La profecía de los judíos de la Celesiria se había cumplido. El rey del norte había derrotado al rey del sur. Las fronteras de Roma eran cada vez más numerosas y, lo más peligroso, cada vez más inestables. Yo permanecía con mi mirada fija en Hispania. El oro y la plata de aquellos territorios eran esenciales para nuestra economía, para poder sufragar los enormes costes de los diferentes frentes de batalla, como el de Grecia y Macedonia. Allí, Flaminino había conseguido una gran victoria sobre Filipo V de Macedonia en Cinoscéfalos. Filipo V'tuvo que retirarse y dejar de acosar nuestros dominios en Iliria, pero el mundo seguía agitado, tumultuoso. Catón, por su parte, no hacía más que ascender en el cursus honorum. De quaestor a edil de Roma, y de edil a pretor. Sólo conseguí evitar que se le diera una de las provincias hispanas, pero Catón es tenaz más allá de lo imaginable. Estaba decidido a llegar a cónsul y contaba con muchos apoyos en el Senado. Todos cuantos me envidiaban se le unían y Catón, al igual que yo, seguía anhelando ser enviado a Hispania. Había que evitarlo a toda costa, pero cada vez era más complicado. Entonces, en mi ingenuidad, seguía pensando que las fronteras de Roma eran Hispania en occidente, la Galia en el norte, Filipo en oriente y Cartago en el sur y no me daba cuenta de que la frontera más peligrosa era la frontera interna: el propio Senado y las manipulaciones de Catón. Pero aún me sentía fuerte. Incluso cuando perdía alguno de los grandes debates en el Senado, encontraba formas de devolver los golpes y recuperar el terreno perdido. Creía que con cada contraataque retornaba a mi posición de poder anterior, sin darme cuenta que cada votación perdida, cada combate interno en que resultara vencido me desgastaba y desgastaba a todos los que me apoyaban. Entretanto, Siria, Egipto, Cartago, Pérgamo, todo estaba en movimiento y no lo veíamos.

27 El nuevo sufete de Cartago

Cartago, enero de 196 a.C.

Seis años después de la derrota de Zama, Aníbal consiguió su objetivo de ser elegido sufete de Cartago. La elección fue compleja porque el Senado cartaginés seguía profundamente dividido entre la facción que apoyaba a los Barca y sus planes de regenerar la ciudad incluso saltándose los límites impuestos por Roma tras la guerra y, por otro lado, los senadores, apoyados por el Consejo de los Ciento Cuatro Ancianos, que defendían que era mejor avanzar en esa recuperación de forma más lenta y evitar despertar de nuevo la animadversión de Roma. Fuera como fuera, aunque por poco, y sobre todo debido a la presión popular, Aníbal salió victorioso en el Senado púnico. Y es que el pueblo estaba cansado de pagar impuestos sobrecargados en los últimos años para costear las inmensas sumas de oro y plata que se debían entregar a los romanos en concepto de indemnización por los daños causados durante la guerra.

Aníbal entró en su nuevo cargo como más temían sus enemigos políticos y, en especial, el Consejo de Ancianos: como un torrente que amenazaba con llevarse por delante todo lo realizado durante los últimos años de administraciones controladas por el Consejo que, mediante maniobras corruptas, habían estado manipulando las cuentas del Estado en favor de los grandes oligarcas de Cartago. Algunos miembros del Consejo, en sus debates secretos, se mostraron confiados en que la inexperiencia de Aníbal en tareas administrativas daría al traste con las pretensiones del general de detectar dónde se encontraban los fallos en el sistema que impedían, año tras año, pagar convenientemente las indemnizaciones de guerra estipuladas en los acuerdos de paz con Roma. Otros miembros del Consejo, más prudentes, más cautos, evitaron pronunciarse y abogaron por esperar a ver de qué forma conducía el líder de los Barca su gestión de gobierno. Para sorpresa de unos y otros, Aníbal sólo tardó unos días en convocar al quaestor general de Cartago.

El nuevo sufete aguardaba desde el amanecer la llegada del contable responsable de las cuentas del Estado durante los últimos años, pero éste, en un acto claramente hostil a los Barca, decidió no acudir a la entrevista solicitada por Aníbal y envió un mensaje al sufete cargado de desconfianza y desprecio. Un soldado nervioso entregó al sufete de Cartago la tablilla enviada por el quaestor. Aníbal la leyó despacio y luego la depositó junto a una mesa situada a su derecha. Sobre la mesa había una jarra de agua y un vaso. El sufete de Cartago se levantó despacio y él mismo se sirvió. Bebió con ganas. Era una mañana calurosa pese al invierno y en la estancia asignada al sufete para recibir a los diferentes representantes del Senado, del Consejo de los jueces o de cualquier otro funcionario público, no corría el aire. El agua le sentó bien. Junto con Aníbal se encontraba Maharbal, en pie, en un lado de la gran sala, y, al fondo, media docena de soldados armados seleccionados por el propio Maharbal entre los veteranos supervivientes a las campañas de Iberia, Italia y Zama. No eran muchos los que reunían tal capacidad de sobrevivir al destino, pero el centenar de hombres que se ajustaban a esa descripción, una mezcla de cartagineses, númidas, iberos y galos, se habían constituido en una guardia personal del sufete que le escoltaba en todos sus desplazamientos por la ciudad.

Aníbal dejó el vaso, vacío ya, sobre la mesa y se dirigió a Maharbal.

–El quaestor no va a venir.

Maharbal se sentía obligado a decir algo y más cuando la voz del general transmitía decepción.

–¿Es eso lo que dice el mensaje?

Aníbal asintió y añadió una explicación adicional.

–El quaestor se escuda en la ley que sólo le hace responsable ante el Consejo de Ancianos. – Y continuó sonriendo mientras se servía otro vaso de agua-. Dice que si quiero convocarle tendré que hacerlo solicitándolo al Consejo.

–El Consejo nunca accederá.

–No. – Y el sufete bebió su segundo vaso de agua-. No, no van a convocar para que responda ante mí a quien no ha hecho sino prevaricar para evitar que los miembros del Consejo y sus senadores afines paguen los impuestos que les corresponden para satisfacer los pagos de indemnización a Roma y que, en su lugar, lo que ha hecho es aumentar los impuestos del pueblo para compensar la falta de dinero. – Y suspire)-. Creo que de esta forma no vamos a conseguir mucho. – Y se sentó de nuevo junto a la mesa.

Maharbal, que no sabía ya bien qué decir, hizo un comentario con el que rellenar el silencio.

–El aire no corre por esta sala desde hace días.

Aníbal, sentado, inmóvil, con la mirada de su único ojo sano, le respondió con la rotundidad de quien acaba de ver las cosas con lucidez.

–El aire, Maharbal, no corre por esta sala ni por todo Cartago desde hace años. El aire está estancado, corrompido y pronto nos asfixiaremos todos en él, los que sufrimos las ventanas cerradas y los que las mantienen así, pero eso se va a acabar empezando por hoy mismo-. Y levantó su ojo, sin alzar un ápice el cuello, mirando a Maharbal casi de reojo-. Coge unos hombres y encarcela al quaestor.

Maharbal tragó saliva.

–¿Bajo qué acusación? La ley le ampara en lo de no venir a la entrevista -Aníbal, sin dejar de mirarle, le interrumpió.

–Acusado de malversación de las arcas del Estado… -Pero no estaba satisfecho y meditó un instante antes de apostillar con decisión-. Acusado de traición.

La pena por traición era la muerte. Maharbal miraba a Aníbal con los ojos abiertos de par en par. Los soldados que escuchaban desde la puerta se quedaron más inmóviles si cabe de lo que ya estaban, pues dejaron de respirar. El sufete de Cartago, mientras veía a Maharbal saludarle militarmente, girar sobre sí mismo y partir para cumplir las órdenes, habló a las paredes de la estancia con la seguridad de quien sabe que acaba de dar comienzo a una nueva guerra: una guerra civil larvada, no declarada, sin concesiones y de desenlace incierto. Pero cualquier cosa era mejor que quedarse de brazos cruzados.

La reacción del Consejo de los Ciento Cuatro no se hizo esperar y a la mañana siguiente los Ancianos convocaron al Senado de la ciudad. Varios senadores partidarios del Consejo y de la forma en la que se había gobernado la ciudad desde la derrota contra Roma arremetieron frontalmente contra el nuevo sufete. Aníbal escuchaba en silencio sentado en uno de los bancos laterales del cónclave. Aguardó con paciencia hasta que concluyeron todos y cada uno de los discursos preparados por sus enemigos políticos. Se le acusaba de todo: de manipular las instituciones del Estado, de querer enfrentar al pueblo con el Consejo al acusar al quaestor general de malversación y traición; se le conminaba a retractarse y a liberar al responsable de las cuentas, un venerable funcionario que el año siguiente, de acuerdo con las leyes de la ciudad, entraría a formar parte del Consejo de Ancianos como miembro de pleno derecho y con carácter vitalicio, como el resto de miembros del Consejo que una vez eran admitidos disfrutaban de los privilegios del cargo para toda la vida. Aníbal no replicó durante toda la retahila de ataques vejatorios contra su persona ni tampoco puso mala cara ni dejó entrever en su faz indiferencia. Escuchó con atención a todos manteniendo una expresión seria, grave pero siempre firme, resuelta. Al fin tomó la palabra. Se levantó y se situó en el centro del gran Senado de Cartago. Dio un giro lento de 360 grados y paseó su mirada por los rostros de los senadores. Muchas caras enemigas.

–Senadores de Cartago -empezó Aníbal Barca con una voz potente, la misma voz acostumbrada a arengar a millares de soldados justo antes de una gran batalla-. Senadores de Cartago, he servido a mi patria desde que nací. Primero en Iberia, a la que reduje hasta que de sus minas de oro y plata manaban minerales preciosos que siempre terminaban en las arcas del Estado; luego en Italia, donde hice tanto daño a nuestro eterno enemigo que aún nos temen pese a negarnos la posibilidad de disponer de una flota o de los soldados necesarios siquiera para defender nuestras fronteras, y, finalmente serví aquí, en África, donde combatí contra los romanos con las fuerzas que pusisteis a mi mando. Mis dos hermanos murieron en el campo de batalla, como lo hizo mi padre; he perdido un ojo, tengo mil heridas por todo mi cuerpo, me atravesó una lanza en Sagunto, pero todo eso no me importa porque son sufrimientos que padecí con orgullo porque servía a mi patria. Pero ahora tengo que aguantar con paciencia que se me acuse de traidor y eso dicho por labios de personas que no pueden exhibir ni una sola herida de guerra ni un solo rasguño aunque fuera al tropezarse con su propia mentira, miseria y acusaciones falsas. – El Senado estalló en un tropel de gritos que llovían sobre un Aníbal en pie, manos en jarras, desafiante que en lugar de callar gritó aún más que todos ellos juntos-. ¡Los gritos nunca me han asustado y los de los cobardes aún menos! ¡El quaestor está en la cárcel y en la cárcel seguirá por mentir a los ciudadanos de Cartago, por malversar las cuentas para ocultar que unos pocos ricos, senadores y miembros del Consejo llevan años sin contribuir al pago de las indemnizaciones de guerra! – Y seguían gritando y Aníbal aún más y, sorprendentemente, fue Aníbal el que hizo que su voz callara a todo el resto, quizá porque era la voz de la verdad-. ¡Muchos de los que me insultáis no estáis pagando al Estado! ¡Y yo pregunto! ¡Por Baal, yo pregunto! ¿Qué pasará cuando el pueblo sepa de estas malversaciones? A mí me podéis decir lo que queráis, pero ¿qué les vais a decir a los cartagineses, a los labradores, a los comerciantes, a los artesanos, a los pescadores, a los soldados, qué les vais a decir a las mujeres y a los niños de Cartago, a todos ellos, a los que lleváis seis años exigiéndoles más y más esfuerzos para pagar unas indemnizaciones a las que vosotros, vosotros, los que más tenéis, no contribuís como os corresponde? – Y Aníbal se detuvo para escuchar el silencio más tenso en aquel Senado, sólo comparable al que precedió a la declaración de guerra que Quinto Fabio Máximo les espetó allí mismo hacía ya más de veinte años; desde entonces no se había vuelto a vivir una sesión tan tensa como aquélla-. Ahora calláis, ahora parece que os faltan las palabras. Ya he informado a varios representantes de la Asamblea del Pueblo sobre todo lo ocurrido con las cuentas del Estado estos últimos años y será ante el pueblo ante quien el Consejo deberá rendir cuentas y muchos de vosotros también. Voy a hacer dos cosas: primero exigiré los pagos pendientes a todos aquellos de vosotros y del Consejo de Ancianos que aún no habéis satisfecho desde hace seis años y hasta que todo ese dinero no se recupere no cobraré ni una sola moneda más de impuestos a ningún ciudadano de Cartago; con el dinero que recaude satisfaré con creces los pagos a Roma y, a partir de ahí, reconstruiré el poder de Cartago; eso primero, y luego… -Aníbal se detuvo mientras veía como muchos senadores negaban con la cabeza ante lo que no dudó en responder antes de hacer pública su segunda y más audaz propuesta-. Y me da igual que digáis que no con la cabeza pues, si es preciso, enviaré los mismos soldados que han metido al quaestor en la cárcel a que vayan visitándoos uno a uno en vuestras casas hasta que las arcas del Estado reciban todo el dinero que deberían haber acumulado estos años y… -Nuevos insultos y gritos a los que Aníbal respondió con su segunda propuesta proyectándola con el máximo de potencia de su voz entrenada a dar discursos en amplias llanuras, estrechos valles, luchando contra el viento, la lluvia o las tormentas-. ¡Y en segundo lugar aprobaré una ley por la cual los miembros del Consejo de Ancianos serán elegidos anualmente y sin posibilidad de repetir en el cargo! ¡Aprobaré esa ley y se reemplazará a todo el Consejo de Ancianos! – Aquí los senadores pasaron de las palabras a los insultos, pero una docena de soldados veteranos de los ejércitos de Aníbal le rodearon y le escoltaron hasta la salida. El general no miró hacia atrás. Ni le sorprendía la reacción de los senadores ni le importaba ya demasiado. Sabía que no era ya aquel Senado el lugar donde debía centrar sus reformas. El pueblo y sólo el pueblo de Cartago debería abrir la ventana del futuro.

Caída la noche, el anciano Hanón, fuertemente custodiado por dos decenas de soldados favorables a la causa del Senado y del Consejo de los Ciento Cuatro, llegó hasta la residencia de Aníbal. El anciano miró de arriba abajo la entrada a la casa. No le gustó lo que vio. Era una fachada limpia, pero sencilla. La puerta era de madera fuerte, pero sin adornos. No había más que un par de soldados apostados a ambos lados. Todo era demasiado austero. Un hombre que vivía así era menos proclive a caer en manos del soborno. Hanón se dirigió a los soldados que custodiaban la puerta.

–Decid a vuestro amo que el más anciano del Consejo de los Ciento Cuatro quiere verle.

Hanón pronunció la palabra «amo» con el intenso afán de ofender a los soldados apostados en la puerta, pero éstos no hicieron mueca alguna ni de reprobación ni de desdén a aquellas palabras. Eran hombres fieles hasta el final. El anciano tomó nota de aquello también. Despreciar al enemigo era algo que nunca hacía. Al poco tiempo, el soldado reapareció y abrió la puerta permitiendo que el anciano pasara, pero cuando iban a seguirle varios de sus guardianes, éste y su compañero centinela de la puerta se interpusieron, a la vez que una docena de soldados más emergían del interior de la casa obstruyendo la entrada por completo. Las espadas se desenvainaron con rapidez, pero la voz de Hanón emergió con fuerza.

–¡Por Baal y Melqart y todos los dioses! ¡Envainad todos las espadas! ¡Esto no es una guerra! ¡Un enviado del Consejo de Ancianos viene a ver al sufete, eso es todo! ¡Envainad las espadas!

Y todos los hombres que escoltaban a Hanón hicieron caso, pero no así los hombres de Aníbal que, desafiantes, permanecían con las espadas en ristre apuntando a sus enemigos. El a'nciano tomó nota también de aquello. Así estaban las cosas. Estuvo meditando si reiterar su orden a riesgo de que su autoridad sobre aquellos fieles a Aníbal quedara en e ntredicho si éstos persistían en la desobediencia a su persona, cuando desde el interior de la casa el propio Aníbal apareció en la puerta.

–Como el enviado del Consejo dice, no hay motivo para desenfundar. – Y al instante los catorce hombres de Aníbal envainaron sus espadas.

Anciano y sufete entraron en la casa de Aníbal, la puerta se cerró y ambos hombres quedaron a solas en un atrio descubierto, no muy grande, sólo decorado por plantas, eso sí, cuidadas con el mimo propio de una mujer. El anciano había oído hablar de la hermosa esposa ibera de Aníbal y miró a su alrededor con la curiosidad morbosa de la lascivia permanentemente insatisfecha pese a sus excesos carnales con las esclavas, pero no vio a nadie: sólo las plantas por suelos y paredes, una pequeña mesa y unos pocos asientos dispersos por el atrio. Aníbal se sentó en uno de ellos, para nada el más lujoso, e invitó con la mano al anciano para que hiciera lo propio. Hanón aceptó la propuesta y se acomodó en el asiento que quedaba frente al sufete de Cartago.

–¿Quieres tomar algo? ¿Bebida, comida? – preguntó Aníbal conciliador.

–No, no es necesario. A mis años no me conviene comer a deshoras y el tiempo es un bien escaso. Es mejor que vayamos directamente al asunto que me trae aquí.

–Muy bien, como quieras. – Y Aníbal se reclinó en el respaldo de su asiento.

Hanón se tomó un par de segundos mientras volvía a pasear su mirada por el atrio desierto.

–No es sensato lo que has hecho, sufete de Cartago, y aún más insensato es lo que pretendes hacer. – Aníbal fue a responder, pero el anciano estuvo rápido-. No, no me interrumpas. Deja que me explique y luego me dices lo que tengas que decir y yo te prometo escuchar igual. – Aníbal aceptó y asintió una vez. El anciano continuó sin detenerse, con voz parsimoniosa pero constante-. Encerrar al quaestor del Estado es un error, pero sea; revisa las cuentas, pero de ningún modo puedes acusarlo de traición. Ese hombre va a entrar en el Consejo el año que viene y lo defenderemos como si ya fuera uno de los nuestros. Si no retiras las acusaciones, al menos la de traición, no respondo de las consecuencias. – Hanón observó a su interlocutor; éste no parecía impresionado; debía añadir más-. En todo caso, lo que no es posible es la reforma que pretendes: no puedes cambiar siglos de historia en un día, no puedes pretender que, contra natura, los miembros del Consejo sean elegidos anualmente; han sido, son y seguirán siendo, a tu pesar, cargos vitalicios. Sólo los mejores llegan al Consejo y de ahí que se deba respetar su criterio. Retráctate de estos hechos y todo puede reconducirse de forma adecuada. Reclamas dinero para las arcas del Estado. Sea, puede que algunos no hayan contribuido en lo que les tocaba, empezando conmigo, pero esto puede arreglarse negociando. No es necesario romper las leyes que nos han regido durante siglos. No es bueno, no es sensato, no es inteligente, no es propio de uno de los mayores generales de Cartago.

Y aquí el anciano dio por terminado su discurso y fue entonces él el que se reclinó sobre el pequeño respaldo de su butaca, que le pareció muy incómodo. Aníbal tomó la palabra.

–Conozco bien la corrupción porque la he vivido en mis ejércitos. Donde hay poder y victorias y dinero hay corrupción. En Cartago ha habido demasiado tiempo de victorias y la corrupción se instaló con comodidad. Yo la corté de raíz entre mis tropas de la única forma que puede hacerse: arrancándola de cuajo. Ahora ya no tengo tropas, pero gobierno la ciudad y haré con la corrupción civil lo mismo que hice con la militar: de cuajo, Hanón, de cuajo. Y eso hace necesario la cárcel para el contable del Estado y la muerte si es preciso, y también es preciso relevaros a todos vosotros de una vez y para siempre. No quieres. Es lógico. No esperaba que aceptarais de buen grado. ¿Queréis guerra? La tendréis. En la guerra me desenvuelvo bien. – Y calló en seco.

Hanón le miró serio.

–Estás cayendo en un error -dijo el anciano-. Esto, mi querido amigo, no es una guerra. Esto es política. Yo no sería tan estúpido como para enfrentarme a ti en un campo de batalla. Sé que perdería. Pero tú, ¿vas a enfrentarte a mí en política? Eso nos diferencia a ti y a mí. Yo soy más sensible a mis limitaciones que tú, Aníbal Barca. Tu padre ya perdió en el Senado, varias veces, como cuando exigió una flota para conquistar Iberia; perdió, pero tuvo la suficiente inteligencia de comprender su derrota y de idear una estrategia mediante la que poder cumplir su plan sin enfrentarse al Senado; ése es un gran mérito que siempre le he reconocido a tu padre. Tú quieres cambiar las reglas del juego cuando las reglas no se ajustan a tus deseos. Ése es un atajo peligroso, Aníbal. Escúchame: en política las armas son más mortíferas que en la guerra; te estoy avisando aunque tus acciones del presente no recomiendan que te trate con tanta benevolencia, pero lo hago porque tus acciones heroicas del pasado merecen un respeto. Sólo por eso te aviso por última vez: no presentes batalla en el para ti desconocido campo de la política. Perderás. Perderás, Aníbal.

–Creo que esta conversación carece ya de sentido -respondió Aníbal sin levantar la voz, sin mover un solo músculo de cuerpo.

El anciano se levantó con dificultad. A sus ochenta años todo le costaba.

–Supongo que en eso es en lo único en lo que podemos estar de acuerdo -dijo, y se dio la vuelta y echó a caminar hacia la puerta-, claro que… -empezó de nuevo volviéndose una vez más hacia Aníbal- supongo que no tiene sentido que te ofrezca ser uno más de nosotros el año próximo, ¿verdad?

–Supones bien, Hanón -replicó Aníbal sin levantarse de la silla.

–Sí, está claro. Lo imaginaba, pero debía intentarlo. Todavía había en el Consejo quien pensaba que una propuesta así podría hacerte cambiar de opinión. Como ves entre los míos también hay ingenuos. – Y sonrió.

–La ingenuidad tiene su encanto -apostilló Aníbal devolviendo la sonrisa.

–Sin duda, sin duda, pero los cementerios están llenos de ingenuos, Aníbal. Me da pena ver lo que has sido y en lo que te has convertido. Me da pena despedirme de un cadáver, pero eso es lo que quieres y nadie va a cambiar tu forma de ver las cosas. Es triste ver tanta capacidad derrochada por una testarudez sin sentido.

Aníbal se defendió con vehemencia.

–También me dijeron que no se podían cruzar los Alpes en invierno y los crucé con mi ejército.

–Sí. En el campo de batalla eres el mejor. En el campo de batalla -repitió el anciano, y esta vez sí, se dio la vuelta de nuevo, encaró la puerta, la golpeó un par de veces con la palma seca de su mano arrugada por el tiempo y ésta se abrió. El anciano desapareció dejando a Aníbal a solas en el atrio, rodeado de decenas de plantas que devolvían con frescor y fragancias el cariño recibido por las manos suaves de quien las regaba y podaba con frecuencia. Imilce apareció por entre las plantas del fondo del atrio y se acercó a su marido.

–¿Quieres cenar algo? – preguntó la mujer.

–Ayunar no resolverá nada -respondió su marido, sin mirarla. Ella le puso la mano encima del hombro, se agachó y le dio un beso en la mejilla. Él no se movió, pero le habló en voz baja aprovechando la proximidad de su rostro-. Vienen tiempos difíciles, Imilce.

–Lo sé -respondió ella.

–No me quedan muchos amigos en esta ciudad y pronto tendré menos.

–El pueblo está contigo.

–Eso es cierto, pero dudo de su capacidad para protegernos contra la ira del Consejo.

–Yo no dudo de ti. Sólo te pido una cosa.

Aníbal echó la cabeza hacia atrás y miró a Imilce a los ojos.

–Dime.

Imilce se agachó un poco más y le habló al oído.

–Si todo sale mal, no me vuelvas a dejar atrás. – Y se separó y se alejó por entre las plantas del fondo del atrio en dirección a la cocina para hablar con los esclavos sin esperar respuesta de su marido.

28 El edicto del faraón

Alejandría, febrero de 196 a.C.

Netikerty amamantó a Jepri hasta casi los cuatro años. La joven, aconsejada por la experiencia de su madre, había alargado la lactancia tanto como le fue posible, pues eran muchos los niños que morían al poco de dejar de mamar. Nadie sabía bien por qué, ni los médicos griegos, pero así era. Pero ya había pasado un año desde que Jepri tomara la última toma de leche de los senos de su madre y el niño corría sano y fuerte por los alrededores de la casa, siempre bajo la atenta mirada de su abuela y una de sus tías. Netikerty y una de sus hermanas habían encontrado trabajo como sirvientas de algunas de las familias nobles de Alejandría. Eran guapas, estaban bien educadas y eran discretas. Y necesitaban dinero. Tras la muerte de todos los hombres habían tenido que recurrir a trabajar para otros para mantenerse. Netikerty notó en especial la necesidad de más dinero cuando el pequeño Jepri dejó de mamar. Necesitaba mucho alimento: pan y trigo a diario y leche de cabra y queso y fruta y pescado. Y todo costaba dinero. Tenía dos opciones: recurrir al dinero que sabía que Cayo Lelio enviaba desde Roma a través de uno de los mercaderes romanos que controlaban la exportación del trigo de Egipto, un tal Casio, o ponerse a servir en una casa noble. En Egipto había esclavos, pero no suficientes para todos y siempre se buscaban sirvientes eficaces. Netikerty, aún dolida pese a los años por la intransigente reacción de Lelio en el pasado, orgullosa, decidió entrar a servir y, de ese modo, no hacer uso del dinero de Lelio, que quedaría acumulado en la casa del mercader Casio, quien, a buen seguro, informaría al veterano oficial romano del desprecio que hacía ella de aquel dinero. Netikerty no sabía si aquel rechazo ofendería o no a quien en el pasado fue su amo y señor, pero no le importaba. De siempre había valorado su independencia y sirviendo la mantenía por completo. Además, servir a otros no era considerado innoble entre los egipcios.

Atardecía sobre Alejandría y Netikerty paseaba con el pequeño Jepri de regreso del mercado donde había adquirido pescado y queso fresco que el pequeño portaba con esfuerzo en un pequeño cesto, concentrado en la tarea de que no se le cayera nada, y con la dignidad y el orgullo de saber que estaba ayudando a su madre. Al salir del mercado encontraron un gran tumulto de personas que se arracimaban en torno a un grupo de soldados griegos de la guardia real del faraón. La primera reacción de Netikerty fue la de alejarse por temor de que hubiera alguna lucha y que, en medio de la confusión, el pequeño pudiera sufrir algún daño, pero de inmediato se dio cuenta de que se trataba de algo diferente. La gente parecía hablar interesada sobre algo grande y pesado que los soldados habían traído y que estaban situando a la entrada del mercado, haciendo uso de una compleja máquina con poleas.

–La han traído hasta aquí en un barco.

–Es enorme.

–¿La has leído?

–¿Qué dice, por Isis? ¿Es del faraón? – Eso parece. Un edicto.

Netikerty escuchaba atenta los comentarios de mercaderes, compradores, pescadores y hasta de los propios soldados.

–¿Qué pasa, mamá? – preguntó el pequeño Jepri.

–No pasa nada, Jepri. Debe de ser un edicto del faraón. Será importante cuando lo han traído los soldados del faraón y lo han escrito sobre una piedra.

–¿Un edicto?

–Un edicto, Jepri. Es una proclama del rey de Egipto, un anuncio. El faraón quiere que sepamos algo y lo escribe en grandes piedras que pone en diferentes ciudades.

–¿Una piedra en cada ciudad?

Netikerty frunció un poco el ceño a la vez que se abría paso entre el gentío con una mano mientras que con la otra asía fuertemente la pequeña mano de su inquisitivo hijo.

–Bueno, por Serapis, no sé. Supongo que en ciudades grandes como Alejandría pondrá más de una de esas piedras. Ven. Si nos acercamos lo suficiente podrás verla bien.

La gente leía la piedra y luego se alejaba para comentar el contenido del edicto con sus conocidos. Eso facilitaba cierto flujo de personas que se acercaban y que se distanciaban de la gran piedra oscura y así, al poco rato, la hermosa Netikerty y su pequeño hijo se encontraron en primera línea frente a una gran piedra de basalto custodiada por media docena de soldados egipcios al servicio del faraón.

–¿Qué pone, madre?

Netikerty se acercó lo suficiente, al igual que el resto de curiosos, como para poder leer el texto grabado sobre la roca. Estaba en tres idiomas. En la parte superior estaba en la lengua jeroglífica, en el centro el texto se había redactado en demótico y, por fin, la parte inferior de la piedra estaba en griego. Netikerty empezó a leer desde el texto en demótico, que pese a su registro formal, era el que más se parecía a la forma de hablar de las gentes de Egipto.

«-Bajo el reinado del joven que recibió la soberanía de su padre, Señor de las Insignias reales, cubierto de gloria, el instaurador del orden en Egipto, piadoso hacia los dioses, superior a sus enemigos, que ha restablecido la vida de los hombres, Señor de la Fiesta de los Treinta Años, igual a Hefestos el Grande, un rey como el Sol, Gran rey sobre el Alto y el Bajo país, descendiente de los dioses Filopáteres, a quien Hefestos ha dado aprobación, a quien el Sol le ha dado la victoria, la imagen viva de Zeus, hijo del Sol, Ptolomeo, viviendo por siempre, amado de Ptah. En el año noveno, cuando Aetos, hijo de Aetos, era sacerdote de Alejandro y de los dioses Soteres, de los dioses Adelfas, y de los dioses Evergetes, y de los dioses Filopáteres, y del dios Epífanes Eucharistos, siendo Pyrrha, hija de Filinos, athlófora de Berenice Evergetes; siendo Aria, hija de Diógenes, canéfora de Arsínoe Filadelfo; siendo Irene, hija de Ptolomeo, sacerdotisa de Arsínoe Filopátor, en el día cuarto del mes Xandikos o el 18 de Mekhir de los egipcios…»

Aquí dejó de leer en voz alta, porque la gente se impacientaba y Netikerty paseó sus ojos con rapidez por el resto del texto.

–¿Qué más dice, madre?

–Anuncia una reducción de impuestos para todos y regalos para los sacerdotes. Ven, vamonos, la gente quiere leerla y estamos en medio.

–¿Y por qué lo pone el faraón en tantos idiomas? ¿Por qué no lo pone sólo como hablamos nosotros?

Un soldado real de origen griego miró hacia donde estaba Jepri. Netikerty estiró de la mano del pequeño y lo alejó del lugar. Una vez de regreso a la plaza de acceso al mercado el niño repitió la pregunta.

–¿Por qué no lo pone el faraón sólo como hablamos nosotros, madre?

–Calla -dijo, y se agachó hasta arrodillarse y quedar su rostro a la altura de la cara del pequeño-. En Egipto los sacerdotes escriben con jeroglíficos, los escribas en demótico, que es lo más parecido a nuestra lengua, y en la corte del faraón se habla griego. Por eso el rey lo pone en las tres lenguas, para que todos lo entendamos.

El niño no parecía convencido del todo.

–¿Pero el faraón no habla como nosotros?

Netikerty sacudió la cabeza.

–En casa te lo explico. Ahora hemos de darnos prisa y llevar el pescado y el queso a la abuela, que lo está esperando. ¿Quieres que la abuela lo cocine en la chimenea como a ti te gusta?

Jepri asintió con decisión. Por el momento la proximidad de un pescado bien asado, condimentado con la sabiduría de su abuela, alejaron de su mente su sorpresa y confusión al ver que el faraón, los sacerdotes y el pueblo hablaban lenguas diferentes. Le pareció extraño. ¿Era acaso el faraón un faraón extranjero?

29 La lex Oppia y la amenaza de

África

Roma, principios de febrero de 196 a.C.

Desde la Via Nomentana y la Via Tirbutina Vetus por el norte, desde la Via Labicana y la Via Tusculana por el este, y desde el Vicus Tuscus y el Clivus Victoriae desde el sur, centenares de mujeres caminaban en dirección al foro, hasta el punto que Catón, para cruzarlo desde el sur, pues había acudido a casa Graco en el Clivus Victoriae para preparar la sesión del senado de aquella mañana, tuvo que pasar por entre estrechos pasillos que dejaban las matronas de Roma para que los senadores, tribunos y magistrados de toda condición pudieran pasar y llegar al edificio de la Curia, al norte del foro; eso sí, no sin antes haberse visto obligados a escuchar sus insistentes peticiones de que la lex Oppia se aboliera para siempre.

El Senado, en medio de la guerra contra Aníbal, en una Roma aterrorizada y donde todos los esfuerzos se dedicaban a ayudar al Estado para que con las legiones se salvara a la ciudad del desastre absoluto, promulgó una ley que prohibía que las mujeres de Roma pasearan por la ciudad exhibiendo preciadas joyas o que usaran carruajes en sus desplazamientos, entre una larga serie de normas de austeridad que se pensaron entonces adecuadas y que fueron aceptadas por las propias mujeres en las turbulencias de un pasado reciente donde lo importante era sobrevivir. Era lógico que en aquellos años se le pusiera coto a exhibiciones de lujo cuando todos estaban recibiendo noticias funestas de hermanos o padres o primos o amigos que habían caído en el frente de guerra, cuando los entierros eran la moneda común del día a día y cuando en todas las colinas de Roma se lloraba incesantemente por los muertos que ya nunca volverían con sus allegados. Pero la guerra pasó y el dolor de la ausencia de los que ya no estaban se fue diluyendo en medio de una ciudad cada vez más rica y más poderosa a la que llegaba el lujo en mil formas diferentes para ser disfrutado: Marcelo inundó la ciudad con las espectaculares estatuas de Siracusa, había grano en abundancia, pan para todos, juegos y festividades en todo momento, obras de teatro, luchas de gladiadores, mimos, banquetes públicos y privados donde se degustaban comidas exóticas servidas en salsas desconocidas hasta entonces como el garum que fluía desde Hispania en grandes barcos mercantes, y el oro y la plata y joyas de todo tipo eran adquiridas por las familias patricias y por los plebeyos enriquecidos por el control del comercio del Mediterráneo occidental. Roma bullía en un lujo que, sin embargo, no se podía exhibir en público en forma de joyas o grandes carruajes por unas matronas romanas que se veían sujetas a una ley que todas las mujeres romanas consideraban ya anticuada y obsoleta. Sin embargo, todo se puede sobrellevar cuando no existe el agravio de la comparación, pero cuando desde las diferentes regiones de Italia o desde otras partes del mundo llegaban mujeres acompañando a embajadores extranjeros o a mercaderes fenicios, griegos, iberos, masaliotas o de cualquier otra parte, éstas se paseaban por las calles de Roma exhibiendo sin tapujos todo el lujo que les era posible mostrar; fue entonces cuando las matronas de Roma se rebelaron: si las itálicas o las griegas o las fenicias o las masaliotas o las etruscas o las de Tarento o las de Capua o las de cualquier otra ciudad podían portar sobre sus cuellos, brazos y muñecas todo tipo de piedras preciosas y cruzar la ciudad no ya sólo en litera sino también en hermosos carruajes, ¿cómo no iban a poder hacerlo ellas y más aún tratándose de su propia ciudad? El conflicto estaba servido.

Catón llegó indignado a la plaza del Comitium y su enfado se incrementó aún más cuando observó que sólo los legionarios de las legiones urbanae podían contener a las esposas, madres, hijas y hermanas de Roma entre los Rostra y la Graecostasis. Cruzó así el adusto senador de Tusculum por un Comitium vacío de mujeres y en su ausencia encontró algo de sosiego después de haber tenido que escuchar una y mil veces ruegos y súplicas de centenares de romanas pidiendo que votara a favor de la propuesta de los tribunos que pedían la abolición de aquella ley de austeridad.

Nada más dar comienzo la sesión, Catón, una vez que se dio lectura formal a la propuesta de los tribunos de la plebe, Marco Fundanio y Lucio Valerio, de derogar la ley de Cayo Opio, hizo lo que se esperaba de él. Se levantó con rapidez de su asiento en el edificio de reuniones del Senado y lanzó un punzante discurso contra aquella propuesta. Sabía que tenía la batalla perdida, pero sabía también que pese a todo debía lucharla. Luego vendría lo realmente importante, al final de la sesión, pero eso, sus enemigos, no debían pensarlo, así que se empleó a fondo, y habló mirando fijamente a los Escipiones y los Emilio-Paulos y Flamininos y todos cuantos sabía que estaban dispuestos a derogar la ley.

–Si cada uno de vosotros, Quirites, hubiese aprendido a mantener sus derechos y su dignidad de marido frente a la propia esposa, tendríamos menos problemas con las mujeres en su conjunto; ahora nuestra libertad, vencida en casa por la insubordinación de la mujer, es machacada y pisoteada incluso aquí en el foro, y como no fuimos capaces de controlarlas individualmente, nos aterrorizan todas a la vez. (…) La verdad, he sentido cierto rubor cuando hace poco he llegado hasta el foro por entre un ejército de mujeres. Y si, por respeto (…) no me hubiese contenido (…) les habría dicho: "¿Qué manera de comportaros es ésta de salir en público a la carrera, invadir las calles e interpelar a los maridos de otras? ¿No pudisteis hacer este mismo ruego en casa cada una al suyo? ¿O es que sois más convincentes en público que en privado, y con los extraños más que con los vuestros?" (…) Nuestros mayores quisieron que las mujeres no intervinieran en ningún asunto, ni siquiera de carácter privado, más que a través de la tutela de un representante legal; que estuvieran bajo la tutela de padres, hermanos o maridos. Nosotros, si así place a los dioses, incluso les estamos permitiendo ya intervenir en los asuntos públicos y poco menos que inmiscuirse en el foro, en las reuniónes y en los comicios. (…) [La lex Oppia] es una pequeñísima muestra de lo que, impuesto por la costumbre o por las leyes, soportan las mujeres a regañadientes. Lo que añoran es la libertad total, o más bien, si queremos decir las cosas como son, el libertinaje. Realmente, si en esto se salen con la suya, ¿qué no intentarán? (…) Quisiera, no obstante, que se me dijera cuál es el motivo que ha llevado a las matronas a presentarse en público a la carrera de forma tumultuosa, faltando poco para que entrasen en el foro e interviniesen en las asambleas. ¿Para que se rescate a sus padres, maridos, hijos, hermanos, prisioneros de Aníbal? Semejante trance está lejos, y ojalá lo esté siempre, de nuestra nación; pero, sin embargo, cuando se dio el caso, dijisteis no a sus piadosos ruegos. Pero no fue la piedad ni la preocupación por los suyos lo que las ha congregado. (…) ¿Qué excusa (…) se aduce para este amotinamiento de las mujeres? "Queremos estar radiantes con el oro y la púrpura, se dice, y desplazarnos en carruaje por la ciudad los días de fiesta y los de diario, en una especie de desfile triunfal sobre la ley vencida y abrogada y sobre vuestros sufragios, apresados y anulados; queremos que no haya límite alguno para el gasto y el despilfarro." (…) Cuanto mejor y más boyante es cada día que pasa la situación del país, cuanto más se ensancha nuestro imperio (…) más me estremezco por temor a que todo esto nos esclavice en lugar de hacernos nosotros sus dueños. Las estatuas procedentes de Siracusa, creedme, fueron enseñas enemigas introducidas en nuestra ciudad. Son ya demasiadas las personas a las que oigo ponderar en tono admirativo las obras de arte de Corinto y Atenas y reírse de las antefijas de arcilla de los dioses romanos. (…) Nuestros padres recuerdan como Pirro, por medio de su emisario Cineas, trató de ganarse a base de regalos la voluntad no sólo de los hombres sino de las mujeres. Todavía no se había promulgado la lex Oppia para refrenar el despilfarro femenino, y, sin embargo, ninguna aceptó. (…) Si Cineas recorriera ahora la ciudad con aquellos regalos, encontraría de pie en las calles mujeres dispuestas a aceptarlos. (…) ¿Queréis provocar esta rivalidad entre vuestras esposas, paires conscripti, de forma que las ricas quieran tener lo que no está al alcance de ninguna otra, y las pobres, para no sentirse humilladas por ese motivo, vayan más allá de sus posibilidades? (…) Mi opinión es que la lex Oppia de ningún modo debe ser derogada; y quisiera que los dioses todos hagan que sea para bien lo que vosotros decidáis. * Palabras textuales que Tito Livio pone en boca de Catón. Traducción de la edición de José Antonio Villar Vidal del libro XXXIV de Livio.

Con esas palabras, Catón lanzó su dura proclama contra las mujeres de Roma en donde sabía que no ganaría simpatías entre los miembros del sexo opuesto, pero eso era algo que no le importaba porque las mujeres no intervenían en los asuntos importantes del Estado.

A su discurso los tribunos opusieron decenas de ideas para compensar cada uno de los puntos presentados por el senador conservador. Lucio Valerio estuvo especialmente brillante aquella mañana y a las supuestas ansias de las mujeres por exhibirse y la sugerencia de Catón con relación a que aceptarían las dádivas de cualquier rey extranjero, el tribuno repuso con habilidad que esas a las que Catón criticaba con tanta saña eran las mismas mujeres que en el pasado, en medio de la guerra contra Aníbal, entregaron su oro, su plata y todas sus joyas para que el estado tuviera dinero y recursos suficientes para financiar nuevas levas y la forja de nuevas armas para más legionarios; añadió que eran las mismas esposas, madres, hijas o hermanas de los que habían caído en el frente de guerra y que merecían, cuando menos, un respeto y que, en consecuencia, eran ofensivas las insinuaciones de debilidad de las mujeres ante el enemigo que había hecho Catón. Añadió Lucio Valerio que era frecuente dictar leyes especiales en la guerra y luego cambiarlas en la paz y que, en consecuencia, lo que las mujeres pedían no era, en modo alguno, algo que rompiera con las costumbres de Roma. Y defendió al fin que si las mujeres habían sabido ser castas y discretas durante siglos, sin lex Oppia, ¿por qué habrían de dejar de serlo por derogar una norma que se dictó en circunstancias tan extremas y que sólo había estado funcionando unos pocos años? ¿O es que Catón pensaba que las mujeres de Roma ya no merecen el respeto de sus maridos, hijos, esposos y hermanos?

Catón perdió la votación por una amplia mayoría. Sólo Graco, su primo Lucio Porcio, Spurino, Quinto Petilio y otros pocos fieles se mantuvieron a su lado en un asunto tan espinoso. Pero era de esperar. Catón no se arredró y aceptó con dignidad el resultado de la votación a la espera del siguiente asunto que debía debatirse. En el exterior de la Curia Hostilia se escuchaban los gritos de júbilo de las mujeres de Roma, pues el resultado de la votación llegó al exterior con sorprendente rapidez, pero a Catón aquello no le importaba. Tenía que ceder ahí como cedió en sus principios al contratar obras de teatro cuando era edil y promover los juegos plebeyos y algún gran banquete publico y, en lo referente a las mujeres, éstas eran, por definición, unas simples. Se contentaban con poca cosa y poca cosa era lo que se les había dado. Los asuntos realmente importantes venían ahora y en ellos nunca interferiría una mujer. No había nacido en Roma la mujer que de una manera u otra, ni tan siquiera usando todas las poderosas armas de la seducción, pudiera, en modo alguno, interferir en sus planes. La estrategia de Catón era lenta y a largo plazo para socavar el poder de los Escipiones. Todo llegaría, y para satisfacción suya, su gran enemigo, Publio Cornelio Escipión, por muy princeps senatus que fuese ahora tras la reciente muerte del viejo Quinto Fulvio, sólo había tenido un hijo y dos hijas. El hijo, según se decía por todas partes, era débil y las hijas no contaban. Ninguno de aquellos vastagos del gran Africanas le producía temor. Si se acababa con el padre se acabaría con su estirpe.

En el interior de la Curia, los senadores murmuraban sobre todo lo ocurrido, pero nadie marchaba en espera del que debía ser el debate fuerte de aquel día. Algo mucho más importante que si las mujeres pueden o no lucir ciertas joyas o pasear en carruajes por la ciudad; algo de consecuencias aún difíciles de imaginar que debía ser discutido en aquella misma jornada: habían llegado varios mensajeros desde Cartago asegurando que Aníbal había pactado en secreto con el rey Antíoco de Siria para lanzar un ataque conjunto sobre Roma.

Para algunos era aún difícil de imaginar que Cartago pudiera haberse recuperado lo suficiente como para estar en condiciones de iniciar una nueva guerra contra Roma y para casi todos era inimaginable que Antíoco pudiera plantearse seriamente cruzar el Helesponto y avanzar más allá de Asia Menor para invadir Grecia. Pero aquél era un mundo en constante cambio y todo era posible. Y lo que todos compartían era un miedo irracional cada vez que en el Senado de Roma alguien pronunciaba el nombre de Aníbal. Y escuchar que Aníbal podía estar al lado de Antíoco era algo que a nadie dejaba indiferente. Sólo unos pocos parecían disentir de aquella creciente preocupación. Escipión era el más destacado de los que se oponían a que el Estado interviniera en lo que él consideraba un asunto menor, una cuestión interna de la política de Cartago. Claro que a él, muy al contrario que a la mayoría del resto de senadores, no se le ponían los pelos de punta cada vez que se mencionaba el nombre de Aníbal. No es que no le respetara, ni mucho menos. Los enfrentamientos que había sostenido con él en el pasado le hacían ver que era un enemigo temible, muy difícil de batir, pero no lo veía como la reencarnación de la maldición que la reina Dido de Cartago lanzara sobre el mítico Eneas hacía siglos, como pensaban muchos de los allí presentes.

Catón acababa de perder una votación, así que dejó pasar un tiempo antes de volver a intervenir, pero lo tenía todo preparado. Primero Tiberio Sempronio Graco, tal y como habían acordado en la entrevista de la mañana, hizo una introducción al tema poniendo énfasis en que las informaciones con respecto al trato que se había realizado entre Aníbal y Antíoco III de Siria procedían de miembros del propio Consejo de los Ciento Cuatro de Cartago, la máxima autoridad gobernante en aquella ciudad, pues todos sabían que el sufetato, como en Roma el consulado, estaba sujeto a la autoridad del Senado y de dicho Consejo de Ancianos. Graco subrayó la importancia de las fuentes de la información y que por ello estaban en la obligación de asegurarse sobre la existencia de dicho pacto y si en efecto tal entendimiento entre Aníbal y Antíoco era cierto actuar en consecuencia. Una vez terminado su discurso el joven Graco volvió a sentarse, justo detrás de Marco Porcio Catón y sus más fieles seguidores. Catón se volvió y le saludó cabeceando levemente. Graco correspondió con otro saludo.

En el otro extremo de la gran sala central de la Curia Hostilia, Publio Cornelio Escipión, junto con su hermano Lucio, Cayo Lelio y su cuñado Lucio Emilio Paulo, observaba la escena intrigado. En calidad de princeps senatus, podía intervenir cuando lo deseara, pero quería ver antes en qué sentido se orientaba el debate. Graco, como siempre, un instrumento en manos de Catón, se había limitado a presentar unos supuestos hechos que muchos consideraban ciertos mientras que, hasta el momento, todavía nadie había empleado la manipulación y la tergiversación. Eso se lo reservaban para los Petilios o quizá para el propio Catón.

Se levantó entonces Quinto Petilio Spurino y fue directamente al punto donde querían llegar Catón, Graco y el resto de sus seguidores.

–Tiberio Sempronio Graco nos ha resumido de forma acertada, queridos paires consripti, la situación en Cartago. Ahora lo que debemos hacer es actuar y actuar pronto. No, no podemos mirar hacia otro lado, pese a que veo caras de perplejidad entre algunos senadores por la importancia que yo y Graco y otros damos a este asunto. – Y miraba hacia el princeps senatus y sus correligionarios-. No es un asunto menor. Probablemente, sea todo lo contrario. Seguramente la alianza entre Aníbal y el cada vez más poderoso rey de Oriente sea el asunto más peligroso para nuestra amada Roma: Aníbal nos guarda un rencor total y no olvida; si en el pasado reciente se hubiera llevado a término la tarea de derrotar y atrapar a ese maldito criminal sediento de sangre romana ahora no nos veríamos en este nuevo desagradable trance. – Un murmullo se extendió entre las filas de los senadores que rodeaban a Escipión; Publio, no obstante, permanecía en silencio-. Pero sea, las cosas son como son y ahora tenemos que afrontar este nuevo peligro. No todo está perdido. Está claro que entre los cartagineses hay quienes han aprendido la lección y no desean un nuevo enfrentamiento contra Roma, pero también los hay, y muchos, que están dispuestos a una guerra. Evidentemente podemos vencerles, como ya hemos hecho en el pasado en dos ocasiones, pero una alianza con el rey de Oriente es algo muy temible. El ejército de Antíoco III no es el de Filipo V. – Spurino estaba dispuesto ahora a infravalorar la victoria de Flaminino, amigo de los Escipiones, para terminar así su lista de desprecios a los que ocupaban el otro extremo de la gran sala de la Curia-. Filipo V apenas podía reunir unos miles de hoplitas que hacía combatir de forma antigua y así poco pudo hacer frente a nuestras aguerridas y mucho más ágiles legiones, pero Antíoco, queridos paires conscripti, Antíoco es algo mucho más serio. El rey de Oriente puede reunir soldados desde el río Indo hasta el mar Egeo, desde las montañas del Cáucaso hasta mares lejanos que nosotros desconocemos. Dispone de elefantes, y en gran número, proporcionados por los reyes indios que le rinden pleitesía y dispone de unidades de élite. El rey de Oriente tiene arqueros a millares, y los terribles catafractos, la caballería acorazada, que literalmente arrasó al ejército de Egipto como si se tratara de un grupo de mujeres asustadas y todas esas fuerzas combinadas y bajo la dirección de Aníbal pueden llevarnos a nuestra destrucción. De modo que yo propongo que se vote ahora mismo que una comisión del Senado vaya a Cartago y, en colaboración con el Consejo de Ancianos de la ciudad, detenga a Aníbal y así conjuremos al menos una parte de este gran peligro que se cierne sobre nosotros. La detención de Aníbal servirá también de aviso al rey Antíoco.

Spurino dio media vuelta y retornó a su asiento. Muchos de los senadores asentían con claridad mientras que los más próximos a Spurino le daban palmadas en la espalda y le felicitaban por su intervención. Hubo una pausa en la que nadie se puso en pie para hablar y el presidente de la sesión estaba a punto de ordenar una votación sobre la propuesta de Spurino cuando, de súbito, Publio Cornelio Escipión, el princeps senatus, se alzó, dio un paso hacia delante y empezó a hablar.

–Spurino y Graco nos hablan de un gran peligro, paires conscripti, pero yo sólo veo una ciudad debilitada por la guerra del pasado, Cartago, envuelta en disputas internas promovidas por la envidia que conducen a que sus gobernantes se traicionen entre sí. En todo lo que se ha explicado sólo veo que Aníbal, sufete de Cartago, quiere ser vendido por el Consejo de Ancianos de su ciudad, seguramente porque las últimas subidas de impuestos que ha promovido Aníbal para hacer efectivas las indemnizaciones de guerra para con nosotros han recaído de forma especial sobre esos ricos consejeros que no quieren ver sus riquezas reducidas. Eso es todo lo que hay en Cartago. En Asia, es cierto, el rey Antíoco ha atacado Egipto y destruido su ejército. No negaré yo que ese asunto sea serio. Sí, estoy de acuerdo en que algo debe hacerse con respecto a Asia para evitar que Antíoco siga atacando otros pueblos que pueden ser amigos de Roma. Allí es donde debemos enviar una misión del Senado, no a Cartago. Al igual que debemos ocuparnos de los levantamientos de Hispania, de donde proviene gran parte de nuestro oro y plata. Pero no debemos malgastar nuestra energía con las rencillas internas de Cartago. Es muy contrario a la dignidad de Roma rebajarse a hacer el trabajo sucio que otros no quieren hacer por sí mismos. Si el Consejo de Ancianos tiene diferencias con Aníbal, el sufete elegido por los ciudadanos de su ciudad, que las resuelvan entre ellos. Me parece humillante intervenir en semejantes disputas.

Y Publio Cornelio Escipión se sentó entre los suyos, que le hacían gestos de apreciación por sus palabras. Muchos sentían que todo lo que había dicho era muy cierto y, aunque temían una posible alianza entre Aníbal y Antíoco, estaban también persuadidos de que esa alianza no existía más que en la imaginación de los más cobardes de aquella sala que sólo buscaban cualquier excusa para desprestigiar las acciones pasadas de su líder, Africanas. Todo parecía que iba a quedar en nada, y que se pasaría a debatir sobre la misión que debería enviarse a Asia o sobre cuántas legiones serían necesarias para detener el levantamiento de los iberos, cuando Marco Porcio Catón pidió la palabra y el presidente se la concedió.

Catón se levantó, pero no se separó ni un paso de su asiento.

–Senadores de Roma, paires et conscripti, no caigáis en la confusión en la que, pese a su experiencia, parece vivir nuestro respetado princeps senatus. Ya no se trata de si existe o no la alianza entre Aníbal y Antíoco; a mí me basta con que exista la posibilidad de que eso, algún nefando día, llegue a ser cierto. Esa alianza, todos estaréis de acuerdo, es un peligro potencial. Acabáis de derogar la lex Oppia, sea; contra mi criterio, pero sea, yo acepto las votaciones del Senado. No insistí más en ello porque hay cosas mucho más importantes que decidir que si las mujeres pueden o no exhibirse de forma lujosa, excéntrica, a mi parecer, por las calles de nuestra ciudad, pero ya que queréis vivir en esa ilusión de un mundo donde las mujeres puedan pasear sin preocupación alguna, ya que queréis ese festín de lujo a vuestro alrededor, sed al menos consecuentes y garantizad las fronteras de Roma. El Consejo de Ancianos de Cartago, por el motivo que sea, a mí eso me da igual, aunque aquí haya quien parezca estar más preocupado por lo que piensan en Cartago que por lo que pensamos aquí -y miró a Publio directamente, sólo un instante, para de nuevo dirigirse al conjunto de senadores alzando con fuerza el volumen de su voz-, si el Consejo de Ancianos, decía, quiere entregarnos a Aníbal, no seamos tan incautos de dejar pasar esta ocasión. Apresémosle, traigámosle aquí, juzguémosle y ejecutémosle de una vez por todas ante el gran pueblo de Roma por todas sus múltiples fechorías y crímenes del pasado reciente. – Y levantó los brazos y decenas de Senadores aclamaron su propuesta; y es que el terror a Aníbal era aún tremendo y era tan fácil encenderlo para alimentar el deseo perpetuo de casi todos los romanos de ver al general púnico siendo despeñado desde la roca Tarpeya como el rey Sífax, que Catón no dudó en recurrir a ese sentimiento para apoyar la propuesta de Spurino. Catón permaneció con los brazos en alto hasta que la última de las voces que aplaudían sus palabras se acalló. El presidente rogó al veterano senador de Tusculum que volviera a sentarse. Catón aceptó y la votación se inició de inmediato.

Catón había perdido la votación de la lex Oppia, pero ganó con un gran margen la votación sobre la moción de Spurino. Al día siguiente saldría una misión del Senado hacia Cartago para prender a Aníbal y traerlo a Roma. Para preservar la seguridad de la misión y no despertar las sospechas de Aníbal, acudirían en calidad de embajadores, pero el Consejo de Ancianos sería informado del auténtico objetivo de aquellos emisarios de Roma.

30 El apresamiento de Aníbal

Cartago, norte de África. Mediados de febrero de 196 a.C.

Indiferente a la llegada de los legados romanos que enviaba el Senado de la ciudad del Tíber, Aníbal dedicó la mañana a recibir a diferentes miembros de la Asamblea del Pueblo que querían consultarle sobre asuntos relacionados con el gobierno de la ciudad. Terminadas las audiencias, el sufete se dirigió al foro situado en la gran agora del centro de Cartago. Maharbal insistió en que con los legados romanos en la ciudad, negociando en secreto con los miembros del Consejo, no era conveniente que se paseara por las calles.

–Eso es lo que buscan, Maharbal -le respondió con serenidad Aníbal-. Quieren intimidarnos, quieren que me retracte en mi política, la única política capaz de gestionar los recursos de modo que Cartago pronto se vea libre del yugo de los pagos a Roma, pero no conseguirán atemorizarnos, Maharbal. No teníamos miedo de los romanos cuando nos rodeaban sus legiones. No vamos a tener miedo de tres legados.

Maharbal suspiró.

–Dicen que vienen a negociar con Masinisa, por el asunto de la frontera con Numidia -apostilló el veterano oficial púnico pero sin convencimiento en lo que expresaban sus palabras.

–Eso dicen -confirmó Aníbal-. Si es así, les recibiré y quizá saquemos algo de su visita, aunque de Roma poco bueno puede esperarse. Ellos fueron quienes pusieron a Masinisa en el trono para recompensarle por su ayuda contra nuestro ejército. – Y se incorporó de la silla en la que estaba sentado y, rodeado por media docena de veteranos fieles a los Barca, salió de su casa dispuesto a dar su paseo matutino por el foro de la ciudad. Maharbal se quedó mirándole con la boca cerrada y tensión en el rostro. Una voz de mujer le sorprendió por la espalda.

–Yo también estoy nerviosa -dijo Imilce. Maharbal se volvió y la contempló atento. Hablaron unos minutos casi entre susurros. No se fiaban ni de las paredes.

Los tres legados romanos, Marco Claudio Marcelo, Quinto Terencio Culeón y Cneo Servilio, no podían reprimir su admiración ante el majestuoso puerto marino de Cartago, con su laguna semicircular donde decenas de pesqueros y barcos de mercancías se agolpaban como un inmenso racimo de riqueza que entraba y salía de la ciudad a la que tanto temían. En su ingenuidad, los legados habían esperado encontrar una población hundida en la miseria de la posguerra, padeciendo estrecheces para poder hacer frente a los pagos de guerra, como ocurría en las visitas anteriores de otros legados, pero estaban comprobando como desde que Aníbal regentaba el gobierno, todo aquello había cambiado y lo contemplaban todo con un estupor que no escapaba a los ojos del anciano Hanón, que los acompañaba en su visita. El viejo miembro del Consejo aceleró el paso, pese a sus años, para alejarse del puerto.

–Son sólo mercancías. Cartago nunca más embarcará armamento en este puerto. Y la mayor parte de los productos va a Roma. – Intentó así el anciano mitigar el impacto de la riqueza exhibida en el puerto de la ciudad. Los legados asintieron, pero a Hanón no le quedó muy claro que aquello les hubiera tranquilizado en demasía. Lo único positivo es que su temor a Cartago les haría estar aún más dispuestos a arrestar a Aníbal y llevárselo consigo a Roma. Giraron por una calle para adentrarse en la gran plaza del agora cuando justo de cara se encontraron con el propio Aníbal quien, rodeado de un gran número de ciudadanos, departía con los habitantes de Cartago en animada conversación, atento a los comentarios que le hacía cada uno. Los legados se detuvieron en seco. Pocos romanos habían estado tan cerca de Aníbal y habían vivido para contarlo. Los enviados de Roma iban adecuadamente escoltados por una decena de legionarios triari que habían desembarcado de la quinquerreme que los había conducido hasta allí, más una docena adicional de soldados cartagineses fieles al Consejo de los Ciento Cuatro. Tanto los legionarios como los soldados púnicos imitaron a los legados y se detuvieron justo a la entrada del agora.

Aníbal observó de reojo la llegada de los legados romanos, de sus escoltas y de Hanón, que les hacía de guía. El sufete de la ciudad no lo dudó y despidiéndose con elegancia de los que le rodeaban se dirigió hacia los legados. Los romanos, a medida que Aníbal se aproximaba, palidecían y sentían como la garganta se les quedaba seca, sin saliva. Hanón, en un gesto que agradecieron, se interpuso para recibir él al sufete.

–Nos vemos de nuevo, sufete de Cartago -dijo el anciano del Consejo con rapidez en su lengua.

–Así es -respondió Aníbal sin mirarle, pues tenía sus ojos puestos en los enviados de Roma. Veía cómo sudaban y no hacía tanto calor. No sonrió, pero su vanidad de viejo guerrero se complacía en el terror que su sola presencia podía inspirar en los que no eran otros sino que el enemigo.

–Éstos son los legados que Roma ha enviado para negociar con Masinisa el cumplimiento de los tratados sobre fronteras con Numidia. – Y Hanón dijo sus nombres, pero Aníbal no los registró porque sabía, viéndoles la cara, observando las gotas de sudor resbalando por sus mejillas, que aquellos no eran nombres que mereciera la pena retener en su mente, al contrario que Escipión, Marcelo o Fabio Máximo. Aquellos sí que fueron romanos a tener en cuenta. Al menos no sudaban cuando hablaban con él o cuando luchaban hasta la muerte o cuando declaraban la guerra en el Senado de Cartago. Aníbal pensó en saludarles con corrección, de acuerdo a lo que su cargo de representante máximo de la ciudad exigía con relación a unos embajadores de otra importante y poderosa ciudad, pero retuvo sus palabras mientras estudiaba a fondo el carácter de aquellos enviados escrutando sus atemorizados rostros.

–Sed bienvenidos a Cartago -dijo al fin el sufete en griego-. Si os place, mañana al mediodía podemos reunimos para tratar del tema de la frontera con Numidia.

Los legados romanos, incapaces de abrir la boca, se inclinaron levemente en señal de aceptación. Todo sea dicho, su griego, como el de muchos de los seguidores de Catón, no era muy fluido. Vieron, al fin y para su alivio, como el sufete se alejaba con su propia escolta en dirección opuesta, hacia las calles del agora que enfilaban hacia los pies del montículo de Byrsa.

–¿Siempre va escoltado? – preguntó uno de los legados.

–Siempre -confirmó Hanón-, pero eso tiene solución. Aníbal tiene un puñado de hombres fieles a su causa en ciudad, veteranos de sus campañas pasadas, pero no son más de cien o ciento cincuenta. El Consejo puede reunir trescientos soldados completamente leales a nuestro Senado esta misma noche, o pedir que vengan más desde la frontera con Numidia, pero eso no hará falta pues, si se unen vuestras tropas, no habrá problema en rodear la casa de Aníbal y hacernos con él entre todos.

El legado Marco Claudio, mientras se secaba el sudor de la frente, evaluaba la situación. Prefería que fueran los propios legionarios los que arrestaran a Aníbal, pero apenas tenía ciento veinte hombres y sólo la mitad eran triari; el resto eran demasiado inexpertos para una misión de aquella envergadura. Además, adentrarse en Cartago a arrestar a Aníbal, a la luz de cómo era saludado por los ciudadanos del agora, no sería algo popular y cualquier arrebato de los ciudadanos púnicos terminaría con una masacre de sus hombres.

–No, Hanón -respondió Marco Claudio-. Nosotros esperaremos con nuestros legionarios en el puerto hasta que nos entreguéis a Aníbal encadenado. Prenderlo es asunto vuestro.

Hanón comprendió que Roma no había enviado a sus más valientes para aquella misión, pero tampoco se sorprendió. Tenía un plan alternativo. Giscón, uno de los generales veteranos de la guerra contra Roma, apartado del poder por Aníbal durante la última fase de la contienda en África y nuevamente arrinconado del gobierno de la ciudad desde que Aníbal ejercía de sufete, había acumulado rencor suficiente como para prestarse a dirigir la misión, tan temida por muchos, de arrestar a Aníbal en su propia casa.

–Así se hará, si ése es vuestro deseo -dijo el anciano cartaginés inclinándose levemente ante los legados romanos. Estos devolvieron el saludo y partieron de regreso hacia su barco donde, rodeados por sus legionarios, conseguirían sentirse un poco más seguros. Pero seguían teniendo miedo. Les costaba creer que el pueblo no se levantara contra los miembros del Consejo si el arresto de Aníbal era difundido. Por eso, en cuanto Marco Claudio llegó a la quinquerreme romana se dirigió al capitán del barco con instrucciones.

–Esta noche, o quizá al amanecer, nos traerán un preso. Una vez embarcado debemos partir de inmediato, ¿está claro?

El capitán asintió con vehemencia. El legado descendió hacia su estancia en las entrañas de la nave mientras el capitán compartía con sus oficiales la orden recibida. Marco Claudio había tenido éxito en trasladar no sólo sus órdenes sino también todos sus nervios al capitán, pues éste ordenó redoblar la guardia y estar dispuestos a zarpar lo antes posible.

Giscón ascendió desde el puerto hasta llegar a los pies del montículo de Byrsa. Como la casa de Aníbal se levantaba a los pies de la montaña sólo se podía acceder a la misma por la calle que rodeaba el montículo, por eso Giscón ordenó a un grupo de sus hombres que escalara la ladera del monte y se dispusieran a atacar por la parte trasera de la residencia del sufete de Cartago. Él, por su parte, avanzaría por la calle para enfrentarse con los centinelas nocturnos que estaban apostados en la puerta principal de la casa.

Giscón caminaba en el silencio de la noche arropado por la oscuridad que los envolvía a todos. Era una noche sin luna y ellos un regimiento sin antorchas. Sólo llevaban armas y odio. Giscón había reunido en aquel grupo a los pocos oficiales que habían sobrevivido de su antiguo ejército de Iberia y África. Todos habían sido apartados de la fase final de la guerra por Aníbal y humillados y despreciados en repetidas ocasiones por el sufete y sus fieles. Era el momento de la venganza. Aníbal siempre se había creído mejor que todos ellos, pero eso se había acabado. Giscón había tenido que sufrir primero los desplantes de los hermanos de Aníbal en Hispania y luego los del propio jefe del clan de los Barca cuando éste regresó a África para hacerse cargo de la defensa de Cartago. Y llegó Zama y Aníbal no supo vencer a ese maldito Escipión. Luego vinieron los insultos y acusaciones proferidas por el maldito Aníbal en presencia del Senado y del Consejo de Ancianos, cuando le espetó que sólo sabía vender a hijas, en alusión a la boda de Sofonisba, su preciosa hija, con el rey númida Sífax. Eso dijo Aníbal. Giscón tenía las palabras clavadas como si se las hubieran grabado rasgándole la piel del pecho: «Giscón, debiste casar a tu preciosa hija con Masinisa y no con Sífax. Hasta en eso Escipión supo elegir mejor.» Ahora llegaba el momento de la venganza. Giscón se deleitaría viendo el rostro de Aníbal al ser su cuerpo encadenado y entregado a los romanos para que lo despeñaran desde su famosa roca Tarpeya o para que lo torturaran durante meses en las mazmorras del húmedo y maloliente vientre de Roma.

Llegaron a la esquina a partir de la cual se vería la puerta de la casa de Aníbal. Giscón levantó la mano y los que le seguían se detuvieron mientras que los oficiales apostados a intervalos de diez soldados alzaban la mano para que el resto del regimiento hiciera lo mismo y detuviera su marcha. En la oscuridad, no había visibilidad más allá de diez pasos. Eso dificultaba las maniobras de ataque, pero también las facilitaba al hacerles casi invisibles a los ojos de quienes custodiaban la casa de Aníbal. Giscón se asomó por la pared de la esquina de la calle. Sólo se adivinaban, más que verse, dos centinelas situados en la puerta principal. La vanidad de Aníbal jugaba a favor de ellos y en contra del derrotado en Zama, como le gustaba llamar a Giscón a Aníbal cada vez que su mente se detenía en elucubrar una venganza a la altura de las ofensas recibidas durante años.

–Así que sólo sé vender a mi hija -musitó entre dientes Asdrúbal Giscón-. Veremos, maldito Aníbal, si es eso lo único que Giscón sabe hacer. – Y se quedó observando a los centinelas de la entrada y recordó cómo una batalla nocturna fue el principio de su propio declive frente a Escipión; sonrió ante la ironía: un combate nocturno sería el que le devolvería la paz de ánimo.

Aníbal se acostó en la cama. Imilce llevaba ya una hora dormida. Él había permanecido junto a la pequeña mesa de la cama, a la luz de una vela, repasando cuentas sobre ingresos del Estado y gastos causados por los pagos a Roma por un Jado y por satisfacer las necesidades de todos los funcionarios a servicio de Cartago, por otro. Luego revisó las entradas sobre las cantidades que se habían reunido en la última cosecha de trigo y calculó las reservas que poseería la ciudad. El cansancio le sobrevino al cabo de un rato y dejó los papeles y las tablillas amontonados unos encima de otros sobre la pequeña mesa. Se ensalivó el pulgar y el índice de la mano derecha y al hacerlo brillaron los anillos consulares que exhibía en sus manos junto con otro pequeño anillo que lucía en el dedo meñique siempre repleto de veneno, siempre dispuesto para el momento preciso si era necesario. Con el pulgar y el índice húmedos apretó la llama de la vela y la luz se extinguió. Por una pequeña ventana apenas entraba un pálido resplandor de las estrellas. Era una noche oscura. Una noche para traiciones. Su casa estaba bien custodiada por soldados fieles a su causa. No tenía claro si serían suficientes centinelas en caso de un ataque nocturno, pero sabía que había tomado todas las decisiones que debían tomarse en momentos tan difíciles. Maharbal e Imilce, en cuyo criterio confiaba cada vez más, habían estado de acuerdo en todo lo que había propuesto para protegerse de los sicarios a quienes el Consejo pudiera asignar la misión de acabar con su vida. Aníbal cerró los ojos e intentó dormir.

Giscón dio la orden y media docena de sus soldados entró en la calle principal. Nada más hacerlo prorrumpieron en el estruendo de lo que fingía ser una canción de borrachos. Se daban palmadas fuertes en la espalda y lanzaban carcajadas afectadas. Los centinelas que custodiaban la puerta de la casa de Aníbal desconfiaron y se pusieron en guardia llevando las manos a las empuñaduras de sus armas, pero aún sin desenfundar. No abandonaron sus posiciones, pero se separaron un par de pasos de la pared para disponer de libertad de movimientos en caso de que fuera preciso defenderse de un ataque. Eran hombres experimentados. Giscón sabía que los hombres que hubiera seleccionado Maharbal y Aníbal no serían guerreros fáciles de abatir y menos aún de poner en fuga, por eso había ideado un ataque nocturno por tres puntos distintos. Los centinelas mantenían la mirada fija en los supuestos borrachos que se acercaban montando una enorme algarabía, por eso no vieron como por el otro extremo de la calle aparecían cuatro arqueros que les apuntaron con la parsimonia que permite el saber que sus objetivos están distraídos. Las cuerdas de los arcos se tensaron y el silbido de las flechas atravesó la noche con certera precisión. Los dos centinelas sintieron sus corazas resquebrajándose por la espalda. Eran sólo corazas de cuero endurecido, insuficientes para detener dardos lanzados desde tan corta distancia y con tanta perfección. Cada uno recibió dos flechas, suficientes para dar de bruces en el suelo con la mayoría de enemigos, pero los hombres de Aníbal eran de otra pasta. Gimieron y ambos, retorciéndose por el dolor, dieron media vuelta para encarar a los enemigos que les habían sorprendido por la espalda. Iban a dar la voz de alarma pero los soldados que fingían estar borrachos se lanzaron sobre ellos y mientras uno sujetaba los hombros otro apuñalaba por la espalda y un tercero cercenaba la garganta; así con cada uno. Los centinelas de la casa de Aníbal cayeron de rodillas. Sus atacantes extrajeron los puñales y depositaron a sus víctimas en el suelo despacio para evitar que hicieran ruido al caer de cara sobre el suelo. Giscón emergió entonces en la calle rodeado por un centenar de hombres. Mientras, por la parte trasera de la casa, otra centena de soldados había dispuesto escalas y empezaba a trepar para acceder a la residencia por aquel extremo. La toma de la casa de Aníbal había dado comienzo.

Imilce tenía el instinto felino de una ibera hija de guerreros indómitos. Su sueño era siempre ligero y se despertó sobresaltada. Como un lince levantó un poco la cabeza despegando su faz de piel morena de la almohada. Se quedó inmóvil, escrutando con su fino oído los movimientos de la noche. Le pareció extraño tanto silencio. Se volvió hacia su esposo. Aníbal dormía plácidamente. Imilce palpó por debajo de la almohada. La espada de su marido estaba allí, dispuesta, como siempre, por si era necesario recurrir a ella. Pensó en despertar a su esposo, pero le pareció absurdo molestarle pues sabía que últimamente le costaba conciliar el sueño y le parecía infantil interrumpirle en su descanso por la sola causa de una intuición. Y sin embargo…

Había varios centinelas más durmiendo en el atrio, pero no llegaron a despertar nunca. Los asaltantes que habían escalado los muros por la parte trasera de la casa les cortaron el cuello antes de que pudieran ni tan siquiera abrir los ojos. Los mismos sicarios que habían ejecutado a la guardia del atrio abrieron la puerta de la entrada principal de la casa. Todo el atrio estaba ya ocupado por más de treinta soldados fieles al Consejo, cuando Giscón cruzó el umbral arropado por otros tantos guerreros. Asdrúbal Giscón señaló las habitaciones.

–Matadlos a todos excepto a Aníbal. A Aníbal lo quiero vivo -dijo en voz baja.

Los soldados del Consejo irrumpieron en cada una de las habitaciones que daban al atrio. Se escucharon entonces los primeros golpes para derribar puertas y algún grito ahogado. La matanza había empezado. Pronto emergerían por una de aquellas entradas sus hombres llevando a Aníbal a rastras, vencido, humillado, quizá medio desnudo. Giscón tenía ganas de deleitarse viendo cómo le golpeaban después de haber matado a su mujer en su propia casa. Aquí una duda le asaltó: debería haber pedido a sus hombres que no mataran a Imilce. No tenía nada personal contra aquella mujer, pero era la esposa de Aníbal y habría estado bien violarla delante de su marido preso.

Imilce había decidido intentar dormir de nuevo cuando escuchó los dos golpes secos en la puerta de su habitación. Aníbal abrió los ojos e, instintivamente, como un gato, se puso en pie, desnudo, pero blandiendo la espada, en guardia, dispuesto a luchar hasta el último instante de vida.

–Ponte detrás de mí -le dijo a su esposa, y la mujer, sin dudarlo, se situó tras él.

La puerta se abrió de par en par.

Los soldados del Consejo regresaron al atrio después de haber registrado todas las habitaciones. Muchos llevaban las espadas goteando sangre. Habían matado a algunos soldados más fieles a Aníbal y a una decena de esclavos y esclavas, pero los soldados a los que Giscón miraba con más intensidad regresaban de la estancia principal de la casa con las espadas limpias y una expresión confusa en el rostro.

–¿Dónde está Aníbal? – preguntó Giscón con la boca abierta y aire nervioso, y, ante el silencio de los soldados, repitió la pregunta una y otra vez gritando a cada uno de los guerreros que le rodeaban-. ¿Dónde está Aníbal? ¡Por Baal y todos los dioses! ¡Dónde está Aníbal? ¿Dónde está Aníbal?

En el umbral de la puerta del camarote, Aníbal reconoció enseguida la silueta de su fiel Maharbal. Relajó entonces los músculos, al igual que lo hizo su esposa, y echó la espada sobre la cama.

–Nos has asustado, Maharbal. Por un momento creía que estaban abordando el barco.

–No, lo siento. Falta aún algo para el amanecer, pero es que ha llegado un mensaje desde la ciudad y he pensado que tenías que saber que ha ocurrido todo tal como imaginamos.

–¿Esta misma noche? – inquirió Aníbal sentándose en el borde de la cama.

–Sí -respondió Maharbal con tono triste.

–Han muerto todos, ¿verdad? – preguntó Aníbal.

–Sí. Todos. – Y Maharbal suspiró.

Aníbal sintió la mano de Imilce, suave, sobre su espalda desnuda.

–Lástima; eran buenos hombres -dijo Aníbal apretando los puños-. Buenos hasta el final.

–Parece que el Consejo ha recurrido a Giscón y los suyos. Eran más de trescientos los atacantes.

Aníbal asentía mientras escuchaba las explicaciones de Maharbal.

–Ya no podemos regresar -concluyó Aníbal. Su plan era pasar la noche en el mar, a salvo de un posible ataque. Si éste no se producía siempre podría regresar antes del amanecer y nadie habría sabido nada. Su plan se había mostrado inteligente, pero saberse con vida no era suficiente consuelo. Ya no les quedaba otro camino que el destierro.

–¿Qué hacemos, general?

Aníbal se levantó y empezó a vestirse. Imilce, junto a él, cubierta por una suave túnica, le ayudaba. Maharbal retrocedió hasta quedar de nuevo en el umbral y se volvió hacia un lado para preservar la intimidad del general y su esposa.

–Haremos, Maharbal, lo único que nos dejan hacer-dijo Aníbal en voz alta para que su fiel oficial pudiera escucharle desde la puerta-. Iremos a Asia. Iremos a conocer al tan famoso rey Antíoco III de Siria, al que tanto parecen temer los romanos. No podemos hacer sino aquello por lo que ya nos han juzgado y sentenciado. Ya que padeceremos la pena del destierro por algo que no hemos hecho, lo mejor será, al fin y al cabo, hacerlo de verdad.

–Daré las órdenes al capitán -dijo Maharbal desde la puerta, y desapareció subiendo la escalera que le conducía a cubierta.

–Éste es un camino sin retorno -dijo Aníbal a su esposa, mientras ésta estaba ocupada en ceñirle bien el cinturón que sujetaba la espada. La mujer se irguió y, mirando hacia arriba, pues Aníbal la superaba mucho en estatura, le respondió con la seguridad de quien conoce su destino.

–Hace mucho tiempo que mi vida es un viaje sin retorno. No temo al futuro, sino al pasado. El pasado me quitó a mis padres, a mi ciudad y a mi reino. La guerra se lo llevó todo. El futuro no puede hacerme ya más daño.

Aníbal asintió. Una vez vestido se encaminó hacia la puerta. La abrió y se volvió hacia la habitación. Imilce se había quitado la túnica y desnuda se metía entre las sábanas con los ojos ya cerrados. Pese a la edad seguía teniendo un cuerpo hermoso. Era una lástima que aquella mujer no le hubiera dado un hijo, pero, al mismo tiempo, ¿tenía sentido traer hijos a un mundo gobernado por Roma? Mientras seguía esperando resolver lo primero, decidió concentrarse en cambiar lo segundo. Antíoco III era su nuevo destino: el más poderoso ejército del mundo. Sólo necesitaban un buen general. Había recibido hacía meses una carta firmada por un tal Epífanes, que aseguraba ser consejero del rey Antíoco. De eso era de lo único que era culpable hasta ese momento. Nunca había dado respuesta a aquella misiva, pero ahora había llegado el momento de hacerlo. Aníbal cruzó la bodega del barco repleta de víveres, armas y una colección de estatuas de los dioses Baal, Melqart y Tanit, «siempre era bueno tener a los dioses contigo», pensó el veterano general mientras sonreía y ascendía de dos en dos los peldaños de la escalera que daba acceso a cubierta. La verdad era que, convertido en un fugitivo por el Consejo de Ancianos, tenía prisa por llegar a Asia.

Hanón acababa de dar las malas noticias a los legados de Roma. Marco Claudio estaba furioso. Hablaba a gritos al tiempo que caminaba de un extremo a otro de la cubierta de la quinquerreme hasta la que el líder del Consejo de Ancianos de Cartago se había desplazado personalmente para hacer llegar aquel mensaje.

–¡Hay más traidores en Cartago de lo que nunca pensé! ¡Alguien ha advertido a Aníbal! ¡Esto es traición! – aullaba el legado.

El anciano Hanón no parecía inmutarse por la ira de Marco Claudio. Replicó con una calma fría.

–Aníbal es lo suficientemente inteligente para prever que vuestra embajada no era lo que simulabais ser. La guerra le ha enseñado a ser precavido y no creo que nadie de los nuestros le haya avisado pero, en cualquier caso, eso carece de importancia.

–¿Ah, sí? ¿Eso crees? – le espetó Marco Claudio deteniéndose justo frente a Hanón-. Si alguien ha avisado a Aníbal eso es traición a Roma y la traición a Roma se paga con la muerte. ¿Qué puede haber más importante que averiguar cómo ha sabido Aníbal lo que iba a ocurrir?

Hanón suspiró. ¿Cómo era posible que con romanos tan estúpidos no hubieran podido ganar la guerra? Rápidamente concluyó que no todos los romanos serían igual de simples, pero el caso era que el apresamiento de Aníbal había fracasado, aunque parecía que era necesario repetirlo varias veces para que aquel obtuso legado romano lo entendiera. Hanón suspiró antes de responder.

–Es más importante, legado, evitar que Aníbal llegue a Asia. Si yo fuera romano, eso es lo que me quitaría el sueño. Si Antíoco acepta a Aníbal como general de su ejército no sé si tendréis esta vez legiones suficientes para detenerle. Cartago ha expulsado a Aníbal. Más no podemos hacer ya. – Y dio media vuelta y empezó a descender por la pasarela. En el fondo de su alma, Hanón estaba contento, pese a todo, de que Aníbal hubiera escapado. Eso, sin duda, tendría a los romanos ocupados durante meses, quizá años. Quizá así se olvidarían un poco de la propia Cartago y podrían tener, al fin, un poco de paz en orden y sin nadie que intentara sublevar al pueblo.

31 Memorias de Publio Cornelio

Escipión, Africanus (Libro III)

Catón aprovechó el desprestigio que supuso para mí la huida de Aníbal en dirección a Siria. Siempre he pensado que esa alianza no existía antes de que el Consejo de Ancianos y la misión del Senado de Roma se lanzaran sobre él, pero ahora ya es difícil de saber. El hecho cierto es que Aníbal se las ingenió para escapar, algo de lo que en su momento me alegré y que luego llegué a lamentar como nunca antes había lamentado algo; pero anticipo acontecimientos y debo ser riguroso en la narración de todo lo ocurrido o quienes se adentren en estos rollos sólo encontrarán un confuso acopio de acontecimientos inconexos. No, lo importante es que en ese año, 558 ab urbe condita (196 a.C)* [Publio no puede poner la fecha a.C.] Aníbal escapó de Cartago. En ese tiempo Hispania estaba en armas. La opresión de algunos de los pretores había hecho que muchas ciudades iberas se rebelaran contra nuestra autoridad. Hispania era una provincia especial para mí. Era cierto que allí fallecieron mi padre y mi tío, pero también fue allí donde inicié mi carrera militar y donde cimenté mi formación como general. Además conocía bien el territorio, muchas de las ciudades en rebeldía e incluso a algunos de los reyes que se habían alzado contra nuestro gobierno. Y me consta que en aquel tiempo, el nombre de mi familia, Escipión, era una leyenda entre los iberos. Me temían y me respetaban y, algo aún más importante, se fiaban de mí. Si hubiera ido estoy seguro de que podría haber acabado con la rebelión en pocos meses, reavivando viejas alianzas, haciendo algunas nuevas y circunscribiendo los enfrentamientos bélicos a unas pocas ciudades, pero, como he dicho, la huida de Aníbal debilitó, al menos temporalmente, mi posición en el Senado. Así, cuando me presenté a las elecciones consulares del nuevo año (195 a. C), * Catón me derrotó y no dudó en pedir para él el mando sobre las tropas en Hispania, para así demostrar que lo que yo no había conseguido por completo en varios años, apaciguar aquellas inmensas provincias, él podría hacerlo en tan sólo uno, durante su período como cónsul de Roma. Eso fue lo peor de todo, Catón quiso imponerse rápido y sin negociar. La guerra que dirigió fue la más sangrienta que nunca nadie había visto en Hispania. Aquello impediría para siempre que pudiéramos dar término a la resistencia hispana en el futuro cercano. Catón, por supuesto, presentó su campaña como un éxito.

32 El príncipe de los ilergetes

Emporiae, noreste de Hispania. Finales de febrero de 195 a.C.

Catón llegó a Emporiae tras una travesía tranquila por mar, costeando el sur de la Galia y habiendo atracado unos días en Masilia para reabastecerse, tal y como tenían costumbre los ejércitos romanos cuando se desplazaban a Hispania.

Emporiae era una ciudad portuaria dividida en dos fortalezas. La más antigua era la parte amurallada donde se levantaba la legendaria colonia griega. El segundo sector amurallado era la nueva ciudad ibera, donde se agrupaban todos los hispanos que habían ido recalando en las proximidades de la ciudad antigua como resultado del creciente comercio entre las colonias griegas y los diferentes pueblos iberos de aquella gigantesca península. Era habitual que los romanos, al menos los oficiales y algunas unidades elegidas, se acomodaran en la seguridad y el confort que ofrecía la ciudad griega, pero Marco Porcio Catón se sentía extraño rodeado de ciudadanos de una cultura que despreciaba y, como tampoco se fiaba un ápice de los iberos, cuya alianza siempre ponía bajo sospecha, ordenó levantar un campamento independiente a las afueras de dos recintos amurallados. Esto no gustó demasiado a algunos oficiales y a los legionarios que se vieron en la obligación de construir, a toda velocidad, un enorme campamento fortificado, con empalizadas y fosos, en muy poco tiempo y con mucho esfuerzo, pero a Catón, la felicidad o infelicidad de las tropas no le preocupaba, al menos, por el momento. Él no venía de visita a Hispania. Venía a una guerra. Venía a conquistar y venía dispuesto a que eso se notara desde un principio.

El pretor Helvio regresaba desde el sur de Hispania, tras haber conseguido rendir a la siempre rebelde Iliturgis, donde había conseguido confiscar bastante oro y plata como para al menos hacerse acreedor de recibir una ovación a su entrada en Roma, pero pese a esa victoria, Helvio sólo pensaba en salir corriendo de aquel maldito país.

–No importa lo de Iliturgis; lo mejor que se puede hacer, cónsul Marco Porcio Catón, es evitar la lucha contra los iberos. Este país es totalmente hostil a nuestra presencia y están todos los pueblos levantados en armas contra nosotros. Si se alian unos con otros destruirán a cuantas legiones se pongan por delante. Ya lo hicieron con los viejos Cneo y Publio Cornelio Escipión en el pasado.

–Eso no volverá a ocurrir, pretor -respondió Catón con un rostro serio que mostraba a las claras su desaprobación ante la actitud derrotista de Helvio-. Y yo no tengo nada que ver con esos Escipiones que cayeron abatidos en el pasado.

Helvio dejó de beber el vino que estaba compartiendo con el cónsul y, mientras pensaba si dar respuesta a aquel comentario, apretaba los dientes. Estaba cansado. No, quizá el nuevo cónsul no tuviera nada que ver con aquellos Escipiones, pero tampoco tenía nada que ver con el hijo y sobrino de aquéllos, el legendario Africanus que sí fue capaz de apaciguar la región en el pasado reciente. Lo que ocurría es que el Senado, ciego por las disputas internas, se negaba a enviar a Africanus, el único romano a quien los iberos respetaban. El resto no tenía nada que hacer allí. Pero Helvio había desarrollado su instinto de supervivencia desde que llegara a Hispania y, en una decisión acertada, guardó silencio y no dijo nada más.

Catón vio al pretor salir del praetorium al tiempo que entraba el primus pilus de la primera de las dos legiones de su ejército consular.

–Allí va un cobarde -dijo Catón con visible desprecio-. Por todos los dioses, sal de aquí y procura que ese pretor no hable con ningún oficial.

El primus pilus, algo confuso, pues Helvio había estado luchando bravamente durante meses en aquel territorio, saludó al cónsul, dio media vuelta y marchó para cumplir las instrucciones recibidas.

Catón se quedó de nuevo a solas, rumiando la mejor forma de conducir la guerra hasta la victoria final con rapidez. Si el maldito Escipión al que todos se empeñaban en llamar Africanus, con sólo dos legiones, como las que él mismo tenía ahora, había podido imponerse a los cartagineses y a los iberos a la vez, él debía ser capaz de poder doblegar a los iberos solos. De pronto, las telas de la entrada volvieron a separarse para que el proximus lictor de su guardia personal hiciera, de nuevo, acto de presencia ante el cónsul.

–¿Y bien? – preguntó Catón con sequedad.

–Han llegado embajadores de los iberos, de los ilergetes.

El cónsul no sentía aprecio por ninguno de los pueblos iberos, pero había cumplido con su obligación y estaba bien al corriente de los nombres de las principales tribus, de sus jefes y de su mayor o menor fidelidad a Roma. Los ilergetes eran de los pueblos que más leales se habían mostrado durante todos aquellos años y, aunque no fueran completamente de fiar para el cónsul, merecían ser escuchados.

–¿Los habéis desarmado? – preguntó Catón.

–Al entrar al campamento, sí, mi cónsul.

–Bien. Que pasen y que entren mis oficiales en jefe, también.

Los dos tribunos de las legiones entraron primero y se situaron justo detrás del cónsul. Tras ellos pasaron media docena de lictores y, por fin, tres iberos vestidos con pieles, altos, serios, recios, muy morenos, con el pelo largo y rostros preocupados. Dos eran mayores, veteranos, pero el que iba por delante y que parecía dirigir aquella embajada, era joven, de unos veinte años. Se le veía orgulloso pero discreto, decidido pero controlando sus gestos. Esos hombres, Catón lo tuvo claro en seguida, querían algo. Venían a pedir. El cónsul se mostró especialmente distante en su recibimiento. Para empezar habló en latín.

–Tengo una guerra que dirigir y poco tiempo. ¿Qué queréis?

Los iberos se miraron entre sí. Pero, para sorpresa de todos y del cónsul en particular, el joven ibero respondió también en latín. Un latín con errores, pero lo suficientemente bueno como para entenderle.

–Soy el hijo del rey Bilistage de los ilergetes; mi pueblo siempre se ha mostrado leal a los romanos. Eres el nuevo general de los romanos. Venimos a presentar nuestros respetos.

Catón sabía que tras esas correctas palabras pronto llegaría la petición, pero no podía por menos que mostrarse algo más cercano a aquellos hispanos que no sólo, como decían, habían sido leales mucho tiempo, sino que hasta enviaban embajadores que sabían latín.

–Bilistage siempre se ha mostrado leal a Roma -concedió Catón en tono conciliador-. Su hijo y sus subditos son siempre bienvenidos a un campamento romano.

Hubo entonces una pausa en la que los iberos parecían sentirse incómodos. Se miraron entre sí hasta que, de nuevo, el joven hijo del rey de los ilergetes retomó la palabra.

–Cónsul de Roma, mi pueblo está siendo atacado por todas las tribus vecinas que se han alzado contra los romanos. Mi padre quiere honrar su juramento de fidelidad a Roma, pero no tenemos ni fuerzas ni recursos suficientes para enfrentarnos contra todos nuestros enemigos. Necesitamos la ayuda de Roma.

Ahí llegaba la petición. Catón exhaló aire en un suspiro largo y se reclinó hacia atrás en su asiento. Buscaba espacio entre el hijo del rey de los ilergetes y su persona. Le gustaría poder despedir a aquel impertinente de un puntapié, pero las circunstancias exigían un mínimo de respeto mutuo.

–Vosotros estáis rodeados de enemigos, es posible -empezó el cónsul-, pero nosotros tenemos pocos soldados y todo un país levantado en armas. He de reimponer el gobierno de Roma desde aquí hasta las remotas regiones mineras que se extienden muy al sur del Ebro. Y he de luchar contra vuestros enemigos y contra los iberos del sur y los celtas del interior. No puedo dividir mis fuerzas. He de acometer cada objetivo con todos mis legionarios juntos o sucumbiré en el esfuerzo. Resistid y, más tarde o más temprano, mis ataques harán retroceder a los que os rodean.

El joven príncipe respiraba deprisa, como una fiera que acaba de ser apresada y busca por dónde salir. Al igual que el cónsul, resultaba obvio que el príncipe también estaba haciendo todo lo posible por contenerse y, no decir lo que realmente pensaba. Pero algo tenía que decir.

–Necesitamos refuerzos, cónsul de Roma, y los necesitamos ahora. Mi padre y sus hombres no podrán contener por mucho más tiempo los ataques de nuestros enemigos que cada día son más numerosos.

Catón consideró por un instante tomar todas sus tropas y atacar allí donde se estaban defendiendo los ilergetes, pero ni sus hombres estaban todavía suficientemente entrenados ni disponía aún de toda la información necesaria para saber bien cómo acometer los primeros ataques. Tenía pensado realizar una serie de escaramuzas iniciales para entrenar a sus tropas en el combate cuerpo a cuerpo y así podría, al mismo tiempo, reabastecerse con los despojos arrancados al enemigo. Acelerar aquel proceso podría resultar fatídico. Y dividir las tropas es lo que hizo que los famosos tío y padre de Escipión murieran en sendas emboscadas.

–He dicho, joven príncipe -insistió Catón con un tono más firme y algo más desagradable-, que no me es posible atender vuestra petición en este momento. Necesito dos meses y la llegada del buen tiempo antes de emprender una operación a gran escala como la que me estás proponiendo. Regresa donde tu pueblo y di a tu padre que en la primavera podré asistirle.

El joven hijo del rey de los ilergetes miró al suelo. Uno de los iberos que le acompañaban, que quizá no hablara latín, pero que había interpretado acertadamente el tono y la faz gélida de Catón, puso una mano sobre el hombro del príncipe como queriendo sugerir al joven que era mejor retirarse y abandonar el campamento romano donde estaba claro que nadie iba a ayudarles. Pero el joven príncipe no era hijo de rey por nada. En su espíritu estaban el alma de la lucha y el combate encendidos, una energía que había heredado de su padre, de modo que se sacudió con un movimiento rápido de su cuerpo la mano que se había posado en el hombro y clavó sus ojos en la mirada helada del cónsul.

–Hasta ahora, cónsul, hemos resistido para honrar un juramento a Roma, pero ese juramento ata a las dos partes. Nosotros hemos de ser leales a Roma y, a su vez, Roma ha de ayudarnos cuando estemos en problemas. Hemos combatido en el pasado varias veces junto a las legiones de Roma y volveremos a hacerlo en el futuro si Roma sabe también honrar su parte del juramento, pero si los romanos nos abandonan a nuestra suerte, mi padre no dudará, si se hace necesario para nuestra supervivencia, en pactar con nuestros enemigos actuales y cambiar las alianzas, eso haremos. Estamos dispuestos a luchar por Roma, pero no estamos dispuestos a morir por Roma, y menos por una Roma que no honra sus juramentos. Si al amanecer no hay tropas embarcadas para partir hacia el sur y ayudarnos, mi padre pactará con nuestros atacantes y nos uniremos a ellos y el camino que el cónsul encuentre hacia ese sur donde quiere llegar va a resultar mucho más difícil de franquear. Es más, estoy seguro de que si los ilergetes se unen al resto de tribus, el cónsul de Roma nunca conseguirá pasar del Ebro.

Y el joven príncipe no esperó respuesta, sino que dio media vuelta y, seguido de cerca por sus dos compañeros, salió del praetorium, dejando a lictores, tribunos y al propio cónsul de Roma perplejos y muy preocupados, y es que si los ilergetes se levantaban en armas contra ellos ya no les quedaría ningún pueblo ibero importante con quien contar en su avance hacia el sur. Lo que había dicho el joven príncipe era muy cierto.

Todos callaban en el interior delpraetorium. Marco Porcio Catón permaneció con la boca abierta durante unos segundos, pero poco a poco fue cerrándola mientras su mente, ágil, como una centella fulgurante, trazaba un plan a seguir para resolver lo que parecía irresoluble: evitar la rebelión de los ilergetes sin tener que dividir sus tropas o reducir el calendario de adiestramiento. Marco Porcio Catón, cónsul de Roma, se levantó, al fin, con lentitud de su sella curulis y paseó entre sus soldados y oficiales por el centro áe\ praetorium. Pasó así un largo rato en el que nadie se atrevió ni a moverse de su sitio ni a plantear la más mínima pregunta. De pronto, el cónsul se detuvo, se llevó la mano derecha a la barbilla y la pasó por su inexistente barba pues ésta era escrupulosamente rasurada a diario. Tomó de nuevo asiento en la sella curulis.

–No parece buena idea que los ilergetes se rebelen también. – Y miró a los tribunos. Los dos se atrevieron a negar levemente con la cabeza. Esa negación que confirmaba su percepción era todo lo que el cónsul buscaba antes de seguir hablando-. Sea, entonces. Preparadlo todo para que embarque una de las dos legiones mañana al amanecer con dirección al sur. – Y, mirando a continuación al proximus lictor, añadió una orden-: Tú acudirás donde estén acampados los mensajeros del rey Bilistage y les transmitirás el siguiente mensaje.

Los soldados del joven príncipe de los ilergetes habían levantado tres improvisadas tiendas junto a la porta principalis del campamento romano. Estaban allí, en aquel frío atardecer de finales de invierno, reunidos alrededor de la gran hoguera que habían encendido, compartiendo el calor de las llamas, sin decirse nada entre ellos. Les habían entregado las armas al salir del campamento y eso les había devuelto algo de irracional seguridad, allí, rodeados como estaban por dos legiones de Roma, pero estaban abatidos. Su misión había sido un total fracaso y, más allá de eso, el joven príncipe había amenazado al cónsul de Roma y aquella amenaza planeaba sobre el ambiente y los guerreros iberos presentían que esas palabras del joven príncipe no quedarían sin efecto. Veían de reojo como una pléyade de velites, la infantería ligera de los romanos, había tomado posiciones alrededor de sus tres tiendas y esperaban, en silencio, al calor de la hoguera el momento en el que tendrían que desenvainar sus falcatas para vender cara su vida. Algunos albergaban la esperanza de que el cónsul no quisiera añadir más motivos para una posible rebelión de su rey Bilistage. Matar a su hijo rompería los débiles lazos entre los ilergetes y Roma. Quizá eso salvara sus vidas, pero el joven príncipe había sido tan hostil, tan resuelto al exigir al cónsul el cumplimiento del juramento que unía a romanos e ilergetes, que todo era posible. Los velites empezaron a moverse hacia un lado, no hacia dos, abriendo un pasillo. No tenían nada claro los iberos si aquello era una maniobra de ataque o si simplemente estaban dejando un pasillo para dejar pasar a otros soldados. ¿La caballería? Pero no, por el pasillo abierto llegó un hombre ataviado con los uniformes que habían visto en el praetorium del cónsul.

El proximus lictor se plantó entonces frente a los iberos y se detuvo un instante para contemplarles. Vio cómo tenían las manos en las empuñaduras de las espadas. Aquéllos eran hombres dispuestos a todo. Como legionario veterano respetaba aquella templanza. Buscó y encontró rápidamente la mirada más decidida de todas, la del joven príncipe. A él dirigió sus palabras.

–El cónsul me ha dado un mensaje para el hijo del rey de los ilergetes.

–Habla, soldado, te escucho.

–El cónsul -prosiguió elproximus lictor-, cree que el joven príncipe ha malinterpretado sus palabras. El cónsul quiere satisfacer el juramento de Roma. Su idea era acudir en ayuda de los ilergetes en unas semanas, pero si la situación es tan extrema, el cónsul corresponderá a la lealtad de los ilergetes en el pasado. Mañana al amanecer la primera legión del ejército consular partirá en barco hacia el sur. Ya que todo requiere tanta urgencia, sugiere que salgan ya mensajeros de tu embajada con dirección al sur para que tu padre sepa que la ayuda romana llegará en muy poco tiempo, apenas dos o tres días si la navegación es buena. Eso sí, el cónsul pone una sola e ineludible condición.

–¿Cuál es esa condición? – preguntó con rapidez el joven príncipe.

El proximus lictor, sin darse cuenta, dio un pequeño paso hacia atrás antes de volver a hablar.

–El cónsul exige que si envía una legión hacia el sur, el joven hijo del rey debe quedarse entre nosotros hasta que de nuevo las dos legiones estén unidas. Estamos en medio de una gran guerra y el cónsul no está dispuesto a ceder una legión sin una contrapartida como la que exige.

El joven príncipe asintió despacio, pero sus hombres, que no estaban seguros de lo que allí estaba pasando, le preguntaron en su lengua. El hijo del rey se explicó. El proximus lictor vio como varios de los guerreros iberos sacudían la cabeza y hablaban de prisa. Era evidente que muchos no estaban de acuerdo con que el joven príncipe se quedara entre los romanos como rehén, pero el hijo del rey lanzó un grito en su lengua y todos callaron.

–¡Callad todos! Se hará como pide el cónsul. – Y volviéndose hacia el proximus lictor añadió en latín una petición-. Me quedaré, pero quiero ver cómo empiezan a embarcar las tropas en el puerto de Emporiae.

–Acompáñame y lo verás.

El proximus lictor, una decena de jinetes romanos, el hijo del rey y sus dos escoltas cabalgaron en medio de la noche hasta llegar al puerto de Emporiae. Allí todos se quedaron asombrados del enorme bullicio que lo llenaba todo, desde los almacenes a los muelles y las innumerables quinquerremes y trirremes allí atracadas. Centenares de hombres se esmeraban en cargar fardos de todo tipo: ánforas con agua y aceite, sacos de trigo y sal, cestos de pescado y carne seca, odres con agua y centenares, millares de lanzas, flechas, espadas y escudos. Se escuchaban a varias docenas de caballos relinchar porque se negaban a subir por las estrechas pasarelas a las bodegas de los barcos que debían transportarlos al sur, pero los soldados romanos tiraban de las riendas con fuerza y al final todas las bestias cedían y embarcaban en unos buques que a cada momento se hundían más y más en el agua a medida que sus entrañas se henchían de todos los pertrechos de la primera legión del ejército del cónsul Catón.

El joven príncipe miraba todo aquello y no cabía en sí de gozo. Se volvió entonces hacia uno de sus hombres y le dio una orden. El soldado montó en su caballo y partió de regreso hacia el resto de compañeros de embajada. Ningún romano le impidió que se alejara con libertad.

–He ordenado que el resto de hombres regresen al sur y le digan a mi padre que los refuerzos de Roma llegarán en poco tiempo. – El proximus lictor asintió sin tanta satisfacción. Una vez más Roma dividía las tropas desplazadas a Hispania. Siempre que habían hecho eso todo había terminado en pavorosas derrotas, en masacres donde los buitres se hartaban de comer carne romana y el proximus lictor sentía que todo lo que estaba ocurriendo aquella noche les acercaba tenebrosamente a ser pasto de aquellas malditas bestias aladas. Un final en el que prefería no pensar.

Todos los mensajeros iberos, tras levantar con rapidez sus tres tiendas, partieron hacia el sur al galope. No estaban satisfechos de dejar a su joven príncipe entre los romanos, pero saber que habían conseguido el apoyo de las tropas del cónsul era tan alentador que cabalgaron veloces, sintiendo el viento de Iberia sobre sus cabezas, y, escoltados por la luna, galoparon sin descanso para alcanzar cuanto antes su destino.

33 La boda del faraón

Alejandría, Egipto. Finales de febrero de 195 a.C.

Alejandría era un hervidero de mercaderes, barcos y comerciantes de todas las regiones del mundo. El reino de Egipto se desmoronaba política y militarmente, pero el faraón se iba a casar y la boda real conllevaba grandes fastos que incrementaron el comercio en la ciudad y en todo el país. Tanto el viejo Agatocles, consejero del faraón, como el propio jovencísimo faraón, Ptolomeo V Epífanes, querían que la boda fuera una muestra de la pujanza del reino. Era todo una gran farsa, pues se trataba de un matrimonio forzado por las circunstancias: el todopoderoso Antíoco III se había repartido las posesiones egipcias en el exterior entre él mismo y el rey Filipo V de Macedonia. Egipto ya no tenía territorios en el Mediterráneo y había perdido la Celesiria tras la batalla de Panion. El matrimonio entre el joven faraón y la joven princesa siria, hija de Antíoco, de nombre Cleopatra, era la forma en la que Antíoco buscaba controlar por completo Egipto. Había pactado primero con Filipo para destrozar Egipto y ahora buscaba pactar con el derrotado Egipto para, toda vez que ya había invadido Asia Menor y tenía a Pérgamo y Rodas acorralados, tener las manos libres, sin problemas en el sur y poder así lanzarse contra Grecia y la propia Macedonia para completar el gran mapa de su conquista que equipararía sus dominios a los del legendario Alejandro Magno.

Netikerty, como otras muchas mujeres egipcias experimentadas en servir, fue aceptada para trabajar en los grandes banquetes que debían preceder y seguir a la gran boda entre Ptolomeo V y la que sería Cleopatra I de Egipto.* [Cleopatra I es la primera reina egipcia de la dinastía tolemaica en llevar este nombre. Cleopatra VII será la famosa reina que conocerán Julio César y Marco Antonio dos siglos después y que es descendiente directa de Cleopatra I.] Los egipcios no tenían nada personal contra la joven, pero sí contra lo que ésta representaba de sumisión completa del faraón al odiado Antíoco y es que la derrota de Panion aún estaba demasiado cercana. Allí, las tropas sirias masacraron no sólo al ejército oficial del faraón, de origen griego en su mayoría junto con los mercenarios etolios que luego huyeron de Sidón, sino que, sobre todo, y esto era lo que no olvidaba el pueblo de Egipto, en Panion habían caído todos los nativos egipcios que, por primera vez en años y años de dominio ptolemaico, habían sido alistados en el ejército. Decenas de miles de hombres que sin haber tenido tiempo de recibir el adiestramiento militar mínimo necesario fueron obligados a luchar contra el invencible ejército del rey Antíoco y que terminaron siendo aplastados por elefantes y catafractos.

Netikerty, durante el primero de una larga serie de banquetes nupciales, al igual que otras sirvientas, iba de mesa en mesa, rellenando copas de vino y trayendo frutas y diferentes platos de carnero, cabrito, pescados del Nilo y salsas sazonadas con especias de medio mundo y, como al resto de egipcias, se le encogía el corazón cuando tenía que acercarse a las mesas de los orgullosos representantes de Siria. Y es que los oficiales y embajadores sirios no podían evitar manifestarse y moverse entre los egipcios de la corte del faraón como si fueran los amos de todo, riendo con fuerza chanzas que sólo ellos entendían, comiendo como cerdos y mostrando sus espadas con frecuencia en una innecesaria exhibición de poder que los hacía aún más odiosos a los ojos de sus anfitriones. Netikerty se acercaba cabizbaja a esas mesas de sirios, pues era muy probable que entre aquellos nefandos hombres hubiera quienes participaran en la masacre de Panion, donde su esposo, su padre y su hermano habían muerto junto con decenas de miles de hombres egipcios inocentes conducidos a la muerte por la ingenuidad de un faraón niño y por la ambición de un ambicioso rey extranjero.

Tras recoger los platos sucios, los cuencos rotos y las copas volcadas del final del banquete, Netikerty se retiró a su casa junto al Nilo y, una vez que comprobó que el pequeño Jepri yacía dormido plácidamente en su pequeña cama, se acostó junto al fuego del lar e intentó dormir, pero la rabia era demasiado fuerte, demasiado viva en sus entrañas como para descansar en paz. Era la impotencia lo que la torturaba, al igual que al resto de mujeres de Egipto, que se veían obligadas a ver cómo Alejandría se llenaba de aquellos malditos sirios que habían dado muerte a sus hombres.

–¿Mamá?

La voz de Jepri le hizo dar un respingo. Netikerty se acercó con rapidez a la cuna del niño.

–Todo está bien, pequeño. Tu tía salió y yo vine a cuidarte por la noche. He estado trabajando para el faraón.

–Ya -dijo Jepri, pero tenía su pequeño ceño de niño arrugado.

–¿Te ocurre algo, Jepri?

El niño no había desarrollado aún el miedo a preguntar por cosas delicadas y lanzó sus palabras con la ingenuidad de la infancia.

–¿Por qué se casa el faraón con la hija de quien ha matado a papá y al tío y al abuelo?

La pregunta dejó helada a Netikerty.

–¿Quién te ha dicho eso?

–La tía… bueno, lo dicen todos los niños, cuando jugamos en el río. Dicen que el faraón se casa con la hija de quien ha matado a los nuestros y que eso está mal. ¿Es eso cierto, mamá?

–No debes escuchar ni a tu tía, ya hablaré yo con ella, ni a esos niños, Jepri, ¿me entiendes? – respondió Netikerty nerviosa; el niño debió leer el miedo en el rostro de su madre porque se sentó de inmediato en la cuna, se acostó y se echó la manta encima. Su madre insistía mientras le arropaba-. No debes repetir nunca eso que has dicho, ¿lo entiendes, Jepri? ¿Lo entiendes? Dime que lo entiendes, por Horus, dime que lo entiendes y que no lo volverás a decir.

–No lo volveré a decir, mamá. No lo volveré a decir.

Jepri estaba a punto de llorar y Netikerty se dio cuenta de que había atemorizado al niño con su tono de voz, inusualmente duro y seco.

–No pasa nada, pequeño, no pasa nada. Horus te protege, como protege a todos los niños junto con Bes. Nada tiene que preocuparte.

Ahora duerme y descansa. Es tarde. – Y le dio un beso cálido en la frente con sus labios suaves. El niño se relajó y recuperó el sueño con la misma inocencia con la que había formulado aquella punzante pregunta. Pero ya nada era igual en el ánimo de Netikerty. Ahora se daba cuenta de que ya no estaba en juego simplemente el hecho de que Egipto se convirtiera en una nación subyugada o no. No, ahora todo era mucho más peligroso y horrible. Habría muchos que no aceptarían el dominio de Egipto por Siria y, más tarde o más temprano, se rebelarían y habría una nueva guerra, y esa nueva guerra se llevaría por delante a lo último, a lo único que le quedaba, a su pequeño Jepri, que se haría mayor un día y tomaría una espada y se iría a luchar, igual que el resto de niños del río, contra el ejército de un rey, Antíoco, mucho más fuerte, mejor armado e infinitamente más poderoso de lo que nunca serían los egipcios y así esa nueva guerra la dejaría sola y triste y abandonada y con las entrañas destrozadas de llanto y dolor. Y no se podía hacer nada porque no había nadie a quien recurrir. Su faraón, con su corte entera, con el consejero Agatocles al frente, había claudicado por completo ante Antíoco y así todo Egipto caminaba por la senda que los conducía a la esclavitud. Ella había sido esclava ya en diferentes sitios y con diferentes amos, pero se daba cuenta de que lo peor de todo era ser esclava de quien ha matado a los tuyos. Estaba convencida de que era mejor ser esclava de extranjeros que, al menos, no habían hecho nada contra tu familia, que ser esclava de quien había masacrado a tantos seres queridos en Panion. La profecía de los judíos también era conocida para Netikerty: el rey del norte acabaría con los ejércitos del rey del sur y saldría victorioso. Y así había ocurrido, pero ella no era judía y no estaba dispuesta a darse por vencida. Nunca se había dado por vencida jamás y no pensaba hacerlo ahora, cuando había comprendido que debía rebelarse ya, sin esperar más, no por ella ni por sus hermanas, como hiciera una vez en el pasado, sino que ahora debía luchar por su propio hijo. Sólo necesitaba pensar en quién podría ayudarles. Había que pensar en quién podría enfrentarse a Antíoco III de Siria, pero aquello era una estupidez, porque ¿a quién podía conocer ella, una humilde sirvienta en la corte del faraón, que pudiera tener el poder de enfrentarse contra el todopoderoso rey de Oriente?

En medio de esa turbulencia de pensamientos, Netikerty, rendida, cayó dormida. Y para sorpresa suya, la noche pasó como por ensalmo y al despertar no tenía sueños extraños que recordar. Se encontraba en paz consigo misma, tranquila, relajada. El fuego se había apagado y hacía algo de frío, pero como quedaban brasas, avivó las llamas con varias ramas secas y un tronco de palmera. Jepri seguía dormido. Netikerty, sin saber cómo, se había dado cuenta de que sí conocía a alguien que no tendría miedo ni del rey de Siria ni de ningún otro rey o poderoso del mundo. Podía escribirle. Era un hombre extraño al que nunca comprendió del todo pero que la dejó libre. Un hombre al que pudo matar, al que debía haber matado, pero no lo hizo. Ahora se daba cuenta de que Serapis, Horus y el resto de dioses hacían encajar las piezas del confuso rompecabezas de la existencia de los mortales.

34 La crueldad de Catón

Emporiae, noreste de Hispania. Finales de febrero de 195 a.C.

En el puerto de Emporiae empezó a amanecer. El hijo de Bilistage, rey de los ilergetes, no había pegado ojo en toda la noche. Se había mantenido allí mismo, junto a los muelles, para asegurarse de que los romanos no detenían en ningún momento el proceso de embarcar todos los pertrechos y suministros de la primera legión. Cuando, una vez repletas las bodegas de las quinquerremes más grandes, llegaron los primeros legionarios armados y éstos empezaron a subir a los barcos, el joven príncipe se concedió, por fin, el derecho a sentarse sobre algunos de los fardos que aún quedaban por cargar, e invitó a su escolta a que hiciera lo propio. De ese modo, sentados sobre dos sacos de harina, recibieron a las tropas romanas que embarcaban disciplinada y organizadamente en las decenas de buques amarrados en el puerto de Emporiae. Todo iba a la perfección y el joven príncipe daba por buena aquella noche en vela. Había tenido que usar palabras muy duras con el cónsul de Roma, pero al final aquella firmeza era la que les había abierto el camino de la esperanza. Su padre estaría orgulloso de él y su pueblo pronto dispondría de los refuerzos suficientes para sobreponerse y vencer a sus enemigos.

Por su parte, el veterano guerrero que acompañaba al joven príncipe no dejaba de mirar con asombro a aquel muchacho que había sido capaz de conseguir todo aquello. Era, sin duda alguna, merecedor de suceder en el futuro a Bilistage y el soldado se sentía a su vez honrado de servir a alguien que era capaz de influir sobre la voluntad de un poderoso cónsul de Roma. Todo estaba saliendo a la perfección hasta que, de súbito, uno de los manípulos de la primera legión se detuvo en la pasarela del barco que estaba más próximo a ellos. El guerrero ibero se levantó y observó que había llegado un mensajero romano, seguramente procedente del campamento general. Acto seguido, el manípulo que estaba embarcando dio media vuelta y empezó a bajar del barco. Pero eso no era grave, podía haber órdenes confusas y que no tuvieran claro los romanos qué tropas embarcar y cuáles no. Eso se decía a sí mismo el veterano ibero al principio, pero cuando de cada una de las quinquerremes romanas empezaban a desembarcar los centenares de legionarios que ya habían subido a los buques, fue el propio joven príncipe quien se levantó mirando con ojos extrañados el desembarco de aquellas tropas. ¿Qué estaba ocurriendo? Fue entonces cuando vio llegar al mismísimo cónsul de Roma andando a paso ligero escoltado por el resto de lictores a los que rápidamente se unió el proximus lictor que los había conducido hasta el puerto durante la noche. Cuando el cónsul llegó junto a ellos el príncipe de los ilergetes no tardó en hablar.

–¿Por qué están desembarcando ahora las tropas?

Marco Porcio Catón le miró con profundo desprecio. El hecho de que ni tan siquiera hubiera usado el término «cónsul» para dirigirse a él, ahondaba aún más en la distancia que existía entre él y aquel petulante príncipe de los ilergetes. Si no era porque Catón iba a divertirse haciéndolo, ni tan siquiera le hubiera respondido, pero aquel mozalbete le había humillado ante sus oficiales y no pensaba ahora renunciar al dulce placer de la venganza fría.

–Desembarcan porque lo he ordenado yo, que soy su general, el cónsul de Roma en Hispania.

El joven príncipe miró a su alrededor cada vez más nervioso. No sólo desembarcaban los soldados sino que ahora estaban descargando los fardos, sacos, armas y resto de pertrechos que habían estado cargando durante toda la noche. Aquello era absurdo.

–¿Habéis estado cargando los barcos toda la noche para descargarlos ahora al amanecer? – preguntó tenso el príncipe.

–Así es, joven ibero -respondió Catón con seriedad, como quien explica que el sol se pone cada día y sale de nuevo cada amanecer-. Hemos cargado los barcos durante toda la noche para descargarlos por completo este amanecer. Eso exactamente es lo que hemos hecho y lo que estamos haciendo ahora. – Y se quedó mirándole y disfrutando del rostro nervioso, desencajado del desolado príncipe de los ilergetes.

–Pero mis hombres ya han partido hacia el sur para informar a mi padre de que la ayuda está en camino.

–Por supuesto, ésa era la idea de toda esta noche en vela -respondió Catón-; y no temas por su seguridad que te garantizo que tus hombres encontrarán todo el camino expedito hasta donde mis legionarios controlan los pasos fronterizos. Tus soldados llegarán pronto junto a tu padre y podrán anunciarle que estamos en camino. Aunque no lo estemos en realidad, claro. – Y el cónsul se permitió esbozar una de sus poco frecuentes y casi imperceptibles sonrisas.

–Pero… pero… -El joven príncipe no sabía bien qué decir.

–Vaya -le interrumpió Catón, y habló mirando a sus lictores y a un nutrido grupo de oficiales que se habían reunido junto al cónsul-, parece que al joven príncipe de los ilergetes, por fin, le faltan las palabras. Anoche te vi más resuelto en la tienda áe\ praetorium, muchacho.

Aquello fue el detonante para que el joven príncipe se recompusiera y, una vez más, firme, no tanto como la noche anterior, pero sí digno y decidido, respondiera con convicción en cada palabra que empleaba.

–Si al final no envías las tropas mi padre se rebelará contra Roma.

Pero Catón se paseaba ante el joven príncipe negando con la cabeza.

–No, muchacho, no. ¿Cómo va a rebelarse tu padre contra quien está enviando una legión entera hacia el sur para ayudarle? No, mentecato, ¿cómo va a rebelarse tu padre contra el que le ha prometido ayuda, ayuda que tus propios soldados han visto que estamos embarcando y ayuda que ha de venir de quien además retiene a su hijo como rehén? No, ingenuo príncipe. Te diré lo que va a pasar. – Y Catón se acercó despacio hacia el hijo del rey mientras se explicaba y se regocijaba con cada frase hasta el punto de que la saliva emergía de su boca húmeda y salpicaba a su interlocutor que, petrificado, permanecía inmóvil ante el cónsul de Roma-. Tu padre, joven príncipe, resistirá estos días en espera de ayuda; luego, cuando empiece a dudar de nuestra llegada, pensará que tenemos problemas o puede que empiece a dudar sobre si al final llegaremos a tiempo o no, pero seguirá resistiendo, y esto es lo mejor de todo, porque te tenemos como rehén. ¿Qué ocurrirá al final? Eso sólo los dioses lo saben. A veces el mero hecho de pensar que va a llegar ayuda es tan poderoso en los ánimos de quien lucha a la desesperada que les da las fuerzas suplementarias que necesitan y resistirá e incluso puede que derrote a sus enemigos; claro que también puede ocurrir que incluso esta falsa esperanza de ayuda sea insuficiente y tu padre perezca rodeado de todos los pueblos iberos que se lanzan contra él. En cualquier caso, siempre será tarde ya para pactar con ellos. Con un poco de suerte para mí, quizá los ilergetes y el resto de tribus se enfrentarán en un largo combate sin fin y al final mi avance hacia el sur será un paseo militar porque os habréis matado entre vosotros. Mientras tanto yo seguiré aquí con mi plan: adiestraré bien a mis tropas, aseguraré la región en torno a Emporiae y, en unas semanas, con el buen tiempo avanzaré hacia el sur. Si tu padre ha resistido, le ayudaremos. Si no, te dejaremos que lo entierres según tus costumbres, eso sí -y aquí se volvió hacia sus oficiales y lanzó una larga carcajada a la que se unieron todos los romanos presentes-, siempre y cuando los buitres y los lobos hayan dejado algo que enterrar, ¡ja, ja, ja!

El joven príncipe aún encontró fuerzas y dignidad suficientes para dar una respuesta que molestara al cónsul y que inquietara a sus oficiales.

–Si nunca cumples tus promesas, cónsul de Roma, nadie en Iberia pactará contigo, y sólo los que han pactado con los iberos, como el legendario Escipión al que vosotros llamáis Africanus, llegan a mandar sobre nosotros. Los demás cónsules murieron y seguirán muriendo en Iberia.

Catón dejó de reír y todos callaron. La mención de Escipión le había fastidiado el momento de triunfo que estaba disfrutando y las alusiones del maldito príncipe a un posible fatal desenlace de la campaña que iba a emprender en Hispania, habían despertado la más furibunda ira de Marco Porcio Catón. El cónsul se acercó entonces a su proximus lictor y le dio una orden en voz baja.

–Mata al escolta del príncipe.

Elproximus lictor le miró como quien no está seguro de lo que ha oído, pero la mirada fría y fija del cónsul no dejaba lugar a duda alguna. El veterano soldado desenvainó su espada y se dirigió a por el escolta. Éste, que no entendía latín y que no había comprendido nada de lo que allí se había hablado, no sabía bien qué hacer, y para cuando el principe le dijo que se defendiera, pues intuía que algo terrible iba a pasar, ya era demasiado tarde y la espada del proximus lictor asomaba empapada en sangre ibera por la espalda del fiel guerrero ilergete. Al extraerla el proximus lictor, el soldado ibero cayó al suelo de bruces y quedó tumbado boca abajo, sobre el polvo del muelle, retorciéndose de dolor, incapaz ni siquiera de darse la vuelta para ver por última vez la luz del sol. El proximus lictor levantó la espada para clavarla en la nuca y terminar el trabajo, pero el cónsul levantó la mano derecha.

–No. Que sufra. Deja que se tome su tiempo en morir. – Y luego, dirigiéndose una vez más al atónito príncipe de los ilergetes, añadió una sentencia con voz grave y ominosa-: Eso es por amenazarme dos veces, primero anoche en el praetorium y luego ahora mismo en los muelles de esta ciudad. A un cónsul de Roma, si le odias, le matas si puedes, pero nunca jamás le amenaces. Y una cosa más: yo no he venido a Hispania a pactar sino a masacrar a todos los rebeldes que se oponen a Roma. Cuanto antes entendáis esto menos de vosotros morirán, pero ya vengo predispuesto a tener que matar a muchos de los tuyos y del resto de tribus, pero no importa porque cuantos más mate más grande será mi triunfo en Roma. La absurda e inútil testarudez de los bárbaros siempre me pareció incomprensible y no pienso ponerme ahora a intentar comprender a locos como tú. – Y concluyó mirando a los tribunos-. Encerradlo y ya veremos qué hacemos con él en primavera, cuando lleguemos al territorio de su padre.

Marco Porcio Catón se alejó andando a paso ligero de aquel lugar. Tenía una campaña que dirigir, hombres inexpertos a los que adiestrar y una región que asegurar en tornoa aquel puerto antes de acometer el viaje hacia el sur. Estaba cansado, pero estaba satisfecho. Albergaba grandes esperanzas de que, en efecto, tal y como había explicado, los ilergetes y el resto de iberos se enzarzaran en una cruenta guerra civil durante lo que quedaba de invierno y que así, cuando llegaran a las proximidades del Ebro, quedaran pocos iberos que matar.

Cuatro legionarios se llevaban medio a rastras al joven príncipe, que no dejaba de luchar para que le soltaran mientras escupía por su boca un torrente de maldiciones iberas.

35 Una carta para Roma

Alejandría, Egipto. Marzo de 195 a.C.

Netikerty había tomado una determinación: podía enviar una carta al más poderoso de los romanos. No era probable que le llegara la carta y menos aún que, si la misiva alcanzaba su destino, ésta fuera leída. Y casi imposible que, incluso si era leída, aquella carta hubiera acertado con las palabras que pudieran hacer que aquel poderoso entre los poderosos del mundo volviera su mirada hacia Oriente. Pero, pese a tenerlo todo en contra, aprovechando ese inesperado sosiego de espíritu que acompaña a quien siente que lo tiene todo perdido ya, Netikerty tomó un trozo de papiro, un stilus y algo de tinta y escribió despacio, en griego, un mensaje, una solicitud, una súplica.

Netikerty trabajó todo el día siguiente y todas sus sensaciones con respecto a los sirios se confirmaron. Cumplió bien las tareas que tenía asignadas, luego se retiró a su casa y acunó a Jepri de nuevo, hasta que se durmió. Salió entonces de casa un instante y cruzó la calle y llamó a la puerta de la vivienda de enfrente. Su hermana, con rostro cansado, apareció en el umbral.

–Cuida de Jepri esta noche -dijo Netikerty, y no dio tiempo a que su hermana respondiera. Netikerty se adentró en las estrechas calles que ascendían desde el río hacia el corazón de Alejandría, hacia el norte en busca de los grandes muelles y las casas de los comerciantes de todo el mundo que se ponían a vivir allí mismo, junto al gran puerto de Alejandría, para supervisar de forma directa sus negocios de exportación e importación de grano, especias, sal y papiro.

La hermana de Netikerty cerró la puerta, cruzó la calle y entró en la casa donde el pequeño Jepri, ajeno a las andanzas de su madre, yacía dormido. Su tía cerró la entrada y se quedó junto al niño, sin entender nada. Netikerty daba pocas explicaciones de sus actos, pero era la que, sin que ella comprendiera aún bien cómo, las había salvado de la esclavitud en Roma. Si su hermana necesitaba ir a ver a alguien en medio de la noche, no sería ella la que preguntara.

Netikerty caminó deprisa y al abrigo de las sombras por temor a un mal encuentro. Alejandría, como Roma o como cualquier otra de las grandes ciudades del Mediterráneo, era un lugar peligroso por la noche, pero la joven conocía cada calle de aquella urbe como la palma de su mano y en menos de un ahora se plantó frente a una de las grandes casas de los comerciantes del puerto de Alejandría. Era la casa de un mercader romano a quien Lelio enviaba dinero para ella cada año; dinero que ella nunca había aceptado.

Netikerty golpeó la puerta con fuerza, pero no hubo respuesta. El ruido de sus golpes hizo que varios borrachos que yacían entre unos sacos de sal junto al muelle se despertaran. Uno de los miserables observó el contorno de la figura de Netikerty y, no se sabe bien cómo, pues la joven iba embozada en una amplia túnica nada ceñida, seguramente por instinto de lobo de mar solitario y sin escrúpulos, reconoció que se trataba de una mujer. El hombre se levantó. Era alto y fuerte y echó a andar en dirección a Netikerty. La joven golpeó de nuevo la puerta varias veces, pero no había respuesta. El hombre borracho, destilando alcohol por todos sus poros y siempre con ansias insatisfechas de yacer con una hembra, la cogió por el brazo y tiró de ella. Netikerty consiguió zafarse, pero el hombre se echaba de nuevo encima, cuando la puerta de la casa del mercader romano se abrió de par en par y dos esclavos armados salieron a la calle.

–¿Qué pasa aquí, por Júpiter?

–Vengo a ver a vuestro amo, vengo a ver a vuestro amo -gritó Netikerty.

Los esclavos no tenían claro qué hacer, pero el olor a borracho dejaba claro que la joven no venía con aquel hombre, así que lo tumbaron de dos golpes secos con sus bastones de madera y miraron más tranquilos a Netikerty.

–He de ver a vuestro amo -repetía ella-, dejadme ver a vuestro amo o lo lamentaréis.

La extraña seguridad junto con la radiante hermosura de aquella mujer, que aunque ya pasada su primera juventud, seguía transmitiendo un enigmático hechizo, les hizo ayudarla a levantarse y pasarla al vestíbulo de la gran casa del amo.

–Espera aquí-dijeron mientras cerraban la puerta de entrada y la trababan con un grueso travesano de forma que todos los peligros de Alejandría quedaban fuera sin posibilidad ya de hacerle daño.

Al poco tiempo apareció Casio, el mercader que recibía el dinero de Cayo Lelio, que enseguida reconoció a la mujer que tenía orden de proteger o de ayudar en caso de necesidad. Miró a sus esclavos y éstos desaparecieron de inmediato.

–Has venido por fin a por tu dinero, ya me extrañaba -empezó Casio con cierto desprecio; odiaba que le importunaran en su casa y más aún en medio de la noche cuando estaba más que entretenido con una de sus esclavas-. Podías haber venido cualquier mañana y no crear todo este alboroto. Pasa por aquí. – Y le dio la espalda para conducirla al atrio.

–No he venido a por el dinero de Cayo Lelio -respondió Netikerty con tanta seguridad que Casio se detuvo y se volvió para mirarla. La mujer explicitó entonces la razón de su inoportuna visita-. Trabajo todo el día. No puedo venir en otro momento. Esta carta. Es importante. Debe llegar a su destino. – Y sacó de debajo de su túnica una hoja de papiro doblada por la mitad y atada con un cordel fino.

Casio era un veterano de las campañas de Hispania, quien, una vez retirado, tras unos años en Itálica, introducido de pleno el comercio del trigo, recaló en la próspera Alejandría desde donde dirigía sus negocios y donde residía acompañado de varias hermosas esclavas en lo que, sin duda, era un modo de vida escandaloso para la Roma que estaba propugnando Catón. Su instinto de veterano de las legiones le hizo detectar el aire de urgencia e importancia que aquel mensaje tenía, al menos, para aquella mujer.

Casio alargó la mano, tomó la carta y leyó el nombre a quien iba dirigido el mensaje.

–Publio Cornelio Escipión -confirmó Netikerty con palabras.

Casio se quedó mudo. Aquello no tenía sentido, pero no sería él de quien Escipión pudiera decir nunca que evitó que le llegara un mensaje de Egipto.

–Esta carta llegará a su destino -respondió Casio al fin.

Netikerty suspiró y se dirigió hacia la puerta.

–La ciudad es peligrosa por la noche -añadió Casio-. Si has de volver en mitad de la noche es mejor que dejes que te dé escolta con algunos de mis esclavos.

Netikerty, orgullosa, iba a rechazar el ofrecimiento, pero recordó al borracho que aún debía de yacer semiinconsciente a la puerta de aquella casa, pensó en el pequeño Jepri, y asintió levemente.

–Sea. Un momento y podrás volver a tu casa -dijo Casio, y la dejó sola mientras se llevaba la carta en una mano y llamaba a voces a sus esclavos.

36 Un interrogatorio

Emporiae, noreste de Hispania.

Marzo de 195 a.C.

Durante dos meses el ejército consular fue adiestrado en la lucha cuerpo a cuerpo en las afueras de Emporiae, pero luego Catón decidió empezar a foguear a sus hombres poco a poco en combates reales. Para ello enviaba a varios manípulos juntos a distintos poblados de la región que se habían mostrado proclives a apoyar a las tribus iberas que se habían rebelado y a los que entregaban grano, ganado y otros víveres. La orden era arrasar esos poblados por completo, matar a hombres y mujeres y hacer acopio de toda la comida y de todos los animales que hubiera. Con ello Catón conseguía varios objetivos a la vez: en primer lugar, los legionarios se endurecían en el combate, pues incluso en esos pequeños poblados los iberos luchaban con furia y oponían una resistencia tan poderosa como irracional por lo reducido de sus fuerzas; en segundo lugar, las tropas encontraban satisfacción, pues el cónsul permitía que yacieran con cuantas mujeres quisieran entre los poblados atacados antes de que las ejecutaran; en tercer lugar, conseguía los recursos necesarios para autoabastecerse sin tener que recurrir a Roma a pedir más suministros, y es que Catón, junto con Fabio Máximo en el pasado, había criticado en innumerables ocasiones las reiteradas peticiones de suministros y refuerzos que los Escipiones habían hecho para sus campañas en Hispania y, con esta estrategia, Catón demostraba que uno se podía autoabastecer y no recurrir al erario público para hacer la guerra, y estaba empecinado en ilustrar con su ejemplo que eso era posible aunque para ello tuviera que arrasar todo el territorio; y, en último lugar, Catón transmitía con toda esa destrucción un claro mensaje de horror que quería que fuera el signo por el que deberían recordarle, y en su forma de ver las cosas, respetarle en aquellas tierras. Escipión había usado el horror de arrasar alguna ciudad por completo en el pasado en Hispania, pero sólo de forma excepcional, luego siempre terminaba pactando con unos y con otros y por esos acuerdos le recordaban los iberos. ¿Y qué había conseguido? Nada. Allí estaban de nuevo todos los iberos en franca rebelión. Catón estaba convencido de que sólo el horror más brutal, permanente y generalizado podría doblegar al final a aquellas gentes que se levantaban una y otra vez contra el poder de Roma.

Pero los ataques a los poblados cercanos eran sólo escaramuzas. El cónsul estaba seguro de que los iberos estaban reagrupando el grueso de sus fuerzas para lanzarse en algún punto contra él en una gran batalla campal. Se trataba de llegar a esa batalla a tiempo, suficientemente preparado y derrotarles por completo. Sólo una victoria así en el norte de Hispania le permitiría cruzar el Ebro y lanzarse hacia el sur con posibilidades de éxito.

En uno de esos pequeños combates en los poblados alrededor de Emporiae, los legionarios apresaron a algunos hombres a los que no habían dado muerte porque eran iberos que por sus ropas y su forma de hablar procedían de otra región y los oficiales estaban seguros de que eran una avanzadilla del resto de tribus iberas que venían al norte para expulsarles de Hispania. Catón, rodeado de sus doce lictores, salió del praetorium para inspeccionar a los rebeldes. Pasó por delante de ellos mirándoles detenidamente. Varios veteranos, unos fuertes y otros no tanto, pero todos resueltos, se negaron a bajar la mirada y la mantuvieron firme ante los escrutadores y fríos ojos del cónsul de Roma. Envueltos en sus pieles, ninguno de aquellos hombres hablaría aunque los torturaran durante días. Tenían el espíritu fanático de los que creen que pueden conseguir la victoria, si no ellos mismos, sí sus compatriotas a los que no traicionarían jamás. Pero hubo uno de entre todos que, más nervioso, bajó los ojos cuando el cónsul se acercó y miró al suelo. Catón asintió casi imperceptiblemente. No era un gesto para el exterior, para los que le rodeaban, sino para sí mismo.

–Éste -dijo el cónsul en voz alta señalando al hispano que no había tenido las agallas suficientes de mirarle a los ojos.

Dos legionarios cogieron al ibero por la espalda y se lo llevaron a rastras mientras el guerrero profería gritos con maldiciones e insultos que Catón desdeñó.

–¿Qué hacemos con el resto, cónsul? – preguntó uno de los dos tribunos que acompañaban al cónsul en su revista a los prisioneros.

Catón, que ya estaba caminando de regreso al praetorium, se detuvo un segundo, pero sin tan siquiera darse la vuelta respondió con rotundidad.

–Matadlos. No nos sirven de nada. – Y marchó hacia el interior de la tienda del praetorium. Era demasiado pronto en la campaña para hacer acopio de esclavos. Hacer prisioneros, además, implicaba tener que dedicar parte de los soldados a vigilarlos hasta que pudiera llevarlos a Roma donde venderlos a buen precio y, para colmo de desgracias, habría que alimentarlos. No, todo eso eran problemas de logística para el planeado ataque hacia el sur. De momento no habría esclavos. Lo inteligente, desde un punto de vista económico, era hacerlos al final de la campaña y no desde el principio.

El cónsul, de regreso en su tienda, se sentó en la sella cururlis en espera de que le trajeran los últimos informes de las escaramuzas que se estaban preparando. Cada mañana repasaba los poblados que se habían destruido y los que quedaban en pie. Se había marcado el objetivo mínimo de arrasar una ciudad ibera al día y el cónsul era hombre escrupuloso y disciplinado en todo aquello que consideraba que era su obligación como servidor del Estado romano. Los tribunos y el resto de oficiales entraron en la tienda del praetorium. Iban a empezar la ronda de informes del día cuando un grito bestial llegó nítido y claro a los tímpanos de los allí presentes. Nadie dijo nada. Se trataba, sin duda, del ibero al que estaban torturando para sonsacarle información. El cónsul hizo una seña para que se acercara el proximus lictor.

–Diles que vayan despacio con ese hombre -le dijo el cónsul en voz baja-. Ese hombre hablará, pero hay que darle un poco de tiempo. Que vayan despacio. Tenemos todo el día para este asunto.

El proximus lictor asintió y salió con rapidez de la tienda. Los aullidos de dolor del hispano torturado bajaron un poco en intensidad y parecieron espaciarse algo, pero seguían allí invadiéndolo todo de forma intermitente. El cónsul, no obstante, parecía no oír aquellos gritos y miraba a sus oficiales esperando que continuaran con los informes que se habían interrumpido con la llegada de aquellos iberos rebeldes apresados.

Los centuriones fueron los que hablaron primero. Mientras lo hacían, de cuando en cuando se oía un nuevo grito desgarrador que hacía que el que hablaba se detuviera un instante antes de proseguir, pero la mirada fría del cónsul hacía que cada centurión diera a término a su informe sin atender más a aquellos aullidos. Los oficiales acabaron sus intervenciones y todos quedaron a expensas de recibir órdenes del cónsul. Catón se levantó y se dirigió a la mesa de los mapas. Habían destruido más de la mitad de las fortalezas rebeldes de la región, arrasado campos y poblados a decenas y habían apresado el ganado de casi todas las granjas. Estaba meditando lanzar un ataque a gran escala en el que limpiar la zona de todo núcleo opositor en cien millas a la redonda, pero no estaba seguro. Necesitaba saber dónde estaba el grueso de las tropas iberas antes de hacer un movimiento táctico de esa envergadura. Y aún no sabía nada. Se sentía ciego.

–Hoy descansaremos. Necesito más información -dijo, y levantó la mano indicando que todos salieran.

Catón pasó el resto del día en el praetorium, estudiando los mapas de la región una y otra vez, comiendo frugalmente pasas, nueces y unas gachas de trigo. Casi sin darse cuenta se le pasó el día. Entraron unos esclavos y encendieron las lámparas de aceite que estaban distribuidas en cada una de las esquinas de la tienda. Pensó en salir un rato e inspeccionar que todo siguiera en orden y que los hombres no estuvieran ociosos sino trabajando y adiestrándose cuando, de pronto, el cónsul levantó la cabeza. Faltaba algo. Ya no había gritos. Por un momento temió lo peor, pero los dioses estaban con él pues al momento entró el proximus lictor.

–Ya ha hablado. Ha tardado, pero ha hablado.

El cónsul respondió con una sola palabra.

–¿Dónde?

El lictor se acercó a la mesa de los mapas junto a la que estaba sentado el cónsul y señaló un punto a medio día de viaje a marchas forzadas en dirección sur.

–Se están reagrupando aquí. Dice que estarán listos con la próxima luna llena.

Marco Porcio Catón hizo un cálculo rápido. Faltaban sólo tres días. Se levantó de golpe y, al tiempo que salía del praetorium, dio las órdenes a los oficiales que llevaban todo el día esperando a la puerta de la tienda de su general en jefe sin saber bien qué hacer.

–Salimos mañana al amanecer. Hacia el sur.

Los tribunos y centuriones asintieron. Ahora sí tenían mucho trabajo.

Tal y como había calculado e\ proximus lictor, al atardecer llegaron al punto donde el ibero había confesado que se estaban reuniendo las diferentes tribus iberas para lanzar un feroz y letal ataque contra las legiones de Emporiae. Justo al entrar en un valle con una extensa planicie vislumbraron lo que era un gigantesco campamento de vieja construcción. Todos pensaron que los iberos habían aprendido de los romanos y habían fortificado el punto de reunión con empalizadas para evitar ser sorprendidos antes de estar completamente preparados, pero Catón comprendió en seguida que los iberos, muy hábiles, se habían apropiado de uno de los viejos campamentos que los Escipiones construyeron en la región en el pasado reciente. No dejaba de ser una curiosa broma del destino que los iberos se hicieran fuertes tras las murallas levantadas por alguno de los Escipiones, pero Catón estaba dispuesto a desafiar a los iberos, a los Escipiones y, llegado el caso, al destino mismo. Su idea, al adelantarse un par de días a la fecha que los iberos habían fijado para lanzar su ataque era la de, en la medida de lo posible, cogerles de improviso y, con un poco de ayuda de la diosa Fortuna, enfrentarse a ellos antes de que estuvieran todos reunidos. Había conseguido el primer objetivo, pues los iberos se sorprendieron, y mucho, al ver las legiones de Roma allí, justo delante de su fortificación cuando habían calculado ser ellos los que sitiaran a los romanos junto a la ciudad de Emporiae. Pero el segundo objetivo, el de llegar allí antes de que estuviera el grueso de las tribus rebeldes a Roma reunidas no fue posible. El campamento era gigantesco. Por sus dimensiones ocupaba casi el doble que el espacio que precisaba el ejército consular.

–¿Cuántos calculáis que hay? – preguntó Catón a los tribunos.

–Cuarenta mil, mi general, quizá más -se aventuró a decir uno de ellos. El cónsul asintió. Él había calculado una cifra parecida. La empresa era muy difícil. En efecto, los iberos les doblaban en número. Tendría que sorprenderlos aún más y aprovechar su desorganizada forma de combatir para imponerse. Y tendría que encontrar también la forma de motivar a sus soldados lo suficiente como para que lucharan hasta la última gota de sangre. Sólo así se conseguiría la victoria. Hasta entonces sus hombres sólo habían combatido en cómodas situaciones de ventaja. La verdadera guerra empezaría mañana al amanecer y él, Marco Porcio Catón, no pensaba ni en perder ni en morir en Hispania, y si lo hacía, tenía claro que con él perecerían todos.

–Acamparemos aquí. Quiero que nos vean levantar el campamento -dijo el cónsul.

Y los legionarios se esmeraron en su trabajo. Levantaron altas empalizadas y cavaron fosos profundos. Sabían que todo ese trabajo iba en beneficio de su seguridad. Si las cosas salían mal, aquellas vallas y zanjas les protegerían, serían su mejor salvaguarda. Convenía hacerlas bien. No necesitaban los gritos de sus oficiales para comprender la importancia de aquella tarea.

Con la noche llegaron las hogueras y un poco de descanso para todos. No estaban las empalizadas completamente terminadas y los fosos no eran aún muy hondos, pero no era frecuente entrar en combate tan rápido, sino que lo habitual era que los dos ejércitos se tantearan en pequeñas escaramuzas entre las infanterías ligeras y las caballerías respectivas antes de que se emprendiera una gran batalla campal. Aquello les permitiría terminar la fortificación en los próximos días.

Los legionarios comieron bien, pero no se repartió ni una gota de vino. Aquello no hacía muy popular al cónsul, pero les había dejado hacer todo el pillaje posible en el norte y era razonable estar sobrio si el enemigo, de manera inesperada, decidía presentar combate; sin embargo, todos los planes de descanso de los legionarios se vinieron abajo cuando en medio de la noche, en silencio, sin bucinatores ni tubicines pero con firmeza en la voz de los centuriones, empezaron a ser despertados por furibundos oficiales que primero a empujones y, cuando esto no era suficiente, directamente a puntapiés, los sacaban de las tiendas de forma imprevista.

En poco tiempo estuvieron las dos legiones formadas a las puertas del campamento, en el lado contrario a donde se encontraban los iberos, de forma que la luz de la luna no podía descubrir que todo el ejército romano había salido en formación y que, por orden expresa del cónsul, se retiraba hacia las colinas por las que habían llegado la mañana anterior. Se adentraron a paso tranquilo por las colinas. El cónsul quería evitar que el ruido de veinte mil legionarios pudiera despertar a los iberos, pero cuando alcanzaron las colinas y el bosque circundante los envolvía apagando sus ruidos, recibieron la instrucción de acelerar y, magnis itineribus, cruzaron las colinas, para rodear toda una pequeña sierra y entrar en el valle justo por el lado opuesto a por donde lo habían realizado el día anterior. Los legionarios no entendían cuál era el objetivo de aquel agotador traslado nocturno. Y los iberos tampoco, pues cuando al amanecer se levantaron y descubrieron el campamento romano vacío a un lado y justo en el otro extremo de su propio campamento a las dos legiones formadas, no pudieron hacer otra cosa que reírse de aquel absurdo. Si los romanos atacaban y se veían obligados a retroceder nunca podrían alcanzar su campamento. Aquello era una locura para todos. Para todos, claro, menos para Marco Porcio Catón.

El cónsul de Roma, por primera vez, se iba a dirigir a sus hombres. Era justo antes de un gran combate. El primero de una gran serie o el primero y último de toda la campaña si se recibía una derrota total. Catón había decidido, fiel a su forma de ver las cosas, no dejar mucho margen a situaciones intermedias. El cónsul se subió a un caballo y situó al animal justo frente a los manípulos centrales de las dos legiones. No había viento que robara sus palabras. Si hablaba bien alto, con potencia, la mayoría de los allí reunidos le escucharía y los que no le oyeran podrían preguntar a los legionarios de los manípulos centrales. Tenía decidido esperar un tiempo con escaramuzas previas al gran ataque, de modo que ese espacio sirviera para que su discurso fuera pasado de boca en boca y que, de esa forma, su mensaje llegara no ya a los oídos sino a las entrañas de todos los guerreros de su ejército.

–¡Legionarios de Roma! ¡Escuchadme bien! ¡Éste puede que sea nuestro único gran combate en esta tierra de bárbaros o el primero de una larga serie de victorias! ¡Lo que ocurra al final de todo, por todos los dioses, sólo depende de vosotros! ¡Os explicaré cuál es la situación! – Y calló un segundo para asegurarse de que tenía la atención de su ejército; no se oía nada, ni un murmullo; bien. Catón continuó hablando-: ¡Ante vosotros está el enemigo en su campamento! ¡Tras vosotros sólo hay territorio hostil y miles de enemigos dispuestos a terminar con todos! ¡Aquí no hay más ciudades amigas cercanas que la de Emporiae y tanto vuestro campamento como Emporiae están justo detrás del enemigo reunido en gran número para terminar con vosotros! ¡No hay huida posible! ¡No hay otro camino posible que el de la victoria absoluta o la muerte! ¡Si retrocedéis, si huis, no encontraréis el campamento a vuestras espaldas donde refugiaros y llorar como mujeres asustadas, sino territorio enemigo y sólo una muerte segura, o peor aún, esclavitud, prisión, tortura y una terrible y lenta muerte a manos de unos bárbaros que no albergan otros sentimientos que odio y furia contra nosotros! ¡Pero ése no tiene por qué ser vuestro destino! ¡Yo creo en hombres que son capaces de forjar su propio destino! ¡Escuchadme bien, legionarios de Roma! ¡Yo os prometo riqueza, esclavos, mujeres, placer y disfrute a raudales, todo lo que hayáis imaginado y mucho más! ¡Pero todo eso ha de ganarse con esfuerzo empezando esta misma mañana! ¡Si derrotáis a los iberos el botín de guerra será para todos vosotros! ¡Yo no quiero ni una libra de oro o plata! ¡Todo para vosotros! ¡Lo que saquéis de los despojos de cada victoria será siempre vuestro! ¡Todo vuestro! ¡Y los prisioneros vuestros esclavos para vender a los quaestores aquí, sub hasta, o en Roma, en el mercado que queráis; y sus mujeres serán vuestras esclavas o vuestras amantes o ambas cosas a la vez! ¡Todo para vosotros! ¡Podéis tenerlo todo, todo lo que soñasteis cuando os alistasteis en estas legiones y mucho más! Y, ¿sabéis una cosa, romanos?, ¿sabéis una cosa? – Catón veía como todos estiraban el cuello para atender aún mejor-. ¡Entre vuestras riquezas y vosotros sólo se interponen esos malditos iberos que están allí acampados! ¡Sacadlos a campo abierto y matadlos a todos y el mundo será vuestro! ¡No dejéis ni uno con vida y lo tendréis todo! ¡Yo os guiaré, pero vosotros seréis mis puños y mis manos! ¡Si me fallan los puños, no podré vencer, pero si mis puños son fuertes como el hierro os prometo la victoria y todas las riquezas que os he descrito! ¡Todo será vuestro y Roma se rendirá a vuestros pies por terminar de una vez con la maldita resistencia de unos bárbaros locos y desagradecidos, traidores y desleales a Roma! ¡No hay otro camino, legionarios! ¡Si os retiráis no hay lugar para cobijarse; si, por el contrario, lucháis hasta el final, conseguiremos vencer! ¡No, no hay otro camino, por Júpiter! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! – Y levantó las manos en alto mirando al cielo y repitiendo una vez más el grito de guerra de las legiones de Roma-. ¡Muerte o victoria!

Y veinte mil legionarios aullaron desde lo más profundo de su ser repitiendo aquel grito de combate enfervorizados y encendidos como no lo habían estado nunca, prestos a entrar en la más atroz de las vorágines: un batalla campal sin cuartel, sin rendición posible, sin descanso, hasta la última gota de su sangre o de la sangre del enemigo.

–¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria!