Coracesium era un enclave portuario al abrigo de un gran promontorio rocoso que se adentraba en el mar generando en su entorno una bahía natural donde las naves quedaban protegidas de la furia de los dioses. Tras el desastre de Magnesia y ante la negativa del rey
Antíoco de volver a recibirle en audiencia, Aníbal se había dirigido a aquella ciudad, refugio de los piratas de la región.
–Hay que abandonar Asia, y pronto -le había dicho Aníbal a Maharbal tras la derrota de Magnesia-. Antíoco, tarde o temprano, cederá a los romanos y no sólo les cederá territorios sino que también nos entregará. Nos usará como moneda de cambio cuando le venga bien.
–Pero ¿adonde podemos ir? – preguntó Maharbal visiblemente preocupado, pues las opciones, tras la victoria de Roma en Asia Menor, se reducían notablemente.
–Aún hay enemigos de Roma, Maharbal, muchos y, cuanto más crezca su poder más enemigos surgirán, pero de momento, hasta que encontremos un rey que se atreva a acogernos, Coracesium es el destino más próximo y más seguro.
–Coracesium es un bastión de los piratas.
–Precisamente, Maharbal, sin gobierno. Aunque formalmente pertenezca al imperio de Antíoco hace años que son los piratas los que realmente rigen el destino de esa ciudad. Iremos a Coracesium. Y envía un mensaje a Antioquía para que nuestros hombres traigan a Imilce. Cuanto antes la saquemos de allí, mejor.
Las murallas de la ciudad se extendían por todo el promontorio rocoso que se internaba en el mar. La bahía estaba repleta de naves de toda condición y origen, pues muchas eran fruto de la piratería misma: se veían barcos mercantes romanos, rodios, egipcios, macedonios y hasta cartagineses. Todos apresados por los piratas. La visión de estos últimos dolió particularmente a Aníbal y sus hombres. Todos sabían que en otro tiempo, cuando Cartago poseía una poderosa flota militar, nadie, ningún pirata se habría atrevido a atacar a mercantes púnicos. Los buques cartagineses allí varados eran sólo una muestra más de la debilidad de su Cartago natal. Pero la visión de los mismos también reavivó en el ánimo de Aníbal, Maharbal y el centenar de hombres fieles que les acompañaban el deseo de seguir luchando por poder recuperar la gloria de tiempos pasados. Ahora todo parecía perdido, pero Aníbal seguía vivo y mientras Aníbal viviera, todos los del grupo tenían la esperanza de revertir el curso casi incontrolable de la historia.
En el corazón de la bahía, en un muelle donde se reunían decenas de capitanes piratas del Egeo y el Helesponto, se presentó Aníbal. Maharbal había hecho su trabajo. Primero consiguió que una docena de veteranos viajara a Antioquía y regresara hasta alcanzar Coracesium, escoltando a Imilce, en pocos días, y, por otro lado, el oficial de confianza de Aníbal había acordado un cita con uno de los piratas más poderosos de la región. Nada más llegar, el pirata se separó del resto y condujo a Aníbal y Maharbal a una pequeña casa que se levantaba junto al muelle. Los veteranos púnicos se quedaron en el puerto, custodiando las posesiones del general, entre las que destacaba el pesado cargamento de estatuas del que, para sorpresa de Maharbal, Aníbal nunca se desprendía, y protegiendo a Imilce y a algunas otras mujeres de diversa condición y origen que acompañaban al grupo de desterrados. Unos piratas, con ojos codiciosos, miraban las pertenencias del general púnico y otros, con lujuria en su mirada, estudiaban el cuerpo de Imilce y del resto de mujeres, pero ni los unos ni los otros se atrevían a atacar a unos hombres que habían estado en mil batallas y que podían ser capaces por sí solos, si las cosas se ponían a malas, de tomar por la fuerza la bahía. No, era mejor dejar tranquilos a aquellos guerreros que parecían pertenecer a otro mundo, a otro tiempo, y seguir viviendo del robo y el saqueo de barcos sin protección gobernados por gentes honestas poco dadas a la violencia y, en consecuencia, fáciles de doblegar, atrapar, y luego vender como esclavos.
En la pequeña casa, el capitán pirata estaba llegando a un acuerdo con Aníbal.
–¿Un barco con tripulación que os conduzca a todos a un puerto seguro? Es posible, se puede conseguir, si hay dinero…
–Hay dinero -respondió Aníbal seco-, pero será un barco sin casi tripulación. Mis hombres me bastan para gobernar una nave. Sólo embarcarán el mínimo necesario de tus hombres. Sólo los que hagan falta para que la nave regrese a Coracesium. Si esos hombres me causan problemas los echaré por la borda y me quedaré con el barco.
El pirata se hizo hacia atrás reclinándose en su asiento. No estaba satisfecho con la propuesta.
–¿Y quién me dice que no harás eso de todas formas?
–Te lo dice Aníbal, que no es un pirata, y además te pagaré con suficiente oro para que ésa sea la menor de tus preocupaciones. Yo me preocuparía por que los romanos no decidan hacerse con esta ciudad ahora que las tropas de Antíoco se retiran más allá de las montañas del Tauro.
–Los romanos nunca regirán el destino en Asia Menor -respondió el pirata con la segundad de la soberbia.
Aníbal sonrió.
–Ojalá tengas razón, capitán. ¿Qué hay del barco? – Necesito ver el oro.
Aníbal no se inmutó. Se metió ambas manos bajo su capa militar y extrajo dos, tres, cuatro bolsas de piel que arrojó sobre la mesa que quedaba entre ambos interlocutores. El pirata abrió una bolsa y vertió el contenido. El ruido inconfundible de decenas de monedas de oro salpicó la estancia y de cada pared retornaba el sonido metálico del dinero.
–Tendrás un cofre repleto con las mismas monedas. ¿Es suficiente? – preguntó Aníbal.
El pirata iba abriendo bolsa tras bolsa obteniendo con cada una el mismo resultado que con la primera.
–Es suficiente -dijo-. ¿Dónde ha de ir el barco?
Aníbal sonrió de nuevo.
–Eso ya se lo diré en alta mar a tus hombres.
–Mis hombres, si vuelven, me dirán dónde has ido, ¿qué ganas con ocultarlo?
–Para cuando tus hombres regresen, si es que son capaces de sobrevivir a las tormentas y a otros piratas como tú, yo ya me habré alejado del lugar donde nos hayan desembarcado. Gano tiempo. ¿Quién me asegura que no vas a traicionarme y entregarme a alguno de mis enemigos?
El capitán permaneció en silencio un minuto, luego sonrió y por fin soltó una sonora carcajada.
–¡Que traigan vino! – espetó el capitán a una mujer que se encontraba a su espalda-. Hoy ya hemos reunido botín para varias semanas.
Aníbal bebió con rapidez una copa de vino y luego salió de la casa en dirección al muelle. Maharbal le seguía de cerca.
–En cuanto el barco esté preparado zarparemos -dijo el general-. Éste es un lugar peligroso.
Maharbal dudó en preguntar, pero al final se decidió.
–¿Adonde iremos?
Aníbal seguía andando despacio, no quería transmitir a los piratas de la ciudad que se encontraba nervioso, y respondió en voz baja.
–Iremos a Creta, a la parte más lejana, a la región suroccidental de Creta. Es otro refugio de piratas. La zona oriental y el centro, en particular Cnossos, están bajo el control de Rodas, que son aliados de Roma, pero el occidente era la base de la flota de Nabis de Esparta.
–Sí, pero Nabis cayó hace unos años.
–Sí, Maharbal, pero nadie se ha hecho aún con el control de los puertos de esa región de Creta. Roma ha tenido que concentrar su flota en el Egeo y olvidarse de los piratas de Nabis. Además es un territorio muy montañoso y ahora, Maharbal, lo que necesitamos es escondernos. Desde allí mandaré mensajeros a diferentes reinos en busca de un lugar mejor, de un lugar desde el que podamos volver a poner nerviosos a Roma. Tengo algunas ideas, especialmente en Asia.
–¿Y por qué no acudimos a ese sitio ya, directamente, sin pasar por Creta?
–Porque hay que dar un tiempo para ver cómo se alinea cada reino. Unos van a tomar partido por Roma, sobre todo Pérgamo y Rodas, y estos reinos se verán favorecidos por grandes cesiones territoriales ante la obligada retirada de Antíoco por presión de las legiones, pero eso, como toda reorganización territorial, creará reyes que se sentirán afrentados, maltratados por Roma. Entre estos últimos encontraremos nuestros aliados futuros, pero hay que esconderse y esperar, Maharbal. Esconderse y esperar. Esta guerra no ha terminado aún.
ESCIPIÓN
desde la fundación de Roma)
[Remedio para bueyes: si crees que un buey puede caer enfermo, hay que dar a los bueyes, antes de que enfermen, el siguiente remedio: tres granos de sal, tres hojas de laurel, tres hojas de puerros, tres cabezas de ajo común, tres cabezas de ajo grande, tres granos de incienso, tres plantas de hierbas sabinas, tres hojas de ruda, tres tallos de cepa blanca, tres judías blancas, tres carbones calientes y tres medidas de vino.]
Marco Porcio Catón, De Re Rustica, LXXLXXIII, 70
[Altera manu fert lapidem, panem ostentat altera.
Con una mano muestra el pan y en la otra lleva una piedra.]
plauto, Aulularia, 195
Escipión, Africanus (Libro VI)
Hubo un momento en el que pensé que estaba fuera del alcance de las maquinaciones de Catón. En eso llevaba él razón: tras mi triunfo celebrado en Roma, pensaba que estaba por encima de ellos, de Catón y los suyos, pero no lo pensaba con la idea de imponerme a ellos sino con la paz que otorga el sentirse a salvo de los enemigos. Y no hay mayor error que infravalorar la capacidad de reacción del contrario. Es algo que nunca me permití en el campo de batalla, pero que descuidé en el ámbito de la política de Roma. Catón quebraba alianzas que yo creaba en el extranjero con otros pueblos, desorganizando parte de mis conquistas, y yo, mientras, cegado por estos movimientos de mi implacable enemigo, era incapaz de ver cómo el propio Catón trababa, a su vez, nuevas alianzas para dejarme solo, desprotegido y vulnerable en el corazón mismo de Roma: en el Senado.
Además, Catón, he de admitirlo, posee una característica que compensa su quizá menor inteligencia en comparación con mi gran enemigo del pasado, Fabio Máximo: Catón es la persona más tenaz que existe en Roma. Puedes derrotarle en infinidad de ocasiones, pero si no le destru yes, esperará, y esperará con una paciencia letal, y cuando menos lo imaginas devuelve todos los golpes con una frialdad y una crudeza que te hielan el espíritu. Así es Catón. Así se enfrentó conmigo. Es posible también que el desasosiego en mi entorno familiar tampoco contribuyera a defenderme de los ataques del censor de Roma. La relación con Emilia se había deteriorado aún más al traerme a Areté desde Asia. Mi hijo se mantenía distante, convencido de que, una vez más, me había defraudado y yo no supe hacerle entender que no debía sentirse así. Nos alejamos el uno del otro sin casi darnos cuenta. Con mi hija mayor, casada, hablaba poco, nos veíamos poco y la pequeña Cornelia, enterada de lo que ordené hacer en Magnesia con respecto a Graco, me rehuía. Supongo que en este estado de cosas es normal que me refugiara en Areté. (Debo revisar estas anotaciones y eliminar algunas cosas; no quiero que Emilia pueda verse aún más herida por estas memorias; ella no tiene culpa de mis debilidades; lo que está claro es que si le hubiera hecho más caso quizá hubiera podido resolver el enfrentamiento con Catón y evitar sus terribles consecuencias, eso es lo que realmente quiero decir.) Pero debo ir por partes. La lucha política contra Catón tras la campaña de Asia tuvo varias fases y en algunas vencí. El pueblo siempre estuvo a mi favor, pero Roma es mucho más compleja que saber manejar al pueblo. Catón ha tenido la habilidad de saber manejar con destreza todos los entresijos del gobierno de Roma, todas las instituciones. Comprendió que sólo un ataque combinado desde diversas instituciones a la vez podía derribarme. Como estratega, aún analizo con admiración su táctica política. Como ciudadano de Roma en el exilio, veo con profundo temor su victoria. Como individuo, vivo con tristeza la traición de Roma entera. Referiré ahora los acontecimientos por orden cronológico y no dejaré de comentar los sucesos que me llegaron sobre Aníbal, aunque sobre él volveré en el último libro de estas memorias con más profundidad. Su propia vida y la forma en que esa vida suya afectó ala mía y ala de toda mi familia, asilo merece. Pero volvamos a los triunfantes días tras la victoria sobre Antíoco.
Publio escuchaba con pasión el relato de su hermano. Estaba sentado en su lecho, en aquella habitación de la casa en la que se había alojado en Elea, cubierto con un par de mantas y sudando, pero la fiebre bajaba y, ya fuera porque la enfermedad remitiera o porque la narración de la victoria de Magnesia le daba energía, el caso es que Publio se encontraba muy mejorado. Frente a él, su hermano Lucio, sentado en una sella, proseguía con su relato.
–Todo salió, hermano, tal y como pronosticaste. Antíoco no hizo caso a Aníbal en nada, de eso podemos estar bien seguros: ni se usaron los elefantes como vanguardia de ataque en bloque ni supieron aprovechar la superioridad de su caballería.
–Sí, sobre todo eso último -confirmó Publio-. Aníbal nunca desaprovechó la caballería en ninguna batalla. Es seguro que en Magnesia no le hicieron caso en nada, para fortuna nuestra. Entonces, todo son buenas noticias, ¿no es así?
Pero Lucio dudó y tardó un instante antes de dar respuesta a la pregunta de su hermano.
–Bueno, hay algunas cosas que no han salido exactamente como pensamos.
Publio no preguntó, sino que se limitó a mantener su mirada fija en su hermano. Lucio había omitido hasta ese momento -pues quería asegurarse de que su hermano estuviera en condiciones de recibir todas las noticias, las buenas y las no tan buenas- lo acontecido con Graco, pero decidió que ya era momento de transmitir a Publio aquel punto con precisión.
–Graco ha sobrevivido. – Y ante la cara de incredulidad de Publio, Lucio se sintió en la obligación de aportar algunos detalles más-. No me preguntes cómo, hermano, pero sobrevivió. Ahenobarbo asegura que mantuvo la posición con firmeza y quizá eso no sea lo peor, sino que su resistencia contra los catafractos le ha convertido en una especie de héroe entre los legionarios de la expedición a Asia. Graco regresa con mucho prestigio de esta campaña. Graco regresa más poderoso de lo que vino -concluyó Lucio con cierta pesadumbre.
–No importa -replicó Publio con seguridad-. Puede que regrese más fuerte, pero nosotros retornamos a Roma directos hacia otro gran triunfo, Lucio. Eso no nos lo puede negar el Senado, no después de poner en fuga a todo el ejército de Antíoco. Graco será más poderoso que antes, pero tú y yo, hermano, tú y yo somos ahora intocables. – Y había un destello especial, un fulgor vivido e intenso en las pupilas de Publio que impregnó de orgullo y fuerza a Lucio.
–Supongo que tienes razón, hermano. Pocas familias han aportado tantas victorias y conquistas a Roma.
–Exacto, Lucio, exacto. Desde ahora estamos por encima de todos. Graco no importa nada. Quizá Asia haya valido para que comprenda que no deseo verle próximo a mi hija nunca más.
Lucio asintió.
–Sí, imagino que eso lo tendrá claro.
–¿Y el muchacho? – inquirió Publio al tiempo que se quitaba una manta de encima, como quien hace la pregunta distraído, como si la respuesta no fuera algo vital para él.
–Silano asegura que luchó con bravura, aunque se internó con unos pocos locos más allá de la falange enemiga por una brecha y tuvo que ir el propio Silano a sacarlo, pero fue valiente. – Lucio lamentó nada más pronunciar aquellas frases la torpe forma en la que se había expresado. Parecía que el muchacho hubiera sido un loco y eso era lo último que quería dar a entender a su hermano sobre el joven Publio, pero ya era tarde para enmiendas.
–Demasiado alocado, siempre -decía Publio con un rostro serio y los labios apretados mientras hacía una breve pausa en su comentario a la actuación de su hijo en aquella campaña-. Primero se deja atrapar por el enemigo y luego vuelve a ponerse en peligro en medio del combate. Lucio, el muchacho me ha decepcionado profundamente en esta campaña. Me ha decepcionado. – Una pausa más larga acompañada del silencio del propio Lucio hasta que Publio aventuró sus últimas palabras de valoración sobre la actuación de su hijo en el combate-. Si no hubiera sido hijo mío, Aníbal o los sirios le habrían matado y Silano tampoco se habría arriesgado para salvarle. Si no fuera mi hijo estaría muerto ya dos veces. – Y suspiró y negaba con la cabeza profundamente apesadumbrado. Lucio pensó en contraargumentar que a él mismo, al gran Africanus, le salvó la vida Lelio en el pasado, junto al río Tesino, pero pensó que era mejor no entrar en una discusión con su hermano convaleciente. Ya habría tiempo durante el regreso para hablar del joven Publio. En ese momento incómodo para los dos entró la joven Areté con paños limpios humedecidos con agua fresca para limpiar al general, pero la muchacha, al ver que el general no estaba solo, dio media vuelta para volver a salir de la tienda.
–No, no te vayas -ordenó Publio con firmeza, y la esclava se dio la vuelta de nuevo y se situó junto al lecho del general, se arrodilló y empezó a pasarle paños limpios por los brazos mientras los dos hombres seguían hablando.
–Bueno, eso es todo, hermano -continuaba Lucio-. Me he anticipado a las legiones, pero pronto llegarán aquí, a Elea, y podremos organizar el regreso lo más rápido que sea posible. Las negociaciones de paz con Antíoco ya están en marcha. No dudo que aceptará la retirada de lo que le queda de ejército más allá del Tauro. Como muestra de su nueva actitud nos ha enviado ya un pequeño cofre con quinientos talentos de oro, como anticipo de los futuros pagos de indemnización por los gastos de esta guerra -decía mientras veía la forma en la que aquella joven esclava pasaba con suavidad especial aquellos paños por los brazos desnudos de su hermano. Aquello no era limpiar. Aquello eran caricias y a Lucio, aunque no fuera hombre intuitivo en las relaciones entre hombres y mujeres, le resultó evidente que entre su hermano Publio y aquella joven y muy hermosa esclava había algo mucho más intenso que un fugaz devaneo o desahogo y, con pericia, intuyó que aquello se iba a alargar en el futuro y que no traería paz ni sosiego a la casa de los Escipiones. Emilia no viviría con alegría la prolongación de aquella relación, pero Lucio se cuidó mucho de decir nada sobre el asunto. La vida privada de su hermano le pertenecía a él y sólo a él. Eso sí, Lucio se levantó. Prefería ausentarse y no ser testigo de lo que ocurría allí. No quería tener cosas que ocultar a Emilia cuando ella, como hacía siempre, preguntara sobre todo lo acontecido en aquella larga campaña. Publio, al ver la mirada de su hermano, entendió también el desagrado de Lucio hacia aquella relación, pero se conformó con el silencio y la discreción con la que la recibía. No pedía más. Publio le respondió antes de que se fuera y le dejara a solas con Areté.
–Esos quinientos talentos nos los quedaremos nosotros. Los considero parte del botín de la batalla, no un pago de guerra. Nos los hemos ganado a pulso, hermano.
Lucio asintió, sin pensar en que aquella decisión pudiera tener consecuencia alguna, no después de una victoria tan abrumadora y que tantos beneficios reportaba a Roma, así que saludó a Publio llevándose la mano derecha al pecho y salió de la estancia.
Publio se quedó en compañía de la hermosa Areté. Con Emilia, sin duda, todo sería más difícil que con su hermano. Pero daba igual. Después de una victoria como aquélla se consideraba con derecho a disfrutar de los placeres de la vida más allá de los sentimientos. Pensaba, equivocadamente, que con aquel último gran triunfo, podría evitar la amargura del remordimiento. La vanidad se divierte así: nos engaña; nos ciega.
Eumenes II de Pérgamo ascendía por la avenida que conducía a la gran Acrópolis de la capital de su emergente reino. Habían venido mercaderes, soldados, embajadas, prestamistas, mujeres de vida disipada, ciudadanos admirados y ciudadanos en busca de fortuna desde todos los rincones de los dominios bajo control de Pérgamo; desde los puertos, pesquerías y grandes olivares y viñedos al sur del Monte Ida, la misma zona de donde el ejército conseguía los mejores caballos, hasta de las minas de oro y plata de las regiones próximas y de las ciudades griegas de la costa o desde las poblaciones del valle del Caico. Y es que todo el mundo quería ver entrar al gran rey Eumenes II victorioso en la inmensa acrópolis de Pérgamo. Todos intuían que el mundo cambiaba y cambiaba para transformar a aquella gran ciudad que los gobernaba en el centro de poder, y de comercio, de toda Asia Menor. Eso significaba mucho dinero fluyendo por aquella emergente ciudad y eso, sin duda, atraía a todos los que habían acudido aquella mañana. Los vencedores tienen muchos amigos, los vencidos ninguno.
Pérgamo había sido construida a imagen y semejanza de Alejandría, pero extendida por la ladera de una montaña sobre la que se erigía la gran acrópolis, en lugar de edificada sobre el delta de un gran río. Por la ladera del monte estaban los templos, los inmensos mercados, las viviendas de los ciudadanos más poderosos y los grandes edificios públicos. Los visitantes que llegaban a Pérgamo por primera vez no podían evitar sorprenderse por el gran número de estatuas y bajorrelieves que decoraban todas las calles de la ciudad.
Eumenes II quiso disfrutar de su entrada lo máximo posible y que ésta, a su vez, impresionara a todos de un modo impactante, así que se detuvo un momento en el agora de la ladera de la montaña, dando tiempo para que se concentraran allí todos los presos y estandartes que quería exhibir en su desfile ante el pueblo. Cruzó entonces las murallas antiguas de Atalo I y avanzó con la cabeza erguida y orgullosa sobre su caballo blanco entre el Santuario de Hera y el Gimnasio y siguió rodeando la acrópolis amurallada desfilando junto al Templo de Deméter. Ascendió y entró al fin en la gran fortificación de lo alto de la montaña y realizó un largo recorrido por el interior de la acrópolis que lo condujo por la Biblioteca, el inmenso Templo de Atenea y las gradas del gran teatro hasta detenerse frente a un altar levantado en tiempos antiguos en honor al dios supremo Zeus. Allí desmontó y elevó sus plegarias a Zeus al tiempo que hacía numerosas ofrendas y sacrificios de animales. Fue una celebración breve pero intensa. Al terminar, Eumenes se quedó mirando aquel viejo altar.
–Es pequeño -dijo-. Tendremos que construir uno mucho más grande para celebrar las futuras victorias. Pérgamo tiene que poseer el mayor de los altares en honor a Zeus del mundo entero. Lo construiremos -y un fulgor resplandecía en su mirada mientras se volvía hacia sus oficiales y consejeros que lo acompañaban en todo momento-, pero antes tendremos que conquistar el norte. Quiero las costas de Bitinia, quiero el comercio con el Ponto Euxino. A través de Pérgamo se distribuirán las riquezas de los países que rodean el Ponto Euxino y para ello tenemos que terminar con la rebeldía de Bitinia. Ése es nuestro objetivo próximo. Luego -y se volvió hacia el altar-, luego habrá tiempo para un nuevo altar y nuevas celebraciones. – Y se alejó del lugar caminando con decisión en dirección a su palacio. Quería mapas, quería un recuento de los soldados y jinetes y barcos de los que disponía y quería un plan de ataque contra Bitinia ya. Eumenes no era hombre de grandes pausas. Necesitaba acción.
Catón alegó enfermedad para no asistir al desfile triunfal de Lucio Cornelio Escipión, pero hasta su villa a las afueras de Roma llegaron gritos de la algarabía en la que se había sumido la ciudad que se le hicieron insoportables y que le obligaron a encerrarse en el austero tablinium de su casa y, como forma de olvidar el desagradable presente, se concentró en iniciar la redacción de un tratado sobre el cultivo y la ganadería. No tenía aún decidido si haría un volumen extenso sobre el tema o sólo un breve resumen de sus conocimientos. Eso, en ese momento, era secundario. Lo importante era ocupar el tiempo con algo que le alejara del nuevo triunfo de los Escipiones. Así pasó la mañana. De Re Rustica. Era el título apropiado. Su esposa hizo que le enviaran algo de comer, pero él no tenía ánimo para otro alimento que no fuera la rabia y una fría y meditada ansia de detener el imparable ascenso de los Escipiones, por el bien de Roma, por el bien del Estado, por el bien del mundo entero. Caminaban hacia una tiranía irrefrenable.
Al final del día, en la hora duodécima, un esclavo entró con unas tablillas en la mano. Catón había pedido a Spurino que anotara en un mensaje lo que los Escipiones habían exhibido ante el influenciable pueblo de Roma. No quería autoflagelarse. Leer aquella información era para tomar la medida adecuada del enemigo al que se enfrentaban. Las noticias eran peores que la más horrible de sus pesadillas:
Querido Marco:
Los Escipiones han hecho gala de todo su poder y de toda su aparente magnanimidad para con el pueblo y no han escatimado en nada. El triunfo ha superado incluso el del propio Publio Cornelio a su vuelta de África y, no contentos con eso, Lucio Cornelio, a imitación de su hermano, se hace llamar ahora con un sobrenombre: si Africanus es el título que se arrogó Publio Cornelio, su hermano Lucio se hace ahora llamar Asiaticus y así lo han aclamado por las calles de Roma. Pero dejo de aburrirte con mis valoraciones. Las cifras hablan por sí solas: los Escipiones han desfilado con «doscientas veinticuatro enseñas militares, ciento treinta y cuatro representaciones de ciudades, mil doscientos treinta y un colmillos de marfil, doscientas treinta y cuatro coronas de oro, ciento treinta y siete mil cuatrocientas veinte libras de plata, doscientas veinticuatro mil tetracmas áticas, trescientos veintiún mil sesenta cistóforos, ciento cuarenta mil filipos de oro, mil cuatrocientas veintitrés libras de vasos de plata (todos cincelados) y mil veintitrés libras de vasos de oro. También desfilaron delante del carro treinta y dos generales del rey, prefectos y altos dignatarios. Se le dieron veinticinco denarios a cada soldado, el doble a los centuriones y el triple a los jinetes. Después del triunfo se duplicó la paga militar y la ración de trigo.» [Tito Livio, XXXVII, 59, 3-6. Traducción del texto entrecomillado de la edición de José Antonio Villar Vidal.]
Y el mensaje de Spurino seguía y seguía, pero Catón decidió dejar de leer. El enemigo había regresado con una fuerza formidable, eso era evidente, pero no era menos cierto que Graco también se había fortalecido y era leal a la causa de terminar con el cada vez más incontestable poder de los Escipiones. La tarea era colosal, pero su determinación también. Marco Porcio Catón cerró los ojos e inspiró aire lentamente.
Las noticias de la derrota absoluta de los ejércitos del rey Antíoco de Siria contra las legiones romanas alivió en gran medida el desolado corazón de Netikerty. La madre de Jepri perdía al fin de vista una de sus mayores preocupaciones: el rey sirio retrocedía y se retiraba de muchas regiones y Egipto, aunque en un estado deplorable, recuperaba su autonomía. Los embajadores y representantes sirios abandonaban a toda prisa la corte del faraón. Ya no habría un levantamiento general contra Siria al que pudiera sumarse su pequeño Jepri contra un todopoderoso Antíoco. Sí, la lejana batalla de Magnesia había traído algo de paz al corazón de muchas egipcias que la vivieron como un pequeño gran desquite que devolvía con rabia y dolor el sufrimiento que el propio Antíoco les había causado años atrás al llevarse del mundo a tantos maridos y padres e hijos en la maldita masacre de Panion.
Pero Magnesia no resolvía otros problemas que acuciaban a Netikerty. Terminados los fastos de la gran boda real entre Ptolomeo V Epífanes y la reina Cleopatra I, las arcas del faraón ya no daban para mantener empleados a tantos sirvientes, y muchos, entre ellos Netikerty, tuvieron que salir de palacio para volver a servir en otras casas de altos funcionarios del Estado, oficiales del ejército o grandes comerciantes. Lamentablemente para Netikerty, el Egipto tolemaico había entrado en un proceso de crisis económica imparable agravado por una creciente desintegración política. El sur estaba en armas con grandes regiones en rebeldía que se negaban a reconocer la autoridad de la monarquía tolemaica. Estas sublevaciones habían quebrado el comercio con el Alto Egipto y habían interrumpido por completo la importación de oro del sur y lo mismo con cualquier otro producto proveniente de Nubia o Somalilandia. El faraón había emitido varios edictos reduciendo impuestos al ejército, a los sacerdotes y al pueblo en general para aliviar la situación económica, además de promulgar una amnistía parcial con la que buscaba congraciarse así con muchos de sus enemigos, pero no eran medidas suficientes ni para apaciguar el país ni para detener la crisis económica y social. Eran demasiados años de funcionarios amasando grandes cantidades de dinero a fuerza de impuestos excesivos, demasiado tiempo coaccionando a muchas familias para que sus hijos se alistaran en la marina o en el ejército. La gente había perdido la esperanza en Egipto y se abandonaban cultivos y diques y canales, se despoblaban los pueblos y la tierra fértil se reducía. El comercio de caravanas había estado detenido durante años o en manos sirias, dentro del gran Imperio seléucida que ahora, a su vez, también se desmoronaba. El faraón y sus validos habían planificado una política económica basada en la autarquía y eso, como consecuencia, al establecer aranceles comerciales a los productos importados, había reducido aún más el comercio. El resultado es que había menos ingresos para todos y los mercaderes importantes o los funcionarios tenían menos dinero y podían permitirse menos lujos y menos sirvientes. Llegó un momento en que Netikerty ya no encontraba trabajo y entonces, sin dinero, con un niño pequeño que no hacía más que crecer recio y fuerte, pero con apetito, Netikerty se encontró sin forma con la que procurarle el sustento. Pensó en cosas horribles; pensó en rebajarse y vender su cuerpo. Ya había tenido que entregarlo en el pasado, pero ni siquiera los hombres parecían querer o poder gastar mucho dinero en satisfacer sus apetitos carnales, o eso había oído Netikerty. Esas dudas, añadidas a lo abominable que se le hacía semejante trabajo, la condujeron a que, finalmente, engullera todo su orgullo y, como hiciera una noche lejana para enviar una carta, volviera a cruzar la ciudad de Alejandría, esta vez a la luz del sol, para dirigirse a la casa del mercader Casio. Una vez en la puerta golpeó, pero no con la decisión del pasado, sino con golpes suaves, como quien llama con el deseo de no recibir respuesta, como quien sólo llama a una puerta para sentir que ha cumplido con una misma. La puerta, no obstante, se abrió, y Netikerty, con una mezcla de tristeza y esperanza, entró, una vez más, en la casa de Casio.
–Al menos esta vez has venido de día -respondió el mercader romano cuando hizo aparición en el atrio-. Supongo que debo estarte agradecido de que en esta ocasión no hayas considerado necesario interrumpir mi descanso.
Netikerty sabía que no estaba en situación de responder al sarcasmo con comentarios impertinentes.
–He decidido aceptar el dinero que me envían desde Roma… -Y de pronto dudó; súbitamente se dio cuenta de que era muy posible que ese dinero ya no se enviara más y que lo más probable era que el propio Casio se hubiera gastado ya todo el que se había estado enviando durante todo aquel tiempo. Casio la miró de arriba abajo. Debía tener ya unos treinta años, pero aún se la veía hermosa. No entendía nada de lo que ocurría con relación a aquella mujer, pero estaba claro que tenía amigos muy poderosos en Roma y Casio era hombre cauto. Él no tomaba partido ni por los Escipiones ni por Catón y los suyos, pero procuraba mantenerse bien con todos. Para un comerciante era lo mejor. Y Casio, algo extraño en su profesión, pese a ser mujeriego, bebedor, libertino para muchos en Roma y un poco avaro, era, sin embargo, honesto en sus transacciones. Por eso le eligió Lelio para gestionar el dinero que enviaba. Así, Casio, después de muchos años de espera para hacer lo que iba a hacer, se dirigió al tablinium y, por primera vez en todo aquel tiempo, sacó un pequeño cofre y lo puso frente a Netikerty en una pequeña mesa junto a ella. Sacó una llave y abrió el cofre y lo dejó abierto con la llave al lado, en la mesa. Netikerty se acercó y miró en el interior. Estaba lleno de monedas de oro. ¿Ases? ¿Talentos?
–Está todo lo que se te ha estado enviando -explicaba Casio mientras se sentaba y se divertía viendo las pupilas de la egipcia dilatarse al contemplar aquel tesoro-. Ya advertí a Cayo Lelio que no recogías ese dinero, pero él ha seguido enviándolo cada año y me ordenó que lo guardara y así he hecho. Siempre decía que al final vendrías a por él. Está claro que te conoce bien.
Aquellas últimas palabras hirieron de forma especial a Netikerty y a punto estuvo de cambiar de idea y salir de allí sin coger ni una moneda, pero la sensatez primó sobre sus sentimientos y recordó que tenía un pequeño de apenas diez años al que no tenía nada que darle para comer. Ella podía aceptar la idea de morirse de hambre por no coger ni una moneda de aquel dinero de Lelio, pero no podía ver cómo su hijo corría la misma suerte por culpa de su orgullo. Con los hijos el orgullo propio se diluye. Se agachó y cogió un puñado de monedas.
–Cogeré sólo un poco de momento -dijo Netikerty-. No vivo en un lugar seguro para tener tanto dinero conmigo. ¿Puedes seguir guardando el resto?
Casio la miró algo perplejo. Aquel comentario era muy lúcido.
–Llevo años custodiándolo. No me importa guardarlo más tiempo. Y por mí puedes estar tranquila. Roma sigue importando grano de Egipto y me va bien. No necesito robarte.
Netikerty nunca había pensado en eso. Quizá aquel hombre se quedara con algo, pero eso, si ocurría, no le importaba. Con lo que había cogido tenía para salir adelante unos meses, quizá más de un año. Entretanto podría pensar qué hacer con el resto.
–Gracias -dijo Netikerty-, que los dioses romanos te sean propicios y protejan tus negocios. – Y dio media vuelta y se marchó.
Casio se quedó a solas en el atrio, entre sorprendido y agradecido por aquellas palabras de la mujer egipcia. ¿A qué comerciante no le gusta escuchar buenos deseos para su negocio? Se levantó despacio, cerró el cofre y le echó la llave. Luego tomó el cofre y lo llevó de vuelta al tablinium, donde abrió un cofre mucho más grande y con grandes y complejas cerraduras de hierro y lo introdujo en su interior y luego cerró todos los cerrojos con la meticulosidad del mercader.
Lelio llevaba horas esperando en el atrio de su casa. Los gritos de su mujer habían sonado extraños en su cabeza. No era la primera vez que oía a una mujer aullar de dolor al dar a luz, pero en aquella ocasión los alaridos habían sido peculiares, como una congoja ahogada, como si a su joven esposa le costara sacudirse el sufrimiento del momento. Lelio sacudió la cabeza y lo achacó todo a que era la primera vez que oía a una mujer en esa situación cuando lo que venía al mundo era un hijo o una hija suya. Sí, seguramente eso era lo que lo alteraba todo. De pronto se hizo el silencio completo y la matrona salió de la habitación de su esposa con el cuerpo diminuto de un recién nacido.
–Es un niño -dijo la mujer, y entregó al bebé con un rostro amargo y triste del que Lelio, embargado por la emoción del momento, no se percató. No durante unos instantes en los que sostenía al crío en brazos y pronunciaba alto y claro que reconocía a aquel hijo como suyo y lo aceptaba en la familia. Fue al devolver al recién nacido, combinando el cariño y la torpeza de un padre primerizo que no sabe cómo sostener entre sus brazos el pequeño cuerpo de un bebé, cuando comprendió que algo raro pasaba. La matrona tomaba de nuevo al niño en su regazo y lo cubría con mimo con una manta de lana, pero todo sin sonrisas ni alegría.
–¿Qué ocurre? – preguntó Lelio con la decisión de quien ha comandado legiones y espera recibir una mala noticia sobre el enemigo. La matrona no retuvo la información que tenía que aportar. No tenía sentido hacerlo.
–El niño está sano y fuerte, pero tu esposa ha sangrado demasiado. No ha podido con el parto. Tu esposa ha muerto.
Cayo Lelio se sentó despacio sobre una sella que había junto a una de las paredes del atrio, justo al lado del altar de los dioses Lares y Penates de la domus. Su mujer había fallecido. No es que hubiera estado enamorado de su joven esposa romana. Todo había sido un matrimonio de conveniencia promovido por Publio, pero la muchacha se había mostrado siempre dispuesta a agradarle, en público y en privado, y él había intentado hacer lo propio. Lelio sabía que la joven había sentido orgullo el día en que él fue elegido cónsul de Roma, y había compartido con valentía y lealtad las jornadas complicadas de sus enfremamientos en el Senado contra Catón. Luego vino el embarazo y fue entonces Lelio el que se sentía agradecido hacia ella. Y, de pronto, su esposa ya no estaba. Era un vacío extraño, frío y seco el que quedaba y Lelio se sintió poseído por una gran tristeza y solo. La matrona se retiraba del atrio y el niño lloraba. Lelio reaccionó con rapidez.
–Tendrá hambre -dijo el veterano oficial de las legiones de Roma levantándose de la sella. La matrona se volvió con el niño y le miró con una mezcla de admiración y respeto. Pocos hombres en aquella situación se acordaban de que el niño, más allá de la pérdida y la pena, debía ser alimentado.
–He mandado buscar una esclava aquí o en alguna casa próxima que haya dado a luz hace poco y que pueda hacer de ama de cría del niño -respondió la matrona a la espera de que elpater familias confirmara la orden.
–Eso está bien -dijo Lelio volviendo a sentarse-. En esta casa no, pero en casa de mis suegros me consta que hace poco alguna esclava ha dado a luz. Eso recuerdo de una cena allí, con los padres de mi esposa, hace unos días.
La matrona asintió.
–Acudiremos allí entonces y lo arreglaré todo rápido.
Lelio afirmó un par de veces con la cabeza. El niño seguía llorando. La matrona desapareció del atrio y Lelio se quedó a solas durante un momento hasta que vio salir a un esclavo por el vestíbulo. El tiempo pareció detenerse. El niño lloraba y lloraba. Era un llanto que rasgaba las entrañas. Cayo Lelio se levantó entonces y entró en la pequeña habitación, junto a la cocina, donde la matrona intentaba, sin éxito, calmar al niño.
–Dame el niño -le espetó Lelio, nervioso. La matrona dudaba, aquel padre acababa de perder a su esposa y parecía fuera de sí, pero era el padre y un todopoderoso general de Roma. La matrona alargó los brazos con el recién nacido en sus manos. Cayo Lelio tomó al niño y lo abrazó con sumo cuidado llevándolo junto a su fuerte pecho. Y allí, de pie, en aquella pequeña habitación, se quedó con él durante la larga y lenta vigilia sin que, en ningún momento, el niño dejara de llorar. Lelio sintió que sus propios ojos se humedecían, pero se controló y evitó las lágrimas y se mantuvo allí, como una roca, sosteniendo al bebé, esperando, hasta que el esclavo que había salido en busca de un ama de cría regresó con una joven esclava. Tras la esclava entró Acilio Glabrión. Lelio entregó el niño a la joven esclava y salió de la habitación con Acilio Glabrión. Los dos hombres no intercambiaron palabras. Se quedaron sentados el uno frente al otro compartiendo el dolor. El niño dejó de llorar. Lelio miraba al suelo en silencio.
La selección de Creta por parte de Aníbal se mostró como una decisión acertada. Tal y como había predicho Aníbal, Maharbal y sus hombres vieron que si bien la costa oriental, con Cnossos a la cabeza, estaba bajo el gobierno de Rodas, el centro de la isla y, en especial, la costa suroccidental, estaba sin un claro régimen de control. Cada ciudad luchaba por mantenerse viva y muchos habitantes se dedicaban con descaro a la piratería siguiendo las enseñanzas de la antigua flota espartana de Nabis desarbolada por Roma. La ciudad del Tíber, más tarde o más temprano, tendría que dedicarse a resolver el problema de la piratería en la región, pero los romanos tenían ahora tantos frentes y tantas fronteras a las que atender, que el asunto de Creta era algo menor, y menos aún si la mayor parte de la isla, con la consiguiente explotación de sus recursos, estaba gestionada por Rodas, un estado amigo de Roma. También, al igual que había intuido Aníbal, el reparto que Roma hizo de los territorios arrebatados a Antíoco en Asia Menor favoreció sobre todo al rey Eumenes de Pérgamo y a Rodas en detrimento de otros reyes de la zona en los que pronto prendió la llama del rencor contra las legiones de la lejana república itálica. Todo acontecía, para admiración de Maharbal, Imilce y todos los veteranos púnicos, según lo previsto por Aníbal, todo, esto es, con excepción de la enfermedad de Imilce.
La esposa ibera de Aníbal empezó a sentirse mal poco después de desembarcar en la isla y, pese a que Aníbal no dudó en hacer venir a los mejores médicos griegos de la isla, nadie pudo hacer nada para detener el avance de una enfermedad que mantenía a la mujer sudando entre terribles fiebres sin apenas poder abandonar el lecho ni para asearse. Aníbal compró a dos esclavas egipcias que cuidaban de Imilce con esmero, por miedo a su nuevo señor, y con atención pues su ama enferma, Imilce, se mostraba siempre agradecida de las atenciones recibidas. Tampoco era posible trasladar a Imilce, pues en su actual estado de debilidad todos los médicos desaconsejaban cualquier viaje. Aníbal parecía disponer ya de un plan para dejar Creta, pero la enfermedad de su esposa le retenía en la isla. El general estaba irritable y se enfurecía por cualquier cosa. No departía con los hombres que le acompañaban desde hacía días y sólo Maharbal se atrevía a consultarle de cuando en cuando sobre los asuntos necesarios para mantener al grupo bien aprovisionado mientras permanecían en su refugio de Creta.
El dinero se terminaba y eso preocupaba y mucho a Maharbal, pero era un tema que evitaba mencionar. Durante un tiempo surtió efecto la estratagema de Aníbal que hizo que llevaran unas ánforas repletas de pesado plomo a uno de los templos locales y que pusieran una fuerte guardia de treinta hombres con la intención de que todos los habitantes de la región, incluidos mercaderes, campesinos y piratas, pensaran que Aníbal aún tenía una importante fortuna. De esa forma, durante varios meses, pagando poco y comprando mucho a crédito, Maharbal había conseguido todos los suministros necesarios, pero ahora los acreedores se acumulaban y reclamaban que los cartagineses echasen mano de su tesoro y pagaran todas las deudas contraídas. Maharbal esperaba que el inminente fatal desenlace, desaparecida ya toda posibilidad de recuperación de Imilce, hiciera que Aníbal recuperara su habitual compostura y sería entonces cuando Maharbal mencionaría el tema del dinero. Maharbal sabía que en su estado habitual de frío raciocinio Aníbal podía afrontar cualquier dificultad, pero en su presente condición, todo parecía imposible. El veterano oficial salió así por enésima vez de la casa que Aníbal había adquirido en la costa cretense, próximos a una pequeña población al sur de las Montañas Blancas, sin mencionar aquel espinoso 'ema. Era una gran villa de uno de los antiguos mercaderes favorecidos por el comercio con Esparta que, como tantos otros, había huido a la propia Esparta o muerto en la guerra contra Roma. Aníbal, por deseo de Imilce, había recuperado el antiguo esplendor de la villa y el agua fluía por las dos fuentes de un jardín donde se habían replantado higueras, vides, olivos y algarrobos y en donde se habían situado, a la vista de todos, las diferentes estatuas de los dioses púnicos e iberos que Aníbal se había empeñado en transportar por medio mundo. Maharbal no comprendía bien a qué venía aquel fervor religioso de Aníbal, algo desconocido en el pasado, pero pensaba que quizá la edad y la larga sucesión de fracasos habían incrementado en el gran general la dependencia que todos sentimos, en un momento u otro de nuestras vidas, de los dioses que rigen a su capricho nuestros destinos mortales. Maharbal cruzó entre las representaciones en cerámica y barro de Melqart y Tanit y desapareció tras la puerta del muro que rodeaba la villa y que custodiaban cuatro de los guerreros del grupo cartaginés.
–¿Cómo está la reina? – preguntó uno de los soldados púnicos a Maharbal. Los cartagineses de Aníbal siempre se referían a Imilce como la «reina» por respeto y en alusión a su condición de princesa del perdido reino de Cástulo en Iberia. La mujer, con su discreción y lealtad plena al general se había ganado el respeto de todos los guerreros cartagineses de aquel eterno destierro y sentían un gran pesar por su enfermedad y por el sufrimiento que esta situación generaba en el propio Aníbal.
Maharbal sacudió la cabeza sin decir nada y se alejó del lugar. Los guerreros púnicos se quedaron allí, quietos, vigilantes, compartiendo su tristeza mientras el sol del atardecer se ocultaba por la bahía que se vislumbraba en el horizonte marino enrojecido y melancólico.
En el interior de la casa, Aníbal permanecía sentado junto al lecho de su esposa. Las esclavas, interpretando con inteligencia una mirada del general, habían salido de la habitación. Aníbal hablaba en esa voz baja con la que uno se dirige a alguien que sabe que lleva mucho tiempo sufriendo.
–Siento no haberte dado una vida mejor -empezó Aníbal; Imilce no respondía, pero tenía los ojos abiertos y parpadeaba de cuando en cuando; el sudor caía por su frente en pequeñas gotas que se deshacían por sus mejillas desgastadas por la fiebre de aquella larga enfermedad; la voz de su marido era un susurro que parecía venir de lejos, pero que sentía que aún la ataba a la vida-. Siento no haberte dado una vida mejor. Te arrebaté de tus padres y luego te abandoné, y cuando me acompañas es en un viaje sin retorno posible en una larga serie de derrotas y fracasos. Debía haberte dejado en Iberia y hoy serías reina en tu tierra y no una exiliada sin patria en compañía de un fugitivo perseguido por todos.
Imilce volvió ligeramente la cabeza hacia su marido y esbozó una tenue sonrisa.
–Si no me hubiera casado contigo ahora estaría muerta en mi querida Iberia o sería la esclava de alguno de los generales romanos que asolan mi país. No; he tenido mucha más fortuna que cualquier otra de las princesas de Iberia. He sido la esposa del mejor general del mundo, un hombre temido y respetado por todos que me ha honrado con su respeto y su afecto y a quien ni siquiera he podido dar un hijo.
Aníbal pensó que llevaba parte de razón, pero recordó sus devaneos en Italia con la meretriz de Arpi, y guardó silencio. No era momento para confesiones de un pasado perdido. Era inútil y absurdo añadir más sufrimiento a quien estaba a punto de morir.
–Es cierto -respondió Aníbal- que cuando me casé contigo lo hice porque necesitaba una alianza política con el reino de tu padre, pero siempre me gustaste, desde el primer día. Eras tan hermosa, tan inocente y tan fuerte… recuerdo aún tu cara de felicidad cuando te regalé aquella yegua. Por todos los dioses, parece que aquello fuera hace siglos, en otra vida. – Su esposa le cogió de la mano.
–Era otra vida, otro mundo -dijo ella-. Y recuerdo aquella yegua. Me acompañó cuando me dejaste a cargo de Giscón. Era hermoso montarla al amanecer, antes de que los hombres de Giscón se despertaran. Era el momento más feliz del día. Cuando huimos de Iberia la abandonamos en el sur. Acababa de tener un potrillo, tan negro, azabache puro como ella misma. Me pregunto qué habrá sido de ese caballo.
Aníbal sonrió con dulzura.
–Con un poco de suerte igual sirve de montura a algún ibero enemigo de Roma y le lleva sobre sus lomos mientras dirige una campaña contra las legiones que envían, una tras otra, contra sus ciudades fortificadas.
Imilce soltó la mano de su marido y volvió a girar la cabeza mirando hacia el techo de la habitación.
–Ojalá ése sea su destino. Me has dado algo bonito en lo que pensar. Quería mucho a esa yegua… y ese potrillo…
–No desesperes -empezó entonces Aníbal-, quién sabe, quizá aún podamos rehacernos y regresemos a Iberia. Tengo dos ideas diferentes. Una posibilidad es retornar a Iberia y levantar toda la región en armas contra Roma. Sé que los iberos y los celtas de la región están muy descontentos y hay alzamientos continuos, pero les falta un líder.
Ésa es una posibilidad, volver allí, pero las rutas marinas hasta Iberia están controladas por los romanos y la travesía puede ser demasiado arriesgada, pero si eso te hiciera feliz podríamos intentarlo. Te lo debo. Debería poder devolverte tu patria, reconquistar, al menos para ti, tu ciudad y recuperar tu pueblo. La otra posibilidad es regresar a Asia. Tengo alguna propuesta de un rey de la región. El viaje es más seguro, pero tengo menos confianza en la lealtad de ese rey. ¿Qué piensas, Imilce? ¿Te gustaría regresar a tu ciudad?
Aníbal había hablado sin mirar a su esposa, embebido como estaba en sus sueños casi irrealizables de oponerse aún al creciente y casi ilimitado poder de la todopoderosa Roma, por eso se quedó estático, sin respirar, cuando posó sus ojos sobre la mirada vacía de su esposa. Aníbal no tardó ni un instante en comprender que su esposa ya no estaba con él. Sintió entonces un dolor agudo, infinito, como si le clavaran una espada atravesándole el pecho y sintió pena y rencor de no haber podido ofrecer a su esposa una muerte más digna, entre su pueblo o entre un pueblo que la quisiera y la respetara y que la reconociera como una auténtica reina ibera.
Aníbal posó su mano derecha cubierta de anillos consulares romanos y, con suavidad, cerró los ojos de Imilce para siempre. Luego se levantó despacio y salió de la habitación. En el atrio de la casa estaban las dos esclavas sentadas en unos taburetes. Las muchachas se levantaron de inmediato al ver al general y, por su triste semblante, donde se intuía una amargura contenida como la que no habían visto nunca antes, supieron enseguida lo que había ocurrido. Aníbal les habló en griego.
–Limpiad a mi esposa y vestidla con sus mejores ropas. Quiero que esté lista para mañana a esta misma hora -y miró al cielo del atardecer-; sí, esta hora será buena para el funeral.
Aníbal salió de la casa y se adentró en el jardín. Anochecía sobre Creta y anochecía sobre sus sentimientos. Se sentía impotente por no haber podido hacer nada más para rescatar a Imilce de la muerte. Sentía que por primera vez en muchísimo tiempo las lágrimas querían emerger en sus ojos, pero, de pronto, vio que los centinelas abrían la puerta y vio la silueta de Maharbal que regresaba. ¿Había intuido su leal oficial lo que acababa de ocurrir?
Maharbal cruzó la verja con la pesadumbre de quien ha tomado una decisión realmente penosa pero que no puede esperar más. No había dinero para pagar a los acreedores por todos los productos que estaban consumiendo: carne, pescado, huevos, queso, verduras, fruta, harina, pan, ropa, armas nuevas y una larga e interminable retahila de víveres y utensilios que habían obtenido los últimos días a crédito de los mercaderes locales y, en algún caso, como el de las armas, de alguno de los capitanes piratas que atracaban con regularidad en las proximidades de su refugio. Había evitado mencionar el asunto por el delicado estado de salud en el que se encontraba Imilce, pero no se había alejado ni cien pasos de la villa de Aníbal cuando le abordaron en aquel maldito atardecer una decena de mercaderes preguntando cuándo iban a cobrar por los alimentos suministrados la última semana, de modo que Maharbal engulló saliva y retornó a la villa para explicarle al general cómo estaban las cosas. Habían amenazado con dejar de proporcionar víveres. Podían arrebatarlos por la fuerza a los mercaderes, pero eso cambiaría completamente su situación tranquila en la isla y los piratas tenían muchos amigos entre los comerciantes. Si no pagaban, todo podía complicarse. Maharbal se sorprendió al encontrarse al propio Aníbal de cara en medio del jardín. La faz del general no dejaba lugar a dudas sobre lo que había pasado y, de nuevo, Maharbal no supo ya qué hacer. Los acreedores esperaban a la puerta de la villa, pero el general no estaba ahora para tratar de asuntos tan mundanos.
–Ha muerto, Maharbal, ha muerto -dijo Aníbal en voz baja, casi un susurro en la noche.
–Lo siento, mi general, lo siento mucho.
Aníbal asintió.
–Ni tan siquiera fui capaz de serle fiel. Su matrimonio conmigo conllevó la destrucción de su tierra y luego mi propia patria la obligó a sufrir un segundo destierro. No le he proporcionado nada de lo que merecía. Ahora estaba pensando en regresar a Iberia, pero ya hasta eso carece de sentido, Maharbal.
Aníbal calló y Maharbal decidió que lo mejor que podía hacer era permanecer junto al general compartiendo aquel silencio henchido de dolor y desgracia. Los acreedores tendrían que seguir esperando.
–Lo mínimo que podemos hacer -continuó Aníbal- es ofrecerle un funeral a la altura de una reina ibera, Maharbal, eso es lo mínimo que podemos hacer, ¿no crees?
–Supongo que sí, mi general.
–Sí, eso haremos. – Y Aníbal le puso la mano sobre el hombro-. Hemos de construir una gran pira funeraria, Maharbal. Necesitamos una gran cantidad de leña y antorchas y quiero plañideras, quiero a todo el pueblo de la bahía, aquí, llorando por la pérdida de Imilce, y os quiero a todos limpios, con el mejor uniforme, a todos aquí, y celebraremos un banquete en honor de Imilce y beberemos a su salud, comida y bebida en abundancia. Hoy ha muerto una gran reina y todo el mundo ha de saberlo. Le daré a su muerte un poco de lo que no he sido capaz de darle en vida. Ve, Maharbal. Organízalo todo y, por Baal, no escatimes en gastos. Usa tanto dinero como haga falta, ¿me entiendes, Maharbal?
La pregunta final de Aníbal no era superflua. El general estaba sorprendido de la falta de reacción de Maharbal y por la ausencia de diligencia por su parte para cumplir las órdenes encomendadas. El oficial seguía frente a Aníbal, con la boca entreabierta, sin decir nada, inmóvil.
–¡Maldita sea, Maharbal! ¿No me has oído? ¿A qué esperas para organizado todo? ¡Imilce ha muerto! ¡Ha muerto!
Maharbal tardó un segundo en responder. Fue el segundo más largo de toda su vida.
–No tenemos dinero, mi general. Se acabó la semana pasada. No tenemos nada, lo siento, mi general, quise advertir sobre esto antes, pero la enfermedad de la reina… -Pero Maharbal calló al ver que Aníbal alzaba su mano derecha en clara señal de que no deseaba oír más sobre aquel asunto. El general dio media vuelta y se alejó varios pasos hasta detenerse en la zona del jardín donde se levantaban las estatuas de los dioses púnicos e iberos que habían transportado por medio mundo. Era como si el general buscara inspiración, una salida, alguna solución al abrigo de los dioses, pero Marhabal sabía que no había nada que hacer sino escapar en alguna noche, ocultos en la oscuridad, dejando allí sólo vergüenza y humillación y, por descontado, sin poder realizar ningún funeral de la forma en la que Aníbal había soñado. Eso o apoderarse por la fuerza de la bahía y entrar en una guerra suicida contra los piratas de Creta. Todo estaba perdido y Marhabal imaginaba qué enorme decepción y qué tremenda furia debía embargar a un tiempo al general de generales, desterrado, viudo, arruinado, sin hijos, fugitivo, sin gloria ni recursos ni ejército, sumido en el olvido de sus compatriotas y rodeado por el odio de sus enemigos romanos que cada vez hacían el cerco sobre él más y más cerrado.
Aníbal se situó entonces justo frente a la estatua del dios supremo Baal y parecía que rezaba, pero de pronto desenvainó su poderosa espada y arremetió con ella contra las representaciones de cerámica y arcilla de Baal, Tanit, Melqart y los dioses púnicos e iberos y contra todas y cada una de aquellas imágenes desató su furia contenida durante días, semanas, meses, años, destrozando con golpes certeros cada uno de aquellos dioses, cortando las cabezas de cada imagen y partiéndolas por el costado dejando a su alrededor un enjambre de destrucción y rencor como nunca antes había contemplado Maharbal por lo que aquellos golpes representaban. El veterano oficial que todo lo observaba no era hombre religioso y siempre se había mostrado escéptico a la obligación de cargar con aquellas representaciones por todos los países en los que habían estado, pero de ahí a destrozar las imágenes de los dioses en un claro acto sacrilego había un enorme espacio que él nunca se habría atrevido a dar, pero él, claro, no era Aníbal. Y aun así. Fue entonces cuando Maharbal creyó comprender el grado de desesperación absoluta en que se había hundido Aníbal. Pero lo peor estaba por llegar. Aníbal se dio la vuelta y retornó frente a Maharbal, quien, estupefacto ante la reciente exhibición de rencor que el general acababa de hacer, le contemplaba con ojos aún perplejos y el ánimo abatido.
–He dicho, Maharbal, que quiero un funeral como el de una reina. Ve y organízalo todo tal y como te he dicho. Compra también un barco. Y como te he ordenado, no repares en gastos. Mañana al anochecer celebraremos el funeral y el banquete y, antes del amanecer, zarparemos.
Aníbal había hablado con un sosiego frío que helaba la sangre y, nada más terminar, se dio media vuelta, cruzó por entre las estatuas destrozadas y entró en la casa. Maharbal ya no estaba a solas en el jardín. Los hombres que custodiaban la puerta se habían acercado al escuchar los golpes de la espada de su general contra las imágenes de los dioses. Maharbal levantó la mano y los guerreros se detuvieron a su espalda. Maharbal estaba convencido de que Aníbal había perdido la razón por completo. No le culpaba. Cualquiera, llevado a las extremas circunstancias en las que se encontraban, terminaría así. Pero el caso es que, para él, que no se había entregado aún a los brazos de la locura, no había dinero para nada. ¿Qué quería Aníbal? ¿Que robara, que arrebatara a los mercaderes y campesinos de la región todo cuanto necesitaban? Eso podría hacerse, pero ¿cómo conseguir un barco por la fuerza? Los únicos barcos que realmente merecían la pena para poder hacer una navegación larga como la que, sin duda, tendrían que emprender, eran de los piratas, y éstos no iban a dejarse arrebatar un barco con facilidad. Y, por otro lado, ¿a qué venía esa absurda insistencia de Aníbal en que no reparara en gastos? Pero la locura no conoce el sentido de sus palabras y dice frases que no se pueden entender. Maharbal sacudió la cabeza y, sin saber bien por qué, avanzó unos pasos hacia la casa hasta encontrarse en medio de las estatuas destrozadas por el general. Pensaba que lo mejor era volver a hablar con Aníbal, quizá esperar un poco a que se calmara y entonces, si se encontraba más sosegado, el general quizá entendiera la realidad de la situación. Maharbal miró al cielo. Estaba nublado y aunque era noche de luna llena, las nubes impedían que el astro iluminara con su habitual potencia. Maharbal se pasó la palma de la mano derecha por la barba. No sabía qué hacer. Si el general había perdido la razón era él quien debería tomar las decisiones, por el bien de todos, por bien del propio Aníbal. Entonces ocurrió un fenómeno extraño: las nubes abrieron un hueco y la luna vertió toda su luz con vigor sobre el suelo del jardín. Maharbal sintió que algo brillaba a su alrededor y escuchó suspiros de admiración provenientes de los guerreros que estaban a sus espaldas. Maharbal bajó entonces la mirada y observó el suelo cubierto de trozos partidos de las imágenes de los dioses. De cada pedazo roto emergían brillantes, relucientes, decenas, centenares, miles de monedas de oro y plata. Aquellas malditas estatuas que habían llevado durante todo aquel destierro estaban repletas de monedas de oro y plata. Oro y plata suficiente para todo lo que Aníbal había ordenado y para guardar aún una imponente cantidad de reserva. Maharbal negaba con la cabeza sin dar crédito a lo que veía. Estaba contento, infinitamente feliz, no por el dinero, sino por lo que aquello suponía: Aníbal, ni tan siquiera en medio del más mortífero de los sufrimientos, perdía la razón. Sus órdenes obedecían a la auténtica realidad de las circunstancias que sólo él conocía por completo: tenían dinero suficiente para todo lo que debía hacerse en honor de Imilce, para satisfacer todas las deudas contraídas, para reabastecerse de los mismos mercaderes a los que pagarían y para reemprender de nuevo la marcha en busca de otro destino en un nuevo barco. Maharbal comprendió que aun sumido en una terrible pena por la pérdida de su esposa, Aníbal no se daba por vencido. Aún habrían de venir nuevos combates. Roma hacía bien en no bajar la guardia. Aquél no era un hombre como el resto. No, no lo era.
–Recoged todo ese oro y plata y ponedlo en sacos o en cofres -ordenó Maharbal a dos de los centinelas. Y luego se dirigió al resto-: Tú, toma un puñado de este oro y paga a los mercaderes de la puerta; tú, toma otro puñado y ve a por leña. La reina ha muerto y hemos de organizar un gran banquete y una gran pira funeraria. Tú, lo mismo, coge dinero y encárgate de la comida y la bebida y tú ven conmigo. Hemos de comprar un barco y hemos de comprarlo ya.
–En la bahía hay varios barcos piratas atracados -respondió el último centinela.
–Perfecto -replicó a su vez Maharbal-. Uno de esos barcos nos valdrá. Recogeremos al resto de los hombres de camino a la bahía. Para negociar con los piratas es mejor que seamos un buen grupo. Vamos, rápido, todos en marcha. Tenemos mucho que hacer y poco tiempo para hacerlo. Y que nadie moleste al general hasta el amanecer.
Todos se pusieron manos a la obra.
Maharbal se volvió un instante hacia la casa. Aníbal se había sentado en el umbral, solo, bajo la luz de la luna, a solas con su dolor.
Habían pasado ya tres años desde la incontestable victoria de los Escipiones sobre Antíoco. Marco Porcio Catón consideró que había esperado lo suficiente. Era el momento de poner en marcha toda su estrategia para debilitar y destrozar a los cada vez más poderosos Escipiones. Durante los últimos años todos ellos y todos sus amigos se habían mostrado como completamente intocables, pero era hora de empezar a hostigarles de nuevo. Había muchos senadores temerosos del poder omnímodo de los Escipiones. La envidia y el miedo de estos senadores eran su mejor aliado. Antes de Magnesia, durante la campaña de Asia, Catón supo aprovechar su prestigio ganado en Hispania y las Termopilas para atacar con éxito a varios amigos de Publio Cornelio Escipión: consiguió que se le negara el triunfo a Minucio Termo por su victoria sobre los ligures; calumnió y dañó profundamente la carrera política de Acilio Glabrión al acusarle de apoderarse indebidamente de parte del botín tras la batalla de las Termopilas y sólo Cayo Lelio, en su año consular, fue capaz de impedir que acabara con la vida pública de Emilio Régilo. Pero después de tres años, Catón había reemprendido los ataques al círculo de los Escipiones. Una vez más había acusado a un amigo de la gens Cornelia de apropiarse incorrectamente de parte del botín tras la campaña contra los etolios que se habían vuelto a rebelar. En esta ocasión Fulvio Nobilior fue el que recibió los ataques. Pero para Catón esto sólo eran las escaramuzas previas a la gran batalla y el momento del gran combate estaba maduro.
Catón, con su botín de Hispania, había adquirido gran parte de los terrenos contiguos a la gran villa del fallecido Fabio Máximo. En ese espacio había edificado una casa y levantado huertos y cultivos de todo tipo, en particular de viñedos y olivares, pero se veían también higueras, algarrobos y otros árboles frutales que lo henchían todo de una rica vegetación y que permitían que en cada estación del año quien contemplara aquellos campos se admirara siempre por la exuberante riqueza de la hacienda.
Graco había oído hablar de la creciente afición de Catón por la vida en el campo y cómo, a cada momento, el veterano senador no dudaba en alabar las virtudes y ventajas de la vida en la campiña frente a lo que él denominaba la tumultuosa vida de la ciudad.
Graco cruzó así los cultivos meditando sobre hasta qué punto llevaba razón Catón en ese planteamiento. Tiberio Sempronio Graco iba acompañado por los dos Petilios, Quinto Petilio y Petilio Spurino. Catón les había convocado a su recién edificada villa para tratar de Escipión y los sucesos acontecidos en el Senado en las semanas pasadas. Sin duda, Catón buscaba en su nueva villa discreción para un encuentro con sus más fieles seguidores. Graco no se sentía cómodo en medio de aquella eterna disputa entre Catón y los Escipiones, y menos aún después de los intercambios de cartas con Cornelia y a sabiendas de cómo su asistencia a esas reuniones había provocado la ira de Escipión hasta el punto de exponer su vida a una muerte segura en varias ocasiones durante la pasada campaña de Asia. Graco se sentía en medio de aquel combate y estaba cansado, pero seguía compartiendo con Catón la esencia de sus principios: nadie está por encima del Estado, ni siquiera el mejor de sus generales, pues cuando eso ocurra, el Estado, al menos tal y como ellos concebían la República, desaparecería. Sería el retorno de la monarquía y una monarquía implicaría un retroceso en el tiempo, el fin de las libertades de los ciudadanos libres de Roma, el fin también del poder de su familia y del resto de familias senatoriales; el fin, en suma, de una estructura que había conducido satisfactoriamente a Roma a convertirse en el centro del mundo. Si querían preservar ese rango para Roma, Roma debía defenderse de quien quisiera cambiar el sistema de gobierno del Estado. En eso estaba de acuerdo Graco con Catón. Sus métodos, no obstante, sus hirientes ataques contra Escipión en el Senado, rayando la tergiversación de los hechos acaecidos en Asia, iban, en muchas ocasiones, contra su naturaleza, pero no era menos cierto que para combatir a alguien que está dispuesto a revertir las estructuras del Estado, hay que hacerlo con gran furia y determinación o, de lo contrario, un simple gesto del enemigo a batir, apoyado por un pueblo que, en gran medida, se alineaba con él, valdría para borrarlos a todos del Senado primero, luego de Roma y, por fin, del mundo.
–Ya hemos llegado -dijo Spurino.
Graco alzó la vista del suelo. Ante ellos estaba una modesta construcción de ladrillo vigilada por un par de esclavos que custodiaban la puerta de acceso. Las ventanas eran pequeñas y, aunque se veía que era un edificio de gran extensión en su base horizontal, sólo era de una planta. Los esclavos abrieron la puerta y los tres entraron en un pequeño vestíbulo en el que se les ofreció agua para lavarse y quitarse el polvo del camino. A continuación se les invitó a pasar, guiados por otro esclavo joven, a un muy amplio atrio en el que destacaban dos grandes higueras que repartían su fragancia y frescor por todo el atrio.
Catón se levantó de una pequeña sella y se dirigió a ellos con toda la calidez de la que su natural disposición era capaz, que nunca era mucha, pero, al menos, era un tono conciliador muy diferente al que habitualmente empleaba en el Senado cuando lanzaba uno de sus furibundos ataques contra algún senador que consideraba corrupto.
–Bien, bien, qué bien que ya estáis aquí. Espero que hayáis disfrutado del paseo. Hay quien prefiere ascender hasta aquí en una cuadriga, pero creo que andando es como se aprecia la tranquilidad del campo, ¿no pensáis igual?
Nadie pensaba igual, pero todos convinieron en que las colinas donde su anfitrión había establecido su villa eran fértiles y agradables de visitar.
–Bien, bien, eso pienso yo, eso pienso, por todos los dioses. Ahora sentaos, sentaos y hablemos, hablemos de las cosas que realmente importan, luego, si queréis, os enseñaré toda la hacienda.
Varios esclavos trajeron algunas sellae más y dispusieron algo de uva, aceitunas y unos higos en una mesa que situaron en el centro.
También apareció su esposa por un breve instante, pero una mirada despreciativa de su marido hizo que ésta diera media vuelta y desapareciera por donde había venido.
–Las esposas son necesarias para dar hijos a Roma -dijo Catón con sequedad-, pero no deben interferir cuando se va a hablar de política. – De todos era conocida la animadversión de Catón contra las mujeres, de modo que nadie dijo nada y todos, menos Graco, se limitaron a asentir. Catón se excusó entonces por no disponer aún de triclinia y de todo el mobiliario necesario para hacer la residencia realmente habitable, pero estaba seguro de que la discreción era necesaria en aquella reunión y la villa ofrecía esa seguridad frente a cualquier otro lugar en la ciudad-. Mi mujer anda ahora comprando todos los muebles que necesitamos, que es de lo que debe ocuparse, y pronto esto parecerá un hogar realmente acogedor, pero de momento esto es lo que puedo ofreceros; mi esposa, la verdad, como toda mujer, carece de la virtud de la diligencia y por eso vamos retrasados con lo de los muebles, pero todos hemos sido, somos militares y estamos acostumbrados a la vida frugal, ¿no es así?
Aquí sí asintieron todos. Los Pctilios tomaron algo de uva. Graco se limitó a beber agua. Seguía incómodo. Lo bueno era que sabía que Catón no divagaría por mucho tiempo y que pronto iría al grano. Así fue.
–Graco -empezó Marco Porcio Catón-, veo que tus heridas de la guerra de Asia en tus brazos y piernas ya han cicatrizado en tu piel hace mucho tiempo y me alegro de ello, pero quizá no sea el momento de olvidar las ofensas del pasado, sino el momento de cobrarse en su justa medida una venganza que, además, contribuya a preservar el Estado.
Graco dejó el vaso de agua sobre la mesa.
–Las heridas son de guerra. No hay ofensa clara sobre ellas, aunque ciertamente se me podría haber avisado con algo de tiempo sobre el asunto de los catafractos, eso es cierto.
Catón casi sonrió.
–Graco, siempre tan, tan generoso para con los enemigos. Sea. En cualquier caso, por todos los dioses, ha llegado el momento de pasar a la acción. Me consta que el descontento entre muchas familias es cada vez mayor por la aparente desfachatez con la que los Escipiones se mueven por Roma sin tan siquiera haber rendido cuentas claras de su última campaña en Asia. Ha llegado el momento de aprovechar esta comente y hacer que esas cuentas se rindan de una vez. Ha llegado el momento de apuntar alto.
–¿Alto? ¿Cómo de alto exactamente? – preguntó Petilio Spurino sin dejar de masticar uva negra.
Catón agradeció la pregunta, pero prefirió mirar a otro lado y evitarse el espectáculo de las encías entintadas de granate de su colega. Marco Porcio Catón dejó que pasara un instante para acrecentar el impacto de su anuncio.
–Es hora de que acusemos formalmente a Lucio Cornelio Escipión y que éste dé con sus huesos en el Tulianum.
Spurino dejó de masticar. Quinto Petilio tiró el plato de uva del que estaba cogiendo nuevas piezas, y Graco, lentamente, estiró su brazo derecho, tomó el vaso de agua una vez más, y lo vació de un trago largo; dejó entonces el vaso sobre la mesa y se dirigió con decisión a su anfitrión.
–Pero no está demostrado que los Escipiones hayan malversado en la campaña de Asia.
Catón suspiró. Esperaba algunas reticencias entre sus colegas y, en efecto, allí estaban las dudas. Tenía que persuadir primero por completo a su grupo de fieles si luego quería conseguir el apoyo del Senado y las asambleas para atacar a los Escipiones con unas mínimas garantías de éxito.
–No se trata, querido amigo, de lo que hayan hecho o dejado de hacer los Escipiones. Ése es un error de base. Se trata de lo que pueden hacer, de lo que nos pueden hacer. Con cada campaña, con cada guerra, los Escipiones se hacen más y más fuertes y el pueblo les adora más. Fabio Máximo, con denostado ahínco, luchó contra esa acumulación de poder, contra esa creciente popularidad entre la plebe y, sin embargo, no consiguió detenerlos. Nosotros debemos perseverar en ese esfuerzo de nuestro gran maestro. O hacemos de contrapeso o los Escipiones gobernarán Roma, solos, para ellos, siempre. Cada día que me levanto, con cada amanecer, amigos míos, veo más y más claro que es o ellos o nosotros. – Y Catón lo repitió con énfasis-. O ellos o nosotros.
Graco no se arredró y replicó con rapidez. – ¿Y Roma? ¿Dónde queda Roma?
Catón le lanzó una mirada desafiante que Graco mantuvo sin bajar los ojos. El veterano senador de Tusculum relajó entonces las facciones del rostro y retornó a su tono más conciliador. No era el momentó de enfrentarse a Graco, aún no. Máximo habría estado orgulloso de él. Eso le dio seguridad a Catón en su réplica.
–Creo, querido amigo Tiberio Sempronio Graco, que estás cansado, por eso no tomo en cuenta tus palabras. Roma, ya lo sabes, lo sabéis todos, es lo único que me mueve, lo único que me importa. La diferencia es que Escipión quiere Roma para él y su familia. Nosotros queremos preservar la Roma de nuestros antepasados para todos los ciudadanos libres de la ciudad.
Quinto Petilio y Petilio Spurino asintieron con rotundidad. Graco retomó la palabra, pero con más tiento.
–Es cierto que estoy cansado, pero entonces ¿por qué no acusar ya directamente a Africanus} -Graco vio la cara de sorpresa de los Perillos y consideró que parecía necesario explicarse-: Si todos estamos de acuerdo en que el origen del peligro para el Estado está en Publio Cornelio Escipión y no tanto en su hermano o en sus amigos, ¿por qué seguir con esta larga serie de ataques y acusaciones?
A Catón le gustó la renovada decisión de Graco, pero estaba claro que iba de un extremo a otro; era demasiado impulsivo. Eso, no obstante, era una cualidad si se sabía controlar. Catón respondió con la rotundidad del sabio.
–Porque al acusar y desbaratar así los logros políticos de los familiares y amigos de Publio Cornelio conseguimos debilitar su posición en general. A una higuera alta y fuerte no se la derriba de un solo golpe, sino que hay que dar muchos hachazos hasta que se consigue que el árbol caiga a plomo sobre la tierra; pero caerá, mi querido amigo, Publio Cornelio Escipión caerá. Puedes estar seguro de ello. Hay que saber medir los tiempos. Valoro tu decisión, Graco, pero permite que sea mi experiencia en política la que nos guíe en este complicado trayecto.
Graco no dijo más. Catón tampoco decidió alargar la conversación y cambió de tema por completo.
–Venid ahora y os enseñaré las nuevas plantas que estoy cultivando. Esta tierra es fértil y se consiguen maravillas con sólo un poco de esfuerzo y atención.
Los Petilios no tenían ningún interés por la afición agrícola de Catón, pero Graco sí sentía curiosidad por saber más del hombre que les dirigía en una lucha, el asedio a la familia de los Escipiones, que se le antojaba la campaña más difícil que podía emprenderse en aquel momento. Graco había oído que Catón estaba escribiendo incluso un detallado manual sobre agricultura.
Así Marco Porcio Catón los sacó del atrio y les hizo caminar por entre los vericuetos de las humildes casas de los esclavos de la finca, para conducirlos hasta un gran huerto donde el austero senador empezó a enseñarles con deleite sincero gran cantidad de cultivos.
Cuando pensaban que la visita había terminado, Catón les llevó hasta uno de los establos. Olía a animal de forma intensa, a oveja, a buey, a cerdo, pero había otro olor aún más fuerte que hizo que los tres arrugaran la nariz.
–¡Por Castor y Pólux! – exclamó Spurino, incapaz de reprimirse.
–Aquí tengo a los cerdos y otros animales y también a los bueyes; los bueyes mejores y los más sanos de Roma, la clave del éxito de mi producción agrícola -explicaba Catón imperturbable. Graco se dio cuenta de que el veterano senador, de tan acostumbrado como debía estar, apenas percibía aquellos olores que los envolvían-. Y aquí-añadió entrando en una estancia contigua al establo- tengo mi pequeño gran secreto. – Y, nada más entrar, se hizo a un lado para que sus invitados pudieran admirar su magna obra. La estancia estaba repleta de estantes y en todos ellos había todo tipo de frascos con hierbas aromáticas y plantas medicinales, sobre todo en las estanterías superiores, mientras que en las inferiores se acumulaban ajos, cebollas y otros tubérculos y, el origen del gran olor que los tenía a los tres algo mareados: una enorme montaña de puerros que se erigía enérgica y dominante en el centro del establo.
–Puerros, amigos míos, sí, por Hércules. – Catón hablaba exultante; Graco no lo había visto así desde no recordaba cuándo; estaba claro que aquella villa y el cuidado de las tierras y, a lo que se veía, también de los animales de la granja, era la gran pasión privada de Catón-. Los puerros son lo mejor para los bueyes -continuaba Catón sin mirar a nadie, sus ojos fijos en las plantas amontonadas, su mente absorta en su discurso-. Si un buey empieza a estar enfermo, haces una mezcla de puerros con…, bueno, con algunas otras cosas, es mi secreto, y con vino; se lo das al buey sano y no enferma y, si se lo administras al buey enfermo, éste sana de inmediato y, al día siguiente a trabajar. De ese modo los tengo en los campos a todas horas y la producción aumenta una enormidad, mientras que en las haciendas próximas las cosechas a veces se echan a perder por falta de animales de labor que se encuentran débiles o enfermos. Eso aquí no ocurre.
Al cabo de media hora de mostrar más cultivos, más establos y grandes almacenes de grano, aceite y vino, Catón pareció estar satisfecho y permitió a sus invitados que partieran. Graco y los Petilios se encaminaban hacia la salida de la finca. Un par de esclavos armados, que escoltaban a la comitiva de senadores, abrían el grupo, luego seguía Graco y a continuación ambos Petilios, uno a cada lado de Catón, el anfitrión de aquella reunión. Spurino ralentizó la marcha para dejar que Graco se adelantara una decena de pasos y, cuando juzgó que la distancia era suficiente, se dirigió a Catón en voz baja.
–A veces tengo la impresión que el joven Graco flaquea.
Quinto Petilio asintió con la cabeza confirmando las dudas de su colega. Catón detuvo la marcha un instante. Los Petilios le imitaron. Catón comprendió que no era prudente quedarse tan retrasados o Graco empezaría a sospechar, y reemprendió la marcha al tiempo que negaba con la cabeza.
–No. Graco es de los nuestros y lo será hasta el final. – Pero Catón leyó de soslayo la duda en el rostro de sus dos fieles seguidores y comprendió que aquellas palabras no serían suficientes para tranquilizarles-. Me ocuparé personalmente de que no dude más -sentenció, y ambos Petilios sonrieron levemente.
–Mejor así -apostilló Spurino-. Con las espaldas cubiertas se ataca mejor al enemigo, noble Catón. ¿Qué tienes en mente? ¿Enviarlo de nuevo a una misión militar a Oriente o quizá, mejor aún, a Hispania?
Catón miraba hacia al suelo y hablaba entre dientes.
–Eso es cosa mía. Digamos que las dudas de Tiberio Sempronio Graco se diluirán para siempre. – Y con esa frase ambigua los dejó a ambos, dio media vuelta y, sin despedirse ni de ellos ni del propio Graco, ascendió por el camino de regreso a su casa de campo. Los Petilios se quedaron detenidos en mitad del camino contemplando confusos cómo aquel hombre que les dirigía se alejaba con aire taciturno, ensimismado, rumiando algo en lo que se alegraban no tener que participar de forma directa.
–¿Nos deja Catón? – La voz de Graco les sorprendió por la espalda.
–Eso parece -dijo Spurino con tono cordial, y añadió algo trivial con naturalidad-: lo que no nos dejará nunca es este olor a puerros.
Y los dos Petilios se echaron a reír, algo nerviosos. Tiberio Sempronio Graco asintió y sonrió en un intento por compartir la broma. No le parecía algo tan gracioso, pero no advirtió nada extraño en el comportamiento de sus colegas en el Senado y sí, Spurino llevaba razón: aquel maldito olor le persiguiría toda la tarde, hasta que llegara a casa y pudiera darse un buen baño.
Catón regresó a los almacenes donde se acumulaban los puerros y examinó con detalle cada estante, cada pequeño montón de hierbas acumulado en cada una de las paredes de aquel enorme herbolario. Tenía que escribir sus remedios para el ganado, empezando por la receta para curar los bueyes. Debía incluir todo esto en su tratado sobre agricultura. Sí, definitivamente, sería un volumen extenso. Más. Debía escribir varios manuales sobre el conocimiento que poseía del campo, de la cultura, de la vida política, del derecho, de moral. Una colección de tratados que podría emplear para educar a sus hijos futuros sin necesidad de recurrir a las palabras de ningún otro hombre. Así evitaría influencias perniciosas en sus vastagos de autores griegos o prohelénicos. Sí. Eso debía hacer.