cuando llegaron los enviados de Temujin, Terge y Amel convocaron a los otros jefes. Todos juraron fidelidad a Gengis Kan. Les dije que, como padre de la esposa principal de éste, debía presentarme de inmediato ante él y transmitirle nuestra decisión. Terge y Amel nos designaron a mí y a Anchar como enviados. Tu hermano está con Temujin ahora, y cuando supe que te encontrabas en su campamento, pregunté si podía venir a verte.
—Oh, padre —dijo ella—, será maravilloso disfrutar de la presencia de Anchar.
Él le sonrió.
—Los enviados del Kan hablaron de su bella Bortai, pero yo pensé que esa belleza ya se habría convertido en un recuerdo. Ahora veo que aún subsiste.
—Me halagas, padre, pero esta flor ya se ha marchitado.
—Apenas si se ha ajado un poco, niña. —Hizo una reverencia a Khadagan, después siguió a Bortai al interior de la tienda—. Tu madre está bien. Se sentirá muy feliz de volver a verte.
—Y tú, ¿has tomado otra esposa durante estos años?
Dei negó con la cabeza.
—Soy demasiado viejo para pensar ahora en otras esposas, y a estas alturas no creo que Shotan estuviese dispuesta a aceptarlo.
Bortai sirvió a su padre un jarro de "kumiss" y le ofreció un cojín para que se sentara. Luego, tomó asiento a su lado.
—Lamento tener tan poco para ofrecerte —dijo, rociando algunas gotas— Todavía nos faltan muchas cosas.
—Vuestras manadas engordarán en nuestras tierras.
—Padre, fui yo quien le dijo a Temujin que recurriera a tu pueblo. Él lo habría hecho de todos modos, pero quería que yo estuviese de acuerdo. Habría atacado si los jefes se hubieran negado a acceder a su pedido. Yo lo sabía cuando le di mi consejo.
—Como lo supimos nosotros al conocer su mensaje. Agradezco que las cosas no hayan resultado de ese modo. —El anciano bebió, después le devolvió el jarro—. Las cosas no son como eran antes, hija. Nuestros jóvenes ya no están tan dispuestos a florecer solamente a expensas de la belleza de nuestras muchachas. Han oído muchas historias sobre las proezas de Gengis Kan. Algunos deseaban combatir contra él junto a los tártaros, para ponerse a prueba ante un adversario digno, y nosotros tuvimos que refrenarlos.
—Fue bueno que lo hicierais. Ahora os necesita —dijo Bortai—, pero debes saber que su fortuna ha disminuido.
Dei asintió.
—Si lo ayudamos a que vuelva a ser tan rico y poderoso como antes, nos recompensará. Los jóvenes también han oído historias acerca de su generosidad. —El anciano se mesó la barba—. La guerra habría llegado a nosotros de todos modos… nuestras bellas muchachas ya no son suficiente protección. Mejor que Anchar combata junto al hermano de su esposa y no contra él.
—Recuerdo que en un tiempo Anchar tuvo la esperanza de convertirse en su general —dijo Bortai.
—Sí… Temujin demostró de qué madera estaba hecho incluso cuando era un muchacho. Sabía que estaba destinado a grandes cosas. Ignoraba entonces que eso significaría el fin de nuestro pueblo.
—Pero no lo es —dijo Bortai—. Te has unido a él, y cuando sea más fuerte…
—Sin duda se hará más fuerte. Que recupere el poder perdido sólo es cuestión de tiempo. Pero su victoria significará el fin de lo que somos. —Su padre suspiró—. ¿Acaso no voló hacia ti en tu sueño, llevando el sol y la luna? Nuestro pueblo se convertirá en una de sus garras. —Su rostro cobró una expresión triste, revelando sus años—. Ya no seremos más Onggirat, sino mongoles.
80.
Sorkhatani observó la estepa. Los jinetes eran diminutas figuras oscuras sobre la hierba rala y amarillenta; a través del polvo que envolvía a su padre distinguió los ribetes azules de su abrigo.
Jakha Gambu había ido al "ordu" del tío de la joven varios días antes. Aun cuando creía que la campaña contra los mongoles era un error, había marchado al combate. Había vuelto de la guerra con historias acerca de cómo su hermano Toghril se había enfurecido con el Senggum, culpándolo por todos los hombres que los Kereit habían perdido.
Jakha había regresado al campamento del Ong-Kan para tratar de resolver las diferencias entre padre e hijo y asegurarle a Toghril que seguía siendo leal a él. El padre de Sorkhatani decía a menudo que no era de sabios despertar las sospechas de Toghril, y el Ong-Kan ya había matado a otros hermanos para asegurarse el trono.
Las criadas habían reunido las ovejas cerca de una tienda. Ibakha, la hermana de Sorkhatani, miraba fijamente las yeguas atadas junto al campamento. Khasar y su hijo Yegu estaban con los hombres ordeñándolas; Ibakha se sonrojó aun más.
—Ibakha —dijo Sorkhatani en tono cortante.
Su hermana se sobresaltó, y después se arrodilló junto a una oveja. Desde que Khasar había sido llevado allí, Ibakha buscaba cualquier excusa para estar cerca de él, pero también se había sentido atraída meses antes por un comerciante Uighur que se había detenido en el campamento.
Ibakha otra vez miraba embobada a los hombres.
—Ocúpate de ordeñar —masculló Sorkhatani.
Ibakha sonrió y reanudó su tarea.
El sol ya se ponía cuando las dos hermanas terminaron de trasladar la leche al interior de la tienda.
—Padre ha regresado —dijo Sorkhatani mientras ayudaba a su madre a verter la leche en un caldero.
Su madre era la tercera esposa, pero la favorita. Jakha Gambu siempre venía a su tienda cuando quería discutir asuntos que no deseaba que sus otras dos esposas escucharan; ellas dos chismorreaban, en tanto Keuken Ghoa nunca parecía oír nada de lo que él decía.
Sorkhatani estudió el rostro terso de su madre. Keuken la Bella aún lucía como una muchacha y los años al parecer no pasaban para ella. De pronto, Sorkhatani pensó que tal vez su madre había sido tan tonta como Ibakha, pues sus ojos no denotaban expresión alguna.
—Necesito más estiércol seco —dijo Keuken a una de sus criadas.
—Yo iré por él. —Ibakha se apresuró a salir.
Sorkhatani dejó su cubo en el suelo.
—Mi hermana debería casarse —dijo.
—Yo la echaría de menos.
—Pronto cumplirá dieciocho años, madre. ¿Quieres que envejezca en esta tienda? Deberías hablar con padre. —Pero Keuken no lo haría, por supuesto; dejaría que Sorkhatani se encargara de ello—. La ayudaré a buscar estiércol.
Salió. Su hermana se dirigía hacia la tienda de Khasar, que se alzaba en el extremo sur del círculo de Jakha Gambu. Había otros prisioneros mongoles en otras partes del campamento, pero su padre había querido que Khasar estuviera cerca; era un rehén importante y también un antiguo camarada.
Ibakha se apoyó en un carro, obviamente a la espera de poder ver al mongol. Sorkhatani se acercó a ella. Unos niños pasaron corriendo a su lado; la esposa principal de Khasar, la única que había sido capturada, estaba fuera del "yurt", trabajando con otra mujer en un trozo de fieltro. Otro muchacho pasó trotando a caballo, y se detuvo.
—Te saludo, Tukhu —dijo Ibakha, sonriendo mientras miraba al hijo menor de Khasar.
Tukhu tenía doce años, uno menos que Sorkhatani; el muchacho se sonrojó y masculló un saludo.
—Tal vez tú y tu padre podríais venir a misa mañana.
Ibakha entrecerró los párpados mientras Sorkhatani se encolerizaba en silencio. Naturalmente, su hermana deseaba que el hombre que amaba asistiera al rito, donde sin duda ella lo veneraría tanto como a la cruz.
—Los sacerdotes podrían bautizaros —prosiguió.
El muchacho soltó una carcajada.
—Un desperdicio de agua —dijo, y siguió camino hacia la tienda de su madre. Khasar estaba regresando, seguido de otros jinetes y de dos carros cargados de botes de leche. Tenía el torso descubierto; su ancho pecho pardo relucía de sudor.
Ibakha suspiró; Sorkhatani tomó a su hermana de la muñeca.
—Ya lo has visto —le dijo—. No te llenes de vergüenza corriendo hacia allí. De todos modos, ahora que nuestro padre ha regresado es probable que Khasar venga pronto a nuestra tienda.
Khasar iba con frecuencia a beber con Jakha Gambu y ambos conversaban sobre viejas batallas. Aparentemente, el cautiverio no le resultaba demasiado penoso, pero, además, su familia dependía de su buena conducta.
Khasar desmontó; sus poderosos brazos cargaron un bote de leche. Era apuesto, admitió Sorkhatani; tal vez su hermano el Kan fuera igualmente favorecido. Alguna vez, su tío Toghril había llamado a Gengis Kan su hijo adoptivo, y ahora el mongol estaba oculto, y los Kereit controlaban sus tierras. Ibakha debería recordarlo; aquél que fuera su esposo sin duda no formaría parte del pueblo de Khasar.
Esa noche Jakha Gambu comió en la tienda de Keuken Ghoa. Sorkhatani advirtió que no hablaba y parecía abatido, al igual que sus hijos. Sus tres esposas y las esposas de sus hijos parloteaban entre sí y hacían callar a los niños. Keuken parecía tan indiferente al sombrío estado de ánimo de su esposo como lo era cuando éste estaba de buen humor.
Jakha despidió a todos, incluidas las criadas, más temprano que de costumbre, y salió de la tienda. Sorkhatani e Ibakha ayudaron a su madre a levantar las fuentes. La cuajada ya se había formado en la leche que bullía sobre el fogón; cuando Jakha Gambu volvió a entrar, ellas ya habían separado el suero.
—He enviado a uno de los guardias para que llame a Khasar —le murmuró a su esposa.
Ibakha sonrió abiertamente, después se acomodó las trenzas; Sorkhatani frunció el entrecejo. Tal vez los hombres que aconsejaban al Ong Kan habían logrado persuadirlo de que debía librarse del hermano de su enemigo, y eso podía ser la causa del estado de ánimo de su padre.
—¡Llama a tus perros! —gritó un hombre, fuera; Ibakha levantó la cabeza al oír la voz de Khasar.
—Bienvenido, Nokor —dijo Jakha Gambu mientras Khasar entraba y hacía una reverencia.
Sorkhatani se tranquilizó. Si su padre lo invitaba a entrar y lo llamaba Nokor, camarada de armas, era porque todavía no planeaba matarlo. Khasar murmuró un saludo y avanzó hacia la parte trasera de la tienda. Sorkhatani terminó de colar la cuajada y de ponerla a secar en fuentes. Ibakha se sentó y se acomodó la túnica.
Khasar se sentó a la derecha de Jakha; Keuken Ghoa sirvió "kumiss".
—Bebe —dijo Jakha—. Lo necesitarás. Tu hermano envió mensajeros a Toghril.
Khasar asintió.
—El guardia me dijo que Sukegei y Arkhai eran enviados de Temujin y que mi hermano ofrecía la paz. Fue todo cuanto me dijo.
—El mensaje no era solamente para mi hermano, sino también para algunos de los que lo rodean. Tienes que enterarte por mí de lo que se dijo. —Jakha Gambu bebió más "kumiss"—. Todos los hombres a los que tu hermano quería dirigirse estaban en el campamento de Toghril, de modo que el asunto se arregló rápidamente. —Hizo una pausa—. Arkhai y Sukegei transmitieron a Toghril las palabras de Temujin, y ahora trataré de imitar algo de la elocuencia de tu hermano: "¿Qué te he hecho, Padre y Kan? ¿Por qué has obligado a mi pueblo a huir, a dispersar el humo que se alza de sus "yurts"? ¿Acaso no soy la segunda rueda de tu carro? Mi padre te devolvió el trono y se convirtió en tu "anda". Cuando los Naiman pusieron a Erke Khara en tu trono, yo te recibí en mi campamento y expulsé a tus enemigos de tus tierras. Tú me abandonaste una vez, tratándome como la carne quemada del sacrificio, y, sin embargo, salí en tu defensa cuando fuiste atacado. Dime qué delito he cometido, para que pueda corregirlo". El mensaje era más largo, pero esto es lo esencial.
—¿Y el Ong-Kan no se conmovió? —preguntó Kansar.
—Oh, sí. Toghril se maldijo, se hizo un corte en un dedo y dejó caer su sangre en una copa de corteza de abeto. Pidió a Arkhai que se la llevara a Temujin, y dijo que si alguna vez volvía a concebir malos pensamientos hacia el hijo de Yesugei, su propia sangre sería derramada.
—Pero me dijeron…
Jakha levantó una mano.
—El mensaje siguiente era para Jamukha. —Hizo un gesto de disgusto—. "Me has separado de Toghril-echige. Alguna vez los dos bebimos de la copa del Ong-Kan. Ahora tú bebes de ella solo, pero ¿por cuánto tiempo seguirás haciéndolo?" En cuanto a Altan y Khuchar, los enviados les recordaron que ellos habían convertido a Temujin en Kan y habían jurado servirlo, después les preguntaron si era así como hacían honor a su juramento. "Ahora apoyais al Ong-Kan, mi padre, pero ¿qué lealtad habeis demostrado hacia mí?".
—¿Y ellos qué contestaron? —preguntó Khasar.
—No dijeron nada. Sólo quedaba un mensaje más, destinado a Nilkha. Hasta ese momento, Temujin podría haber logrado sus propósitos. Mi hermano lamentaba esta guerra, y los mensajeros le habían recordado lo poco confiables que son Altan, Khuchar y Jamukha.
—¿Cuál era el mensaje para Nilkha? —quiso saber Khasar.
—Era éste: "Me convertí en hijo de tu padre cuando estaba vestido, en tanto que tú naciste estando desnudo. La envidia te llevó a romper el corazón de tu padre y a alejarme de él. ¿Cómo puedes causarle tanto dolor deseando convertirte en Kan cuando él todavía vive?".
Khasar suspiró.
—Nilkha se enfureció —prosiguió Jakha—. Gritó que cómo Temujin podía llamar "padre" a Toghril, pero dijo que también lo ha llamado "bastardo sanguinolento". Dijo a los enviados que nuestro pueblo engordaría los caballos hasta que pudieran ir a la guerra, y que el que ganase la batalla se apoderaría del pueblo vencido. Ése es el mensaje que tu hermano recibirá. —Jakha soltó una maldición en voz baja—. Ahora Toghril y mi sobrino han vuelto a discutir, mientras los otros tres desdichados han partido hacia sus respectivos campamentos. Es el final de cualquier esperanza de paz, y ha producido todavía más discordia.
Khasar sonrió.
—Entonces tal vez ha conseguido algo.
—Nunca quise combatir contra Temujin —murmuró Jakha—, y ahora la posibilidad me preocupa mucho más. Toghril vacila, y es posible que Khuchar y Altan tengan otras ideas. Nuestra alianza tal vez no dure.
—Y yo sigo siendo tu cautivo —dijo Khasar.
Ibakha se mordió los labios. Sorkhatani se levantó y buscó un plato de huesos para los perros. Ahora ya lo sabía: su padre tendría que luchar a pesar de sus sentimientos.
Los guardias estaban cerca del fuego, delante de la entrada. Sorkhatani encontró a los tres perros detrás de un carro; gruñeron cuando les arrojó los huesos. Se disponía a regresar a la tienda cuando oyó la voz de Khasar.
—Te deseo buenas noches, Nokor y amigo —decía.
Sorkhatani se ocultó en las sombras. Su padre y el mongol estaban solos, cerca de los peldaños que conducían a la tienda.
—Supongo que acompañarás a Toghril si él decide luchar —agregó Khasar.
—Luchará —dijo su padre—. Nilkha lo obligará a ello, como ya hizo antes.
—Mi destino está en tus manos, Jakha Gambu. Pero debes saber que no puedo luchar contigo contra Temujin. Mi hermano y yo siempre hemos sido flechas del mismo carcaj.
—Lo entiendo. —Jakha se aclaró la garganta y escupió—. Tu familia está a salvo conmigo —murmuró—, y en ocasiones los guardias nocturnos se distraen.
Sorkhatani contuvo la respiración. Su padre se estaba arriesgando al permitir que su prisionero escapara; la joven se preguntó cuál sería el resultado.
81.
El lago Baljuna no era más que una charca en un mar de lodo. Las mujeres avanzaban por las ciénagas, agachándose para recoger plantas o para exprimir el lodo a fin de conseguir algo de agua. Bortai recogió un poco de agua en su jarro, después se enderezó. El agua lodosa siempre tenía gusto a arcilla, aun cuando la colasen.
Teb-Tenggeri había estado invocando la lluvia durante días; Bortai lo había visto fuera del campamento con otros chamanes, entonando letanías mientras dejaba caer sus pálidas piedras de jade en pequeñas copas de agua. Los rebaños habían sido llevados a pastar al este, y los hombres habían encontrado allí pozos de agua, pero estaban casi secos. Lejos, hacia el norte, unos pocos abetos y sauces se recortaban contra el horizonte; mas alla se extendían las tierras boscosas del Tunguz. Los mongoles no podían ir más al norte de ese punto.
Muchas personas se habían unido a ellos en las tierras de los Onggirat, abriéndose paso hasta el campamento de Temujin con los rebaños y posesiones que habían conseguido salvar al huir de los Kereit. Temujin los había conducido hacia el norte después de que su enviado Arkhai volviese con la noticia de que el Senggum había amenazado con la guerra; Sukegei, tras enterarse de que su familia era prisionera de los Kereit habia decidido regresar con ellos. Sin una promesa de paz, Temujin habia tenido que retirarse; las tropas Onggirat eran ahora su retaguardia.
Esa noche el Kan fue a la tienda de Bortai. Comió en silencio las plantas y la caza que constituían su magro alimento. Finalmente envió a sus otras esposas y a sus hijas a sus propias tiendas.
Tolui y Ogedei se dirigieron hacia las pieles de animales que les servían de lecho. Temujin se acomodó en la angosta cama de la parte trasera de la tienda y se quedó mirando fijamente el fogón. Los espíritus oscuros habían vuelto a invadirlo. No se había acostado con Bortai desde que se trasladaron al lago Baljunat y tampoco había visitado a sus otras esposas.
—Tendríamos que luchar —dijo Tolui mientras se tendía en su cama.
Temujin miro al muchacho.
—Puedes estar seguro de que lo haremos —replicó.
—¿Cuándo?
—Cuando los Kereit empiecen a avanzar hacia nosotros. Sospecho que se desplazarán en dirección al este para hacer frente a los Onggirat, y entonces podremos caer sobre ellos desde el norte.
—Tal vez deberías atacar el primero —dijo Tolui.
—Para eso necesitaría más hombres.
—Tienes a los Onggirat.
Temujin sacudió la cabeza.
—Lucharán para defender sus terras, pero necesitan más experiencia. No sabrían cómo desenvolverse en un ataque.
Bortai oyó ruido de cascos fuera de la tienda y después gritos de los guardias; su esposo cogió la espada.
—¡Temujin! —gritó un hombre—. Han venido dos exploradores con Daritai Odchigin. Quiere hablar contigo ahora.
Temujin hizo una mueca de disgusto.
—Lo recibiré fuera —respondió—, no en mi tienda.
Se levantó y fue hacia la entrada. Los muchachos estaban a punto de seguirlo cuando Bortai les indicó con un gesto que no lo hicieran.
—¿Matará al tío abuelo Daritai? —preguntó Tolui.
—Tal vez. Quédate donde estás.
Bortai fue hacia la entrada y se sentó allí.
Temujin estaba de pie de espaldas a una hoguera. Daritai desmontó, avanzó hacia el Kan y cayó de rodillas. Los hombres lo rodearon; otros salieron de las tiendas más cercanas.
—Vengo en son de paz —dijo Daritai—, y me entrego a tu clemencia.
—Entonces —dijo Temujin—, tal vez pueda mostrarte la clase de clemencia que mereces.
—Trae noticias de una conspiración contra el Ong-Kan —dijo otro hombre—. Tu tío y sus hombres tuvieron que escapar de los Kereit. Sus guerreros están bajo custodia, a un día de marcha hacia el sur, pero Daritai Odchigin pidió verte de inmediato.
Bortai vio que la espalda de su esposo se ponía rígida.
—Habla, tío —dijo suavemente—. El Kan desea escuchar tus úlumas palabras.
Daritai apoyó la frente en el suelo y luego se sentó.
—Toghril no sabe mandar —dijo—. Sólo escucha a la última voz que le ha hablado. Jamukha finalmente se dio cuenta, y lo mismo les ocurrió a Khuchar y Altan. Tuvimos un consejo secreto y acordamos que había llegado el momento de atacarlo. Jamukha dijo que todos podíamos ser Kan, sin someternos a los Kereit ni a ti, pero yo advertí que la deposición de Toghril podría beneficiarte.
Bortai dudaba de que Daritai hubiera pensado en su sobrino.
—Íbamos a sorprender al Ong-Kan en su campamento —continuó Daritai—, pero alguien lo advirtió y nos vimos obligados a huir. Jamukha y los otros fueron hacia el oeste, hacia el país Naiman, pero yo decidí acudir a ti. Un hombre de un campamento Onggirat me dijo que te habias trasladado aquí, y tus exploradores me encontraron en el camino. —Bajó la cabeza.
—Mereces la muerte —dijo Temujin—, pero eres el hermano de mi padre y me has traído hombres que necesito de mi lado. Te perdono la vida, Daritai, pero debes saber una cosa: si alguna vez tengo razones para dudar de ti, si tengo la menor sospecha de que me eres desleal, si alguna vez pronuncias alguna palabra contra mí o contra otros, aunque sea porque estás borracho, tu cuerpo servirá de alimento a los buitres. Debes hacer todo lo posible por demostrarme tu lealtad, y rogar que nada me haga dudar de ti. Ante el menor error, encontrarás la muerte.
—Eres generoso, Temujin —dijo Daritai.
—Vivirás con mi espada sobre tu cabeza. Tal vez la muerte te hubiera resultado más fácil. —Temujin hizo un gesto con la mano—. Llevad a mi tío a la tienda de Borchu. Por la mañana, él y Borchu irán a buscar a sus hombres y los traerán aquí para que me presten juramento de lealtad. —Se volvió; Bortai se puso de pie y se retiró de la entrada. Él entró, se sentó en la cama.
—Supongo que piensas que debía haber acabado con él —dijo.
—Lo necesitas —respondió Bortai.
—Lo habría matado —masculló Tolui.
Temujin suspiró, miró a su hijo, y dijo:
—Un Kan tiene que saber cuándo la venganza es inútil, por justificada que esté. Daritai se entregó, y el que ahora podamos contar con sus tropas tal vez nos permita atacar tal como tú me pedías que hiciese. —Se quitó las botas y se acostó—. Ve a dormir.
Bortai se acercó a la cama. Cuando se tendió junto a Temujin, él la besó en los labios. Ella lo abrazó, dándole la bienvenida.
Pocos días después de la rendición de Daritai, el cielo los favoreció con una lluvia. La gente buscó refugio dentro de las tiendas y en los carros pero ningún rayo cayó sobre ellos; el lago y los pozos de agua se colmaron.
Cuando pasó la tormenta, una caravana encabezada por un mercader que montaba un camello blanco se detuvo en el campamento. Los mongoles rodearon la caravana, haciendo miles de preguntas a los mercaderes, admirando los adornos de oro de los arneses de los camellos y los abrigos de piel de los hombres.
El jefe de la caravana se llamaba Hassan; él y sus camaradas Jafar y Danishmenhajib hablaban la lengua de los mongoles. Habían venido al norte desde las tierras Ongghut situadas al sur del Gobi, con un millar de ovejas para canjearlas por pieles. El Kan muy pronto empezó a tratar a los mercaderes como camaradas, y los recibió en su tienda.
Los mercaderes hablaron de lo que ocurría en otras tierras, y les preocupaba que el conflicto entre Kereit y mongoles pudiera perturbar sus rutas comerciales del norte.
—¿De qué te has enterado hoy? —preguntó Bortai a su esposo una noche, cuando ambos estaban solos; él había pasado gran parte del día en la tienda de Hassan.
—Supe más cosas acerca de los cuatro muchachos que viajan con los mercaderes.
Bortai los había visto. Sus ojos eran redondos, sin pliegues, y uno de ellos tenía el pelo tan rojo como las llamas.
—¿Qué ocurre con ellos?
—Tal como sospechaba, los usan como compañeros de cama.
Bortai soltó un silbido, agradeciendo que sus hijos no estuvieran presentes.
—Preferiría no oír esas cosas —dijo.
—Si tienen que viajar durante tanto tiempo sin sus mujeres, sin duda deben satisfacer sus necesidades de algún modo, y así nuestras mujeres están seguras. Es una manera de ordenar estas cosas. —La miró fijamente—. También estoy aprendiendo cuántas cosas hay más allá de estas tierras. Siempre que estuve en el campamento de Toghril, soñé con tener sus riquezas, y sin embargo, por lo que me han dicho los mercaderes, hay gobernantes más lejanos cuyas riquezas empequeñecen las de Toghril.
—Y entonces deseas tener más —dijo ella—. Es natural.
—Tener mucho significa poco si no tienes el poder de conservarlo, y la riqueza es siempre una tentación para el enemigo. —Hizo una pausa—. Sólo estaremos seguros cuando todos nuestros posibles rivales hayan sido vencidos. Dios quiere que seamos un solo "ulus".
—Eso han dicho con frecuencia —murmuró la mujer.
—Pero ahora lo veo más claramente que cuando era un muchacho y te contaba mis sueños. Tengri quiere que yo haga algo más que unir a mi pueblo… Io sé, aun cuando esté acosado por mis enemigos. —Sus ojos tenían esa expresión distante que significaba que ya había olvidado que Bortai estaba allí—. Quiere que todo el mundo sea un "ulus".