Roma, domus de los Escipiones.

16 de abril de 184 a.C.

Hora sexta

Areté no podía parar de pensar. Antes del atardecer dejaría Roma. Su amo, decían, iba al exilio, a una casa que tenía en el sur. Habían pasado unos días de mucho miedo y Areté vio expresiones en los rostros de quienes la rodeaban que le recordaron el terror de los ciudadanos de Sidón cuando las tropas del rey Antíoco asediaban la ciudad. Desde entonces no había visto aquel pavor en los ojos de los que estaban cerca de ella. Pero todo eso, igual de rápido que había venido, se había desvanecido. Roma era un lugar extraño donde entre ellos mismos podían crearse situaciones horribles que con igual facilidad podían disolverse en la nada. En Roma había encontrado cierta seguridad y el aprecio de un amo que la cuidaba bien, hasta que el ama empezó a intervenir. Ahora todo era más difícil. Ella había estado con muchos hombres que eran infieles con sus esposas, pero nunca había tenido que convivir con la persona que era traicionada. Areté se había esforzado en ser discreta, pero esos últimos años no se encontraba a gusto. El amo la seguía visitando para acostarse con ella, pero desde que fuera obligada por el ama a intentar influir en él, el amo ya no hablaba con ella con la misma tranquilidad. Se había roto algo entre ella y su amo que parecía irrecuperable. Y peor aún que todo eso: el amo estaba enfermo. Las fiebres que tuvo en Asia parecían volver. Una pregunta estaba clavada en la mente de Areté y no la dejaba dormir. Si el amo fallecía, ¿qué sería de ella?

Había albergado la esperanza de que la dejaran en Roma al servicio de los miembros de la familia que se quedaban allí. Sería una forma de alejarse de su intranquilo amo y de su celosa mujer. Areté comprendía el rencor de la esposa hacia ella y no se lo reprochaba, pero eso no solucionaba su problema: su ama no la quería y eso no era bueno. Pero todas sus esperanzas se habían desvanecido. El amo fue muy claro la última noche. Entró en la habitación pero no hicieron el amor. El amo estaba muy débil. Sólo hablaron.

–Areté, sabes que nos vamos de Roma, ¿verdad? – había preguntado el amo.

–Sí, mi señor.

Areté había visto al general mirando la habitación, las paredes limpias, sin adornos, la pequeña ventana por la que se filtraba la luz de la luna, la cama donde tantas noches había compartido con ella.

–Lo he organizado para que vengas con nosotros -continuó el amo-. A Emilia no le ha gustado, pero al menos en esta casa aún mando yo. – Y luego prosiguió mirando a la ventana, como si hablara consigo mismo-. En Roma no gobierno ya, pero en mi familia sí, es todo lo que me queda, así que vendrás con nosotros. Dejaremos esta Roma que ya no me aprecia. Partiremos antes del anochecer. No quiero pasar una noche más en esta ciudad ingrata. Prepárate.

–Sí, mi señor -respondió Areté. El amo se había levantado y sin mirarla salió de la habitación. No estaba enfadado con ella. Eso ya había pasado. En otro tiempo se hubiera quedado más rato y hubiera compartido con ella sus preocupaciones, pero ése era un tiempo ya perdido.

Areté se quedó a solas en su habitación tan sólo acompañada de sus pensamientos. Al día siguiente era la boda de la hija menor de la casa, la joven Cornelia, y el amo, el padre de la muchacha, en lugar de quedarse, partía de la ciudad obligado por las leyes, decían. Areté no podía comprender la forma de regirse de aquel pueblo, un pueblo extraño que, pese a sus costumbres, era capaz de influir en el mundo entero. Quizá por eso podían con todos, porque eran diferentes, pero sufrían tanto… Areté no tenía claro que aquellas personas a las que pertenecía disfrutaran de aquel inmenso poder que parecían tener o haber tenido sobre todo y sobre todos.

Se dio la vuelta en la cama y se acurrucó de lado mirando la pared. Dejó de pensar en política. Su mente retornó sobre sus problemas inmediatos. Le extrañaba que la esposa del amo no hubiera intentado aprovechar la ocasión para dejarla atrás. Entonces se dio cuenta de por qué no podía dormir. Temía que, como en el pasado, la señora volviera a la habitación para obligarla a inventarse un pretexto con el que tuviera que quedarse en Roma, pero eso era absurdo porque ella era sólo una esclava y no podía decidir sobre sus acciones. Areté estaba aturdida de tanto pensar, pero no podía dejar de hacerlo. En ese momento oyó un leve crujido que reconoció en seguida. La puerta de su habitación estaba abriéndose despacio. Areté abrió bien los ojos pero no se movió un ápice. Podía ser el amo que retornaba o podía ser el ama o podía ser alguien enviado por el ama para… ¿para matarla…? Areté se dio entonces la vuelta movida por puro instinto de supervivencia dispuesta a luchar. Ante ella, sentada en la pequeña sella de la habitación, estaba la figura de una mujer romana. La primera impresión de Areté fue la de que el ama había entrado a hablar con ella, pero rápidamente se percató de que aquélla no era una mujer mayor sino una romana mucho más joven.

–Soy Cornelia, Areté -dijo la hija del amo con voz baja, suave y algo nerviosa.

Areté se incorporó lentamente hasta quedar sentada en la cama rodeando sus piernas con los brazos y mirando a la joven hija de los amos que se iba a casar al día siguiente. Iba a tener una casa para ella sola, un hombre que la cuidara y decenas de esclavos que la atendieran y, sin embargo, parecía muy nerviosa, casi asustada. Decididamente no había quien entendiera ni a los romanos ni a sus mujeres.

Como la hija del ama no decía nada, Areté se sintió en la obligación de hablar. Sin moverse de la cama, abrazando sus piernas, cubierta por su túnica blanca que usaba de pijama, preguntó también en voz baja:

–¿Qué puedo hacer, en qué puedo ayudar?

Areté vio que había formulado la pregunta correcta. La joven romana se levantó, cerró bien la puerta de la habitación, se acercó a la cama y terminó por sentarse en el otro extremo. – ¿Vendrá mi padre hoy?

Areté no entendía bien el sentido de aquella pregunta, pero pronto se dio cuenta de que todo lo que quería la joven romana era asegurarse de que nadie las iba a molestar.

–No, no lo creo -respondió-. Ya ha estado aquí y parecía cansado. No creo que vuelva. Partimos en unas horas. Debe de estar muy ocupado. O quizá quiera descansar algo antes del viaje.

Cornelia asintió. Parecía satisfecha con aquella respuesta, pero de nuevo le costaba continuar. Al final, empezó a explicarse.

–Mañana me caso. Voy a vivir en otra casa, con otro hombre. – Pero una vez más la duda le pudo y calló de nuevo; Areté, por un instante, albergó la esperanza de que la joven fuera a reclamarla en su servicio. Sería la única persona a la que el amo no se la negaría. El amo tenía predilección por su hija pequeña, todos lo sabían; aunque no se hablaran en semanas o meses, pese a eso era su hija preferida, favorita incluso por encima del hijo varón de la casa, pero no, cuando la joven romana continuó, Areté se percató de que la muchacha no había pensado nunca en pedir algo semejante a su padre; era otro asunto el que la había llevado hasta allí-. Yo no he estado nunca con ningún hombre -continuaba la joven ama, y Areté comprendió todo y se relajó-. No he estado nunca con ningún hombre -repitió el ama, como si necesitara repetirlo antes de seguir con el resto de sus preocupaciones-, y es importante que sepa satisfacer a este hombre con el que me caso, es importante para mí y es importante para mi familia; es incluso importante para Roma. Mi matrimonio, Areté, tiene que funcionar o si no… -Y volvió a callar; miró hacia otro lado y luego hacia la ventana, y Areté se dio cuenta de lo parecidos que eran padre e hija, sólo que la hija había heredado, para su fortuna, las facciones suaves y redondeadas en el rostro procedentes de la faz de la señora, una mujer que en el pasado, todos le aseguraban, había sido muy hermosa; su joven hija era clara muestra de ello.

Areté, por fin, sabiendo que se movía por territorios que dominaba, se atrevió a hablar:

–La joven ama es una mujer muy hermosa. Cuando se es tan hermosa da igual no saber nada. – Areté, como el resto de esclavos, estaban al tanto de que el tribuno de la plebe Sempronio Graco iba a ser el marido de la joven Cornelia-. Los hombres de la edad del que va a ser esposo de la joven ama suelen saber suficiente.

Pero Cornelia negó con la cabeza.

–No, no es suficiente satisfacerle; he de conseguir que ese hombre, mi futuro esposo, me quiera. Yo no podría estar con alguien que no me quisiera y este matrimonio es sólo por política y tengo miedo de ser infeliz el resto de mi vida.

Areté frunció el ceño unos instantes. Observó a la joven ama, que lloraba en silencio mirando al suelo, sin emitir un solo sonido. Por las sonrosadas mejillas caían lágrimas mudas. Era algo que no había visto nunca. La joven ama estaba torturada por dentro y no dejaba que nadie lo supiera. Areté había oído que aquel matrimonio había sido la solución a todos los problemas de la ciudad y la joven esclava se daba cuenta de que ella había sido sacrificada en beneficio de no sabía bien qué y sintió una gran proximidad de espíritu hacia la muchacha. Al final, después de todo, sus vidas no eran tan diferentes. Ninguna de las dos podía decidir sobre sí misma. Areté se acercó un poco hacia la joven Cornelia y le preguntó con cuidado, casi con la dulzura de una hermana mayor:

–¿Por qué no preguntas al ama, a tu madre? Ella quiere mucho a sus hijas. Estoy segura de que te aconsejará bien.

–Ya he hablado con mi madre de todo lo que he podido, pero de la noche nupcial no quiere hablar. Me ha dicho lo mismo que tú. Que mi marido sabrá qué hacer, pero yo quiero saber también qué hacer, qué les gusta a los hombres cuando están a solas con una mujer, qué no les gusta, cómo comportarme. – Cornelia siguió hablando en voz baja pero veloz, como con rabia, exasperada por ese silencio con el que todos envolvían la maldita noche de bodas.

Areté se acercó aún más. No estaba segura, pero hizo la pregunta clave:

–¿Quieres a quien va a ser tu futuro esposo? Porque si le quieres, con tu hermosura y tu cariño, todo será muy fácil. Si no le quieres, eso ya es otra historia. Se pueden hacer cosas, pero es otro mundo.

Y Cornelia fue a responder y, de pronto, se sorprendió de que no tenía una respuesta que viniera con rapidez a sus labios y sintió entonces rabia de no saber cuáles eran sus sentimientos. Areté leyó con clarividencia en la expresión de su joven ama.

–No lo sabes. No pasa nada -continuó de forma tranquilizadora para la joven Cornelia-. He conocido muchos casos así. Unos luego funcionan bien y otros no. Eso no puedo decírtelo yo. No soy adivina, pero si lo que quieres es saber cómo agradar a un hombre cuando estés con él a solas, de eso sí que sé, y mucho. Si la joven ama quiere puedo darle consejos en eso.

Cornelia suspiró con un gran alivio. No tenía claros sus sentimientos hacia Graco, pero sabía que su obligación era agradarle. Si por lo menos sabía qué tenía que hacer, eso la ayudaría en todo aquel trance. Ya sabía todo lo que debía hacer en público, durante la boda, y ahora podría saber qué se esperaba de ella en privado.

Areté se acercó aún más, hasta que quedaron las dos jóvenes a tan sólo un palmo de distancia y Areté, hablando despacio, describió cosas de las que la joven Cornelia sólo había oído hablar entre cuchicheos en las peores calles de Roma y tan sólo de pasada. Areté habló con ella durante una larga hora y Cornelia escuchó con los oídos muy atentos y con los ojos muy abiertos. Ante ella se abría un mundo desconocido que la atemorizaba al tiempo que, sin saber por qué, la atraía inexorablemente.

115 La partida

Roma, 16 de abril de 184 a.C.

Hora octava

Publio Cornelio Escipión salió a pie de su casa. Acompañado por su hermano Lucio, su hijo Publio, su yerno Násica, su cuñado Lucio Emilio Paulo y por sus amigos Lelio, Silano y Mario, todos a pie, abandonaron la domus de los Escipiones en el centro de Roma y enfilaron hacia el norte para entrar en el foro. Les seguían dos literas portadas por esclavos. Una para su esposa Emilia Tercia y otra para su hija Cornelia mayor. Todo el núcleo del clan de los Escipiones abandonaba Roma en dirección a un exilio forzado por el Senado. Tras ellos decenas de esclavos y esclavas que llevaban todo tipo de enseres: desde armas, corazas y escudos hasta calderos, herramientas, cazos, ánforas y pequeños muebles como sellae, mesitas y lámparas de aceite. En una de las puertas del sur de Roma, en la puerta Capena que daba acceso a la Via Appia, había una docena de carruajes preparados para conducirles a todos hacia el sur de Italia, hacia su residencia campestre en Literno, pero Publio Cornelio Escipión había querido escenificar su salida de Roma de la forma más humilde, a la par que humillante, para que todos vieran que no se llevaba nada consigo que no fuera sus enseres personales. Atrás dejaba una Roma entre perpleja y confusa, con un pueblo que asistía mudo al paso de aquella triste comitiva. Sí, allí iban todos los Escipiones, la familia más poderosa de Roma, a pie, cruzando un foro en dirección este, dejando tras ellos sólo una residencia semivacía y a la hija pequeña del clan, a Cornelia menor, que, también de pie, con sus sandalias posadas sobre el umbral de la puerta, escoltada por el veterano atriense Laertes, que estaría con ella hasta la boda para escoltarla, y un par más de esclavas, quedaba allí, sola, a la espera de una celebración en la que no se cumplirían muchos de los ritos tradicionales, pues el padre y la familia de la novia se exiliaban de la ciudad. Sería una boda extraña en unas circunstancias totalmente fuera de lo común. Pero Cornelia se mantenía allí, en pie, en el umbral de la puerta de su casa, aún con el miedo en su alma, con un porte y una dignidad que sobrecogieron a un imponente Tiberio Sempronio Graco, tribuno de la plebe, a quien todo el mundo miraba con admiración por su capacidad para haber conseguido que Roma se sobrepusiera a una de las noches más terribles que recordaba la ciudad, y es que los romanos no habían estado tan atemorizados desde que Aníbal acampara a las puertas de la ciudad. Graco había sido capaz de derrotar al imbatible Marco Porcio Catón en el Senado y Graco había sido quien había forzado el exilio de Escipión, desmontando un enfrentamiento mortal entre aquellos dos tremendos enemigos políticos que a punto había estado de llevarlos a todos a una cruenta guerra civil de consecuencias imprevisibles.

Tiberio Sempronio Graco se detuvo frente a la puerta de la gran domus de los Escipiones. Iba rodeado por familiares, amigos y decenas de curiosos. Graco sintió una sensación de compasión hacia la joven que le esperaba en la puerta. La habían aderezado, las esclavas o su madre, con una túnica recta y una corona de flores, mezcla de arrayán, verbena y azahar en su cabeza. Sobre la túnica llevaba un manto de color crema, del mismo tono de las sandalias que calzaba aquel día y, alrededor del cuello, el mismo collar metálico que llevara su propia madre Emilia el día de su boda con su padre, aunque eso no podía saberlo Tiberio Sempronio Graco, que sólo tenía espacio en su mente para ratificarse una y otra vez, más allá de todo el torbellino de circunstancias y tensiones que rodeaba aquel enlace, más allá de saber que era una boda forzada, en que Cornelia menor era la más hermosa de las mujeres que había visto nunca.

Entre tanto, Publio Cornelio Escipión se alejaba del corazón de la ciudad. Descendió por la Nova Via y por la Via Sacra hasta, por fin, girar hacia el sur entre las colinas del Palatino y el Monte Celio. Una muchedumbre se arracimaba a ambos lados de cada calle por la que avanzaban. No había vítores ni insultos ni imprecaciones a los dioses ni lamentos. No había nada. Sólo un pesado silencio que demostraba que la plebe no sabía bien qué pensar. Ese era Publio Cornelio Escipión, el general de generales, quien los había salvado de Aníbal en repetidas ocasiones, el hombre más poderoso de Roma, del mundo entero, de quien decían otros que quería haberse erigido en rey, pero que ahora, a pie, acompañado por sus familiares y amigos, con sus esclavos como toda escolta, abandonaba Roma. No, el pueblo no sabía bien qué pensar, pero Publio presenció con dolor infinito cómo nadie tampoco era capaz de oponerse a semejante oprobio a su persona. Iba hacia el exilio y el pueblo, confundido, débil, flojo, le abandonaba a su suerte. No, él ya no quería vivir en esa Roma. Ésa ya no era la Roma de sus antepasados, no era la Roma por la que él luchó. Roma se había convertido en la Roma de Catón o de Graco o de tantos otros completamente inferiores a él pero que manipulaban los hilos del Estado. Aún rumiaba en su interior revolverse contra todo y contra todos y hacerse con el poder por la fuerza, pero en seguida le fallaba el ánimo. No tenía sentido gobernar a quienes no quieren ser gobernados por uno. Y estaba su hija, presa, rehén de un pacto humillante. Qué importaba ya todo. Y se sentía más débil que nunca. Las fiebres regresaban. Sentía los escalofríos trepando por su cuerpo. Mejor así, pensó. Mejor así. Una muerte temprana aliviaría la tortura de la lenta espera del último viaje.

Llegaron, al fin, a la puerta Capena y todos los familiares subieron a los carruajes junto con algunos amigos, excepto Lelio, que se quedaba a supervisar que todo fuera bien en la boda de Cornelia y que, además, tenía que velar por su hijo; pero él, Publio Cornelio Escipión, no. Él no. Se negó, pese a los ruegos de su esposa o las sentidas sugerencias de Lelio y Silano, Publio se negó tozuda y repetidamente a subir a aquellos carros y se limitó a echar a andar, solo, al frente de todos ellos, con la misma firmeza con la que antaño encabezara las largas marchas de sus legiones de combate. Y así, solo, sereno pero hundido, con dignidad pero derrotado, Publio Cornelio Escipión empezó a andar por la Via Appia a sabiendas de que nunca volvería a pisar las losas sobre las que sus sandalias dejaban caer todo el peso de su abatimiento y tristeza absoluta. Adiós a Roma, adiós a una vida. Sin despedidas ni aclamaciones, como un triunfo inverso, un lento desfile envuelto de silencio, una comitiva sin destino, una sentencia inclemente.

Publio se detuvo entonces un instante y se volvió hacia las murallas de Roma. Miles de personas se agolpaban en los alrededores de la puerta Capena: mercaderes, veteranos, comerciantes, libertos, esclavos, patricios, senadores, hasta el pretor urbano y el pretor peregrino estaban allí, mirando en silencio cómo se alejaba el mayor, el más grande de sus ciudadanos. Publio se detuvo, se dio la vuelta y les miró a todos y a todos les dirigió sus ultimas palabras:

–¡Algún día me echaréis de menos! ¡Algún día, ahora o dentro de mil años, aquí, en estas mismas murallas o en los confines del mundo, allí donde se decida el destino de Roma, algún día, rodeados por enemigos que os harán temblar, entonces me echaréis de menos y clamaréis por mí, pero yo ya no estaré con vosotros ni en cuerpo ni en espíritu! ¡Mi alma os habrá abandonado y no tendréis nada ni nadie que os socorra! ¿Qué haréis entonces? Decidme, ¿qué haréis entonces? – Habló con aplomo y potencia y sus palabras llegaron hasta las murallas donde la gente se había congregado, pero nadie respondió, nadie dijo nada y las palabras de Escipión rebotaron en las murallas fastuosas que circundaban la ciudad y el pueblo se volvió al escuchar el extraño eco que brotaba de aquellos muros y muchos pensaron que quizá aquellas murallas, algún día, no fueran suficiente para contener a los enemigos y se volvieron entonces hacia Escipión y muchos pensaron entonces, al fin, en responder, en decir algo, en pedir perdón, en intentar detener al general exiliado, pero cuando volvieron sus ojos hacia la Via Appia, Publio Cornelio Escipión había desaparecido. Tras él sólo quedaba el mayor de los vacíos que pudiera sentir nunca una civilización.

116 La noche de bodas de Cornelia

menor

Roma, 17 de abril de 184 a.C.

Primera vigilia

Cornelia aún llevaba los aderezos de la boda, con su cabello trenzado y un velo anaranjado cubriéndole el rostro. En el interior del dormitorio nupcial, por fin, ambos, esposa y marido, habían quedado solos. Tiberio Sempronio Graco se sentó en una pequeña sella en la esquina de la habitación. La joven Cornelia, nerviosa aunque controlando su ánimo, permaneció en pie, frente a la cama a la que miró un breve instante para luego volver sus ojos hacia el suelo y esperar.

Graco estaba cansado. Había sido una ceremonia larga, como obligaba el hecho de ser dos familias importantes las que se unían, y una celebración aún más larga. Pese a la ausencia de los Escipiones, Graco no había querido hurtar boato al enlace. Era su forma de reafirmar su poder ante el Senado, ante Catón. Tanta fiesta llevaba sus efectos secundarios. Había comido y bebido en abundancia, pero, pese a todo, no estaba borracho. No obstante, el vino y el hastío de la comida le habían dejado algo adormilado. Ante él una hermosa joven patricia romana muerta de miedo. Forzarla no era su manera ni de divertirse ni de relajarse después de una fiesta donde había estado con todos sus amigos. La muchacha… no había más que verla: allí, en pie, recta, inmóvil, con el vestido de novia, sin saber qué hacer. Ni siquiera todo el rencor acumulado hacia el padre de la joven era suficiente para despertar su ansia de revancha. Ya era bastante tenerla allí, como esposa suya, aquello que tanto se esforzó el padre en preservar de él, de Tiberio Sempronio Graco. Recordó la campaña de Asia, recordó la peligrosa negociación con Filipo, las heridas perpetradas en su cuerpo por los terribles catafractos seléucidas. Y luego las largas sesiones en el Senado, las intrigas de Catón, los sicarios en medio de la noche.

–Me has costado mucho, joven Cornelia; poseerte me ha costado mi propia sangre. Tu padre me hizo pagar por algo que nunca se me permitió hacer: cortejarte. Es justo que si me hizo pagar con mi propia sangre, al menos, el motivo de la animadversión de tu padre cobrara forma real. Ahora eres mi esposa.

Cornelia no sabía bien qué decir ni cómo reaccionar. Pensó que no habría mucho tiempo para hablar una vez que entraran en la habitación y se quedaran solos. De pronto aquel hombre, su marido, un hombre que en el pasado fue justo y servicial con ella, de súbito mencionaba el despecho de su padre hacia él. Tampoco era de extrañar. La muchacha había sentido ternura hacia aquel hombre, pasión, decepción, se había arrodillado ante él, le había insultado, le había despreciado. No habían sido nada y, sin embargo, habían pasado infinitas cosas entre ellos. Cornelia buscaba una salida al silencio pero no la encontraba. Esperaba que su marido se abalanzara sobre ella en cualquier momento y acabara con aquella tortura de la espera antes del momento culminante. Acostumbrada a controlarlo todo era más difícil de lo que había imaginado no controlar nada y ante alguien al que debía respeto sin saber siquiera si ese alguien la respetaba de igual forma.

–Siempre tan habladora, siempre que nuestras vidas se cruzaron hablabas y ahora que puedes hacerlo con toda libertad, ahora que he conseguido para los dos el derecho de la intimidad completa, ahora callas. – Graco la miró de pies a cabeza. Era guapa, y se adivinaba un aún más hermoso cuerpo bajo el vestido nupcial; sería interesante confirmar ese dato, pero advirtió la seriedad de la muchacha, su incomodidad infinita-. ¿Tienes miedo? – El silencio de Cornelia persistía. Graco suspiró y se levantó-. Sé que te has casado conmigo para liberar a tu tío. Te honra la dignidad con la que llevas la situación. Supongo que poseerte pudiera ser algo agradable, pero estoy cansado y no pienso desperdiciar las pocas fuerzas que me quedan en luchar con una joven patricia atolondrada a la par que asustada. Hay sitios en Roma donde puedo obtener la clase de placer que me vendría bien ahora sin que me miren unos ojos aterrados. No pienso forzarte, Cornelia. La boda era necesaria para asegurar que tu padre cumple con su parte del trato. No te preocupes, que no pienso molestarte. Hubo un tiempo que pensé que la conversación contigo podía ser hasta interesante, pero obviamente las circunstancias te superan y el miedo te atenaza. No te culpo. No sé cómo reaccionaría yo en tu situación, casada con uno de los mayores enemigos políticos de tu padre, como tú misma "me echaste en cara en el pasado. Está claro que entre tú y yo hay un gran abismo que una ceremonia puede resolver pero sólo de cara al pueblo de Roma, pues es eso, sólo una ceremonia a fin de cuentas y está claro que de nada vale cuando nos quedamos en privado. Descansa tranquila. No me esperes despierta. – Y se dio media vuelta, abrió la puerta del dormitorio y puso un pie sobre el umbral cuando la voz de Cornelia le capturó como las sirenas que encandilaron a Ulises.

–Soy joven, soy inexperta y tengo miedo, pero soy tu esposa, Tiberio Sempronio Graco. No importa si me casé porque nuestras familias se odian y ésta era la única forma de evitar que toda Roma se volviera un mar de sangre y sufrimiento. Eso es el pasado y creo que entre mi marido y yo la única forma de entendernos será olvidar el pasado y pensar sólo en el presente y en el futuro. – Graco se dio la vuelta, retiró el pie del umbral y se volvió hacia la muchacha para escucharla con atención, pero sin cerrar la puerta; Cornelia seguía hablando; se había quitado ella sola el velo anaranjado y sus hermosos ojos oscuros miraban al suelo a veces, un instante a él, luego a las paredes y de nuevo al suelo en un ciclo que se repetía varias veces-. Tengo miedo porque nunca he estado con un hombre antes, como me corresponde como patricia antes del matrimonio, pero aquí ya no me importa el motivo de mi boda, sino sólo cumplir con mi cometido. Siempre te consideré enemigo de mi padre y de mi familia, pero mis acciones y palabras del pasado también, y tú, Tiberio Sempronio Graco, lo sabes bien, también han reconocido en ti a alguien que puede ser justo y atento y considerado con sus iguales, con el pueblo y con Roma entera. Cuando acepté este matrimonio, es cierto, lo hice sobre todo pensando en la libertad de mi tío y en evitar un baño de sangre, pero lo hice también con la esperanza en mi corazón de que el hombre con quien me casaba, aunque fuera enemigo de mi familia, era, sería, es también alguien capaz de actos justos y eso me animó y me ha ayudado a sobrellevar la situación. Te he insultado en el pasado, es cierto, pero también te he implorado de rodillas. Ahora, es verdad, aquí a solas contigo, en esta habitación tengo miedo por mi inexperiencia, pero si mi marido busca en otros lugares de Roma el placer que anhela no será porque su esposa no intente cumplir hasta el final con lo que el matrimonio la obliga. Soy tu esposa y acepto las consecuencias de ese hecho por completo y haré todo lo que quieras que haga para satisfacerte, sólo que, sólo que… no sé ni por dónde empezar. – Y cualquier otra joven hubiera llorado con profusión en ese instante, pero Cornelia menor, hija de Publio Cornelio Escipión, ella no. Cornelia se tragó las lágrimas entre sollozos ahogados y se mantuvo allí de pie, quieta, viendo como su marido cerraba la puerta despacio y volvía a sentarse en la sella mirándola fijamente, entre perplejo y confundido, entre intrigado y atraído. Cornelia recordaba las últimas palabras de Areté: «Y no importa nada de lo que te haya contado yo, tú muéstrate siempre temerosa, asustada e inexperta. No hay nada que halague más al ego de un hombre que creer que sabe más de todo que una mujer y más aún cuando se trata de amar. En poco tiempo sabrás tú mucho más que él, pero que él nunca lo sepa.»

–Te ha vuelto el habla y con intensidad -empezó Graco-. Eso me agrada. Siempre fueron interesantes nuestras conversaciones y veo que ésta también va a serlo. ¿Dispuesta a todo para satisfacerme?

–A todo -dijo ella, pero con la voz baja y sin ocultar su miedo. No le era difícil actuar como había dicho Areté. No tenía que fingir.

–¿Dispuesta a ser mi esposa en privado y no sólo en público?

–Dispuesta, mi señor. Dispuesta -repitió ella con algo más de aplomo, pero aún nerviosa.

–Eso habrá que verlo. – Le gustaba Cornelia, sentía simpatía por ella, le conmovía su valentía y su sinceridad aun acorralada, sola, sin su familia alrededor, esa familia que hasta ese día la había protegido de todo y que sólo falló un día, el día del foro Boario, en protegerla de todo mal, pero, al mismo tiempo, a Graco aún le dolían algunas de las cicatrices de las heridas de Magnesia, aún recordaba las diferentes estratagemas que el padre de aquella muchacha había usado en Grecia y luego en Asia para acabar con su vida y no podía evitar destilar algo de rencor duramente reprimido durante años. En el Senado, era cierto, en la última votación contra Catón, había defendido la dignidad de su antiguo enemigo, de Escipión, porque más allá de lo personal estaba convencido de que nadie había engrandecido más a Roma que Escipión, pero el exilio parecía una medida prudente, que si el propio incriminado aceptaba, como había hecho, reducía al mínimo el peligro para el Estado y le permitía una salida a la familia de los Escipiones evitando el enfrentamiento, la cárcel, ejecuciones y una larga y sangrienta tragedia para toda Roma; pero ahora, en la intimidad de aquella habitación tenía ante sí a la hija del hombre que le había causado tanto daño, tantas heridas, que le había llevado al borde de la muerte, al menos, en dos ocasiones, y su hija era ahora suya y podía hacer con ella lo que quisiera, y la rabia del pasado parecía tan viva, tan presente que Tiberio Sempronio Graco, por primera vez en toda su vida, sintió miedo de sí mismo. Se iba acercando lentamente hacia la joven y ella, digna, en pie, quieta, mirándole a los ojos con una mezcla de terror, de nervios, de entrega esperaba sin intentar defenderse. Y en el corazón de Graco se desató la mayor de las tormentas, porque aquélla era la misma joven que le cautivó desde que le sorprendió con su sagacidad infantil en su primer encuentro cuando ella era tan sólo una niña pequeña, la misma joven que en la adolescencia le hechizó con su fuerza y su belleza, la misma joven que fue capaz de retar la vigilancia extrema del todopoderoso Escipión, para comunicar con él pese a tenerlo prohibido, ¿qué hacer con aquella muchacha, con aquella hermosa patricia, con su propia esposa en la que estaban, al mismo tiempo, entrelazados, el camino frío y perfecto de la venganza suprema junto con el destino incierto de la pasión?

Tiberio Sempronio Graco se detuvo junto a Cornelia y le habló con una voz que hasta para él sonó desconocida, con un timbre grave y profundo, como la voz del augur que presagia el futuro.

–Desnúdate.

Y Cornelia, con algo de torpeza natural que parecía fingida por la más experta de las meretrices de Roma, intentó aflojarse el nodus Herculis que ceñía su vestido nupcial, pero fue incapaz de deshacerlo y fue a hablar, pero para entonces su marido ya había desenfundado la espada y la esgrimía con su poderoso brazo con la punta hacia su vientre plano y recto en donde el estómago se había hecho pequeño a la espera del ataque de aquel hombre que se acercaba con aquella enorme espada hasta el vestido. Cornelia cerró los ojos y pensó en su padre, en su tío y en Roma, y pensó en todos los que había salvado y rezó a los dioses por que aquel hombre no la matara, que sólo la hiriera, una herida que pudiera ocultar, porque si no su padre regresaría a Roma y no cejaría hasta matar a tantos como se pusieran por delante.

Graco enganchó el nudo del vestido con la punta de su gladio y con agilidad levantó el arma hacia arriba de forma que la tela del nudo soltó un chasquido como quien avisa de que algo va a pasar, se partió y el nudo destrozado en su corazón cedió quedando el vestido suelto y sin más sujeción que los hombros suaves y torneados de la patricia que lo portaba. La muchacha, interpretando con sorpresa pero con rapidez la acción de su esposo, permaneció estática, clavada sobre el suelo, pero movió los brazos, cruzándolos ante su pecho de forma que cada mano llegó al hombro contrario y deslizó el vestido por cada hombro hasta que la tela cedió por la fuerza de la gravedad y cayó al suelo dejando su esbelta figura bien visible tan sólo ligeramente cubierta por una fina túnica íntima de la que su marido no tardó en estirar hacia abajo para así, al fin, dejar el cuerpo rabiosamente hermoso y joven de Cornelia completamente desnudo, desprotegido, abierto ante el hombre que su padre odiaba y que, a su vez, muy probablemente, odiaba también a su propio padre.

Tiberio Sempronio Graco enfundó lentamente su espada y así pudo conducir sus manos libres a los pechos prietos de Cornelia. Los asió con fuerza, ejerciendo una presión repartida a partes iguales sobre cada seno, sintiendo a la joven estremecerse al tiempo que los pezones se erizaban en el centro de las palmas de sus manos. Graco miraba a los ojos de su esposa, de su víctima, de su locura, pero la muchacha los había cerrado. Sin dejar de sostener los pechos, pero sin apretar tanto como para hacer daño, el tribuno de Roma empujó a la joven contra el lecho y ésta, rendida, se dejó tumbar sobre la cama.

Hicieron el amor durante horas, y cuando al amanecer Cornelia se despertó y se descubrió a sí misma envuelta en unas sábanas ligeramente ensangrentadas no sintió ya ni miedo ni dolor ni ganas de escapar. Al contrario, se reclinó sobre su esposo, apoyando su pequeña cabeza sobre el pecho fuerte y poderoso de su marido, allí donde varias cicatrices de guerra se juntaban unas contra otras y las lamió como el león que se lame una pata herida. Graco abrió los ojos, posó su brazo sobre la espalda limpia, tersa y suave de su esposa. Así pasaron varios minutos, hasta que el hombre, para su más completa sorpresa, de nuevo excitado, se incorporó en la cama, tumbó de nuevo a su joven esposa y volvió a poseerla con esa mezcla de furia y delicadeza que, desde aquel día, se convertiría en la forma habitual de mostrarse el uno al otro esa combinación tan compleja de sentimientos y circunstancias que habían hecho que los destinos de ambos se unieran para siempre, y todo ello en medio de la zozobra de una Roma que los gobernaba, que los dirigía, sin rumbo fijo, hacia una historia que los dos intuían tan grande y complicada que sentían que sólo estando juntos podrían sobrevivir.

117 El retiro del héroe

Literno, Campania. Mayo de 184 a.C.

Hasta Literno llegaron pronto noticias sobre cómo había sido la boda de la pequeña Cornelia. En el atrio de la villa de Escipión en Campania, en su obligado exilio lejos de Roma, una interesadísima Emilia escuchaba la descripción que Cayo Lelio se esforzaba por producir. Se trataba de la narración, muy limitada en detalles, de un guerrero incapaz de satisfacer en modo alguno la curiosidad femenina de una madre que quería saber todo sobre el vestido de su hija, sobre cuándo había sonreído o llorado o cerrado los ojos, que buscaba comentarios sobre los vestidos de las mujeres de la familia de Tiberio Sempronio Graco, que quería saberlo todo sobre cómo se había comportado el nuevo marido con su joven esposa, si habían seguido todos los ritos, pero el relato de Cayo Lelio, únicamente resultaba suficiente para los oídos incómodos de Escipión, que sólo deseaba saber de ese asunto lo mínimo necesario. A Publio le bastaba con confirmar que su hija no había sido maltratada ni humillada o despreciada durante el acto público. Más allá de eso, a no ser que su propia hija le escribiera con acusaciones hacia su marido en el terreno privado, Publio Cornelio Escipión no quería saber nada. Por el contrario, para su esposa, el relato de Cayo Lelio estaba completamente falto de toda la fuerza descriptiva que una madre busca de un evento tan importante en la vida de una de sus hijas.

A Emilia sólo le quedaba el consuelo de recibir una recreación más completa de la boda a través de alguna de las cartas que su propia hija, protagonista y testigo en la boda, pudiera enviarle en los próximos días.

–Imagino que mis palabras son muy torpes para describir una boda -se excusaba Lelio consciente del palpable desencanto plasmado en el rostro de Emilia-. Soy mejor refiriendo batallas que celebraciones, si es que siquiera mis palabras valen para eso. Realmente sirvo para poco más que para abatir enemigos en medio de una guerra.

–Cayo Lelio, ex cónsul de Roma -replicó Emilia esbozando una sonrisa amable ante el reconocimiento del veterano senador de su incapacidad para describir la boda de su hija-, vales para mucho más que para eso. Poco habría conseguido nuestra familia sin la ayuda constante y leal de un amigo tan fiel como nuestro querido Lelio.

Cayo Lelio inclinó su cabeza agradecido por el cumplido.

–¿Y batallas? – interrumpió entonces Publio Cornelio Escipión, ávido de noticias y deseoso de conducir la conversación hacia cualquier otro asunto que no fuera Roma, no porque no le interesara la boda de su hija, sino porque no quería saber nada que le recordara su humillante condición de exiliado y la boda de Cornelia era la prueba más tangible del terrible pacto que le había forzado a abandonar la ciudad del Tíber para siempre-, ¿sabe nuestro querido Lelio de alguna batalla interesante que haya tenido lugar recientemente? Aquí las noticias llegan escasas y cada vez pienso más que mis amigos en Roma tienen miedo de poner por escrito nada de relevancia.

–¿Entonces no sabes aún de la última victoria de Aníbal?

Publio se incorporó por fin de su solium. Lelio se sintió orgulloso de captar su atención. Desde que había llegado de visita, Publio había permanecido medio recostado en su butaca, distraído, como adormilado, envuelto en el calor de aquella tarde de primavera campana.

–Noticias de Aníbal. Esto sí es interesante. – Publio hablaba con un brillo especial en los ojos que Lelio reconoció en seguida: era el Escipión guerrero el que habría regresado a aquel atrio-. ¿Una victoria más de Aníbal? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? Lo último que sabíamos -y miró a Emilia que, al contrario que su marido, tenía más habilidad para fingir interés en aquellas conversaciones que no le eran tan atractivas- era que Aníbal se había refugiado en Bitinia.

–Una victoria naval contra Pérgamo -anunció Lelio con rotundidad.

–¿Naval? – Publio volvió a apoyar su espalda en el respaldo de su butaca-. Eso es imposible; el rey Prusias no tiene flota con la que conseguir nada en el mar y menos aún contra la flota del rey Eumenes.

El escepticismo de Publio hizo feliz a Lelio. Tenía algo interesante que narrar. Incluso él, que se sentía siempre torpe con las palabras, consiguió hacer un resumen aceptable de la batalla entre la débil flota de Bitinia frente a la poderosa armada de Pérgamo.

–¿Serpientes? – preguntó al final del relato Publio sin ocultar su sorpresa y, por qué no, su satisfacción al ver que su viejo enemigo había sido capaz de conseguir una nueva victoria en un medio que le era incómodo, el mar, y además en completa inferioridad de condiciones-. ¡Serpientes! – Y Escipión golpeó con la palma de su mano su muslo derecho, justo allí donde tenía la cicatriz de la herida que Aníbal le infligiera en Zama, haciendo sonar una fuerte palmada que resonó en todo el atrio y que sobresaltó a Emilia-. ¡Por todos los dioses, lanzó serpientes contra los barcos enemigos! – Y tras una nueva palmada se deshizo en una interminable carcajada que lo llenó todo con una intensa felicidad que contagió tanto a su esposa como al propio Lelio-. ¡Ja, ja, ja, serpientes…! – Y los tres se unieron en una larga risa que duró varios minutos-. ¡Serpientes…! – repetía una y otra vez Escipión entre sollozos.

Lelio concluyó su relato explicando cómo había llegado una embajada del rey de Pérgamo describiendo el suceso y cómo Catón había avivado el miedo de todos los senadores por Aníbal, pues, según había dicho el censor de Roma, si Aníbal, sin nada, sin apenas ejército, sólo con un puñado de serpientes, era capaz de derrotar a la poderosa flota de Pérgamo, ¿qué podría intentar el general cartaginés si conseguía de nuevo reunir un ejército entre los diferentes estados de Asia Menor? Así, Catón, una vez más, había propuesto que, lo antes posible, en unas semanas, saliera una legión con la única misión de que el rey Prusias entregara Aníbal a Roma. Publio guardó silencio y no hizo comentarios.

Sacaron al fin la cena y Publio compartió la comida con Lelio y Emilia con más fruición de lo que era últimamente habitual en él, dado a ayunar casi todas las noches, sumido como estaba en un estado de desesperanza y tristeza. También bebió algo de mulsum, pero se retiró pronto, despidiéndose con efusividad de su viejo y gran amigo y posando su mano un instante en el hombro de su esposa. Su mujer fue a poner su mano sobre la mano de su marido, pero para cuando la mano de Emilia llegó al hombro, Publio ya la había retirado y se alejaba del atrio, cruzando el tablinium para dirigirse por un estrecho pasillo a una de las habitaciones posteriores de la casa donde Publio y Emilia tenían su dormitorio, aunque era posible que cuando ella fuera allí quizá no le encontrara en la cama. Emilia suspiró, Lelio miró para otro lado, y ambos, sin embargo, no pudieron evitar sonreír por dentro al escuchar cómo Publio volvía a reír mientras se aleja repitiendo ur»a y otra vez la misma palabra.

–¡Serpientes! ¡Ja, ja, ja! ¡Serpientes! ¡Serpientes…!

Emilia se volvió hacia Lelio y le hizo una confesión en voz baja:

–No le he oído reír tanto desde Siracusa.

Lelio asintió. Intentaba recordar desde cuándo él no había visto a su amigo tan feliz, y sí, él también tuvo que remontarse a la cena de Siracusa en la que todos los oficiales terminaron riendo con Publio ante un humillado Catón. ¡Cómo habían cambiado las cosas!

118 La última audiencia de Prusias

Nicomedia, reino de Bitinia.

Mayo de 184 a.C.

Aníbal esperó su turno con paciencia. A las pocas semanas de la victoria naval sobre Pérgamo, el rey Prusias de Bitinia le recibía sin ni tan siquiera pedir audiencia. Luego, al cabo de un par de meses, había que solicitar permiso para ver al rey y éste tardaba unos días en llegar. Más tarde eran semanas las que debían transcurrir antes de recibir una audiencia. Ahora, casi dos años desde aquella batalla, hacía un mes y medio que el rey de Bitinia no había tenido tiempo para recibirle, hasta que, cuando ya daba por hecho que el monarca no le recibiría nunca más, llegó un mensajero del rey conminándole a presentarse ante el gran rey Prusias de Bitinia. Así se refirió el joven soldado bitinio al hablar de su monarca.

Aníbal entró solo en el palacio del rey Prusias. Los pocos veteranos que le quedaban los dejaba custodiando la casa reconvertida en fortaleza junto a la Propóntide. Durante un largo rato, el rey le ignoró hasta que, por fin, Prusias dejó de mirar los documentos que sus consejeros le presentaban y se decidió a levantar la mirada y dedicarle un momento de atención.

–Soy un rey con reino que gobernar, Aníbal, pero mis consejeros dicen que has insistido mucho en esta nueva audiencia. Tú dirás. Te escucho, pero no divagues. No tengo tiempo que perder.

Aníbal pasó por alto el engreimiento fatuo de quien no era apenas nadie en el mundo, para pasar a lo único que le importaba: proteger la situación de Bitinia, que era lo mismo que protegerse a sí mismo.

Claro que tener que hacerlo contra el criterio de un rey en el que confiaba poco hacía todo mucho más difícil.

–Deberíamos atacar Pérgamo por tierra. Ahora que no lo esperan, mientras reconstruyen su flota. Es el mejor momento, rey Prusias. La mejor defensa es siempre atacar antes que el enemigo, con fuerza y por sorpresa. Podemos atemorizar a Eumenes lo suficiente para que acepte la existencia de tu reino como un mal menor y así conseguirás paz y seguridad durante el resto de tu reinado.

Prusias suspiró y negó con la cabeza.

–No tenemos fuerzas suficientes para luchar contra Pérgamo.

–Pérgamo -interrumpió Aníbal-, tiene otros frentes abiertos. Los seléucidas no se rinden y Eumenes ha de proteger demasiadas fronteras. Convéncele con un ataque sorpresa de que es mejor para él no tener que guardarse las espaldas mientras lucha contra Seleuco por los restos del imperio de Antíoco. Hazlo y tendrás seguridad. Permanece quieto y más pronto que tarde Roma enviará refuerzos que se lanzarán contra ti.

–Roma -respondió el rey irritado por la interrupción anterior-, Roma tiene demasiados problemas internos como para ocuparse de Asia.

Esto pilló a Aníbal por sorpresa. Prusias disfrutó al ver que tenía información desconocida para su petulante interlocutor. El rey se explayó con ganas. Saber más que Aníbal le hacía sentirse mucho más poderoso que aquel general desterrado venido a menos.

–Roma está ocupada en sus propias rencillas. Hoy mismo he sabido que a punto ha estado de estallar una guerra civil en sus propias calles. Escipión, ese general que te derrotó, ha sido desterrado de la ciudad. Como tú. En eso os parecéis los dos. Dos generales derrotados y exiliados, él por su Senado y tú por el tuyo. – Y lanzó una sonora carcajada a la que rápidamente se unieron todos los consejeros y el resto de subditos que esperaban poder hablar con el monarca del norte de Asia Menor.

Aníbal engulló la miseria del desprecio del rey al que servía. Sabía leer entre líneas lo que Prusias callaba. No quedaba lugar alguno para las palabras. Se inclinó ante el rey, dio media vuelta, y, entre las carcajadas de quienes le despreciaban, pese a haberlos conducido a una inaudita victoria sobre Pérgamo, salió del salón del trono. Las puertas se cerraron tras él y Aníbal encaró el pasillo de piedra que conducía a la salida del palacio del rey de Bitinia. Al acercarse al umbral, sintió que una sombra se movía a su espalda y Aníbal se llevó la mano, por puro instinto, al cinturón en busca de su espada, pero ésta se la habían arrebatado antes de entrar en el palacio real. Se revolvió veloz dispuesto a luchar con las manos si hacía falta, pero ante él encontró sólo al oficial del ejército de Bitinia que combatiera con él y con Maharbal en la batalla naval contra Pérgamo. El oficial no había desenfundado su espada y se limitaba a mirarle con seriedad.

–Ten cuidado, general -dijo el oficial bitinio, y dio media vuelta, sin añadir más. Aníbal comprendió que era un aviso de alguien que le respetaba, incluso allí, en el confín de un mundo que no hacía más que buscar ya la forma de deshacerse de él para siempre. El aviso de aquel oficial confirmó todas sus intuiciones. Eumenes de Pérgamo no atacaba porque, sin duda, esperaba ayuda exterior que no podía llegar de otro sitio sino de Roma. Roma expulsaba a Escipión. Eso significaba que la Roma negociadora ya no existía. Pronto atacarían Cartago y arrasarían la ciudad y, aunque él se escondiera en las entrañas del mundo, vendrían a buscarle para terminar con su vida. Una Roma sin Escipión sería una Roma implacable y cruel que lo tiranizaría todo, pero ya nada podía hacerse. Y si Prusias tenía esa información era porque habían llegado mensajeros secretos de Roma a Bitinia que no podían hacer otra cosa que reclamar al rey bitinio que entregara su cabeza, la cabeza de Aníbal.

El general cartaginés, solo, avanzó por las calles de la ciudad de Nicomedia mientras rumiaba si existía todavía algún lugar en el mundo donde refugiarse, rehacerse y combatir contra Roma. No tenía esposa, no tenía amigos, no tenía ciudad ni patria. Sólo le quedaba luchar para mantener viva en su interior la llama de la vida.

119 Las memorias de Escipión

Literno, Campania. Septiembre de 184 a.C.

El tiempo transcurría con la lentitud que sólo siente el exiliado. Los días eran repetitivos, aburridos. Emilia se mostraba distante, fría, o eso percibía Publio, quizá porque el alejamiento de Roma y de su hermano y del resto de la familia, que en su mayoría habían vuelto a Roma para hacerse cargo de los asuntos familiares, también era una pesada carga para ella. Las noches con Areté eran lo único que rompía la monotonía de aquel triste transcurrir de horas sin sentido ni rumbo. Ya no tenía claro si fue primero la frialdad de Emilia la que le empujaba a pasar más noches con Areté o si era ese creciente número de veladas con su hermosa esclava de Asia lo que había aumentado la distancia entre él y su esposa.

Estaban ya al final del verano y Publio se había sentado bajo una higuera que se levantaba dentro del recinto amurallado de su villa. Era su lugar preferido para simplemente ver pasar el tiempo. Laertes, a quien habían traído con ellos para que actuara como atriense tras la boda de Cornelia, le había servido un poco de agua caliente con hierbas que Publio bebía despacio. Habían traído a Laertes por su fortaleza como escolta, por su pasado guerrero, pero con el traslado a la villa habían descubierto en él a un magnífico capataz. Laertes había confirmado su destreza en la gestión de la finca comprando buen ganado y sacando el máximo rédito de la última cosecha de cereal, uva y aceite. Publio creía recordar que en algún momento el veterano guerrero espartano había comentado que en su tierra trabajaba en una granja, o quizá la poseyera él mismo, antes de ser alistado para las guerras de Grecia por Nabis. Pudiera ser. Además, Publio se había percatado de una extraña felicidad que parecía haberse apoderado de Laertes desde que se habían instalado en Literno. Publio relacionaba este marcado cambio en el estado de ánimo de su esclavo con el hecho de encontrarse ahora en un entorno que seguramente le recordara a Laertes su vida antes de la derrota frente a Roma. Publio estaba en lo cierto, en parte. El otro motivo que animaba el espíritu de Laertes lo desconocía por completo.

Sí, Publio Cornelio Escipión veía pasar los días con la lentitud del desterrado. Era una dura tortura donde percibía la lejana sonrisa de Marco Porcio Catón levantándose cada mañana por el horizonte. Eso era lo que más le revolvía las tripas hasta casi provocarle náuseas. Eso y pensar que no podía hacer nada. Había tenido que aceptar el exilio para liberar a su hermano de la cárcel. Todavía tenía dudas profundas sobre si no debería haberse levantado en armas y terminar con Catón de una vez para siempre. El miserable censor de Roma se dedicaba a diario a destruir todo lo que tuviera que ver con el recuerdo de sus pasadas hazañas. Catón había decidido no sólo exiliarle sino borrarle de la historia, a él y a toda su familia. No pasaba un día sin que llegaran penosas noticias de Roma en ese sentido. Desde hacía una semana había ordenado a su esposa que no le informara de nada sobre la política de Roma; no quería saber ya nada más ni sobre el Senado ni sobre los tribunos de la plebe ni sobre las provincias sobre las que gobernaba una Roma que él, ahora mismo, aborrecía. Sólo le interesaba conocer cómo estaban sus hijos, noticias familiares o, como algo excepcional, saber de la vida de viejos guerreros como Aníbal, que, como él mismo, estaban condenados a un destierro similar, traicionados por su propia ciudad. Era curioso que después de tantos años luchando contra Aníbal y después de tantas batallas y sufrimientos era precisamente con Aníbal con quien se sentía especialmente cercano. A veces pensaba que le gustaría volver a verle y compartir con el viejo general enemigo un vaso de leche de cabra a la sombra de aquella misma higuera. Y no sabría explicar bien por qué, pero intuía que a Aníbal, en aquellos momentos de su vida, esa invitación no le parecería nada desagradable. Al menos, eso le gustaba pensar a Publio.

Escipión se sentía impotente. Era como estar muerto sin todavía estarlo. Era como no existir pero con la obligación de tener que levantarse cada día, con la necesidad de comer, de beber, de hablar, de escuchar. Era como haber sido ejecutado y, sin embargo, permanecer en pie viendo cómo preparaban cada día al verdugo para volver a estrangular el pescuezo moribundo de uno mismo. Era como morir un poco más, lento, despacio, cada noche, pero sin llegar nunca a exhalar el último suspiro. Publio Cornelio Escipión hacía semanas que estaba considerando con seriedad la opción del suicidio.

El viento ligero que se arrastraba por la villa de Literno, recibido bajo la frondosa sombra de aquella centenaria higuera, proporcionaba paz de espíritu a la desmoralizada mente de quien en un tiempo fuera el mejor general de Roma, el hombre más poderoso del mundo. Una mueca de tristeza y decepción se dibujó en su rostro. Ya no tenía legiones a las que mandar, ni un Senado al que dirigirse, ni siquiera estaba seguro ya de contar con el afecto de su esposa y sabía que las caricias de Areté, por muy dulces que fueran, eran fruto de la obligación y no de la admiración o el amor sincero. Ésa era la vida que le quedaba y no parecía que mereciera mucho la pena vivirla. Fue entonces, en aquella lenta tarde de septiembre, con la desesperanza anclada en su ánimo, cuando se le ocurrió una idea, lo único que podía dotar de sentido a los días, semanas, meses o años que le quedara por vivir: contar su vida pasada, aquélla donde las cosas sí tuvieron sentido, aquella vida cuando él gobernaba no ya sobre otros, que no le importaba, sino cuando gobernaba sobre su propio destino. Sí, narrar la historia de la guerra contra Aníbal desde su punto de vista, explicar las batallas de Italia, la campaña de Hispania, la conquista de Cartago Nova, las batallas de Baecula e Hipa, el castigo a Cástulo e Iliturgis, los debates en el Senado para conseguir el permiso para invadir África; explicar las motivaciones de su enfrentamiento con Quinto Fabio Máximo, primero, y luego sus interminables disputas con Marco Porcio Catón; contar el paso a Sicilia, el adiestramiento de las legiones V y VI y su recuperación para el combate, sí, narrar su encuentro con las famosas legiones malditas desterradas en el pasado como estaba él ahora desterrado, saboreando un poco de esa misma sensación de miseria que en su momento vivieron los legionarios de aquel ejército olvidado por Roma y que, sin embargo, gracias a él, gracias a Publio Cornelio Escipión, desembarcó en África para cambiar la faz del mundo y, a un tiempo, recuperar para cada uno de esos legionarios el orgullo de sentirse no ya romano, sino hombre libre; ¡cómo entendía ahora la decepción de aquellos soldados desterrados y despreciados! Sí, relatar los acontecimientos que explican su ataque a Locri y luego todas y cada una de las batallas de África, las negociaciones con Sífax y con Masinisa; contar cómo se las ingenió para zafarse de los ejércitos de Giscón y Sífax en una increíble batalla nocturna y narrar el desarrollo de la tremenda batalla de Zama donde perecieron tantos buenos oficiales, muchos de sus mejores amigos; contarlo todo, el regreso triunfal a Roma, el reconocimiento, la vida en una ciudad que por unos años le consideró un héroe, casi un dios, antes de humillarlo y traicionarle y obligarle a exiliarse para siempre; explicar cómo, cuando Aníbal se rehízo y se alió al rey Antíoco, Roma, de nuevo, recurrió a él y a su familia, y contar cómo consiguió, incluso enfermo, con la ayuda de su hermano, derrotar al todopoderoso rey de Siria en la brutal batalla de Magnesia; sí, narrarlo todo, la carga de los indestructibles catafractos, las maniobras de las legiones, relatarlo todo punto por punto, con claridad, con precisión, para que cuando en el futuro alguien quiera saber del pasado no sólo se encontrara con la versión única, y supuestamente autorizada al estar refrendada por un Senado corrupto, de Marco Porcio Catón. No, no podía pasar él, Publio Cornelio Escipión, siempre activo, siempre en lucha, los últimos días de su vida sin librar esta última batalla, la más importante de todas: escribir la historia de lo que realmente aconteció.

Publio se levantó y lanzó un potente grito. Desde la casa vino un esclavo para atender al amo.

–¡Tráeme un stilus, schedae y attramentuml ¡Rápido, por Júpiter Óptimo Máximo, rápido! ¡Necesito papiro y tinta para escribir! ¡Y tiempo, claro, necesito tiempo! – Y aquí Publio Cornelio Escipión echó la cabeza atrás mientras lanzaba una sonora carcajada-. Tiempo -reinició ahora ya en voz baja-, tiempo es de lo que más dispongo, gracias a ti, miserable Catón. No dudes que sabré usarlo de la única forma útil que me queda. El mundo ha de saber lo que ocurrió de verdad, quién fui y en quién me he convertido por tu causa.

El esclavo, azuzado al pensar que su amo se había vuelto loco, corrió como el viento y trajo todo lo que se le había pedido, pues un amo loco insatisfecho era lo más temible que un esclavo podía encontrar. Publio recibió con agrado el papiro y la tinta. Cogió una de las schedae y la extendió con cuidado sobre la mesa en la que permanecía, ya olvidado, el tazón de agua hervida. Tomó el stdus, lo mojó despacio y con esmero en el attramentum y empezó a escribir sus memorias. Comenzó en latín. Se detuvo. Sacudió la cabeza. Tachó las palabras escritas y volvió a empezar. En griego, sí. Estaba convencido de que si quería que sus palabras fueran leídas y recordadas debía escribir en griego. Sería ésta, además, su última decisión henchida de desprecio hacia el maldito Catón. Pero, ¿por dónde empezar? Detuvo la pluma. En latín había iniciado el texto que acababa de tachar presentándose por su nombre. No. Si alguien empezaba a leer sus memorias debía saber desde un principio que aquellas palabras no eran los recuerdos de alguien insignificante, por lo menos no lo fue durante un tiempo. Publio Cornelio Escipión acercó al fin el stüus despacio al papiro y, con tiento, con el mimo con el que la madre teje ropa para su recién nacido, empezó a acariciar la superficie limpia de aquella hoja en blanco:

[He sido el hombre más poderoso del mundo pero también el más traicionado.]* La maldición de Sífax se ha cumplido. Hubo un momento en el que pensé que mi caída era imposible. El orgullo y los halagos con frecuencia nublan nuestra razón…

120 La Basílica Porcia

Roma, octubre de 184 a.C.

Catón se presentó en el emplazamiento señalado para las obras justo antes del amanecer. Se trataba de una amplia extensión de terreno junto a la mismísima Curia Hostilia, en su costado occidental. El censor de Roma, a precio de oro, había comprado varias casas y tiendas antiguas en el corazón de Roma, entre la Curia y el Vicus Lautumiarum que descendía de norte a sur en dirección al foro. Justo en ese enclave, en el que Catón había invertido gran parte de su fortuna personal procedente de la campaña de Asia y de su participación en la batalla de las Termopilas, se iba a levantar en pocos meses la gran nueva basílica de Roma, una basílica que llevaría el nombre de su gens: la Basílica Porcia. Un lugar donde se impartiría justicia según la doctrina más tradicional y escrupulosa con las costumbres de los antepasados de Roma. Su ubicación entre el edificio donde se reunía el Senado y las lúgubres mazmorras de Roma no había sido elegida de forma azarosa por Catón. El censor de Roma quería que quedara claro a todos, incluso a los senadores, que, a pocos pasos de la Curia, se impartía justicia, una justicia que podía conducir a cualquiera a la mismísima cárcel. Lo de Escipión había sido un aviso, pero Catón quería dejar su impronta permanente en el corazón de la ciudad. Aquella basílica vigilaría, más allá de su muerte, que Roma se condujera de acuerdo a las leyes que la habían hecho fuerte. Sí, se había dejado prácticamente toda su fortuna en aquel empeño, pero la villa, con sus cosechas y ganado, iba bien y le daba réditos suficientes para vivir con razonable holgura incluso si ya no se embarcaba en ninguna nueva campaña militar. Y él quería dejar su huella en Roma de forma indeleble: aquella magnífica construcción, de la que en ese momento sólo se adivinaban los cimientos, sería su gran obra, su gran legado para la posteridad. Por ello le recordarían siempre.

Marco Porcio Catón paseaba por entre los trabajadores que se afanaban en apilar millares de ladrillos recién cocidos que llegaban de los hornos de Roma para levantar el nuevo gran edificio de la ciudad. Roma cambiaba, sí. Y cambiaba para bien. La república había sobrevivido a las maquinaciones de los Escipiones e incluso a las maniobras del iluso y flojo de Tiberio Sempronio Graco. Catón quería mostrarles ahora a todos con quién estaban echando aquel pulso. Para su satisfacción vio como varias decenas de senadores que cruzaban el Comitium en dirección al edificio del Senado se desviaban ligeramente de su ruta para aproximarse a las obras de la nueva basílica y maravillarse por sus dimensiones. Catón leía en sus rostros la admiración y la perplejidad entremezcladas.

–¿Creíais que una votación perdida terminaría conmigo? – dijo Catón entre dientes henchido de orgullo-. Roma no ha hecho más que despertar a un nuevo amanecer. Escipión está exiliado, debería estar muerto, pero está exiliado de por vida y yo velaré, esta basílica, todos sus jueces, velarán porque ese exilio se cumpla y porque el nombre de Escipión se diluya en olvido y porque los senadores de Roma se ajusten a la letra escrita de las leyes de la ciudad. Yo los vigilaré a todos. A todos.

Y se alejó del grupo de senadores para pasearse durante un largo rato más, hasta que el sol deslumhrara en el horizonte, por entre las inmensas obras de su legado al mundo.

121 La petición de Cornelia

Roma, noviembre de 184 a.C.

Cornelia menor paseaba nerviosa por el atrio de la gran domus que su marido, Tiberio Sempronio Graco, poseía en el Clivus Victoriae en el centro de Roma. La joven esposa acababa de recibir un mensaje urgente de su madre y Cornelia llevaba horas meditando en qué términos dirigirse a su marido.

Querida Cornelia menor:

Tu padre está cada día más débil. Él, como siempre, se niega a reconocerlo, pero cada día recorta más sus paseos por el bosque de la hacienda y cada vez duerme más. Tiene frecuentes accesos de fiebre que lo tienen en cama durante días y los días en los que se encuentra bien son cada vez menos. Temo que pronto nos deje y vaya al Averno, donde espero que los dioses sabrán reconocerle sus méritos y donde no sufra más la deslealtad de Roma. Sé que te debes a tu marido y sé que es muy posible que por ello no puedas nunca venir y lo entenderé, pero si pudieras conseguir visitarle aunque sólo fuera unos días, estoy seguro de que tu presencia le daría fuerzas suplementarias para combatir esta maldita enfermedad que le consume por dentro desde hace ya tantos años. Haz lo que puedas. Tu deber primero ahora es complacer a tu marido y cumplir con el pacto del Senado. Cualquier cosa que hagas me parecerá bien. Que los dioses te guarden y te protejan de todo mal.

Emilia Tercia

La tablilla con el mensaje permanecía aún sobre una pequeña mesita en el centro del atrio situada justo al lado del impluvium. Aquél era un lugar favorito de Cornelia para leer con tranquilidad durante las tardes en las que su marido andaba ocupado en visitas a diferentes senadores de la ciudad. Cornelia contemplaba la tablilla desde una distancia de varios pasos mientras se mordía el labio inferior y pensaba. En ese momento se abrió la puerta del vestíbulo que daba al Clivus Victoriae y la voz potente de su esposo se escuchó resonando en cada pared del gran atrio. Regresaba contento. Seguramente debía de haber conseguido más apoyos para una próxima candidatura suya al consulado. Después de su tribunado de la plebe y de la gran fama que había adquirido al interponerse entre Catón y su padre, su marido gozaba de un creciente prestigio que le hacía albergar esperanzas de salir elegido alguna vez como cónsul de Roma, pero, pese a todo, y con un Catón molesto y distanciado por su intromisión final en el desenlace del juicio contra su padre, Graco se estaba esforzando en asegurar apoyos en las filas de ambos bandos, entre los que respaldaban al maldito Catón y entre algunos de los que en el pasado reciente se mostraron como fieles seguidores de la familia de los Escipiones. De hecho, su matrimonio con ella, una joven Cornelia, a la que los amigos de los Escipiones veían tratada con dignidad por su esposo, le había granjeado nuevos partidarios entre los más acérrimos seguidores del general exiliado. Cornelia se dio media vuelta en un vano intento de ocultar sus sentimientos. Graco, mientras se lavaba las manos en una bacinilla que le sostenía el atriense de la casa, comprendió de inmediato que algo la preocupaba sobremanera. Entre ellos se había establecido una relación intensa en lo sexual y honesta a la hora de compartir preocupaciones, de modo que su marido no se anduvo por las ramas y evitó palabras innecesarias.

–Algo te preocupa.

Cornelia asintió con claridad, pero aún sin decir nada. Su esposo hizo un gesto y el atriense desapareció mientras recibía las órdenes de su amo.

–Que no nos molesten. – Y, a continuación, Graco, observando que sobre la mesa junto al impluvium había una tablilla, se sentó en un solium en el que solía descansar y se dirigió a su mujer-: ¿Has recibido noticias de tu familia?

–Sí.

–¿Es sobre tu padre? – Pero Cornelia no decía nada y Graco, aunque con dolor, se sintió obligado a decir algo que sabía que hacía sufrir a su mujer pero que no podía cambiarse de ninguna forma-. Sabes que no puede regresar a Roma. Eso es del todo imposible.

Cornelia, para alivio de su esposo, volvió a asentir.

–No es eso -dijo, y guardó un segundo de silencio antes de terminar su frase-. Está muy enfermo y me gustaría poder visitarle.

Tiberio Sempronio Graco se levantó y caminó por el atrio hasta dar la espalda a su esposa, que, expectante, aguardaba una respuesta. Graco apretaba los labios mientras pensaba. Se detuvo ante el altar de los dioses Lares y Penates de la casa. Le pareció un sitio apropiado para tomar una decisión relacionada con la familia. Cornelia ahora, por razón de su matrimonio con él, era parte de la familia, pero Cornelia a su vez era parte del pacto que él mismo, Tiberio Sempronio Graco, había tejido entre el Senado y Escipión. Catón, pese a estar inmerso en la construcción de aquella enorme basílica, no cejaba en avivar las insidias contra los Escipiones y a los siempre volubles senadores de Roma sólo les tranquilizaba ver con frecuencia al poderoso Tiberio Sempronio Graco paseando por la ciudad con su joven esposa, hija de aquel posible nuevo rey de Roma que, exiliado y alejado y con aquella hija como rehén en la ciudad, nunca se revolvería contra ellos. En el fondo, todos ellos, sobre todo los seguidores de Catón, la consideraban una simple prisionera de Roma, una salvaguarda contra cualquier intento de Escipión de retornar a la ciudad a rehacerse con su posición en el Senado como princeps senatus y, como insistía una y otra vez Catón, eso sólo como primer paso hacia una dictadura vitalicia. Entre el pueblo, Escipión, Publio Cornelio Escipión, Africanus, el vencedor sobre Aníbal, era aún inmensamente popular. Dejar salir a Cornelia hacia el sur para reencontrarse con su padre podría poner en peligro el complejo equilibrio de fuerzas que Graco había conseguido establecer en Roma para evitar que ninguno de los bandos, los Escipiones o Catón, se hicieran con el dominio completo. No, no era buena idea que Cornelia dejara Roma, incluso si su padre estaba gravemente enfermo. Por otro lado, negarle a su esposa el derecho de visitar a un padre enfermo le revolvía las entrañas; además, ni tan siquiera podía argüir que la muchacha no hubiera cumplido de forma plena con sus obligaciones matrimoniales. Cornelia había cumplido en público con discreción y en privado con pasión. No, su ánimo no estaba en negarle a su esposa lo que pedía y, sin embargo, sabía que era peligroso, no sólo para él y sus aspiraciones políticas, sino para Roma entera.

–¿Está realmente grave? – preguntó Graco sin volverse a mirar a su esposa.

–Eso da a entender mi madre, y mi madre nunca exagera. – Cornelia se acercó a la mesilla y tomó la tablilla en su mano-. Toma. Si quieres puedes leer la carta. – Y estiró su brazo ofreciendo la tablilla a su marido, pero sin acercarse, respetando la distancia que él mismo había buscado para reflexionar.

–No me hace falta leerla. Me fío de tu criterio. Tú conoces a tu madre, no yo, y tú sabes interpretar mejor el significado de sus palabras. – Y, nuevamente, volvió a guardar silencio. Inspiró y suspiró profundamente.

Cornelia, a sus espaldas, sabía que su marido se debatía entre dos decisiones complicadas y sintió agradecimiento de que, al menos, lo estuviera considerando. Había temido recibir un claro y rotundo no por respuesta que le habría dolido profundamente. Cornelia había pensado en fórmulas con las que facilitar la decisión que deseaba que su marido tomara.

–He pensado -empezó ella con voz baja, dubitativa- que podría salir de noche. Sería posible que abandonara la ciudad sin ser vista y podría regresar en pocos días. Puedo cabalgar y así se aceleraría el viaje. Podrías decir que estoy enferma y regresaría de nuevo de noche. Podría hacer esta visita sin que nadie lo supiese en Roma.

Graco se volvió hacia ella y sonrió ante su enorme ingenuidad.

–¿Tú crees que algo así puede hacerse en una ciudad como Roma sin que Catón lo sepa?

Cornelia bajó la mirada. Pensaba que sí, pero era evidente que su marido no lo veía del mismo modo.

–Cornelia -se explicó Graco con tono conciliador-, Catón tiene espías en todas partes y la calle en la que vivimos está especialmente infestada de ellos. Si se abrieran las puertas de esta domus a media noche y una litera o caballos o una cuadriga salieran de mi casa, Catón lo sabría en menos de una hora y te garantizo que serías seguida hasta que se averiguara quién había salido al abrigo de la noche de casa de Tiberio Sempronio Graco. No, eso que sugieres no puede hacerse de ningún modo. – Y volvió a acercarse al solium y se sentó de nuevo sin dejar de mirarla. Ella mantenía la mirada fija en el suelo. Graco sabía que estaba sufriendo pero que pese a todo aceptaría lo que él dijera. Retomó la palabra-. No, Cornelia, si mi mujer ha de salir de mi casa para visitar a su padre gravemente enfermo lo hará en pleno día y yo seré el primero en comentarlo en el foro. Eres la hija del admirado a la par que temido Publio Cornelio Escipión, pero ahora eres también la esposa de Tiberio Sempronio Graco y yo te concedo el permiso para visitar a tu padre. Partirás mañana al amanecer, cuando el sol haya despuntado y los mercados de Roma empiecen a atestarse de mercaderes y compradores y cruzarás por entre el tumulto del pueblo de Roma hasta la puerta Capena. Yo, entre tanto, pasearé por el foro, veré a mis clientes y compartiré con todos que te he permitido visitar a tu padre. Eso sí, Cornelia -dijo levantando la voz y callando un instante a la espera de ver cómo los ojos de su esposa se alzaban del suelo y le miraban directamente-, dispondrás sólo de una semana. Mañana es día de mercado. El próximo día de mercado has de estar entrando por la misma puerta por la que saliste de la ciudad y regresarás de nuevo de día para que todos te puedan ver. Yo procuraré que durante ese tiempo las murmuraciones e insidias de Catón queden en nada a la espera de tu regreso. Si no vuelves el fantasma de la guerra civil retornará sobre todos y yo, sin ti, no podré hacer nada para pararlo, ¿lo entiendes?

–Volveré en una semana -respondió Cornelia con los ojos muy abiertos, algo confusa y con ganas de abrazar a su marido, pero temerosa de hacerlo no fuera a ser que algún esclavo apareciera de forma inesperada.

–Sé que lo harás -confirmó Graco con seguridad-. Ahora estaría bien si en esta casa se comiera alguna cosa. Tengo un hambre voraz.

–Por supuesto. – Y la joven Cornelia salió veloz hacia la cocina. Tenía muchas instrucciones que impartir a los esclavos. Quería que su marido disfrutara de una comida adecuada para alguien de su importancia y, también, de su aún para ella incomprensible generosidad. Y es que Cornelia era todavía demasiado joven para comprender la irrefrenable influencia que una mujer joven y hermosa puede tener sobre un hombre enamorado.

Tiberio Sempronio Graco se quedó solo en el atrio de su casa. Suspiró entonces de forma profunda. Sabía que Catón haría de aquélla una larga semana.

En la cocina, una vez impartidas las instrucciones a los esclavos, la joven esposa, de forma inesperada, tomó asiento en una de las pequeñas sellae que usaban las esclavas para coser. Cornelia habría agradecido un respaldo, pero el mareo y el malestar repentino habían sido intensos y no quería dar explicaciones. Ninguno de los esclavos se atrevió a preguntar nada. Seguramente pensaron que la señora quería supervisar personalmente el trabajo en la cocina. Todos se afanaron en sus quehaceres cortando verduras, desplumando dos pollos y avivando el gran fuego donde se preparaban todos los platos. Cornelia se alegró de que nadie pareciera notar nada. Por un instante había pensado en desvelar a su esposo también esa otra gran noticia relacionada con su estado, pero temía que de saberlo, su marido le denegara el permiso para viajar. Así que había callado. Ya se encontraba mejor y, sin decir nada, salió de la cocina. Pasaría primero por el dormitorio y se echaría agua en la nuca y en el rostro. Eso, según su madre, siempre aliviaba. Aprovecharía el viaje para consultarle sobre el parto. No podía evitarlo. Le daba un poco de miedo.

122 La última tarde de teatro

Literno, diciembre de 184 a.C.

Con el frío las fiebres regresaron y Publio sentía cómo su estado de salud se deterioraba por momentos. Una semana la pasaba postrado en la cama y la siguiente apenas si podía sentarse a ratos en el atrio. Los paseos en el bosque quedaron olvidados y los echaba de menos, como tantas otras cosas. Al final de sus días, empezó incluso a añorar el bullicio de Roma, de la misma Roma que le había despreciado. Echaba de menos el teatro, esas largas tardes de representaciones cómicas, trágicas, los actores en el escenario, y, en particular, las magníficas obras de Plauto. Plauto. ¿Qué sería de él? Pero, por encima de todo, echaba de menos poder ver a su hermosa hija pequeña, aunque sólo fuera para discutir. Sólo anhelaba sentir de nuevo el palpito de la fortaleza de aquella muchacha, aquella sangre de los Escipiones que fluía por su joven cuerpo, que le retaba, que le desafiaba, eso no importaba; era el sentir que la fuerza de los Escipiones seguía viva, poderosa en la familia, lo que Publio echaba en falta. En medio de su tormenta de añoranza, Emilia apareció en el atrio con una sonrisa, un gesto cálido, sincero que había estado ausente en la faz de su esposa desde hacía tiempo. Él no la culpaba por su enfado, quizá rencor.

–Ha llegado un regalo para ti.

–¿Un regalo? – No sabía bien qué podía ser; sus hijos mayores habían venido de visita ya, tanto el joven Publio como Cornelia mayor, junto con su esposo; visitas que había agradecido en sumo grado; también estaban Lelio y Emilio Paulo y Flaminino. Al final, Emilia había tenido razón, y la nueva casa que Emilia había ordenado levantar, frente a la vieja villa, para albergar a todos los que venían a visitarles, se encontraba llena de amigos; no había nada más que pudiera consolarle mejor en su exilio que esas visitas; cualquier otro regalo o lujo era superfluo. Alguna vez habían intentado hacerle llegar joyas, vajillas de oro y plata, incluso manjares extraños y exóticos y, sin duda, muy caros, todo proveniente de clientes que querían agradecerle la ayuda de la familia especialmente en aquellos tiempos difíciles, pero todo aquello era material y el general, con palabras educadas en tablillas escritas de su puño y letra, lo rechazaba. Insistía una y otra vez en que ya se le había acusado en demasiadas ocasiones de vivir rodeado de lujos. No quería dar más argumentos a sus enemigos en Roma con una vida disipada en su exilio. De hecho hasta se negó al principio del destierro a que se construyera esa nueva casa de invitados. Publio aún recordaba aquella conversación con su mujer.

–¡Que vean todos cómo vivo, que vean todos cómo vive el que fue su mejor general y que lo cuenten en Roma! – había respondido él una y otra vez, despechado, a los ruegos de Emilia para poder levantar esa nueva casa, pero su esposa, tenaz, siguió insistiendo hasta dar con el argumento adecuado.

–No se trata de nosotros, sino de recibir adecuadamente a aquellos clientes que vienen desde Roma porque se consideran obligados a agradecerte la ayuda que nuestra familia les presta en la ciudad. No podemos alojar a esos ciudadanos en lugares indignos, eso iría en detrimento de nuestra imagen y todos asumirían que hemos perdido poder, más del que realmente hemos perdido. – Y Emilia añadió despacio-: Todos creerán al fin que Catón ha vencido.

Al final, la casa nueva se levantó, incluso con una compleja red de calefacción excavada en la tierra que no sólo daba calor, a través de conductos que partían desde un gran horno, a la propia nueva casa, sino también a la vieja residencia donde vivía el propio Publio y su familia. Pero aquel calor, en medio del invierno y las fiebres vino bien y el viejo general ya no dijo nada. Ahora todo aquello, aunque sólo hubieran pasado unos meses, parecía tan lejano, tan distante. Y ahora ¿un regalo? En aquellos meses de decadencia le parecía que todo lo que no fuera algo de salud era superfluo, innecesario, prescindible; por eso no entendía cómo su mujer podía pensar que algún regalo pudiera hacerle feliz hasta que, de pronto, el rostro del propio Publio se iluminó como Emilia no lo había visto resplandecer desde los tiempos en los que su marido la miraba con pasión-. ¿ Es la pequeña Cornelia? – La voz del general vibraba conmovida-. ¿Ha venido la pequeña Cornelia a vernos? ¿A verme?

Pero la faz decepcionada de Emilia delató en seguida que aquél no era el caso. Emilia lamentó profundamente su niñería, su ingenuidad de haber querido presentar aquel regalo con misterio. Ahora, incluso lo que había preparado con tanto esmero le parecería aburrido e indolente a su esposo. Ella había escrito ya a su hija pequeña, rogándole que viniera, pero eso era algo prácticamente imposible, sujeta como estaba la muchacha a lo pactado con el Senado. La salud de Publio empeoraba casi cada día y no quería que su esposo no tuviera al menos la oportunidad de despedirse en persona de su hija pequeña, con la que, no sabía bien por qué, seguramente por lo que había pensado siempre, porque eran iguales, padre e hija, había una conexión especial, algo que nadie entendía bien, pero que estaba allí. Cornelia menor, por otro lado, era la persona quizá, sólo después de Catón, que más había contrariado a su padre, y, sin embargo, era para Publio un amor, una pasión particular, una debilidad infinita la que Emilia sabía que su marido sentía hacia su hija pequeña, de modo que cualquier cosa que hubiera hecho la joven siempre, al final, quedaba perdonada en el alma de su padre. Y, al fin y al cabo, la joven había aceptado un matrimonio pactado con uno de los más temibles enemigos de su padre para salvar a la familia del desastre total. Y eso después de haber rechazado a decenas de buenos candidatos durante los meses anteriores.

–No, no es Cornelia menor -respondió Emilia intentando mantener algo de alegría en su voz-; se trata de otra cosa, no tan maravillosa como una visita de nuestra pequeña hija, pero creo que te alegrará. Venga -añadió, y se acercó a su esposo para ayudarle a levantarse-; has de salir fuera. Todo está preparado fuera, frente a la casa.

Pero Publio, con una sacudida, se deshizo del intento de abrazo de su esposa para ayudarle a levantarse.

–¡Déjame en paz! Si no se trata de la pequeña, no hay nada que pueda hacerme mover de mi silla. Aquí estoy bien. – Y con voz más baja, mirando al suelo, ocultando alguna lágrima que estaba a punto de brotar repitió la misma frase-: Aquí estoy bien.

Emilia dio un paso atrás. No se vino abajo. Si su marido estaba a punto de llorar era que estaba más flojo, más débil que nunca. Con la paciencia de quien es traicionada varias veces a la semana y transige en silencio por respeto, por honor, ¿por amor?, volvió a hablar con sosiego.

–Están todos fuera esperando y está todo preparado. – Pero su marido se negaba y ni tan siquiera levantaba la cabeza para mirarla. Emilia lo intentó por última vez-. Se trata de un regalo de Plauto.

Publio Cornelio Escipión se pasó el dorso de la mano derecha por una mejilla para borrar toda huella líquida de sufrimiento o tristeza y levantó entonces, con lentitud, la cabeza.

–¿De Plauto? – preguntó con algo de incredulidad. El escritor había intercambiado con él alguna breve carta desde que comenzara el exilio, pero en ellas había referido que una salud débil también le impedía poder acudir a visitarle-. ¿Ha venido al fin… a verme? – Y Emilia sintió cómo, de nuevo, había tocado una vena sensible en su esposo. No había estado equivocada: Plauto era el único que podía ser aceptado como sustituto a una visita de la pequeña Cornelia.

–No exactamente -empezó a explicarse Emilia de nuevo, más animada al comprobar que había recuperado el interés de su esposo-, pero ha enviado a toda su compañía. Los ha enviado desde Roma para que representen aquí, para ti y para todos nuestros amigos, su última obra. Pensé que eso te gustaría y por eso no me opuse cuando me escribió proponiéndomelo. Espero haber hecho lo correcto.

Publio la miró algo perplejo. Aun después de tanto sufrimiento como le había proporcionado a su mujer en los últimos años, su esposa había buscado una forma de animarle en aquel humillante exilio. No podía despreciarle aquel regalo. Emilia interpretó bien la mirada de su esposo y se acercó de nuevo para ayudarle a levantarse. Esta vez, Publio colaboró y apoyó bien las piernas, tomó con la mano derecha su scipio y echó a andar apoyado en el hombro de su menuda pero siempre fuerte esposa. Cruzaron el atrio en cortos pasos, llegaron al vestíbulo y allí un esclavo les recibió con una manta en la mano que había ordenado preparar Emilia.

–Fuera, se la pondremos fuera, cuando le sentemos -dijo Emilia, y el esclavo asintió y les siguió con la manta.

En el exterior, Emilia había dispuesto que los actores contaran con todo lo que precisaran. Publio se sorprendió al ver un escenario de madera montado justo entre la domus vieja y la casa nueva de los invitados. Todo estaba dispuesto para iniciar la representación de la última obra que Plauto había escrito. El público estaba compuesto por todos los familiares del general. Allí estaba su hijo Publio, su hija mayor, Cornelia, con su marido, Publio Cornelio Escipión Násica, y su cuñado Lucio Emilio Paulo, y luego todos los amigos que estaban de visita esos días en la hacienda de Literno: Cayo Lelio, sentado a la derecha del solium que permanecía vacío frente a la escena en espera de que el propio Publio lo ocupase, y también habían llegado Flaminino, Silano, Acilio Glabrión, Marco y otros viejos oficiales y compañeros de armas de campañas pasadas. Habría una treintena de personas. Todas saludaron al general poniéndose en pie y a todos saludaba Publio con debilidad por la fiebre que parecía retomar el control de su cuerpo pero con la satisfacción de verlos allí. Sabía que habían venido por él y sabía que habían venido porque todos presentían, como él mismo, que su fin estaba cerca y, de corazón, agradecía que hubieran venido. Ahora se alegró de haber salido y de verlos a todos allí. La debilidad nos vuelve más vulnerables de lo que imaginamos y más aún a los que han sido poderosos y fuertes como ningún otro hombre. Sí, estaban todos los que le querían bien y habían sobrevivido a las guerras y a las insidias políticas, todos menos su pequeña Cornelia.

Mientras tomaba asiento ayudado por Lelio, Publio no podía dejar de pensar cuánto se había equivocado con Cornelia. Apretaba los labios mientras recordaba cómo llegó incluso a quemar aquella carta de su hija pequeña al comienzo de la campaña de Asia sin ni siquiera terminar de leerla. Ella, por el contrario, siempre la más rebelde, la más ingobernable de todas sus legiones, como le gustaba definirla a Publio en sus días de exilio, era la que se había sacrificado por él, por todos, por toda la familia, para evitar un derramamiento brutal de sangre. Incluso con aquel maldito pacto con Graco, con la posibilidad de que el resto de la familia participara en la política de Roma, pues el exilio sólo le era aplicado a su persona, había posibilidades de mantener la posición del clan en Roma, incluso de recuperar terreno. Y todo eso se había conseguido con la aquiescencia de la pequeña Cornelia. En ese momento, un actor se situó en medio de la escena y empezó a declamar el texto escrito por Plauto. Los pensamientos del general se detuvieron y se relajó. Sólo quería olvidar.

–Salvere iubeo spectatores optamos, fidem quifacitis maxumi, et vos Fides (…). [¡Salud al mejor de los públicos que tiene en tan alta estima a la Buena Fe y la Buena Fe lo tiene a él!] Si he dicho la verdad, indicádmelo con un sonoro aplauso: así sabré ya desde el principio que estáis bien dispuestos para conmigo [Traducción de esta frase y de las que aparecen en las páginas siguientes a partir de la edición de la comedia Casina de Plauto elaborada por José Román Bravo.]

Y el actor calló un instante para que el público aplaudiera con fuerza. El cómico inclinó entonces su cabeza agradecido. Estaba nervioso, como el resto de los actores y es que, si bien aquél parecía un público entregado desde el principio, se encontraban ante el grandísimo Escipión de quien sabían todas sus hazañas, pero de quien sobre todo apreciaban que fue de los primeros en apoyar el desarrollo de su profesión, el teatro, en Roma. Era para todos aquellos jóvenes actores un momento único en su vida. Lo sabían y querían estar a la altura.

Les daba confianza saber que contaban con un texto del gran Plauto.

La ob ra comenzó pero a Publio le costaba concentrarse en la historia. Sus pensamientos vagaban en una dimensión distinta, más trascendente. Repasaba su vida. Sonrió para sí mismo: cuando él nació su padre estaba viendo una obra de teatro, ¿de Livio Andrónico? Ya no lo recordaba con claridad. Era premonitorio que ahora que estaba tan enfermo una obra de teatro viniera hasta él. El círculo de su existencia se cerraba. Se cerraba.

La obra de teatro avanzaba con gran rapidez. En pocas escenas quedó claro, para los que sí atendían, cuál era el eje sobre el que giraba toda la acción: el viejo Lisídamo quería acostarse con la más joven y hermosa de las esclavas de su mujer, para lo cual contaba con la colaboración de Olimpión, el atriense de la casa, con quien Lisídamo había planeado casar a Cásina, que era como se llamaba la joven esclava en cuestión, para así, con la cooperación de Olimpión poder acostarse con ella cuando quisiera, pero el hijo del propio Lisídamo, Eutinico, también deseaba con locura a Cásina y había conseguido el apoyo para su causa de Cleóstrata, su madre y esposa a su vez de Lisídamo. Cleóstrata, que no quería que de ningún modo su esposo se saliera con la suya, estableció un plan contrario: propuso que la joven Cásina se casara con Calino, escudero de su hijo, y así sería el hijo y no Lisídamo, su esposo, quien podría yacer con la esclava con la colaboración de Calino.

Publio, por un instante, en uno de los momentos en los que atendía a la representación, pensó que Plauto había retratado parte de lo que pasaba en Literno, pero aquello no era más que uno de los temas recurrentes en las comedias que escribían Plauto y otros escritores y, en Literno, no había competencia familiar por Areté. El general miró a un lado y a otro. Tanto Lelio, a su derecha, como Emilia, a su izquierda, parecían observar los acontecimientos que se relataban en el escenario de forma relajada. Y se divertían. Las risas venían de todas partes.

La obra proseguía con muchos cántica. Para Publio resultaba evidente que Plauto había cedido ante los deseos de un público, el romano, que disfrutaba sobremanera con esas partes cantadas y, con cada obra, Plauto había ampliado el espacio para esas secciones. Publio apreciaba más las partes habladas, pero era él sólo uno entre muchos y Plauto se debía a su público. Publio miraba con atención y escuchaba interesado el despliegue de peripecias que se presentaban sobre el escenario y, por momentos, al fin, después de muchos meses, consiguió olvidar, aunque sólo fuera por una hora, el dolor de la enfermedad y la humillación del exilio.

Hacia el final de la obra, cuando Lisídamo acababa de ser sorprendido por su esposa a punto de cometer adulterio y regresaba corriendo, habiendo olvidado su capa, al ser interrogado por su airada esposa, éste buscaba rápidamente una excusa para justificar dicha pérdida. Atribulado por la culpa y nervioso recurrió a la frecuente excusa de argüir que como estaban en el período en que se celebraban las bacantes, las fiestas en honor a Baco, donde la multitud deambulaba por las calles enardecida por el exceso colectivo cometido en el consumo de vino y donde todo podía pasar, como perder una capa, que él mismo había perdido esa prenda en medio del tumulto febril de aquella alocada fiesta.

–Dice locuras a propósito, pues, por Castor, ya se acabaron los juegos de las bacantes -respondió otro de los personajes en escena a un cada vez más tenso Lisídamo.

–Lo había olvidado. Pero, de todas formas, las bacantes… -insistía Lisídamo empecinado en mantener la veracidad de su excusa.

–¿Cómo que las bacantes? – preguntó con voz chillona el muchacho que representaba a Cleóstrata, la esposa indignada de Lisídamo.

–Pues si ello no es posible… -replicaba Lisídamo intentando ganar tiempo para pensar en otra excusa que evitara confesar dónde había perdido realmente la capa. Publio, algo confuso, se volvió hacia Lelio.

–¿Qué es eso de que las bacantes no le valen de excusa? ¿Ya no se celebran las bacantes en Roma? – preguntó el viejo general a su veterano amigo.

–No -respondió Lelio en voz baja-. El Senado ha aprobado un senadoconsulto prohibiendo su celebración. Dicen que Catón está detrás. Ya sabes que no le gustan los tumultos de gente.

–Los tumultos de gente que él no puede controlar -precisó Publio mientras digería la información, y cerró los ojos de forma que no vio como Lelio asentía. A su vez Lelio no vio como el general mantenía los ojos cerrados.

Publio estaba agotado. La representación había estado bien, pero se le había hecho algo larga. La fiebre estaba subiendo de nuevo. Tenía algo de frío y se tapó, sin abrir los ojos, algo más las piernas con las mantas que le habían traído los esclavos siguiendo instrucciones de su esposa. A su alrededor escuchaba las frases de los actores en escena y las risas de todos aquellos que presenciaban la obra. Eran carcajadas de voces amigas que, como un arrullo constante, le sumieron en un sueño profundo en el que el general se abandonó sin ofrecer resistencia.

La escena quedó vacía, excepto por el actor que había dado comienzo a la representación quien, una vez más, situado en el centro del escenario, se acercó hacia el público y les dirigió las palabras finales de la obra.

–Espectadores, os vamos a contar lo que ocurrirá dentro. – Y señalaba hacia el extremo de la escena por donde habían salido todos los actores-. Se descubrirá que Cásina es hija de nuestro vecino y se casará con Eutinico, el hijo de nuestro amo. Ahora vosotros debéis darnos con vuestras manos la merecida recompensa que nos hemos ganado…

Pero el actor interrumpió su discurso de despedida porque Emilia se levantó y se ubicó justo frente a la escena con la mano derecha en alto. El actor enmudeció y los ojos de todos se clavaron en ella, algunos temiendo lo peor.

–No ocurre nada, amigos -dijo ella con aplomo-, pero mi marido se ha quedado dormido y creo que es conveniente que le dejemos descansar. No hace frío, así que le dejaremos aquí, bajo los árboles, y os ruego que no aplaudáis y que sin hacer ruido tengáis la generosidad de honrar nuestra vieja domus con vuestra presencia. Hay comida y bebida preparada para todos. – Acto seguido se volvió hacia el actor que permanecía callado y quieto sobre el escenario-. Quizá sea ésta la única vez que tengas que concluir una representación sin aplauso alguno, pero vuestros servicios serán recompensados adecuadamente. Haré que os traigan comida y bebida abundante además de un pago adicional por vuestra actuación. Me consta que mi marido ha disfrutado con vuestra representación y el sueño que le embarga sólo debéis atribuirlo a la larga enfermedad que padece.

El actor se inclinó en una amplia y muy teatral reverencia.

–Un aplauso es pobre recompensa en comparación con satisfacer a la noble familia de los Escipiones -dijo como si continuara la representación.

Emilia asintió y sonrió. Aquel actor era un adulador, sin duda, pero era agradable oír palabras de halago hacia la familia que tan denostada había sido en los últimos años. Emilia se acercó a su esposo y se aseguró de que las mantas le cubrieran bien.

–¿Quieres que me quede con él? – preguntó Lelio, que se había esperado mientras el resto iba entrando en la domus de los Escipiones en Literno.

–No hace falta. Ya me quedo yo. Mi hija y mi hijo se ocuparán de atenderos a todos.

Lelio obedeció y se unió al resto de la comitiva que iba entrando en la casa vieja. Emilia se sentó junto a su esposo. El sol empezaba su lento descenso. Era una tarde agradable. Se escuchaban algunos pájaros en el bosque cercano. El aire era limpio. Se estaba bien allí, solos.

LIBRO VIII LA MUERTE DE LOS

HÉROES

Año 184-183 a.C. (año 570-571

desde la fundación de Roma)

Acerba semper et inmatura mors eorum qui immortale aliquid parant.

[Siempre resulta cruel y prematura la muerte de aquellos que proyectan algo inmortal.]

plinio, Epistulae, 5,5,4

123 Memorias de Publio Cornelio

Escipión, Africanus (Libro VIII)

He dejado a Aníbal para el final, pero desde luego no es porque piense que sea poco importante. Cualquiera que haya leído hasta aquí verá que incluso sin dedicarle un libro específico, mi vida no se puede entender sin atender a Aníbal, a su persona, a sus acciones. Aníbal, su guerra y sus actos tras la misma han constituido el eje de mi vida pública y también privada.

He parado de escribir durante unas horas. Regresé al lecho y me acosté. Me he detenido un poco por cansancio. La fatiga de esta enfermedad que me consume no se frena nunca. Cada vez me cuesta más escribir y, peor que eso, cada vez me cuesta más poner en orden mis ideas. Pero ahora lo veo más claro. Creo que he dejado a Aníbal para el final porque en cierta forma es el hombre más complejo de todos cuantos han intervenido en mi vida. Sé que sus acciones, sus planes, ejecutados fielmente por sus hermanos, llevaron a la muerte a mi padre y a mi tío, pero, pese a ello, no me es posible guardarle un rencor definido. Tanto mi padre como mi tío cayeron abatidos en el campo de batalla y sus cuerpos fueron respetados tras la derrota por el enemigo. Algo muy distinto a lo que se hizo con el cuerpo de su hermano Asdrúbal tras Metauro. Pero divago.

Aníbal ha sido el eje de mi vida, pero lo he dejado para el final también empujado por los recientes acontecimientos en Roma. El juicio que Catón ha llevado contra mi persona y contra toda mi familia me ha incitado a poner primero en claro la campaña de Asia y todo lo relacionado con este vergonzoso asunto, vergonzoso para Roma, humillante para mí y los míos. Pero no debo, no puedo concluir mis memorias sin hablar largo y tendido de Aníbal: el mejor general de Cartago y, con toda seguridad, uno de los mejores generales de todos los tiempos y, sin lugar a dudas, el más formidable enemigo al que nunca me he enfrentado en un campo de batalla. Pero debo ir por partes. En primer lugar hablaré del hombre militar, del estratega, luego del político y por fin de la persona que yo conocí en Aníbal.

Militarmente, el genio de Aníbal es indiscutible. Pudo haber acabado con nosotros y, si no lo hizo, es porque su genio político no pudo dominarlos entresijos de la política cartaginesa. Tuvo demasiados enemigos internos. En eso se parecen mucho nuestras vidas, como en tantas otras cosas. Me enfrenté a él en innumerables ocasiones: en Tesino, en Trebiay en Cannae. Todas éstas fueron tremendas derrotas para Roma. Y hubo más en las que, gracias a los dioses, no me vi involucrado. Con estas tres tuve más que suficiente para tomar la medida de la capacidad destructiva de este general. Cuando rememoro Cannae, aún me sorprende que Roma superviviera a aquel desastre. Lo hicimos, pero lo hicimos por muy poco. Años después estuvimos a punto de combatir en Locri, en el sur de Italia, pero Aníbal se lo pensó dos veces. No por temor a mis legiones, eso es seguro, sino por temor a que las legiones de Craso y Crispino le rodearan por detrás. Y por fin la batalla de Zama, donde sus elefantes y sus falanges de mercenarios estuvieron apunto de barrernos. Allí perdí a mis mejores oficiales. Conseguí derrotarle pero el precio de la victoria fue muy elevado, como no podía ser de otra forma. Años más tarde aún volveríamos a situar frente afrente a nuestros ejércitos en Magnesia, pero fue un enfrentamiento diferente, como ya se ha explicado, una partida de dados en la que otros echan los dados por uno. Yo estaba enfermo y no pude acudir al campo de batalla, pero Lucio, mi hermano, desplegó las tropas y ejecutó con precisión las maniobras que le expliqué los días anteriores. El rey Antíoco, gracias a Marte y al resto de dioses, dudó de la estrategia de Aníbal y no siguió su consejo. Ese fue el principio y el final de la batalla de Magnesia.

Aníbal y yo ya no hemos vuelto a enfrentarnos en un campo de batalla. Ya no hay generales como él, sólo reyes vanidosos como Antíoco. Filipo era el último rey que entendía de estrategia, pero carecía de recursos. Queda Masinisa en Numidia, que ha enloquecido de poder, pero nunca se atreverá a combatir contra Roma. No, Roma está ya segura por mucho tiempo. Segura del exterior, esto es. Habrá guerras, las presiento, pero serán dentro, en la propia Roma. Catón y los suyos han ido sembrando la semilla de la discordia y, más tarde o más temprano, germinará y la sangre de miles de romanos bañará las riberas del Tíber, pero, una vez más me alejo del asunto que me ocupa ahora.

En lo político, Aníbal, como yo, no acertó a dominar por completo las votaciones de su Senado y eso fue su talón de Aquiles: no consiguió suficientes recursos cuando los precisaba en Italia para obligarnos a rendirnos y luego tampoco se los proporcionaron cuando le reclamaron de regreso a Africa de forma apresurada (aunque no es menos cierto que yo también tuve mis problemas de abastecimiento). Los problemas políticos, paradójicamente, pareció superarlos tras las derrota de Zama, cuando consiguió ser elegido por el pueblo como sufete de Cartago. Qué triste para Cartago, no obstante, que los oligarcas púnicos cedieran a las dádivas de Roma y, en lugar de fortalecer a un sufete con capacidad de gestión y visión política y militar, decidieran, por el contrario, traicionarle y venderlo a Roma, no por miedo a otra guerra, no, lo que podría entenderse, sino por envidia y rencor de que Aníbal hubiera recompuesto las arcas de Cartago y pagado los tributos de la guerra contra Roma cargando de impuestos a aquellos que en su momento no pusieron el dinero que habría hecho falta para derrotarnos en Italia, para derrotarme en Africa. La traición política es otra cosa que nos une a Aníbal y a mí. Grandes generales los dos, ambos traicionados por nuestros Senados, los dos desterrados, ¿ cómo no he de sentir algo de empatia por ese hombre, aunque luchara tantos años contra él? Además, están los encuentros personales. Y es que yo, Publio Cornelio Escipión, soy el único general romano con el que Aníbal solicitó entrevistarse antes de una batalla. Nunca quiso hablar con Fabio Máximo, con el que seguro presentía que no tenía nada en común, como tampoco solicitó hacerlo con Marcelo o con el resto de cónsules que durante años se enfrentaron a él. Algunos dirán que solicitó la entrevista antes de Zama por necesidad, y no les quitó razón, pero yo añado que estoy seguro de que además de la necesidad había algo de curiosidad por su parte. Como la había en mí. Yo corté las cuerdas del puente de barcos de Tesino deteniendo su avance en el norte de Italia, yo sobrevivía las cargas de su caballería en Trebia y a las de su infantería en Cannae y rescaté dos legiones de aquella funesta masacre. Yo conquisté para Roma la Hispania que él antes había conquistado para Cartago. Yo tomé su inexpugnable Cartago Nova y recuperé para el combate a los derrotados de Cannae y, como él, siguiendo su misma estrategia, si él había llevado la guerra a Italia, yo la conduje a Africa. Sé que pidió la entrevista por necesidad, pero estoy seguro de que sentía algo de curiosidad también por verme. Nunca le había costado tanto derrotar a un cónsul de Roma. Incluso abatió a Marcelo, pero conmigo no pudo nunca.

Fue una entrevista extraña y algo tensa. Los dos ejércitos esperaban lo que decidiéramos, pero realmente todo estaba ya trazado por nuestros Senados que planteaban posiciones tan dispares que no había margen para la negociación. Al escribir, me doy aún cuenta de ello. La entrevista era más por interés personal que otra cosa, pues, como se vio, no teníamos nada que poder negociar. Ahora, después de tantos años, al poner en orden mis pensamientos por escrito estoy completamente persuadido de esto: Aníbal, por todos lo dioses, quería verme cara a cara y de cerca. Quizá miro el pasado con nostalgia y embellezco aquellas cosas que mi mente busca ensalzar. Quizá sólo buscaba reconocerme para luego saber a quién buscar en el campo de batalla, como en efecto hizo. No sé. No sé. Debo descansar otro poco.

124 Los lemures del pasado

Literno, Campania, sur de Italia.

Diciembre de 184 a.C.

Publio se despertó. Sus ojos parpadearon varias veces antes de definir el contorno de las formas más próximas a él. Había sellae y solii vacíos a su alrededor. El improvisado entarimado que había funcionado como escenario estaba desierto. Se veían algunas ropas y pelucas de los personajes abandonadas de forma azarosa, como si se hubieran marchado con cierta precipitación. El fresco de la tarde caía lánguido sobre la explanada en la que había estado asistiendo a la representación de Casina, hasta que quedó dormido. Se escuchaba el viento suave meciendo las hojas de los árboles del bosque que se extendía en la parte oriental de la villa. Era un atardecer plácido de un invierno aún suave. No había nadie. No sabía que su esposa había estado con él hasta hacía un instante cuando un esclavo la requirió para supervisar la cena que se estaba preparando en la cocina. Emilia pensó que por un momento que se ausentara no pasaría nada. La villa estaba rodeada por un fuerte muro y la puerta custodiada por varios guardias.

Publio observó que estaba cubierto por unas mantas y suspiró de forma casi imperceptible. Emilia, como siempre, ocupándose de que estuviera bien protegido. Y, sin embargo, tenía algo de frío. Andar le haría bien. Publio Cornelio Escipión se levantó de su solium. El peso de su cuerpo le pareció demoledor, pero se recompuso y echó a andar. Sabía que era la enfermedad la que le hacía sentirse tan débil. Caminar le vendría bien. Se reafirmó y, paso a paso, se dirigió hacia el bosque cercano. Un paseo bajo los árboles. Sí. Se llevó consigo, no obstante, una de las mantas y se la echó por los hombros, como si de un improvisado paludamentum se tratara. Sonrió lacónicamente. De su paludamentum púrpura exhibido con el máximo orgullo el día de su gran triunfo en Roma para celebrar su victoria sobre Aníbal, aclamado por todos, vitoreado como si casi fuera un dios, a su destierro obligado en Literno, olvidado y despreciado por Roma, recubierto por una vieja manta, con su cuerpo débil, febril, frágil, caminando solo, sin legiones ni jinetes a su mando, adentrándose entre aquellos árboles envueltos de viento y melancolía.

Publio Cornelio Escipión paseó así durante un par de minutos, hasta que el cansancio le obligó a sentarse bajo uno de aquellos enormes árboles. El aire fluía a su alrededor. Era como caricias de sirenas, incluso le parecía oír cantos lejanos. Se sentía como Ulises, atado al mástil del barco, oyendo aquellas voces. Estaba delirando, lo sabía. No debía perder el conocimiento. ¿O sí? ¿Qué importaba ya todo? De pronto, como sombras hostiles, se le aparecieron los rostros de sus enemigos: Asdrúbal Barca, el hermano de Aníbal, que se esfumaba entre unas montañas misteriosas rumbo a Italia huyendo de sus legiones; el joven Magón, navegando en una veloz trirreme cartaginesa, o Giscón, furibundo, respaldado por el indómito rey Sífax, rodeándole junto al mar, sus legiones arrinconadas; estaban también Macieno y Sergio Marco tramando una traición en la legión VI y las tropas de Suero amotinadas, en franca rebeldía, con Albio y Atrio al frente, pretenciosos, soberbios, todo perdido, historias del pasado que le rodeaban amenazadoras.

–¡Alejaos de mí, lemures malditos! ¡Fuera de aquí! ¡Fantasmas, marchad y huid si no queréis que me levante y acabe de nuevo con vosotros! – Pero su voz sonaba débil, falta de empuje y las sombras no se marchaban, sino que permanecían a su alrededor y, peor aún, empezaron a reír. Publio sacó entonces fuerzas que hasta él mismo desconocía que aún tuviera y, apoyándose con una mano, se levantó y con la otra mano, como si blandiera un gladio invisible, lanzó varios mandobles. Las formas lúgubres de sus enemigos, al fin, se desvanecieron y el enfermo ex cónsul suspiró con algo de sosiego recobrado.

De pronto, cuando pensaba que la paz había regresado al bosque, una voz grave y profunda le rasgó la memoria.

–No eres rey, no eres rey.

Publio, que había cerrado los ojos para recuperar el aliento perdido por el esfuerzo de levantarse, tuvo miedo de abrirlos. Era la voz de Fabio Máximo. No tenía fuerzas para enfrentarse, una vez más, contra él. No enfermo y solo y olvidado por todos.

–No eres rey, no eres rey.

–No lo soy, no, Máximo -se escuchó a sí mismo respondiendo aún sin abrir los ojos-. No lo soy, Máximo, sólo soy un pobre exiliado, desterrado.

–Damnatus -le precisó la voz de Máximo.

Publio, todavía sin abrir los ojos, asintió mientras confirmaba.

–Maldito, sí, Máximo, como las legiones que llevé a África. – Y de súbito, una sonrisa en su faz, sus ojos abiertos de par en par, buscando la voz del enemigo eterno-. Y con las que vencí, Máximo, con las que vencí. – Y Publio buscaba a su alrededor pero no veía a nadie-. Vencí, Máximo, y regresé de entre los que tú dabas por muertos y disfruté al fin del triunfo que siempre me negaste.

–Dam… na… tus… -se escuchó una vez más, pero la voz se confundía con el viento y pronto sólo quedó el rumor de las hojas temblorosas de los árboles del bosque.

Publio volvió a sentarse bajo el mismo árbol que le había cobijado antes. Se sentía más seguro bajo su inmensa copa entre verde y amarilla, salpicada de ocres. El paso del tiempo, su respiración algo entrecortada, el latido de su corazón. Sentía las cosas más nimias, aquellas a las que damos menos importancia, esas a las que ni consideramos y que son la vida misma. La sangre fluyendo por sus venas, las gotas de sudor resbalando por su frente arrugada, la cicatriz de Zama que parecía hervir por dentro. En ese momento unas pisadas sobre las hojas secas y el viento detenido. Ante él un senador de Roma embozado en su toga viril de un blanco inmaculado, casi insultante.

–Por fin te encuentro, Escipión, por fin te encuentro.

Publio no tenía fuerzas para aquello. Las últimas las había quemado ahuyentando al lémur de Máximo. No tenía energías para debatir, una vez más, con Marco Porcio Catón.

Catón se situó frente a él.

–Deberías levantarte ante un censor de Roma, ¿no crees, Escipión?

–Yo he sido, soy princeps senatus del Senado y he sido cónsul, dos veces, Catón, y edil y también censor.

–Cierto, cierto, pero tu traición a Roma te rebaja al nivel de la inmundicia, Escipión; lo quisiste todo y ahora no tienes nada, no eres nada…

–Yo nunca he traicionado a Roma -replicó sin levantarse, sin mirar hacia arriba, se limitaba a contemplar aquellas sandalias plantadas ante su dolorida figura-, en todo caso, ha sido Roma la que me ha traicionado.

–Roma se ha defendido. Eres débil, Escipión. Mediste mal tus fuerzas. Creías que podías doblegar a Roma y Roma te engulló y luego te escupió, como un mal trago. – Y Catón se agachó para que su presa herida le mirara a los ojos-. Te estás muriendo, Escipión, al fin, solo, sin amigos, ni familia, sin nada. Y yo me ocuparé personalmente de que se borre para siempre tu nombre de la historia. De ti no quedará nada, Escipión, ni los recuerdos. He acabado con tus amigos en Roma, he acabado contigo y luego acabaré con lo que queda de tu familia. Todos muertos, o en la cárcel o exiliados, ése es su futuro. ¿Aún guardas silencio? Sí, ¿crees que no sé dónde tienes puestas tus esperanzas? En tus palabras escritas en secreto, en tus memorias redactadas en ese deleznable griego que tanto alabas. De esas palabras también me ocuparé. Daré con ellas, Escipión, y las quemaré en mi propia domus mientras mis carcajadas devoran cada pizca de tu memoria.

–No, eso no -aulló un compungido Publio-, déjame ya, déjame ya. – Y rompió a llorar-. Deja de torturarme, por todos los dioses, y vete ya; tu victoria es completa, déjame morir en paz, deja a mi familia, respeta mis memorias…

Publio imploraba impotente, entre sollozos, de rodillas, gateando, como un perro.

–Déjame… déjame-Pero Catón permanecía allí de cuclillas, como quien examina a una pieza de caza recién abatida, confirmando su último estertor.

–Acabaré con todos los miembros de tu familia… -seguía repitiendo, causando más dolor con cada sílaba que si hubiera clavado una espada en el corazón de su enemigo caído-, acabaré con todos y cada uno de ellos y excavaré si hace falta hasta dar con esas malditas memorias y destruirlas, y de ese modo dejar detrás de ti sólo un largo y profundo silencio. Lo único que mereces y lo único que la historia tendrá de ti. – Y Catón, con su faz apenas a unos centímetros del demacrado rostro de Escipión, empezó a reír con una carcajada desgarradora. Publio sacudía las manos intentando ahuyentar aquella pesadilla, encogiéndose, acurrucándose bajo el árbol en el que buscaba cobijo. – Déjame… déjame…

El viento se levantó y pareció que los lemures se habían ido con la brisa, pero Publio no abrió los ojos, sino que permaneció allí, enrollado como un niño asustado, temblando de frío, helado por fuera, hirviendo por dentro, atenazado por las fiebres y el delirio. Así pasó un tiempo largo, hasta que el sol de la tarde sucumbió en el horizonte de Occidente y todo quedó sumido en la penumbra de las sombras difuminadas que proyectaba una resplandeciente luna llena.

La villa de Literno era una auténtica fortaleza rodeada por poderosas murallas, de manera que era prácticamente imposible que un desconocido pudiera entrar en sus terrenos. De ese modo, el bosque que rodeaba la vivienda y que quedaba dentro del recinto amurallado de la gran villa debía ser terreno seguro para el amo de la casa, incluso si éste quedaba dormido entre los árboles, sin nadie que velara su sueño, sin guardias ni esclavos que vigilaran a su alrededor.

Pero una sombra oscura y real se movía entre los árboles.

El viento se había detenido.

Publio Cornelio Escipión tenía sueños agitados. Soñaba que Catón enviaba sicarios para matarle. Hombres resueltos, algunos reos de muerte liberados por el implacable censor de Roma a cambio de que cumplieran aquella nefanda misión: asesinar a un ex cónsul de Roma enfermo y exiliado.

Publio dormía, abatido por el agotamiento de una enfermedad que le destruía desde dentro. El sudor corría por sus sienes. Algunas hojas secas de los árboles se le habían pegado a la piel, trabadas en las gotas de líquido salado que emergía de su piel temblorosa. La sombra se acercaba en zigzag, como quien bate un terreno en busca de una presa que parece escurrírsele por sólo unos segundos, que ya presiente herida y a la que sólo resta rematar. El enfermo ex cónsul se revolvió en el sueño. Al hacerlo quebró varias hojas secas y el ruido de las mismas al resquebrajarse llamó la atención de la sombra. El hombre que acechaba se aproximó despacio hacia el cuerpo tendido de Escipión. Era un hombre fornido, entrado en años, pues cuando la luna iluminaba su rostro descubría una faz ajada por la guerra y los viajes. La sombra se arrodilló junto al cuerpo del exhausto ex cónsul de Roma. Allí, sin nadie que lo protegiera, medio descubiertos sus brazos y piernas, embadurnado de polvo mezclado con sudor frío, respirando entrecortadamente, exiliado, abandonado, desterrado por Roma, no parecía un enemigo temible. No parecían guardar proporción el ataque y el encono de Catón contra aquella persona desvalida en el crepúsculo de su vida. La sombra llevaba ceñida a la cintura un recio gladio propio sólo de los veteranos de las legiones. El hombre se acercó y se agachó despacio sobre el cuerpo de Publio Cornelio Escipión y puso el dorso de su mano bajo la nariz del ex cónsul. Sintió un calor tímido pero intermitente que le indicaba que aquel viejo general de Roma aún seguía con vida. La sombra suspiró aliviada. Se levantó y gritó con fuerza. – Está aquí, está aquí, por Hércules…

Y esperó respuesta, pero nadie dijo nada. El bosque era grande y no eran tantos para buscar. La voz, no obstante, despertó al general. – Lelio… ¿eres tú?

–Sí, mi general, aquí estoy, como siempre -respondió la sombra con voz emocionada-. Te dábamos por muerto. Hace frío y estás enfermo. Debemos llevarte pronto a casa para que con el calor de un buen lar recuperes fuerzas…

Pero Publio sacudió la cabeza.

–No… ya me da igual… no tiene sentido seguir esta tortura, Lelio. Me muero y uno no puede detener el destino… -Publio leía en los ojos de Lelio y comprendió que tendría que explicarse-: Lelio, juraste a mi padre protegerme siempre y siempre has cumplido fielmente tu promesa, incluso cuando ese juramento te ha obligado a seguirme a lugares donde nadie pensaba… -le costaba respirar-, de donde nadie pensaba que pudiéramos regresar vivos…

–Pero lo hicimos, mi general, regresamos y estamos aquí. Son las fiebres las que te hacen perder el sentido. Un poco de calor y algo de comida…

–No, Lelio, no. Siempre pensamos que siendo tú mayor que yo, vivirías para cumplir el juramento a mi padre hasta tu muerte, pero no va a ser así. Ya quise liberarte yo del juramento una vez y no aceptaste… eres tan testarudo… -Pero Publio, por primera vez en bastantes horas, trazaba una sonrisa relajada mientras hablaba-. Ahora te voy a liberar de una forma que no admite discusión, viejo amigo. Seré yo quien me vaya antes al reino de los muertos. Así quedarás, por fin, libre de tu juramento.

Era ahora Lelio el que negaba con la cabeza, pero Publio retomó la palabra. Parecía que había recuperado algo de fuerzas, pero no quería dejarse engañar. Sabía que el fin estaba cercano y lo importante era aprovechar aquellas energías suplementarias que los dioses le concedían para poner unas cuantas cosas en orden.

–Tienes razón, Lelio. Un ex cónsul de Roma, un veterano general de Roma no debe morir como un perro herido en un bosque, pero un exiliado, sí. Para Roma sólo soy eso, así que éste es un buen sitio. Déjame y recoged mi cuerpo mañana. Ayúdame sólo a sentarme algo mejor.

Y Lelio, aún negando con la cabeza, le ayudó a que se acomodara de modo más recto apoyando la espalda en el tronco del viejo árbol bajo el que el ex cónsul había caído abatido por las sombras de su delirio febril y enfermizo. Pero Publio, antes de volver a hablar, miraba a un lado y a otro.

–¿Estamos solos? – preguntó.

–He gritado pidiendo ayuda pero aún no ha respondido nadie. – Y Lelio se levantó para volver a gritar, pero el ex cónsul levantó el brazo reclamando que no lo hiciera.

–No, mejor así, mejor así… escucha, Lelio, acércate, escucha bien… he estado escribiendo. – Lelio se agachó de nuevo y se situó de cuclillas junto al general-. He estado escribiendo durante días, semanas, varios meses, en secreto, en el tablinium de la villa, bajo los árboles, en el atrio, pero sin que nadie supiera de qué se trataba, durante el día, por las tardes, noches. Incluso he mentido a Emilia, no quería que lo supiera nadie. Durante el día ella pensaba que escribía cartas y seguro que ella cree que me escapaba del lecho por la noche para yacer con Areté. Emilia no es consciente de que hace meses que mi cuerpo no vale ya para esos apetitos… -Y una sombra de autodesprecio enrareció la frente despejada del viejo general, pero se sacudió los pensamientos oscuros de remordimiento y volvió a centrarse en lo que quería transmitir a Lelio-. Escucha bien. He estado escribiendo unas memorias.

–Unas memorias, sí-repitió Lelio haciendo ver que estaba atento a lo que se le decía, pero con los oídos vigilantes también para escuchar si se acercaba alguien que pudiera ayudarle a llevar al general de vuelta a casa.

–Tenía que hacerlo, viejo amigo, tenía que hacerlo o de otro modo el mundo, Roma, sólo conocerá la versión de Catón, y eso no puede, no debe quedar así. Es importante que se sepa lo ocurrido, especialmente en estos últimos años, pero que se sepa bien, puede que no con objetividad, pero al menos desde otra perspectiva diferente a la de Catón. He estado escribiendo durante largas horas, Lelio, mis memorias, en griego, para que las lean los sabios de Grecia, de Oriente, los cultos de Roma, los hombres que forjarán el destino del mundo en los siglos venideros, quiero que lean mi historia desde mi punto de vista… -Tuvo que detenerse; le faltaba aire-. Debes coger esas memorias y llevártelas de aquí, llevártelas fuera de Literno… tengo miedo de lo que pase tras mi muerte, de que Catón ordene confiscar mis cosas, esta hacienda, quién sabe lo que su calenturienta mente pueda estar tramando… y en Roma no estarán seguras tampoco, nada de los Escipiones estará seguro en Roma tras mi muerte, a no ser que mi hijo y quizá sí, con la ayuda de la pequeña Cornelia… -Aquí su mente divagó unos segundos, era una posibilidad, debía hablar con los chicos o quizá ya para qué-. Pero cuida las memorias, cuídalas, Lelio, por los dioses, ¿lo harás? – Y le tiró del brazo con fuerza. Cayo Lelio asintió.

–Lo haré, cuidaré de ellas como he cuidado de ti hasta ahora. Publio se relajó algo con aquella respuesta, pero aún insistió en aquel punto.

–Llévalas a algún lugar lejos de Roma… algún lugar donde se puedan preservar y estén seguras. – Así lo haré.

–Bien, sea; creo que ahora ya puedo descansar en paz.

Lelio le miró nervioso. Eso no podía ser. El mayor general de Roma no podía fallecer allí, en medio del bosque, bajo un árbol cualquiera, como un jabalí herido.

–Eso no puede ser. Debemos regresar a casa y allí tu esposa y tu familia te atenderán. Es lo justo. Además, seguramente te recuperarás como lo has hecho en tantas otras ocasiones.

Publio sonrió ante la insistencia de su viejo amigo.

–Aquí estoy bien. A falta de un buen campo de batalla, éste es tan buen sitio como otro cualquiera. Además, aquí mismo acabo de librar mi último combate… -y rio un poco, pero la débil carcajada se transformó en lágrimas-; un combate contra lemures, Lelio, contra lemures. ¿Te imaginas? El gran general de Roma rasgando el aire, haciendo aspavientos frente a espíritus. No soy ni la sombra de quien fui y mi familia… más daño les he hecho a todos estos últimos años que placeres les di en el pasado. He traicionado a Emilia, he menospreciado siempre a mi hijo, y me he enfrentado una y mil veces con la pequeña, con mi pequeña Cornelia…

Lelio tuvo una idea e interrumpió al moribundo ex cónsul en medio de sus lamentaciones.

–La joven Cornelia acaba de llegar de Roma.

Publio calló un instante para de inmediato levantar la cara y preguntar a Lelio directamente.

–¿Cornelia, desde Roma? ¿Ha venido mi Cornelia?

–Sí. Ha llegado al atardecer. Fue entonces cuando salimos a buscarte, pero te habías marchado hacia el bosque.

No estaba claro si Publio escuchaba las explicaciones de Lelio. El abatido general mascullaba el nombre de su hija entre dientes junto con pensamientos que le remordían la conciencia.

–Cornelia menor está aquí. Ha venido a verme. Desde Roma. La más lista de todos, la que evitó la guerra civil. La pequeña Cornelia ha venido pese a que a ella también la desprecié. – Y miró de nuevo a Lelio-. Desprecié su capacidad para valorar a las personas, siempre pensé que era una traidora y una ingenua por tratar con Graco y fue Graco quien nos dio una salida, humillante, pero una salida sin sangre. No sé, no sé. Quizá debería haber levantado Roma en armas en aquella noche, pero habríamos muerto tantos… -Los pensamientos se entrecruzaban en un maremágnum de contradicciones y dudas hasta que la mente del general volvió a concentrarse en los acontecimientos cercanos-. Si Cornelia ha venido desde Roma, es justo que yo regrese a casa desde este bosque. Mi hija ha hecho un viaje largo. No seré yo quien le pague el esfuerzo con una última desconsideración. Ayúdame, Lelio, una vez más, por última vez ya en tu vida, mi querido Lelio, ayúdame a levantarme. He de regresar a casa. Llevabas razón. Debo volver a casa y hablar con los míos antes de cruzar el río Aqueronte en mi último viaje.

Lelio le ayudó a incorporarse. Andaban despacio, con gran dificultad. Publio estaba consumido por la enfermedad, muy débil, y Lelio ya no era un joven recio, pero los dos amigos se las apañaban para ir avanzando de regreso a la vieja domus.

–Cuida las memorias, Lelio -repitió Publio una vez más.

–Así lo haré, mi general. – Luego vino un largo silencio en el que el bosque los arropó con el sonido del viento filtrándose por el mar de hojas que los cubría.

–¿Se sabe algo del exterior que me interese? – preguntó el general. A Lelio le encantó ver una brizna de curiosidad aún viva en el abatido princeps senatus.

–Por fin han enviado una legión a Bitinia, a por Aníbal. Con varios meses de retraso, pero, al fin, Catón se ha salido con la suya. No ha dejado de presionar al Senado sobre ese tema en todo este tiempo, desde que Pérgamo envió su embajada.

–¿Una legión? – preguntó intrigado Escipión-. ¿Y con cuántos hombres cuenta Aníbal?

Lelio hizo una mueca medio de lástima que daba a entender que con muy pocos, pero precisó con palabras:

–Sólo tiene un puñado de sus veteranos y el rey de Bitinia ha pactado entregarlo. Está solo. Una legión será suficiente.

–¿Quién la comanda?

–Flaminino -respondió Lelio.

–Entonces sí será suficiente -concedió Publio-; Flaminino es un buen general. Hubo un tiempo en que pensé que debía casarse con la pequeña Cornelia. Ahora, ya ves.

Lelio no respondió a aquella confesión personal del general.

–Una legión contra un solo hombre -añadió Publio-. Lástima no estar allí para verlo. Incluso a Flaminino le costará atraparlo.

–Las órdenes son traerlo vivo -especificó Lelio.

–¿Vivo? – Publio frunció el ceño y negó con rotundidad-. No lo veo probable. Un hombre como Aníbal no se dejará exhibir cubierto de cadenas por las calles de Roma. Eso le gustaría a Catón, sería una forma de mostrar a todo el pueblo que él sí puede hacer cosas que yo no hice, pero, Lelio, estoy seguro de que eso no ocurrirá. – Y sonrió de nuevo-. Aníbal aún nos dará una satisfacción. Nunca lo cogerán vivo.

125 Una copa frente al mar

Nicomedia, reino de Bitinia, Asia Menor.

Enero de 183 a.C.

Aníbal observaba el paisaje desde lo alto de su residencia frente a las costas del mar Negro. A sus pies se extendían otras grandes casas de amigos y nobles de la corte del rey Prusias de Bitinia. Entre aquellas mansiones de los favorecidos por el monarca asiático, Aníbal había encontrado su último refugio. Aquélla era una construcción, regalo del propio rey por haberle conseguido la enorme victoria contra la flota del rey Eumenes de Pérgamo. Pero las cosas habían cambiado tanto. Roma, como siempre, al final, había aparecido para trastornar el curso de los acontecimientos. Una vez más. Tal y como imaginó, su última gran victoria naval no pasó desapercibida por mucho tiempo. Aníbal desconocía cuántas embajadas, cuántos emisarios, cuántas horas de debates habían debido tener lugar hasta que la poderosa pero implacable maquinaria de Roma se pusiera de nuevo en marcha con una única misión: cazarle. Pero daba igual desconocer todos esos datos. La hora de la verdad había llegado.

Aníbal había considerado diversas posibilidades, pero sin Maharbal y sin Imilce se sentía solo. Estaba cansado de huir. Apenas le quedaban una docena de sus veteranos, trece para ser exactos, y leía en sus ojos la misma melancolía que él sentía. De todas formas, un poco por costumbre, un poco por inercia, Aníbal había diseñado planes de huida. Había ocupado a sus fieles en excavar hasta siete túneles diferentes con salidas en distintos puntos de la montaña. Si le rodeaban tendría aún algunas posibilidades de desvanecerse entre el bosque de aquella región y buscar cobijo en las montañas. No era una idea que le ilusionara, pero sin haber decidido aún qué deseaba para sí mismo en caso de verse acorralado, pensó que lo apropiado era tomar este tipo de precauciones. Cuando aquella tarde vislumbró a varios manípulos de legionarios romanos ascendiendo por el tortuoso camino que conducía a las mansiones de la ladera de la montaña, comprendió que las negociaciones entre Prusias, Eumenes y Roma habían concluido y que el resultado final empujaba a esos legionarios a ascender hacia su casa, armados hasta los dientes y viendo cómo los guardias de Prusias se hacían a un lado para facilitarles el ascenso. Aníbal se asomó, sacando al máximo su pecho por encima de la baranda, teniendo cuidado de no perder el equilibrio. Había más guardias de Prusias en torno a su casa, varios de ellos frente a algunas de las salidas de algunos de los túneles que había ordenado excavar a sus hombres. Aníbal no pensó que estuvieran allí para impedir la entrada de los romanos, sino más bien para interceptar su posible huida. Aníbal no se sorprendió de verse, una vez más, traicionado. Puede que alguno de sus propios hombres o puede que cualquier esclavo que los hubiera visto sacando tierra durante las últimas semanas fuera el origen de las informaciones a los soldados de Prusias. El general se retiró de nuevo hacia el interior de la terraza. Se llevó la mano izquierda a lo alto de la cabeza y se rascó un poco. Acababa de comer con cierta complaciencia y se sentía bien alimentado. En los últimos meses había sido especialmente indulgente consigo mismo en algunos aspectos, en particular con la comida y con el asunto de las mujeres. No se había encariñado, no obstante, de ninguna esclava en particular, así que no sintió preocupación por cómo ayudar a aquellas esclavas que le habían servido en los últimos meses. Eran guapas y razonablemente inteligentes. Saldrían adelante. En aquellos instantes, ellas lo tenían mucho mejor que él para sobrevivir. Se pasó la misma mano izquierda por la barba. Varios de sus hombres habían aparecido en la terraza. Nadie decía nada, pero todos esperaban la señal del general. Aníbal afirmó un par de veces sin abrir la boca. Dos de sus hombres le trajeron las armas, su espada púnica, una lanza, que desechó, y la coraza que se ajustó con rapidez con ayuda de uno de sus veteranos. Luego se ciñó el casco.

–Vamos allá -dijo, y acto seguido pasó entre todos sus soldados y se adentró en la mansión. Cruzaron el salón, las cocinas, donde los esclavos se hacían a un lado entre nerviosos y sorprendidos. Llegaron a su dormitorio. En una esquina se juntaron tres jóvenes esclavas aterrorizadas ante la irrupción de todos aquellos hombres armados. Aníbal hizo una señal a las jóvenes y éstas se acurrucaron en la esquina sin atreverse a decir palabra alguna.

–Vamos a dividirnos -comentó el general a sus hombres-. Somos catorce contando conmigo. Dos por cada túnel. Tú vendrás conmigo. El resto por parejas. Descendemos y comprobamos si la salida está vigilada o no. Si está vigilada la sellamos como tenemos previsto. Lo antes posible regresamos todos aquí y decidimos qué hacer si es que hay alguna salida sin vigilar.

Los soldados asintieron. Aníbal echó a un lado una cortina que se levantaba tras el lecho, empujó la gran cama del dormitorio y echó abajo unas maderas claveteadas en la pared del fondo. Ante todos apareció un largo pasadizo oscuro. Encendieron antorchas con una lámpara de aceite y se repartieron la luz. Luego entraron todos en el pasadizo. A los pocos metros se abrían varios desvíos y en cada uno de esos nuevos túneles iban adentrándose los soldados púnicos. Al final, quedaron solos Aníbal y el guerrero que le acompañaba, un veterano de los tiempos de la conquista de Hispania. No hablaba mucho y era bastante tosco, pero se había mantenido leal y era un excelente guerrero. Ésas eran las cualidades que contaban ahora. El pasadizo, a medida que se sumergía en el interior de la montaña, se hacía más estrecho y húmedo. Miles de pequeñas gotas de agua se deslizaban por las paredes henchidas de tierra apelmazada. La lumbre de la antorcha parecía encogerse por la falta de oxígeno. Costaba respirar. De pronto un giro y un haz de luz. Estaban próximos a la salida. Aníbal levantó la mano y el soldado que le seguía ralentizó la marcha. Así, el general, paso a paso, despacio, se acercó a la salida. Escuchó con atención. Como temía, captó voces de diferentes hombres. Estaban allí, esperándole. No había nada que hacer, al menos por aquel pasadizo. Aníbal volvió sobre sus pasos.

–Regresemos. Rápido -dijo el general en voz baja.

Y reemprendieron el tortuoso ascenso por aquel túnel oscuro.

Una vez de vuelta al dormitorio que daba acceso al gran pasadizo, Aníbal se reencontró con media docena de sus hombres. Todas las salidas que habían investigado los allí presentes estaban fuertemente vigiladas por decenas de legionarios y de soldados de Prusias. Faltaban media docena de guerreros púnicos. Aníbal no necesitaba explicaciones. Sólo habían regresado los más leales. El resto se habría entregado ya a los romanos. Todos los que estaban allí sabían que eso era lo que había ocurrido, pero nadie se atrevía a decir nada.

–Creo que lo mejor es que vosotros también os entreguéis -dijo al fin Aníbal-. Es muy posible que si os entregáis os respeten la vida. Quizá tengáis un futuro en los ejércitos de Roma o en sus cárceles, eso no lo sé, pero ya os he arrastrado por todo el mundo. No tengo victorias que ofreceros. La última fue contra Eumenes. Creo que si os entregáis… sí, quizá tengáis alguna posibilidad entre los romanos… no es mi caso.

Los hombres dudaban. Las esclavas ya no estaban allí. Habrían aprovechado el tiempo en que los soldados se habían adentrado en los pasadizos para escapar, para ponerse a salvo en previsión de la lucha mortal que iba a desatarse entre unos hombres y otros. Escapaban. Como todos. Era lógico.

–¡Marchad, por Baal y Tanit! ¡Marchad de una vez! – les espetó el general con furia. Los pocos soldados que quedaban, aún dudando, se adentraron de nuevo en el pasadizo. Aníbal esperó a que todos desaparecieran entre las sombras de la gruta y entonces se aproximó a uno de los laterales. Allí, varias cuerdas en tensión parecían sostener algo muy pesado. Una vez solo, cortó las cuerdas. Apenas tuvo tiempo de hacerse a un lado. Una enorme losa circular giró sobre sí misma y se descolgó desde un lado hasta cerrar el pasadizo sellando su acceso al dormitorio aprovechando un ligero desnivel que la hizo rodar lenta pero irrefrenable. Salió Aníbal entonces de allí y, cruzando el dormitorio y las cocinas, ahora también vacías, fue pasando por las diferentes estancias de la casa. Todo estaba desierto. Ya no quedaba un alma en toda la fortaleza. Aníbal llegó a la entrada principal. Las puertas de madera gruesa estaban entreabiertas. El último que había escapado por allí no se molestó en cerrarlas. Aníbal se enfundó la espada y con ambas manos tomó la puerta y, desde el interior, haciendo fuerza, tensando todos sus músculos cargados de años y batallas, consiguió cerrar las pesadas hojas de aquellas puertas que debían detener lo inexorable. A continuación tomó el robusto travesano caído en el suelo y lo ajustó en los cierres posteriores de la puerta para, una vez bien fijo, dejar aquella entrada sellada.

Fue entonces cuando se empezaron a escuchar voces en el exterior. Los legionarios ya habían llegado. Al toparse con la puerta falcada comenzaron a golpear y a empujar y a gritar en latín.

–¡Paso a Flaminino, enviado de Roma! ¡Abrid esa puerta!

Aníbal retrocedía mirando el grueso travesano de roble. Resistía. Eso le daría unos minutos, hasta que trajeran un ariete o hasta que decidieran prender fuego a la madera. ¿Flaminino? Habían enviado a todo un ex cónsul para apresarle. Se sintió algo halagado en su maltrecho orgullo de guerrero exiliado. En otros tiempos habría rodeado con sus hombres a aquel cónsul y le habría dado caza como había hecho con tantos otros en el pasado. Se miró la mano derecha. Aún exhibía en ella los anillos consulares de todos aquellos magistrados de Roma que había abatido. De todos menos el de Emilio Paulo, que devolvió a Escipión tras la batalla de Zama. En esa misma mano, pero en el dedo meñique había uno más que no era consular: se trataba de un anillo pequeño, de plata con una turquesa. Aníbal suspiró y asintió, pero de forma casi imperceptible. No era un gesto dedicado a nadie, sino para sí mismo. Después de tantos años parecía haber llegado el momento oportuno para abrir ese pequeño anillo levantando la piedra turquesa. Desde el interior del gran dormitorio se escucharon golpes secos. Otro grupo de legionarios intentaba derribar la piedra que sellaba el acceso a los pasadizos subterráneos. Habían tomado ya todos los túneles. Aníbal levantó las cejas y sacudió levemente la cabeza. Por ahí no conseguirían nunca nada. Entrarían por la puerta, después de incendiarla. Eso es lo que iba a ocurrir. Tenía entre poco y muy poco tiempo, dependiendo de la inteligencia de los oficiales al mando. Paradójicamente, era tiempo más que suficiente. Aníbal salió de nuevo a la majestuosa terraza con vistas al mar. Se aproximó hasta el borde, pero cuidándose de no ser descubierto. No quería que empezaran a acribillarle con flechas, aunque no era probable que llevaran buenos arqueros. Y la altura era excesiva para que le alcanzaran conpilum. Pero era sosiego, unos momentos de paz, lo que buscaba. Se oían los gritos de los soldados romanos y los golpes en la puerta y contra la piedra de los pasadizos, pero todo parecía ya muy lejano en el interior de su mente. Aníbal caminó despacio hasta un extremo de la gran terraza. Allí había un baúl cerrado con llave. De debajo de la túnica, el general púnico sacó una llave de hierro y la introdujo en la cerradura del baúl. El cofre, chirriando, se abrió como alguien que llora. Del interior del cofre Aníbal extrajo una preciosa copa de oro macizo y una pequeña ánfora. El general se fue al centro de la terraza, allí donde había una mesa y una silla cómoda. Había adquirido la costumbre de beber unas copas de buen vino por las tardes, admirando los atardeceres rosados del mar Negro. No iba a permitir que unos centenares de legionarios romanos le interrumpieran en su celebración privada.

–¡Traed fuego! ¡Fuego! – se oyó en el exterior.

Aníbal sabía el suficiente latín para entender que los romanos ya habían sacado las conclusiones correctas sobre cómo derribar las puertas. Se atusó la barba con la mano derecha. Luego tomó el ánfora con la izquierda y vertió el contenido en la copa de oro que brillaba acariciada por la pálida luz del atardecer. Dejó el ánfora en un lado de la mesa y con los dedos de su mano derecha levantó al fin la turquesa azul del anillo que no era consular. Se escuchó un leve clic. La gema cedió y apareció un recoveco en el interior del anillo repleto de un extraño polvo blanquecino. Aníbal giró entonces su mano izquierda muy, muy despacio sobre la copa dorada y el polvo se desprendió del anillo cayendo sobre el vino de la copa como una diminuta tormenta de nieve en miniatura. En unos segundos el polvo blanco se desvaneció y el vino mantuvo su fuerte color entre violeta y rojo inalterable, como si no hubiera pasado nada y, sin embargo, había pasado tanto… había pasado todo. Aníbal levantó la copa con su mano derecha y la elevó hasta la altura de sus ojos. Movió su mano rítmicamente en pequeños giros de modo que el contenido del vino y el polvo blanco se entremezclaran aún más perfectamente. Había hecho todas estas operaciones de pie. Había llegado el momento de sentarse. Era vino de Bitinia, muy bueno, que había guardado para esta ocasión. Vino que degustaba en sus momentos de sosiego, a solas, ya sin Imilce, sin Maharbal, sin amigos. Era lo último que le quedaba. Una buena copa de vino frente a un mar azul en un rojizo atardecer de Asia. Se llevó la copa a los labios y a la vez que bebía inhaló el olor profundo del licor. Gusto y aroma eran perfectos. No encontró ni un ápice de sabor extraño en aquel sorbo. Se preguntó si el veneno surtiría el efecto esperado. El médico griego que se lo proporcionara en Malaka, al sur de Hispania, le aseguró que era infalible y que su mortal capacidad permanecía intacta años y años, no importaba el tiempo que hubiera pasado. Pero Aníbal no sentía nada. Ese anillo había viajado con él durante más de treinta y cinco años. Quizá había sido demasiado tiempo. Había algo diferente en el aire. Humo. Las puertas ya debían estar ardiendo. Echó un trago más, un trago grande, largo, con el que se terminó casi todo el contenido de la copa. Seguía sin sentir nada, más allá de un leve cansancio. El médico griego también había asegurado que era prácticamente indoloro, que sólo se sentían unos pequeños espasmos en el estómago. Aníbal había visto los efectos en algunos presos iberos y romanos durante la larga guerra del pasado y todo confirmó lo que el griego había dicho. Los vio morir en silencio, sin quejarse, sólo alguno se lamentó de un pequeño dolor en la boca del estómago, pero antes de que fuera a más pareció quedarse dormido. Claro que eso era con un veneno recién preparado. ¿Quién sabe lo que aquella sustancia almacenada durante años podía causar en su cuerpo? Más golpes contra las piedras. Golpes absurdos. Y más gritos y nuevos golpes secos ahora contra la puerta en llamas. Algo se resquebrajó. Aníbal miraba hacia el mar. El cansancio parecía apoderarse de él. Tenía mucho sueño. Tantas batallas, tantas guerras para intentar frenar a Roma y todo había sido en balde. Si el Senado de Cartago le hubiera aportado los suministros necesarios… si el rey Antíoco le hubiera hecho caso… si hubieran enviado un nuevo ejército a Italia… si al menos en la batalla de Magnesia hubieran dispuesto las tropas como él decía… todo perdido, todo pasado… Miró la copa, inmóvil, sobre la mesa. Le costó que su mano izquierda la cogiera, pero lo consiguió y se la volvió a llevar a la boca. Ingirió el último trago. La copa… quiso dejarla sobre la mesa… no acertó… cayó rodando con un poderoso clang. Se escuchaban más golpes y algunos gritos de júbilo. – ¡Entrad, malditos, entrad!

La voz del oficial al mando resonaba exultante. Aníbal sonrió. Un nuevo triunfo para Roma. Ochocientos legionarios, quizá mil, consiguen detener a un guerrero púnico. Gran victoria. Flaminino celebrará un gran triunfo entrando por la Via Sacra camino al Capitolio. Años atrás era él, Aníbal, quien estuvo a punto de alcanzar el mismísimo Capitolio de Roma. Después de todo, quizá Maharbal llevara razón y debería, al menos, haber atacado la propia ciudad de Roma tras Cannae, pero aquélla habría sido una contienda inútil y de desgaste. Los romanos habrían resistido con las dos legiones urbanae y no disponían de fuerzas suficientes ni de armas para un asedio prolongado… Aníbal sacudió la cabeza. Llevaba años volviendo sobre lo mismo. El pasado no se podía cambiar y el futuro ya no existía para él. Pensó en sus dioses, en Baal, en Tanit y Melqart y pensó en su padre y en sus hermanos y en Imilce. Con un poco de suerte podría ser que en poco tiempo tuviera la ocasión de reunirse con ellos, si es que existía algo más allá de este mundo.

Nunca fue un hombre muy religioso, pero tampoco tenía miedo de la muerte. Cuando en tu vida lo has perdido todo, cuando estás sin los que amas, cuando en lugar de amigos sólo tienes traidores, no queda mucha ilusión con la que vivir. Pasos ascendiendo desde la entrada de la casa. Aníbal afirmó, pero su cuerpo ya no se movía. Era su mente la que asentía. «Ya están ahí, ya están ahí.» Pronto podrían ultrajar su cuerpo como lo hicieron con Asdrúbal, pronto podrían trocearlo, troncharlo, desgajar unos miembros de otros, pero ya no tendrían a nadie a quien arrojar sus restos. No quedaban enemigos a los que amedrentar. No. Roma se devoraría a sí misma. Sin enemigos externos sería entre ellos, entre los propios romanos, de donde surgiría su caída, pero él ya no estaría allí para verlo. Eso le dolió, al tiempo que sintió una leve punzada en el estómago. Pensó en llevarse las manos a la barriga, pero éstas ya no respondían. El dolor, igual que vino se fue, de forma súbita, y Aníbal quedó relajado, en paz consigo mismo, sus ojos clavados en el horizonte azul sobre un amplio mar en calma. Era una tarde preciosa. Un último pensamiento le asaltó antes de perder el sentido: ¿qué sería de Escipión? Las noticias que le habían llegado eran que había sido condenado al destierro. Así pagaba Roma a su mejor general: después de conquistar Hispania, de derrotarle en África y tras desbaratar los ejércitos de Antíoco, Roma condenaba a Escipión al destierro. Aníbal se sintió acompañado en la desgracia. Escipión. El único romano con el que mereció la pena hablar.

–Está ahí. – Un legionario señalaba desde la puerta que daba acceso a la terraza, sin atreverse a entrar. El oficial al mando llegó junto a él v, ante las miradas de sus soldados, decidió aventurarse y cruzó el umbral. Llevaba su espada desenvainada y la empuñaba en alto, con el brazo extendido, apuntando con su filo al general púnico que permanecía sentado en medio de aquella terraza.

–¡Levántate…! – dijo el oficial romano con voz temblorosa, sin saber muy bien cómo dirigirse a aquel rebelde, si llamarlo general o miserable, sin atreverse a pronunciar el nombre de Aníbal y sin osar lanzar ningún insulto. No fue una orden cargada de autoridad. La espada temblaba, su pulso era incierto. Se detuvo a cinco pasos del general cartaginés. Apretaba los labios-. Esperaremos al general al mando, experaremos a Quincio Flaminino. Esperaremos.

Nadie dijo nada. Oscurecía sobre el reino de Bitinia. Una veintena de legionarios custodiaban el cuerpo inmóvil de Aníbal. Todos a una distancia de varios pasos. Nadie decía nada. Trajeron antorchas que iluminaban la escena. Había tensión y un miedo perpetuo. Aníbal pareció mover una mano y los legionarios se estremecieron. Varios desenfundaron las espadas. No pasó nada. Nadie se rio. Alrededor de la casa ochocientos legionarios habían tomado la montaña entera. El resto de las tropas estaban acampadas junto a la ciudad de Nicomedia. Flaminino ascendía a lomos de un caballo negro. Alcanzó la entrada de la mansión. Vio las puertas reducidas a cenizas y el destrozo que el fuego había causado por las paredes de la sala de entrada a la casa. Los oficiales le indicaron el camino que debía seguir. Quincio Flaminino, ex cónsul de Roma, enviado plenipotenciario a Asia para establecer los términos de paz entre Pérgamo y Bitinia y con la misión de apresar a Aníbal vivo y traerlo a Roma para ser exhibido por sus calles, se detuvo en el umbral de la puerta de la terraza. Los legionarios se hicieron a un lado. A la luz de las antorchas, Flaminino vio a un hombre sentado junto a una pequeña mesa en el centro de una terraza.

–¿Es él? – preguntó el ex cónsul.

–Eso creemos -dijo uno de los oficiales-. Es lo que nos han confirmado varios de los cartagineses que hemos apresado. Todos dicen que es Aníbal.

Flaminino asintió. Le correspondía a él, en función de su autoridad, aceptar aquello como un hecho o rechazarlo. Entró en la terraza y se situó frente al que todos decían que era Aníbal. Vio a un hombre mayor, con una generosa barba entre blanca y negra, con un parche en un ojo, y con el otro ojo abierto, mirando al infinito. La boca estaba cerrada y parecía que sonreía. Una mano estaba en el estómago, la mano izquierda; la derecha estaba sobre un muslo, cerrada en un puño pétreo. Ésa era la mano donde Aníbal debía lucir los anillos consulares arrebatados a los cónsules de Roma durante sus años de guerra sin cuartel. Flaminino se dio cuenta de que ésa era la única forma que tenía de reconocer al general cartaginés y es que nadie en Roma se había visto cara a cara con el general púnico. Nadie, esto es, excepto el único con las agallas suficientes para hacerlo: Publio Cornelio Escipión. Estaba el hijo de éste, y, si era cierto lo que se contaba, el hijo de Escipión también se había visto a solas con Aníbal, pero aquello no estaba probado. Y Lelio y algunos veteranos en Éfeso, eso decían. Pero que vieran y hablaran con Aníbal sin tenerle miedo, eso sólo Publio Cornelio Escipión, Africanus. Nadie más. Todo era tan confuso en la maraña de acusaciones en las que se vieron envueltos los Escipiones… Flaminino se dio cuenta de cuan injusto había sido el tratamiento de Roma para con Escipión y los suyos. Allí estaban ellos, ochocientos legionarios armados y preparados para el combate, una legión entera en la ciudad, y él al mando, un ex cónsul de la todopoderosa Roma, y todos estaban casi temblando ante un general enemigo abatido, abandonado por todos los suyos y traicionado por sus aliados; un enemigo, sin embargo, con el que Escipión no había tenido inconveniente en bañarse tranquilamente y departir durante horas en la ciudad de Éfeso. Eso aseguraban, eso contaban. Resultaba difícil de creer. En aquellos momentos de tensión e incertidumbre, frente al que parecía ser el cadáver de Aníbal, Flaminino comprendió la grandeza de Escipión: ellos tenían miedo incluso de acercarse al cadáver de alguien con el que el propio Escipión no temió en hablar, bañarse o combatir en vida. ¡Por todos los dioses, qué abismo separaba a los actuales gobernantes de Roma de su antiguo general! ¡Qué lejos estaban ya todos de la leyenda de Publio Cornelio Escipión! ¡Cómo se había empequeñecido Roma!

Pero Flaminino era un hombre disciplinado. En ausencia de grandeza lo único que le quedaba a Roma era la disciplina. Más les valía a todos mantenerla. Se arrodilló frente a Aníbal y con ambas manos tomó la mano derecha de Aníbal y giró aquel puño de hierro. La piel de la mano aún estaba caliente. Eso estremeció al ex cónsul de Roma e hizo que se le erizara el pelo de todo su cuerpo. Pero siguió con su misión.

–Acercadme una antorcha -ordenó Flaminino. Un legionario aproximó una de las lumbres que portaban. Bajo su luz varios anillos de oro resplandecieron en el anochecer de Bitinia-. Es Aníbal, sin duda -concluyó Flaminino, y se levantó-. Nadie en el mundo puede exhibir esos trofeos en una sola mano. Nadie en el mundo.

Todos guardaban silencio. Era Aníbal.

126 Las últimas visitas

Literno, Campania. Diciembre de 184 a.C.

Nada más ver a Lelio en el vestíbulo con el demacrado general en sus brazos, Emilia reaccionó con rapidez e hizo que condujeran a su esposo al dormitorio y que le tendieran en el lecho. Laertes ayudó en todo momento y desvistió al general, le puso una cómoda túnica, lo tumbó en la cama y lo cubrió de mantas. La propia Emilia se sentó al lado de su esposo y le secó el sudor de la fiebre durante un buen rato, hasta que su marido recuperó algo de fuerza y pidió ver a todos sus hijos, uno a uno.

La primera en pasar fue la hija mayor. Con ella la conversación fue breve, pero sincera y emotiva. Publio le rogó que, como siempre, siguiera siendo una buena matrona y que ayudara a su hermana pequeña y a su hermano en todo lo que pudiera y que siempre velara por la unión de la familia. Su matrimonio con Násica la hacía especialmente importante en este aspecto, pues era el vínculo de unión entre diversas ramas de la gens Cornelia que fortalecía al clan y le agradeció que en su momento aceptara dicho enlace.

–La unión nos hará fuertes. Ése debe ser el camino hacia el futuro de nuestra familia, hija -dijo Publio al terminar de hablar con su hija mayor. Ella asintió y le tomó la mano sudorosa y la apretó con fuerza. Su padre se vio obligado a añadir unas palabras más-: Y no lloréis por mí. No le deis ese gusto a Catón. Caminad siempre con la cabeza bien alta. Siempre nos ha acusado de ser orgullosos. Seámoslo de veras.

La muchacha asintió, pero nada más darse la vuelta rompió a llorar al tiempo que salía de la habitación dejando solo a su padre un instante hasta que su hermano la reemplazó y entró en el dormitorio. El joven Publio no sabía muy bien dónde situarse y se quedó de pie junto a la puerta.

–No, hijo, siéntate aquí, a mi lado -dijo su padre desde el lecho-. No me queda mucha fuerza y mi voz es débil. Debemos hablar. Lo hemos hecho en tan pocas ocasiones… -Vio como su hijo se sentaba junto a él y suspiró aliviado-. Creo que en realidad nunca hemos hablado. Siempre te he dado órdenes, te he dicho lo que tenías que hacer y tú siempre lo has hecho.

–Lo he intentado, padre -respondió su hijo precisando, pues muchas veces no había conseguido hacer todo lo que su padre le exigía y lo explicitó-; siento no haber estado a la altura del hijo que habrías deseado tener, padre.

Pero Publio padre negó con la cabeza.

–He sido un imbécil contigo. Siempre intentando que fueras como yo. Siempre te presioné demasiado y eso casi te cuesta la vida.

Los dos compartieron un silencio mientras ambos recordaban, sin decir nada, el episodio de la captura de Publio hijo por el ejército de Antíoco y su prisión bajo el control del mismísimo Aníbal.

–Hijo, sólo tú y yo hemos hablado con Aníbal y hemos sobrevivido para contarlo. Es algo que nos une. Y me gusta que eso nos una. Escúchame bien, Publio: tú puedes ser mejor que yo, siempre he sido muy exigente contigo, he querido que fueras lo que no puedes ser; te pedía que fueras mejor soldado, mejor guerrero que yo y eso es difícil, y como no lo hacías te he menospreciado una y mil veces; un error imperdonable. – Y miró al cielo mientras inhalaba aire-. Puede que haya sido un gran general, pero he sido el peor de los padres posibles.

–Eso no es cierto, padre. Todos te admiramos.

–Todos me sufrís, eso es cierto, pero os he tratado mal. En especial, a tu madre, a ti y a tu hermana pequeña. Y con tu hermana mayor nunca he discutido porque siempre ha hecho todo sin replicar, pero a la mínima rebelión habría chocado con ella como lo hice contigo o con la pequeña. No, siempre he estado en guerra, o luchando en el Senado, y nunca os he escuchado.

–Has hecho a Roma más grande que ninguna otra ciudad…

–Y me lo pagan con el destierro -le interrumpió su padre-, y vosotros, a los que he maltratado, sin embargo, sois los que estáis aquí conmigo. Pero ya no puedo cambiar el pasado, no hay vuelta atrás, pero se pueden hacer cosas, hijo, se pueden hacer muchas cosas aún, sólo que yo ya no estaré ahí para hacerlas. Escúchame por última vez, hijo: siempre he estado equivocado al leer tu destino. Siempre creí que tú deberías combatir como yo en el campo de batalla, pero eso no será así. Tu destino no está ahí, en la guerra, sino en Roma. Debes volver a Roma, toda la familia debe hacerlo. El exilio es sólo contra mi persona. Muerto yo, nada os debe retener aquí más tiempo. Tú, hijo, debes combatir en el Senado, con la palabra, algo que manejas mejor que yo. El viejo Icetas, vuestro pedagogo, siempre alababa tu retórica, pero yo, cegado como estaba, me interesaba más por tus avances en el adiestramiento militar con Lelio; pero Catón, hijo, Catón me ha derrotado con palabras. Tú, en cambio, con tus propias palabras influíste en mí la noche fatal en la que podría haber mandado a todos nosotros al infierno. Sí, hijo, tus palabras influyeron en mí notablemente. Más de lo que imaginas. Hablas bien. Sabes hacerlo. Ése es tu don. Tú debes volver a Roma, al Senado, ocuparás mi asiento en el edificio de la Curia y desde allí contraatacarás. Es un trabajo colosal. Catón es un enemigo inabarcable. Yo no he podido con él, pero yo no he sabido luchar en su campo. Como ves, hijo, tienes la posibilidad de ser más grande que yo, de derrotar a quien yo nunca he sabido vencer.

–Padre, nadie puede ser más grande que tú.

Publio padre levantó su sudorosa mano derecha y rechazó el halago en un gesto seco.

–No quiero discutir sobre eso. Lo importante, hijo, es que vuelvas a Roma y luches desde el Senado. No puedo darte consejos sobre cómo hacerlo porque serían los consejos de un perdedor en esas lides. Si fueras a entrar en una batalla campal, ahí sí que valdría mi opinión. No, en el Senado, en Roma, tú mismo tendrás que encontrar el camino, pero estoy seguro que allí donde yo no supe combatir, tú saldrás victorioso. Estoy seguro de que encontrarás alguna forma que a mí ni tan siquiera se me ha ocurrido. Confío en ti, hijo. Te encomiendo un trabajo enorme, pero sé que lo harás.

–Haré todo lo que pueda, padre, por hacer que nuestra familia recupere su posición en Roma.

–Lo sé, lo sé. – Y fue Publio padre quien tomó con su mano el brazo fuerte de su joven hijo-. Lo harás. – Y calló.

–¿Quieres ver a mi hermana pequeña? – preguntó entonces Publio hijo.

–Sí, por favor, dile que pase -y el viejo general vio como su hijo se levantaba y se dirigía hacia la puerta con el semblante serio, preocupado-, y gracias por no guardarme rencor -añadió Publio padre desde la cama. Su hijo se volvió y miró una vez más hacia él y asintió. Luego lo vio desaparecer por la puerta. Apenas pasó un instante y la joven Cornelia entró entonces en la habitación. Publio la vio caminar con el sigilo que la caracterizaba, moviéndose despacio pero con agilidad y gracia en sus gestos, como siempre, y, como siempre, igual de preciosa, incluso más que la última vez que la vio, antes de partir para su exilio. Sí, la pequeña tenía una mirada brillante como nunca antes y se la veía sana y fuerte y decidida. La vio sentarse a su lado y sintió, por unos instantes, un destello de felicidad.

–¿Graco te trata bien? – fueron las primeras palabras que Publio pronunció. Quería haber dicho tantas otras cosas y, sin embargo, llegado el momento crucial, eso fue lo que brotó de sus labios. Ni tan siquiera al borde de la muerte podía retener su maldita rabia hacia ese hombre.

–Mi esposo me trata bien, padre -respondió Cornelia con una sonrisa al tiempo que posaba su mano sobra la pálida mano de su padre. Publio aceptó aquel regalo y aprisionó con ternura la suave piel de los finos dedos de su hija-. Es con el permiso de mi esposo que he venido a verte.

Publio asintió, pero persistió en su línea defensiva. – Si te trata mal regresaré de entre los muertos si es necesario para protegerte. Díselo.

Cornelia mantuvo su sonrisa.

–Eso no hará falta. Tiberio es amable conmigo en todo momento y nos llevamos bien. Incluso me ha permitido este viaje pese a que… -Aquí, la joven se detuvo; iba a decir que pese a que Catón lo aprovecharía para criticar a su marido y volver a asustar al Senado sobre una posible conspiración de los Escipiones, pero Cornelia no quería hablar con su padre de Catón, ni tan siquiera quería que se mencionara ese nombre en la que seguramente sería la última conversación entre ambos, pero las palabras estaban ya en el aire y su padre estaba sorprendentemente atento incluso cuando la fiebre volvía a subir.

–¿Pese a qué? – inquirió Publio mirándola a los ojos y apretando su mano con la suya.

–Pese a que estoy embarazada de varias semanas.

Publio Cornelio Escipión abrió los ojos de par en par. Su hija mayor aún no les había regalado una noticia tan hermosa y su joven hijo aún estaba a la espera de casarse. Una vez más la pequeña Cornelia les adelantaba a los dos.

–¿Un nieto? – preguntó entre dientes el enfermo general de Roma.

–O una nieta, padre.

Publio sonrió.

–O una nieta. En cualquier caso un hijo tuyo, Cornelia. Ésa es una noticia que me hace muy feliz, muy feliz y viene en un momento y a un lugar donde no suelen llegar buenas noticias. Por todos los dioses, te lo agradezco de verdad. Y dices que Graco te dejó venir pese a tu estado. No es un viaje peligroso, pero sí son varias jornadas de polvo y largos desplazamientos. Sí que me sorprende un poco esa extraña generosidad suya. No debía haberte permitido viajar así. Es como pensaba. Ese hombre no te cuidará nunca. No te merece…

–Bueno, padre -empezó Cornelia bajando la voz y acercando sus labios a los oídos del general-; he hecho trampa. – ¿Trampa?

–No le dije a mi esposo que estaba, que estoy embarazada. Sólo le dije que mi padre estaba enfermo y que deseaba visitarle.

Publio suspiró. Tenía sentimientos dispares ante aquella respuesta.

–La parte mala de lo que dices es que Graco debe estar ya muy bien informado de lo avanzado de mi enfermedad y por eso te ha dejado venir. Sabe que voy a morir pronto y por eso sabe que nada de lo que diga el Senado importa ya con relación a mí. La parte buena, sin embargo -y Cornelia se alegró de ver sonreír a su padre mientras hablaba-, es que me has dado la noticia de tu embarazo primero a mí antes que a tu marido. Es una pequeña gran victoria que me llevaré conmigo al otro mundo. Una pequeña gran satisfacción de mi pequeña gran hija.

Y de pronto sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo y temblores que apenas podía controlar. Soltó la mano de su hija e intentó taparse mejor con las mantas, pero no podía. Fue Cornelia quien le ayudó a cubrirse bien hasta el cuello.

–Es la fiebre… -dijo Publio mientras se recomponía una vez pasados los temblores-. El final está cerca, pequeña. Es hora de que vea a tu madre.

Cornelia asintió y se levantó con cuidado. No quería separarse de su padre, pero sabía, como todos, que su padre y su madre tenían asuntos de los que tratar, asuntos públicos y privados que no podían esperar. Asuntos pendientes.

–Adiós, padre. Que los dioses te protejan siempre -dijo, y se dio media vuelta. Su padre quiso responder, pero la voz le falló y para cuando se recompuso, la puerta se había cerrado. Su hija se había marchado. Ya no la volvería ver, pero la noticia de que la sangre de la familia seguiría brotando de las entrañas mismas de la más valiente de sus hijas le insufló una última dosis de energía, fuerzas que, sin duda, necesitaba para encarar la conversación más difícil de todas. La puerta se volvió a abrir y la silueta pequeña, delgada, inconfundible de Emilia se recortó en el umbral. En cuanto se sentó, Publio empezó a hablar. Se alegró de tener asuntos que arreglar más allá de la larga infidelidad. Eso facilitaba iniciar aquella última conversación.

–Tienes que liberar a Laertes, Emilia. Se lo prometí a ese esclavo y ha cumplido bien. Le prometí que le liberaría cuando la pequeña se casara, pero con el exilio y mi rechazo a esa boda olvidé mi promesa. Una promesa más incumplida. Ahora he tenido tiempo de repasar todo lo que no he hecho bien. Ésa es una de las cosas.

–Laertes será manumitido. Me ocuparé de ello -respondió Emilia con voz seria.

–Bien -exhaló Publio.

Un largo silencio se apoderó de la habitación. Sólo se escuchaba la costosa respiración del enfermo. Al final, Publio reunió las fuerzas suficientes para decir lo que tenía que decir, para tener esa conversación que debían haber tenido hacía muchos meses, quizá años.

–Sé que te he decepcionado -empezó un ya muy débil Publio. La pequeña figura de su mujer, sentada en el solium dispuesto junto al lecho permaneció imperturbable, como una efigie muda. En la penumbra de la habitación, las arrugas de los años se difuminaron y Publio creyó ver de nuevo el rostro de aquella muchacha que le enamoró en el pasado. Se sintió más culpable que nunca-. Te he decepcionado y lo siento.

Vino entonces, de nuevo, el silencio, aún más profundo, aún más duro. Publio esperaba una respuesta mientras recuperaba el resuello. Las conversaciones anteriores le habían dejado exhausto. Emilia no parecía decidirse a dar réplica alguna. El ex cónsul sentía más dolor ante aquella frialdad.

–Has sido discreto -rompió al fin a hablar su esposa, y el viejo general se sintió aliviado-. Has sido discreto con esa muchacha y eso lo agradezco. Ya teníamos bastantes problemas en Roma como para añadir habladurías.

Publio afirmó con la cabeza.

–No fue nada planeado -empezó a explicarse Publio, y Emilia iba a interrumpirle, pero el general siguió con su débil hilo de voz y ella se detuvo-. No, no voy a darte excusas, sólo quiero contarte cómo fue. No fue nada planeado, nada que buscara. Estaba enfermo y lejos de ti y Aníbal tenía a nuestro pequeño y fui débil y estúpido y luego me hice acomodaticio con lo que obtenía de ella. Podría haberla dejado allí y no traerla a Roma, pero no lo hice. No busco el perdón para mí, Emilia, pero hay algo importante… -Se detuvo para recuperar el aliento-. Esa muchacha no debe pagar dos veces por las debilidades de un viejo ex cónsul. No pagues con ella lo que sólo ha sido fruto de la lascivia de un viejo. – Y terminó con una sonrisa amarga-. He sido como uno de los viejos griegos de las obras de Plauto.

El silencio recuperó el control del dormitorio. Las lámparas de aceite chisporroteaban en las esquinas. Las llamas se movían agitadas por una suave brisa de ventilación. Emilia había ordenado dejar entreabierta una de las ventanas altas. Las sombras temblaban por el suelo, por las paredes, por el techo. Emilia tomó un paño fresco de la mesita junto a la cama con una mano mientras que con la otra retiraba el paño ya más tibio de la frente de su marido y lo substituía por el nuevo.

–Ella también ha sido discreta -dijo la esposa del ex cónsul-. No pagaré con ella mi rabia por lo ocurrido. – Y no dijo más. Y Publio no pidió más aclaraciones. Emilia era parca en palabras, pero nunca decía una de más ni una de menos. Si había dicho que no pagaría con la muchacha la rabia que sentía por la infidelidad que había cometido estaba claro para Publio que no la maltrataría. Le gustaría haber obtenido un arreglo explícito para la joven que tan bien se había portado con él en los últimos años de su vida, no por acostarse con él, eso lo podía haber conseguido de cualquier esclava, sino por haberlo hecho con cariño, sincero o fingido, pero cariño; pero en las actuales circunstancias, desterrado de Roma, enfermo y con una esposa indignada era imposible conseguir más. Si al menos había logrado que el odio de Emilia no fuera contra la joven como un caballo desbocado, ya se había conseguido algo. También estaba claro que no sería posible despedirse de la muchacha, pero en cualquier caso no tenía fuerzas para más palabras.

–Me muero, Emilia… espero no haberte decepcionado en todo.

Los moribundos buscan palabras amables cuando están ante el final de su camino en este mundo, las buscan incluso entre aquellos a los que han herido. Emilia no era una persona cruel.

–No has sido un marido perfecto, pero no has sido ni con mucho el peor posible. Has sido un buen padre y has sido el mejor general de Roma. Has honrado a mis antepasados y a los tuyos y has derrotado a los enemigos de Roma en los confines del mundo y sé que hubo un tiempo en que me quisiste mucho, lo sé, y tengo buenos recuerdos de aquellos tiempos y con ellos me quedo. Nadie es perfecto. Yo también me he hecho fría con la edad, con los niños, con los ataques incesantes de Catón. Has sido un buen marido, Publio, con alguna imperfección, pero sin ti no existiría ya ni Roma ni Italia ni todo el imperio que dominamos desde el Tíber. Sin ti no existiría el mundo como es hoy. Por eso te odia tanto Catón. Quiere borrarte de la historia, pero no puede porque no puede borrar tus victorias. Yo cuidaré de la familia. El joven Publio no es el guerrero que tú has sido, pero es noble, y las dos hijas son buenas, la mayor discreta y la pequeña Cornelia intrépida pero leal, y su lealtad nos ayudará en el futuro. Saldremos adelante y nos ocuparemos de que la familia salga adelante. – Publio la escuchaba mientras se hundía en un sopor profundo; era como si Emilia hubiera estado escuchando las conversaciones que habían tenido lugar unos minutos antes y pensó, por un instante, que quizá a"i'hubiera sido, pero pronto se dio cuenta de que pese al tiempo y los años y el distanciamiento, él y Emilia seguían tan íntimamente unidos que pensaban tan igual en todo, que habían llegado cada uno a las mismas conclusiones por caminos distintos; las palabras de Emilia le acompañaron mientras se dormía.

Areté se sentó en el solium junto a su amo. Era ya entrada la noche. Todos velaban en el atrio de la casa, pero apenas se escuchaban voces suaves, murmullos escondidos. Todos esperaban el desenlace final. Areté recordaba cómo hacía un rato se había acercado la señora a su habitación, detrás de las cocinas. Ella estaba medio desnuda, con la túnica de dormir sólo; la señora iba, como siempre, elegantemente vestida con su stola inmaculada de mangas largas y cubierta con una palla igual de limpia, siempre tan digna incluso en aquellas horas en las que el señor estaba a punto de morir, o eso decían todos. Emilia se había sentado en una sella que había junto a la puerta que daba acceso a la cocina.

–Estoy agotada, Areté, al igual que lo están todos -empezó Emilia-. Quiero que me sustituyas junto al lecho de mi marido. Ya le has cuidado en el pasado, ya conoces sus fiebres, sabes todo lo que se debe hacer. Al amanecer volveré a ocuparme yo.

Areté se había levantado, con las manos cruzadas sobre el pecho desnudo; asintió pero no tuvo tiempo de responder, pues la señora, sin esperar palabra alguna, desapareció como un exhalación. Era la primera vez que la señora se dirigía a ella en todos aquellos años, desde que le pidiera que retuviera a su esposo antes de ir a una sesión del Senado. Areté se vistió con rapidez y salió de su habitación y cruzó la cocina en dirección al atrio. Nadie le impidió que pasara por el amplio patio bajo un manto de estrellas que velaban junto con todos los familiares del que decían había sido el mayor general de Roma. Para ella, sin embargo, había sido un hombre que la había sacado de la triste obligación de tener que acostarse con cuantos hombres querían y podían pagar sus servicios en las costas de Asia. Ella no entendía de guerras, pero había aprendido que aquel hombre que durante noches enteras se relajaba con ella era uno de los más poderosos de todo aquel inmenso imperio que llamaban Roma. Su esposa siempre se había mantenido distante de ella, ¿por qué ahora la invitaba a cuidar de él, ahora que iba a morir? ¿Por qué no una de las hijas? Areté, nerviosa, asustada, temiendo una emboscada, un golpe, la cárcel, castigos, no sabía bien qué, cruzó el umbral de la puerta del dormitorio de su amo custodiado por Laertes. El atriense, como siempre, la miró con ojos de deseo, no insultante sin ser obsceno, pero de evidente interés por su persona. Areté, como hacía siempre también, fingió no darse cuenta y abrió la puerta.

En la habitación sólo había sombras, el murmullo de los que esperaban fuera, las llamas tintineantes de las lámparas y la respiración entrecortada del amo tendido en su lecho de enfermedad. Areté se sentó en el solium. El asiento aún estaba caliente. Quizá el general ya no despertara. Le cambió el paño de la frente por uno nuevo fresco y le puso paños frescos también en los brazos desnudos, musculados pero más delgados que de costumbre, engullida la energía del general por la implacable fiebre. Areté se levantó entonces y quitó las mantas y puso paños frescos también en las piernas, como le había enseñado el médico Atilio en Asia para ayudar a bajar la fiebre. Seguramente ya nada de aquello devolvería al amo a la vida, pero quizá le aliviara algo el sufrimiento en sus últimas horas. Eso la consolaba. Areté se encontró sollozando en silencio. En el fondo de su alma se daba cuenta de que, de algún modo, había querido a aquel hombre. – ¿Emilia…?

Era la voz del amo. Se estaba despertando. Areté se secó las lágrimas con rapidez con el dorso de las manos.

–Soy Areté, mi señor. El ama me ha ordenado que cuide que la fiebre no suba más. Soy Areté, mi señor.

–¿Areté…?

Y Publio entreabrió los ojos. En efecto, ante él estaba la resplandeciente belleza de su joven amante. ¿Era un sueño, un delirio final antes de partir o un regalo de su esposa?

–¿Eres tú realmente…?

–Sí, mi señor, pero el general no debe hablar. Está agotado. Debe descansar y dormir.

Publio sonrió y, alzando levemente su mano, capturó la muñeca de la joven. Allí estaba aquella piel tersa, suave, delicada y aquel pulso vital que latía por las venas de aquella muchacha.

–Eres tú, sin duda… -Y ya no dijo más, pero Areté observó que la leve sonrisa permanecía en los labios mientras volvía a dormirse. La muchacha se acercó al rostro del general para sentir su leve respiración en sus mejillas. El ex cónsul estaba muy débil, pero aún estaba allí, dormido de nuevo. No pudo contenerse, estando tan cerca sus labios de los labios del general y la joven le besó despacio, con dulzura bien adiestrada. Publio Cornelio Escipión permaneció plácidamente dormido. Areté volvió a sentarse en el solium. Una puerta que daba acceso a otra habitación, entre las sombras, pareció cerrarse movida por el viento. La muchacha se reclinó sobre el respaldo de la butaca y, despierta, con los ojos con diminutas lágrimas silenciosas, se quedó velando el moribundo cuerpo de un general de Roma hasta que se quedó dormida.

En medio de la noche, Publio Cornelio Escipión abrió los ojos. A la luz de las lámparas languidecentes vio a la bella Areté dormida, velándole. El viejo general se incorporó con dificultad, pero lo consiguió. Sabía que no tendría muchas fuerzas ya. Se levantó en silencio y descalzo, para no hacer ruido, llegó junto a la mesa debajo de la ventana. Abrió un pequeño cofre con una diminuta llave que le colgaba del cuello y extrajo uno de los varios rollos que se encontraban en el interior. Se sentó en la silla y con un stilus que humedeció con la tinta negra de un cuenco dispuesto junto al cofre escribió unas líneas. Eran sus últimas palabras. No era nada épico. Los últimos pensamientos de quien sabe que va a morir, pero se sintió mejor después de dejarlos por escrito. Luego, con la meticulosidad del último momento, sopló sobre el texto para que se secara. Esperó un rato mirando la luna por la ventana entreabierta. Enrolló la hoja y reintrodujo el rollo en el cofre. Sólo quedaba una schedae suelta. En ella anotó dos palabras. «Para Lelio»

Y puso la nota asomando por debajo del cofre, atrapada por aquella pequeña caja, para evitar que pudiera volarse con una corriente de aire. Suspiró. Se reincorporó y, con aún mayor dificultad, regresó junto al lecho. Se sentó, se tumbó de costado y, al fin, se volvió a tumbar boca arriba. Areté dormía con el sueño profundo de la juventud. A Publio, sin embargo, le costaba respirar y tenía cada vez más frío, aunque ya no sudaba. Aquello le extrañó, pero en aquel momento sólo pensaba en dormir. Se tapó de nuevo con la manta y procuró relajarse. En un momento volvió a sumirse en un denso sopor que no era sueño pero tampoco vida.

La manta que cubría el cuerpo desfallecido de Publio Cornelio Escipión se movía lentamente hacia arriba y hacia abajo, marcando la pausada pero débil respiración del ex cónsul. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Arriba y abajo.

Abajo.

Abajo.

Quieta.

Detenida.

127 La victoria de Catón

Roma, enero de 183 a.C.

Las noticias de la muerte de Escipión llegaron a Roma como llevadas por el viento. Era una tarde plomiza y las nubes surcaban el cielo con la velocidad que anticipa una gran tormenta. Ya no era hora de tratar asuntos públicos o privados en el foro, pero el centro de la ciudad estaba a rebosar de gente. A todos les costaba creer que lo que era inexorable, todos morimos, había ocurrido con alguien tan legendario como Africanas.

–¿Ha muerto?

–¡Por Castor y Pólux!

–¿De verdad?

La gente compartía su sorpresa y su escepticismo, pero nuevos mensajes llegaban desde el sur de Roma. Todas las familias que habían tenido algún representante en el funeral que se había celebrado en Literno habían enviado mensajeros a sus respectivas residencias y de cada una de esas casas emergían nuevos mensajes para otros familiares y amigos que no hacían más que confirmar lo que acababa de ocurrir, de lo que todos hablaban sin parar.

Al poco tiempo, con el anochecer adelantado por la tormenta que estaba a punto de descargar sobre Roma, el pueblo pasó de las dudas y de la sorpresa a las lamentaciones y al miedo. Roma era poderosa, sí, pero lo era por hombres como Africanas y ahora él ya no estaría allí nunca para protegerlos. Algunos demandaban pruebas de que Aníbal también había muerto, como se había comentado, pero las noticias de Asia eran aún confusas. Unos decían que había huido, otros que se había encerrado en una fortaleza y que estaba asediado por Flaminino y sus tropas, otros que el propio Flaminino había muerto en el combate. En el fondo todos seguían temiendo que el cartaginés aún retornara desde Oriente al frente de un nuevo ejército, pero siempre sabían, hasta ese día, que estaba Publio Cornelio Escipión, Africanas, al que podrían recurrir, incluso si por sus enfrentamientos contra el Senado había terminado desterrado, incluso entonces, todos estaban seguros de que si era necesario Africanas retornaría de su destierro para ayudarles, pero de entre los muertos no era ya posible volver. Nadie, ni siquiera él que había podido con todo y contra todos los enemigos de Roma, podía vencer a la muerte. ¿Qué sería ahora de ellos sin él? Estaban Flaminino o Catón o Régilo u otros grandes generales que habían logrado grandes victorias y merecido entradas triunfales en Roma, pero nadie había como Africanus. Publio Cornelio Escipión era irreemplazable, irrepetible y nadie, ni los más próximos a él, como su hermano Lucio, ni los más contrarios a él como Catón o Graco eran ni la sombra de lo que él fue. ¿Qué sería ahora de ellos? Y, de pronto, con el miedo a lo desconocido les invadió a miles, a decenas de miles de ciudadanos de Roma, una sensación sucia de asco de sí mismos, de vergüenza, de miseria. A ése al que tanto debían, a ese hombre del que tanto dependían, a ese general que tanto los protegió en el pasado, le habían abandonado para que le juzgaran y le expulsaran de Roma sus enemigos en el Senado. Y de la vergüenza saltaron a la pena más profunda que nunca antes habían sentido por la desaparición de alguien que no fuera un familiar propio y entonces, sólo entonces, con la noche ya entrada, con el cielo a punto de reventar de agua, llegaron las lágrimas en tropel, un mar de llantos que se escuchaba por cada una de las esquinas de Roma. La gente bajaba entonces por la Via Nomentana desde el monte Quirinal, por la Via Tiburtina Vetus desde el Monte Viminal, por la Via Labicana desde el Esquilino, por la Via Tusculana y luego la Via Sacra desde el monte Celio, y por el Vicus Tuscus llegaban decenas de miles de ciudadanos que venían desde el Palatino y el Aventino, confluyendo así desde esas colinas en las faldas de la colina Capitolio, el monte central de Roma, donde emergía el foro de la ciudad. Era un imparable torrente de gente que primero venía sin nada y que, al poco, empezó a encender antorchas, primero unas tímidas decenas en el foro, pero luego a miles, a decenas de miles por todas las arterias de una ciudad, imitando los funerales humildes de quien no tiene imagines maiorum que exhibir, cuando los familiares se limitan entonces a pasear el cuerpo de su familiar fallecido arropado sólo por unas pocas antorchas. Sólo que ahora no eran unas pocas decenas de lumbres, sino un mar de miles y miles de lumbres ardiendo en medio de aquella triste noche. El funeral del Escipión había tenido que ser, por culpa del exilio obligado, fuera de Roma y los romanos no tenían cuerpo que llorar, ni imágenes que ver, ni ceremonias oficiales a las que asistir, de modo que todo surgió de forma improvisada, como los miles de antorchas y, acto seguido, las visitas a todos los templos de Roma, las libaciones en honor de Escipión, los sacrificios de centenares de animales y el llanto permanente de las mujeres que lo inundaba todo.

Catón salió de su casa protegido por un nutrido grupo de legionarios de las legiones urbanae enviados por el pretor urbano que se presentaron en medio de aquella tormenta de luto incontrolado con un mensaje breve en una tablilla: «Sugiero que pases la noche fuera de Roma.» Catón arrojó la tablilla contra la pared del atrio, enfurecido.

–¿Cómo puede Escipión, aun después de muerto, exiliado y muerto, obligarme a salir de Roma?

Pero la puerta había quedado entreabierta y hasta Catón llegaron los ruidos del tumulto de personas que había por toda la calle. Se dirigió al umbral y los soldados se hicieron a un lado para dejarle pasar. El veterano senador no daba crédito a lo que veía: antorchas, llantos, animales arrastrados por ciudadanos posesos de una rabia extraña camino de sacrificios que parecían necesitar aquellos hombres como si la vida les fuese en ello; miles de mujeres sollozando o gimiendo sin control y entre todos aquellos seres que parecían haber perdido el sentido se veía a esclavos, libertos, patricios, comerciantes, prestamistas, pescaderos, mercaderes, putas, niños pequeños, artesanos, panaderos, soldados, veteranos de guerra heridos, veteranos de guerra con sus torques yfalerae, incluso algún triunviro y legionarios en activo con sus uniformes relucientes.

–¿Qué está ocurriendo? – preguntó el senador y censor de Roma al oficial de los legionarios enviados por el pretor.

–Es por la muerte de Escipión. La gente está como loca. Vagan por las calles con antorchas, como si estuvieran perdidos y todos claman por el general.

«Por el general.» El legionario había usado el artículo definido «el», como si en Roma no hubiera más generales tan buenos o mejores que el maldito Escipión. Catón recordó entonces el mensaje del pretor urbano: «Sugiero que pases la noche fuera de Roma.»

–Rápido -dijo el senador-, vamonos de aquí. – Y, sin perder tiempo en procurarse mejor ropa que la que llevaba, con la túnica puesta, limitándose a coger una daga de uno de los anaqueles del tablinium, regresó a la puerta raudo, cruzó el umbral y, seguido de cerca por la veintena de legionarios que debían escoltarle se encaminó hacia la calle.

Marco Porcio Catón cruzó aquella noche las calles de Roma como un bandido que hubiera sido hecho preso por los soldados. Eso es lo que pensaban la mayoría de los que se cruzaban con él y el senador no hizo nada para desbaratar esa opinión; de hecho, sus acciones, como andar mirando siempre al suelo, con actitud humilde, casi culpable, parecían confirmar la percepción de la gente que observaba aquel extraño grupo que caminaba en dirección opuesta al resto, seguramente, coincidían muchos, en dirección a la cárcel o, si se cruzaban con él pasado ya el Tullianum, a una prisión militar; lo que nadie dudaba es que debía tratarse de un renegado que pronto pagaría con la muerte su alta traición.

De esa forma, Marco Porcio Catón consiguió salir de Roma aquella noche y coger una cuadriga dispuesta para él en la puerta Carmenta que le conduciría a toda prisa a su villa en donde se refugiaría el resto de la noche junto con su familia y, mejor ser cautos, donde permanecería el resto de la semana. Había habido suerte de que, al menos, su esposa e hijo ya estaban allí, pues a su mujer no le gustaba el bullicio de Roma, algo que su esposo comprendía. Eso facilitó la salida de la ciudad.

Justo al subir a la cuadriga, las nubes que tanto tiempo habían esperado reventaron por fin y sobre Roma descargó una lluvia infinita e inclemente que, sin embargo, no arredró a nadie. Las calles permanecieron atestadas e, incomprensiblemente, en una señal que muchos interpretaron como divina, las antorchas continuaban ardiendo en miles de llamas que luchaban contra el agua que parecía querer ahogar todo lo demás.

–¡Son los dioses que lloran! – gritó un legionario en el foro, y su grito se repitió de calle en calle hasta que todos miraban hacia el cielo convencidos de que todos y cada uno de los dioses de Roma lamentaban con congoja sin límites la desaparición del hombre que más les había honrado con sus hazañas desde la fundación de la ciudad.

Marco Porcio Catón dirigía su cuadriga en medio de la brutal tormenta apretando los dientes y sin mirar atrás.

–¡Le olvidarán! – gritaba una y otra vez-. ¡Le olvidarán todos! ¡Yo me ocuparé de ello! ¡No quedará de él ni el recuerdo! ¡Le olvidarán!

128 El atardecer en Literno

Literno, Campania. Enero de 183 a.C.

Emilia paseaba en silencio entre los árboles. Era el décimo día desde que enterraron a Publio. Ayer mismo habían visitado la tumba de su marido, y tal y cómo correspondía según sus costumbres romanas, habían celebrado más sacrificios y nuevas libaciones junto al sepulcro y un nuevo banquete en que una vez más la mayoría de los que estuvieron en el funeral habían regresado para mostrar su apoyo a la familia. Algunos ni siquiera se habían ido en todo ese tiempo, como el bueno de Lelio, que tardó dos días enteros en recuperarse de su borrachera y casi cinco en volver a beber. Algo insólito en él. Tras el nuevo silicernium se repartió la herencia y el joven Publio se constituyó en nuevo pater familias del clan. El muchacho había estado digno y había prometido con vehemencia retornar a Roma para, desde el Senado, hacer que la familia recuperara la posición que merecía en función de los infinitos servicios prestados al Estado durante generaciones. Emilia no tenía claro que aquello fuera posible y menos con Catón dirigiendo, manipulando todo lo que ocurría en el edificio de la Curia, pero el joven había estado digno y hasta el propio Publio habría considerado que su parlamento había sido intachable.

El paseo había conducido a Emilia hasta la solitaria tumba de su esposo junto al camino que conducía a la lejana Roma. Se quedó un instante leyendo el epitafio.

STTL* [Abreviatura frecuente en las tumbas romanas de la época que resume las siguientes palabras: Sit tibí térra tenis [que la tierra te sea ligera].

Ingrata patria, ne ossa quidem mea

habes. [Patria ingrata, ni siquiera

tienes mis huesos.]

No había forma mejor de resumir el pensar de todos. Se dio la vuelta y volvió de regreso hacia la casa recogiéndose en sus pensamientos.

Después de la pequeña Cornelia, su hermana y su hermano también regresaron a Roma. La hija mayor debía volver junto a su familia política y el joven Publio a retomar el puesto de su padre en el Senado. El exilio pactado con el Senado sólo estaba obligado para Publio Cornelio Escipión padre, y no afectaba al resto de la familia, algo que el propio Tiberio Sempronio Graco había contribuido a clarificar ante todos los patres conscripti.

Emilia, en su lento volver, se sentó bajo un árbol, sin saber que era el mismo que su marido escogiera para refugiarse durante su último paseo por el bosque de Literno. ¿Debía regresar a Roma con sus hijos o permanecer en el exilio a modo de recuerdo permanente de la memoria de su esposo? Esto último era lo que tenía decidido cuando una idea cruzó su mente: Catón odiaba a los Escipiones y a los Emilio-Paulos y su victoria había sido conseguir exiliar a la familia durante un tiempo, pero fallecido Publio, el regreso de su hijo y de sus hijas empezaría a morderle en las entrañas como cuando uno ve revivir un viejo enemigo al que daba por derrotado. Si ella misma regresaba, si Emilia Tercia, esposa de Publio Cornelio Escipión, retornaba a Roma y se paseaba por el foro de la ciudad, entre las tabemae novae y las tabemae veteres, si iba a comprar verduras al Macellum y por carne al Foro Boario, si se paseaba por el Clivus Victoriae en dirección al templo de Vesta y allí ofrecía sacrificios públicos, todo eso sería como echar sal en la herida abierta y mal cicatrizada de la eterna envidia de Catón. Emilia asintió mientras se levantaba. No podía hacer mucho, pero rascar en las entrañas de la envidia infinita de Catón le produciría un inmenso alivio, y es que después de Publio, era ella misma la que más había sufrido en su ser la humillación de verse desterrada de la ciudad que había sido y que seguía siéndolo todo para ella: Roma. Además, en el fondo de su alma, estaba convencida de que si Publio no se hubiera visto tan acosado por Catón, los últimos años entre ella y su esposo no habrían estado tan llenos de murallas y distancia. Emilia no podía evitar echar la culpa hasta de sus problemas maritales a un Catón que, a la luz de sus ojos, no hizo sino trastornar a su esposo hasta desquiciarlo. Sí. Regresaría a Roma. Pero había un tema pendiente. Un asunto que resolver antes de abandonar Literno. Una cuestión personal.

Al mediodía del día siguiente, Areté entró temblorosa en el atrio de la domus de su ya fallecido amo en Literno. En el centro, junto al impluvium la persona a la que más temía la joven esclava se encontraba sentada en un gran solium. La luz del día caía a plomo sobre el ama de la casa, Emilia Tercia, sentada en aquella butaca, pero el invierno había enfriado el ambiente y se estaba bien a la luz del sol. Areté se aproximó mirando al suelo. Esperaba una condena ejemplar. Tenía miedo a miles de cosas: tenía miedo al dolor, a los castigos físicos, a los latigazos; tenía miedo a ser vendida de nuevo, algo muy probable, y eso después de un duro castigo; tenía miedo a morir. La vida la había conducido por caminos extraños en los que nunca pudo decidir sobre su destino. Ahora se daba cuenta de que había disfrutado de unos años de paz al lado de su amo ya muerto. En años de relación sólo había recibido una bofetada. Cualquier otro esclavo lo consideraría una bendición. Y la esposa se había mantenido al margen durante todo aquel tiempo. Seguramente, sus baños con vinagre para evitar quedar embarazada ayudaron algo, o quizá la enfermedad del amo le había dejado demasiado débil para poder dejar encinta a nadie ya. En todo caso estaba mejor así. Un hijo lo habría complicado todo aún más. Areté estaba turbada: hacía tiempo que había concluido que su comportamiento discreto no sería suficiente para reblandecer el ánimo airado de una patricia romana obligada a ser testigo de la infidelidad de su marido día tras día, noche tras noche.

–De rodillas, esclava. – Areté escuchó la voz de su ama, y los pensamientos que la aturdían se desbarataron mientras clavaba sus rodillas en la fría piedra del atrio y con una mano apretaba entre sus dedos la pequeña imagen del dios Eshmún que colgaba de su cuello. Areté cerró los ojos e imploró en silencio al dios que siempre la había protegido para que no la abandonara ahora, en su momento de mayor terror.

Emilia Tercia la miraba como quien observa un animal curioso. Llevó entonces su mano arrugada por los años y seca por los disgustos de los últimos acontecimientos de su vida a la barbilla de la joven que se humillaba ante ella y forzó que la muchacha alzara su rostro. La esclava dejó que su ama le levantara la cara, pero mantuvo sus ojos mirando hacia un lado.

Emilia Tercia admiró el contorno suave de aquellos pómulos ligeramente dorados por el sol, los labios carnosos y húmedos, los ojos, girados hacia el vacío del atrio, grandes, oscuros, profundos, rodeados de pestañas largas y, a la vez, a través de su piel seca sintió la suavidad de la joven piel de la esclava. Sin duda, aquélla era una muy hermosa mujer. Al menos, su marido había tenido la mínima decencia de ser infiel con una mujer hermosa. Otra cosa habría sido aún más humillante.

–¿No te atreves ni a mirarme? – preguntó Emilia apartando su mano y permitiendo así que la esclava pudiera, de nuevo, bajar el rostro.

–No quiero ofender a mi señora. – La respuesta de Areté era humilde pero intrépida. No había admitido tener miedo, pero la razón expuesta era inevitable que resultara del agrado de su ama. Emilia Tercia se quedó pensativa. ¿Sería además inteligente aquella esclava? Le vino a la memoria Netikerty, la que fuera esclava egipcia de Cayo Lelio: muy hermosa también, y dócil sólo en apariencia, pues luego resultó ser astuta y hábil más allá de lo imaginable. ¿Era Areté otra Netikerty?

–Hubo un tiempo en que pensé en que te daría muerte en cuanto tuviera ocasión -empezó Emilia Tercia; Areté tragó saliva sin levantar la mirada de las losas del suelo-; y también pensaba en ese tiempo que ni eso me satisfaría lo suficiente; entonces pensé en torturarte primero. ¿Qué piensas de esto, Areté? Me interesa saber qué tienes que responder a lo que estoy contando.

Areté estaba como petrificada, encogida por el pavor y los nervios. Sin alzar la mirada habló al suelo, pero su voz salió con una claridad sorprendente y el tono era suave y agradable para los sentidos. Emilia la escuchó y se dio cuenta de que nunca antes se había detenido a apreciar la dulce voz de aquella esclava. Era, sin lugar a dudas, un ejemplar único de mujer. Casi una sirena.

–Sé que mis acciones han ofendido a mi señora más allá de todo lo posible y sólo puedo decir que nunca he hecho nada en todos estos años al servicio de la señora que haya sido por mi elección…

–No mezcles a mi marido en todo esto. – Se levantó Emilia indignada y a punto estuvo de abofetearla-. No te atrevas ni a mencionar su nombre en mi presencia.

–No, señora -respondió Areté, y guardó silencio. Durante unos instantes sólo se escuchaba el canto de los pájaros que se cobijaban del frío en los árboles próximos a la domus. Emilia se volvió a sentar. Se sentía incómoda. La muchacha sólo había dicho la verdad, pero es que la verdad era tan hiriente… Era cierto: Areté se había acostado con su marido porque su marido así lo deseó. Emilia suspiró un par de veces hasta encontrar un punto de sosiego en su ánimo. Debía hacer lo justo, no importaba si eso era doloroso.

–Mi marido me pidió que no te castigara -dijo Emilia, pero en voz muy baja, casi como un rumor que lleva el viento. Areté, por primera vez, alzó el rostro y miró un instante a su ama, pero allí sólo encontró una gélida mirada de respuesta y la muchacha volvió a mirar hacia el suelo sin atreverse ni a moverse ni a decir nada. Emilia continuó hablando, despacio, con un fino hilo de voz, como si estuviera sola-: Hemos de reducir gastos. Las exequias de mi marido han costado mucho dinero y los ingresos de la familia se han reducido, especialmente después de que Lucio tuviera que hacer frente a los pagos que le exigió el Senado por la campaña de Asia. No podemos permitirnos dos casas. Vamos a cerrar esta villa. A Laertes le he manumitido esta misma mañana. Nos ha servido bien durante años. Merece ese premio. Así lo quería mi marido. Y también le he dado una importante cantidad de dinero para que pueda adquirir unas tierras en Campania y vivir bien. Se lo ha ganado. Nunca le agradeceré lo suficiente que protegiera a mi pequeña Cornelia en el foro Boario. Hemos liberado algunos otros esclavos y otros nos los llevamos a Roma, pero ¿qué hacer contigo, Areté? ¿Qué debo hacer contigo?

–Puedo trabajar en las cocinas y le juro a mi señora que nunca me verá. Siempre me ocultaré. Será como si no existiera, mi señora. – En la voz de la joven estaba implícita la súplica, pero Emilia negaba abiertamente con la cabeza.

–No. El solo hecho de saber que duermes bajo el mismo techo me revolvería las entrañas.

Areté calló. No se le ocurría nada más que sugerir. Sólo le restaba arrastrarse ante la señora y rogar por su vida. De pronto, una pregunta inesperada:

–¿Qué es eso? – inquirió Emilia con curiosidad señalando el pequeño amuleto que colgaba del cuello de la joven y que Areté apretaba entre los dedos de su mano derecha.

–Es una representación de Eshmún, mi dios -respondió Areté entre asustada y nerviosa.

–Déjame verlo. – Y Emilia estiró su brazo con la palma abierta hacia arriba. Areté dudó un instante, pero no era momento para supersticiones. Nunca se había quitado aquel amuleto desde que era niña. Se bañaba con él, hacía el amor con él, dormía con él. Sólo el amo se lo arrancó una vez del cuello, pero se lo devolvió en seguida. Pero en ese momento no era inteligente negarle nada a la señora. Areté supuso que ésa era la forma en la que su dios le decía que la iba a abandonar. La muchacha tomó el cordel de cuero del que colgaba la imagen de Eshmún y se la sacó por encima de la cabeza para depositarla en la palma abierta de su ama. Emilia cerró sus dedos arrugados sobre la imagen y cerró los ojos y, para su sorpresa, sintió una exraña paz en su interior.

–¿Crees en este dios? ¿Le rezas a menudo? – Todos los días, mi señora. Sí, creo en él. Siempre me ha protegido.

Emilia abrió los ojos, observó con atención la imagen del dios y volvió a extender el brazo con el colgante en la palma de su mano.

–Es tuyo. Cógelo -dijo Emilia, y Areté recuperó la imagen de Eshmún y se la volvió a poner en torno a su cuello con rapidez.

–Te han comprado -descargó Emilia con una sequedad y una frialdad recuperadas.

Areté no se atrevió a preguntar quién era su nuevo amo. Estaba contenta con saber que no iba a morir, pero Emilia le aclaró las circunstancias de su venta:

–Laertes me ha ofrecido todo el dinero que le había entregado por sus servicios todos estos años y me lo ha ofrecido a cambio de tu vida. Está claro que causas una honda impresión en todos los hombres que te rodean, Areté, y queda patente que tu dios sigue protegiéndote. Por supuesto, me he negado a aceptar recibir dinero por ti. No quiero nada que pueda venir de ti. Si Laertes te quiere eres suya a cambio de nada. Ése es mi precio. Nada. Ahora eres su esclava. Lo he puesto todo por escrito. Él tiene todos los documentos. Ya está. Eso es todo. Ahora levántate. Sal de aquí y no vuelvas nunca jamás a cruzarte en mi vida. Con un poco de suerte conseguiré olvidarte algún día. – La muchacha se levantó despacio y Emilia vio que la joven quería decir algo, pero ella se mostró tajante-. No quiero oír más tu voz. Sal de aquí antes de que cambie de opinión. Si quieres hacer algo por mí reza a tu dios que tanto poder parece tener para que borre de mi memoria tu imagen, tu voz, tu vida entera. Rézale para que llegue un día en el que al acostarme pueda sentir que nunca exististe y que sólo fuiste un mal sueño.

Areté asintió. Se inclinó ante la majestuosa matrona romana, dio media vuelta y, sigilosa, como si temiera que sus pisadas pudieran despertar el rencor dormido en el corazón de su ama, salió del atrio hacia un nuevo y desconocido destino en manos de otro hombre. Areté tenía frescas en su mente las miradas intensas de Laertes y estaba segura de que sería feliz junto a aquel hombre que había estado dispuesto a darlo todo por ella. Habían hablado poco, pero si había algo que Areté había aprendido bien era a valorar la valía o la estupidez en un hombre. Laertes era un compendio de virtudes para ella: Laertes era fuerte pero no violento, se había desenvuelto con inteligencia a las órdenes del amo, pero sin ser nunca adulador. Con toda seguridad Laertes la deseaba, pero eso era común a todos los hombres y si algo sabía Areté era que el deseo bien satisfecho de un hombre bueno generaba enormes dosis de agradecimiento. Eshmún, tal y como había dicho el ama, por alguna extraña razón, quizá por la fuerza de la oración de su padre, seguía protegiéndola. Areté, a solas de regreso a su humilde habitación, se arrodilló, cerró los ojos, asió con ambas manos su colgante y musitó palabras que dirigió a su dios y a los espíritus de los que la habían dejado.

–Gracias, Eshmún. Gracias, padre.

129 Una petición a Cornelia

Roma. Febrero de 183 a.C.

Cornelia miraba al pequeño Lelio de apenas cinco años. El niño se mantenía en pie a un paso de su padre, aunque Cornelia intuía con agudeza que el niño preferiría estar más cerca o quizá incluso detrás de su padre, pero que, a sabiendas de lo que se esperaba de él, el pequeño luchaba por mostrarse con la fortaleza que se le suponía. Pero era un niño. Cornelia sonrió. En su ser llevaba una nueva vida y no podía evitar sentir una gran proximidad hacia aquel pequeño que su padre le traía para que cuidara.

–Serán sólo unos meses -dijo Cayo Lelio con seguridad.

Cornelia se agachó y puso la suave palma de su mano derecha en la mejilla del niño. Cayo Lelio hijo no había sentido una mano tan suave nunca. A él sólo lo había acariciado su ama de cría, que era una buena mujer, pero que tenía las manos ásperas y agrietadas por años de duro trabajo en las cocinas de sus amos. La piel de aquella mujer, en cambio, era tan suave que el niño se quedó inmóvil. Cornelia percibió el vacío en el muchacho. Su madre murió al nacer. A Cornelia le encantaba aquel niño, pero su mente de matrona romana seguía trabajando con frialdad. Las cosas debían hacerse bien.

–¿Estás seguro de que quieres que se quede aquí, Lelio? – preguntó Cornelia volviéndose a levantar y, para tristeza del pequeño, alejando su mano de la mejilla del niño.

Lelio padre asintió.

–Tu madre aún no ha vuelto -se explicaba el veterano oficial y ex cónsul- y no sé cómo o cuándo lo hará. Y no debo dilatar este viaje. Esta es la casa más segura en Roma para mi hijo. Sé que aquí estará bien cuidado y atendido, si aceptáis cuidarlo por mí unos meses… -Lelio pensó entonces que Cornelia tenía motivos para no aceptar de inmediato-; claro, esto es, por todos los dioses, no lo había pensado, soy muy torpe a veces, si esto no te indispone con tu esposo. Quizá Graco no vea con buenos ojos que mi hijo se quede; si va a ser así…

–¿Quién pronuncia mi nombre? – dijo Graco emergiendo del vestíbulo. Acababa de regresar del Senado y se quedó no ya sorprendido porque su joven esposa tuviera una visita, sino porque uno de los más próximos, o quizá, el más próximo de los aliados de Escipión, fuera quien estaba hablando con su joven esposa en su propia domus.

Cornelia, mientras indicaba con un gesto a un esclavo que le quitara la toga a su esposo para que éste se quedara más cómodo con la túnica suelta, resumió la situación rápidamente.

–Cayo Lelio va a dejar Roma por unos meses en un viaje que debe realizar y me ha pedido que cuidemos de su hijo.

Tiberio Sempronio Graco entregó su toga al esclavo y se situó junto a su esposa frente a Lelio padre y a Lelio hijo.

–¿Y qué le has respondido? – preguntó Graco a su mujer.

–Le he dicho que sí -mintió con habilidad y decisión la joven Cornelia, pues aún no había dado respuesta alguna a la petición de Lelio. El veterano ex cónsul guardó el secreto y estaba a punto de intervenir para explicar que él no quería importunar a nadie y que si a Graco no le parecía bien buscaría otra solución, pero que el viaje era muy largo y no era seguro para el niño pues éste era aún muy pequeño, pero todas esas palabras quedaron en su interior porque Graco habló nada más y su mujer terminó de decir «sí».

–Pues si mi esposa ha dado su palabra, en esta casa se honra la palabra de la matrona de esta familia. Por mi parte no hay más que hablar, a no ser… -Lelio miró a Graco mostrando que estaba dispuesto a responder-, a no ser que Cayo Lelio quiera aclarar por qué aquí y no en otro lugar. Lelio asintió.

–Ésta es la casa más segura en estos momentos frente a Catón. Si mi hijo se queda aquí, sé que cuando vuelva estará bien.

Tiberio Sempronio Graco le miró con intensidad al tiempo que se reclinaba en un triclinium y, de pronto, sintió que algo le unía a aquel hombre que estaba confiándole nada más y nada menos que su primogénito; pero Graco, pese a su intuición, no supo discernir qué era exactamente lo que compartían. Ambos, Graco y Lelio, habían sido atacados por sicarios de Catón, pero el ataque sobre Graco había permanecido en secreto y muy pocos sabían de las extrañas peripecias de Lelio en el pasado.

–Y este viaje… -prosiguió Graco-, ¿vas muy lejos?

–Lejos, sí-respondió Lelio con parquedad. Graco comprendió que no sacaría nada más preciso sobre el destino de aquel viaje, pero la curiosidad, no podía evitarlo, le azuzaba.

–Debe de ser un viaje importante para ausentarte de Roma tanto tiempo y tener que dejar a tu hijo bajo la custodia de otros.

Lelio replicó con vehemencia pero con un tono conciliador.

–El viaje es importante y debo hacerlo, pero, como verás, no deseo dejar a mi hijo en manos de cualquiera.

Fue Graco el que asintió ahora.

–Sea, Cayo Lelio. Tal y como ha dicho mi esposa, custodiaremos a tu hijo como si fuera propio y nadie le hará ningún mal a no ser que antes acabe conmigo.

Cayo Lelio suspiró con alivio. Se agachó entonces y puso su mano sobre el hombro del pequeño. Cornelia vio la escena con ternura y con cierta lástima. Aquel niño no había recibido muchos besos aunque, eso sí, estaba claro que sabía que su padre se preocupaba por él.

–En esta casa estarás bien. Haz todo lo que te digan, no me avergüences y antes del nuevo invierno estaré de regreso, ¿de acuerdo, hijo?

–Sí, padre. – Y Cayo Lelio se levantó entonces, saludó a Graco y a Cornelia, se dio media vuelta y desapareció en el vestíbulo tras desearles que los dioses les fueran propicios. El niño se quedó solo frente a Cornelia y Graco sin saber bien qué hacer. La joven Cornelia se sentó en una sella y le ofreció una aceituna de la enorme fuente de aceitunas, fruta, queso y panes que un esclavo acababa de traer.

–¿Tienes hambre, joven Lelio? – dijo Cornelia con dulzura. El niño afirmó varias veces con la cabeza y, sin dudarlo, cogió la aceituna con la mano. Se la llevó a la boca y se quedó pensando si aquella mujer que tan amable parecía le volvería a poner la mano en la mejilla alguna otra vez.

–¿Adonde irá su padre? – preguntó Graco a su esposa mientras tomaba un trozo de queso de la fuente de comida.

–No lo sé, pero presiento que está aún siguiendo alguna instrucción de mi padre.

Graco masticaba despacio.

–Eso pienso yo también -confirmó, y se quedó pensativo, pero pronto desechó cualquier duda. Escipión había muerto, Catón estaba sujeto por el pacto con el Senado. Aquel combate entre Catón y Escipión había terminado. Otros serían pronto los problemas del Estado. Las fronteras en Grecia o Hispania, por ejemplo. Era posible que Lelio estuviera siguiendo las últimas órdenes de Escipión, pero debía tratarse de algún asunto privado y, aunque Graco no podía evitar tener cierto recelo ante cualquier cosa que proviniera de su suegro fallecido, prefirió olvidar el asunto y centrarse en aquella fuente de comida, en la agradable compañía de su esposa y en la disciplinada presencia de aquel niño que no hacía más que recordarle que pronto él mismo sería padre también.

130 El fin de la representación

Marzo de 183 a.C.

Cayo Lelio acababa de salir por la puerta. Se iba de Roma por un tiempo. Había venido a agradecerle su intervención en aquella terrible noche cuando Graco le hizo ir a casa de los Escipiones con aquel complejo pacto. Plauto se quedó mirando el vestíbulo estrecho de su modesta casa del Aventino. En cierta forma, la visita de Lelio le había conmovido. Estaba seguro de que aquel veterano ex cónsul no era hombre aficionado a dar gracias a nadie y menos a un pobre escritor. Sin duda, Lelio debía estar convencido de que el pacto había evitado muchas muertes, incluso quizá el final completo de los Escipiones. Si no, no se entendía aquella visita. Con aquel hombre se alejaba de Roma uno de los grandes amigos de los Escipiones. Ojalá sólo fuera por un tiempo, como decía. Aquélla era cada vez más la Roma de Catón y, si por Catón fuera, pronto se acabaría el teatro en toda la ciudad, en toda Italia, en todas las regiones sobre las que gobernaba Roma. A Plauto no le gustaban los últimos cambios. Nunca se había mostrado interesado en política, pero ahora los cambios le afectaban directamente. Su última representación, Casina, había sido un nuevo éxito de público y se había representado ya numerosas ocasiones en Roma, además de para el enfermo Escipión en su exilio, que se había dormido, eso le habían dicho los actores a su regreso de Literno, pero parecía haber disfrutado hasta que la fiebre se apoderó, una vez más, del general de Roma, así lo había llamado el actor. Plauto suspiró. El pueblo deseaba otra obra más. El pueblo era el único que podía salvarle. Los ciudadanos de Roma se habían aficionado tanto al teatro que Catón podía exiliar al mejor de los subditos de Roma, pero aún no se había atrevido a prohibir las representaciones. Pero ya habían acabado con las fiestas en honor a Baco. Todo era cuestión de tiempo. O quizá las tornas cambiaran y los Escipiones se rehicieran y recuperaran el control de Roma junto con otras familias más prohelénicas. Él no era augur y no creía tampoco demasiado en los dioses. Le habían maltratado toda su vida y sólo cuando se encaró con ellos y los maldijo, tras más penurias, llegó su vida de éxito. ¿Es eso lo que los dioses buscaban, que te enfrentaras ellos, que les retaras? ¿Premiaban acaso la osadía con felicidad?

Tito Macccio Plauto se levantó de su sella y fue hasta el tablinium donde trabajaba. Por la mesa del centro de la estancia, por los estantes de las paredes y hasta por el suelo, los rollos en griego se desparramaban en un desorden aparentemente caótico pero en el que el escritor solía encontrar con rapidez el texto que buscaba. Había leído un par de obras de Menandro que tenían buenas posibilidades de adaptación para el público de Roma. Ya había utilizado a Menandro como modelo para otras comedias. Menandro era siempre una base segura sobre la que recrearse. Se sentó para trabajar de nuevo. Su mente, no obstante, aún estaba alejada de la escritura. Escipión había muerto y Aníbal también. El pueblo había llorado con la muerte del primero y había salido a las calles henchido de júbilo hacía sólo unas días, cuando por fin, después de multitud de rumores confusos, se confirmó la muerte del segundo. Todo lo exteriorizaban, todo lo lloraban o lo celebraban. Los romanos eran impulsivos y toscos. Aún se sorprendía de que el teatro hubiera calado entre ellos, pero así fue. Quizá era que sus obras eran así: impulsivas y toscas. A él le gustaba pensar que tenía algo de los grandes maestros griegos en sus versos, pero quizá no, seguramente no.

Sacudió la cabeza. Tenía que centrarse. Tomó un pequeño cuenco lleno de attramentum y mojó su stilus favorito, pero cuando llevó su punta hasta la blanca superficie vacía del papiro las palabras no brotaron de su mente. Dejó el stilus sobre la mesa despacio. Aquello no le había pasado jamás. Siempre tenía palabras. Hubo veces que no tuvo dinero, ni siquiera algo que comer. Hubo un tiempo en que no se tuvo ni a sí mismo pues fue medio esclavo, pero siempre tuvo palabras en su cabeza. Ese vacío tan repentino le extrañó, pero lo vivió con la calma fría de quien ha sufrido otros muchos desastres en su vida. Recordó la muerte de Druso junto al lago Trasimeno o cuando aquellos malditos borrachos le apalearon y arrojaron al Tíber su primera obra escrita. La tuvo que recomponer toda entera, línea a línea. Fue doloroso, pero se sobrepuso porque las palabras fluían por su ser. Ahora, sin embargo, se escuchaba por dentro y sólo oía silencio. Le pareció peculiar no tener ya nada que decir, pero tampoco se levantó de su asiento ni dijo nada ni llamó a nadie. Se limitó a quedarse allí quieto, callado, mudo. El atriense entró entonces en el tablinium con un vaso de agua. Después de todo parecía que sí había pedido agua. Plauto ya no tenía claro lo que había pensado y lo que había dicho. Era todo tan confuso… El esclavo se quedó frente a él con una expresión extraña. Dejó el vaso en la mesa y acercó su rostro hasta que sintió su aliento en la nariz, lo que le pareció a Plauto completamente impertinente, pero se sorprendió de no reaccionar ante el inaceptable comportamiento de aquel sirviente. Luego el esclavo se separó y habló en voz en alta.

–¡Llamad al médico! ¡El amo está mal!

Ésas fueron las últimas palabras que Plauto escuchó. De súbito, entre perplejo y aliviado, pues se sentía enormemente cansado, comprendió que había llegado al final de su propia obra, la que él no escribía. Los dioses, al fin, habían dictado sentencia. Era un final sin aplausos. No importaba. Se alegró de no sentir dolor. Después de tantos sufrimientos en el pasado se lo debían. Una muerte limpia. El esclavo regresó al tablinium y quizá algún otro, ¿el médico? ¿Tan pronto? Ya sólo veía sombras y los sonidos eran inarticulados, incomprensibles. Sólo le quedó una preocupación en su mente: ¿Qué sería de sus obras? ¿Cuánto tiempo más se representarían? ¿Se acordaría alguien de él pasados unos años? Tantas palabras vertidas en tinta negra, declamadas en centenares de representaciones para luego quedar en nada. Lo consideró una lástima, pero no sintió pena de sí mismo. Había disfrutado de una buena segunda vida. Escuchó como un trueno lejano, rotundo, solemne. No lo sabía, pero era el palpito de su último latido. Luego nada. Como una obra inacabada, como un rollo sin terminar.

131 El viaje de Lelio

Mar Mediterráneo. Marzo de 183 a.C.

Lelio dejó Roma con el ánimo más sosegado después de haber visitado a varios amigos y, en particular, después de que el propio Graco le confirmara que la seguridad de su hijo estaba garantizada. Sólo serían unos tres meses de viaje, pero aun así, el mar era peligroso y nunca se sabía lo que podía ocurrir, por eso le había dado un plazo mucho más largo a su hijo, para no defraudarlo si las cosas se complicaban. Por otro lado, si le pasaba algo, estaba convencido de que Cornelia y Graco velarían por él como si hubiera sido engendrado por ellos. Ahora debía centrarse y ocuparse del último encargo de Publio. Había embarcado en uno de los navios mercantes que partían para Alejandría. Se trataba de un barco de mercancías especializado en el transporte de grano. Como barco mercante apenas llevaba marinería, para así dejar espacio amplio al trigo que debía cargarse. En Ostia se reunieron cuatro barcos de esas características y una quiquerreme que debía escoltar al convoy en su navegación hacia Egipto. Los piratas seguían acechando por todos los rincones del Mediterráneo y Roma había empezado a escoltar sus convoyes mercantes, aunque para los comerciantes una sola quiquerreme era una protección a todas luces insuficiente, pero muchos eran los convoyes de mercancías que iban y venían a Roma por mar, muchos los territorios y costas que proteger y muchos también los piratas, para una flota romana que había quedado insuficiente en cuanto a número para abarcar una creciente demanda de buques de guerra que cuidaran de mercaderes, pasajeros y ciudades costeras desde Hispania hasta las costas de Asia.

En cuanto el capitán de la quiquerreme supo que el veterano ex cónsul Cayo Lelio iba a navegar con el convoy con destino a Alejandría insistió en que el gran general, mano derecha de Escipión, se embarcara en la propia quinquerreme. Lelio, conocedor de que se trataba de la invitación de un militar a otro militar movida por la admiración, aceptó con gusto.

Los días de navegación se sucedieron con tranquilidad, costeando por la península Itálica en dirección sur hasta que llegó el momento de adentrarse en mar abierto para alcanzar la costa norte de África y los marineros y legionarios se encomendaron a los dioses, pues nunca se sabía qué podía deparar el dios Neptuno cuando uno se alejaba de la seguridad de la costa. Pero los dioses no tenían ganas de causar infortunios a aquellos devotos romanos y la travesía del mar fue plácida, con aguas tranquilas y vientos favorables. Una vez que la flotilla costeaba el norte de Libia, al amparo de las playas y su bahía en caso de que una tormenta les sorprendiera navegando, el peligro era otro muy distinto: piratas. En efecto, no habían dejado aún las costas libias cuando, nada más rodear una punta de tierra, dos barcos ilíricos les cortaban el camino. O bien venían navegando desde la propia Iliria o desde las estaciones piratas de Creta. El capitán de la quinquerreme romana no tenía claro cómo actuar. Él era un oficial joven, no llegaba a los treinta años y, aunque veterano en las luchas terrestres de Grecia, desconocía la forma adecuada de encarar los peligros del mar. El joven oficial no dudó entonces en recurrir a alguien que había sido almirante de la flota romana en Hispania en los tiempos de Escipión.

–¡Baja a los camarotes y pide al ex cónsul Lelio que suba a cubierta, y rápido, por Hércules! – ordenó el capitán a uno de los marineros.

Cuando Cayo Lelio subió a cubierta, la quinquerreme se había detenido ante el avance de los dos barcos ilíricos. El ex cónsul vio que varios marineros manipulaban el ancla. El capitán del barco le recibió visiblemente preocupado pero contento.

–Dos barcos de piratas -dijo el capitán resumiendo la situación.

–Piratas de Iliria -concluyó Lelio con rotundidad.

El capitán asintió con agrado de ver que el ex cónsul sabía de lo que estaban hablando.

–He pensado… he pensado… -el joven oficial dudaba en manifestar su plan de acción, pero, al fin, se aventuró a compartir sus ideas con el veterano ex cónsul-, he ordenado fondear. He detenido el convoy. Mi idea es mantenernos junto a los navios mercantes y protegerlos del ataque de los piratas.

Lelio asintió despacio, pero el capitán observó el ceño fruncido del viejo militar y comprendió que aquel plan no satisfacía al ex cónsul en absoluto. El capitán no era soberbio.

–Pero si el ex cónsul tiene alguna sugerencia, me sentiría muy honrado de seguir sus órdenes si cree que podemos afrontar la situación de mejor manera.

Lelio miró al capitán con sorpresa. El veterano ex almirante, en su lento ascenso político al lado de los Escipiones, y en especial, en su asistencia al Senado, estaba tan acostumbrado a la soberbia y al orgullo fatuo, que encontrarse de pronto con alguien humilde y dispuesto a recibir consejos le trajo la nostalgia de pasadas campañas. Lelio correspondió al capitán con una sonrisa breve y luego con un plan de acción muy distinto.

–Yo no fondearía. Eso es lo que esperan. Nos rodearán y se harán con el mando de dos barcos mercantes antes de que podamos hacer nada y emprenderán la huida con, al menos, uno de los buques de transporte de grano. Nío. Yo seleccionaría uno de los dos barcos piratas y atacaría con todo lo que tenemos. Prepararía a los legionarios, armaría a los marineros y con el corvas abordaría uno de sus barcos. Seguramente perderemos uno de los mercantes, pero podremos reemplazarlo con el barco pirata apresado. Los soldados tendrán que combatir, pero si son hombres valientes saldremos con fortuna de este encuentro. ¿Son valientes tus hombres, capitán?

–Mis hombres son buenos soldados, general.

Lelio volvió a sonreír y puso su mano derecha sobre el hombro del capitán.

–Entonces venceremos, capitán.

El joven oficial, al instante, dio todas las indicaciones precisas para que sus legionarios desataran el corvas y lo dispusieran para el abordaje, al tiempo que anulaba su orden de fondear el barco. Luego volvió su mirada hacia el horizonte. Lelio estaba junto a él, protegiendo su cansada vista del sol mirando en la misma dirección.

–¿A cuál de los dos atacamos, general? – preguntó el capitán.

Lelio respondió sin mirarle, con los ojos fijos en las velas de los barcos enemigos.

–Al primero, capitán. Han de ver que estamos resueltos a embestir con nuestro espolón al primero que se cruce en nuestro camino. El viento es fuerte, pero sería bueno que los marineros remaran también para ganar impulso. Han de sentir nuestra determinación.

–La sentirán, general, la sentirán.

La quiquerreme impulsada por el viento y por la fuerza de los remeros apuntó con su afilado espolón contra el primero de los buques piratas. Entre ambas embarcaciones no habría ya más de media milla y, poco a poco, la distancia iba reduciéndose. El capitán se situó en el centro de la cubierta para supervisar la preparación de la pasarela del corvus para el abordaje del barco enemigo, cuando, de pronto, algo inesperado les sorprendió a todos; esto es, a todos menos a Cayo Lelio.

–¡Capitán, por Castor y Pólux, los piratas se marchan; están virando y se marchan!

El joven oficial fue de nuevo junto al cónsul. Lelio respondió antes de ser preguntado.

–Era una posibilidad y ha ocurrido. Les hemos parecido una presa demasiado rabiosa. Son sólo dos barcos y están lejos de sus bases. O bien se marchan de regreso a Iliria, o a Creta, o bien nos rodearán y volverán a fondear a resguardo del viento en la bahía en la que estaban a la espera de una presa menos decidida a defenderse. Los piratas, capitán, no son guerreros, no son cartagineses, o etolios o sirios, sino sólo piratas. Si la victoria no está clara no entran en combate. Ahora, si me lo permites, me retiraré a mi camarote. Este sol es demasiado fuerte para un viejo guerrero como yo.

El capitán se hizo a un lado a la vez que saludaba al veterano general con respeto llevándose la mano al pecho aún sin salir de su asombro: habían derrotado a dos barcos piratas sin ni siquiera entrar en combate, sólo siguiendo los consejos de aquel hombre. Si aquel ex cónsul era tan bueno, ¿cómo sería aquel otro general, Escipión, Africanus, bajo el que Lelio sirviera tantos años?

Los legionarios celebraron con gritos y algo de vino repartido con generosidad, pero con moderación, por el capitán, aquella extraña victoria, mientras que en el vientre de la nave, Cayo Lelio se recostaba sobre un modesto pero confortable lecho.

El resto de la travesía transcurrió sin más incidentes hasta que una noche, unas horas antes del amanecer, uno de los vigías vislumbró en la distancia el resplandeciente e inconfundible brillo de la eterna llama del faro de Alejandría.

132 A orillas del Nilo