57 La venganza de Aníbal

Norte de Lidia, centro de Asia Menor.

Octubre de 190 a.C.

Aníbal llegó con sus hombres a Lidia. Sabía que unos guerreros dahas habían apresado a dos romanos de una de las turmae de reconocimiento de las legiones y quería hablar con los prisioneros en persona. No confiaba ni en los interrogatorios sirios ni en que luego, si se conseguía averiguar algo de interés, se le pasara la información relevante que estos prisioneros pudieran aportar. La campaña de Asia era la última oportunidad para doblegar a Roma y Aníbal lo sabía, por eso anhelaba poseer todos los datos posibles sobre el enemigo para saber bien qué decisiones tomar a la hora de atacar. Todo indicaba que los romanos buscaban avanzar hacia el sur para unirse a las tropas de Pérgamo del rey Eumenes, como había comentado con Epífanes antes de su muerte, pero una confirmación en ese sentido era clave. Desde las derrotas navales, Antíoco no confiaba demasiado en Aníbal, pero tras el envenenamiento de Epífanes, el rey sirio había decidido mantener al general cartaginés entre sus consejeros como contrapeso a la ambición desmedida de su hijo Seleuco y del resto de generales. De ese modo, Aníbal disfrutaba de libertad de movimientos por Asia Menor y era temido y respetado por los oficiales sirios en cualquier punto de la región.

El general púnico llegó hasta el campamento de los dahas. A éstos no les hacía gracia la visita de Aníbal, pero sólo los oficiales de los catafractos o los argiráspides, las unidades de élite del ejército de Antíoco, parecían tener el coraje suficiente para oponerse a los movimientos de Aníbal y sus ciento cincuenta veteranos púnicos.

–¿Dónde están los romanos? – preguntó Aníbal al tiempo que desmontaba de su caballo al igual que hacía Maharbal. El oficial de los dahas de Misia y Lidia le miró de soslayo y eludió responder. Aníbal ignoró, a su vez, al oficial y avanzó seguido por una treintena de sus hombres que habían dejado sus caballos para proteger a su general en jefe. En el centro del campamento se veía una tienda con varios centinelas en la puerta. Era la única que tenía guardianes. Hacia allí encaminó sus pasos Aníbal seguido de cerca por su lugarteniente. El oficial daba, escoltado por un nutrido grupo de guerreros, empezó a perseguir a Aníbal. Una veintena de flechas cayeron entre la escolta de Aníbal y los dabas. El oficial del ejército de Siria se detuvo en seco. Aníbal, que había escuchado los inconfundibles silbidos de los dardos lanzados por sus propios hombres se volvió con una amplia sonrisa en la boca. Tras los dabas podía ver a un centenar de sus hombres con arcos cargados y dispuestos.

–Mis soldados no tienen la puntería de los dabas -comentó Aníbal sin dejar de sonreír-. Por eso yo no tentaría a la suerte. Quizá quieran sólo avisaros y se equivoquen y os acribillen.

El pequeño campamento daba era una avanzadilla del ejército sirio compuesto por tan sólo cien guerreros. Los africanos eran ciento cincuenta y tenían los arcos cargados y, además, la leyenda les acompañaba: eran soldados que habían luchado en infinidad de batallas y, además, estaban muy, muy próximos. Tras un par de andanadas de flechas el combate sería cuerpo a cuerpo y en ese terreno los dabas sabían que no tenían nada que hacer contra los veteranos de Aníbal. El oficial sirio decidió usar otras armas.

–Esos prisioneros son presos del rey Antíoco. Si os los lleváis informaremos al rey.

–Entiendo -respondió Aníbal sin dejar de sonreír-; pero yo sólo quiero interrogar a los prisioneros. Nada más.

El guerrero daba se sintió más seguro al ver que había conseguido frenar el avance de Aníbal hacia la tienda.

–Yo ya he interrogado a los romanos.

–¿Y?

–No han contado nada de valor. Son sólo miembros de una patrulla de reconocimiento.

–Quizá no hayas sido suficientemente persuasivo al hacer las preguntas -respondió Aníbal difuminando la sonrisa y levantando las cejas.

–El rey quiere prisioneros vivos. Los conduciré hasta él. Ésas son mis órdenes.

Aníbal bajó entonces la mirada. Pasaron unos segundos de silencio. Negó entonces con la cabeza, giró ciento ochenta grados y reemprendió su marcha hacia la tienda de los prisioneros acompañado por Maharbal dejando unas palabras en el aire.

–La guerra no puede esperar. Hay que saber lo que saben esos romanos y hay que saberlo ya.

El oficial reemprendió la marcha pero cayeron nuevas flechas justo a sus pies. Se quedó petrificado viendo cómo los hombres de Aníbal empujaban a los centinelas de la tienda a un lado y cómo el gran general púnico entraba en el interior de la improvisada cárcel.

Cayo Afranio y el joven Publio llevaban medio día sentados en el polvoriento suelo de Lidia cubiertos de cadenas en pies, manos y cuello. Los habían subido a un carro y así los habían trasportado por toda Misia y parte de Lidia. Varios días de viaje agotador, poca agua y poca comida. Los dabas les habían hecho preguntas y propinado alguna patada, pero nada más. Estaba claro que tenían instrucciones de preservarlos con vida, al menos por el momento, pero ambos sabían que más tarde o más temprano llegaría el interrogatorio final donde sus silencios no bastarían para detener los golpes. Cayo Afranio y Publio no habían hablado mucho entre ellos durante sus penosos días de cautiverio. El primero estaba concentrado en discernir un plan para poder salir con vida de aquel desastre sin acertar a vislumbrar aún una solución posible; el segundo estaba atormentado por el remordimiento y por las consecuencias que su apresamiento podía tener en aquella guerra si se descubría su identidad. Por contra, Afranio había decidido que tal vez dando suficiente información al enemigo y brindando su colaboración absoluta quizá pudiera salvar la vida: podía informar sobre el número de las fuerzas romanas y sobre el plan de unirse al ejército de Pérgamo, entre otras cosas… y se quedó mirando de reojo a su compañero de prisión.

Por su parte, el joven Publio hundía la cabeza entre las piernas. Sabía que pasara lo que pasara lo más importante era no desvelar nada sobre el ejército de Roma y, por encima de todo, ocultar quién era él realmente. Eso era lo más importante. Si los sirios llegaban a saber quién era en realidad podrían utilizarle contra su padre y su tío.

Súbitamente, la tela de la puerta de la tienda se abrió y un hombre alto y fuerte dibujó su silueta contra la luz de un potente sol que cegó a los dos prisioneros romanos. La sombra, seguida por otras similares, avanzó hasta situarse en el centro mismo de la tienda. Se detuvo a un paso de los prisioneros. Giró su cabeza y dos de la media docena de guerreros que le acompañaban tomaron a los romanos encadenados y los pusieron en pie. La puerta de la tienda se cerró y la penumbra a la que estaban habituados los ojos del joven Publio retornó a la estancia;

entonces pudo ver mejor el rostro del que acababa de entrar. Tenía las facciones marcadas por el paso del tiempo, arrugas en la frente, una poblada barba, el pelo algo largo y ligeramente desaliñado, pero no sucio, pero, lo que más llamaba la atención, era el parche que exhibía sobre su ojo izquierdo. Publio contuvo la respiración. Su padre le había descrito innumerables veces la faz de Aníbal y, aunque más ajada por los años, aquella descripción era la que tenía en aquel momento ante él.

–No tengo tiempo para perder, romanos, así que responded a mis preguntas y quizá así salvéis la vida -espetó Aníbal con brusquedad en un griego algo tosco pero claro. Se separó entonces de los romanos y dos de sus guerreros propinaron sendos puñetazos en el bajo vientre de cada prisionero. Se escucharon los gritos ahogados de los presos y el golpe seco de cada uno al caer doblados sobre el polvo del suelo de Lidia. Aníbal se puso en cuclillas.

–¿Quién de vosotros está dispuesto a contarme algo que merezca la pena? – preguntó el general púnico; Afranio iba a decir algo, pero fue demasiado lento para Aníbal y éste ya se había levantado y retrocedido de nuevo. Una lluvia de puntapiés cayó sobre ambos presos mientras Aníbal bebía agua fresca de un cuenco que le pasaba Maharbal. El joven Publio se protegió la cabeza con las manos mientras sentía las patadas de los guerreros africanos en el vientre y en las piernas. De pronto, los puntapiés cesaron. Encogido como un feto se dobló hasta quedar acurrucado en el suelo boca abajo. Aquello sólo había hecho que empezar. Intentó recuperar el resuello mientras se mantenía en perfecto silencio.

–¡Yo, yo tengo cosas que contar! – Era Afranio el que hablaba. El joven Publio alzó entonces el rostro del polvo del suelo y le miró con odio.

–¡Cállate, miserable, cállate! – le espetó, pero un nuevo puntapié en la boca propinado por uno de los guerreros africanos le hizo callar. El muchacho se quedó en silencio, boca abajo, tiñendo con la sangre de su labio partido el suelo de la tienda.

Aníbal pidió una silla. Maharbal miró a uno de los soldados y éste salió y volvió a entrar en cuestión de segundos. Traía sólo un pequeño taburete y miró a Maharbal con cierto aire de duda.

–Suficiente -les tranquilizó su general, y Aníbal se sentó sobre el mismo-. Bien, romano. Te escucho.

Afranio se había sentado en el suelo y se apoyaba en el palo central de la tienda que sostenía el techo de lona.

–Somos parte de una patrulla de reconocimiento…

–Eso ya lo sé, estúpido -le interrumpió Aníbal con impaciencia-. Quiero saber cuántos son en el ejército romano, quién está al mando y hacia dónde se dirigen.

Cayo Afranio comprendió que no tenía margen para dar rodeos o los golpes se reiniciarían. Aquel oficial no parecía sirio. No tenía claro su origen pero no era sirio. Seguramente un mercenario al servicio del rey Antíoco, alguien que quería información para quedar bien ante el rey de Oriente. Si se la daba igual respetarían su vida.

–Dos legiones, un ejército consular completo, con las tropas latinas aliadas, unos veinte mil, quizá veinticinco mil legionarios contando la caballería; la idea es avanzar hacia el sur para unirse a las tropas de Pérgamo, pero no sé si por el interior o la costa; nuestras patrullas tenían que ayudar a decidir ese punto. El cónsul Lucio Cornelio Escipión es el que está al mando, pero todos sabemos que el que realmente dirige todo es Publio Cornelio, su hermano.

Aníbal se levantó del pequeño asiento.

–¿Publio Cornelio Escipión está aquí, en Asia, con ese ejército? – Aníbal había oído rumores pero nada definitivo hasta la fecha. Si Publio Cornelio Escipión estaba allí por fin tendría la oportunidad de la tan anhelada revancha tras la derrota de Zama. Aquel hecho, que el más inteligente general de Roma estuviera al mando del enemigo, lo que para cualquier otro habría sido motivo de preocupación y desánimo, por el contrario, introdujo un poderoso ramalazo de vitalidad en la voz del general púnico, así que tomó a Cayo Afranio del pelo y tirando con fuerza repitió su pregunta-: ¿Publio Cornelio Escipión comanda esas tropas?

–¡Sí, sí, sí…! – aulló Afranio dolorido y aterrado.

Aníbal soltó a su presa, que se derrumbó sobre el suelo.

–Publio Cornelio Escipión está aquí… -se repetía para sí mismo dando la espalda a los prisioneros. Tras unos segundos de incertidumbre retomó la palabra-. Ya sabemos todo cuanto teníamos que saber. Estos hombres no nos pueden decir nada más importante… -Las palabras de Aníbal quedaron en suspenso; sus hombres desenvainaron las espadas. Cayo Afranio abrió los ojos de par en par, el joven Publio sacudía la cabeza mirándole con recelo de que aún fuera capaz de escupir más traición por su boca…

–¡Oficial, sé más, sé más! – gritó Cayo Afranio mientras los filos de las espadas se acercaban a su cuello. Aníbal iba a ordenar a sus hombres que se detuvieran en cualquier caso, pues ya tenía la información que buscaba y no tema sentido cometer un acto que le indispusiera con el rey Antíoco, que quería, de momento, a aquellos presos con vida, pero de todo eso nada sabía el horrorizado Afranio, de la misma forma que ignoraba que Aníbal deseaba llevarse bien con Antíoco, ahora más que nunca, ahora mucho más que nunca, pues Antíoco disponía de un grandioso ejército, la herramienta perfecta para devolver a Escipión la derrota infligida en Zama. Antíoco había sido un completo estúpido al no haberle hecho caso y haber enviado parte del ejército a Italia en lugar de ese absurdo desembarco en Grecia que luego terminó en derrota. Pero eso ya era agua pasada y no, no había que matar a esos prisioneros romanos por nada del mundo, pero antes de que sus palabras pudieran brotar de su boca, por un solo segundo, uno de esos breves instantes que cambian el curso de la historia, por un minúsculo instante, Cayo Afranio, atemorizado al pensar que su vida se acababa, se adelantó y vociferó la más pérfida de las delaciones.

–¡Sé más, sé más…! ¡El que me acompaña es el hijo de Escipión, es el hijo de Escipión! ¡El hijo de Africanusl

Aníbal no tuvo que decir nada a sus hombres, pues éstos, al oír las palabras de Afranio, se detuvieron en seco, casi helados, perplejos.

Aníbal frunce el ceño y se gira sobre sus talones. Mira a Afranio. Éste reitera sus palabras una y otra vez, en voz baja, entre sollozos, siente que con esa confesión ha retenido por fin el avance de su muerte.

–Es el hijo de Escipión… el hijo de Publio Cornelio Escipión… su hijo-Aníbal se adelanta y, esta vez, se agacha junto al romano más joven. Intenta verle el rostro pero el joven Publio no levanta su faz del suelo. Aníbal se alza entonces y se dirige al prisionero joven con la autoridad del general veterano, indiscutible, inapelable.

–Levántate, soldado, levántate y deja que te mire.

Levantarse no era traicionar a Roma. Era la primera cosa que se le pedía desde que los africanos habían entrado en aquella maldita tienda que podía hacer sin traicionar a Roma. Así que Publio Cornelio Escipión hijo se alzó en silencio y se puso firme ante el más poderoso de todos los enemigos que nunca jamás había encontrado Roma. Era la suya una triste imagen, con marcas rojizas de los grilletes asomando por debajo de los hierros en tobillos, muñecas y cuello; tenía magulladuras y cortes en las piernas, donde había sido golpeado, y en su joven rostro, el labio partido e hinchado no dejaba de sangrar, haciendo que las gotas de sus heridas salpicaran su uniforme polvoriento y sucio. Aníbal se acercó y le miró fijamente a los ojos con su único ojo sano.

–¿Eres realmente el hijo de Publio Cornelio Escipión? El joven Publio tragó saliva y calló.

Aníbal no estaba acostumbrado a repetir sus preguntas, pero aquélla era, sin duda, una ocasión singular.

–¿Eres el hijo de Publio Cornelio Escipión? – Pero nuevamente su pregunta se topó con el pesado muro del silencio del joven romano. Aníbal se pasó una mano por la barba mientras escrutaba hasta el mínimo detalle el contorno de las facciones de su silencioso interlocutor. Aníbal había parlamentado en dos ocasiones, largo y tendido, con el supuesto padre de aquel prisionero y sentía que podría reconocer un hijo de Escipión si realmente lo tuviera delante.

Afranio había estado a punto de intervenir para ratificarse en su confesión, pero de algún modo percibió que en aquel momento, entre aquel oficial extranjero y el hijo de Escipión había un extraño vínculo de pasiones y misterio que no podía ser interrumpido.

Aníbal empezó a cabecear débilmente de forma repetida.

–No hace falta que hables, joven romano. Sé que te debates entre tu deber ante Roma y tu honor. No quieres confesar quién eres porque piensas que si lo haces traicionas a Roma, porque puedes ser usado como rehén en esta campaña contra los intereses de tu patria, pero tu honor de patricio y de fidelidad a tu familia te hace difícil negar tu condición, ¿es así, verdad, romano? ¿Es así?

Pero el joven Publio, empapado en sangre, permanecía obstinadamente mudo.

–No importa -continuó Aníbal-. Es cierto que si este cobarde que te acompaña no hubiera hablado no te habría reconocido, pero ahora, ahora que tengo esa idea en la cabeza, ahora que te miro de cerca y que oigo tu respiración agitada y que casi siento el palpito de tu corazón, ahora que huelo el aliento de tu boca y, sobre todo, ahora que veo tu mirada, siento que sí eres el hijo de Escipión, porque sólo un hijo suyo puede mirarme a la cara como estás haciendo tú, sabiendo que yo soy Aníbal, y no bajar la vista durante tanto tiempo. No hay ningún otro romano que fuera capaz de algo así. Tu silencio es suficiente respuesta a mis preguntas.

Cayo Afranio se quedó con la boca abierta. Sabía que estaba traicionando a su compañero de prisión, a un patricio, al hijo del implaca

ble Escipión, pero no podía imaginar que se lo estaba confesando al mismísimo Aníbal, al guerrero de todo el mundo que más odio y rencor debía tener acumulado precisamente contra Publio Cornelio Escipión. Cayo Afranio sabía que su servicio había sido inestimable, intuía una buena recompensa igual que intuía que la muerte del joven Escipión estaba a punto de llegar.

Aníbal desenvainó la espada despacio sin dejar de mirar al joven Publio a los ojos. Maharbal, sorprendido por la reacción de su general, le miró, pero sin atreverse a intervenir, confuso, indeciso.

–Tu padre -prosiguió Aníbal- siempre se ha creído invulnerable, por encima de todo y de todos, incluso creo que se ha creído por encima de mí, pero yo siempre supe que llegaría el momento en el que sería vulnerable, en que podría deleitarme en el placer de la venganza y ese momento ha llegado, joven romano.

Cayo Afranio, junto al joven Escipión, escuchaba con horror las duras palabras de Aníbal. Él no había deseado que para salvar su vida tuviera que morir el hijo de Escipión, pero se repetía para sí, una y otra vez, como todo cobarde que se justifica, que no había habido otro camino. Estaba en pie, al lado del joven Escipión, ambos encadenados, sudando, heridos e impotentes, y frente a ambos estaba Aníbal con la espada en ristre en su poderosa mano. Afranio veía el ojo de Aníbal clavado en la faz del joven Escipión de la misma forma que Publio hijo veía la pupila de Aníbal inyectada en odio irrefrenable clavada en sus propias pupilas. Publio pensaba que Aníbal se equivocaba en una sola cosa: él, el hijo del gran Escipión, no era tan valiente como creía el general púnico, pues el joven Publio, al fin, cerró los ojos y apretó los dientes a la espera de recibir el golpe mortal que terminara con aquella tortura de remordimiento, deshonor y traición.

Aníbal hundió su espada hasta que su puño chocó contra la piel de su enemigo y extrajo el arma con la parsimonia del ejecutor experimentado. Tras el filo emergió a borbotones sangre romana, perpleja, estupefacta al verse libre, envuelta de polvo y sorpresa, regando las tierras de Asia.

58 El árbol caído

Abydos, Misia, norte de Asia Menor.

Octubre de 190 a.C.

–¡Nooooooo! – gritó Publio Cornelio Escipión-. ¡No, no, no! – Y bajaba el tono de su voz mientras volcaba la mesa con los planos de Misia, Lidia y el resto de Asia Menor-. ¡No, no, no! – Frente a la mesa volcada se encontraba el cónsul, su hermano Lucio, quien le acababa de informar del apresamiento de su hijo por el ejército Sirio. Publio seguía enajenado; se dejó caer sobre el suelo, abatido, quedando al fin sentado sobre las pieles de oveja esparcidas por el suelo de la tienda. El cónsul miró a un lado y a otro. No quería que los oficiales vieran así a su hermano, al general de generales, al gran Africanus, al vencedor de Zama. Los lictores y los tribunos y el resto de centuriones, praefecti sociorum y decuriones presentes entendieron sin necesidad de más y salieron todos de la estancia. Aquélla era una escena privada, demasiado dura, demasiado humillante. Todos se habían quedado sin habla al ver al general más valeroso, al hombre más admirado de toda Roma, derrumbado, desolado, casi sollozando. Todos sabían el gran aprecio que el gran Africanus sentía por su hijo, pero nadie hasta entonces había comprendido la envergadura de aquel desastre, no hasta haber sido testigos de la descontrolada reacción de Escipión.

Lucio, ya a solas los dos, le miraba en pie, respirando despacio. Su hermano había bajado el rostro. Lucio escuchó entonces lo que pensó que nunca jamás volvería a oír. Su hermano estaba llorando, llorando desconsoladamente, llorando a lágrima viva por la pérdida de su hijo. Lucio buscaba palabras de consuelo. Había olvidado ya también que él era el cónsul, que su hermano era un oficial a su mando, que aquella muestra de debilidad cuya noticia, sin duda, correría por todas partes hasta alcanzar en pocos minutos los últimos rincones del campamento era un grave error, una exhibición de dolor y abatimiento que no se podían permitir, pero el llanto de su hermano lo había borrado todo. Lucio sólo pensaba en su hermano y su sobrino. Se agachó junto a Publio.

–Quizá lo retengan preso. Publio es inteligente. Si hace saber quién es, es posible que respeten su vida y quieran negociar un rescate.

Publio padre seguía llorando. No lo había hecho desde la muerte de su padre y su tío en Hispania, el momento más amargo de toda su vida hasta ese día. La pérdida de su madre fue también profundamente dolorosa, pero Pomponia falleció por enfermedad rodeada por el cariño de toda la familia en Roma. No era comparable, no era comparable… y los padres, las madres mueren… los hijos… nunca debemos ver la muerte de nuestros hijos.

–Le prometí… le prometí… -Publio empezó a hablar entrecortadamente-. Le prometí, le prometí… a Emilia que cuidaría de él; en Hispania, Lucio, cuando nació, me cogió del brazo, Emilia, me tomó del brazo justo cuando tenía al pequeño en mis manos y me hizo jurar que siempre lo protegería, me hizo jurar que Aníbal nunca le alcanzaría y ahora, Lucio, ahora… ¿no lo entiendes, no lo entiendes? – Su hermano se levantó y en su rostro se dibujaba el horror-. Tuvo una premonición, Emilia tuvo una premonición que ligaba el destino de nuestro hijo a Aníbal, pero yo le prometí a Emilia que acabaría con aquella maldita guerra antes de que el pequeño pudiera combatir y lo hice, Lucio, lo hicimos, juntos, pero ahora, una nueva guerra, en el otro extremo del mundo, y mi hijo cae preso del ejército enemigo donde está Aníbal, ¿no lo entiendes, Lucio? ¡Por todos los dioses! ¿No lo entiendes? Se está cumpliendo la premonición de Emilia y la maldición de Sífax; aún recuerdo su grito maldiciéndome al caer arrojado desde lo alto de la roca Tarpeya; nada ni nadie puede detener ya el destino. La maldición del rey de Numidia nos ha alcanzado, Lucio, nos ha alcanzado, aquí en Asia, donde ya ni tú ni yo ni nadie nos acordábamos de él. Aníbal sabe todo lo que ocurre en el ejército sirio, es uno de los consejeros principales del rey, se enterará antes que nadie y acudirá allí donde tengan al muchacho. Acudirá allí, Lucio. Aníbal irá a por él. Sífax debe estar riendo a carcajadas en las entrañas de la tierra.

Lucio se paseaba por la tienda de un lado a otro, como una fiera enjaulada. Se pasaba las palmas de ambas manos por el cogote. No podía ser, no podía ser.

–¿Crees que Aníbal mataría a tu hijo? – preguntó Lucio con terror de escuchar la respuesta. Su hermano era la persona de Roma que más había hablado con Aníbal, el que mejor podía interpretar sus deseos, sus intenciones, sus odios.

–No lo sé… no lo sé… -respondió Publio desde el suelo. Había dejado de llorar. Su mente se había puesto a pensar a toda velocidad. Buscaba una salida, una esperanza-. Mi corazón quiere pensar que no.

Yo nunca he creído que Aníbal me odie, que nos odie tanto. Sabe que no tuvimos nada que ver con lo que pasó con Asdrúbal tras la batalla de Metauro, sabe que eso fue cosa de Nerón y Fabio Máximo, sobre todo de Máximo, y se lo hizo pagar, sabes cómo se lo hizo pagar…

Lucio asentía. Las lágrimas volvían a los ojos de su hermano: Aníbal parecía estar detrás del levantamiento de los guerreros galos del norte de Italia en donde falleció el hijo de Máximo. Aquellos pensamientos no eran halagüeños.

–Pero tú mismo lo has dicho: Aníbal sabe que no tuviste nada que ver en aquello. Seguro que no siente el mismo odio hacia ti, hacia nosotros, que el que pudiera sentir contra Máximo y los suyos.

–Es posible, es posible. Incluso la última vez que le vi en Éfeso, me dio la sensación de que… de que podríamos entendernos. Y, sin embargo… están los rumores que llegaron a Roma… y Heráclito.

–¿El asunto de su supuesto juramento de niño de odio eterno a los romanos? – preguntó Lucio con rapidez, sin haber entendido bien la última palabra de su hermano.

–Sí, eso mismo.

–Pero no sabemos si eso es cierto o si es una mentira o si se lo inventó el propio Aníbal para congraciarse con Antíoco.

–No, no sabemos nada -confirmó Publio abatido. Se apoyó en la mesa volcada y se alzó hasta sentarse en un solium-. Y me preocupa otra cosa.

Lucio preguntó intrigado:

–¿Qué más te preocupa?

Publio levantó los ojos del suelo y miró fijamente a su hermano.

–Heráclito -repitió Publio-. Heráclito, hermano, no importa -añadió al ver la cara de confusión de Lucio y se explicó con rapidez-, todo cambia, todos cambiamos, Aníbal, hermano, le vi cambiado, diferente en Éfeso. Aníbal es el más frío, el más gélido enemigo con el que nunca hemos luchado. Sabe que al contrincante hay que debilitarle mediante cualquier medio al alcance. En Italia fue cortando todas nuestras líneas de abastecimiento, sitiando las ciudades amigas hasta que se pasaban a su bando o hasta que perecían por el hambre; nos llevó hasta casi la aniquilación de forma lenta y metódica; sin embargo, mantenía la dignidad en lo personal, respetaba los cadáveres de los cónsules abatidos, me devolvió el anillo en Zama, pero ¿y si Aníbal ahora ya no respetara ni eso? Para Aníbal yo soy su enemigo a batir y sabe que si mata a mi hijo me debilitará, pues el dolor, el sufrimiento entorpece, nubla el pensamiento y mis acciones no estarán libres de rencor fatuo, inútil, pero inevitable; he de aconsejarte en cómo acometer la campaña, he de aportar sugerencias en el campo de batalla sobre la disposición de las tropas, pero Aníbal sabe que si mata a mi hijo entorpecerá mi habilidad para tomar las decisiones adecuadas en favor de una ciega búsqueda de venganza por mi parte. – ¿Cómo puede saber Aníbal todo eso?

–Porque Aníbal lee en los ojos de cada enemigo, interpreta el carácter de cada oponente en función de cada reacción y a mí me conoce a la perfección después de tantas batallas: Tesino, Trebia, Cannae, Zama y nuestras conversaciones en África y Asia. – Publio sonrió entonces lacónicamente-. Cegado por mi orgullo de guerrero creía que en cada conversación estábamos intercambiando opiniones sinceras de guerrero a guerrero y ahora pienso que en cada ocasión Aníbal no debió hacer otra cosa que analizarme, que estudiarme, meditando, ponderando cuál era mi punto débil. Ya no sé lo que es cierto y lo es producto de mi imaginación. Ahora ha encontrado mi talón de Aquiles. En la conversación de Efeso dejé traslucir que la familia era lo más importante para mí, llegué a decir que el sufrimiento de un hijo o una hija era lo único que me parecía tan terrible como estar rodeado por un enemigo superior en número o algo así dije, no puedo recordar las palabras exactas, pero sé que me escuchaba, me escuchaba. ¿Lo ves ahora, Lucio? ¡Por Júpiter Óptimo Máximo! ¿Entiendes ahora la debacle? Incluso si Aníbal no me odia, incluso entonces acabará matando a mi hijo de todas formas: no ya por venganza, sino como una parte más de esta nueva guerra. Lo verá como una necesidad. Incluso si llegara a parecer innoble, no dudará en matarle. Ya se sirvió de renegados de las legiones en Italia a los que hacía pasar como soldados nuestros para que más de una ciudad le abriera las puertas a su ejército. Hubo un momento en que tenía una opinión bien formada de Aníbal y creía en su nobleza de guerrero, pero ahora, hoy, sólo viene a mi mente que Aníbal hace todo aquello que tiene en sus manos para debilitar a sus enemigos. Es despiadado porque la guerra es cruel. Lucio, el muchacho está totalmente perdido. Sólo queda la esperanza de que los hombres de Antíoco lo preserven de la helada inteligencia militar de Aníbal.

–Podemos enviar mensajeros a Antioquía, donde creo que está Antíoco. Podríamos llegar a un acuerdo si… -Pero Lucio no tuvo las agallas de acabar la frase.

–Si el muchacho sigue vivo, quieres decir, ¿no? – apostilló Publio mirando el suelo. – Sí.

Un breve silencio.

–Sea -añadió Publio sin levantar el rostro-. Envía mensajeros a Antíoco. Prométele lo que quieras. Sólo tráeme a Publio de vuelta.

Lucio asintió un par de veces. Se dio la vuelta, y el cónsul de Roma en Asia Menor salió de aquella tienda, dejando a solas al más grande de los generales de su ejército, hundido, derrotado, perdido.

59 El mensaje de los dabas

Antioquía, Siria. Octubre de 190 a.C.

Los guerreros dabas se postraron ante su señor. El rey Antíoco les ordenó alzarse. Los soldados, rodeados por las imponentes paredes del salón real de Antioquía y después de haber visto por primera vez en su vida las gigantescas murallas de la ciudad que empezara a construir Seleuco I en el pasado y que terminara el propio Antíoco III en el presente, después de admirar el impactante teatro y los majestuosos puentes sobre el río Orontes, tras cabalgar por las magníficas avenidas y cruzar la grandiosa plaza del Nymphaeum, se sentían aún más abrumados y aún más pequeños. Sólo el hecho de saber que eran portadores de importantes noticias para el rey les hacía mantener el ánimo en medio de aquella exuberante exhibición de riqueza y poder. Ellos eran guerreros, estaban acostumbrados al campo abierto, a dormir al raso, a comer bajo las estrellas, a luchar en el campo de batalla: Antioquía era para ellos otro mundo, otro universo, el hogar de su amo.

–Heráclidas dice que traéis importantes noticias -dijo el rey desde su trono recubierto en oro y gemas y mirando al enjuto y delgado consejero que había sustituido a Epífanes. Heráclidas era favorable siempre a las ideas de Seleuco y el rey sabía que era como una extensión de su hijo y, quizá, de Antípatro, pero llevaba también muchos años de leal servicio y Antíoco aceptó que tomara el puesto de Epífanes, eso sí, manteniendo a Aníbal como contrapeso. El tiempo pondría a cada uno en su sitio. El tiempo y la guerra.

Ante el silencio de los dahas, que el rey correctamente interpretó como señal de duda y respeto hacia su persona, Antíoco repitió su invitación a hablar.

–Habéis cabalgado desde lejos y estáis ante vuestro rey. Decid qué noticias traéis del norte.

Arrodillado, mirando al suelo, uno de los dos guerreros empezó a hablar.

–Venimos de Lidia, mi señor. Allí, en una de nuestras incursiones hacia Misia, atrapamos a unos romanos de una patrulla de reconocimiento de las legiones bárbaras. Parece ser que uno de los prisioneros podría ser el hijo de uno de los generales romanos.

El rey de Siria frunció el ceño y miró de reojo a Heráclidas, que se mantenía en pie, callado y serio a su lado.

–¿De qué general? ¿Del cónsul de Roma, Lucio Cornelio Escipión? – indagó el rey, que empezaba a ver el interés auténtico de aquella audiencia.

–No, mi señor. Creemos que se ha apresado al hijo del hermano del cónsul, al hijo del general romano Publio Cornelio Escipión, ése al que llaman Africanus.

–¡Por Apolo, tenemos al hijo del general romano que derrotó a Aníbal en Zama! – exclamó Antíoco alzándose de su trono imperial. Volvió a mirar a Heráclidas. Se sorprendió, pues esperaba ver una gran sonrisa en su nuevo consejero, pues aquélla sin duda era una maravillosa noticia, pero Heráclidas mantenía la faz seria, impenetrable. El guerrero daha, sin dejar de mirar al suelo, volvió a hablar y sus palabras dieron sentido al rostro preocupado de Heráclidas.

–Pero hay un problema, mi señor.

–¿Un problema? – El rey volvió a tomar asiento en su trono. No entendía cómo tener de rehén al hijo del mejor general de Roma podía convertirse en un problema.

–Veréis, mi señor… -Al guerrero daha de pronto le faltaba la saliva-. Aníbal… Aníbal… Aníbal… -Pero era incapaz de terminar la frase.

60 La hetera de Abydos

Abydos, Misia, norte de Asia Menor.

Noviembre de 190 a.C.

Atilio, veterano médico de las legiones de Roma, o de las legiones de los Escipiones, como a él le gustaba decir, pues siempre había estado al servicio de las tropas comandadas primero por Publio Cornelio Escipión y luego por su hermano Lucio Cornelio Escipión, había decidido tomarse unos momentos de descanso. La campaña de Grecia había transcurrido esencialmente en el mar durante los últimos meses. Pero las batallas navales de agosto y septiembre de ese año habían sido muy cruentas. Primero la flota romana había derrotado a la flota siria y fenicia comandada por Aníbal. Los fenicios eran grandes comerciantes, pero como militares dejaban bastante que desear. Y luego había venido la batalla naval entre la flota siria de Antíoco, que había zarpado desde Éfeso bajo el mando de Polisínides y la flota romana al mando de Emilio Régilo, que partió desde Samos. Los romanos recibieron la ayuda de los rodios comandados por Eudamos. Las dos escuadras se encontraron en el mar, junto al cabo Mioneso y, una vez más, los romanos vencieron. Pero sea en el mar o sea en tierra, las batallas producen centenares de heridos y, pese a las victorias, la flota romana precisó de ayuda para tratar a sus heridos. Régilo pidió ayuda a las legiones de los Escipiones que avanzaban por Grecia y muchos de los marineros heridos por flecha o contusionados por los proyectiles o los impactos entre diferentes buques fueron trasladados a tierra, al campamento de las legiones. Atilio se vio desbordado durante semanas. Y tenía que dar gracias a los dioses de que Antíoco ordenara que las tropas sirias se retiraran de Lisimaquia sin entrar en combate. Atilio, como el resto de hombres que acompañaban a las legiones romanas, sabía que se trataba de una retirada estratégica. El monarca sirio sabía que no podía defender una posición al otro lado del Egeo con una flota destrozada, así que reagrupaba sus fuerzas en Asia. Esa retirada dio un respiro a Atilio, por ello, tras haber cruzado el Helesponto con cierto sosiego, instalados ahora en la primera ciudad de Asia amiga de Roma que habían encontrado, Abydos, el veterano médico de las legiones de Escipión decidió visitar una de las casas de heteras más prominentes de aquella ciudad.

Tal y como le había explicado un centurión mientras le atendía de un corte durante una sesión de adiestramiento, junto al puerto de la ciudad, cerca de los muelles, justo donde terminaban los almacenes, se alzaba un viejo edificio donde se podían encontrar las mejores heteras de las ciudad. Atilio había oído muchas veces hablar de las famosas heteras griegas, una mezcla de prostituta y mujer de compañía. Se prostituían, eso era cierto, pero eran refinadas además de hermosas, cultas y un hombre podía hablar con ellas de literatura o filosofía o historia, muchas sabían danzar con auténtica sensualidad y todas sabían hacer lo que a fin de cuentas Atilio tenía en mente. Una velada agasajado por una hetera bien seleccionada era una apuesta segura para deleitarse en los placeres más mundanos y más exquisitos a un tiempo. Era, no obstante, un entretenimiento caro, al alcance de muy pocos. Para los bolsillos peor dotados Abydos proporcionaba las simples porné o prostitutas de calle, pero Atilio sabía que había algún tipo de relación entre ciertos males de locura y aquellas mujeres, o prostitutas similares que había visto en todos los puertos del mundo, así que, aprovechando que disponía de un buen capital fruto de la generosidad con la que los Escipiones premiaban sus servicios, decidió dilapidar parte del mismo en compañía de las mejores heteras de Abydos.

Le abrió la puerta una mujer mayor, cubierta con túnica, adusta en su faz, pero que al comprobar el buen porte y la excelente presencia del médico romano de origen tarentino, iluminó su rostro con una graciosa sonrisa que hizo ver a Atilio que aquella mujer, pese a que le faltaban varios dientes, en el pasado debió de ser muy hermosa.

–Un romano… -dijo la vieja hetera-. Aquí son bienvenidos los romanos. Conquistadores de lejanas tierras que han llegado ya hasta nuestras costas.

Atilio sonrió levemente en respuesta y decidió no entrar en una disquisición con aquella señora sobre su origen más griego que romano, pues comprendía que la mujer hablaba interpretando su origen en función de las túnicas legionarias que llevaba. La mujer consideró que el silencio del recién llegado implicaba que era hombre que no andaba en rodeos.

–Os presentaré a las heteras que tengo disponibles esta tarde, pero antes he de saber si estáis dispuestos a pagar el precio.

Atilio sacó una pequeña bolsa de piel que abrió y de la que, al volcaria con la mano derecha, precipitó varias monedas de oro sobre la palma de la mano izquierda. La anciana miró el metal dorado con satisfacción y no dijo nada más. Atilio volvió a introducir las monedas en la bolsa. Al cabo de un par de minutos, la anciana regresó acompañada de una muy hermosa joven.

–Un hombre de tus cualidades se merece lo mejor -dijo la vieja hetera-. Areté es la más hermosa y la más delicada de todas las mujeres que he tenido nunca en esta casa. Estoy segura de que te sentirás complacido.

Atilio observó a la joven muchacha. Debía de tener unos dieciocho o diecinueve años. Cubierta por una túnica roja, su rostro de facciones suaves resplandecía pese a la penumbra que les rodeaba. Sus brazos desnudos mostraban una piel suave, blanqueada con un polvo blanco, casi transparente,[Carbonato de plomo, también conocido como cerusita o albayalde, según lo denominaron los árabes. Las regiones de Siberia siguen siendo la mayor fuente de este mineral.] que traían de Oriente, mezclado con miel, para así ocultar el tono algo más oscuro de una dermis bañada por el sol del Mediterráneo. Las mejillas, sin embargo, estaban enrojecidas con maquillaje de algas. El pelo, recogido, era, no obstante, muy largo, lo que denotaba que Atilio estaba ante una hetera del más alto nivel, y muy negro, peinado meticulosamente con peines de hueso y marfil. Las cejas eran igual de negras, repasadas con un tinte hecho con humo. Olía a limpia y es que la joven se había lavado con arcilla y una sal blanca y traslúcida [Carbonato de sodio.] y se había depilado con una cuchilla y una pasta especial. Llevaba varios brazaletes en las muñecas, en uno de los brazos y en ambos tobillos. La muchacha, al contrario de lo que pudiera uno esperar, no miraba al suelo, sino que miraba directamente al hombre que la estaba estudiando. Pero no era una mirada desafiante o nerviosa, sino cálida. La vieja, con sus palabras, quiso poner sentido a aquel enigma que el ceño fruncido de Atilio marcaba en su frente.

–Sólo entrego Areté a aquellos hombres que intuyo que sabrán tratarla con el respeto que merece. Si buscas una cualquiera puedo presentarte otras.

–No -dijo por fin Atilio-. Esta mujer me satisface.

–Vaya, gracias a los dioses -respondió a su vez la anciana-. Empezaba a pensar que trataba con un mudo.

–Soy hombre de pocas palabras. Creo que son las acciones lo que importa. – Y entregó cinco monedas de oro a la anciana, pero la vieja permaneció en pie, con la palma abierta, interponiéndose entre Areté y Atilio. El médico volcó el sacó sobre la palma de la anciana y cayeron siete u ocho monedas más. Ésta cerró entonces su ajada mano atrapando las mismas con un puño anquilosado por los años y arrugado por una vida azarosa y extraña. No pudo evitar echar una mirada de reojo a la bolsa que Atilio se guardaba bajo su túnica, la codicia no tiene fin, pero el visitante había sido más que generoso. No tenía sentido pedir más. Un precio ajustado a lo que se ofrece suele hacer que el cliente regrese. Así, sin decir más, la anciana se dio la vuelta y desapareció. Atilio y la joven hetera quedaron a solas. El veterano médico de las legiones de Roma no sabía muy bien qué correspondía hacer en aquel momento.

–Debes de estar cansado -empezó la muchacha con cordialidad, emitiendo sus palabras en una voz dulce y un más que perfecto griego-. El viaje de las legiones romanas ha debido de ser muy largo hasta llegar aquí. Quizá un baño sería de tu agrado. – Y como quiera que la joven percibió las reticencias de Atilio, añadió unas palabras más envueltas en una dulce sonrisa y tomando con su mano suave la ruda mano del médico de las legiones-. Un baño, con agua tibia, con sales, conmigo.

Atilio comprendió entonces que estaba a punto de pasar la mejor velada de toda su existencia.

61 Los emisarios de Antíoco

Abydos, Misia, norte de Asia Menor.

Noviembre de 190 a.C.

Llovía incesantemente sobre el campamento romano de las legiones de Asia levantado a las afueras de Abydos. Los bailes que el sacerdocio salio exigía ya habían terminado, pero ahora seguían allí, retenidos en la costa norte de Asia porque no tenían noticias de Publio hijo. Lucio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, algo nervioso por aquel obligado retraso en las operaciones de guerra, estaba revisando los suministros de los que disponían con el quaestor de las legiones cuando el proximus lictor irrumpió en la tienda y quedó en pie, junto a la entrada, a la espera de que el cónsul le permitiera hablar. Lucio le miró y eso fue suficiente.

–Ha llegado una embajada siria. Dicen que quieren hablar con el cónsul, que es importante.

–Traed a esos embajadores aquí en media hora. Mientras, que les den de comer y beber en una tienda, a resguardo de la lluvia, y ve personalmente a llamar a mi hermano.

El proximus lictor asintió, se llevó la mano al pecho, dio media vuelta y desapareció tras la tela de entrada a la tienda. Lucio despachó también al quaestor y se quedó a solas, esperando la llegada de su hermano. Publio se encontraba algo indispuesto. La preocupación por la suerte de su hijo perdido en la turma de reconocimiento parecía haber hecho prender de nuevo la llama de las fiebres de Hispania. Lucio se sentó en la sella curulis dispuesta en el centro de la tienda. Esta embajada debería de traer noticias sobre el destino de su sobrino. Lucio Cornelio Escipión apretó los labios. La situación en Asia se había complicado demasiado y sólo acababan de cruzar el Helesponto.

Publio entró como si el viento de la tormenta le hubiera empujado hasta allí. Venía vestido con coraza, grebas, espada envainada, dispuesto a entrar en combate. La lluvia le había empapado de pies a cabeza, pero aquello no parecía importarle. El sudor de las fiebres se mezclaba con el agua que los dioses estaban desparramando sobre la tierra.

–¿Se sabe algo ya? – preguntó Publio sin ocultar un ápice su inquietud.

–No. He decidido esperar a que estuvieras conmigo antes de recibirlos.

Publio asintió varias veces. Su hermano era el cónsul, pero constantemente daba muestras de respeto hacia él.

–Estoy empapado -dijo Publio al fin, sentándose en un solium dispuesto próximo a la sella curulis, en el lado derecho.

Lucio llamó a un esclavo y pidió paños limpios para que su hermano se secara.

–Tienen que decirnos algo del muchacho -comentó Publio mientras se pasaba una toalla por la coraza de guerra-. Por Hércules, que hablen o yo mismo les sacaré las palabras a golpes.

Lucio le miró sin decir nada. Quizá habría sido mejor recibir a la embajada a solas y luego departir con su hermano, pero había querido que estuviera presente Publio porque era conocida por todos su sagacidad en las negociaciones con embajadas extranjeras en Hispania, en Sicilia, en África, aunque el Senado, manipulado por Catón, nunca reconociera esa virtud en Publio. Sin embargo, quizás ahora estuviera demasiado ofuscado con la pérdida de su hijo. Dos lictores entraron en la tienda y con ellos los pensamientos de Lucio se difuminaron. Tras los lictores entraron dos hombres, ataviado el más joven, un hombre maduro, como oficial del ejército de Siria, con una coraza anatómica y un faldón de cuero imitando el viejo estilo de los veteranos de Alejandro Magno, y el otro, un hombre muy mayor, un anciano, cubierto por una larga túnica gris. Ambos quedaron de pie, frente a los dos Escipiones, rodeados por el resto de los lictores del cónsul. El oficial sirio había sido convenientemente desarmado. Al anciano se le había permitido quedarse con una larga estaca que usaba a modo de bastón. El guerrero sirio miraba a ambos generales romanos sin tener muy claro a quién dirigirse.

–Has pedido entrevistarte con el cónsul de Roma, oficial sirio. Yo soy Lucio Cornelio Escipión, cónsul de Roma y general en jefe de las legiones que han cruzado el mar. Es a mí a quien debes dirigirte. El que me acompaña es Publio Cornelio Escipión, al que muchos conocen como Africanus. Es mi hermano y mi consejero.

El oficial sirio miró a Lucio y se inclinó levemente. Luego miró a Publio y repitió el gesto. ¿Así que aquél era el general romano que había derrotado a Aníbal? Aquello le impresionó.

–Mi nombre es Antípatro, general del ejército sirio, y vengo, en nombre de Antíoco, Basileus Megas, señor de todo el Oriente, rey de Siria y de todos los territorios desde el Indo hasta el Helesponto, para recordar a los romanos que deben partir de Asia inmediatamente o sus tropas serán barridas por nuestro ejército como le ha sucedido a todos los enemigos del gran rey.

–Antípatro -replicó Lucio con firmeza-, Roma reconoce el dominio de tu rey sobre los territorios de Oriente, pero tu rey ha atacado primero a Egipto, aliado de Roma, arrebatándole la Celesiria, luego cruzó el Helesponto y asedió ciudades griegas amigas de Roma y ahora somos nosotros los que hemos cruzado el mar porque tu rey está amenazando al reino de Pérgamo y al reino de Rodas, ambos aliados de Roma. El rey Antíoco debe retroceder a sus antiguos dominios abandonando Asia Menor.

Antípatro miró de reojo a su anciano compañero. Fue éste el que tomó entonces la palabra.

–Soy Heráclidas, consejero del rey Antíoco, Basileus Megas, señor del Oriente y de todos los territorios del antiguo imperio de Alejandro Magno. Cónsul de Roma, no os interpongáis entre el rey Antíoco III y su destino. No es aconsejable para vuestros intereses. – Heráclidas vio con el rabillo del ojo cómo el otro general romano separaba su espalda del respaldo de su solium. Por fin había captado su interés-. No es aconsejable. Será para vuestro beneficio que dejéis de oponeros a las justas reclamaciones que el rey Antíoco tiene sobre Pérgamo, Rodas y el resto de territorios de Asia, pues aquí reinaron sus antepasados y aquí deberá reinar él, devolviendo todo a su correcto orden. Los dioses así lo desean y hasta los judíos mismos tienen una profecía que así lo pronostica. ¿Cómo hombres tan sabios como vosotros podéis estar ciegos a lo que debe ser? Pero el gran rey Antíoco es un monarca generoso más allá de lo conocido y desea haceros más sencillo tomar el camino de regreso a Grecia y a Roma con vuestras tropas. El rey está dispuesto a pagar en oro los gastos de vuestro viaje, el gasto completo de toda la campaña y, como muestra de buena voluntad, está dispuesto a entregaros al hijo de Publio Cornelio Escipión vivo una vez que os hayáis retirado de Asia.

Lucio abrió la boca pero no dijo nada. No sabía bien cómo responder. La vida de su sobrino, si es que era cierto que seguía vivo, estaba en juego. A su derecha, Publio se levantó despacio y se puso a su lado mirando fijamente al anciano consejero del rey Antíoco. Al contrario de lo que pensaba Lucio, su hermano empezó a hablar con un tono suave, casi como quien habla a un viejo amigo.

–Heráclidas, consejero del gran rey Antíoco, Basileus Megas, señor del Oriente y de todo lo que quieras, te diré lo que has de contarle a tu monarca cuando regreses a Antioquía: Heráclidas, dile a tu rey que si deseaba la paz y deseaba que no entráramos en Asia, debería haberse detenido en Lisimaquia. Su retirada de allí nos dejó el camino expedito para cruzar el Helesponto. Con esa retirada tu rey aceptaba nuestra entrada. Quien ha permitido que el oponente entre en su propia casa no puede pretender que ahora salga a cambio de un poco de oro sin aceptar un cambio en la situación. Asia ya no es sólo de Antíoco, no hasta la cordillera del Tauro. Desde el mar hasta el Tauro son territorios independientes de Antíoco y reinos amigos de Roma. Tu rey se retirará. ¿Dinero? ¿Oro? ¿Cree realmente tu rey que se puede comprar a un cónsul de Roma, a mi hermano, o a un senador de Roma, como yo, al mismísimo princeps senatus de Roma? ¿Crees tú realmente que el senador más veterano de Roma está en venta? – El tono de Publio seguía siendo conciliador, pero el contenido de su discurso y las preguntas directas hicieron que el anciano Heráclidas fuera el que en ese momento abriera la boca, pero no pudo pronunciar palabra alguna, pues el propio Publio continuaba con su intervención, pero ahora elevando el tono de voz poco a poco-. Te he hecho una pregunta, consejero de Antíoco, ¿crees que el princeps senatus está en venta? – Y gritando a pleno pulmón-: ¿Crees que estoy en venta?

Heráclidas y el general Antípatro dieron un paso atrás. Publio dejó de gritar, pero las palabras salían ahora de su boca desbocadas como un torrente en medio de la más atronadora de las tormentas. Los truenos de su rabia se mezclaban con los truenos de la lluvia que fustigaba furiosa las telas de las paredes del praetorium.

–¡Nunca aceptaremos para nosotros nada en público de tu rey! ¿Que el rey Antíoco quiere pagar con oro el coste de nuestra retirada? Por supuesto: pagará en oro el coste de toda la campaña como dice, pero antes deberá retirarse más allá de las montañas del Tauro y deberá hacerlo ya. ¿Que el rey desea entregarme a mi hijo? Sea, por Júpiter, ésa es una acción que aceptaré a título privado, pero sin contrapartidas públicas; lo único que puedo prometerle a cambio de mi hijo es que la vida del rey será respetada si entramos en combate pues, como no puede ser de otra forma, su ejército será aniquilado por nuestras legiones. He conquistado Hispania y África, consejero, y si he de conquistar toda Asia para recuperar a mi hijo lo haré, sólo que cuando tenga de nuevo a mi hijo conmigo, tras destruir vuestro ejército no tendré misericordia con ninguno de vosotros, ni contigo, consejero real, ni contigo, general de su ejército -mirando a Antípatro y de nuevo hacia Heráclidas-, ni con el propio rey. – Y elevando de nuevo la voz-: ¡Quiero a mi hijo aquí y lo quiero ya! ¡A un senador de Roma y a un cónsul no se les compra! ¡Dile a tu rey que acepte las condiciones que le proponemos si quiere la paz y, por encima de todo, si quieres seguir vivo! – Y de nuevo bajó el volumen de voz-. Mi generosidad por la devolución de mi hijo a título privado puede ser inmensa, pero nada tengo que ofrecer o negociar con tu rey sobre las cuestiones públicas que no sea la completa aceptación de las condiciones que acabo de mencionar. Dile, por fin, que mi ira, la ira de Publio Cornelio Escipión, es una fuerza que te aseguro, consejero Heráclidas, te aseguro que tu rey no quiere conocer.

Y calló. Dio unos pasos hacia atrás y se sentó de nuevo en su solium. Estaba agotado. Sentía como la fiebre se apoderaba de nuevo de su cuerpo. Un sudor frío empezaba a rezumar por su frente y los latidos de su corazón retumbaban en sus sienes.

–Todo está dicho -apostilló Lucio mirando a los embajadores sirios.

–Transmitiré a mi rey vuestra respuesta -fue la seca réplica de Heráclidas que no dejaba de mirar las gotas de sudor frío que resbalaban por la frente y las sienes del hermano del cónsul. Ambos embajadores dieron media vuelta y desaparecieron tras la tela de acceso a la tienda. Tras ellos salieron todos los lictores.

Los dos hermanos permanecieron en silencio unos minutos.

–Parece que tienen al muchacho con vida -se atrevió a decir Lucio al fin.

–Eso dicen -musitó Publio entre dientes-; pero no tenemos ninguna prueba de ello.

La lluvia arreciaba sobre las lonas de la tienda. Se vio un enorme resplandor que atravesaba la cubierta de la estancia y se escuchó un trueno casi al tiempo.

–Has estado bien, hermano -dijo Lucio.

Publio asentía despacio mientras respondía.

–No podemos ceder al chantaje de Antíoco; no podemos vendernos. No podemos hacerlo ni siquiera por mi hijo… -Y tras un frío instante, un fugaz destello y otro tremendo trueno, concluyó con auténtica tristeza-: Emilia no me lo perdonará jamás. Jamás.

Heráclidas y Antípatro aceptaron el refugio de una pequeña tienda junto a la empalizada del campamento. Dos calones trajeron algo de vino, un poco de pan, queso y fruta y les dejaron a solas. Antípatro sacó la cabeza por la abertura de la tienda.

–Han puesto varios centinelas alrededor. Están empapándose, pero ahí están -explicó Antípatro sacudiéndose el agua que le resbalaba por la frente. Su interlocutor permanecía en silencio. Heráclidas se había sentado en una de las pequeñas sellae que habían dejado los esclavos al traer la comida.

–Lo mejor que podemos hacer es comer algo -continuó Antípatro-. Por lo demás la embajada no ha servido de nada.

Heráclidas, para confusión de Antípatro, sonrió.

–Yo no diría que no hemos conseguido nada.

El oficial sirio miró al viejo consejero del rey con el ceño fruncido mientras masticaba un poco de pan y queso.

–¿Qué hemos conseguido? – inquirió Antípatro sin dejar de masticar con la boca abierta. Heráclidas suspiró y miró hacia otro lado.

–Hemos averiguado algo muy importante para nuestro rey, y más importante aún para Seleuco, a quien también servimos. Antípatro se sentó en otra de las sellae.

–Por Apolo, ¿qué es eso tan importante que hemos averiguado?

Heráclidas sonrió aún más. Qué torpes podían llegar a ser los militares. Caminaban hacia una victoria total y aquel general no tenía ni idea. Seleuco comandaría parte del ejército victorioso. El rey estaría contento. Seleuco sería premiado y éste, a su vez, le premiaría a él, a Heráclidas, garantizándole una vejez plagada de lujos y comodidades.

–Ahora sabemos que Publio Cornelio Escipión, ese al que llaman Africanus -explicó Heráclidas como quien explica algo a un niño-, el general que realmente comanda las legiones, el que derrotó a los cartagineses, el que doblegó a Aníbal… ahora sabemos, Antípatro, que ese general está enfermo. Muy enfermo.

–¿Estará realmente vivo? – preguntó Publio entre los truenos de la tormenta. Su hermano Lucio, el cónsul de Roma, miraba al suelo. – No tiene sentido que quieran mentirnos.

–A no ser que ya esté muerto y busquen ganar tiempo. ¡Por Júpiter, es horrible esta tensión, Lucio!

La lluvia golpeaba a ráfagas contra las paredes de la tienda empujada por el viento. Publio estaba helado. Las fiebres se apoderaban, una vez más, de su cuerpo y le nublaban el sentido. Era el peor de los momentos para caer enfermo. Tenía que encontrar fuerzas de donde fuera, al menos hasta que se aclarara la situación de su hijo.

–La embajada era importante -comentó Lucio.

Publio, cubriéndose con un amplio manto similar al paludamentum de su hermano, pero de color gris, no teñido de púrpura como el de un cónsul, respondió confirmando la opinión de su hermano:

–Sí. Antípatro estuvo comandando la falange central en la batalla de Panion, según nos dijo Escopas, cuando Antíoco destrozó el ejército egipcio. Y Heráclidas parece hablar con la seguridad de quien está muy próximo al rey.

–Podríamos retenerlos y solicitar un canje por el muchacho -comentó Lucio con cierta ilusión, con el aire de quien vislumbra una solución a un enigma irresoluble.

–Es una idea -respondió Publio-, pero dudo que Antíoco aceptara el canje. Es seguro que tiene otros muchos consejeros y oficiales a su alrededor, y todos deseosos por ver cómo desaparecen los que ha enviado aquí. Mucho me temo, hermano, que con retenerlos sólo conseguiríamos irritar aún más el orgullo herido de Antíoco. Desde que aquel proyectil en las Termopilas le partiera los dientes, se ha tomado la guerra contra nosotros como algo personal.

Lucio asintió. Pensó que las amenazas que su hermano había proferido en la parte final de la entrevista con los sirios también podrían surtir el mismo efecto, pero habían sido fruto de la rabia que sentía su hermano y no tenía sentido sumar un nuevo error a otro ya cometido. Publio volvió a lanzar la pregunta que le atormentaba mientras se tapaba aún más con su capa militar.

–¿Estará aún vivo?

62 La propuesta de Atilio

Abydos, Misia, norte de Asia Menor.

Noviembre de 190 a.C.

Atilio flotaba en agua alimentada con aceites cuya esencia parecía ampliar la capacidad de sus pulmones. Areté, la joven hetera, le masajeaba la espalda arrodillada fuera de la pequeña piscina. Las manos suaves de la mujer y la dulzura de su voz relajaron a Atilio como no lo había estado en tiempo demasiado largo como para recordar. Lo que la muchacha contaba, su vida, no era tan dulce, pero la joven no transmitía ni rencor ni odio en sus palabras. A la pregunta de Atilio sobre quién era y de dónde venía, Areté respondió con sosiego y contaba su historia sin pasión fingida. Era una historia que había contado ya en numerosas ocasiones. Tantas que Areté a veces dudaba de si ésa había sido realmente su vida. Rodeada del lujo de la casa de las heteras de Abydos, las penurias del pasado parecían casi recuerdos imaginados. Era cierto que tenía que yacer con diferentes hombres, pero la anciana, al menos de momento, le seleccionaba los mejores, los más ricos y, normalmente, los que mejor se comportaban.

–Nací en Sidón y allí estuve hasta que el asedio de los sirios acabó con toda mi familia por el hambre. – Ella prefería contarlo así y omitir el momento en que su padre, aún vivo, la entregó al viejo médico-. Sobreviví porque primero mi madre y después mi padre guardaban para mí lo poco que podían conseguir para comer. Cuando Escopas, el strategos griego, consiguió negociar el fin del asedio, escapé con un hombre al que mis padres me habían confiado. Viví con él bien y hasta me enseñó su oficio, pero pronto falleció cuando era niña y antes de morir me entregó a esta casa de heteras en donde dijo que no me faltaría de nada. Dijo que había vidas peores y estoy segura de que llevaba razón. La dueña me aceptó porque me consideró hermosa. Aquí he vivido desde entonces y no tengo queja. Me han enseñado música y a bailar y a leer, aunque a leer ya me había enseñado mi padre adoptivo. Pero aquí he podido leer más. «Una buena hetera debe saber de todo para así poder entretener a los hombres más importantes de la ciudad», dice siempre la anciana. Luego, claro, está esto.

Y la muchacha interrumpió su relato para besar el cuello áspero de Atilio. Se retiró luego y Areté tomó el jarro de vino que estaba junto a la piscina. Atilio estiró su brazo con una copa vacía en la mano. Areté llenó la copa y Atilio bebió un buen trago sin dejar de mirar la faz de facciones suaves y labios carnosos de su joven compañera de baño. Areté estaba desnuda y sus senos descubiertos culminaban en pezones pequeños, erectos, que Atilio anhelaba. El veterano médico de las legiones de Roma había estado ya suficiente tiempo en el agua y había escuchado ya bastante las historias de la muchacha, primero sobre Abydos, luego sobre el ir y venir de ejércitos de uno y otro bando y, por fin, sobre la propia vida de la joven. Atilio deseaba ahora otras cosas. Se levantó del agua y Areté, rápida en interpretar los deseos de los clientes de la casa, se alzó también con una toalla que ofreció al viejo médico. Atilio la tomó, se secó un poco el pecho y los brazos y puso un pie en el borde de la piscina, pero el vino ingerido ya había sido mucho y el veterano erró en el cálculo, trastabilló y cayó de bruces sobre la piscina golpeándose en una sien. Aturdido, casi sin sentido, se hundía en el agua y pronto se dio cuenta, sin poder evitarlo, de que no podía respirar, hasta que de súbito alguien tiró de él y el agua que lo envolvía todo desapareció y el aire de nuevo insufló vida en su ser. La consciencia regresó y Atilio se rehízo y, ayudado por la joven, consiguió, al fin, salir de la piscina.

La muchacha tumbó al médico en el suelo.

–Ahora en seguida vengo -dijo, y desapareció. Atilio sentía un dolor punzante en la sien. Se llevó la mano a la parte izquierda de su rostro y palpó la sangre caliente. En ese momento regresaba ya la joven con agua en una bacinilla de bronce y toallas limpias. Atilio se quedó sorprendido. Eso era lo que estaba a punto de pedir.

–Esto igual duele un poco, pero es mejor -decía la joven mientras le limpiaba la herida con cuidado pero frotando con firmeza. Atilio se sentía como uno de sus heridos tras una batalla campal, aunque pronto una sonrisa se abrió camino en su rostro. Ya les gustaría a los legionarios de Roma que su médico se pareciera tan sólo un poco a aquella hermosa joven.

–¿Sonríes? – preguntó Areté-. Creía que te haría daño.

–Y lo hace. Son cosas mías. – Y Atilio frunció el ceño-. Parece que entiendes de heridas.

La muchacha asentía mientras reemplazaba un paño empapado de sangre por otro nuevo y limpio.

–El oficio que me enseñaron era el de médico, pero una mujer no puede ser médico, así que aquí estoy.

Atilio asintió sin dejar traslucir su admiración.

Pasaron varias horas más juntos. Atilio intentó animarse lo suficiente como para poder hacer suya a aquella bella y misteriosa hetera, pero la edad, el golpe en la cabeza y el vino eran demasiados enemigos contra los que luchar y Atilio permaneció junto a aquella joven sin poder consumar aquello que había venido a buscar en esa casa y por lo que tanto dinero había pagado.

Al amanecer, Areté le cambiaba el vendaje de la herida en la cabeza cuando Atilio, sorprendiéndose a sí mismo, decidió hacer una oferta a la joven.

–Puedes venir conmigo… al campamento romano… y ayudarme. Siempre hacen falta manos que sepan limpiar una herida, vendar… Nunca tengo bastantes asistentes. – Ante el silencio de la chica, Atilio se sintió obligado a explicarse-: Los romanos, como cualquier otro ejército, se interesan más por matar que por mantener la vida, y eso que Escipión, Africanas, es de los generales que más he visto preocuparse por los heridos, pero ni aun así tengo suficiente gente tras una batalla… Podrías ayudarme- Areté había terminado el vendaje. Iba cubierta con una túnica blanca de lana fina de Tarento; Atilo acariciaba la manga de aquella túnica; sabía reconocer el tacto de la lana de la ciudad de sus padres. Era un tacto que le recordaba su niñez.

–No creo que sea una buena idea… -empezó Areté, pero Atilio la interrumpió sin dejar de acariciarle el brazo.

–No tendrías que acostarte conmigo. No tendrías que acostarte con los legionarios. No tendrías que acostarte con nadie. Serías una esclava que he comprado. Nadie te tocaría.

Areté rumió su respuesta con tiento. Ella no era una esclava ni quería serlo, pero tenía la intuición de que las cosas no podrían marchar bien siempre para ella en aquel rincón del mundo, como hetera en una casa en Abydos. Su belleza pronto empezaría a menguar. Ya no sería seleccionada para los clientes más refinados, como aquel médico. Sus días y, más aún, sus noches se embrutecerían con la saliva de miserables que harían con ella lo que quisieran. No la llamaban esclava, pero ¿qué era sino eso?

–Tendrás que pagar mucho dinero a la anciana -respondió al fin la muchacha.

Atilio asintió contento. Tenía dinero.

Areté lo meditó unos minutos más mientras el médico seguía acariciándole el brazo hasta que por fin la muchacha asintió. Areté dejó de ser hetera aquella misma mañana. Estaba convencida de que era mejor ser esclava de un romano de las legiones que acababan de cruzar el Helesponto que permanecer allí sometida a los deseos de los visitantes de aquella casa de Abydos. Para su sorpresa, la joven vio que la anciana aceptaba venderla gustosamente por el contenido completo de la bolsa de oro de Atilio. Aquello terminó de convencerla de que había tomado la decisión adecuada. Sólo una espina permanecía punzante en su mente: acababa de ligar su destino al de los romanos. ¿Y si las legiones eran derrotadas por el rey de Siria? Su vida ya había sufrido por la guerra eterna que mantenía Antíoco en Asia. ¿Volvería a ocurrir lo mismo?

–¿Es bueno ese general vuestro? – preguntó Areté.

Atilio abrió bien los ojos algo confuso, con su mirada fija en las calles por las que conducía el carro, pero no respondió absorto como estaba en mirar hacia delante. No quería arremeter contra ningún transeúnte y tener un problema. Había dormido poco y estaba cansado. Debía haber aceptado la guardia de protección que le ofrecían con regularidad cuando iba a abastecerse a las ciudades por las que pasaban, pero había querido que su visita a la casa de las heteras fuera discreta.

–¿Es mejor que Escopas, el strategos de Etolia? – repitió así su pregunta y precisó Areté.

–Africanus es el mejor general del mundo.

Las palabras de Atilio eran concluyentes, pero ella, siendo niña, había oído a muchos etolios y egipcios decir lo mismo de Escopas, y luego Escopas fue barrido por las tropas sirias como las hojas secas por el viento de otoño. Areté cerró los ojos y, como en tantas ocasiones en el pasado, rezó a Eshmún y confió en que su dios la protegiera.

63 La decisión de Aníbal

En las proximidades de Magnesia. Lidia, centro de Asia Menor. Noviembre de 190 a.C.

Publio hijo estaba sentado en un amplio asiento que le habían traído sus nuevos guardianes. Ahora estaba custodiado por soldados cartagineses, veteranos de las campañas de Hispania, Italia y África que habían seguido a su gran general por todos los confines del mundo. Publio hijo había detectado en las miradas de aquellos guerreros la lealtad plena con la que seguían a Aníbal. Miradas. Eso le devolvió a la memoria el rostro de Afranio, con aquellos ojos henchidos de asombro al verse herido de muerte por la espada de Aníbal. Aquella última mirada de Afranio, repleta de perplejidad al no entender cómo después de desvelar la identidad del hijo de Escipión se le pagaba con la muerte, persistía en la mente del joven Publio con una viveza casi infernal, pues era el recordatorio de lo próxima que había sentido la muerte. Además, no era sólo cuestión de haber estado a punto de morir, sino el hecho de no haber sido capaz de mirar de frente a su oponente en el momento culminante. Sí, ante el avance de Aníbal, él, Publio Cornelio Escipión, hijo del gran Africanus, había cerrado los ojos. Sólo un instante después, al escuchar el grito ahogado de Afranio y al no sentir dolor alguno, los volvió a abrir, para ser testigo de cómo Aníbal extraía con una lentitud estudiada su espada de entre las entrañas partidas del decurión romano que le acababa de traicionar.

–Nunca me han gustado los traidores ni los desertores -había dicho Aníbal mientras limpiaba la sangre de Afranio del arma restregando la espada contra el costado del propio decurión abatido cuando éste aún se retorcía de dolor en medio de su agonía-. No, por Baal que nunca me han gustado los traidores. – Y continuó hablando dando la espalda al estupefacto hijo de Publio para dirigirse a Maharbal-. Los hemos utilizado, eso es cierto, sobre todo en Italia, ¿recuerdas aquel romano, Maharbal, Décimo creo que se llamaba, el que quería abrirnos las puertas de…, es curioso, ahora no recuerdo la ciudad, tras la muerte de Marcelo?

Maharbal asintió pero con el rostro serio. No tenía claro aún adonde quería llegar su general ni cuál era la determinación que había tomado sobre el hijo de su gran enemigo.

–Lo recuerdo, sí. Murió como corresponde a un traidor -respondió el veterano oficial púnico.

–Sí, solo y con sufrimiento. Y, por encima de todo, sin ver cumplidas sus expectativas de recompensa. Los traidores nunca las merecen.

El joven Publio recordaba cómo había asistido a aquel debate entre Aníbal y su oficial de confianza mientras Afranio languidecía en el suelo sobre un creciente charco de sangre, gimoteando como un carnero que agoniza durante su sacrifico ante el altar de un templo. Aníbal no dijo más, sino que salió de la tienda sin ni siquiera mirar atrás. Dos guerreros púnicos entraron y se llevaron, arrastrándolo por los pies, el cuerpo de Afranio que con temblores en las manos aún daba muestras de no haber muerto del todo.

Dejaron a Publio hijo a solas unos minutos, a solas con su sorpresa y su confusión, a solas con la tremenda losa de no saber qué iba a ser de él ahora, a solas a la espera de seguir el camino de Afranio o de, aún algo peor, de transformarse en moneda para chantajear a su tío, el cónsul, y, así, avergonzar a su padre. Fue entonces cuando pensó por primera vez en quitarse la vida. Y lo hizo a conciencia. Examinó la tienda con minuciosidad, pero no había lugar donde colgarse, ni cuerda con la que hacerlo. Le habían arrebatado sus armas y no tenía nada con que poder cortarse las venas. Tenía claro que aquél era el único camino honorable que le quedaba después de haber cometido la infinita estupidez de, primero, ponerse en peligro, y luego dejarse atrapar como un jabalí en medio de una caza.

Pasaron los días, tediosos, largos, cargados de desesperanza y culpa, y las noches en vela, incapaz de dormir más de dos horas seguidas, reconcomido por la angustia y la frustración. Se le traía comida con regularidad y el joven Publio la tomaba con la esperanza de que estuviera envenenada, pero su deseo nunca se veía satisfecho, hasta que un día las pieles que cubrían la entrada a la tienda se abrieron de par en par y la figura ya conocida por él del mayor enemigo de Roma se recortó de nuevo en el umbral, proyectándose la larga sombra de Aníbal hasta el corazón mismo aquella improvisada prisión.

El general cartaginés entró al interior de la tienda al tiempo que el joven Publio se levantaba del suelo. Ambos quedaron así a escasos dos pasos el uno del otro. Tras Aníbal entraron Maharbal y media docena de fieles guerreros púnicos que los escoltaban, aunque Publio hijo no tenía muy claro que ninguno de aquellos dos veteranos líderes púnicos necesitara de escolta alguna para cuidarse.

–Tengo órdenes del rey Antíoco de devolverte sano y salvo de regreso con las legiones de Roma -dijo Aníbal sin dar rodeos. El rostro del joven Publio, no obstante, no transmitió alivio sino que su frente arrugada y su boca cerrada con fuerza trasladaban al que le observaba que aquel joven había sentido preocupación al escuchar aquellas palabras en lugar de alivio. Aníbal supo interpretar con acierto los pensamientos de su prisionero-. Si lo que hunde tu ánimo es que tu padre haya cedido o prometido algo a cambio de tu vida, ése no parece ser el caso. Parece que aquí todos tienen un miedo exagerado a tu padre.

El joven Publio relajó entonces las facciones de su rostro. Aníbal, no obstante, no parecía dispuesto a dejar que las cosas fueran tan simples.

–Te preocupas por lo que pueda haber hecho o no hecho tu padre, joven oficial romano, cuando lo que realmente debería preocuparte ni siquiera parece pasar por tu mente.

Publio hijo retrocedió instintivamente un paso. Sus talones tropezaron con el poste de la tienda. Estuvo a punto de perder el equilibrio, pero supo mantenerse en pie.

–Lo que debiera preocuparte, hijo de Publio Cornelio Escipión -continuó Aníbal con cierta satisfacción al ver cómo retrocedía el vastago de su gran oponente en el campo de batalla-, lo que debería preocuparte es si yo voy a obedecer las órdenes del rey Antíoco o no.

Publio hijo comprendió entonces la nueva situación. Aníbal tenía instrucciones, pero Aníbal no era hombre que se dejara mandar con facilidad. Si no estaba convencido de hacer algo no lo haría sin importarle quién hubiera ordenado lo contrario o las consecuencias de su negativa a obedecer. El joven se apoyó en el poste y habló mirando al suelo, pero no humillado. Estaba pensando con intensidad.

–¿Y qué ha decidido Aníbal sobre mí? Si ha decidido matarme, ésa me parece una muerte digna. Mi tío abuelo ya murió a manos de tu hermano en Hispania. Al menos en la muerte, ya que no en vida, podré superar a mis antepasados. Y si, por el contrario, has decidido dejarme libre, no porque obedezcas a Antíoco sino porque así lo has decidido tú mismo, será que Aníbal tiene esa nobleza que he intuido siempre que mi padre me hablaba de ti.

Fue en ese momento cuando el general cartaginés se relajó también. Por fin estaban hablando el uno con el otro sin que el rey Antíoco importara. Ahí era donde quería llegar él. El que tenía delante de él era el hijo de Publio Cornelio Escipión, el único general que había sido capaz de derrotarle con claridad en una batalla. Quería saber más de él, de su padre, de su familia. Lástima que no hubiera tiempo. Nunca había tiempo para las cosas importantes.

–Eres bueno con las palabras, hijo de Escipión. No sé si serás bueno en el campo de batalla, pero eres listo eligiendo las palabras. Quizá en eso seas más hábil que tu padre; quizá ésa sea tu arma y no la espada. Pero en todo caso, no seré yo quien te niegue la posibilidad de luchar en la futura batalla. – Y aquí calló por unos instantes en los que rodeó al muchacho, observándole desde todos los ángulos, hasta détenerse de nuevo frente a él-. Los romanos sois gente extraña. Por Tanit, cualquiera hubiera pensado que te enfurecerías contra tu padre al saber que éste no había aceptado negociar para salvar tu vida. Sin embargo, te lo comento y eso te hace feliz. Me resulta complicado entenderos, a ti, a tu padre, a Roma. Sois los primeros que veo que no negocian cuando el enemigo tiene como rehén a uno de sus más próximos. En Iberia, tener rehenes siempre era un salvoconducto para obtener cesiones de los celtas y los iberos de la región. Con vosotros, sin embargo, ni siquiera esto parece funcionar. Me pregunto qué pasaría si te matase aquí y ahora. – El muchacho iba a responder, pero Aníbal continuó hablando y el joven Publio consideró, con acierto, que era mejor no interrumpir al cartaginés-. Sé que si lo hiciera no conseguiría nada. Lo útil sería retenerte; sé que con eso debilitaría realmente la posición de tu padre, pero no tengo fuerzas suficientes con las que mantenerte en custodia frente a las tropas de Antíoco. ¿Matarte ofuscaría la mente de tu padre? No lo sé. No lo tengo claro, pero, en cualquier caso, sería rebajarse. Esta misma mañana te escoltará una patrulla que te conducirá hacia el norte, hacia el mar, cerca de las posiciones que los romanos mantienen en Abydos. Allí te liberarán. – Aníbal se agachó entonces para hablar en voz baja, casi al oído de Publio hijo-. Dile a tu padre que le espero pronto en el campo de batalla. Dile que yo no necesito, que no quiero rehenes para saber quién es mejor en el combate. Dile que le espero en el campo de batalla y dile que no falte a la cita. Dile que aún tiene anillos que recuperar.

Y se irguió de nuevo, dio media vuelta y desapareció de la tienda dejando al joven Publio de nuevo a solas, esta vez con una sensación extraña de no saber si estaba en la antesala de su liberación o acercándose a ser testigo de la próxima derrota de su padre en el campo de batalla o, quizá, de ambos acontecimientos a la vez. La seguridad de aquel general cartaginés era embriagadora y, sin duda, hechizaba a los que le seguían y, con toda seguridad, despertaba una oscura sensación de derrota en los que sabían que debían combatirle. Era cierto que su padre le había derrotado una vez, en Zama, pero de eso hacía años y el joven Publio no estaba convencido de que su padre retuviera en su ser las suficientes energías como para repetir la hazaña. Aníbal tenía más edad que su padre, pero el cartaginés parecía retener en su cuerpo una vitalidad sólo propia de un dios.

Aníbal y Maharbal caminaban por el campamento sirio establecido en las proximidades de Magnesia.

–Es cierto que es extraño que Escipión no aceptara negociar cuando la vida de su hijo estaba en juego -dijo Maharbal interesado por saber más de lo que Aníbal pensaba sobre ese asunto.

–Cierto -reafirmó Aníbal-. Es muy peculiar. Como le dije al hijo de Escipión, los romanos son gente extraña. Si yo hubiera estado en la situación de Escipión y el enemigo retuviera a mi hijo, no habría dudado en ceder todo lo que hubiera sido preciso para recuperar a mi hijo con vida.

Maharbal sabía la profunda decepción que Aníbal sentía por no haber podido ser padre, por eso calló y no hizo comentarios a las palabras de Aníbal. De cualquier forma, el general parecía tener un enorme cariño a su esposa y nunca hablaba del tema de los hijos. Ése era un asunto privado en el que Maharbal no entraba. Imilce había quedado en Antioquía, a salvo del frente de guerra en espera del desenlace de aquella campaña militar. Aníbal había dejado media docena de veteranos cartagineses como custodios de su mujer, con las instrucciones precisas de que sólo debían comer productos de la huerta que ellos mismos cultivaban junto a la casa que tenían cedida a las afueras de la ciudad, carne de animales que ellos mismos hubieran sacrificado y todo cocinado por la propia Imilce. Maharbal consideró siempre como muy acertadas todas aquellas precauciones e Imilce, por la forma en la que aceptó las órdenes, también. Después del envenenamiento de Epífanes toda cautela parecía poca. Pero Aníbal volvió a hablar haciendo que la mente de Maharbal retornara a la campaña militar y al asunto de qué habría hecho él si el enemigo hubiera retenido a un hijo suyo como rehén.

–Sí, habría cedido en todo por recuperarlo, claro que, por Baal, Tanit y Melqart, luego habría regresado con todas mis tropas para aniquilar a aquellos que habían perpetrado semejante osadía, secuestrar un hijo. – Maharbal sonrió sin decir nada; Aníbal, tras un breve silencio, seguía hablando, como si Maharbal ya no estuviera allí, como si pensara en voz alta, a solas consigo mismo-. Y, sin embargo, Publio Cornelio Escipión no negoció. O no quiere a su hijo o está loco. – Y, de pronto, mirando a su leal lugarteniente, añadió una consideración final-; Marhabal, un pueblo cuyos generales no retroceden ni siquiera cuando el enemigo ha apresado a un hijo suyo, es, sin duda, un pueblo temible. Temible más allá de lo conocido. – Otro breve silencio-. Antíoco es otro loco. Éste será un duelo interesante.

64 El regreso de entre los muertos

Campamento general romano en Abydos.

Norte de Asia Menor. Finales de noviembre de 190 a.C.

Publio Cornelio Escipión, Africanus, recibió a su hijo en la tienda en la que estaba confinado desde hacía días. El joven Publio, acompañado por su tío Lucio, entró en lo que se había convertido en morada de su padre durante el lento avance de la enfermedad.

–Aquí lo tienes, hermano. Y por Hércules, nos lo han devuelto de una pieza -dijo con potencia y agrado el cónsul de Roma.

Publio padre, recostado en un lecho repleto de mantas, miraba a su hijo. La fiebre no le daba tregua, pero ante la llegada del muchacho se deshizo de las cubiertas de lana que le envolvían y se levantó. Avanzó tres pasos grandes y decididos hacia su hijo, abrió los brazos y lo apretó contra sí como no había hecho nunca antes. Por primera vez en mucho tiempo, a Publio padre le fallaron las palabras. Su hijo, por su parte, se dejó abrazar y correspondió de la misma forma rodeando con sus propios brazos a su padre. Lucio se mantuvo a una distancia prudencial. Estaba bien que él fuera el único testigo de aquel reencuentro. Últimamente, entre la enfermedad y el abatimiento por el secuestro del joven Publio, su hermano no estaba en condiciones de mostrarse ante las legiones sin que su porte transmitiera desánimo, fracaso, derrota. Muy distante quedaba la impactante y poderosa imagen de Publio vestido de sacerdote salió danzando en honor de Jano. Lucio, no obstante, albergaba ahora la esperanza de que el reencuentro entre padre e hijo ayudara primero al restablecimiento de la salud de Publio padre y luego a la recuperación de su ánimo. Le necesitaba él, pero sobre todo le necesitaban las legiones completamente restablecido, con toda la energía posible para acometer la fase final de aquella campaña. Habían llegado informes de varias patrullas que indicaban que Antíoco estaba, por fin, reagrupando todas sus fuerzas en las proximidades de Magnesia, en el interior. Lucio sabía que debían partir enseguida hacia el sur para reunirse en Elea con Eumenes, el rey de Pérgamo, para incorporar a la caballería romana y a las legiones los jinetes y las tropas de ese reino. Sin la unión de ambas fuerzas sería imposible enfrentarse con Antíoco. La enfermedad de Publio y el secuestro de su hijo les había dejado paralizados durante días. Era el momento de retornar a la acción.

–¿Te han tratado bien? – preguntó Publio padre cuando se separó de su hijo para recuperar su asiento en el lecho mirando fijamente las moraduras que su hijo lucía en brazos, piernas y rostro.

–Sí, padre. Me han tratado bien en cuanto supieron que era tu hijo. Antes no tanto, pero estamos en guerra.

–¿Y cómo averiguaron que eras mi hijo? ¿Por boca de quién? – Lucio temía la pregunta que acababa de formular, pero en calidad de cónsul era su obligación saber qué había ocurrido con exactitud. Vio que su hermano asentía, consintiendo en que Lucio prosiguiera-. ¿Quién o cómo se desveló tu identidad, Publio?

–Cayo Afranio, el decurión de mi turma, me traicionó creyendo que así respetarían su vida.

Publio padre suspiró. Lucio también. Ambos habían temido que el propio muchacho, movido por miedo, hubiera buscado refugio en su nombre y en su origen para salvarse. Podía estar mintiendo, pero el tono era sincero y su tío y su padre le creyeron.

–¿Y no fue así? ¿Dónde está ahora ese miserable? – continuó preguntando Lucio.

–Está muerto.

–¿Muerto? – repitió Lucio con extrañeza.

–Aníbal le mató nada más desvelar mi nombre.

Publio padre alzó la mirada hacia su hijo.

–¿Has estado con Aníbal?

–Sí, padre.

–Y él… ¿él te ha tratado bien también? – Sí, padre. Y me dio un mensaje para ti. – ¿Un mensaje de Aníbal para mí?

–Sí. Dice -y aquí el joven Publio se esforzó por repetir al pie de la letra las palabras de Aníbal-, dice que te espera en el campo de batalla, dice que él no necesita de rehenes, que espera verte pronto en el campo de batalla… que todavía tienes anillos que quieres recuperar, eso dijo, padre.

Publio padre y Lucio se miraron entre sí.

–Se refiere, sin duda, a los anillos consulares de Marcelo y los otros cónsules-dijo Lucio y dirigiéndose a Publio hijo-: ¿Los sigue exhibiendo en su mano?

–Sí.

Se hizo un breve silencio. El joven Publio y su tío esperaban que Publio padre tomara una determinación.

–¿Qué sabemos de las tropas de Antíoco? – inquirió Publio Cornelio Escipión tapándose de nuevo un poco con una de las mantas. La fiebre persistía, pero, sin duda, el reencuentro con su hijo le había insuflado energía.

–Están reagrupándose cerca de Magnesia, en Lidia -respondió Lucio.

–¿Y Eumenes?

–De camino a Elea, en la costa, hacia el sur -continuó respondiendo el cónsul a su hermano.

–Sea, por Júpiter y todos los dioses -afirmó Publio padre con firmeza-. Hacia allí debemos ir, y rápido. No me veo capaz de andar, pero a caballo podré resistir la marcha. Debemos partir inmediatamente. Aníbal perdió un ojo por no detener el avance de su ejército en los pantanos del norte de Italia. No seré yo quien ahora impida el avance de las legiones.

Lucio se sintió doblemente feliz: primero por ver confirmados sus propios planes por la propuesta de su hermano y, segundo, por empezar a entrever que Publio estaba, al menos, intentando recuperarse para el combate final.

–Lo organizaré todo en unas horas y partiremos con las legiones hacia el sur -confirmó Lucio, y con una sonrisa en los labios añadió una frase dirigida a su hermano-: Parece que Sífax, después de todo, aún no nos ha alcanzado.

–Bien, bien -replicó Publio padre, y asintió a la vez que, mirando a su hijo, concluyó con seriedad-. No podemos faltar a esa cita en el campo de batalla. Si Aníbal me espera, Aníbal me encontrará. – Y se quedó callado pensando en que la maldición de Sífax aún podía alcanzarles a todos: quedaban los catafractos de Antíoco.

El hijo de Publio asintió también intentando subrayar con su gesto que estaba con su padre hasta las últimas consecuencias, había que combatir, pero al verle tan débil, tan consumido por el dolor que había sufrido unido a las fiebres que parecían morderle por dentro, el joven Publio no pudo evitar comparar la frágil figura de su padre con la vitalidad y fortaleza inagotable de Aníbal. Publio hijo no dijo nada, pero sus presentimientos no eran nada optimistas. Magnesia podía ser la tumba de todos ellos, pero nada podía hacerse para detener el destino.

65 Noticias de Asia

Roma.

Diciembre de 190 a.C.

Catón salía del Senado y cruzaba el Comitium cuando un mensajero militar se le aproximó, le saludó y alargó la mano con una tablilla. Los dos veteranos de su campaña en Hispania, con los que recientemente se hacía acompañar Catón en sus paseos por el foro, se interpusieron, pero el senador los conminó a apartarse a un lado y tomó la tablilla. Hacía tiempo que no llegaban noticias frescas del frente de Asia y había reconocido la letra de Graco en la parte exterior de una de las tablillas. Las tomó y las abrió allí mismo. El sol tibio del mediodía invernal descargaba sobre ellos con potencia suficiente como para que sus rayos hicieran resplandecer con nitidez las palabras talladas en la cera. Era un mensaje corto.

Estimado Marco Porcio Catón:

Estamos en Elea, en la costa occidental de Asia. Pronto deben llegar los refuerzos de Pérgamo para unirse a las legiones para el combate decisivo. Sabemos que el enemigo está reagrupando sus fuerzas en Magnesia, a pocas jornadas de aquí. Te escribo porque durante nuestra espera el hijo de Escipión cayó preso de los sirios y, sin saber muy bien por qué o cómo, ha sido devuelto sano y salvo. No sé si ha habido negociaciones, pero se ha visto entrar y salir del campamento embajadores sirios. Todo es muy extraño y se rumorea que haya habido algún pacto secreto, pero nadie se atreve a decirlo en voz alta. Lucio Cornelio Escipión, el cónsul, ha silenciado el asunto y no se puede preguntar. En unos días partiremos hacia Magnesia. Dicen que el enemigo es muy superior en número y que han traído elefantes y la caballería acorazada, sus famosos catafractos. Escipión, además, está enfermo. Creo que caminamos hacia una derrota segura, pero inexplicablemente la moral de las tropas sigue siendo alta. Todos esperan que Publio Cornelio Escipión se reponga y comande él mismo las tropas, pues el mayor miedo entre los oficiales sigue siendo no ya el gran número de enemigos, sino el hecho de que Aníbal está entre los generales de Antíoco. Si no regresara con vida, por Júpiter y todos los dioses, te ruego que cuides de mi familia. Tu amigo,

Tiberio Sempronio Graco

La noticia de la misteriosa liberación del hijo de Escipión permanecía en la mente de Catón mientras éste cerraba, despacio, las tablillas. Los soldados que le escoltaban habían retrocedido para dejar que el senador pudiera leer con tranquilidad. El mensajero aguardaba por si debía transmitir una respuesta. Catón echó a andar hacia el foro sin mirar atrás y sin atender al mensajero. Estaba demasiado absorto en sus pensamientos. ¿Respuesta para Graco? No había nada que decirle. Ya era mayor para cuidarse. Estaba en una campaña militar. Si sobrevivía habría servido al Estado grandemente con aquella información y si no, como pedía él mismo, Marco Porcio Catón procuraría que el Senado llorara públicamente su pérdida. Eso reconfortaría a la familia Sempronia.

Catón se alejaba del Comitium en dirección al foro hablando en voz baja, mascullando su venganza, saboreándola con el deleite del que se sabe cada día más cerca de la victoria final sobre un muy escurridizo y resistente enemigo.

–Te tengo, Publio Cornelio Escipión, por fin te tengo. Si Aníbal y Antíoco no terminan contigo, lo cual es muy posible, si no terminan ellos contigo, ahora tengo lo que buscaba. Si no acaban ellos contigo, lo haré yo aquí en Roma. Publio Cornelio Escipión, estás muerto, doblemente muerto y no lo sabes. Si contra todo pronóstico aún regresases vivo de Asia, me ocuparé personalmente de que de ti no quede en Roma ni la memoria.

LIBRO V LA BATALLA DE

MAGNESIA

Año 190-189 a.C. (años 564-565

desde la fundación de Roma)

Regia acies uaria magis multis gentibus, dissimilitudine armorum auxiliorumque erat. decem et sex milia peditum more Macedonum armati fuere, qui pbalangitae appellabantur. haec media acies fuit, in fronte in decem partes diuisa; partes eas interpositis binis elephantis distinguebat; a fronte introrsus in dúos et triginta ordines armatorum acies patebat. hoc et roboris in regiis copiis erat, et perinde cum alia specie tum eminentibus tantum inter armatos elephantis magnum terrorem praebebat. ingentes ipsi erant; addebant speciem frontalia et cristae et tergo impositae turres turribusque superstantes praeter rectorem quaterni armati. ad latus dextrum phalangitarum mille et quingentos Gallograecorum pedites opposuit. his tria milia equitum loricatorum-cataphractos ipsi appellant-adiunxit

[El ejército del rey (Antíoco) era una fuerza más heterogénea (que el ejército romano) por la diversidad de naciones, guerreros y material. Había dieciséis mil soldados de infantería armados al estilo macedónico que se denominaban falangistas. Éste era el centro de la formación, dividido de frente en diez secciones separadas una de otra por dos elefantes colocados en medio. Desde el frente hasta el fondo, la formación comprendía treinta y dos filas de combatientes. Ésta era la fuerza principal de las tropas del rey y era realmente impresionante tanto por su aspecto de conjunto como por los elefantes que sobresalían de tanto en tanto entre los soldados. Eran gigantescos de por sí, y resultaban aún más impresionantes por las testeras y penachos y torres colocadas sobre su grupa y, de pie en cada torre, cuatro soldados, además del guía. A la derecha de los falangistas, el rey colocó mil quinientos galogriegos de infantería, y al lado de éstos puso tres mil jinetes acorazados que ellos llamaban catafractos.

Tito Livio,

Ab urbe condita, libro XXXVII, 40

Traducción a partir de la versión en la edición de los textos de Livio dejóse Antonio Villar Vidal, con pequeñas modificaciones del autor.