Marzo de 195 a.C.
Maharbal y Aníbal, junto con una docena de sus veteranos de guerra, esperaban en las escaleras que daban acceso al gran palacio imperial de Antioquía. La capital del imperio seléucida era la segunda escala de su periplo una vez que dejó las costas de África. Primero costearon la orilla fenicia del Mediterráneo y, sin desembarcar, comprobaron como todas las grandes ciudades que en el pasado dieron origen a decenas de colonias por todas las costas del mundo, entre otras a la propia Cartago, estaban bajo completo dominio de la flota siria del rey Antíoco III. Tiro, Sidón, Biblos, todos puertos antaño independientes, y luego en manos de Egipto, ahora estaban bajo el control del cada vez más poderoso rey de Oriente. Desde allí, navegando hacia el norte, llegaron a Apamea, donde Aníbal fue recibido por Epífanes, el consejero real más veterano de Antíoco y, según decían, el más astuto. Aníbal, mientras esperaba ser recibido por el propio rey, recordaba con nitidez las palabras que había intercambiado con Epífanes en una pequeña sala de un edificio levantado junto las gigantescas caballerizas imperiales de Apamea, una conversación interrumpida por los bramidos de las decenas de elefantes que el rey de Siria adiestraba para la guerra de Asia Menor y su próxima invasión a Grecia.
–Me alegro de que al fin el gran Aníbal haya aceptado venir hasta Asia -había comentado Epífanes en un tono conciliador. Aníbal agradeció el buen recibimiento. Llevaban casi un año vagando por las costas de la Cirenaica, Egipto y Fenicia y, después de verse traicionado por el Consejo de Ancianos de Cartago, cualquier saludo cordial era bienvenido por el veterano general y sus hombres.
–La verdad es que no pensé responder a la carta que me enviaste -respondió Aníbal con sinceridad al consejero real-, pero Roma y los traidores de Cartago han forzado que tu ofrecimiento sea mi mejor opción.
Epífanes se reclinó hacia atrás en su silla, suspiró despacio e invitó a Aníbal a sentarse al tiempo que volvía a hablar.
–Veo que el gran general cartaginés habla con honestidad. – Se calló entonces un segundo mientras contemplaba como el fornido general púnico se sentaba sin lanzar el más mínimo resoplido de aire al doblar sus piernas y, al fin, decidió ser también él, de modo excepcional con un extranjero, algo sincero-. Te aconsejo, Aníbal, que abandones pronto esa tendencia a la sinceridad absoluta si quieres supervivir por largo tiempo en la corte del rey Antíoco. Por supuesto, negaré siempre haber pronunciado semejantes palabras.
Aníbal asintió despacio mientras digería la advertencia en todo su amplio sentido.
–Te agradezco el aviso -respondió entonces Aníbal-. Supongo que si me dices algo así es porque me valoras. Es agradable estar con alguien que se da cuenta de que mis servicios pueden reportar grandes beneficios a Siria.
Epífanes sonrió.
–No te equivoques, Aníbal, la ambición de Antíoco III no tiene límites y no ha habido aún un general que le satisfaga por completo y muchos han terminado muertos en el campo de batalla o ejecutados por, digamos, haberle decepcionado.
–Procuraré estar a la altura de los objetivos del rey.
–Bien, eso está bien, por Apolo, ojalá los dioses te ayuden, porque te hará falta. El rey ha iniciado la guerra contra las ciudades rebeldes de Asia Menor y pronto se lanzará contra Macedonia. Macedonia, no obstante, fue un antiguo aliado tuyo. El rey Filipo V de Macedonia fue aliado tuyo en el pasado en tu guerra contra Roma. Tendrás que demostrar al rey que estás dispuesto a combatir contra quien fue amigo tuyo en el pasado reciente.
–Aquel pacto no es tan reciente y, si no me equivoco -repuso Aníbal-, sois vosotros los que tenéis ahora un pacto de no agresión con Filipo V; los aliados ahora sois vosotros.
Epífanes volvió a sonreír.
–La vida es complicada siempre, ¿no crees?
Aníbal se limitó a asentir.
–Bien -dijo entonces Epífanes-, no es ya conmigo con quien tienes que hablar, sino con el rey. Mañana al amanecer saldrás hacia Antioquía con tus hombres si lo deseas. Allí te recibirá el propio Antíoco III, Basileus Megas, señor de todos los territorios desde la India hasta el Egeo. Muéstrate humilde.
–Así haré. – Y Aníbal se levantó, se inclinó levemente ante el consejero real, que devolvió la reverencia con un saludo similar y, al ver que el general se daba media vuelta, decidió pronunciar una última advertencia.
–Sólo una cosa más, general.
Aníbal se detuvo y se volvió de nuevo para mirar a su interlocutor. – ¿Sí? Te escucho.
Epífanes lanzó un nuevo largo suspiro antes de hablar. – Aníbal, yo creo que nos eres necesario; yo sé que te necesitamos, pero el rey de Siria no piensa de igual forma. Eso es todo.
El general púnico no dijo nada. Se limitó a asentir una vez más, dar media vuelta y marcharse por donde había venido en busca de Maharbal y sus hombres.
Había pasado apenas un día desde aquella conversación y Aníbal ponderaba en su mente la insistencia de Epífanes en advertirle de la gran desconfianza del rey hacia su persona. Estaba claro que su presencia allí se debía, sobre todo, a la influencia que Epífanes podía tener sobre el rey, pero Antíoco no se mostraría tan cordial.
Se abrieron entonces, tras una larga espera de más de dos horas bajo el cálido sol de marzo, que gracias a Baal y al resto de dioses no se mostraba particularmente implacable en el inicio de la primavera, las puertas del palacio imperial de Antíoco III. Los guardianes sirios del palacio forzaron que todos se quedaran fuera ya que sólo Aníbal y su lugarteniente, Maharbal, habían sido formalmente invitados a pasar al interior del inmenso edificio, y eso sólo después de haber sido convenientemente registrados y desarmados por los centinelas reales.
El paseo por el magno edificio fue largo. Cruzaron una serie de puertas que se abrían y se cerraban tras su paso, todas ellas custodiadas por más y más guardias fuertemente armados con largas sarissas y espadas y escudos que relucían como si estuviesen forjados con plata pura. Sedas de múltiples colores engalanaban las paredes por las que a través de grandes ventanas se filtraba la luz del exterior; las paredes de ambos lados de los pasillos estaban flanqueadas por una innumerable serie de estatuas de piedra y mármol de todos los dioses de Oriente y Siria, destacando especialmente por tamaño y esplendor las efigies dedicadas al gran dios Apolo.
Al fin, se abrieron ante Aníbal y Maharbal las últimas puertas y ambos cartagineses entraron en la gran sala del trono imperial de Antíoco III, donde el lujo no sólo se veía por las decoraciones en tela y estatuas que lo inundaban todo, sino por la pléyade de esclavas semidesnudas que, alrededor del rey, se esmeraban en agasajarle con todo tipo de placeres: bebida, frutas, pan untado en extrañas salsas y trozos de carne troceada que hacían difícil identificar su procedencia, pero cuyo aroma despertaba el apetito voraz de los dos guerreros púnicos que, tras horas de espera sin comer ni beber, estaban ansiosos por compartir aquella comida y bebida. Alrededor del rey se veía a algunos hombres que, recostados entre almohadones, disfrutaban de aquellos placeres rodeados también de hermosas esclavas. Aníbal no sabía de quién se trataba exactamente, pero supuso que allí estaría Seleuco, el hijo del rey y algunos de sus generales de confianza como Antípatro, Minión o Filipo, entre otros. Nadie se presentó y nadie les presentó. Tanto el rey como sus altos oficiales y su hijo siguieron comiendo y bebiendo y, alguno de ellos, acariciando con lascivia evidente a alguna de las jóvenes esclavas. Pasaron así, en pie, en el centro de la sala, varios minutos, en los que tanto Aníbal como Maharbal guardaron un cauteloso e inteligente silencio.
El rey hizo entonces como que, de pronto, se daba cuenta de su presencia y se dirigió a ellos. La conversación con Antíoco, al igual que la de Epífanes la noche anterior, fue en griego.
–¿Y vosotros sois…?
Aníbal pasó por alto la estupidez de la pregunta. Como si no le hubieran informado al rey de quién se trataba.
–Mi nombre es Aníbal Barca, general cartaginés, y éste es… -Pero no tuvo tiempo ni tan siquiera de presentar a Maharbal. El rey le interrumpió de inmediato
–Y si eres general, ¿dónde está tu ejército? – Y Antíoco prorrumpió en una sonora carcajada nada más lanzar aquel insulto.
Seleuco, Antípatro y el resto de oficiales rieron la gracia del rey con aparente coincidencia en la apreciación que su rey acababa de hacer con relación a la valía de la persona que les visitaba. Aníbal no dijo nada. El rey insistió.
–Mis generales tienen un ejército que dirigir, por eso son generales. Quien no tiene ejército no puede denominarse a sí mismo general, ¿no crees?
Aníbal aceptó ser degradado con el pragmatismo que requería la situación.
–Llevas razón, gran rey, Basileus Megas, señor de todo el Oriente, desde la India hasta el Egeo. Mi nombre es Aníbal Barca. Eso es todo cuanto soy.
–Eso está mejor -respondió serio Antíoco dejando en manos de una esclava la copa de vino que sostenía en la mano y dando una palmada que hizo que todas las esclavas, para disgusto de su hijo y sus oficiales, desaparecieran de la gran sala del trono real. Aníbal se alegró de que, al menos, el rey fuera a centrarse algo en su persona. Para bien o para mal, eso ya le daba igual, pero no podía evitar sentir una rabia furiosa por esa aparente indiferencia con la que se le estaba tratando. Y eso que sabía que era todo estrategia, pero su alma de guerrero no podía evitar sufrir y pugnaba por rebelarse.
–Señor de todos los reinos desde la India hasta el Egeo, de momento -precisó el rey-. Pronto añadiremos Asia Menor, cuando Pérgamo y Rodas caigan al fin en mis manos, y luego Macedonia y el resto de Grecia. ¿Qué tienes que decir a eso?
–Estoy seguro de que pronto será así -inició Aníbal para satisfacción del rey hasta que se atrevió a añadir algo más-, pero… -Y calló.
–¿Pero qué? Maldito seas, un nuevo aguafiestas. Ya sabía yo que si Epífanes aconsejaba que te unieras a nosotros sería porque eras como él.
–Yo no soy consejero real, soy guerrero; puede que sin ejército, pero guerrero con experiencia y sé de guerra más que nadie en esta sala, porque he estado en más batallas que nadie, porque he combatido desde niño contra iberos y romanos y númidas y galos y hasta tribus desconocidas para todos, porque he luchado entre montañas de nieve y en desiertos, porque he combatido junto a ríos o lagos, de día y de noche, a la luz del sol cegador o entre las sombras de la luna, en días claros o entre la espesa niebla del amanecer y sé que vuestro plan tiene un fallo.
Seleuco y varios de los generales se pusieron en pie y se llevaron la mano a la empuñadura de sus armas, pero el rey levantó el brazo derecho extendiéndolo y todos se contuvieron.
–Eso de que tienes más experiencia que yo podríamos discutirlo, y en cualquier caso yo sí que tengo y mantengo ejércitos y territorios y tú no tienes nada más que palabras; pero ya que te has atrevido a tanto, termina tu frase y di qué fallo tiene mi plan.
–Cuando ataques Asia Menor, Pérgamo y Rodas, aliadas de Roma, pedirán ayuda a Roma, si no lo han hecho ya, que es lo más probable, y aunque no les harán caso en un principio, de igual forma que Roma habrá desoído las peticiones de ayuda de Egipto, cuando cruces el Helesponto y te lances sobre Grecia y Macedonia, entonces sí, entonces serán los propios romanos los que se asustarán y reunirán sus legiones y se arrojarán con toda su fuerza contra tu ejército y eso es algo que podría evitarse.
–¿Cómo? – preguntó el rey muy firme, muy serio, atento.
–Enviando ahora mismo parte de tu ejército a Italia. Ataca Roma allí mismo en su territorio con parte de tu ejército mientras que el resto se ocupa de invadir Asia Menor, Grecia y Macedonia. No necesitas todo tu ejército para derrotar a Pérgamo, Rodas o al debilitado Filipo V que apenas dispone de diez mil hombres como mucho. Además, las ciudades griegas están en decadencia y sin ejércitos que merezcan la pena excepto los etolios, que están dispuestos a pactar contigo, como lo hizo Escopas en Sidón. Puedes ir conquistando esa parte del mundo mientras yo hostigo con tus hombres a los romanos. Si tienen un frente en Italia no se atreverán a lanzarse contra ti. En el pasado necesitaron dieciséis años antes de atreverse a responder contra mi ataque en mi propio territorio, sólo que ahora tú tienes muchos más hombres. Cuando tengas bien dominada la situación en Grecia y Macedonia yo me retiraré de Roma, si es que no la he conquistado, y podrás pactar las fronteras que quieras con ellos, que tendrán toda Italia en llamas, arrasadas por las tropas que me des. Te habrás convertido en un nuevo Alejandro Magno y serás el mayor rey de la historia de Siria y del Imperio seléucida. Luego caerá Egipto y luego todo lo que quieras, pero si no haces lo que digo, si no atacas Roma directamente ahora, ahora que no lo esperan, les darás tiempo a rehacerse, a planear la guerra despacio, como a ellos les gusta, y tendrán tiempo entonces de enviar contra ti sus mejores generales y sus legiones y entonces sí que puede que te derroten y lo habrás perdido todo. Y créeme, sé de guerras.
–Estás pidiendo que divida mis fuerzas. Eso siempre es una decisión delicada. Yo también sé de guerras, cartaginés -rebatió el rey, y apostilló sus palabras con una pregunta-: ¿Y por qué habría de fiarme de ti?
Y antes de que pudiera responder Aníbal, Seleuco se levantó de nuevo y se dirigió al rey.
–No le hagas caso, padre. Sin duda es un agente del enemigo. Nuestro ejército es el más poderoso del mundo. Nada ni nadie podrá detenernos, pero si lo dividimos nadie sabe lo que puede ocurrir. No cambies el plan, padre. No lo cambies.
Antíoco levantó la mano derecha una vez más y su hijo calló y se sentó. El rey volvió a hablar.
–Mi hijo es impetuoso e inexperto aún, pero es sangre de mi sangre. Me fío de su advertencia y te repito la pregunta que te he hecho antes, cartaginés: ¿por qué he de fiarme de ti? ¿Porque lo dice Epífanes? Eso no es bastante para mí.
Aníbal evitó entrar a valorar la importancia del aprecio de Epífanes hacia su persona. Intuía que las opiniones del consejero real eran, cuando menos, controvertidas entre los generales allí presentes. Optó por una línea diferente de argumentación. Algo inesperado.
–Basileus Megas, crees que tus enemigos son Pérgamo o Rodas o Macedonia o las ciudades griegas, pero todos esos reinos son sólo subditos del otro gran poder del mundo: Roma. Roma es tu auténtico enemigo. Cuanto menos tiempo tardes en entenderlo, mejor para ti. Todos a cuantos atacas envían mensajeros a Roma y Roma calla y no mira aún hacia aquí, pero más tarde o temprano lo hará. Lo ideal para ti y para tus propósitos sería dar tú el primer golpe invadiendo Italia antes de que ni tan siquiera sospechen que algo así es posible, y si me envías a mí, mi nombre, aunque sólo sea allí, entre las calles de Roma, aún causa miedo. Sólo pensarán en luchar contra mí, en liberarse una vez más de mí. Entretanto tú, Basileus Megas, podrás conquistar el mundo.
Antíoco III de Siria inspiró aire con profundidad antes de volver a responder con tono grave.
–Sé que mi enemigo último es Roma y sé que deberé enfrentarme contra Roma, pero soy yo quien decido cómo, dónde y cuándo entrar en combate con mis enemigos. Ni mis consejeros, ni mis generales ni mucho menos un extranjero va a tomar esa decisión por mí. Por última vez, cartaginés: ¿por qué debo fiarme de ti? – Y se levantó de su trono alzando a la vez el volumen de su voz-. ¡Dame una buena respuesta a esa pregunta o lárgate de aquí y no pares de correr hasta salir de mis dominios!
Aníbal recibió aquella muestra de ira como la vela que resiste el envite del viento en medio de la tormenta más terrible. Dio un pequeño paso atrás, como para mostrar que el ímpetu de la rabia del rey había llegado hasta él, pero, al instante, retomó la posición de antes y respondió con un breve pero muy intenso discurso que había preparado durante todas las horas de los dos largos días de viaje desde Apamea hasta Antioquía.
–Te puedes fiar de mí porque Roma es mi mayor enemigo y porque juré de niño acabar a sangre, fuego y hierro con la existencia de Roma. Cuando era niño rogué a mi padre, Amílcar Barca, que me dejara acompañarle a Iberia y él aceptó que le siguiera, pero antes me hizo arrodillarme ante las estatuas de Baal, Melqart y Tanit y me hizo jurar por todos los dioses de mi pueblo que siempre odiaría a Roma y que no me detendría nunca hasta acabar con el poder de esa ciudad. Se lo juré a la sangre que me dio la vida y es un juramento que pienso cumplir, con mi ejército cuando lo tenía, con el ejército del gran Basileus Megas si el gran rey de Oriente se lanza contra Roma, o con mis manos y mi espada sola si no tengo nada ni nadie más que me apoye. Lucharé contra Roma hasta el fin de mis días. Se lo juré a mi padre y cumpliré ese juramento. Tú mismo dices que te fías de tu hijo, pese a su inexperiencia, porque es tu propia sangre la que te habla. Fíate de mí porque le debo a mi propia sangre destrozar a Roma con mis propias manos: he de despedazar sus murallas y pasearme sobre sus calles ensangrentadas por los cadáveres de todos los romanos abatidos por mi rabia y mi odio. Fíate de mí porque no hay nadie en el mundo que desee tanto ver a los romanos derrotados como yo. Fíate de mí y conseguirás el mundo entero. Yo sólo quiero ver a Roma muerta.
Antíoco III de Siria escuchó con atención y durante unos segundos nadie dijo nada en la sala. El tiempo parecía detenido. Ninguno de los comensales invitados al banquete del rey se atrevía ni a comer ni a probar bocado alguno. Todos estaban expectantes ante la reacción del gran Antíoco. El rey se sentó despacio sobre su trono imperial. Era rey de Siria y emperador desde el Indo hasta el Egeo. Necesitaba derrotar a Roma. Aquel extranjero se brindaba como general y había conseguido grandes victorias contra las legiones. Las palabras del púnico le convencían de que realmente quería luchar a su lado contra los romanos, pero aún dudaba sobre el plan de dividir al ejército en dos. En cualquier caso, los consejos de aquel general extranjero bien podían escucharse. Luego sería él, él solo, Antíoco III, quien tomara las decisiones finales.
–Siéntate y come algo. Pareces hambriento, tú y tu guerrero. Hoy comeréis conmigo. Mañana decidiremos sobre la campaña de Asia Menor y sobre nuestro ataque contra Macedonia. – Y dio una nueva palmada y las esclavas retornaron desde detrás del trono y se repartieron por toda la sala retomando sus antiguas ubicaciones. Un par de esclavas se acercaron al propio Aníbal y a un sorprendido Maharbal y, tomándoles suavemente del brazo, los condujeron hacia un extremo de la sala donde, entre almohadones, recibieron vino, fruta y asado de buey. Aníbal se reclinó entre los cojines y aceptó con gusto la carne mientras no dejaba de mirar al rey de Siria. Maharbal no tenía ojos más que para las hermosas esclavas que se habían sentado a su alrededor. Antíoco III no miraba a nadie, sino que con los ojos clavados en el suelo bebía vino como quien no ha bebido en meses. A su derecha, Seleuco, su hijo, había dejado de comer y no tenía más ganas de admirar la belleza de las esclavas, sino que con su mirada fija en aquel extranjero que acababa de llenar la cabeza de su padre de ideas absurdas rumiaba la forma de expulsar al maldito cartaginés de la corte imperial antes de entrar en combate contra Roma. Seleuco no era hombre de escrúpulos, así que su pensamiento trabajaba desbocado sin importarle el método que pudiera ocurrírsele para devolver a Aníbal al mar.
Al salir del palacio real, Maharbal, a quien aún le rondaba por la mente la imagen de las preciosas esclavas del rey sirio, recordó que había otra cosa que le roía por dentro. Se volvió hacia Aníbal y le habló con seguridad de quien conoce muy bien a su interlocutor.
–Ese juramento a tu padre es falso.
Aníbal se volvió para mirarle un momento y sonrió al responder sin dejar de caminar.
–Cierto, pero Antíoco no lo sabe.
Retaguardia del ejército romano
Catón situó una legión justo detrás de la otra y ordenó que los velites y los hastati de la primera legión se lanzaran en tromba contra las fortificaciones del campamento ibero. Como no podía ser de otra forma, los hispanos repelieron con todo tipo de armas arrojadizas esta embestida de la infantería romana, pero el cónsul no se arredró y ordenó que los principes de la segunda línea de combate avanzaran para reforzar el primer ataque. Una vez más los iberos rechazaron la furia romana y decenas de legionarios cayeron abatidos por las flechas enemigas. Catón apretó los dientes. Sabía que no podía perder muchos hombres en esa maniobra.
–Ya les hemos dado bastante satisfacción -dijo para sí mismo, y luego elevó el tono de voz para que los cornetas le oyeran y pudieran transmitir sus nuevas órdenes con las trompas de la legión-. ¡Por todos los dioses, retirada general! ¡Retirada general!
Bucinatores y tubicines inundaron la planicie con sus poderosas señales sonoras y centenares de velites, bastati y principes, algunos de ellos heridos, ensangrentados y todos humillados, obedecieron e iniciaron un repliegue lo más organizado posible alejándose de las empalizadas del ejército ibero.
Junto al cónsul de Roma, el hijo del rey Bilistage, custodiado por varios legionarios, observaba aquella maniobra con nerviosismo. El cónsul y su ejército no despertaban sus simpatías, y menos después de que asesinaran a su compatriota, del vejatorio trato al que había sido sometido y del engaño con el que había hurtado refuerzos a su padre, pero aun así, los romanos eran la única esperanza de ayuda para su pueblo y, al verlos retirarse de las empalizadas del campamento ibero, el joven príncipe no podía sino presagiar una terrible derrota y, en consecuencia, la ausencia permanente de refuerzos para su padre, aislado, más al sur y rodeado por millares de enemigos.
El cónsul de Roma miró hacia donde se encontraba el hijo del rey de los ilergetes y le vio asustado al ser testigo de aquella retirada. Catón no quiso hurtarse un pequeño placer y se acercó junto al joven ilergete.
–Sé que no te caigo bien, joven príncipe -empezó el cónsul entre divertido y lleno de desprecio-, y sé que, en el fondo de tu ser, sólo me deseas lo peor, pero hoy te conviene rogar a tus propios dioses por nuestra victoria, o, de lo contrario, tu padre nunca recibirá asistencia alguna y eso sería una lástima, ¿verdad? – Y, sin dar tiempo al joven príncipe a responder, Catón se alejó retornando a su posición de privilegio desde la que podía gobernar el desarrollo de aquella batalla de la que dependía el futuro del resto de la campaña en Hispania y, también, el resto de su carrera política en Roma.
Alto mando del ejército ibero
Desde la empalizada los jefes de las diferentes tribus iberas veían con satisfacción la retirada de las tropas romanas.
–Esto va a ser aún más fácil de lo que pensábamos. Les doblamos en número y encima son cobardes.
Los demás asintieron. Al instante las puertas del campamento se abrían de par en par y por sus fauces emergían centenares, miles de guerreros iberos venidos de todas las regiones al norte del Ebro para acabar de una vez por todas con la presencia romana en sus tierras.
Retaguardia del ejército romano
–¡Ahora! – ordenó el cónsul, y por los extremos de la formación romana aparecieron sendos regimientos de caballería de diez turmae cada uno.
Alas del ejército romano
La caballería romana, dividida en dos grupos de trescientos jinetes, se lanzó contra las alas de la desorganizada pero muy numerosa formación ibera. El impacto fue descomunal. Las bestias relinchaban mientras intentaban evitar pisar a las decenas de guerreros iberos que les rodeaban al tiempo que sus jinetes se afanaban en asestar el máximo número de golpes mortíferos con sus lanzas y gladios. Los romanos luchaban con la furia que desata la avaricia, pero los iberos se defendían con la energía que da el combatir por la tierra propia, por defender sus casas, sus familias. En el ala izquierda los romanos estaban consiguiendo que los iberos perdieran algunas posiciones y retrocedieran algo hacia su campamento, pero en el ala derecha los iberos imponían su fuerza y estaban desbaratando las líneas de infantería romana y conteniendo a la vez la embestida de la caballería.
Retaguardia del ejército romano
Catón desmontó de su caballo. Para pensar bien necesitaba sentir los pies en la tierra. Miró a un lado y otro de la batalla. Por un lado ganaba y por otro perdía. Un empate no le valía para nada. Sabía que había que arriesgarse y que ése era el momento clave. Se dirigió a los tribunos con firmeza.
–Uno de vosotros ha de tomar los manípulos centrales de triari de la primera legión y reemplazar la línea de combate de vanguardia. Y quiero que el otro tome los restantes triari y rodeando la batalla -y señaló hacia el horizonte henchido de polvo y gritos trazando la ruta con su dedo índice- debe alcanzar la retaguardia enemiga y atacar por allí. Tienen al resto de soldados en el campamento. No tienen a nadie que cubra la retaguardia. Si sacan el resto de hombres, entonces usaremos la segunda legión. ¡Ahora, adelante, por Roma!
–¡Por Roma! – respondieron los dos tribunos, y salieron prestos a cumplir las órdenes recibidas.
Vanguardia ibera
Los iberos combatían con bravura y con la seguridad de que la victoria estaba cerca. Los romanos habían cedido varios centenares de pasos desde el encuentro inicial y el empuje de sus falcatas, afiladas y humeantes de sangre romana, parecía ser suficiente para abrirse camino entre las huestes enemigas a las que, además, sabían que superaban en número, pero, de pronto, los enemigos maniobraron y situaron una nueva primera línea de combate de guerreros más adustos, mayores, algo más lentos en el manejo de las armas, pero mucho más resistentes y letales en sus golpes. Los iberos sabían que aquellos eran los veteranos de las legiones, los que los romanos llamaban triari, y ante estos hombres el avance ibero se ralentizó hasta detenerse. Los triari, sí algo más lentos, pero siempre más certeros en cada mandoble, haciendo que los que se enfrentaban contra ellos reventaran de cansancio golpeando escudos en lugar de brazos o piernas y, al más mínimo descuido, decenas de iberos sentían el agudo dolor de los gladios romanos cercenando sus venas. La lucha se había igualado y permaneció así, en una larga línea de enfrentamiento donde los golpes y los alaridos se entremezclaban hasta que, desde la retaguardia ibera, los guerreros detectaron que se producía un gran desorden. Los iberos de vanguardia se vieron obligados a mirar hacia sus espaldas y, atónitos, descubrían que centenares de sus compañeros se las veían con nuevos enemigos que habían aparecido por la retaguardia. ¿De dónde venían esos nuevos legionarios? ¿Habían recibido los romanos refuerzos o es que, al fin y al cabo, los romanos tenían más tropas de las que pensaban? Fuera como fuera, el desorden se extendió de tal modo que la línea de vanguardia cedió ante el empuje constante y milimetrado de los triari y, en medio de la confusión total, la mayoría de los guerreros hispanos emprendió una desorganizada huida hacia lo que pensaban sería la inexpugnable seguridad del campamento.
Alto mando ibero
Los jefes iberos oteaban la escena del confuso repliegue de sus tropas atrapadas entre dos frentes y dudaban sobre la respuesta más adecuada. Alguno pensó que un repliegue a tiempo en el campamento podía dar lugar a rehacerse y volver a combatir contra los romanos al día siguiente, con más orden y, seguramente, con más cautela, pero los que pensaban así eran minoría y, confiados aún en ser un número mayor que los romanos que les habían desbordado por una de las alas, se impusieron los que ordenaron que salieran a combatir el resto de las tropas que aún permanecían en el campamento. Esos refuerzos, sin duda, volverían a inclinar la balanza a su favor.
Ejército romano
Los manípulos que atacaban a los iberos por la retaguardia se esmeraban en ralentizar la huida del enemigo. Esa era la misión que tenían encomendada: generar desorden y, si provocaban una huida, hacer todo lo posible por alargarla lo máximo posible.
Catón lo observaba todo muy concentrado. Fue entonces cuando vio que emergían nuevas tropas de refresco del campamento ibero. Lo tuvo claro. Se montó sobre su caballo y, dando instrucciones con rapidez, ordenó a la segunda legión que permanecía con él, en retaguardia y de reserva, que entrara en combate siguiéndole de cerca. Se ajustó el casco una vez subido al caballo, azuzó al animal y, escoltado por los lictor es y el resto de jinetes de la segunda legión, al galope, alcanzó la retaguardia enemiga rodeando el centro de la batalla y se unió a los manípulos que luchaban allí para evitar que los iberos que combatían en la llanura pudieran reunirse con los que salían del campamento como refuerzo. Esa maniobra dio más tiempo para que la segunda legión, a marchas forzadas, se situara junto al campamento ibero y, sin detenerse, oppugnatio repentina, se lanzaron como posesos contra los nuevos iberos que se incorporaban a la batalla.
Segundo contingente ibero. A las puertas del campamento hispano
Los nuevos guerreros iberos no esperaban encontrarse con enemigos justo a las puertas del campamento y se vieron sorprendidos por la llegada de la segunda legión. Además, no podían alcanzar al resto de su ejército, que combatía contra varios frentes en el centro de la llanura.
Los soldados hispanos hacían todo lo posible por plantear un combate firme, pero no habían tenido tiempo de formar adecuadamente una línea de combate sólida, pues se veían obligados a estrechar su formación para salir por la puerta del campamento y allí, millares de romanos les recibían para masacrarles. Los jefes iberos ordenaron entonces que varias unidades ascendieran a la empalizada para dar cobertura a los guerreros que salían, lanzando flechas y lanzas contra los legionarios, pero para cuando dieron esa orden, ya había varios centenares de legionarios que escalaban las paredes de defensa del campamento y cuando llegaron los arqueros iberos a lo alto de las empalizadas, se veían obligados a luchar contra enemigos que ya se encontraban allí en lugar de poder arrojar flechas y lanzas contra los romanos que se concentraban a las afueras del campamento. Los jefes iberos no entendían cómo podía estar pasando aquello. El ejército de la llanura seguía atascado en medio del valle, luchando contra dos frentes, mientras que sus tropas de refuerzo estaban siendo masacradas justo a las puertas del campamento a la vez que a cada momento había más y más enemigos en el interior de las empalizadas.
Alto mando romano. A las puertas del campamento enemigo
Catón había desmontado de su caballo y supervisaba personalmente el ataque contra la primera línea de combate enemiga. En cuanto ésta estuvo desbaratada por completo y, mientras sus hombres tomaban posiciones de control en las empalizadas del campamento enemigo, ordenó que toda la segunda legión arremetiera de golpe contra los iberos y así entrar a empellones, pisando al enemigo si hacía falta, como fuera, en el interior del campamento. De ese modo, en pocos instantes, el cónsul consiguió que la lucha se trasladara del exterior al interior de las fortificaciones iberas y, una vez dentro, iba a ordenar que incendiaran las tiendas de los enemigos y que se tomaran todas las empalizadas, pero lo pensó mejor y omitió la primera pane. Un incendio, las llamas, advertiría de que algo iba mal en el campamento y eso no era lo que él quería que pensaran los iberos de la llanura. Aún no.
Mientras ocurría todo eso en el interior, el cónsul regresó de nuevo afuera y comprobó que el enorme contingente de iberos de la llanura, pese a estar rodeados, aún resistía en el centro del valle, y sabía que sus propias tropas, los soldados de la primera legión, estarían exhaustos, al límite de sus fuerzas. Era el momento de una nueva maniobra o todo podría aún trastocarse y perderse.
–Que dejen a los iberos replegarse de una vez hacia su campamento -ordenó el cónsul.
Al momento, los manípulos que habían bordeado al enemigo al principio de la batalla y que estaban completamente agotados, recibieron aquella orden con gran alivio y se hicieron a un lado dejando un gigantesco pasillo por el que el resto de guerreros hispanos, acosados por unos incansables triari, corrían despavoridos en busca del refugio de su campamento sin saber, incautos, que durante la batalla, el cónsul romano había tomado a la fuerza aquellas fortificaciones hacia las que ellos, esperanzados, se acercaban a la carrera.
Catón ordenó a todos los legionarios de la segunda legión que se ocultaran tras las empalizadas mientras era testigo de cómo los jinetes de su caballería perseguían con sus lanzas al grupo de jefes iberos que intentaban huir por la puerta trasera de la fortificación. Aquella imagen le causó cierta risa, pero se contuvo, porque la parte más delicada de toda la batalla aún tenía que ejecutarse con la precisión adecuada. Lo esencial de aquella visión era que ya no había nadie que diera órdenes al enemigo.
–¡No lancéis ni una flecha, ni unpilum hasta que el cónsul lo ordene! – repetían sin parar los centuriones apiñados tras las empalizadas del interior del campamento ibero conquistado.
Catón, justo detrás de la puerta, miraba a un lado y a otro. Tenía centinelas en lo alto de la empalizada y le hacían señas indicando la distancia a la que se encontraba el grueso del enemigo. Las puertas habían quedado abiertas de par en par y, de pronto, por ellas, empezaron a entrar, a la carrera, decenas, centenares, miles de iberos que buscaban refugio. A sabiendas de que tras ellos venían otros muchos, los iberos, sin percatarse de que el campamento ya no estaba gobernado por sus jefes ni custodiado por sus compatriotas, corrían hacia el fondo del mismo para hacer sitio y permitir que el resto de compañeros que debía entrar en el campamento tuviera sitio. Los romanos, ocultos tras las empalizadas y emboscados tras las tiendas e improvisados barracones, permanecían ocultos y sin moverse, sosteniendo centenares de antorchas prendidas a toda velocidad, a la espera de la orden del cónsul.
Cuando los centinelas indicaron que la mayor parte de los enemigos ya había entrado en el campamento y que la primera legión se reorganizaba en el valle para acudir de refuerzo, Marco Porcio Catón levantó su mano y la bajó con fuerza con un movimiento brusco que fue interpretado con claridad por el tribuno y el resto de oficiales de la segunda legión diseminada por las empalizadas y tiendas del campamento enemigo. Catón ni tan siquiera acompañó aquel gesto con una palabra. No, no necesitaba gritar para hacer entender a aquellos malditos rebeldes lo que ocurriría a cualquiera que osara rebelarse contra su autoridad en Hispania.
Las antorchas prendieron entonces por fin todas las tiendas y barracones al tiempo que desde lo alto de todas las empalizadas caía un mar de lanzas y flechas sobre unos sorprendidos a la par que aterrorizados iberos quienes, agotados por el combate primero y luego por la larga carrera final de huida, se veían inmersos en un inmenso incendio del que emergían enemigos sin fin y dardos que los atravesaban por todas partes.
Catón iba de un lado a otro con rapidez. Buscaba iberos heridos entre los cuerpos tendidos en el suelo. Se movía con tal rapidez que a los lictores les costaba seguirle y debían hacerlo pues temían que algún hispano fingiera estar herido y que, de pronto, se revolviera del suelo para apuñalar al cónsul. Catón no se planteaba esas dudas. Caminaba rápido, con su gladio empapado de sangre hasta la empuñadura, sintiendo el líquido caliente y espeso de las entrañas de sus enemigos corriendo entre los dedos de su mano fría. En cuanto veía el más imperceptible movimiento en alguno de los guerreros iberos abatidos que le rodeaban, raudo, se plantaba encima del moribundo y hundía en él su espada hasta que sus dedos chocaban con las costillas. Al extraer el arma solía extraer al mismo tiempo alaridos de dolor y agonía que se elevaban sobre un cielo que se estaba poblando de centenares de buitres hambrientos que sobrevolaban por encima de los romanos y los cadáveres iberos, en círculos cada vez más bajos, a cada instante más próximos a la tierra henchida de sangre, muerte y carne. Había un pequeño grupo de supervivientes entre los iberos y Catón ordenó que no los mataran, sino que los retuviesen allí, en el centro del campamento, vivos, mientras él, junto con el resto de legionarios, remataba, uno a uno, a tantos heridos como encontraban entre los soldados enemigos caídos. Y cuando ya no se movía nadie, el cónsul, meticuloso, ordenó que los legionarios remataran a los que ya se daba por muertos, no fuera a ser que alguno fingiera y, con esa estratagema, quisiera escapar de aquel baño de sangre. Sangre. Por todas partes. Por los brazos del cónsul, por su coraza y por el paludamentum púrpura que ahora brillaba por el líquido resplandeciente que teñía su tejido bajo la luz cegadora del sol de Hispania. Ésa era la imagen que quería que quedara grabada de forma indeleble en la mente de los pocos supervivientes iberos de aquella masacre.
–¡Y dejad que estos miserables se queden aquí mientras los buitres devoran a sus hermanos de armas! – ordenó el cónsul enfervorizado.
Y así se hizo. Una vez que los legionarios dejaron los cuerpos de los enemigos muertos medio desnudos tras despojarles de las armas, escudos, anillos, joyas y todas aquellas ropas y calzado que pudieran serles útiles, apiñaron los miles de cadáveres en grandes montículos y, justo en medio de todas aquellas colinas de horror, situaron a los pocos supervivientes enemigos, custodiados por varios manípulos de legionarios, para que contemplaran el horrible espectáculo de los buitres descendiendo sobre aquellas montañas de brazos, piernas, cabezas y troncos medio descuartizados, para arrancar con sus duros e implacables picos primero los ojos y labios y otras partes blandas de todo aquel festín, para luego pasar a las partes más duras de aquellos cuerpos inertes, mudos, ciegos.
–Eso les enseñará contra quién están luchando. Eso les hará ver lo que ocurre si sigue esta rebelión -dijo el cónsul a las puertas de un improvisado praetorium levantado en el exterior de los tristes restos del campamento ibero. El cónsul no quería retirarse aún a su propio campamento. Tenía todavía varias cosas que hacer antes de que terminara el día y quería ser diligente. En primer lugar, ordenó que le trajeran al hijo del rey Bilistage. El joven, horrorizado por el espectáculo, llegó junto al cónsul.
–Ya hemos acabado con la rebelión del norte -le dijo el cónsul con una calma que helaba el corazón del joven príncipe, y es que, si bien aquéllos eran enemigos suyos, también eran tribus próximas y que no habían estado siempre en guerra; de hecho estaban en guerra entre ellos por culpa de los propios romanos; el cónsul supo leer en los impactados ojos de su interlocutor-. Quizá crees que mi dureza para con mis enemigos, tus enemigos también, es excesiva, pero te aseguro que sólo así se consigue terminar con una rebelión. Si quieres ser rey deberías ir aprendiendo estas cosas pronto. Pero no te he hecho llamar para debatir sobre mis métodos, sino para anunciarte la buena noticia de que ya podemos encaminarnos hacia el territorio de tu padre. En pocos días estaremos allí y podremos… asistirle.
El hijo del rey de los ilergetes ya no tenía claro que la ayuda de Catón fuera a ser la mejor, pero todavía pesaba en su ánimo que había dejado a su padre y a todos los suyos rodeados por muchas tribus enemigas. Quizá el cónsul tuviera razón y su crueldad fuera la única forma de terminar con aquella guerra. El muchacho fue de nuevo alejado del cónsul y se llevó consigo sus meditaciones.
Llegó entonces para Catón el momento de ocuparse del segundo asunto que le preocupaba: organizar su avance hacia el sur. Fue entonces cuando llamó a uno de los quaestores de la legión y le hizo tomar por escrito sus palabras en forma de carta para todos los jefes iberos:
A los jefes iberos de todas las regiones de Hispania: Yo, Marco Porcio Catón, cónsul de Roma, ordeno a todos los pueblos y fortalezas, desde los Pirineos hasta el río Betis * [Río Guadalquivir] que destruyan sus murallas ipso facto tras recibir esta carta. Avanzo hacia el sur con mis legiones y cualquier población que encuentre fortificada será arrasada por mi ejército y todos sus ciudadanos asesinados o vendidos como esclavos. Sólo aquellas poblaciones que tengan inteligencia y obedezcan este mandato serán excluidas de la justicia implacable de Roma.
Luego se dirigió a uno de sus lictores.
–Llama a los iberos supervivientes, que la traduzcan y la hagan llegar a sus pueblos contando lo que ha pasado -pero enseguida se dio cuenta de que no habría forma de que aquellos guerreros iberos comprendieran su mensaje, así que modificó su orden mientras hablaba-; no, nunca os entenderéis con esos bárbaros, recurrid al hijo de Bilistage; él sabrá entenderse con ellos y así se ganará de una vez la comida que le damos cada día.
De ese modo, nada más terminar de dictar la carta, el cónsul hizo llamar al príncipe de los ilergetes y le ordenó que ayudara a traducir aquel mensaje a los pocos supervivientes de las diferentes tribus que se habían congregado allí para combatir contra Roma. El príncipe, aunque con desgana, cumplió con el cometido, pues aún albergaba la esperanza de salir de allí con vida y reencontrarse con su padre y su pueblo. Una vez que el cónsul se sintió seguro de que aquellos guerreros, unos heridos, otros aún intactos pero cubiertos de sangre de sus compatriotas muertos, habían entendido bien el mensaje de aquella misiva que unos habían transcrito por escrito, los menos, mientras que otros, la gran mayoría, incapaces de ello, habían aprendido de memoria, los dejó libres.
–Marchad ahora, marchad -les espetó Catón desde su sella curulis con desgana-; marchad antes de que me arrepienta y cambie de opinión.
Los guerreros iberos supervivientes a la masacre partieron de allí al galope sobre caballos que el cónsul ordenó que se les proporcionara. Quería que las noticias de lo que allí había ocurrido llegaran lo antes posible a todas las fortalezas de la región. Eso merecía sacrificar algunos caballos que, todo hay que decirlo, tampoco es que fueran los mejores.
Las legiones de Marco Porcio Catón avanzaron desde las proximidades de Emporiae, siempre en dirección sur, pero desviándose un poco hacia el interior para, al fin, acudir a socorrer a los ilergetes. El cónsul observaba el rictus serio y de preocupación en la faz del joven príncipe a medida que se acercaban. Y no era para menos: los campos que cruzaban estaban yermos, calcinados, incendiados por tropas enemigas que, sin lugar a dudas, no practicaban la clemencia con el vencido. No se veía animal alguno y las granjas que estaban diseminadas por aquel país estaban desiertas y, en su mayoría, demolidas por el fuego de la guerra. Era evidente que las tribus iberas vecinas no habían querido avanzar hacia el norte para encontrarse con las legiones romanas del cónsul sin antes asegurarse que los ilergetes ya no podrían atacarles por la retaguardia. Catón comprendía el gesto de nerviosismo creciente en el rostro de su rehén, pero el cónsul, al contrario que el joven príncipe, estaba feliz. A su victoria del norte, se unía ahora su victoria en el sur fruto de su estratagema de engañar a los ilergetes. Y es que a medida que cruzaban todo aquel territorio desolado era cada vez más evidente que éstos habían resisitido hasta la extenuación en espera de los refuerzos romanos y, seguramente, en esa resistencia cayeron también muchos enemigos de las otras tribus reduciendo así la cantidad de efectivos hispanos que llegaron al norte a luchar en la batalla de Emporiae. Catón sentía esa honda confianza que produce el comprobar que todo lo que uno había decidido con apenas un mínimo de información se había confirmado como elecciones sumamente acertadas. Otra cosa era los muertos que sus decisiones hubieran generado: millares, quizá decenas de miles, pero eran muertos iberos, de los ilergetes y de otros pueblos en rebeldía; no eran romanos; no contaban.
Llegaron al fin al poblado central, la capital de aquella tribu ibera, allí donde Bilistage, el padre del príncipe, había planteado su resistencia final. Era un valle muerto. Por el aire aún se veían buitres sobrevolando el cielo azul. En tierra les recibió el olor inconfundible de la putrefacción de una mar de cadáveres. El combate había debido de ser brutal.
–Parece que tu padre luchó con fuerza -le dijo el cónsul al joven príncipe que, con ojos desencajados, contemplaba como su peor premonición acababa de hacerse realidad. No lloraba, porque el hijo de un rey no llora, además era otro el sentimiento que se apoderaba de todo su ser: una rabia fría, helada, pero mordiente como el hielo, que emergía desde sus entrañas hasta dominar todo su espíritu; rabia hacia Roma, rabia hacia aquel maldito cónsul que no sólo les había negado la ayuda que les correspondía por los pactos acordados en el pasado, sino que aún peor, les había hecho creer a su padre y a los suyos que la ayuda estaba en camino cuando no era así.
Catón miraba con atención a aquel joven príncipe de… de ya poca cosa. Los ilergetes supervivientes se habían desperdigado, y empezó a ponderar el cónsul qué debía hacer. Lo leal sería que, en pago a los servicios prestados y en reconocimiento al servicio que el propio Bilistage, su padre, había hecho al luchar hasta la extenuación, se le concediera ahora a su joven hijo el gobierno de aquella región, que se le ayudara a reconstruir una ciudad allí mismo y que se permitiera a los ilergetes desperdigados reunirse bajo su reinado. Eso era lo justo. Eso debía hacerse, pero Catón no pasó por alto la mirada de odio máximo que surgía de los ojos de aquel aprendiz de rey. Él sabía bien de odios, pues el que odia con tenacidad sabe reconocer bien ese mismo sentimiento en otros y sabe apreciar cuándo una animadversión es ya definitiva e irreversible. Y ése era el caso del hijo del rey muerto de los ilergetes. Catón, además, recordó la forma con la que Fabio Máximo, su antiguo mentor, resolvía situaciones similares en el pasado, como lo que ocurrió tras el asedio de Tarento.
El príncipe se había adelantado al cónsul y sus lictores y, como Catón no decía nada, los legionarios que le custodiaban se limitaban a seguir al aún joven príncipe rehén mientras avanzaba por encima de aquella alfombra de cadáveres reconociendo a amigos y familiares muertos por todas partes. Marco Porcio Catón se detuvo y se dirigió en voz baja al proximus lictor.
–Este rehén ya no nos es útil -dijo, sin ordenar nada más. No era necesario. E\proximus lictor asintió despacio y se alejó del resto de la escolta del cónsul. Catón mantuvo su mirada fija en él. El lictor caminaba decidido en línea recta hacia la espalda de quien, fallecido ya Bilistage, era el rey de los ilergetes. Cuando estaba a cinco pasos desenfundó la espada y, en lo que para el cónsul fue un acto innecesario de nobleza, el proximus lictor, habló al rehén para que éste se volviera. De ese modo el entonces más joven rey de los ilergetes recibió de frente la estocada que le hacía reunirse con el resto de cadáveres de aquel valle maldito.
Catón se hizo con el control de todo el territorio al norte del Ebro, especialmente en la costa. Tuvo dificultades para someter a los begistanos a orillas del río Segre, algo más al interior, pero al fin también los sometió por completo. Las ciudades iberas obedecieron en su mayoría y derribaron sus murallas y fortificaciones por temor a ser arrasadas hasta las cenizas por las enfurecidas legiones del nuevo cónsul de Roma. Sólo Segéstica se resistió y fue convenientemente destrozada por las máquinas de guerra de las legiones de Catón.
Asegurado así el norte, y por petición de los pretores de más allá del Ebro, que no dejaban de reclamarle ayuda, se lanzó Catón a reconquistar el sur de la península Ibérica y así partió desde Tarraco con dirección al corazón de Turdetania, en lo que los romanos denominaban Bética. Allí se concentraban las grandes minas de oro y plata que resultaban de interés estratégico para Roma. Desde el levantamiento general en Hispania, el fluido regular de minerales preciados desde esas minas hasta Roma se había reducido progresivamente hasta casi quedar en nada. Esto era un lujo que Roma, que preveía próximas guerras contra galos o contra diferentes ligas griegas o incluso contra Macedonia, no podía permitirse. La recuperación del control de este territorio era clave para el prestigio de Catón y a ello dedicó gran parte de sus esfuerzos durante la segunda parte de su campaña en Hispania. Pero ahora los resultados eran más confusos: los turdetanos recibían ayuda constante desde el interior de la Península de un pueblo belicoso y especialmente hostil a Roma: los celtíberos. Éstos llegaban en gran número de guerreros de infantería o en forma de temibles regimientos de caballería y apoyaban los ataques de los turdetanos impidiendo que las legiones pudieran imponerse. Catón intentó primero superar a turdetanos y celtíberos por la fuerza de las armas, pero no le fue posible: necesitaba refuerzos, pero se negaba a pedirlos a Roma, y es que después de acusar a los Escipiones de pedigüeños durante años, no podía ahora él hacer lo mismo que tanto había criticado en sus enemigos políticos. Así que, en segundo lugar, procuró dividir a turdetanos y celtíberos ofreciendo dinero a estos últimos para que dejaran de apoyar a los iberos de Turdetania. La negociación con el enemigo no era la estrategia que Catón se había autoimpuesto para recuperar el control de Hispania, pero el tiempo de su mandato como cónsul se le acababa y ya no veía otra forma de conseguir sus objetivos.
Consiguió al fin la defección de algunas tribus a la sublevación general de la región y logró que el flujo de oro y plata se restableciera. Turdetania no estaba dominada ni apaciguada, pero al menos se podía extraer mineral y enviarlo a Roma. Sin embargo, el cónsul albergaba aún la esperanza de convertir esa débil victoria en una mucho más épica, de forma que, sin dudarlo, decidió que debía dirigir sus tropas hacia el norte y hacia el interior de la salvaje Hispania en busca de los temibles celtíberos.
–¡Por todos los dioses! De todos los pueblos de Celtiberia, ¿quién es el más temible? – preguntó Catón a los pretores que administraban los destinos de Turdetania. Uno de los más veteranos respondió con seguridad y precisión.
–Son muchas las ciudades que se venden como mercenarios a los turdetanos, pero los guerreros más peligrosos son, sin duda, los de una ciudad que los iberos llaman Numancia.
–Numancia -repitió en voz baja el cónsul, y se quedó meditabundo mirando hacia el norte desde la puerta del praetorium. Había visto indicaciones de la posición de esa ciudad en los mapas de los que disponía, pero nunca nadie de Roma había llegado tan al norte, tan al interior. Sólo otro extranjero en Hispania, que no era otro sino que el propio Aníbal, se había atrevido a tanto, pero el cartaginés fue más hacia el oeste, a Salmantica y otras ciudades más occidentales, nunca hacia Numancia-; Numancia -repitió el cónsul-. Mañana, al amanecer, partiremos hacia esa ciudad. Si ése es el origen de todos nuestros males en Hispania, debemos cortarlos de raíz allí mismo, donde crece la mala hierba, en lugar de tener que entretenernos toda la vida cortando sus tallos aquí abajo, en el sur.
Y dio media vuelta, entró en el praetorium y dejó a todos sus oficiales, tribunos, centuriones y decuriones engullendo saliva. Todos habían oído hablar de aquella ciudad y a nadie le hacía gracia tener que acercarse a sus murallas. Nadie había regresado con vida de allí.
Celtiberia, centro de Hispania. De octubre a diciembre de 195 a.C.
Avance del ejército consular
El avance hacia el norte fue mucho más lento de lo que nunca imaginaron. Catón sabía, por los mapas de los que disponía, que había muchas montañas en su ruta hacia el interior en busca de la tierra de los celtíberos, pero, si hubiera consultado más a los turdetanos o si no hubiera sometido y humillado tanto a sus vencidos iberos con tanta saña y horror, quizá habría obtenido algunos guías más capaces que podrían haberles ahorrado alguno de los estrechos y agotadores pasos por los que se vio obligado a conducir las tropas. Además, el otoño estaba terminando y el invierno, aquel año, parecía querer adelantarse con la llegada de un viento gélido que se apoderó de aquella región de modo que todos pasaban un enorme frío durante las noches y aún más durante el día si la marcha debía realizarse bajo un cielo plomizo y con los dioses del viento campando a sus anchas con tremendas rachas de aire que cortaban la piel de los legionarios. Catón procuraba dar ejemplo y marchaba en primera posición, a pie, para mostrar que no obligaba a nadie a hacer algo que él mismo no pudiera llevar a cabo, claro que él, como oficial en jefe, no se veía obligado a transportar armas y parte de los pertrechos militares, algo que sí debían hacer el resto de legionarios ya que el cónsul, para acelerar el avance, había reducido el número de carros y acémilas de transporte que siempre terminaban por ralentizar la marcha del resto de la tropa.
En una de las breves pausas que se permitían a lo largo del día, el cónsul miró a su alrededor. ¿Cómo se podía vivir allí? Eran tierras salvajes, inhóspitas, repletas de vegetación, con estepas extensas que terminaban siempre en grandes montañas casi infranqueables. Y a medida que se acercaban a su objetivo, se veían cada vez menos tierras de cultivo y menos granjas y más bosques densos y espesos que recordaban a los romanos las frecuentes emboscadas de los galos de Liguria. Ya le habían informado los pretores que los celtíberos de Numancia recurrían a otros pueblos para adquirir el grano que necesitaban.
–Son guerreros más que otra cosa -había explicado uno de los pretores. Catón no había prestado mucha atención a aquellas palabras en su momento, pero ahora, próximos ya a la ciudad enemiga, se daba cuenta de que así debía ser. Eran los vacceos, más al noroeste, los que les suministraban trigo a los celtíberos de Numancia, mientras que otras tribus les proporcionaban ganado. Los celtíberos, para los romanos, sólo existían para luchar, por eso eran tan aguerridos y tan temibles mercenarios.
Catón sacudió la cabeza. Todo aquello eran leyendas engrandecidas por el temor a lo desconocido. Pronto estarían ante las murallas de Numancia y sólo entonces se formaría una opinión.
–Cónsul, al norte -dijo el proximus lictor quebrando el organizado orden de sus ideas. Catón le miró con enfado, pero al ver la cara de miedo reflejada en aquel lictor, se dio la vuelta y miró hacia donde señalaba el soldado de su escolta. Justo al norte de su posición, donde terminaba el largo valle por el que avanzaban, se veía la silueta recortada de miles de soldados enemigos a pie y a caballo sobre las colinas que se dibujaban en el horizonte. Catón levantó su brazo y las legiones detuvieron su avance. El cónsul se adelantó unos pasos más, acompañado tan sólo por su escolta y por los dos tribunos de las legiones.
–¿Cuántos? – preguntó Catón. Los tribunos oteaban el final del valle medio cerrando los ojos en un esfuerzo por calcular bien el número de enemigos.
–Es difícil saberlo desde aquí -empezó uno de ellos al fin-, pero fácilmente unos 20.000 de infantería y de caballería… yo diría que muchos más que nosotros, varios miles, quizá cinco mil. Por todos los dioses, son muchos.
Ese último comentario sobraba y el cónsul lo dejó claro con una mirada de profundo desprecio. Catón levantó de nuevo su brazo derecho y se adelantó completamente solo. Sintió el frío helado del viento del norte de aquel país agreste sobre su cara. Era como si aquellos celtíberos despidieran aire gélido. Eran bastantes, sí, pero en Emporiae fueron capaces de doblegar a un ejército el doble de numeroso, claro que, los iberos de la costa al norte del Ebro no eran como aquellos enemigos que les esperaban al final del valle. Catón no necesitaba verlos más de cerca para saberlo. Le bastaba ver que el rey de los numantinos no había esperado a que los romanos llegaran a su ciudad sino que de forma sabia había salido a su encuentro, porque, entre otras cosas, estaba claro que poseía una superioridad muy clara en las fuerzas de caballería, y la caballería debía usarse en campo abierto. «Son astutos», pensó el cónsul, y se pasó la palma de su mano derecha por sus bien afeitadas mejillas. De pronto, la caballería enemiga se puso en marcha, primero al trote y de súbito al galope. Cinco mil jinetes celtíberos cargando a toda velocidad contra las legiones, cruzando el valle que les envolvía y llenando cada recoveco con el estruendo de los cascos de sus veloces caballos.
–¡Por todos los dioses! – espetó Catón, y se volvió hacia la seguridad de su escolta-. ¡Lanzad la caballería contra esos malditos y poned las legiones en posición de combate, en paralelo, que los velites avancen tras la caballería, y luego que bastad, principes y triari se sitúen detrás! ¡Maldita sea!
Los buccinatores resonaron como respuesta al estruendo de la carga de la caballería enemiga y los jinetes romanos pronto se situaron al frente de la infantería ligera para responder al ataque de los celtíberos. Eran muchos menos y por eso precisaban del apoyo de la infantería o de lo contrario serían barridos por la caballería enemiga, mucho más numerosa y, aparentemente, con muchas más ganas de guerrear.
El choque en medio del valle, al contrario de lo que podría uno haber esperado, no fue tan descomunal, sino que los celtíberos se frenaron antes de entrar en combate. Arrojaron centenares de lanzas contra los romanos y luego, en lugar de luchar, se replegaron sobre sus pasos, cabalgando de nuevo con velocidad para regresar a sus posiciones, junto con su infantería. Pero las miles de lanzas cayeron como una lluvia férrea mortífera y varias decenas de jinetes romanos y de velites cayeron atravesados por las mortales armas del enemigo, mientras que sus compañeros permanecían perplejos, sobre sus caballos sin tener a nadie con quien combatir porque el enemigo, igual de rápido que había atacado, se replegaba.
–¡Malditos sean! – dijo Catón, y escupió en el suelo de Hispania. Los miserables habían causado casi un centenar de bajas en su ejército entre muertos y heridos y ellos ni tan siquiera habían tocado a ni uno solo de aquellos guerreros. Era un aviso. Por Júpiter, era un aviso, los miserables se permitían lanzarle un aviso. El cónsul buscaba en el horizonte el líder de aquellas tropas. Al fin le pareció ver adelantado a un jinete sobre un gran caballo negro que parecía llevar algo pequeño consigo, justo delante. Parecía como si llevara un enano. Catón sacudió la cabeza. No era momento para intentar entender demasiado a aquellos bárbaros, sino momento de decidir qué era lo más conveniente. Como los tribunos estaban justo detrás de él, nerviosos y esperando órdenes, se volvió rápido hacia ellos.
–¡Acamparemos aquí mismo! Tenemos agua en el río y una amplia llanura alrededor. – Miró el camino por donde habían venido y el bosque quedaba algo lejano, hacia el sur, y podía ser peligroso acercarse allí; podían estar rodeados sin saberlo-. Que caven fosos en torno al campamento. Eso dificultará que nos sorprendan con una carga de caballería en medio de la noche.
Los tribunos asintieron ante lo que recibieron como órdenes sensatas. Los legionarios se dispusieron al trabajo con fruición. Todos querían salvaguardarse de una nueva carga de aquella tremenda caballería celtíbera. Excavaron enormes zanjas, más grandes aún de las que hicieron en Emporiae, pues todos sentían que aquellos enemigos eran mucho más peligrosos y el miedo es un acicate aún mayor que la avaricia o la ambición. Trabajaron hasta bien entrada la noche, a la luz de las antorchas, prosiguiendo con aquella tarea hasta asegurarse que todo el perímetro de su improvisado campamento estaba protegido por un foso profundo. Fue una tarea agotadora que el cónsul premió con doble ración de comida en forma de más pan, queso y carne seca de cerdo. Los legionarios comieron con ansia y se acostaron tarde, cerrando los ojos rápido, en un intento de recuperar fuerzas ante lo que podía ser un largo día de combate con el nuevo amanecer.
En el praeotorium, Catón reflexionaba sobre lo acontecido aquella tarde. Le habían mandado un aviso, como una amenaza, y si había algo que le indignaba profundamente era que le amenazaran y, sin embargo, había cierta gallardía en aquella acción que habían realizado los celtíberos. En el ánimo del cónsul pugnaban dos fuerzas opuestas: por un lado anhelaba con furia una venganza clara masacrando a aquellas gentes indómitas que se atrevían a desafiarle con aquel desparpajo, pero por otro lado estaba su razón, que le hacía ser más cauto y evaluar las posibilidades de éxito o fracaso con más cautela. Aquél era un enemigo poco habitual: estaban formados en la guerra y vivían para la guerra y además, iban a combatir por su propio territorio, lo que hacía anticipar una resistencia y una fortaleza aún mayor que cuando habían luchado en Turdetania como mercenarios. Eso no presagiaba nada bueno. Para colmo de males su mandato como cónsul expiraba en unas semanas y no disponía de licencia proconsular, avalada por el Senado, para prorrogar su poder militar en la región y todo el tiempo que permaneciera en combate contra los hispanos más allá del tiempo establecido sería empleado por sus enemigos políticos en Roma, por los Escipiones, para atacarle con virulencia, y todo aquello… ¿para qué? No había nada que extraer de aquella región. Había sometido a todos los pueblos al norte del Ebro y había conseguido recuperar el flujo de oro y plata de las minas de Turdetania. Eso era lo fundamental. Había destruido más de cuatrocientas ciudades y había masacrado a decenas de miles de enemigos. Traía abundante oro y plata para las arcas del Estado y tenía un buen botín que repartir entre sus tropas y numerosos esclavos que había enviado por la costa, desde el sur, hasta Tarraco y Emporiae. Todo ello le haría acreedor de un gran triunfo en Roma que los Escipiones se verían obligados a presenciar, y eso aumentaría su popularidad y reduciría un poco la de sus enemigos políticos. ¿Iba a poner en peligro todo aquello enfrentándose en un territorio hostil y desconocido a un ejército bien entrenado y experimentado que podía llegar incluso a infligirles una penosa derrota que lo echara todo a perder? No, aquello no tenía sentido. Marco Porcio Catón se levantó de sus sella curulis y mandó llamar a los tribunos. Se tragó todo el orgullo que tenía, que era mucho, cuando les habló y les dio las nuevas órdenes.
–Al amanecer, si no hemos sido atacados, recogeremos el campamento y volveremos hacia el sur primero y luego hacia el este de vuelta a Tarraco y luego a Emporiae. Mi mandato como cónsul termina y no podemos emprender ahora una campaña contra estos celtíberos. Eso les salva de mi ira.
Con esa última frase el cónsul intentaba lavar su honor ante unos tribunos a quienes, no obstante, no les importaba lo más mínimo el honor del cónsul. Ellos sólo querían salir de allí pronto, rápido y, a ser posible, vivos, y más después de lo presenciado aquella tarde, de modo que dejaron el praetorium a toda prisa, prestos a disponerlo todo para organizar el regreso hacia Emporiae, el retorno hacia la tranquilidad y la seguridad de Roma, lejos de aquellas tierras, lejos de aquella maldita Numancia y sus locos guerreros.
Vanguardia celtíbera. Al amanecer, en el fondo del valle
–¿Se han ido, padre? – preguntó el pequeño Megara desde lo alto de la yegua negra, asiendo las riendas con fuerza, tal y como le habían enseñado que debía hacerse.
El rey de Numancia, que había desmontado dejando a su pequeño hijo de cinco años solo sobre la yegua, se agachó y tomó algo de la ceniza de una de las hogueras abandonadas por las legiones del cónsul y, mientras la frotaba entre las yemas de sus dedos, asintió en respuesta a la pregunta del niño.
Megara era demasiado pequeño para entender entonces de miedos. Su padre siempre vencía. Numancia siempre derrotaba a todos, a cualquier otra tribu ibera o celta y a los romanos también cuando se acercaban a sus tierras, como ahora, que se acababan de marchar asustados y muchas otras veces cuando se adentraban hacia el sur a petición de los turdetanos y otros pueblos demasiado débiles para resistir a aquellos invasores extranjeros. Su padre montó de nuevo sobre la poderosa yegua y el niño vio cómo pasaba la gruesa y gran palma de su mano izquierda por la larga crin negra azabache del poderoso animal. Megara recordaba aún con emoción cómo su padre le explicaba que aquella hermosa yegua había pertenecido a la esposa ibera de Aníbal, así se lo aseguraron unos turdetanos de confianza cuando se la vendieron, a quienes él creía porque llevaban la verdad escrita en los ojos. Desde hacía unos meses, su padre compartía con él todo cuanto pensaba o hacía y le llevaba consigo a cada combate. Lo estaba entrenando a conciencia y el pequeño estaba orgulloso y se esforzaba por merecer aquel honor desde tan niño. Nadie entendía por qué aquel extraño empeño del rey de Numancia en adiestrar desde tan pequeño a su hijo en el combate. Ante el largo silencio de su padre, aunque el rey hubiera asentido como respuesta, el niño repitió la pregunta:
–¿Se han ido, padre? ¿Se han ido los romanos?
Fue entonces cuando el rey de Numancia suspiró profundamente aquella gélida mañana de diciembre y dijo algo para sí mismo, entre dientes, sin que ninguno de sus guerreros le oyera, lo musitó en voz muy baja, ni triste ni alegre, pero con el aplomo de quien presiente el destino. Masculló cuatro palabras.
–Pero volverán, hijo, volverán.
Y el pequeño Megara comprendió que aquél era un mensaje sólo para él.
Publio Cornelio Escipión acudió al teatro aquella tarde envuelto en una turbulenta maraña de pensamientos. Le acompañaban su esposa Emilia, su hijo Publio y sus dos hijas. Publio padre estaba disgustado consigo mismo y con Roma entera. Consigo mismo por su incapacidad para digerir mejor el imparable ascenso de Catón. Apenas hacía unas semanas que le había correspondido, como nuevo cónsul recién elegido para un segundo mandato, asistir al gran desfile del triunfo que el Senado había concedido a su antecesor en el cargo, al propio Marco Porcio Catón por su supuesta gran campaña en Hispania, cuando Catón no había conseguido más que masacrar a las tribus débiles del noreste y restaurar un intermitente flujo de oro y plata desde las minas del sur. Por lo demás la región seguía en armas, un lugar peligroso para cualquier general y, sobre todo, con una inexpugnable Celtiberia en el interior del país desde la que se alimentaba de forma perenne la rebelión contra Roma. Roma. En segundo lugar, estaba disgustado con Roma por su ceguera al no entender que la política de ocupación brutal de Catón alargaría indefinidamente la pacificación de Hispania; una Roma que no supo nombrarle cónsul el año anterior, a él, a Escipión, cuando se debía haber enviado a alguien a luchar o negociar con los iberos y que, sin embargo, le elegían ahora, un año en el que el Senado se negaba a mandar ningún ejército consular a Hispania, pues eso sería lo mismo que reconocer que Catón no había hecho bien su trabajo. El Senado, una y otra vez, manejado por Catón y sus seguidores, le castigaba con una derrota tras otra. Era cónsul, sí, porque su nombre, Publio Cornelio Escipión, aún era demasiado grande y demasiado popular entre el pueblo como para que el Senado le negara un segundo mandato, pero con aquella táctica de negar que Hispania estuviera revuelta vaciaban completamente de sentido aquella nueva magistratura consular para la que había sido elegido. Catón, por su parte, había rematado su estrategia de alianzas políticas casándose con Licinia, a propuesta de Lucio Valerio Flaco, con lo que conseguía una familia senatorial más proclive a su política. Estaba claro que debía acelerarse el asunto de los matrimonios de sus hijas. Ésa era un arma de la que Catón aún no disponía. Y debía utilizarse. Catón no había asistido al estreno de la nueva obra de Plauto, fiel a su costumbre de despreciar el teatro en general y las comedias en particular, pero Publio había visto a Graco, Spurino y otros por el recinto del teatro. Era difícil olvidarse de ellos teniéndolos tan cerca.
Tal era el remolino de ideas que bullía por su mente que Publio padre se sentó en uno de los asientos especiales que se habían dispuesto para él y su familia en primera fila sin casi darse cuenta. Se trataba de una reserva especial de asientos totalmente novedosa y que se debía a una ley que él mismo había promulgado por la cual los magistrados consulares y otros magistrados en ejercicio tenían derecho a un lugar de privilegio para asistir a las representaciones de teatro. Después de tantos años de servicio a Roma, después de tantas batallas luchadas, después de tantas ciudades conquistadas y, sobre todo, después de derrotar a Aníbal, Publio pensó que se había ganado el derecho a poder disfrutar de una obra de teatro con tranquilidad si era cónsul, sin tener ya que competir con el resto del público por un lugar desde el que ver bien lo que ocurría en escena. Siempre que iba al teatro echaba de menos el ímpetu con el que su tío Cneo se abría paso a empellones entre el público. Ahora ya no haría falta que nadie empujara. Así podía ir con su familia entera sin necesidad de abrir medio a golpes un espacio para sus hijas. Roma le debía aquel mínimo privilegio. Se lo había ganado a pulso. Y, sin embargo, contradictoriamente, para una vez que disponía de ese espacio de privilegio, la tormenta desatada en su mente apenas le había dejado enterarse de todo cuanto se había representado en escena. Sabía que la obra se titulaba la Aulularia y, por lo poco que podía haber seguido del argumento, un viejo llamado Euclión había encontrado una olla llena de oro enterrada en su casa. A lo que se ve, tan ofuscado estaba el viejo Euclión en custodiar su recién encontrado tesoro que no se daba cuenta de lo que pasaba en el resto de su casa, pues su hija había sido violada y ni tan siquiera se había percatado de ello. Euclión sólo tenía ojos y oídos para vigilar su olla repleta de oro. Mientras, a su alrededor, tenía lugar una larga maraña de acciones que afectaban al futuro de su familia, pero Euclión no se percataba de nada que no tuviera que ver con encontrar un escondrijo seguro para su olla. Estaban ya en la escena novena del cuarto acto cuando Plauto, cubierto de una graciosa peluca y vestido a la forma griega con lo que representaba ser Euclión, miraba directamente al público desde el centro del escenario y lanzaba un largo discurso rogando que le ayudaran a encontrar su olla de oro que le acababan de robar.
–Perii interii occidi. quo curramf quo non curram? teñe, teñe, quemf Quis? nescio, nil video caecus eo atque equidem quo eam aut ubi sim aut qui sim. nequeo cuna animo certum investigare…
[… Estoy perdido, muerto, aniquilado. ¿Adonde he de correr? ¿Adonde no he de correr? ¡Detenedlo, detenedlo! Pero, ¿a quién?, y ¿quién lo va a detener? No lo sé, no veo nada, camino ciego y no soy capaz de saber con certeza ni adonde voy ni dónde estoy ni quién soy -y dirigiéndose al público-; os lo ruego, os lo pido, os lo suplico: ayudadme, indicadme quién me la robó. ¿Qué dices tú? A ti estoy dispuesto a creerte porque se te ve en la cara que eres una buena persona. ¿Qué pasa? ¿De qué os reís? Os conozco bien a todos. Sé que aquí hay muchos ladrones que se esconden bajo sus vestidos blanqueados con creta y están sentados como si fueran personas honradas. ¿Qué? ¿No la tiene ninguno de éstos? Me has matado. Entonces, dime, ¿quién la tiene?]* [* Esta sección y la que viene a continuación siguen la traducción de la edición de José Román Bravo.] Publio se quedó blanco cuando escuchó aquella interpelación directa a él y al resto de pretores, magistrados y candidatos a magistrado, todos ellos vestidos con una inmaculada toga candida y sentados. Una vez más Plauto se saltaba todos los límites razonables para, desde el escenario, criticar a los gobernantes de Roma. Y los había llamado «ladrones». Publio quería pensar que la acusación no iba directamente dirigida a él, pero como él era quien había formulado la ley que permitía esos asientos de privilegio en primera fila se sentía directamente atacado por las palabras de Plauto. Plauto debió sentir la indignación en su rostro, porque en seguida se fue al otro extremo del escenario, lo más alejado posible de Publio Cornelio Escipión, e hizo que la representación prosiguiera con agilidad para que aquellas palabras quedaran diluidas en el mar de intervenciones del siguiente diálogo entre Euclión y el joven Licónides. Terminó así el acto IV y, recortando la intervención de los flautistas durante el descanso, de inmediato dio comienzo la primera escena del último acto en donde Licónides intentaba sonsacar a su esclavo Estróbilo si sabía algo del paradero del tesoro de su vecino Euclión.
–Repperi hodie, ere, dividas nimias… [Hoy he encontrado, amo, inmensas riquezas] -dijo Estróbilo.
–¿Dónde? – preguntaba el actor que hacía de Licónides.
–Una olla llena de oro: cuatro libras de oro, sí, cuatro libras.
–¿ Qué es lo que estoy oyendo?
–Se la robé a Euclión, el viejo de esta casa.
–¿Y dónde está ese oro?
–En un arca, en mi habitación. Ahora quiero que me des la libertad.
–¿ Que te dé la libertad, grandísimo bellaco?
–Déjalo, amo; ya veo tus intenciones. Fue una bonita forma de probarte, por Hércules. Ya estabas dispuesto a quitármelo. ¿ Qué harías, si lo hubiese encontrado?
–No lograrás convencerme de que fue una broma. Vamos, entrégame el oro.
–¿ Que te entregue el oro?
–Sí, entrégamelo, para que yo se lo devuelva a Euclión. – Pero, ¿qué oro?
–El que dijiste hace un momento que tenías en el arca.
–Es mi costumbre, por Hércules, gastar bromas. Te lo aseguro.
–¿ Y no sabes tú que…?
–Por Hércules, aunque me mates, no conseguirás nada de mí.
Estaba acabando esta primera escena del V acto de la obra y el público seguía atento el desarrollo de la representación. Plauto, entre bastidores, viendo al público reír con ganas, se sentía a gusto. Escipión, rodeado por su familia, estaba disfrutando de nuevo, medio olvidada, al menos por unos instantes, la interpelación del acto anterior, cuando, de pronto, fue en ese instante cuando Tiberio Sempronio Graco, en pie en uno de los extremos de la sección del foro acotada para las representaciones de aquellas fiestas, miró a un lado y a otro. Su mirada se cruzó con la de Spurino. Éste asintió y Graco alzó entonces sus brazos al aire. En ese momento, decenas de voces empezaron a clamar contra Publio Cornelio Escipión, el cónsul de Roma.
–¡No tiene derecho a un lugar especial! – dijo Quinto Petilio.
–¡Por Hércules, que se baje de esa tarima! – añadió Spurino, y así decenas de voces que iban sumando insultos e improperios.
–¡Por Júpiter, es un escándalo!
–¡Por Pólux, que descienda de ese pedestal!
–¡Fuera, fuera, fuera!
Al principio, el resto del público no comprendía bien lo que pasaba. Muchos pensaron que se trataba del clásico ataque de una companía de teatro rival que intentaba hundir el final de la representación de sus competidores, pero pronto, gracias a los claros gestos de los que gritaban, que no dejaban de señalar una y otra vez al cónsul de Roma, todos entendieron que a quien se estaba insultando no era otro sino que al mismísimo Publio Cornelio Escipión.
–¡Todos somos iguales! ¡Por Castor y Pólux, que baje a la tierra!
–¡Hoy por encima de todos en el teatro, mañana por encima de todos en todo!
–¡Fuera, fuera, fuera!
Publio Cornelio Escipión sintió la mano de Emilia que le apretaba con fuerza. Estaba sorprendido y se sentía defraudado. Después del insulto de Plauto, ahora esto. Miró, aún sin levantarse, hacia el lugar del que provenía el griterío. Eran un centenar de hombres. Podría ordenar a los triunviros que intervinieran y que los desalojaran del recinto del teatro, pero los triunviros tenían por costumbre no inmiscuirse en las peripecias que pudieran tener lugar dentro del teatro. Si se abucheaba a los actores eso era un asunto a dirimir entre los propios actores y el público. Siempre había sido así y no solían intervenir. Tampoco podrían hacerlo los esclavos y matones contratados que tendría Plauto repartidos por el recinto, pues aquéllos eran hombres preparados para intervenir contra otros esclavos y mercenarios a sueldo de alguna compañía competidora, pero no eran quiénes para enfrentarse a un grupo de senadores y simpatizantes, en su mayoría patricios, que estaban abucheando al cónsul de Roma. No, aquélla no era su guerra.
Publio miró hacia la escena. Plauto había salido al escenario e intentaba que el resto de actores hiciera lo mismo para que continuara la representación, pero pronto se quedó solo. Estaba claro que los actores percibían que allí se estaba generando un enfrentamiento cuyas dimensiones desconocían y, con la natural prevención de quien ha recibido muchos golpes en la vida, se pusieron a buen recaudo tras la tramoya de la escena, a la espera de que la gente o bien apaciguase o bien decidiera abandonar el teatro. Plauto miró al cónsul y levantó las manos en señal de impotencia. Los gritos persistían y se tornaban en insultos.
–¡No eres rey!
–¡Por Hércules, no puedes estar por encima del resto! – ¡Fuera, fuera, fuera!
Publio sentía la mano de Emilia cada vez con más fuerza asida a su brazo. A su derecha, su hijo permanecía callado, pero estaba claro que estaba preocupado, y a su lado, Cornelia mayor tenía el semblante pálido. Miró hacia Emilia. Estaba tensa, pero firme, y junto a ella, la pequeña Cornelia miraba hacia los que gritaban, como si buscara a alguien, de modo que Publio no pudo interpretar bien si su rostro reflejaba miedo o rabia. Escipión sonrió. Como siempre la pequeña miraba al enemigo a la cara. Qué pena, pensó, que no fuera un hombre. Pero los gritos no cesaban y la representación no se reanudaba, de modo que Publio Cornelio Escipión se levantó despacio de su asiento, ese maldito asiento especial al que sentía que tenía pleno derecho, y se volvió hacia los que gritaban. Por un instante los senadores rebeldes y acusadores y sus simpatizantes cesaron de gritar, pero fue un espejismo, porque al segundo volvían a hacerlo, si cabe con más ganas y con más saña.
–¡No tienes derecho a estar por encima de los demás!
–¡No eres rey!
–¡Por Hércules, fuera, fuera, fuera!
Publio apretaba los dientes y miraba alrededor. El resto del público callaba. No se atrevían a unirse a los senadores que le insultaban y al resto de sus partidarios, pero tampoco reaccionaban contra ellos. Publio Cornelio Escipión, por primera vez desde la batalla de Zama, se sintió traicionado por Roma. La misma Roma a la que había salvado reiteradamente del mayor de sus enemigos le dejaba solo ante el ataque de sus opositores políticos. Entonces ocurrió algo inesperado, algo con lo que no contaba ni el propio Escipión ni Graco ni todos los agitadores que se habían congregado en el teatro para atacar al cónsul de Roma. Cornelia menor se levantó despacio de su asiento, zafándose de la mano de su madre que intentó, en vano, retenerla junto a ella, y se situó frente a su padre encarando a aquellos que seguían gritando. Publio Cornelio Escipión posó entonces su mano derecha sobre el pequeño hombro de la niña de nueve años y sintió en ella una fuerza y una firmeza tan poderosas que, en medio del abandono del pueblo de Roma, Escipión encontró en ella un nuevo scipio, el apoyo que necesitaba para resistir la acometida de los senadores que le lanzaban improperios sin fin.
Tiberio Sempronio Graco, que permanecía durante todo aquel tiempo de tremenda algarada y rencor con los brazos en alto en señal de que los insultos debían proseguir, observó como la pequeña hija del general al que estaban humillando se levantaba y se ponía justo delante de su padre. Graco tragó saliva y mantuvo los brazos en alto. Miró entonces a la pequeña y descubrió, como de forma intuitiva temía, que la niña le estaba mirando fijamente a los ojos. «No soy malo», le había dicho hacía años a aquella niña, y ahora la misma niña le miraba mientras dirigía un ataque contra su padre en público humillándole delante de toda Roma. Tiberio Sempronio Graco, lentamente, bajó los brazos y de igual modo que empezaron, de repente, todos los gritos cesaron. Spurino y Quinto Petilio, entre otros, se volvieron hacia Graco sorprendidos.
–Es suficiente -respondió Graco a Spurino, pues el veterano senador le miraba confundido-. Es suficiente -añadió-. Además, el resto del público permanece callado. La gente ha entendido nuestro mensaje, el cónsul también y la humillación trascenderá por toda Roma. Si seguimos… si seguimos corremos el riesgo de que la gente se ponga de parte del cónsul y entonces los que quedaremos mal, como perdedores, seremos nosotros.
Spurino y el resto seguían mirándole pensativos, pero al final aceptaron con un leve asentimiento el razonamiento de Graco.
Recuperada la paz, el escenario volvió a poblarse de actores que, aunque algo asustados, continuaron con el desarrollo de la obra, pero sólo una parte del público seguía con atención lo que acontecía sobre la escena. Pequeños murmullos comentaban lo que acababa de ocurrir por todos los rincones del recinto del teatro, mientras que sobre la tarima, el cónsul y su familia permanecían tristemente sentados en un enigmático silencio. Emilia volvió a tomar a su marido del brazo. Éste aceptó el gesto con gratitud, pero no dijo nada. Le habían humillado, le habían insultado delante de todos y pronto, en toda Roma, no se hablaría de otra cosa. Esto era cosa de Catón. Estaba seguro. No estaba allí pero allí estaban sus seguidores. La obra había dejado de tener interés para él. Tenía que hacer algo para contrarrestar la pérdida de prestigio que aquel inoportuno suceso traería consigo, pero no tenía claro bien qué hacer.
La pequeña Cornelia miraba al escenario como si no hubiera ocurrido nada, pero por sus mejillas corrían sendas lágrimas que brillaban a la luz del sol del atardecer. Tiberio Sempronio Graco vio aquellas lágrimas y le rasgaban por dentro sin saber bien por qué, pero tenía claro que lamentaba profundamente haberse dejado convencer por Catón.
–Para que impacte más en el pueblo esto tienes que hacerlo tú -le había dicho Catón-. Yo no voy al teatro por principio y, además, si lo dirijo yo nadie se sorprenderá tanto como si lo haces tú. Debes ser tú, Graco, el que impulse a Roma contra un Escipión que desea ser rey.
Pero Catón llevaba razón, se repetía una y otra vez el joven Graco con intensidad. Llevaba razón. No podían permitir que Escipión extendiera sus privilegios cada vez más. No podían. Cerró los ojos y se esforzó, en vano, por olvidar aquellas brillantes lágrimas.
Plauto consiguió acercarse al cónsul de Roma cuando éste salía entre el tumulto de gente.
–Yo no he tenido nada que ver con lo que ha ocurrido -dijo el escritor al cónsul.
Publio se detuvo un instante y se volvió hacia Plauto.
–Pero sí has escrito los insultos del cuarto acto.
–Yo no estoy a favor de la ley que has promulgado sobre los asientos de privilegio, pero no deseaba que se te insultara por todo el público. Eso no ha sido cosa mía.
–Nos has llamado ladrones, Plauto -le espetó con cierta furia Escipión.
–A veces hay que gritar con palabras fuertes para que se escuche a un humilde escritor.
–Hoy ya he escuchado suficientes gritos. Tito Macio Plauto, mantente alejado de mi casa -sentenció Escipión, y se alejó del lugar]unto con su familia, indignado y rabioso.
–¡Por Castor y Pólux! – se lamentó Plauto. Él no había querido esto. No tenía ni idea de lo que se tramaba por parte de Graco y los suyos. Ahora el cónsul pensaría que él estaba también aliado con sus enemigos-. ¡Por Hércules, menudo desastre! – Y se volvió de regreso hacia el escenario a recoger vestidos y pelucas y todo el decorado, fastidiado y sin saber cómo solucionar lo que acababa de ocurrir. Sentía que su relación con Publio Cornelio Escipión se había roto para siempre y aunque muchas veces estaba en desacuerdo con el cónsul, no podía sino lamentar profundamente ese distanciamiento con alguien que contrató en el pasado su primera obra.
Publio llegó a casa humillado y furioso. El abucheo de Graco y los suyos, la indiferencia del pueblo de Roma y la referencia de Plauto a los que estaban en primera fila durante la representación de la obra de Plauto le había trastornado. No podía entender que hubiera gente tan fácilmente manipulable. Se merecían que él hubiera sido el derrotado en Zama y que Aníbal se hubiera paseado sobre sus cadáveres por las calles destrozadas de Roma. La ira le mordía por dentro. Emilia intentaba tranquilizarle insistiendo en que se trataba tan sólo de una pequeña parte de los asistentes y que todo el suceso había sido meticulosamente planificado por Catón y ejecutado en el recinto por el mismísimo Graco.
–Han tenido que enviar a Graco -repetía una y otra vez Emilia-. Eso es que no tienen tan claro que la gente se ponga en tu contra con facilidad. Ha tenido que venir el propio Graco para imponer algo entre los suyos. No le des más importancia de la que tiene, aunque… -Pero Emilia dejó su última frase en suspenso.
–¿Aunque qué? – preguntó Publio contrariado-. Por todos los dioses, Emilia, si tienes alguna sugerencia hazla o no digas nada.
Nada más entrar en el atrio, Cornelia mayor se fue hacia su habitación y la pequeña Cornelia fue corriendo a la cocina. Ninguna de las dos quería presenciar una discusión entre sus padres. Publio hijo, por su parte, ante la intempestiva entrada de sus padres, se refugió en el tablinium. Publio padre y Emilia quedaron a solas en el atrio, en pie, mirándose.
–Aunque ¿qué? – repitió Publio. Emilia, al fin, se decidió a responder.
–Aunque quizá sería inteligente abolir la ley que has aprobado con respecto a que los cónsules y otros magistrados tengan derecho a un lugar preeminente en las representaciones de teatro. Sé que no significa nada, pero ya ves que en manos de tus enemigos eso se convierte en un arma arrojadiza. Eso es todo cuanto pensaba. Pero tú eres el que hace política. Yo me voy a descansar. Estoy agotada y no quiero discutir.
Emilia le dejó y desapareció por uno de los pasillos en dirección al dormitorio de ambos. Publio se quedó solo unos instantes, dio media vuelta y caminó hacia el tablinium. Corrió las cortinas para quedar a solas con sus pensamientos. Su hijo, al verle, le saludó con un gesto y salió de la cámara para respetar la soledad que buscaba el pater familias.
A Publio padre le dolían las palabras de Emilia, pero le dolían especialmente porque sabía que tenía razón. Había cometido una estupidez aprobando aquella ley que parecía algo insignificante, pero era cierto que Catón, Graco y el resto estaban dispuestos a morder al más mínimo descuido. No acudiría más al teatro durante aquellas fiestas y luego esperaría unas semanas, pero antes de que organizaran nuevas representaciones aboliría aquella ley. Era humillante, pero era la única forma de desarmar a sus enemigos, aunque puede que lo vivieran como una victoria y se envalentonaran aún más. Se llevó las yemas de los dedos de su mano derecha a la sien. Le dolía la cabeza. Suspiró mientras rogaba a los dioses que no enviaran de nuevo las fiebres de Hispania contra él. Cerró los ojos, los abrió de nuevo y fue entonces cuando vio la carta de papiro plegada sobre la mesa del tablinium. En el exterior figuraba su nombre. Alargó la mano intrigado. En ese momento apareció su hijo a través de la cortina. – Es para ti, padre.
–Ya veo que es para mí, eso está claro -respondió con cierto despecho Publio-. Si hay una carta para mí se me debería decir nada más entrar. – Y nada más pronunciar esas palabras, Publio padre las lamentó. Estaba pagando, una vez más, con su hijo el rencor que llevaba dentro para con toda Roma. No era justo, pero el muchacho agachó la cara, asintió y se fue sin decir nada más, sin dar posibilidad a retractarse. Si hubiera estado más rápido de reflejos se habría levantado en ese mismo momento y habría ido a hablar con su hijo, pero la fatiga por la tensión acumulada durante el triste episodio del teatro, unida a la curiosidad por saber de dónde venía aquella carta le retuvieron en el solium sobre el que estaba sentado.
Tomó la carta en sus manos, quebró el fino cordel que había resistido indemne meses de largo viaje y la abrió. Estaba en griego.
Para Publio Cornelio Escipión, general de Roma
No creo que nunca llegue esta carta a su destino y aún creo menos en que si llega y es leída reciba respuesta alguna en forma de palabra o de acción, pues el remitente es demasiado humilde como para merecer la atención de alguien tan fuerte y poderoso, pero el general Escipión mostró en el pasado hacia mí generosidad y comprensión más allá de lo que nadie pudiera haber imaginado, así que, alimentada mi mano por esa esperanza, se aventura a escribir este mensaje.
Egipto ha caído bajo el yugo del rey Antíoco de Siria que todo lo puede y todo lo gobierna en el Oriente del mundo. Gran parte de mi familia ha perecido en la guerra que el faraón libró de forma impotente contra este cruel rey y, lo peor de todo, es que preveo nuevas guerras donde los pocos seres queridos que me quedan en este mundo serán nuevamente consumidos bajo los ejércitos de este rey. Sé que mis asuntos son de poca importancia para alguien que tiene preocupaciones mucho más importantes, y no reclamo nada porque nada puedo reclamar, pero anoche me di cuenta de que en el pasado sostuve un cuchillo cerca de la garganta del general Escipión y no lo clavé. El general interpretó que no pude porque mi nombre me ataba a mi destino, y es posible, pero ahora pienso que quizá no lo clavé porque en el fondo de mi ser presentía que más allá de lo que ocurría en Roma e Hispania en aquel tiempo, en un futuro el general Escipión podría ayudar a todo mi pueblo en una lucha que tenemos perdida. Quizá me equivoque. Mi mente está confusa, así que sólo describo los hechos que aquí acontecen y dejo que la mente más incisiva y clarividente del gran general de Roma decida lo que debe hacerse: en las mesas de la corte del faraón los embajadores sirios se ríen y se jactan de que tras Egipto caerán Asia Menor, Macedonia, Grecia y luego el mundo entero. Sé que son vanidosos y hablan enardecidos por el vino, pero sus miradas exhiben una ambición desmedida que al final hará daño a todos. Ésos son los hechos. El general de Roma sabrá si esta carta tiene algún sentido o si su único destino debe ser el fuego. Me despido y, una vez más, agradezco la generosidad y la comprensión del pasado por parte del gran Escipión. Una humilde sierva,
Netikerty
Publio Cornelio Escipión dobló de nuevo, despacio, el papiro y lo dejó en un lado de la mesa. Por casualidad su hijo había estado curioseando mapas y había un gran plano de todo el Mediterráneo abierto y extendido en el centro de la mesa. Publio no tenía nada decidido, pero arrugaba la frente pensativo. Había muchas fronteras de las que ocuparse, muchos pueblos que acechaban Roma; estaba el asunto pendiente de Cartago y Numidia, las rebeliones en Hispania que ni el propio Catón había conseguido someter por completo, no importaba que el Senado le hubiera concedido un triunfo, eso no significaba que el asunto de Hispania estuviera resuelto ni mucho menos, pero, moviendo su cabeza casi de un modo inconsciente, Publio Cornelio Escipión paseó sus ojos sobre el mapa abierto, con lentitud, de occidente hacia oriente, desde Hispania, pasando por Cartago, hasta llegar a Egipto y, sin saber aún bien por qué, detenerse sobre Siria. Habían llegado más mensajeros desde Pérgamo y Rodas pidiendo ayuda, pero también se habían recibido emisarios de Cartago. Los púnicos pedían ayuda porque el rey númida Masinisa no dejaba de atacar granjas y poblados que, según ellos, estaban en territorio cartaginés. Publio acababa de aceptar formar parte de una embajada a África para intervenir en aquel conflicto y mediar entre unos y otros. Asia tendría que esperar.
Escipión, Africanas (Libro III)
Mi primer viaje fue a Africa. Roma no parecía quererme tanto como yo pensaba que debía, pero aceptaba mis servicios como embajador a diferentes partes del mundo. Cartago seguía presentando quejas sobre Masinisa. El rey de Numidia, a quien yo puse en el trono, se aprovechaba de la debilidad de Cartago para ampliar sus dominios a costa de los cartagineses que estaban, por los acuerdos de guerra tras Zama, incapacitados para defenderse sin consultar antes a Roma. Y Roma, como toda respuesta, me enviaba a mide embajador. No se arregló nada. Era una simple pantomima del Senado para acallar las quejas púnicas. En el foro de Roma poco importaban los padecimientos de Cartago. El caso es que mi enorme distanciamiento con Masinisa, al haberle obligado a entregarme a Sofonisba, algo que seguía sin perdonarme, hizo imposible que le convenciera para abandonar sus ataques a territorios de Cartago de forma permanente. Al poco de dejar Africa, Numidia reinició sus incursiones contra diversas poblaciones púnicas, pero, en cualquier caso, lo que más me llamó la atención de aquella vista a Cartago es que, pese a la guerra con Numidia, la capital cartaginesa estaba espléndida, radiante, llena de mercaderes y riquezas que fluían como un torrente por todas sus calles y, en especial, en su magnífico puerto. Y mucho de aquel esplendor, si no todo, se debía a la administración que había ejecutado Aníbal en los años anteriores, administración brillante que como recompensa había recibido el destierro. Aquel resurgir de Cartago me hizo pensar por primera vez que, en efecto, la alianza de Aníbal con el rey de Siria podía ser algo temible para Roma. Hacía meses que había recibido la carta de Netikerty desde Egipto. No le concedí demasiada importancia en su momento, pero tras visitar la renaciente Cartago, mis pensamientos empezaron a girar hacia Asia. Por eso, nada más volver de Africa, acepté una segunda embajada: acudiría como representante de Roma, junto con otros senadores, a una entrevista pactada con el rey Antíoco III de Siria en la ciudad de Éfeso. Hablé con Lelio de todo esto, incluida la carta de su antigua esclava, y él convino conmigo en que era necesario viajar a Asia y evaluar por nosotros mismos el estado de las cosas. Pérgamo no hacía más que pedir ayuda cada mes con más intensidad. El Senado, al fin, decidió enviarme. El mundo se ampliaba. Los asuntos de Oriente, que siempre veíamos como lejanos, distantes, ajenos a nosotros, de pronto, eran el centro de nuestra política exterior.
El viaje fue largo, pero sin complicaciones. Llegamos primero a Pérgamo, donde el rey Eumenes nos describió una semblanza terrible del rey sirio y de su aliado, Aníbal Barca. Toda Asia Menor estaba siendo atacada por el ejército seléucida y sólo resistía, y muy a duras penas, la propia Pérgamo y la isla de Rodas. El resto había sucumbido ante los catafractos de Antíoco.
La embajada romana llegó a Éfeso desde Pérgamo con todos sus integrantes cubiertos por el polvo de los caminos de Asia Menor. En Éfeso debía de estar esperándoles el rey Antíoco para negociar sobre la situación de Pérgamo, Rodas y otros reinos que habían recurrido a Roma en busca de ayuda ante las irrefrenables ansias de expansión del rey de Siria. Sulpicio Galba, por orden del Senado, encabezaba la embajada, pese a su menor experiencia con respecto a Escipión, pero Catón maniobró con habilidad en el Senado, una vez más, para evitar que Publio consiguiera el mando de aquella misión. Para ello, Catón supo explotar el resentimiento de los senadores más conservadores hacia Escipión, al presentarlo como excelente militar pero mal negociador, por no destruir Cartago tras su victoria de Zama, como muchos romanos hubieran deseado, por pura venganza hacia Aníbal y hacia todo lo que fuera cartaginés, y también por la incapacidad de Escipión, así lo definió Catón, para poner coto a los ataques indiscriminados del rey númida Masinisa contra territorios que no le pertenecían. Catón sabía que no podía criticar la estrategia militar de Escipión, que tantas victorias había dado al Estado, pero sabía también explotar los anhelos por destruir Cartago que muchos senadores y ciudadanos de Roma tenían y que el propio Escipión no había satisfecho pese a sus victorias, de la misma forma que sabía engrandecer la supuesta debilidad de Escipión como negociador.
Así, Sulpicio Galba se encontró al mando de una misión que le venía grande, en tierra extranjera donde ser senador de Roma no era gran cosa, algo que Galba no podía entender.
–Somos la embajada de Roma -dijo en un mal pronunciado griego un, pese a todo, decidido Sulpicio Galba a los guardias de la puerta norte del recinto amurallado de Éfeso-. Venimos desde Pérgamo para entrevistarnos con el rey Antíoco.
Los guardias asintieron con cara desconfiada y, con una parsimonia que enervó a Sulpicio Galba, dieron media vuelta y llamaron a un oficial superior. Apareció entonces un guerrero sirio, con barba, un veterano que con restos de pollo entre los dientes respondió a Galba.
–El rey no está en Éfeso. Tendréis que esperar.
Sulpicio miró al resto de los miembros de la embajada. Publio Vilio Tápulo y Publio Aelio Peto no supieron qué decir. Cayo Lelio, a quien Escipión había conseguido incorporar a la embajada, miró al propio Publio y, por fin, el mismo Sulpicio Galba miró al experimentado general de Roma. Tras ellos estaban los doscientos jinetes de caballería que les escoltaban. Publio Cornelio Escipión, por su parte, miró hacia lo alto de las murallas. Decenas de arqueros se estaban apostando por todo el entorno de la puerta norte. Eran desconfiados los habitantes de Éfeso. Había que manejarse con tiento. Ante el silencio y la inactividad de Sulpicio Galba, Publio desmontó de su caballo dejando las riendas del mismo a Lelio. Escipión dio varios pasos hasta quedar frente al oficial sirio que les negaba el acceso a la ciudad.
–Hemos cabalgado varios días para llegar aquí -empezó Escipión-. Somos embajadores del Senado de Roma y tu rey nos ha citado en esta ciudad. ¿Crees que al rey le gustará saber que nos has mantenido fuera de sus murallas y que nos has negado la hospitalidad debida a un grupo de embajadores? ¿Crees que eso satisfará a tu rey, oficial? – El griego de Publio era mucho más fluido y elegante que el de Sulpicio y generó más respeto no sólo entre el oficial sirio, sino también entre los guerreros griegos que se encontraban inmersos entre las tropas de defensa de Éfeso. El oficial miró hacia atrás y Publio observó como varios griegos que parecían también ser oficiales se miraban entre sí y dudaban sobre cómo actuar. Ya había conseguido algo, pero si quería descansar bajo techo aquella noche, necesitaría algo más. Publio inspiró y exhaló aire con profundidad antes de añadir una frase más.
–Mi nombre es Publio Cornelio Escipión y solicito acceso a la ciudad.
El oficial sirio, de pronto, dejó de masticar y tragó el último bocado de comida que se había traído consigo en la boca. Se pasó el dorso de su mano derecha por la barbilla intentando limpiarse las babas que salpicaban su piel. Todo el mundo en Éfeso y en toda Asia Menor sabía que un general romano había derrotado al mítico general cartaginés llamado Aníbal y todos los militares de aquellas ciudades sabían que su nombre era Escipión, pero nadie de entre todos aquellos guardias y oficiales lo había visto cara a cara. El oficial sirio se puso firme y, manteniendo su dignidad más allá de las manchas de salsa de pollo que salpicaban su uniforme, decidió conceder algo a aquel extraño romano que tan orgulloso se mostraba ante todos.
–Tú y el resto de embajadores podéis pasar y descansar en la ciudad, pero la caballería tendrá que permanecer fuera -respondió el oficial sirio.
–Eso es inadmisible -apostilló un irritado Sulpicio Galba desde lo alto de su caballo, un animal que relinchó como si quisiera subrayar la indignación de su amo.
Escipión se volvió hacia Sulpicio y le lanzó una mirada gélida. Éste calló. Publio se volvió de nuevo para encarar al oficial sirio.
–Cincuenta jinetes nos acompañarán al interior de la ciudad, como nuestra guardia personal, el resto permanecerá fuera.
–Veinticinco -replicó el oficial sirio, pero Escipión ya no estaba allí para escucharle, sino que se había acercado a Lelio, a quien le transmitió las órdenes para que seleccionaran a los mejores hombres, esto es, a los hombres de Lelio, Escipión y Aelio, amigo de los Escipiones. Galba y Vilio Tápulo parecían bloqueados y ni confirmaban ni se interponían en las decisiones de Publio.
Una vez que Lelio hubo seleccionado el medio centenar de jinetes, Escipión volvió a montar sobre su caballo. Fue entonces cuando le interpeló Galba en latín, en voz baja y tomándole por el brazo, ambos montados sobre sus respectivos caballos.
–Nosotros no vamos a entrar. Debemos esperar fuera todos.
Publio le miró de arriba abajo antes de responder.
–Haced lo que queráis, tú y Tápulo, pero Lelio y Aelio y nuestros hombres se vienen conmigo. Por todos los dioses, no tengo autoridad para ordenarte nada ni a ti ni a los otros, pero yo estoy cansado de cabalgar, estoy cubierto de polvo y pienso dormir a cubierto y darme un buen baño antes del anochecer y, además -y miró al cielo-, va a llover. – Y con esas palabras Publio se despidió del resto de los senadores y, acompañado por Lelio, Aelio y cincuenta jinetes, se dirigió hacia la puerta norte de la ciudad. Allí Escipión se encontró de nuevo con el oficial sirio que se interponía en su camino. Publio suspiró. Estaba claro que aquella tarde iba a ser difícil darse un baño.
–Veinticinco jinetes -insistió el oficial sirio.
Publio se acercó despacio montado sobre los lomos de su caballo hasta quedar a la altura del oficial seléucida. Se agachó y casi al oído le musitó una sola palabra.
–Cincuenta. – Y azuzó su montura y tras él Lelio, Aelio y el resto del medio centenar de caballeros de Roma iniciaron un decidido trote hacia la puerta norte de Éfeso. El oficial sirio se hizo a un lado maldiciéndolos a todos pero sin dar orden alguna de ataque a los arqueros de las murallas o de que se cerraran las puertas. Si al final el rey quería hablar con aquellos hombres y él los había matado no tardaría mucho él mismo en correr la misma suerte.
Los efesios se agolparon a ambos lados de la amplia avenida que ascendía desde la puerta norte de la ciudad hacia el corazón del foro. La llegada de los embajadores romanos había despertado curiosidad e interés. Además, la próxima llegada del rey Antíoco había llenado las posadas de la ciudad de visitantes de toda la región y de comerciantes ávidos por exponer sus mercancías en cualquier lugar y hacer en pocos días el negocio que normalmente les llevaba varios meses. Efeso bullía y Publio y Lelio se percataron de inmediato de la enorme expectación que su visita había levantado en toda la ciudad.
–No tendremos problemas -dijo en voz baja Publio a Lelio mientras cabalgaban al paso seguidos por su medio centenar de jinetes-. Esta gente está expectante, pero no hay odio en sus miradas. Sólo quieren saber si Roma llegará a un pacto con Antíoco. Míralos bien: son comerciantes. En la paz fluyen mejor las mercancías que en la guerra. Quieren que se llegue a un pacto.
Lelio asintió impresionado por el gentío que se aglomeraba a su alrededor. Las palabras de Publio, que tan bien sabía evaluar las situaciones en lugares extraños y extranjeros, le tranquilizaron algo, pero no del todo. Publio insistió.
–Cuando nos demos un buen baño y nos relajemos verás las cosas con más sosiego, Lelio.
–Sí, un baño nos vendrá bien.
–Éfeso es famosa por muchas cosas, Lelio, por su enorme teatro, por sus templos, por ser la ciudad donde nació Heráclito, el gran filósofo… -Publio observó que Lelio parecía no escucharle y que seguía mirando nervioso a un lado y a otro, así que omitió citar la famosa frase del gran pensador efesio «TToTau.oíc; TÓ15 aÜTolg eu.r3aivou.ev Te Kai oük eu.paivou.ev, eluev Te Kai ovk eiu.ev Te» [en los mismos ríos entramos y no entramos, pues somos y no somos los mismos], pero Lelio no estaba interesado en todo eso-. Y también es famosa Éfeso por sus baños, especialmente por los que se levantan junto a su puerto. Hacia allí nos dirigiremos, Lelio -concluyó Publio levantando algo la voz para recuperar la atención de su fiel tribuno-. Estaría bien tener en Roma algún día baños como los que vamos a ver.
–Sí, en los baños estaremos mejor -aceptó Lelio, pero porque pensaba que en un lugar cerrado, con varías decenas de jinetes leales apostados en la puerta, tanto él como, sobre todo, lo que más le preocupaba siempre, el propio Publio, estarían más seguros.
Casi sin darse cuenta, absortos por la conversación y por la visión de toda aquella multitud que buscaba ver con sus propios ojos al general romano que había derrotado a Aníbal, llegaron al teatro de Éfeso. Allí, inmenso, levantado en tres gigantescos pisos, con capacidad para más de veinte mil espectadores, se erigía el monumental teatro de Éfeso. Lelio se quedó admirado y Publio, como siempre que visitaba teatros griegos, como le ocurrió con Siracusa, lo apreciaba en todo su esplendor con asombro salpicado de una pizca de envidia. Lo de los baños ya no importaba tanto en su mente. ¿Cuándo levantaría Roma un teatro semejante? ¿Cuándo dejarían de representar las obras de Plauto o Livio, Nevio o tantos otros en aquellos improvisados entramados de madera que construían año tras año en el foro del centro de Roma? Con teatros así, donde la acústica es perfecta, ya no sería tan esencial estar sentado en las primeras filas para entender a los actores. Ni siquiera haría falta una ley como la que le dio tantos problemas en su segundo consulado, pero en el foro de Roma la voz se perdía. Era una lástima.
Publio hizo girar su montura hacia el oeste. Había estudiado los planos de Éfeso durante el trayecto desde Pérgamo y Lelio siempre respetaba su agudo sentido de la orientación.
–El puerto debe de estar en esa dirección -dijo Publio, y tras pronunciar aquellas palabras, se dibujó ante ellos la bahía de Éfeso con su rico puerto comercial y varios edificios construidos junto a los muelles-. Queda por adivinar cuál de todos estos edificios son los baños públicos.
Lelio señaló entonces una gran edificación separada del resto, de grandes dimensiones, custodiada por varias decenas de guerreros, soldados que, a medida que se acercaban, tanto Publio como Lelio comprendieron que por sus uniformes no eran ni sirios ni griegos. Llevaban una mezcla de armas iberas y africanas, junto con cotas de malla de diversa procedencia, algunas romanas, otras de origen desconocido para los soldados de la embajada de Roma; varios lucían corazas de bronce repujado y otros portaban escudos ligeros propios de Libia. Eran cartagineses.
–¿Cartagineses en Éfeso? – preguntó Lelio algo incrédulo-. Sólo puede ser… -Pero se detuvo sin pronunciar el nombre.
–Sólo puede ser Aníbal -apostilló Publio con determinación-. El nuevo consejero del rey Antíoco.
–Su presencia aquí no es un buen augurio para las conversaciones con Antíoco -añadió Lelio.
Publio respondió sin negar ni conceder.
–Primero debemos confirmar que se trata en efecto de Aníbal.
Se acercaron cabalgando al paso, cautelosos. Los soldados cartagineses, en principio, parecían pocos, una docena, pero de pronto salieron dos decenas más del interior de los baños y una veintena más de detrás del edificio. Las fuerzas estaban igualadas, pero un enfrentamiento era lo último que deseaba Publio. Aquello sería funesto para los fines negociadores de la embajada, incluso si se trataba de reavivar una vieja contienda con los cartagineses, algo que entendería el Senado. Estaba además el hecho de que los soldados seléucidas que controlaban las murallas de la ciudad ya no les dejarían salir con vida si se enfrentaban con los cartagineses.
Al llegar a la puerta principal de los baños, encarando varias decenas de soldados cartagineses, Publio observó la llegada de un oficial púnico veterano, con barba, adusto, serio, fornido y con mirada penetrante que salía del edificio y que el general romano no tardó en identificar.
–Es Maharbal -musitó Publio al oído de Lelio.
–El segundo de Aníbal -confirmó Lelio-. Ahora estamos seguros de que está aquí.
Publio asintió mientras desmontaban de sus caballos. El resto de jinetes, no obstante, al no recibir la orden expresa de su general, permanecieron sobre sus monturas. A caballo tenían ventaja para moverse en caso de combate. Maharbal pasó entre sus hombres y se situó frente a Escipión e inició la conversación, como era habitual, en griego.
–Te saludo, Publio Cornelio Escipión, embajador de Roma en Asia.
–Te saludo, Maharbal, jefe de la caballería cartaginesa. Los dos guardaron unos segundos de silencio. Publio retomó la conversación.
–Sólo buscamos un lugar donde bañarnos y pasar la noche. El viaje desde Pérgamo ha sido largo y llevamos el polvo del camino pegado a nuestra piel.
–Los baños permanecen cerrados mientras Aníbal esté dentro -respondió Maharbal, celoso de proteger a su general en jefe de la misma forma en que Lelio lo hacía con Publio, pero, ante la mirada fija y tenaz de Escipión, que permanecía inmóvil, como si la presencia de Aníbal en el interior no fuera motivo suficiente para retenerle fuera de los baños, el oficial púnico añadió al fin unas palabras más a modo de excusa-. Es una cuestión de seguridad. No nos fiamos de nadie en estos tiempos.
–Lo entiendo -respondió en tono cordial Publio-. Sin embargo, estoy cansado, necesito un baño y ya he discutido con el oficial sirio al mando de las murallas, ¿podrías, al menos, preguntarle a Aníbal si tiene inconveniente él en compartir el agua de estos baños con un general de Roma?
Maharbal inspiró un par de veces. Miró hacia el interior y de nuevo a Publio. El oficial comprendió que el general no se marcharía hasta que al menos recibiese respuesta del propio Aníbal.
–Espera aquí -dijo al fin Maharbal y, cruzando de nuevo entre sus guerreros, desapareció tras la gran puerta de los baños del puerto de Éfeso.
Mientras aguardaban, Publio se separó de los guardias cartagineses y Lelio le acompañó. Una vez distanciados de los soldados púnicos, Publio, de nuevo en latín, reiteró a Lelio una de las dudas que le había comentado ya en más de una ocasión durante el viaje desde Pérgamo.
–Esta reunión con Antíoco debería haber sido en Apamea, el Senado debería haber insistido en que fuera allí. Es en esa ciudad donde Antíoco reúne el grueso de sus tropas. Podríamos haber evaluado mejor las fuerzas reales con las que cuenta, el tipo de tropas y equipamiento del que dispone y podríamos haber visto las gigantescas cuadras de elefantes de las que todos hablan e, incluso, algunos de los míticos catafractos. Aquí, en Éfeso, veo pocos soldados. No sacaremos mucho de esta embajada en esta ciudad, más allá de reencontrarnos con el eterno enemigo de Roma.
–Quizá hablando con Aníbal… -empezó a sugerir Lelio, pero calló al ver que Publio sacudía la cabeza.
–Incluso si conseguimos hablar con Aníbal… Aníbal es demasiado inteligente para que le sonsaquemos nada que merezca la pena. Hablar con él puede ser interesante, pero no para conseguir el objetivo de saber hasta qué punto está el rey Antíoco dispuesto a combatir contra Roma…
Pero Publio detuvo sus comentarios. Maharbal había reaparecido en la puerta. Desde lo alto de las escaleras que daban acceso al edificio, el veterano oficial cartaginés se dirigió a ellos.
–Podéis pasar: tú, Cayo Lelio, y media docena de tus hombres. – Y Maharbal se hizo a un lado como invitándoles a subir las escaleras y entrar en los baños. Publio asintió. Miró a Lelio y éste, cabeceando afirmativamente, se volvió hacia los jinetes romanos. Señaló a seis y éstos desmontaron y, armados con sus gladios enfundados en la cintura, se dispusieron a seguir al embajador romano y al experimentado oficial Lelio. Nadie había hablado de desarmarse, así que ninguno dejó sus espadas de lado al entrar en el recinto de los baños, pero Publio observó que tras ellos entraba una docena de los hombres de Aníbal. Por un segundo dudó en seguir adelante, pero al apretar los puños cerrados de sus manos, sintió el anillo que llevaba y le hizo recordar el anillo consular de su suegro fallecido en Cannae: el anillo de Emilio Paulo, un anillo que Aníbal llevara en su mano tras recogerlo el general cartaginés del cadáver del cónsul caído en combate, un anillo que tras Zama, el propio Maharbal entregó a Publio, tal y como Aníbal había dicho antes de la batalla: «si quieres recuperar el anillo que dices que te pertenece sólo tienes que derrotar a mi ejército»; eso ocurrió y Aníbal cumplió su promesa y él, Publio, a su vez, lo devolvió a la familia de su esposa. No tenía sentido que un hombre con ese grado de honor, con esa estima personal en cumplir lo pactado, preparase una encerrona mortal a unos embajadores. Una emboscada a un cónsul en una acción de guerra, eso sí, eso sí lo practicó Aníbal, como la que hizo a los cónsules Marcelo y Crispino en Venusia, pero no una traición a una embajada. Ése no era su estilo. Publio ahogó sus dudas en el océano de su mente y avanzó con decisión hacia el interior del edificio. De tan concentrado como caminaba, apenas se percató de que los baños no estaban tan vacíos como uno hubiera imaginado al haberse topado con la guardia de Aníbal rodeando el recinto. En los vestuarios se cruzaron con varios hombres que se vestían tras haber disfrutado de una tarde en las termas de la ciudad. Eran prohombres de Éfeso, grandes comerciantes, propietarios de grandes fortunas con los que Aníbal no quería enemistarse. Publio comprendió, una vez que su atención volvió a dedicarse a la observación de su entorno, que la guardia de Aníbal estaba filtrando los hombres que entraban a los baños, pero que no había cerrado el acceso a los mismos por completo. Por eso la ciudad respiraba un ambiente tranquilo. Ni los hombres de Aníbal ni las tropas seléucidas se imponían sobre las autoridades civiles de la ciudad. Se limitaban a esperar la llegada del rey de todos ellos, de los efesios, de los mercenarios africanos y de las tropas sirias.
Tras pasar por los vestuarios, en donde Publio no se detuvo pues aún no tenía decidido si al final se bañaría o no en medio de tropas enemigas, superiores en número en el corazón de una ciudad extranjera a miles de millas de Roma, siguieron andando y encontraron una serie de habitaciones de tamaño medio con pequeñas piscinas de agua en donde se veía a algunos hombres desnudos, entrando y saliendo del líquido transparente o relajándose en medio del agua. Luego vino un pasillo no muy ancho, donde la luz del exterior apenas llegaba, por lo que los efesios habían instalado un par de lámparas de aceite que ardían casi permanentemente. Entre las sombras, Publio sintió como Lelio y el resto de caballeros romanos se apelotonaban entre sí, buscando en el grupo cerrado una seguridad en la que tranquilizarse. A sus espaldas se oía el estruendo de las sandalias de Maharbal y los guerreros de Aníbal caminando sobre el suelo de piedra de aquel pasillo central del edificio hasta que su sonido acompasado retumbaba en los recovecos de las esquinas oscuras.
De pronto se hizo la luz. Al final de aquel pasadizo se abrió ante los perplejos ojos de los romanos una inmensa estancia mayor que todas las anteriores, con techos altos y ventanas grandes por donde los rayos del sol de la tarde se arrastraban iluminando una amplia piscina central y a todos los que allí se encontraban: una docena de hombres divididos en dos grupos, desnudos todos, en las esquinas de la piscina más próxima al punto por donde entraban los romanos. Había otros hombres, con toallas sobre la piel, fuera ya del agua, pero también en el lado próximo a la entrada del pasadizo, y, al fondo de la piscina, un solo hombre, completamente hundido en el agua excepto por sus brazos que extendía como alas desplegadas, sobre la piedra del borde de la piscina, y su cabeza erguida, con piel tostada por el sol de África, con un rostro relajado pero serio, con la barba larga y un parche sobre el ojo izquierdo ocultando la pérdida de vista del mismo; y, tras este hombre, una docena de soldados cartagineses, en pie, firmes, vigilantes, armados con espadas enfundadas, pero prestas a ser usadas sin dilación si era preciso, y lanzas en sus manos derechas. Publio reconoció a Aníbal al instante. De hecho, el general romano era el único romano que había sobrevivido a dos encuentros con el enemigo más temible de Roma: primero la conversación que mantuvieron antes de la batalla de Zama y luego el combate a muerte que sostuvieron en medio de aquella brutal batalla campal. Ahora, una vez más, se volvían a encontrar. La primera vez hablaron como generales antes de una batalla, la segunda lucharon buscando atravesar con sus espadas al contrario. ¿Cómo transcurriría este nuevo encuentro?
Los romanos entraron en la gran sala central de los baños del puerto de Éfeso seguidos de cerca por los soldados cartagineses dirigidos por Maharbal. Publio caminó despacio hasta situarse a pocos pasos de Aníbal. Un murmullo creciente emergía de cada esquina. Los ciudadanos poderosos de Éfeso, que se encontraban en aquellos momentos en los grandes baños, aparecieron por todos los pasadizos que daban acceso a la gran sala central. Todos compartían la misma curiosidad por ver con sus propios ojos, cara a cara, a los dos mayores generales de aquel tiempo, para algunos, los mejores generales de toda la historia, para otros grandes generales, sí, pero siempre después del gran Alejandro.
Publio, detenido frente a Aníbal, era consciente de la expectación creada alrededor de ambos, pero desde hacía tiempo estaba acostumbrado a generar expectación en su entorno. Lo que era nuevo, era el hecho de compartir aquel acontecimiento con otro personaje a su mismo nivel. Aníbal Barca fue el primero en hablar. La lengua elegida, como era habitual, fue el griego.
–Te saludo, Publio Cornelio Escipión. Nos volvemos a encontrar, y por tu aspecto te veo en la imperiosa necesidad de disfrutar de un buen baño.
–Te saludo, Aníbal Barca. El mundo parece no ser tan grande cuando se trata de que tú y yo nos encontremos -comenzó a responder el general romano haciendo alusión a sus diferentes encuentros militares en Tesino, Trebia, Cannae, Locri o Zama-. Y sí, en efecto, llevamos a nuestras espaldas gran parte del polvo que separa Pérgamo de Éfeso. Un baño nos vendría bien.
Aníbal sonrió satisfecho por el tono de la respuesta. Respetuoso, pero relajado.
–Aquí hay suficiente agua para todos -añadió el general cartaginés-, siempre y cuando a un embajador romano no le importe compartirla con el temido y salvaje Aníbal Barca -apostilló levantando su mano derecha con la palma hacia arriba a modo de invitación a entrar en la piscina.
Publio miró a su alrededor. Un centenar de ciudadanos de Éfeso, unos treinta guerreros cartagineses, su media docena de caballeros romanos, Maharbal y Lelio y varias decenas de esclavos de los ciudadanos efesios, se arremolinaban alrededor de la piscina central de los grandes baños. Todos asistían absortos al encuentro de aquellos dos estrategas, de aquellos dos generales, de aquellas dos leyendas. Al fin, el embajador romano se retiró su pesada capa que lucía a modo depaludamentum, pero gris, nunca púrpura, que estaba sólo reservado para los magistrados o promagistrados consulares en ejercicio y, con la ayuda de dos de los caballeros romanos que respondieron rápidos a una mirada de Lelio, se empezó a retirar la coraza del pecho, las grebas de las piernas, la espada de la cintura y el resto de complementos de su atuendo hasta quedar completamente desnudo a los ojos de todos, mientras respondía al general cartaginés que le miraba intrigado por aquella inesperada visita.
–Es muy posible que no encuentres muchos romanos dispuestos a compartir el baño con un cartaginés y mucho menos con Aníbal, pero creo que yo soy una excepción. – Y continuaba mientras se desprendía de la ropa interior-. Yo no tengo inconveniente en sumergirme en la misma agua en la que Aníbal Barca se baña, siempre y cuando se me asegure mi vida y la de mis hombres, que no tienen culpa de mis ansias por deshacerme de todo este polvo.
–Vuestras vidas están aseguradas, por Baal y todos mis dioses -confirmó Aníbal.
Publio asintió y, desnudo, se sentó en el borde de la piscina, próximo a la esquina, quedando ambos generales reposando sus cuerpos uno mirando hacia el oriente, Aníbal, y el otro encarando el norte, Publio, sentados cada uno en un lado de un ángulo de noventa grados. El romano comprobó que el agua estaba tibia, ni fría ni muy caliente. Al sentarse, sin nada que le cubriera, quedó a la vista de todos una larga cicatriz que recorría su muslo izquierdo, un recuerdo que Aníbal le dejara al rasgarle la piel con su espada púnica en medio de la batalla de Zama. El general cartaginés la contempló con aprecio pero sin decir nada. Publio se sumergió de golpe en la piscina, por completo, hundiendo un segundo todo su cuerpo incluida la cabeza, para, al instante, emerger, sacudirse el agua del pelo con las manos y reposar su espalda en la pared de la piscina de modo similar al de su interlocutor.
–Ya que te veo complaciente -dijo Publio retomando la conversación brevemente interrumpida por su chapuzón-, ¿sería posible que se dispusiera un lugar donde mis hombres pudieran pasar la noche y recibir algo de comida? He discutido con el oficial sirio al mando de la plaza y no creo que sea fácil negociar con él estas cosas. Aníbal sonrió.
–No ha sido un medida inteligente discutir con el oficial sirio al mando de Éfeso.
–El orgullo, en ocasiones, me hace cometer pequeños errores -admitió Publio con una sinceridad sorprendente para el púnico. Aníbal, sin borrar su sonrisa, asintió mientras volvía a hablar.
–Yo me ocuparé de que tengáis un buen lugar donde descansar y de que se os traiga comida.
Publio cabeceó afirmativamente un par de veces a modo de reconocimiento. Entre sus pensamientos buscó algo con lo que poder corresponder con un halago a la hospitalidad del general cartaginés.
–Estuve en Cartago, no hace mucho, el año pasado y me sorprendió ver cómo se ha recuperado la ciudad después de la larga guerra, y me consta que gran parte de esa recuperación se debe a tu labor como sufete. Desconocía que además de general fueras un buen administrador.
Aníbal sonrió levemente.
–Administrar con justicia el dinero de otros es fácil si se quiere, lo difícil es administrar el dinero propio de forma apropiada.
Publio se quedó un instante ponderando el significado de aquellas palabras. El agua tibia estaba completamente en calma en toda la piscina. El resto de hombres que se hallaban en la piscina habían salido de ella, como buscando no interponerse entre los dos generales. Publio sentía las miradas de todos, efesios, griegos, sirios, cartagineses y romanos sobre ellos.
–Creo que no deberías haber abandonado Cartago -dijo Publio retomando la conversación-, y, en todo caso, una vez tomada esa decisión, venir a la corte de Antíoco es, para muchos en Roma, un acto hostil.
La sonrisa de Aníbal resplandeció ahora en todo su esplendor. En el tono de su respuesta no había desprecio hacia las consideraciones de su interlocutor, pero sí un profundo sarcasmo.
–¿Y seguiría libre si me hubiera quedado en Cartago? – Publio fue a responder, pero Aníbal levantó la mano y el general romano se contuvo-. No, no malinterpretes mis palabras. Me consta que tu familia no está detrás de la persecución que hay en Roma y en la propia Cartago contra mi persona, pero sé que si me hubiera quedado, al final mis enemigos me habrían traicionado y entregado a Roma cubierto de cadenas, y en el fondo tú sabes que lo que digo es cierto. – Publio guardó silencio. Aníbal prosiguió con sus explicaciones-. En cuanto a lo de venir a la corte de Antíoco… no quedan muchos reyes que no teman la larga mano de Roma. Aquí estoy seguro y aquí soy respetado. Ha sido una sabia elección.
A estas palabras siguió un silencio más largo que los anteriores. Había ya más de cien personas en la sala central de los baños de Éfeso, pero nadie se atrevía a abrir la boca. Incluso, aún sin saberlo, todos procuraban respirar sin que casi se notara. Nadie quería perderse una sola palabra de lo que aquellos hombres decían. La mayoría entendía bien el griego, excepto algunos comerciantes sirios y varios de los caballeros romanos, pero ninguno de ellos se atrevía a interrumpir el silencio establecido entre los dos generales con murmullos en los que se preguntara sobre el desarrollo de la conversación. Los que no entendían el griego se concentraban en examinar cada gesto, cada movimiento, cada mueca o sonrisa en la faz de los dos generales.
–Veo que no llevas el anillo que te devolví tras Zama -continuó Aníbal cambiando de tema.
–No, sólo llevo uno que me regaló mi esposa, el de Emilio Paulo se lo devolví a la familia de mi mujer, pero me gustó comprobar que eras hombre de palabra -dijo Publio mirándose la mano derecha y admirando el anillo de oro que le regalara Emilia al regreso de África. Miró entonces la mano derecha de Aníbal-. Sí, te agradezco el detalle de devolverme el anillo de mi suegro. La familia para mí es lo más importante: la esposa, los hijos, la familia política; creo que sólo un problema con un hijo o una hija puede preocuparme tanto como estar rodeado por un ejército superior en número. – Y sonrió levemente, pero rápido volvió hacia el tema de los anillos-. Tú, por tu parte, sigues empeñado en exhibir unos anillos que no te pertenecen. – Y señaló hacia la mano del general cartaginés en donde éste lucía aún los anillos consulares de Marcelo y Cayo Flaminio, caídos en Venusia y Trasimeno.
–Ya te dije una vez, y lo mantengo, embajador de Roma, que Roma sólo podrá recuperar estos anillos arrancándolos de mi cadáver. – Y el rostro de Aníbal se tornó serio, fiero, amenazador.
Publio mantuvo la serenidad sin bajar su determinación.
–Eso puede ocurrir.
Aníbal le miró con intensidad y, de pronto, relajó todos los músculos de su cara, echó la cabeza hacia atrás y emitió una sonora carcajada. A los pocos segundos, todos sus soldados le imitaron aunque no tenían claro por qué su general reía ante la amenaza del embajador romano.
–Eso, mi querido general de Roma, eso es muy, muy improbable -dijo Aníbal aún con una sonrisa, y luego, con el rostro nuevamente serio, añadió una grave sentencia-: Yo, si fuera tú, no haría la guerra contra Antíoco.
–Lo derrotaremos como hemos derrotado a los ligures, a los ¡lirios, a los iberos, a los macedonios y a vosotros mismos.
Aníbal miró hacia la bóveda de los baños levantando las cejas en señal de cierto hastío.
–El ejército de Antíoco no es uno cualquiera, Publio Cornelio Escipión. No tenéis ni idea de a lo que os enfrentáis. La falange macedonia de Filipo eran unidades en decadencia, nada que ver con los argiráspides de Antíoco. Y eso es sólo el principio.
–Aun así, ganaremos.
–Y están los elefantes. Sé que no te gustan los elefantes. Antíoco tiene muchos. Más de los que encontraste en Zama. Publio tragó saliva.
–Nuestras legiones no retrocederán ante los elefantes de Antíoco como no lo hicimos ante los vuestros.
Aníbal le miró estudiando la decisión marcada en la faz de Escipión.
–No dudo -respondió- que si tú estás al mando de esas legiones en el día clave de esta nueva guerra que anticipas, tus legiones no retrocederán, pero falta que seas tú el general al mando; tú y yo sabemos lo complicado de la política y, en cualquier caso, incluso si llegas a estar al mando, esa nueva batalla nunca será como Zama. Tú sabes bien que en Zama fue la superioridad de vuestra caballería la que hizo que la victoria se decantara de vuestro lado, pero los catafractos, la caballería de Antíoco, son indestructibles. En Panion, el ejército seléucida pasó por encima del ejército egipcio y etolio. Lo masacraron casi por completo y eso que el general etolio al mando era el strategos Escopas, que no es un mal general. Consiguió salvarse y refugiarse en Sidón. Si alguna vez tienes ocasión, una charla con Escopas quizá consiga abrirte los ojos. He de admitir que en cierta medida lamentaría tener que retirar tu cadáver del campo de batalla, pero si así fuera, cogeré el anillo consular que luzcas en tu mano ese día y lo sumaré también a mi colección. – Y levantó su mano derecha y la exhibió ante todos los presentes. Muchos dieron un paso atrás, asustados, casi temiendo que el general cartaginés saliera de la piscina y los rajara con su espada. Pero Aníbal bajó al fin la mano y no pasó nada.
Publio se quedó mirándole, apretando los labios, sin decir nada. Habían pasado de hablar del posible cadáver de Aníbal a hablar de su propio cadáver en medio de un campo de batalla. Publio no sentía miedo, pero sabía que Aníbal no era un fanfarrón y las advertencias de aquel hombre no debían dejarse pasar por alto. Tomó nota de lo de la conversación con Escopas. Sin duda sería útil hablar con aquel strategos etolio si es que seguía con vida y daban con él algún día.
Fue Publio quien retomó la conversación.
–Has hablado de Escopas como un buen general y comparto tu criterio, pero a veces me pregunto, ¿quién considera Aníbal que ha sido el mejor general de todos los tiempos? – Nada más formular la pregunta, tanto Aníbal como Escipión se dieron cuenta de que todos los presentes daban un par de pasos hacia ellos. Todos querían oír bien la respuesta del general cartaginés. Pero Aníbal y Escipión no dejaron de mirarse, hasta que el púnico apretó los labios, bajó la mirada hacia el agua y repitió la pregunta del general romano mientras meditaba.
–¿Quién creo yo que ha sido el mejor general de todos los tiempos? Ésa es, sin duda, una pregunta interesante. – Se tomó entonces unos segundos más para reflexionar con sosiego-. Sin duda alguna -dijo al fin-, sin duda alguna, el mejor general de todos los tiempos no ha sido otro que el gran Alejandro Magno: conquistó más territorios que ningún otro, sometió a más reyes que nadie, y demostró que un ejército de menor número, bien adiestrado y bien manejado, era capaz de derrotar a ejércitos muy superiores en número, y más aún que todo eso: nos enseñó la importancia de la caballería. Alejandro, sin duda, ha sido el mejor.
Publio asintió, al igual que, en silencio, sin osar interrumpir aquella conversación, asentían muchos de los presentes, romanos, efesios, cartagineses, sirios.
–Sea -respondió entonces Publio-. Estoy de acuerdo, Alejandro ha sido el mejor de todos, pero ¿y después? ¿Quién ha sido el mejor general después de Alejandro?
Aníbal esbozó una tímida sonrisa. Acababa de darse cuenta de que Escipión, en su vanidad de general romano, no dejaría de preguntar hasta ver dónde figuraba su propio nombre en la lista de generales que pudiera ir recitando.
–¿Después de Alejandro? – preguntó el cartaginés para ganar tiempo. Publio asintió dos veces. Aníbal prosiguió entonces-. Después de Alejandro el mejor general de todos los tiempos, y creo que tampoco debe haber muchas dudas, fue el rey del Épiro, el rey Pirro, porque nuevamente con un pequeño ejército fue capaz de conseguir victorias sorprendentes y de rendir un enorme número de ciudades.
Escipión, que se había incorporado un poco separando su espalda de la pared de la piscina, volvió a dejarla caer hacia atrás. Aníbal leía en la mirada del general romano su decepción y sentía en las miradas del resto de romanos el enfado. Pirro había guerreado contra Roma en el pasado y fue un grave problema para la ciudad y todos sus aliados. Mencionarlo como uno de los mejores generales era algo discutible, pero más allá de eso, resultaba ofensivo, hiriente para todos los caballeros romanos allí presentes. La tensión había vuelto a la sala de la gran piscina central de los baños del puerto de Éfeso.
–Sea -concedió Escipión una vez más-. No comparto tu opinión en este caso, creo que podríamos pensar en otros nombres antes que el rey del Épiro, pero es tu opinión la que me interesa, así que sigamos con tu modo de ver las cosas, Aníbal. Y tras Pirro, ¿quién es para Aníbal el mejor general de todos los tiempos?
A Aníbal, sagaz siempre en el arte no sólo de hablar, sino de escuchar, no se le escapó el cambio del tiempo pasado al tiempo presente en la nueva pregunta del general romano. «¿Quién es?», y no «¿quién era?», acababa de preguntar Escipión. El romano buscaba cada vez con más ansia que Aníbal dijera su nombre, Publio Cornelio Escipión. Aníbal se estaba divirtiendo.
–¿Después de Alejandro y después de Pirro…? – dijo Aníbal dejando la pregunta en suspenso por toda la gran sala de los baños-. Bien, bien, bien… por Baal, después de ellos, el mejor general de todos los tiempos soy yo. – Y sonrió con complacencia. Publio no parecía tan divertido, pero Aníbal decidió defender su candidatura con argumentos sólidos-. Porque siendo sólo un muchacho conquisté toda Hispania, porque he sido el primero en cruzar con un ejército los Alpes, porque ninguna tribu ni en Hispania ni en la Galia fue capaz de detenerme, porque tuve a Roma sometida durante más de quince años, porque en mi mano tengo la prueba de los cónsules romanos que han caído bajo mi espada, porque sé que cuando en Roma alguien se atreve a pronunciar mi nombre, aún lo hace con miedo y mi solo recuerdo hace que los senadores de tu ciudad aún se despierten en medio de la noche temiendo que, una vez más, mis ejércitos hayan llegado hasta las puertas de su ciudad.
Publio tensó las facciones de su rostro. Había sentido curiosidad por conocer la opinión militar de su interlocutor, pero éste se había vuelto primero hiriente, con la respuesta de Pirro, y luego petulante al aportar su propio nombre a la lista de grandes generales. No tenía sentido seguir preguntando. Aníbal nunca le diría qué pensaba de él como general ni aunque se le preguntara directamente y no pensaba rebajarse a hacerlo, pero tampoco quería que el cartaginés quedara como el vencedor de aquella conversación, y menos delante de todos los caballeros romanos, delante de Lelio. No podía permitirlo. Su mente decidió entonces atacar en su respuesta.
–Alejandro, Pirro y luego Aníbal. Te pones en tercer lugar de entre todos los generales de la historia y eso que yo te derroté en Zama. Me pregunto, ¿dónde te habrías situado de haber sido tú el que me hubiera derrotado en África?
Todos entendieron que Escipión cuestionaba que Aníbal se considerara tan alto cuando hablaba con alguien que había sido capaz de derrotarle en el campo de batalla. Los cartagineses pensaban que aquella derrota se debió más a la falta de recursos que el senado púnico se negó a aportar a su general que a causa de una mala estrategia de Aníbal, pero los romanos que sabían que los cartagineses pensaban eso, consideraban a su vez que el propio Escipión tampoco había recibido en su momento refuerzos suficientes para afrontar la batalla de Zama con garantías y que además fue un genio al saber afrontar la carga de los elefantes con las legiones V y VI en campo abierto. Los efesios, sirios y griegos no sabían decidirse por ninguno de los dos hombres, pero los que eran militares estaban de acuerdo en que a ninguno le gustaría combatir contra un ejército comandado por cualquiera de aquellos dos generales que estaban compartiendo el baño en aquella piscina de su ciudad.
Fue entonces Aníbal el que recuperó la conversación al fin repitiendo, nuevamente, la última pregunta de su interlocutor.
–¿Dónde me habría situado yo de haberte derrotado en Zama? – Y, una vez más, sonrió con rotundidad-. Sin duda alguna, si yo te hubiera derrotado en Zama me habría situado por delante del mismísimo Alejandro. – Y miró fijamente a los ojos a Escipión. Publio asimiló la respuesta mientras contemplaba la sonrisa del cartaginés y comprendió que, aunque sólo de modo indirecto y sin mencionar su nombre en la lista de grandes generales, Aníbal parecía estar haciéndole un gran cumplido. Si le hubiera derrotado en Zama, Aníbal decía que eso se habría debido a ser él mejor incluso que Alejandro. Era como decir que sólo él, Publio Cornelio Escipión, había sido capaz de impedir que él, Aníbal Barca, fuera el mejor general de todos los tiempos. El cartaginés se negaba a incluir el nombre de Escipión en la lista de grandes generales, pero con aquella última respuesta, de modo implícito lo estaba incluyendo, eso sí, sin determinar con precisión quién de los dos era mejor, si Escipión o Aníbal.
–¿Es eso lo que piensas de verdad? – indagó Publio buscando confirmación a sus reflexiones.
–Eso lo tendrás que decidir tú -respondió Aníbal, y mantuvo su sonrisa unos segundos más. Publio, a su vez, empezó a sonreír también y a la sonrisa de Publio, Aníbal respondió con una sonora carcajada a la que al instante se unió el general romano primero, luego los soldados cartagineses y romanos y, al fin, todos los ciudadanos efesios y griegos y los soldados sirios que les rodeaban.
Tras las risas, Aníbal se incorporó y su robusto cuerpo emergió del agua tibia de la piscina. En su propio muslo izquierdo había una marca de guerra, como ocurría con Publio; en el caso del general cartaginés se trataba de la profunda cicatriz que una lanza ibera había dejado en su cuerpo durante el largo asedio de Sagunto. El resto de la piel lucía moreno, limpio, aunque, eso sí, con diversas cicatrices más repartidas aquí y allá, restos de innumerables contiendas en campos de batalla de Hispania, la Galia, los Alpes, Italia o África. Uno de sus soldados se apresuró a traerle una toalla con la que envolverse.
–Me ocuparé -empezó Aníbal, y carraspeó un poco-, me ocuparé de que tú y tus hombres tengáis comida y bebida. Podéis pasar la noche en los baños. Son confortables y nadie os molestará.
Publio, en señal de respeto, se levantó mientras el general púnico hablaba y Lelio, por detrás, le acercó también una toalla.
–Te lo agradezco -respondió Escipión mirando a Aníbal que, ayudado por un esclavo se vestía con rapidez. El cartaginés no dijo más y asintió con la cabeza. Publio guardó silencio también y asistido por sus hombres se cubrió rápidamente con su uniforme militar. Cuando estaba ajustándose la ropa, Aníbal pasó a su lado.
–Que vuestros dioses te protejan, general de Roma -dijo el cartaginés-. Si nos volvemos a encontrar en un campo de batalla, no habrá tiempo para palabras.
–Quizá no haga falta que nuestros ejércitos vuelvan a enfrentarse -respondió Publio en tono conciliador-. Quizá el rey de Siria se avenga a negociar con Roma.
Aníbal le miró y sacudió la cabeza mientras respondía.
–Veo, romano, que sigues siendo el mismo ingenuo de Zama, pero no volveré a infravalorar tu capacidad en el campo de batalla. Procura que las circunstancias de esta nueva guerra no te pongan en una situación de debilidad, porque esta vez no tendré misericordia.
Publio fue a responder, pero el general cartaginés se desvaneció entre una nube de soldados cartagineses que lo escoltaban hacia la salida. Cayo Lelio se acercó a Publio por detrás y le habló al oído.
–¿Qué habrá querido decir con eso?
–No lo sé, Lelio; supongo que exactamente lo que ha dicho: que si hay guerra mejor que nos andemos con cuidado. Es un consejo a tener en cuenta… Tampoco me ha quedado claro quién cree él que es mejor general, si él o yo, pero hay otras cosas de las que ocuparse ahora. Que los hombres se bañen por turnos. La mitad a la piscina y la otra mitad que monten guardia en las puertas del edificio.
Lelio transmitió las órdenes al resto. Publio se sentó en una de las esquinas de la gran sala y, relajado tras el baño, se entretuvo viendo cómo los caballeros de su escolta se alegraban de poder darse un buen chapuzón en aquella agua tibia y quitarse así el polvo acumulado durante días cabalgando por los caminos de Asia Menor.
A los pocos minutos, uno de los jinetes que montaba guardia en una de las puertas de entrada a los baños entró en la sala y se acercó a Lelio. Éste le dio una orden y el jinete regresó a la entrada del edificio. Lelio se acercó a Publio.
–Traen la comida. Unos esclavos. He dicho que les dejen pasar.
Publio afirmó con la cabeza en señal de aprobación. Al momento entraron una docena de esclavos con varios cestos repletos de víveres de todo tipo. Una vez se fueron, Publio y Lelio se aproximaron a los cestos. Había pan de diferentes tipos, carne de cerdo asada fileteada, fruta variada, pescado en salazón, pequeños cuencos con salsas exóticas, desconocidas para los romanos y gran cantidad de ánforas en las lúe descubrieron leche, agua, aceite y vino.
–Es generoso Aníbal -comentó Lelio mientras degustaba un vaso de vino-. Y, por Castor y Pólux, tiene influencia sobre los sirios y los efesios.
Publio asentía mientras masticaba algo de la carne de cerdo. Estaba deliciosa.
–Demasiada influencia, Lelio, demasiada. Eso es preocupante. Cuanto más escuchen los sirios a Aníbal, peor será todo para Roma en estas negociaciones y peor aún en la guerra si es ésto lo que al fin acontece.
–Aníbal estaba muy convencido de que habrá guerra.
–Sí-dijo Publio, y calló mientras se sentaba y masticaba con deleite el trozo de carne que había seleccionado. De pronto le asaltó una duda y dejó de comer. Sus ojos se encontraron con los de Lelio, que acababa de tener el mismo pensamiento y le miraba fijamente. Entonces Publio negó con la cabeza y continuó comiendo mientras respondía a la pregunta que pendía aún en la mirada de Lelio-. No, Aníbal no nos envenenaría. No es su estilo. Si hubiéramos sido partícipes de lo que le ocurrió a su hermano Asdrúbal es posible, pero sabe que no tuvimos nada que ver con aquello. En cierta forma estoy seguro de que nos respeta. No nos envenenaría, pero…
–¿Pero…? – inquirió Lelio, que aún no estaba del todo persuadido y sostenía su copa de vino sin atreverse a terminarla.
–Pero, Lelio, si nos encontramos con él en el campo de batalla irá a por nosotros con toda su furia. Conviene que no lo olvidemos.
–Sea pues. – Y Lelio alzó su copa-. Brindo por un combate limpio en el campo de batalla. – Y engulló el resto del vino de un largo y profundo trago en el que enterró sus dudas. Sin embargo, Publio ralentizó su ingestión de comida. «Entrar dos veces en el mismo río.» Heráclito. Publio asintió en silencio, para sí mismo. Todo cambia. Todos cambiamos. Aníbal también. No era el mismo. Más cínico. Capaz de hacer cualquier cosa. Pese a todo, Publio siguió comiendo despacio, pero sin estar ya seguro de nada. Aníbal había cambiado. El destierro le había amargado y en cualquier momento podría hacer algo inexplicable, imprevisible. Eso le hacía aún más peligroso.
Nadie murió aquella noche y el dolor de tripas de más de un jinete romano, que hizo despertar entre los hombres de Escipión una vez más las dudas sobre aquella comida, se debió a una común y frecuente indigestión de salsas demasiado sazonadas y a las que los estómagos romanos estaban poco acostumbrados.
En el exterior de la ciudad, Sulpicio Galba miraba al cielo con aprensión: unos nubarrones negros, enormes, se arrastraban por la tierra de Éfeso y el viento soplaba cada vez con más fuerza. Los romanos plantaron las tiendas, pero cuando la tormenta se desató, las telas apenas resistieron las primeras ráfagas huracanadas y así, al raso, se vieron obligados a resistir las inclemencias que los dioses sirios descargaban sobre ellos. Muchos jinetes maldecían su suerte y lamentaban no haber sido seleccionados por Lelio para acompañar a Escipión al interior de Éfeso aunque su vida hubiera corrido riesgo. Cualquier batalla les parecía más acogedora que aquella tormenta de rayos, truenos y lluvia torrencial desbocada.
Año 190 a.C. (año 564 desde la
fundación de Roma)
[Hay lágrimas para nuestras desgracias.]
Virgilio, Aeneis, l, 462
· Traducción según la versión de Víctor-José Herrero Llórente.
Escipión, Africanus (libro IV)
En ese estado de cosas, la campaña de Asia debía ser mi respuesta a la campaña de Catón en Hispania y a su supuestamente heroica participación en las Termopilas contra Antíoco; la campaña de Asia debía ser mi forma de demostrar a todos que yo y nadie más que yo era el mejor general de Roma, el hombre en quien el Estado debía depositar toda su confianza, esto es, en mí y en mi familia y en mis amigos. Y sigo pensando que estaba en lo cierto, pero nunca pensé que una campaña militar fuera a tener tan penosas consecuencias en lo personal.
Aún recuerdo el dolor desgarrador que sentí cuando recibí la noticia de la muerte de mi padre y mi tío en Hispania, pero incluso en aquellos horribles momentos, en lo más profundo de mí algo me decía que, pese al horror, ése era el curso natural de las cosas: los hijos vemos morir siempre a nuestros padres, a nuestros tíos, a nuestros mayores. La guerra cruel a veces acelera ese proceso y agranda el daño del vacío que dejan esas personas en nuestros afectos desolados, malheridos. Pero todo eso se puede sobrellevar, como lo hice en su momento, y a todo eso se puede sobreponer un hombre. Pero si hay algo para lo que nunca jamás estamos preparados es para sufrir con los hijos. De un modo u otro, de forma casi instintiva, estamos persuadidos que de los hijos sólo pueden venir satisfacciones. La campaña de Asia se ocupó de hacerme ver con claridad que todo eso puede ser falso. No siempre, gracias a Júpiter y el resto de dioses, pero en muchas ocasiones es así. Mi hija mayor nunca me dio motivo de queja alguna y de hecho con ella empecé mi campaña de matrimonios que pudieran fortalecer aún más la familia. En aquel tiempo ya había comprendido con claridad que al igual que lucharen el exterior, debía mantener a raya a mis enemigos en Roma, especialmente a Catón, y si había algo en lo que ganaba a Catón era en familia. Yo tenía hijas e hijo y él todavía no. Yo podía casarlos y reforzar aún más la influencia del clan, él no podía responder a eso. Quizá en el futuro pero no en ese momento. Su hijo era aún sólo un niño. Me apliqué con diligencia. Como era habitual, mi hija mayor se mostró dócil y colaboradora, pero la pequeña, una vez más fue pura rebeldía, insolencia, desafío llevado a sus últimas consecuencias. Durante años pensé que si mi hijo hubiera tenido las agallas que tenía la pequeña Cornelia, nuestra vida hubiera sido muy diferente. Pero donde la pequeña Cornelia ponía audacia, incluso contra su padre, mi hijo confundía el valor con la temeridad absoluta. El caso es que con ambos padecilo que no puede contarse con palabras. He tenido que detenerme.
Han pasado varios días sin escribir. Lo de la pequeña Cornelia se explicará en su momento y los que lean todos estos rollos comprenderán bien lo que nos ocurrió a padre e hija. Creo que ninguno teníamos ni toda la razón ni toda la culpa, pero todo podía arreglarse. Esa esperanza nos alimentaba desde dentro, sin saberlo, creo yo, pero lo que ocurrió con mi hijo fue tan terrible, que, tan sólo al recordar aquellos días, tan sólo al pensar que tenía que escribir sobre ello, las fiebres han vuelto y he pasado una semana entera en cama, pero me he recuperado lo suficiente para retomar mi tarea de contar todo lo que ocurrió. Además, esto debo narrarlo con exactitud, pues aquí fue uno de los puntos donde el miserable de Catón mordió con más saña. Si hay algo que ese maldito sabe hacer es morder donde más duele y con más fuerza que nadie.
Siempre menosprecié la capacidad de combate de mi hijo, desde sus inicios cuando se adiestraba con Lelio en las laderas del Campo de Marte. Nunca fue rápido con el uso de la espada ni fue nunca capaz de doblegar a su adiestrador, al contrario que en mi caso que fui capaz de derribar a mi tío Cneo. Qué estúpido fui. Como si tumbar a Cayo Lelio fuera posible. Ahora sé que me iré de este mundo y Lelio seguirá aquí, como una roca, impasible, custodiándonos a todos. El caso es que exigí demasiado a mi hijo en su primera campaña. Todo empezó mal cuando discutí con Emilia sobre la incorporación del joven Publio a la campaña de Asia. Emilia se negaba. Veía que aquélla era una guerra peligrosa. Yo le respondí que en el pasado me hizo jurar que debía proteger a mi hijo, a nuestro hijo para que no entrara en combate en las guerras contra Cartago y le insistí en cómo yo, personalmente, le di final a aquellas guerras con la victoria de Zama evitando que el muchacho tuviera que luchar contra Cartago, una pugna en la que tantos habían perecido. Emilia, clarividente como siempre, me respondió como el augur que lee el futuro en el vuelo de los pájaros. «El alma de Cartago está en Asia», me dijo en una clara referencia a Aníbal, pero yo desdeñé sus palabras. Yo insistía una y otra vez que ésta era otra guerra y que el muchacho no podía permanecer al margen o todos lo acusarían de cobarde. Seguramente mi hijo oiría esa conversación como había oído tantas otras parecidas o iguales. No tuvimos nunca Emilia ni yo ni la sabiduría ni la contención de mantener estas conversaciones en la discreción de nuestro dormitorio. Así, mientras en Roma mi hija pequeña se alejaba de mí hasta que entre nosotros se formó una frontera infranqueable, en Asia, mi hijo se esforzaba por demostrara todos, pero sobre todo a mí, que no era un cobarde.
Yo le empujé a ello.
Nada volvió a ser igual en mi vida.
Las manos me tiemblan. Es la fiebre. Una vez más, he de dejar de escribir.
El camino más corto hasta el foro Boario era el Vicus Tuscus, pero como estaba siempre lleno de muchachos prostituyéndose y de ricos mercaderes y patricios adinerados comprando sus servicios, Cornelia menor aceptó la idea de Laertes de encaminarse hasta el mercado junto al río Tíber dando un rodeo por el norte. Lo de la homosexualidad era lo de menos. El problema es que las peleas eran demasiado frecuentes en el Vicus Tuscus como para que Laertes se sintiera cómodo escoltando a la joven hija de Escipión.
Laertes era un fornido espartano, esclavo en el pasado, pero que, liberado por la revolución social del tirano Nabis de Esparta, actuó como guerrero en las múltiples batallas que el nuevo gobernante de Esparta puso en marcha para transformar la vieja ciudad del Peloponeso en una renacida y triunfante capital que dominaba gran parte del sur de Grecia. Pero la diosa Fortuna no sonrió por mucho tiempo a Laertes: su rey liberador, Nabis, se equivocó de bando y se alió con
Antíoco de Siria y, al ser este último derrotado y expulsado de Grecia por los romanos en las Termopilas, la derrota del rey sirio condujo a la debacle del ejército espartano contra las legiones de Flaminino. Así, Laertes fue capturado y traído a Roma, como otros muchos esclavos espartanos que sólo gozaron de la libertad por unos pocos años. Laertes, no obstante, como algunos otros griegos más, había tenido algo de suerte al final de su complejo periplo de esclavitud y guerras, pues terminó como esclavo en casa de los Escipiones. Sus dotes de guerrero junto con su demostrada lealtad a lo largo de los dos años siguientes hicieron que el propio Publio Cornelio Escipión le asignara una misión especial: ser el guardaespaldas de su hija pequeña. Y es que la más joven de las Cornelias era indomable, imprevisible, ingobernable. No aceptaba permanecer en casa quieta, con su madre, aprendiendo las tareas propias de su sexo, de modo que su padre había decidido emplear una estrategia diferente para protegerla. A sus catorce años, a la pequeña Cornelia se le permitía salir a los mercados para acompañar a los esclavos en sus compras de carne, pescado y verduras. Esto había tenido dos consecuencias positivas para la familia: por un lado, la muchacha se mostraba mucho más tranquila y satisfecha con su recién adquirida dosis de libertad y, en segundo lugar, la calidad de la comida que se traía a casa de los Escipiones había mejorado notablemente, y es que los mercaderes podían engañar a un esclavo, pero engañar a la hija del todopoderoso Africanus ni era sencillo ni parecía una buena idea para nadie. Sólo había un pequeño gran inconveniente: Roma, ya fuera de día o de noche, era un tumulto, un sinfín de carros y transportes de todo tipo surcando las calles a toda velocidad; Roma estaba repleta de prostitutas, jóvenes y no tan jóvenes, y muchachos vendiéndose a todas horas, y borrachos, ladrones, timadores, mendigos; la ciudad entera era un hervidero de gentes de donde en cualquier momento podía surgir el peligro y, con frecuencia, un peligro mortal. Por eso Publio Cornelio Escipión llamó un día a Laertes al tablinium, y le habló con seriedad inusual sentado en un pesado solium desde el que analizaba las reacciones del esclavo a sus palabras.
–Voy a permitir que mi hija pequeña acuda con vosotros a comprar en los mercados, pero la ciudad es peligrosa; tú, Laertes, lo sabes bien.
El esclavo asintió en silencio.
–Bien, por eso mismo no voy a dejar que vaya sola con los esclavos de la cocina. Tú, Laertes, a partir de ahora, acompañarás a Cornelia menor a todas partes y serás el encargado de su seguridad.
Laertes bajó la mirada sin decir nada. Estaba pensando. Aquélla era una misión que mostraba la confianza que su amo tenía en él, pero al mismo tiempo era una responsabilidad demasiado grande, demasiado grande. Escipión pareció leer en sus pensamientos.
–Sé que tienes miedo -dijo el princeps senatus de Roma-, y haces bien, Laertes, pues si me fallas y le pasa algo a la pequeña lo pagarás con tu vida, y de una forma que lamentarás no haber muerto tú antes a manos de algún legionario en las guerras que luchaste en el pasado, pero… pero… -y Escipión se detuvo a la espera de que el esclavo alzara la cara en busca de alguna contrapartida-, si proteges bien a la pequeña, el día que ésta se case, ese mismo día, Laertes, te daré la libertad. La misión es difícil, por ello la recompensa ha de ser grande: la libertad y dinero para que puedas emprender una nueva vida aquí en Roma, o de regreso a tu patria en Grecia. Piénsalo bien antes de responderme, Laertes, piénsalo bien, porque luego no aceptaré rectificaciones.
El esclavo espartano inspiró profundamente. La pequeña Cornelia era una locura de niña. Eso sí, la pequeña siempre era muy correcta con todos los esclavos, algo impuesto por el ejemplo de su madre; sin embargo, de escoltarla por la ciudad sólo podían surgir problemas, claro que recuperar la libertad era un sueño demasiado bonito, demasiado esperanzador como para rechazarlo por miedo al genio de una joven patricia romana.
–De acuerdo, mi señor. Yo vigilaré que no le pase nada a Cornelia menor.
Publio no sonrió. Se limitó a examinar con detalle la mirada del esclavo guerrero al que acababa de nombrar escolta de su hija. Era la mirada de un soldado decidido. Los años de esclavitud no habían reducido en él el espíritu de lucha. Publio levantó entonces levemente la mano derecha y Laertes comprendió que la entrevista había terminado.
Aquella mañana, la hija menor del princeps senatus, acompañada por Laertes y media docena de esclavos más partieron hacia el foro Boario en dirección norte. Laertes agradeció que la joven se mostrara flexible al menos en cuanto a la ruta a seguir para llegar a su destino, el foro Boario, pero, pese a eso, el veterano esclavo se mostraba inquieto. Laertes tenía ese presentimiento extraño del soldado antes de una batalla y no sabía bien por qué, lo que le agitaba aún más. Salieron de casa de los Escipiones y giraron a la izquierda para acceder al foro de Roma. Una vez allí, giraron de nuevo a la izquierda pasando por delante de las decenas de puestos de los cambistas de las tabernae veteres. Tras la derrota de Cartago, el dinero fluía con fuerza por la ciudad del Tíber y los prestamistas del foro gestionaban auténticos negocios que los transformaban en prácticamente potentados; sin embargo, la cultura de la usura y la tacañería en la que habían crecido hacía que los puestos permanecieran sucios, pequeños, apenas sin pintar, como si se esforzaran en aparentar que apenas tenían dinero que prestar a nadie, como si cuando lo hacían, lo hacían casi por misericordia, quitándose de su propio dinero que les fuera necesario para subsistir. Otra cosa eran los banquetes nocturnos en sus grandes casas de reciente edificación.
Laertes ordenó a los esclavos que portaban la pequeña litera de la hija de Escipión que aceleraran el paso. Giraron de nuevo a la izquierda, en el último de los puestos de cambio de dinero y, dejando a la derecha el vetusto Templo de Saturno, enfilaron por el Vicus Jugarías, y por él caminaron un buen rato hasta que Laertes indicó que girasen una vez más a la izquierda para adentrarse en los callejones del Velabrum. En poco tiempo llegaron a la primera parada de aquella salida: el foro holitorio. Allí, bajo la atenta mirada de la joven Cornelia, que descendió de la litera para supervisar las compras, los esclavos cargaron dos cestos llenos de todo tipo de verduras frescas y frutas de temporada. Terminada la compra, la muchacha se reinstaló en la litera ayudada por Laertes y la pequeña comitiva reemprendió la marcha hacia el sur hasta alcanzar la ribera izquierda del Tíber. Cornelia separó entonces las cortinas de su litera, pues no quería perderse nada del enorme bullicio propio de los muelles del puerto fluvial de Roma. Más de un centenar de embarcaciones de todo tipo se apiñaban entre los diferentes amarres descargando mercancías procedentes de rincones cada vez más lejanos, pues la larga mano del poder de la ciudad llegaba a regiones más remotas. Para Cornelia, aquellas naves eran como sueños hechos realidad. Le encantaba verlas, pensar en los países distantes en donde habrían atracado antes de detenerse por unos días en Roma, aunque la mayoría eran pequeñas y sólo realizaban el trayecto desde Roma al puerto marítimo de Ostia. Pero eso a Cornelia no le impedía recordar entonces las lecciones de geografía de Icetas, las mismas clases en las que su hermana mayor parecía aburrirse infinitamente, pero en las que ella disfrutaba soñando con quizá poder un día hacer viajes que la condujeran a aquellas tierras o en, al menos, conocer personalmente a alguien que hiciera semejantes viajes. Estaba su padre, sí, que había conquistado Hispania y África y que hacía poco había viajado a Asia, pero su padre parecía no tener nunca ganas de hablar demasiado de aquellas campañas militares y de aquellos viajes. Cornelia adivinaba que en aquellos lugares su padre encontró enormes sufrimientos, que en sitios lejanos como aquellos habían caído familiares y amigos, por eso ella no insistía con preguntas que parecían no hacer sino que atormentarle, pero el hecho de que ella desistiera no quería decir que hubiera disminuido en su ánimo el ansia por saber y conocer más de un mundo tan grande del que apenas le estaba permitido ver una minúscula porción. Sería tan maravilloso poder hablar con alguien que disfrutara hablando de los lugares que hubiera visitado… Además, su padre, últimamente, sólo hablaba de la boda de su hermana mayor con Násica y de que ella misma debería seguir su ejemplo pronto con algún importante patricio de Roma. Los pensamientos de Cornelia, no obstante, buscaban alejarse de aquella presión de su padre sobre un próximo matrimonio y sus ojos se dedicaban a admirar la isla Tiberina que emergía más allá del puente Sublicio, levantado por Anco Marcio en el pasado con madera que, pertinaz, resistía el paso del tiempo pese a la tremenda humedad de la zona, donde se arremolinaban aún más barcos a la espera de poder descargar más productos traídos con el esfuerzo de marineros procedentes de todo el Mediterráneo.
–Ya estamos llegando, mi señora -dijo Laertes-; pronto estaremos en la plaza del mercado.
–Muy bien, Laertes.
El esclavo asintió y se puso de nuevo al frente de la comitiva. Pasaron próximos al Templo de la Fortuna, que Servio Tulio ordenó levantar a imagen y semejanza de otro similar existente en una de las ciudades etruscas cercanas. Y es que el foro Boario y el puerto estaban llenos de inmigrantes de Etruria que se contaban por miles. Estos nuevos habitantes de la emergente Roma habían traído consigo dioses y costumbres, de entre las que destacaba su pasión por una actividad hasta entonces aún poco frecuente en Roma: las luchas de gladiadores, aunque más de una de éstas había desbaratado la asistencia a alguna obra de teatro. De hecho, allí mismo, en foro Boario, en la parte más próxima a la puerta Trigémina, sólo hacía poco más de veinte años que Bruto Pera había organizado el primer combate oficial entre gladiadores. Nunca antes se había visto algo así en Roma. Desde entonces, otros importantes patricios habían organizado pequeñas series de combates, normalmente con la excusa de los oficios funerarios de algún familiar, pero no dejaban de ser algo excepcional. Sin embargo, más allá de esas luchas organizadas de forma oficial, en el foro Boario no era extraño que ocasionalmente se preparara alguna lucha a muerte en donde la gente pugnaba por conseguir un buen lugar para apreciarla y, al mismo tiempo, poder así cruzar apuestas sobre cuál de los dos gladiadores obtendría la victoria. Esto era, sin duda alguna, lo que más temía Laertes cada vez que se aproximaban al foro Boario, pues el caos en el que se desarrollaban estas luchas no era en absoluto el lugar idóneo para proteger a una joven patricia demasiado ávida de experiencias como para entender que hay lugares a los que es mejor no acercarse. Pero ya eran demasiadas las visitas al foro Boario sin que hubieran pasado por ese trance y la diosa Fortuna, pese a tener un templo tan próximo, decidió por una vez abandonar a Laertes, Cornelia y al pequeño grupo de esclavos a su suerte.
–¡Gladiadores, gladiadores, gladiadores! ¡Junto a la estatua de bronce! ¡Rápido, venid! – gritó un muchacho corriendo por entre los primeros puestos del mercado de carne y animales. El olor a sangre de las bestias descarnadas, expuestas sobre los estantes de los mercaderes o colgadas de hierros afilados parecía impregnarlo todo y remarcar las terribles consecuencias que la lucha que se anunciaba tendría para, por lo menos, uno de los contendientes. Parecía que en medio de toda aquella exhibición de carne mutilada de centenares de patos, gallinas, pollos, carneros, terneros y cabritos, la gente necesitaba aún algo más: sangre fresca humana. En Roma no se hacían sacrificios humanos, pensaba con una sonrisa cínica Laertes, no; en Roma sólo se ordenaba que los esclavos o los reos de muerte lucharan entre sí en público para disfrute de todos los ciudadanos.
–Es mejor que regresemos -dijo Laertes a la joven Cornelia.
–No -respondió ella, e hizo una señal para que depositaran la litera en el suelo-; siempre he querido ver una de esas famosas luchas de las que tanto hablan en casa de mi padre cuando vienen a visitarle. Por Pólux, quiero ver cómo es.
–No es una buena idea, mi ama -insistía Laertes, pero sin atreverse a detener a la joven asiéndola por el brazo. El resto de esclavos contemplaba la escena sin intervenir. Era el ama la que mandaba. Poco podía hacerse si la joven se empeñaba en presenciar la lucha. La joven Cornelia se encaminó hacia la estatua de bronce de un enorme toro que el cónsul Publio Sulpicio Galba trajo de Égina hacía veinte años. Laertes miró hacia los esclavos y tomó decisiones con rapidez.
–Vosotros dos, quedaos aquí y vigilad la litera y la comida; el resto seguidme. Rápido. – Y se dio la vuelta acompañado por otros cuatro esclavos mientras mascullaba maldiciones en griego que pronunció en voz baja porque tanto la joven ama podría entenderlas como muchos de los emigrantes del foro Boario, pues los griegos eran, junto con los etruscos, los habitantes más comunes en todo aquel barrio de la ciudad.
La muchacha avanzó en dirección a la gran estatua de bronce, pero pronto, para su sorpresa, se cerró el camino ante sus ojos por una multitud de ganaderos, mercaderes, comerciantes de toda condición, libertos, soldados, e incluso algún patricio de paso por el foro Boario que se arremolinaron con inusitada celeridad en las proximidades del punto donde debía celebrarse el anunciado combate. Llegó entonces Laertes y se situó delante de ella.
–Sigúeme, mi ama -dijo el espartano mirándola, sin levantar la voz, pero con decisión, y añadió al resto de esclavos que les acompañaban-: y vosotros protegedla por detrás. Si alguien la toca os mato. – Y se revolvió hacia el enjambre de personas y arremetió a empellones contra la gente abriendo un estrecho pasillo por el que la hija pequeña de Publio Cornelio Escipión pudo deslizarse e ir avanzando hacia el interior de aquella multitud. Laertes aparentemente embestía todo lo que le salía al paso, pero en realidad era muy cuidadoso en la selección de su ruta, empujando sólo a mercaderes y comerciantes, evitando así malos encuentros con soldados o patricios. No es que les temiera. Iba armado con una daga, una licencia especial áúprinceps senatus, siempre que saliera escoltando a su hija, y se sabía lo suficientemente fuerte y ágil como para defenderse del ataque de cualquiera, pero los soldados siempre se movían en grupo por la ciudad y los patricios solían ir acompañados por un pequeño regimiento de esclavos. No era inteligente humillar a ninguno de esos dos grupos de personas. Con mercaderes, extranjeros, libertos y otros artesanos y visitantes extranjeros del foro Boario no había necesidad de tener tantos miramientos.
Cornelia se preguntaba, mientras seguía atenta el camino que su esclavo abría ante ella, por qué Laertes no empujaba siempre en la misma dirección, pero lo que le importaba era poder llegar hasta un punto desde el que ver su primera lucha de gladiadores, y si Laertes se empeñaba en dar rodeos aquella mañana en todo lo que ella pedía, eso era asunto suyo. Ella no se quejaría siempre y cuando se hiciera lo que pedía. Además, Laertes había sido seleccionado por su padre y su padre era muy bueno cuando se trataba de seleccionar a alguien para un cometido. Aún estaba la joven en estas consideraciones, cuando de pronto, ante ella se abrió un gran círculo vacío, alrededor del cual se encontraban varios centenares de ciudadanos de Roma y emigrantes etruscos, griegos y de otras regiones del Lacio e Italia. Era extraño cómo la gente, pese a empujarse unos a otros, respetaba aquel espacio sin aproximarse más, pero la joven no tenía tiempo para preguntarse nada, sino sólo para admirar: en el centro del círculo había ya dos hombres solos. Uno era un númida negro, alto y musculoso, armado con una lanza y un pequeño escudo. Su oponente era un celta pintado de azul de pies a cabeza, armado con una pesada espada y un escudo más grande que el del númida, aunque eso no era lo que impresionó a la muchacha, sino el hecho de que el celta, de acuerdo con sus costumbres, luchaba completamente desnudo. Cornelia, inevitablemente, movida por la natural curiosidad de su desconocimiento miraba intrigada en busca del sexo de aquel guerrero, pero éste había empezado a moverse caminando hacia un lado y quedaba de espaldas. La mirada de Cornelia, no obstante, encontró pronto algo que la cautivó: los blancos ojos del númida, como dos pequeñas lunas en la más oscura de las noches de África, clavados como dagas sobre el celta desnudo, hasta que, súbitamente, la mirada del guerrero negro, hostil, agresiva, se volvía hacia la multitud, a derecha e izquierda, como si los culpara de todo lo que le estaba ocurriendo en aquel momento. La mirada del númida se cruzó en ese momento un instante con la de la joven Cornelia, y, aunque el guerrero no se detuvo en contemplar a la pequeña hija del hombre más poderoso de Roma, la muchacha quedó petrificada y, sin saberlo, conteniendo la respiración. La distracción del africano fue aprovechada por el celta que, sin pensárselo dos veces, arremetió al númida blandiendo en alto su espada, pero el africano tenía buenos reflejos, dio un paso atrás y alzó su brazo izquierdo con el pequeño escudo. Se escuchó un enorme chasquido producto del choque entre la espada celta y el escudo númida.
–¡Aaaggh! – gritó el númida, y es que, si bien no se vio sangre emergiendo de su brazo, estaba claro que el golpe de su oponente había sido brutal. El númida respondió al ataque recibido con otro movimiento ofensivo: avanzó dos pasos rápidos empuñando con firmeza su lanza, lo que obligó al celta a retroceder. El guerrero del norte caminaba hacia atrás en dirección hacia el lugar donde se encontraba la joven Cornelia, Laertes y el resto de esclavos de la casa de los Escipiones. Laertes apretó los labios en señal de preocupación, pero no había nada que hacer. Una vez empezado el combate nadie podía intervenir hasta su mortal conclusión. El númida y el celta entraron en una larga serie de intercambio de golpes amenazantes y que para muchos de los allí presentes habrían resultado fatal, pero aquellos guerreros eran prisioneros de las recientes guerras contra los galos ligures del norte y contra los númidas del sur y, sin duda, habían estado combatiendo durante años contra su enemigo común, los romanos, quienes ahora los habían reunido en aquel cónclave mortífero para deleitarse en su sufrimiento y su dolor ante una muerte casi segura en medio de una ciudad extraña para ellos, donde su única posibilidad de subsistencia era seguir matando a desconocidos uno tras otro, uno tras otro. Pasaron así varios minutos durante los cuales tanto el celta como el númida se iban desplazando desde el centro del gran círculo de combate hacia un lateral, justo el lado donde se encontraba la pequeña Cornelia y su reducido séquito de esclavos. Laertes había combatido en innumerables batallas, contra los romanos y contra los macedonios y etolios y aqueos y su agudo ojo de guerrero empezó a extrañarse: los golpes que se intercambiaban los contendientes eran algo lentos, no para la mirada de un neófito, pero Laertes estaba seguro de que los soldados allí reunidos no estarían disfrutando de aquella lucha. Laertes, un instante demasiado tarde para poder reaccionar con más prevención, comprendió que aquella lucha estaba calculada, ensayada, y aquello no era lo normal. Lo habitual es que ambos contendientes lucharan a muerte de forma descarnada, buscando en la muerte del contrario su único camino hacia la supervivencia primero y, tras muchas muertes, hacia la propia libertad; pero aquellos guerreros se lanzaban golpes estudiados que aunque pudieran engañar a los mercaderes, valían cada vez menos a los ojos de un veterano guerrero como Laertes. En ese mismo instante, el númida giró sobre sí mismo, dejando de luchar contra su oponente, justo cuando más próximo se encontraba a la joven Cornelia y, en lugar de seguir combatiendo, arrancó como una flecha contra el público, blandiendo su lanza en ristre con la seguridad de que el arma le abriría paso con rapidez. Una huida, una huida era lo que tenían pactado ambos luchadores. Laertes comprendió la estratagema al momento, pero las posibilidades de reacción eran ya mínimas. El celta arremetía contra otro sector del público, pero aquello no le incumbía al veterano espartano, sino que lo que le preocupaba era más bien cómo evitar que el númida, que corría directo contra la frágil Cornelia, embistiera a la hija del princeps senatus que, sorprendida como estaba por el inesperado desarrollo de los acontecimientos, permanecía inmóvil, estupefacta, sin saber qué hacer, como si todo aquello no fuera más que un mal sueño, una pesadilla que desaparecería al despertar. Laertes sabía que sólo había una solución: el guerrero espartano se interpuso súbitamente entre el númida y la joven patricia. En cualquier otra situación, con un luchador a la carrera blandiendo una lanza, Laertes se habría hecho a un lado para clavarle la daga por la espalda tras empujarle y hacerle perder el equilibrio, pero detrás de Laertes estaba Cornelia y si se apartaba la lanza atravesaría a la joven, matándola en el acto o hiriéndola mortalmente, muerte a la que, sin duda, seguiría la suya propia en cuanto Escipión se enterara de lo ocurrido; de modo que Laertes hizo lo único que podía hacer: en cuanto la lanza del númida estuvo a su alcance la asió con las dos manos y la desvió hacia un lado, pero el númida no era mal luchador y se revolvió como un jabato empuñando la lanza ahora hacia el propio Laertes, que había osado importunarle en su plan de huida de aquella vida de esclavitud y sometimiento a la que estaba abocado desde hacía meses. Laertes, liberadas las manos de la lanza númida, sacó su daga, pero el guerrero negro empleó su arma con habilidad y apuntó hacia la garganta del espartano. Laertes se hizo a un lado al fin, cuando ya sabía que tras él ya no estaba Cornelia, y evitó la muerte, pero la punta del asta le segó un lateral del cuello y la sangre empezó a brotar con profusión. Laertes tragó saliva, no porque tuviera miedo, sino porque un médico griego le explicó que si no sabía si tenía seccionada la garganta o no en un combate, al tragar saliva lo averiguaría. Laertes exhaló un suspiro de alivio al sentir que podía tragar. La herida no era mortal, pero el númida, enfurecido, no cejaba en su empeño por escapar. Laertes quería mirar atrás para asegurarse de la posición de Cornelia, pero no era posible. Un segundo de distracción equivaldría a una muerte segura. La gente había echado a correr despavorida por las callejuelas que desembocaban en el foro Boario, y junto a la estatua de bronce sólo quedaban el númida, Laertes, algunas personas a su espalda, en las que el espartano confiaba que estuvieran algunos de los esclavos de la escolta protegiendo a Cornelia, y, en el otro extremo de la plaza, se veía al guerrero celta que no parecía haber tenido demasiada fortuna, pues al igual que el númida, había chocado con la oposición de un grupo de legionarios que asistían al combate; eso sí, los legionarios parecían borrachos y, pese a ser media docena, no acertaron a detener al galo que se les escapó en dirección al Templo de Hércules; el pobre inútil había equivocado la dirección, pues tras ese templo estaba el Clivus Victoriae que conducía justo hacia el corazón de Roma.
Tras Laertes, Cornelia había presenciado el ataque del númida como una estatua, sin mover un solo músculo, sin saber cómo reaccionar. La muchacha comprendió enseguida que de no ser por la interposición del guerrero espartano que le había seleccionado su padre como escolta ahora ya estaría muerta. Mercaderes, libertos, mujeres, esclavos y visitantes de la ciudad, todos habían huido de la plaza, incluso sus propios esclavos. No parecía que la gente que asistía a esos combates fuera especialmente valerosa. Por unos segundos, Cornelia permaneció completamente sola, desguarnecida de toda protección a excepción de la brava intervención de Laertes. La joven pensó en correr, pero hasta el momento la única persona que se había mostrado a la altura de las circunstancias era Laertes y, en su confusa mente, todo le indicaba que lo sensato era permanecer junto a aquel leal esclavo que la estaba protegiendo, pero cuando el propio Laertes empezó a sangrar por el cuello, Cornelia dudó y empezó a dar pasos atrás sin saber aún muy bien hacia dónde encaminarse. Miró por encima de su hombro en busca de los esclavos y su litera, pero no alcanzaba a verlos por ningún lado. Entonces, de pronto, por el otro lado, sobre su pequeño hombro derecho sintió la mano fuerte de un hombre. Cornelia dio un respingo e iba a lanzar un grito cuando la voz bien modulada y serena de Tiberio Sempronio Graco le aportó algo de tranquilidad en medio de su agitada desventura.
–No te muevas. Mis hombres te protegerán. – Y levantó la mano con rapidez, para que la joven no se sintiera intimidada. Graco se puso entonces entre el númida y Laertes, que proseguían con su lucha, y la joven Cornelia. Graco iba acompañado por dos hombres de su confianza que no parecían esclavos, sino soldados de alguna campaña reciente que le seguían más por amistad que por obligación. Cornelia se encontró entonces rodeada por un segundo grupo de sirvientes del patricio que había acudido en su auxilio. Tiberio Sempronio Graco, el amigo del mayor enemigo de mi padre; Graco, el que humilló a mi padre en público durante el teatro. Y la joven tuvo el arranque de escapar de aquellos hombres y buscar por sí misma un lugar seguro, pero, de algún modo, aunque sentía que aquellos esclavos no la retendrían contra su voluntad, intuía que ya había hecho bastantes tonterías aquella mañana como para añadir más a aquella funesta jornada. Entre esos hombres, amigos o enemigos de su padre, estaría segura, al menos, hasta que la situación en el foro Boario se tranquilizara.
En ese momento, entraron en la plaza varias decenas de triunviros con las espadas desenvainadas. Una docena rodearon a Laertes y al númida que seguían luchando junto a la estatua de bronce. Cornelia temió entonces que, en medio de la confusión, mataran también a su leal esclavo, pero justo cuando iba a gritar para intentar interceder por él, se escuchó la poderosa voz de Tiberio Sempronio Graco dirigiéndose a los triunviros.
–¡Por Hércules! ¡Atacad sólo al númida! ¡El otro hombre es mi esclavo!
Cornelia agradeció sobremanera aquellas palabras y comprendía que para evitar explicaciones complejas, el joven senador hubiera simplificado la situación indicando que Laertes era esclavo suyo. La estratagema surtió el efecto deseado, pues los triunviros, al reconocer al heredero de la casa Sempronia, tuvieron cuidado en no herir al que éste denominaba su esclavo. Uno de los soldados de la milicia urbana de Roma clavó su arma en la espalda del númida. El guerrero se revolvió hacia el nuevo atacante, momento que Laertes aprovechó para, sin dudarlo, hundir su daga en el cuello de su oponente. El gladiador vaciló y se decidió al fin por volverse de nuevo hacia Laertes, pero para cuando éste extrajo el puñal de su cuello, el guerrero africano notó que las fuerzas le flaqueaban, que le costaba respirar. Soltó varios espumarajos de sangre por la nariz y por la boca, cayó de rodillas, y, por si quedaba alguna duda, tres triunviros hundieron sus astas en la espalda del gladiador agonizante.
–El otro ha escapado hacia el Clivus Victoriae -añadió Graco aproximándose hacia los triunviros-. ¡Por todos los dioses, va desnudo, no tiene pérdida, un celta, pintado de azul!
La milicia saludó militarmente al senador y desaparecieron en dirección noreste en busca del gladiador huido. Graco se acercó a Laertes. El espartano se había sentado en el suelo y mantenía la palma de su mano derecha en el cuello. Entre los dedos salía sangre.
–¿Estás bien, esclavo?
Laertes se levantó de inmediato en cuanto vio al joven senador frente a él, pero respondió con una mirada nerviosa y otra pregunta. – ¿La hija del princeps senatus…}
Graco no exteriorizó su satisfacción por aquella pregunta que mostraba lealtad auténtica o impuesta por disciplina, pero lealtad a fin de cuentas.
–Está con mis hombres y está bien.
Laertes suspiró. Sintió entonces que el cansancio le vencía. Tenía toda la túnica manchada de sangre y la mayoría era suya. Estaba débil. Tiberio Sempronio Graco se hizo cargo de todo. Ordenó a sus hombres que subieran a Laertes a la cuadriga con la que se había desplazado hasta el foro Boario y él mismo tomó de la mano a Cornelia y la ayudó a subir a la litera que, desaparecidos los gladiadores rebeldes, había retornado junto a la estatua de bronce con los esclavos no tan valientes de los Escipiones. Graco lanzó una mirada recriminatoria a aquellos hombres, pero no dudaba que aquello no sería nada comparado con la reacción del princeps senatus en cuanto se enterara de todo lo ocurrido y de la cobardía de aquellos hombres. En cualquier caso, aquello no era asunto suyo. Graco ordenó que la comitiva se pusiera en marcha, pero evitando esta vez el Clivus Victoriae y, en su lugar, tomando el Vicus Tuscus. Era una decisión meditada: si bien aquella avenida no era la más recomendable para pasear a una bella patricia, el revuelo del foro Boario, con un gladiador huido y decenas de triunviros patrullando las calles en su busca, habría despejado los más lúgubres rincones y esquinas de la avenida de la prostitución de Roma.
Graco no se equivocó en sus previsiones y pronto se encontraron todos avanzando por una amplia avenida casi desierta, con ventanas y puertas cerradas. El mayor peligro estaba sólo en que algún incauto lanzara las heces o la orina sin mirar abajo y sin avisar desde alguna de las nuevas insulae que se acababan de levantar en la zona. Graco caminaba al lado de la litera de la joven Cornelia. Quería hablar con ella pero no sabía por dónde empezar. Para sorpresa del senador patricio, fue la muchacha la que rompió aquel incómodo silencio.
–Supongo que es justo que te dé las gracias, Tiberio Sempronio Graco, aunque tus acciones del pasado no te hacen merecedor ni de mi confianza ni de la confianza de mi familia.
Graco sabía que la joven aludía al constante apoyo que la familia Sempronia estaba brindando a Catón en el Senado y, seguramente, al día en el que él mismo vociferó en el teatro contra el propio Publio Cornelio Escipión, su padre.
–Estabais en peligro. Sólo he hecho lo que cualquier otro hubiera hecho en mi lugar. – Es cuanto acertó a decir Graco. No sabía muy bien por dónde seguir, pero tenía claro que le gustaría que aquella conversación continuara. Le gustaba la voz dulce de aquella muchacha y le gustaba, fuera o no la hija del mayor enemigo del Estado, como decía Catón, aquella piel blanca que asomaba por las mangas de la fina túnica que cubría el que intuía hermoso cuerpo de aquella joven patricia.
–No todos harían lo mismo, senador. La mayoría, como viste, huyeron de la plaza. Lo que lamento es que… -La frase quedó sin terminar por un infinito segundo en el que Graco percibió que contenía la respiración-. Siento que no hayas sido fiel a tus palabras.
Graco la miró directamente a la cara, confuso. La muchacha decidió explicarse; quería que él comprendiera a qué se refería porque era algo que llevaba largo tiempo en su ánimo y, por fin, tenía la oportunidad de preguntar por qué le había mentido.
–Me mentiste… hace tiempo -dijo la joven Cornelia.
–¿Cuándo?
–Hace tiempo, cuando yo era una niña, te pregunté en el vestíbulo de nuestra casa si eras malo y dijiste que no; luego, al cabo de unos años, tuve que presenciar cómo insultabas a mi padre en público, insultabas al hombre que más ha hecho por Roma en su historia. Tus palabras y tus acciones, Tiberio Sempronio Graco, no concuerdan, al menos, no siempre. Eso, como poco, tendrás que admitirlo.
El senador se quedó perplejo de que la muchacha recordara aquel fugaz encuentro en el vestíbulo de la casa de los Escipiones. Él nunca lo había olvidado, pero por entonces él tendría veintitrés años, pero ella sólo tendría unos cinco o seis años. Ahora ella tenía catorce años y él treinta y dos. No sólo les separaba la enemistad de sus familias, sino la edad.
–No he faltado a mis palabras del pasado -empezó a defenderse Graco, y sintió que la muchacha iba a interrumpirle, pero él levantó la mano derecha y ella concedió permanecer en silencio un poco más a la espera de su explicación-. Te dije que no era malo y nada malo he hecho. Yo no insultaba a tu padre aquella tarde en el teatro; yo gritaba, como otros muchos, para manifestar mi desprecio a una ley que ponía a unos por encima de otros en los actos públicos. Se empieza por ahí y se termina…
–¿Se termina como rey? – concluyó ella.
Graco inspiró un par de veces antes de responder.
–Supongo que si no se pone coto a la ambición se corre peligro de que crezca desbocada. Tu padre ha prestado los mejores servicios posibles al Estado, eso nadie lo pone en duda, pero el Estado debe protegerse si alguien empieza a legislar para ponerse por encima de los demás. Si en vez de tu padre hubiera habido otro en ese estrado, alzándose por encima de todos allí donde no procede, también habría gritado de igual forma.
–¿Incluso contra Marco Porcio Catón?
La réplica de la joven sorprendió al senador que, una vez más, se vio forzado a inspirar con lentitud, más por necesidad de realizar alguna acción en la que entretener el tiempo mientras buscaba cómo responder mejor que por necesidad de aire.
–Yo siempre me levantaré contra cualquiera que atente contra el orden de la República.
–Mi padre canceló aquella ley. Desde entonces sus acciones no merecen el ataque constante y la sospecha permanente de Catón.
Graco pensó en continuar la conversación, el debate, pero no sabía bien cómo discutir de política con una joven tan perspicaz y que parecía tener respuestas para todo. Era cierto que Catón acosaba a Escipión, pero venían las nuevas elecciones y se avecinaba una nueva guerra contra el rey Antíoco de Siria, que amenazaba con cruzar el Helesponto de nuevo con un ejército mucho más poderoso que en el pasado reciente para hacerse con Grecia y quién sabe si con el propio protectorado romano de Iliria. Pronto se libraría en el Senado una nueva batalla por la próxima elección de los nuevos cónsules. Publio Cornelio Escipión buscaría la forma de presentarse de nuevo al consulado y Catón intentaría que no consiguiera ganar, pues si tras derrotar a Aníbal, Escipión lograra añadir una victoria sobre Antíoco, los clamores del pueblo en el sentido de nombrar a Escipión cónsul o dictador vitalicio rebrotarían si cabe aún con más fuerza. Era lógico pretender que fueran otros los cónsules aquel año. Pero ¿cómo explicar todo eso a la hija del propio Escipión? Por otro lado, el pueblo, temeroso de la alianza de Aníbal con el poderoso rey de Siria, reclamaba ya a Escipión como general en jefe del ejército expedicionario que, sin duda, se enviaría pronto ya hacia Asia.
–Hemos llegado. – La voz de Cornelia devolvió a Graco al presente. Estaban junto al Templo de Castor y, enfrente, se alzaba la domus de los Escipiones en el corazón de Roma. En la puerta de la gran casa se arremolinaban decenas de sirvientes armados con palos, estacas e, incluso, alguna espada. Se les veía nerviosos. Era evidente que hasta la residencia de los Escipiones habían llegado ya noticias sobre los gladiadores que habían intentado escapar de su combate en el foro Boario. De súbito, rodeado por hombres libres y por su arrojo y porte militar, probablemente veteranos de las campañas de Hispania y África, emergió la figura recia, delgada y firme de Publio Cornelio Escipión. Iba a salir en busca de su hija. Graco ordenó a sus propios hombres que se detuvieran y lo mismo a los esclavos de Cornelia. La litera quedó detenida junto al Templo de Castor. Tiberio Sempronio Graco, solo, cruzó la calle y se personó frente al princeps senatus de Roma.
–Te saludo, Publio Cornelio Escipión. Tu hija está a salvo. Viene escoltada por mis hombres desde el foro Boario.
El general de generales miró a los ojos al senador apostado frente a la entrada de su casa y luego miró hacia la litera de su hija. Hizo una leve señal con la mano derecha y uno de los soldados que le acompañaban partió a toda velocidad hacia donde se encontraba la litera. El legionario comprobó que en su interior se encontraba la joven Cornelia en perfecto estado y levantó la mano hacia el princeps senatus quien, impasible, sin tan siquiera responder al saludo de Graco, permanecía en perfecto silencio ante un confundido interlocutor. Graco sabía que eran enemigos políticos, pero no esperaba tanta distancia entre ellos. Además, acababa de prestarle un importante servicio al princeps senatus y el senador, en su ingenuidad, había esperado cierto agradecimiento por parte del líder de los Escipiones.
Graco miró hacia atrás y vio como la litera se ponía en marcha en dirección a la casa de la que procedía. Al pasar por delante de él, la faz suave y, a la vez, brillante, de la joven Cornelia apareció por un instante para regalarle una mirada en la que Graco creyó percibir el agradecimiento que el propio padre de la muchacha le negaba. Los ojos negros de Cornelia le miraron como acariciando su alma, o así lo sintió, en un instante que se transformó en enigmático, intenso, sentido, especial, pero la mujer, y por primera vez Tiberio Sempronio Graco usó esa palabra para pensar en la hija menor de Escipión, ocultó su faz tras las cortinas de la litera a la vez que la propia litera desaparecía tras las grandes puertas de entrada a la domus de los Escipiones. La magia se desvaneció y ante el senador de la familia Sempronia permanecía inalterable la figura temible del más veterano de los senadores de Roma: Publio Cornelio Escipión. Con el rabillo del ojo, Graco vio como Laertes, ayudado por uno de los legionarios del princeps senatus se introducía también, como podía, en el interior de la gran domus.
–Sé que piensas que tengo algo que agradecerte, Tiberio Sempronio Graco -empezó al fin Escipión captando con rapidez toda la atención de su visitante-, pero no seré yo quien agradezca nada a un amigo de Catón. En unos instantes habría estado en el foro Boario y habría escoltado yo mismo a mi hija. No te debo nada y no pienso agradecer nada a quien se ha atrevido a humillarme en público, a quien se jacta de ser el mayor amigo de mi peor enemigo y a quien se atreve a hablar con mi hija sin ni tan siquiera pedirme permiso.
Graco pensó en cuántas cosas podían responderse a semejante torrente de tergiversaciones, pero la confusión por el gélido recibimiento le tenía aturdido y no sabía bien ni por dónde empezar. Además, lo peor de todo era no saber bien por qué le molestaba que Escipión se mostrara tan airado con él. Podía argumentar que sin su intervención, visto lo acontecido en el foro Boario con el gladiador númida, quizá su hija tuviera algo más que un susto en su hermoso cuerpo; podía aducir que él no se consideraba, y mucho menos se jactaba, de ser el mejor amigo de Catón, y podía decir en su defensa que si había hablado con la hija del princeps senatus había sido sobre todo para tranquilizarla, Pero pese a todos estos razonamientos, Graco, en cuyo interior crecía la indignación al sentirse maltratado pese a los servicios prestados, optó por atacar al ser atacado.
–En Roma, el senador Publio Cornelio Escipión no decide sobre con quién habla o deja de hablar Tiberio Sempronio Graco.
Publio frunció un ceño de arrugas profundas y apretó los labios con tal firmeza que sólo se veía una línea blanca con comisuras hacia abajo en los laterales que marcaba la boca del princeps senatus. Fue un instante grave de silencio compartido entre dos hombres que empezaban no ya a despreciarse, sino a forjar entre ellos el terrible vínculo del odio. Escipión, en el fondo de su ser, se sentía culpable de haber cedido primero a los caprichos de su hija y, en segundo lugar, se sentía aún más responsable de lo ocurrido por no haberla dotado de suficiente escolta, pero lo que le quemaba por dentro era tener que deberle a un amigo de Catón algo tan preciado como el cuidar de la vida de su propia hija en momentos difíciles. Pero Escipión en la superficie de su mente se repetía que no había pasado nada y que aquel Graco sólo hacía que inmiscuirse en su familia y atreverse a hablar con una hija suya después de haberse mostrado hostil a la familia de los Escipiones en público.
–¡Desaparece de mi vista, miserable! – vociferó Escipión delante de todos y para sorpresa de todos, pues si bien los amigos del general no esperaban un abrazo entre ambos hombres, tampoco pensaban en que el princeps senatus fuera a reaccionar con tal vehemencia-. Desaparece de mi vista, Tiberio Sempronio Graco, y te diré algo sobre lo que sí decido yo siempre: nunca, me oyes, nunca jamás volverás a hablar con mi hija.
Graco dio un par de pasos hacia atrás, con lentitud. Lo correcto habría sido despedirse, pese a todo, pero no era aquélla una conversación normal. Graco dio media vuelta y se marchó de la puerta de aquella casa de donde, sin aún siquiera haber entrado aquel día, se sentía expulsado para siempre. Tiberio Sempronio Graco se alejó de allí. Caminaba rodeado por sus hombres en dirección al foro. Anduvo sin detenerse un segundo, con paso decidido, sin querer mirar atrás, indignado, enfurecido, casi fuera de sí. Junto al Templo de Venus se paró y miró al cielo. El sol cabalgaba en lo alto del cielo. El mundo seguía. A su alrededor, comerciantes, prestamistas y mercaderes hacían todo tipo de negocios. Se veía a grupos de senadores cruzando el foro hacia el Comitium. Una patrulla de triunviros apareció entrando desde Aequimelium arrastrando a un celta al que llevaban encadenado. Graco reconoció al gladiador celta que había escapado del foro Boario. Lo llevaban hacia el Tulianum, la terrible mazmorra de Roma donde con toda seguridad sería estrangulado en pocas horas. Graco reemprendió la marcha hacia el Comitium. Había acordado una reunión con Catón y los suyos para preparar una candidatura alternativa a los Escipiones para el consulado del año que empezaba, pero su mente no dejaba de repasar todo lo ocurrido aquella mañana y una y otra vez, todos sus pensamientos retornaban a aquella mirada de ojos oscuros y penetrantes de una muy joven mujer que lo había dejado desasosegado y confuso. Al fin, Graco comprendió que lo que le embargaba por dentro era el ansia de poseer a una mujer y consideró con seriedad retrasar su encuentro con Catón y desviarse para ir en busca de la gran lena de Roma y satisfacer sus apetitos carnales con alguna de las hermosas prostitutas que la anciana ponía a disposición de los más adinerados patricios, pero, por alguna extraña razón, Graco presentía que el ansia que sentía en sus entrañas no podría ser calmada por ninguna otra mujer que no fuera aquella joven que ya con cinco años se cruzara en su vida y que una vez más lo había hecho ahora en el foro Boario y cuyo todopoderoso padre había jurado mantener lejos de su alcance para siempre. Tiberio Sempronio Graco estaba seguro que sólo podría volver a acceder a la joven Cornelia pasando por encima de Escipión, pero eso formulaba el más inquietante de los dilemas, pues ¿cómo se puede conquistar el amor de una mujer si para ello es inevitable destruir antes a su padre?