17 La sangre de Egipto

Alejandría, enero de 199 a.C.

Las noticias del desastre de Panion llegaron pronto a Alejandría y, como si el Nilo las distribuyese al igual que las arterias y venas distribuyen la sangre por nuestro cuerpo, en pocos días todo Egipto sabía que el ejército del faraón no sólo había sido derrotado, sino que ya ni tan siquiera existía.

Netikerty se quedó varias horas contemplando la puesta de sol, mirando el horizonte del delta. A su espalda Alejandría entera lloraba sus muertos. Había habido muy pocos supervivientes entre los egipcios y entre ellos no estaban ni su esposo, ni su hermano ni su padre. De pronto en la familia sólo quedaban mujeres: una madre asustada y dos hermanas algo más serenas pero también perdidas, abatidas. Tampoco era algo extraño. Entre sus conocidos muchas eran las familias que habían quedado en una situación similar. Para los reyes de Oriente y Occidente, para sus generales y ejércitos, el nombre de Panion evocaba una gran victoria militar del invencible ejército de Siria y todo el Imperio seléucida, pero para las esposas, madres y hermanas de Alejandría, Panion era la reencarnación más feroz y brutal de la descarnada muerte.

Netikerty pensaba que Isis y Serapis y todos los dioses egipcios les habían abandonado. Sólo quedaban mujeres. De pronto Netikerty sintió que alguien le estiraba de la parte inferior de la túnica. Miró abajo y se sobresaltó. Su hijo, de apenas siete meses, estaba junto a ella agarrándose con fuerza a su túnica. Netikerty había dejado al niño en casa, junto al lar apagado, sentado, jugando tranquilo, ajeno a la zozobra en la que se había sumido la ciudad y el reino en el que vivía y del que formaba parte. El niño había empezado a gatear. Netikerty lo miró con sorpresa primero y luego, con una tierna sonrisa en los labios. Se agachó, lo tomó en sus brazos y lo puso sobre su regazo mientras lo apretaba contra su pecho. El niño no tuvo dudas, aunque su madre no le estaba ofreciendo comida, y en seguida abrió la boca y empezó a mordisquear el seno de Netikerty por encima del vestido. Su madre mantuvo la sonrisa, sacó un brazo por la manga y dejó descubierto el pecho que el niño había seleccionado.

Sólo quedaban mujeres, era cierto. Y Jepri.

–Sólo quedas tú, Jepri -dijo Netikerty con dulzura-. Ahora tú tendrás que cuidar de todas nosotras.

El niño mamaba con fuerza. Tenía ansias de vivir y aquella fuerza atravesó la piel de su madre y le insufló un destello de alegría que la consoló durante el resto de aquel día de luto y miseria en la capital del reino de los faraones.

18 El asedio de Sidón

Fenicia, febrero de 199 a.C.

Sidón fue la segunda de las tres grandes ciudades fenicias en ser hegemónica entre los fenicios. Primero fue Biblos, que ya había caído en manos de Antíoco, luego Sidón, que estaba siendo asediada y, finalmente, Tiro, que caería en poder de Siria si Sidón se rendía. En el pasado, los fenicios, partiendo de Sidón, colonizaron Chipre, Rodas, Creta y fundaron factorías con las que extender su actividad pesquera y comercial por todo el Egeo y el Mediterráneo oriental. También se explotaban desde la ciudad las minas de oro de Tasos, lo que les proporcionaba una fortuna y una riqueza suplementaria. Sidón fue abandonada, tras la decadencia del poder fenicio en el Mediterráneo, pero ya hacía años que había sido repoblada y recuperada para el comercio por los pueblos extranjeros interesados en controlar su magnífico puerto. Así, Egipto, Asiría y Persia se disputaron antaño su control por su riqueza pesquera, minera y comercial. Desaparecida Persia, la lucha por su puerto continuó entre los herederos de Alejandro: los tolomeos de Egipto y los seléucidas de Siria. Ahora, una vez más, estaba a punto de cambiar de manos. Tras Panion, Egipto ya nada podía hacer para retener a Sidón, o el resto de ciudades fenicias que aún quedaban bajo su débil dominio.

Tantas guerras, tantos asedios, habían llevado a Sidón a estar bien fortificada. Unas poderosas murallas la rodeaban por todas partes, incluido el sector que daba al mar, para proteger la ciudad de un posible ataque naval. Levantada en la ladera de una colina, desde Sidón se controlaba una amplia llanura rica en agricultura y que abastecía bien a la ciudad. Ahora, con el asedio de Antíoco, el strategos Escopas se había preocupado de recolectar el máximo posible de víveres por toda la llanura y los había almacenado en la fortaleza de la ciudad. De igual forma, había incendiado todo lo que podía comerse y no podía llevarse para evitar que los sirios pudieran abastecerse. Los ciudadanos de Sidón, acostumbrados a ser siempre víctimas de las guerras de otros pueblos, lo contemplaban todo con la calma resignada, estoica de quien está acostumbrado a sufrir casi siempre y a disfrutar con intensidad las pocas veces en que eso era posible. Ahora, una vez más, tocaba padecer.

Lo peor para muchos es que el gran Templo de Eshmún, el dios curativo, quedaba fuera de los lindes de las murallas, en el camino del norte que llevaba a Biblos. Eshmún era la divinidad de la vida y de la sanación, sobre todo de los niños. Para los griegos era el equivalente del dios Asclepios, pues los fenicios aseguraban que Eshmún era hijo de Apolo. Eshmún. Eso era en todo lo que podían pensar los fenicios de Sidón cuando vieron que el strategos etolio se hacía con su ciudad y lo disponía todo para un nuevo y largo asedio. Hasta el templo de Eshmún, antes de que los etolios cerraran las puertas de la ciudad de forma permanente, se dirigieron muchos padres y madres de Sidón a rezar acongojados por el futuro de sus hijos. En un asedio el hambre es la dueña de todo y los niños son siempre sus primeras víctimas. Muchos fenicios de Sidón llevaron sus pequeñas estatuillas de terracota representando a niños y niñas, torpes imágenes de sus hijos e hijas pero en las que sus progenitores ponían toda su fe, y las llevaron al Templo de Eshmún y las depositaban ante la gran estatua del dios rodeado por dos serpientes. Se arrodillaban y rogaban.

Un carpintero avanzaba entre la multitud que hacía cola frente al templo. De la mano llevaba a su pequeña hija Areté. La madre, enferma, había permanecido en casa. Padre e hija depositaron una estatuilla por la madre y otra por la propia niña. El hombre sabía que la madre no podría ser salvada. Estaba demasiado débil y un asedio terminaría con su esposa, pero rogó a Eshmún, a aquella inmensa imagen del dios rodeado por serpientes, por ella y, sobre todo, rezó con auténtico fervor, con esa pasión ciega que es la única que parece conmover, ocasionalmente, a los dioses, con frecuencia ajenos a los padecimientos de los pobres mortales que los adoran; y rogó porque Eshmún protegiera a su pequeña Areté que no tenía culpa de nada, no tenía culpa de ser humilde en un mundo de guerras entre reyes que ni tan siquiera conocían y que, y aquí acertó en su plegaria, nunca rezaban con esa misma fe a ningún dios. Ante esa plegaria el dios Eshmún asintió de forma invisible para los mortales allí congregados. Todo el mundo desalojó el templo. Los etolios iban a cerrar las puertas de la ciudad. Los que tenían familia en Tiro fueron hacia el sur, pero era un camino peligroso porque las tropas sirias estaban ya cerca y odiaban a los fenicios que habían aceptado el gobierno de Egipto durante tantos años sin rebelarse contra los faraones. El norte ya estaba conquistado por el enemigo. Muchos pensaron que estaban mejor en sus propias casas. Si había que morir, mejor hacerlo en el hogar y no despedazado por enemigos enloquecidos en algún camino desolado y desértico. El sol se ponía, pero aún se filtraba algún rayo que se arrastraba por las losas del gran Templo. Curiosamente, el último rayo de sol languideció estirándose por el suelo vacío y frío de aquel lugar sagrado hasta detenerse justo en donde un padre desesperado había dejado la pequeña estatuilla de barro que representaba a su hija Areté. Fue sólo un instante, pero aunque sólo fuera por el breve tiempo de un parpadeo, la estatuilla quedó iluminada y resplandeció a los pies de la gran imagen del dios Eshmún. Nadie vio nada, pero eso a un dios no le importa. En el exterior sólo se escuchaba ya el golpe seco de miles de guerreros avanzando hacia las murallas de Sidón.

Escopas sabía que todo estaba perdido. Había conseguido refugiarse tras las altas murallas de Sidón y así sobrevivir a la masacre de Panion. pero todas las rutas para recibir refuerzos estaban cortadas. El norte y el este estaban controlados por el invencible ejército de Antíoco; el mar, por el oeste, estaba cercado por la flota siria y sólo quedaba la posibilidad de que Egipto enviara refuerzos desde el sur, pero aquello era ya del todo imposible porque Agatocles no disponía de más tropas.

Escopas contemplaba la caballería de Antíoco patrullando alrededor de todo el perímetro amurallado y veía cómo los sirios habían levantado un campamento permanente junto a la ciudad. Habían venido para quedarse y sólo contemplaban la rendición absoluta de Sidón. El rey de Siria, el emperador dueño y señor de todos los reinos desde la India hasta allí, quería controlar los puertos de la Celesiria y así asegurarse una amplia franja costera que le permitiera su siguiente paso: el ataque a Occidente. Escopas no tenía duda alguna de que, tras la exhibición de Panion, Antíoco no se conformaría sólo con apropiarse de los territorios celesirios de Egipto, sino que buscaría expandir aún más su poder hacia el oeste, pero eso ya no era asunto suyo. Las ciudades griegas y la propia Macedonia deberían preocuparse por ello en el futuro, pero lo que ahora ocupaba su mente era cómo sobrevivir de día en día. Llevaban ya un mes de asedio y el hambre comenzaba a causar estragos entre la población. Sus tropas etolias permanecían fieles a su mando pero sabía que incluso éstos, si el asedio se alargaba, empezarían a flaquear y la situación se haría insostenible. La cuestión era saber cuántos hombres y esfuerzo estaba dispuesto a sacrificar el rey de Siria por conquistar aquella ciudad. Escopas no lo dudó y la noche anterior, aprovechando la oscuridad, envió a un mensajero a parlamentar con el rey Antíoco. Le ofrecía entregarle la ciudad, abrir las puertas y dejar que el rey tomara posesión de la misma sin que se derramara la sangre de ninguno de sus soldados seléucidas. A cambio, Escopas sólo pedía que se le permitiera salir de Sidón sano y salvo junto con sus guerreros etolios de regreso a Grecia. De los egipcios que pudiera haber presos entre los sirios, o escondidos por Sidón, no decía nada. Ni de los habitantes de la ciudad. No le concernían y, aunque hubiera querido, no estaba en situación de pedir más. Unos barcos para sus hombres y el rey de Siria entraría en la ciudad acortando unos largos y penosos meses de asedio. Escopas esperaba la respuesta contemplando el imponente campamento del todopoderoso rey de Oriente. El general etolio aguardaba tenso, pero sin perder la esperanza. Si recibía una negativa estaba dispuesto a vender muy cara su piel, una piel y un cuerpo que ya no valían tanto pues la herida del hombro le había inutilizado el brazo derecho y ya poco valía para el combate; se trataba de salvar la vida, llevarse el dinero de Agatocles y refugiarse en su ciudad natal, en Amfissa, hasta el fin de sus días. Pese a su herida, aun sin usar el brazo bueno, estaba seguro de poder llevarse por delante a una buena cantidad de aquellos malditos soldados sirios si el rey no se avenía a negociar. Una cantidad suficiente como para que el rey Antíoco le recordara siempre, incluso si conseguía, como era seguro, la victoria.

Escopas contemplaba desde lo alto de las murallas el infinito ejército de Siria y guardaba silencio. Se llevó la mano izquierda al entumecido hombro derecho. Sí, incluso si salía vivo de allí, sus días de guerrero habían terminado. Sólo anhelaba regresar a Amfissa, en el corazón de Grecia, y descansar.

Areté acababa de ver cómo su padre enterraba a su madre en una de las fosas que se habían habilitado para que se fueran depositando los cadáveres de todos los que fallecían presa del hambre. Ya eran muchos los muertos y el fallecimiento de su madre, una humilde mujer de treinta años, casada con un carpintero, no llamó la atención de nadie ni generó lágrima alguna adicional entre la columna de gente que venía a depositar allí a otros familiares que habían sucumbido a las penurias del asedio. Al regresar a casa, su padre, con el semblante triste, se sentó en una silla frente a la única mesa de la única estancia que conformaba su hogar. Hacía frío aquella mañana, pero no había leña en el fuego. Al igual que la comida, también se había acabado, y eso que él, como carpintero que era, había podido aguantar más tiempo que otros con la madera que tenía almacenada para su trabajo, pero hasta ésa se había terminado.

–He hablado con Tiresías -dijo su padre con un débil hilo de voz-. Vendrá a buscarte, Areté. Él se hará cargo de ti. Como médico que es, al cuidar a los heridos de los etolios de Escopas está en buen trato con ellos, sobre todo porque creo que ha tratado a su propio general de una herida en el hombro. Los soldados y oficiales le pagan bien por sus cuidados. Tiresías ha aceptado hacerse cargo de ti. Yo ya no tengo nada que darte, hija. No tengo comida y no tengo ni con qué calentarte. Esta guerra ha acabado con todo. – Y cerró los ojos y rompió a llorar. Areté, la pequeña niña de siete años, se acercó a su padre y le puso la mano sobre la espalda. Nunca había visto llorar a su padre. Ni cuando murió madre. No sabía qué más hacer. Ella no lloraba porque se le habían acabado las lágrimas de regreso de enterrar a su madre. Estaba exhausta y muerta de hambre, pero el terror a quedarse sola la mantenía despierta y atenta a todo lo que pasaba. En ese momento se abrió la puerta y apareció un hombre viejo, acompañado por dos soldados etolios. Areté reconoció en seguida al médico que antaño cuidara de las enfermedades de sus padres o cuando ella estaba mala. Tiempos pasados en los que el negocio de su padre le permitía pagar los servicios de aquel médico griego.

Tiresías se acercó al padre de la niña.

–¿Estás bien?

El hombre se enjugó las lágrimas y sintió vergüenza, pero respondió con una voz más fuerte.

–Sí. Estamos bien. Aquí tienes a la niña. Es una buena niña. Es obediente y trabajadora.

Tiresías miró un momento a la niña que se encogía por momentos e intentaba apretarse contra el cuerpo de su enflaquecido padre. El médico asintió. Extrajo entonces de un capazo que llevaba dos trozos de pan y le dio uno al padre y le ofreció otro a la niña. El padre lo aceptó de buen grado pero la niña lo rechazaba. Tiresías no se ofendió y se limitó a guardarse el pan.

–No he podido traerte más hoy. Los etolios me racionan el pan a mí también, pero tendré suficiente para la niña. Eso te lo garantizo.

En el pasado, cuando Tiresías levantó su casa junto al puerto, el padre de Areté había realizado toda la carpintería, las puertas, las ventanas, las mesas y había hecho un trabajo excelente. Tiresías pagó bien y luego siempre acudían a él cuando estaban enfermos y Tiresías siempre les cobraba muy por debajo de lo que acostumbraba. Se estableció entre ellos un cierto afecto y ahora, en medio de las terribles penurias de aquel asedio, Tiresías había respondido favorablemente al ruego de aquel carpintero desesperado por que ayudara a su hija.

–Mañana vendré si puedo y te traeré algo más de comida -dijo el médico, pero tanto Tiresías como el carpintero eran conscientes de que aquéllas eran palabras vacías, dichas más bien para tranquilizar los aterrados oídos de la niña que para otra cosa, pues ambos hombres sabían, como todo los ciudadanos de Sidón, que el rey Antíoco había aceptado la propuesta del general etolio de recibir la ciudad a cambio de que los etolios abandonaran Sidón por mar sin ser atacados. Y los etolios habían aceptado irse y, entre muy pocos seleccionados por ellos, iban a llevarse al médico que tan útil les era para cuidar de sus heridos. Eso significaba que la pequeña Areté embarcaría en aquellas naves hacia un destino desconocido.

–Gracias -dijo el carpintero-. Cuida bien de ella. – Y a continuación se dirigió a su pequeña-. Tiresías es un buen hombre. Él te cuidará. Obedécele como si de mí se tratara. Él te dará de comer y te cuidará. – Pero la niña negaba con la cabeza. Su padre, reuniendo las pocas energías que aún le quedaban, levantó la voz y gritó con furia-. ¡Ve con él y no me discutas, ve con él, niña, ve con él, por los dioses!

Areté dio un respingo y se separó de su padre. El carpintero lamentó haber gritado a su hija y no quiso que la niña se marchara así.

–Toma esto -añadió entonces el famélico carpintero y se quitó un pequeño colgante que llevaba al cuello-. Me lo dio tu madre hace tiempo para que me protegiera. Es una miniatura del dios Eshmún. Le he rogado por ti. Eshmún te protegerá. Llévalo siempre contigo y él velará por ti. Lo hará, sé que lo hará. – Y el carpintero hablaba con la seguridad de quien sabía que ha ofrecido su propia vida al todopoderoso Eshmún a cambio de la vida de su hija Areté; el carpintero hablaba con la seguridad del que sabe que el momento de su inmolación está cercano.

Confundida, asustada, Areté tomó el colgante que le dio su padre y se lo puso en seguida al cuello. Iba a decir algo, pero Tiresías la cogió de la mano y, sin violencia, pero con firmeza, la condujo a la puerta y, cuando quiso darse cuenta, Areté ya caminaba junto al médico, rodeada por un grupo de soldados etolios. Tiresías se apiadó de la muchacha y le volvió a ofrecer el pedazo de pan. No es que el médico le quisiera mal, pero los soldados estaban nerviosos y la visita al carpintero se había alargado demasiado, por eso se sintió en la obligación de acortar una despedida que, como era lógico, podía haberse hecho eterna. Are-té aceptó esta vez el pan y empezó a comer con ansia al tiempo que las lágrimas que creía ya terminadas para siempre rebrotaban en sus ojos mientras se alejaban de la casa que la vio nacer y donde hasta hacía pocos meses había disfrutado de una infancia feliz en el amparo y la seguridad de sus padres.

En el interior de la casa, el carpintero se tomó despacio su último pedazo de pan. Pronto entrarían las tropas del rey Antíoco y acabarían con todo y con todos. A los hombres los matarían por haber aceptado durante tantos años el gobierno de Egipto sin rebelarse y a las mujeres y las niñas las violarían para luego vender a los supervivientes de las torturas y las vejaciones como esclavos en las ciudades de Oriente. Sabía que iba a morir, de una forma u otra, muy pronto, pero estaba feliz porque había salvado a su hija de aquel terrible destino. De pronto se llevó la mano a la boca y se dio cuenta de que ya no le quedaba pan. Suspiró. Una pregunta permanecía en su mente y, por unos minutos, le hizo olvidar que se estaba muriendo de hambre. ¿Qué le depararía ahora la vida a su pequeña Areté?

Un centenar de soldados sirios rodeaban el Templo de Eshmún. Uno de los guerreros cogió una antorcha. En el interior del templo había leña acumulada para sacrificios y pensaba usarla para incendiar aquel santuario, pero de pronto una mano fuerte detuvo su brazo. El soldado se revolvió enfadado, pero al descubrir el rostro amargo de Artaxias, el oficial seléucida al mando, se contuvo.

–¡Esto es un templo, imbécil! – le espetó Artaxias al tiempo que tomaba la antorcha y la arrojaba lejos de los muros del santuario-. ¿No tenéis suficiente con tomar su ciudad, matar a miles de fenicios y violar a sus mujeres e hijas? Dejad a sus dioses en paz -añadió, y se alejó cruzando por entre unos soldados algo confusos pero incapaces de rebelarse contra aquel valiente oficial del ejército de Antíoco.

El rey Antíoco estaba satisfecho del pacto con Escopas. Un asedio era algo que le molestaba por tedioso. Te obliga a estar durante meses con todo el ejército enclavado en un mismo sitio. Era aburrido y, además, logísticamente te debilita, pues no puedes atender otros frentes o emprender otras acciones con el cien por cien de tus tropas, por eso cuando Escopas propuso el pacto de rendir Sidón a cambio de su vida y la de sus hombres el rey Antíoco se sentía muy pagado consigo mismo. Sabía que el etolio se llevaría algo de dinero egipcio con él y pensó en reclamárselo, pero, a fin de cuentas, el etolio había luchado por ese oro y había luchado bien. Que se lo llevara.

Antíoco estaba demasiado henchido de victoria como para preocuparse por el paradero de unas pocas monedas. Lo esencial era que las ciudades se le rendían a los pies de su temible ejército. ¿Que Escopas salía vivo y podía contar todo lo ocurrido, todo lo que había pasado en Panion? Antíoco III, Basileus Megas, sonrió de forma ostentosa. Que lo cuente. Que cuente cada maniobra, cada ataque, cada carga de su ejército, y, sobre todo, que describa con detalles cómo sus catafractos y sus elefantes lo aplastan todo. Todo.

En la tienda real levantada en el centro del gran campamento del ejército sirio, el rey compartía su felicidad con su hijo Seleuco y con sus más importantes generales. Toante y Antípatro ocupaban lugares destacados, pero a nadie escapaba que Seleuco y Toante eran ahora claramente los favoritos en los afectos del rey. Hubo una larga fiesta y se comió y se bebió mucho hasta que el rey tuvo ganas de estar solo y descansar. Había permanecido en su tienda real, alejado de los gritos de dolor de los fenicios de Sidón que estaban siendo acuchillados y despedazados en las calles de la ciudad. El viento se ocupaba de evitar que aquellos aullidos llegaran a los oídos del rey y así el monarca se dispuso a descansar un poco cuando Epífanes entró en el recinto. Antíoco, nada más verle y comprobar la seria expresión con la que su consejero le regalaba en esa tarde de victoria, comprendió que, fiel a su costumbre, Epífanes no traía buenas noticias. Epífanes había sido, según decían muchos en la corte, el mejor consejero que nunca había tenido el Imperio seléucida, pero a Antíoco, últimamente, se le antojaba un hombre pesimista y demasiado entrometido. Eso sí, siempre poseía información relevante, veraz. Por eso le mantenía en su puesto, aunque apenas le hiciera ya caso en todo lo relacionado con el desarrollo de las campañas que tenía diseñadas para reconquistar el imperio de Alejandro.

–Me parece, querido Epífanes, que una vez más vienes con malas noticias -empezó el rey desde su trono-. No me traes ninguna información que me alegre desde que negociaste el pacto con Filipo V, y de eso ya hace unos años.

–Siento que mi rey -empezó Epífanes inclinándose al tiempo que hablaba- tenga ese concepto de mí. Entiendo que mi deber es tener informado al rey de todo aquello que pueda suponer un contratiempo a sus planes y, en efecto, algo he averiguado que puede poner en peligro futuras campañas.

Antíoco III suspiró profundamente. Echó mano de una copa de oro que aún tenía vino y la agotó de un trago. No llamó a ningún esclavo. Estaba a solas con Epífanes y, fuera lo que fuera, como sería malo, mejor tener conocimiento del asunto en privado. – Te escucho -dijo por fin el rey.

Epífanes inspiró aire y fue directo al grano. A medida que el consejero hablaba, la faz del monarca se iba tornando agria y roja de ira mal contenida. Una vez que Epífanes terminó su relato, Antíoco III de Siria se levantó despacio y paseó de un lado a otro justo delante de su trono con las manos en la espalda. Se detuvo y miró a Epífanes.

–Sal y llámalo.

–¿A Toante, mi señor?

–A Toante, sí, y al resto. Quiero también aquí a mi hijo y a Antípatro y todos los oficiales. Ya mismo.

Epífanes hizo una reverencia y dio media vuelta. Incluso antes de llegar a la salida de la tienda, su rostro se había iluminado por una amplia sonrisa. Conocía aquel rictus desgarrado en la expresión de Antíoco. Epífanes, no obstante, fue meticuloso en borrar toda huella de satisfacción de su rostro cuando emergió por la puerta de la tienda real.

En el interior, Antíoco ponderaba la información de su consejero mientras tomaba de nuevo asiento en su trono. Al poco tiempo, el recinto real se llenó de gente: primero entraron los soldados de la guardia imperial, argiráspides seleccionados por el propio monarca en función de los informes sobre su valentía en el campo de batalla que Antípatro le pasaba. Tras los argiráspides entró Seleuco, el hijo del rey, Toante, Antípatro y una larga pléyade de oficiales como Minión o Filipo, recién llegados de Asia Menor, y tras todos ellos, Epífanes, caminando lentamente, hasta situarse a la derecha del rey, a una prudente distancia. El monarca no tenía ni ánimo ni tiempo para rodeos. Quería confirmar si lo que decía Epífanes era cierto. Comprobarlo era innecesario, pues si bien no le gustaba Epífanes, había algo que tenía que nadie más poseía en aquella corte: nunca le mentía; puede que, como el resto, nunca dijera todo lo que sabía, pero, al menos, y eso era clave, nunca había mentido. No, Antíoco III sólo quería ver hasta qué punto Toante había ocultado aquella información. Y quería ver su reacción.

–Toante -empezó el monarca con aparente serenidad, pero con una voz grave que de inmediato hizo ver a todos que se iba a tratar un asunto importante-, Toante, me has servido bien en Oriente y combatiste bien en Panion, pero hay algo que no puedo permitir.

Toante, que había entrado sonriente, seguro de sí mismo y saciado en sus apetitos de comida y carnales, pues acababa de comer un cabritillo entero junto a varios de los catafractos y luego se había entretenido en violar a dos muchachas, casi niñas, dos fenicias, antes de matarlas, tragó saliva. No entendía bien a qué venía aquello, aunque al ver a Epífanes tan satisfecho de sí mismo, en pie, junto al rey, empezaba a intuirlo. Epífanes habría averiguado lo de los elefantes, sin duda. Toante sabía que no podría guardar aquella información por siempre, pero había esperado que los éxitos bélicos pudieran al fin tapar este error.

–¿Qué es lo que mi rey no puede permitirse? – preguntó Toante con estudiada ingenuidad, pero no le gustaba ver que había el triple de argiráspides en la tienda del rey de lo que solía ser habitual en cualquier cónclave de alto mando sirio.

Antíoco suspiró. Aquella fingida ignorancia le irritaba.

–¿Desde cuándo sabías que todos, absolutamente todos los elefantes que nos enviaron desde la India tienen colmillos? – preguntó el rey mirándole fijamente.

Toante callaba. Seleuco, incauto, se atrevió a preguntar lo que todos estaban pensando.

–¿Y qué si todos tienen colmillos, padre? Mejor así. Mejor se defenderán del enemigo.

Antíoco III de Siria lamentó que su hijo fuera aún más necio de lo que había imaginado. Tras la decepción de Toante, tenía que volver a pensar en dejar el reino a Seleuco y el pobre sabía tan poco de todo… El rey decidió ahorrarse la explicación y se limitó a mirar a Epífanes.

–Sólo los machos tienen colmillos en la India -precisó el consejero real-. En África es diferente, pero en la India es así. Los reyes indios han hecho igual que con Alejandro Magno: sólo entregan elefantes machos como presente. De esa forma controlan el número y mantienen el control sobre los elefantes de guerra de Asia. Nuestro rey tenía el plan de aumentar el número de elefantes en Apamea, pero el general Toante no tuvo la precaución de asegurarse de que entre los elefantes indios hubiera también hembras. Ahora ese plan es del todo imposible.

–¿Desde cuándo sabías esto, Toante? – insistió el rey con voz más nerviosa. El aludido empezó a mirar a un lado y a otro. De pronto, no había nadie a su alrededor. Un amplio círculo vacío se había creado en torno al general sirio. Toante respiraba acelerado. Eludió responder directamente.

–Mi rey, te he servido siempre, y bien; recuperé el control de las provincias rebeldes de Oriente…

–¡Yo, Antíoco III, Basileus Megas, recuperé las provincias orientales para nuestro imperio! – gritó el rey alzándose en su trono-. ¡Tú me servías!

Toante calló. El rey repitió la pregunta.

–¿Desde cuándo sabías que no había hembras, inútil? A ti te correspondía la gestión del trato de los elefantes con los reyes indios. No atacamos su frontera a cambio de elefantes. Sólo tenías que conseguir un buen número de machos y hembras, inútil, ¡y sólo tenemos machos!

Toante nunca pensó que su vida fuera a correr peligro por una hembra, o varias, y menos de elefante, pero ahora lo veía todo muy oscuro.

–Toante -empezó de nuevo el rey con voz más serena sentándose otra vez en su trono-, Toante, me has decepcionado profundamente y, lo peor de todo, lo que no puedo perdonar, es que me has ocultado información. ¿Cómo voy a conquistar el mundo si mis generales me ocultan lo que saben? Con generales así no puedo avanzar, pero, Toante, ¿sabes una cosa?

Alrededor del general sirio en desgracia se habían arremolinado una decena de argiráspides quienes, a un gesto de Epífanes, desenfundaron sus espadas brillantes y, cuyo oficial al mando, se quedó mirando al rey.

–Toante, ¿sabes una cosa? – repitió el rey-. Yo pienso seguir avanzando… pero sin ti. – Y miró al oficial de su guardia real y el monarca se limitó a asentir levemente. El asgiráspide jefe se volvió hacia Toante y, sin dudarlo, hundió su espada en el vientre del que hasta hacía sólo pocos minutos era uno de los hombres más poderosos de la corte de Antíoco III. Toante se llevó ambas manos al estómago y apretó en un vano intento por detener sangre y dolor a la vez, pero fracasó en ambos objetivos. Cayó de rodillas. Otros tres argiráspides clavaron sus espadas en la espalda del general abatido, para que su muerte fuera ignominiosa y vulgar.

–Nadie me miente, Toante -dijo el rey inclinado en su trono, agachándose para ver los ojos en blanco de su general ejecutado, y luego, mirando al resto de los presentes, añadió un aviso-. Nadie me oculta información. Nadie. – Y, mirando a los argiráspides-: Ahora llevaos a este imbécil de mi vista y dejadme solo.

Los soldados de la guardia real arrastraron por los pies el cadáver de Toante dejando un largo reguero de sangre que partía desde los pies del trono real hasta la puerta de salida. Tras ellos salieron todos los oficiales, el resto de la guardia y Epífanes, pero este último se detuvo al escuchar su nombre en la voz del monarca.

–Epífanes.

El consejero se dio la vuelta de inmediato, dio dos pasos hacia el interior de la tienda y, aún desde una distancia de unos veinte pasos, respondió con rapidez a su señor.

–Sí, mi rey.

–Epífanes, me has servido bien, pero no me has hecho feliz.

–Lo siento, mi rey. Siento traer en ocasiones malas noticias.

–¿En ocasiones? – El rey lanzó una carcajada nerviosa en la que descargaba parte de la ira contenida-. Siempre, Epífanes, eres portador de malas noticias. Desde que conseguiste el pacto con Filipo V no has dicho nada que me hiciera feliz.

Epífanes comprendió que el rey le estaba avisando. Era conveniente confirmar que había entendido el mensaje.

–Me esforzaré en devolver a mi rey la felicidad que haya podido robarle hoy.

Antíoco se reclinó hacia atrás hasta que su espalda se apoyó en el respaldo del trono.

–Eso estaría bien, Epífanes. Estaría bien que un día me sorprendieras de verdad.

Epífanes hizo una nueva reverencia y salió de la tienda. Por el tono y la reacción del rey, el consejero estaba seguro de que Antíoco no contemplaba retrasar sus planes pese al contratiempo de los elefantes. El rey seguía ciego en que podría contra todo y contra todos. Pronto vendría la campaña de Asia Menor. De momento se había conseguido eliminar un general estúpido y demasiado ambicioso, un peligro potencial en el campo de batalla, pero eso no era suficiente. Tenía que conseguir mejores generales. Epífanes no dudaba del potencial de aquel inmenso ejército, sino de la capacidad de mando de sus generales. Antípatro, Filipo, Minión eran buenos, razonablemente leales, pero no brillantes, y Seleuco, el hijo del rey, era un estúpido. Había otros oficiales emergentes como un tal Artaxias, del que le habían hablado bien como combatiente, pero su lealtad estaba por probar. Antíoco quería reconstruir el imperio de Alejandro Magno, pero ni era él Alejandro ni había ningún Alejandro entre sus filas. Estaban abocados al fracaso a no ser que él, Epífanes, encontrara un nuevo Alejandro que comandara aquel ejército. Entonces la campaña de Asia Menor y cuantas decidiera emprender el rey tendrían éxito. Entonces conseguiría hacer feliz al rey. Quizá ése era el mensaje oculto del aviso del rey: «Toante era un inútil, de acuerdo, pero encuentra tú ahora a alguien que valga para reemplazarle», sólo que el orgullo de rey le impedía ponerle palabras tan claras a aquella petición. ¿Y dónde había un nuevo Alejandro?

19 La subida de impuestos

Cartago, marzo de 199 a.C.

Aníbal escuchó un enorme tumulto que ascendía desde las calles bajas del puerto y llegaba hasta la mismísima ladera del monte de Byrsa, donde tenían él y su esposa Imilce su residencia. Cogió su espada y, acompañado por media docena de veteranos que vivían con él a modo de guardianes, salió al exterior. Una turba incontrolada avanzaba por en medio de la calle gritando todo tipo de improperios contra el Consejo de Ancianos que gobernaba la ciudad. Había mercaderes, pescadores, hombres del campo y artesanos. Unos llevaban azadas, otros sierras, cinceles, martillos o cualquier otra herramienta que habían considerado apta para golpear. Maharbal ya le había advertido de que el descontento era cada vez mayor y Aníbal se estaba preparando para presentarse a sufete de Cartago, apoyado en ese enorme descontento de un pueblo agobiado por los brutales impuestos que el Consejo de Ancianos imponía sobre todos para pagar las indemnizaciones de guerra pactadas con Roma. Con el nuevo año, incapaces los Ancianos de reunir la suficiente plata para satisfacer el nuevo pago a Roma, habían vuelto a subir los impuestos. Los mercaderes veían cómo sus exiguas ganancias se volatilizaban, los ganaderos y pescadores apenas tenían compradores porque nadie tenía con qué pagar y los agricultores veían una y otra vez como sus cosechas, fruto de su sudor y esfuerzo, eran expropiadas por los soldados de Giscón enviados por Hanón, el líder del Consejo de Ancianos, toda vez que la aristocracia cartaginesa había controlado de nuevo el Consejo en perjuicio de los Barca y sus seguidores. Hanón ya se enfrentó a Amílcar Barca en el pasado, tras el desastre de la primera guerra contra Roma y, de nuevo, tras la derrota de Zama, se había hecho con el control de la ciudad, arrinconando a Aníbal y sus veteranos.

El tumulto de gente ascendía desde el puerto. Se dirigían con toda seguridad contra el edificio del Senado de Cartago para presentar sus reclamaciones con algo más de intensidad que simples gritos. De pronto, su instinto de guerrero hizo que Aníbal mirara hacia el extremo opuesto de la calle: soldados, los restos de un antiguo y desarbolado ejército, avanzaban descendiendo para interceptar a la muchedumbre armada de palos y herramientas. Los soldados eran un pobre ejército, sin duda, pero con sus picas en ristre en una compacta falange, organizada y disciplinada, constituían una fuerza insuperable para el motivado pero mal armado y peor preparado pueblo de Cartago. Por un instante, Aníbal consideró salir de su casa, dejar el umbral desde el que lo observaba todo y ponerse al frente de la turba y dirigir una carga contra los soldados. Sabía que su sola presencia insuflaría ánimos desconocidos al pueblo y, al mismo tiempo, aterrorizaría a los soldados. Ya le acusaban desde el Senado en tramar un golpe de Estado. ¿Por qué no hacerlo ya? Pero su cabeza permanecía fría. No era el momento, no lo era. Descendían más de dos centenares de soldados, bien pertrechados, y habría más distribuidos por la ciudad y él no sabía si aparte de aquel grupo de ciudadanos había más en rebelión por la ciudad. Si no era así aquello acabaría en un breve y sangriento enfrentamiento en el que, sin duda, el pueblo se llevaría, de largo, la peor parte. Luego nada. Lágrimas y silencio y rabia. Aníbal apretó los labios.

–Adentro, id adentro -espetó a sus veteranos. Éstos, a regañadientes, obedecieron. Tenían tantas ganas como él de enfrentarse a los soldados de Giscón enviados por el Consejo de Ancianos, pero obedecieron, como siempre, a su general-. Adentro -repetía Aníbal para sí mismo, en voz baja mientras las puertas de su casa eran aseguradas con gruesos travesanos-. Adentro. – Y miró al suelo. En el exterior se oyeron los gritos de la gente, los oficiales dando órdenes, los crujidos de huesos que son atravesados por picas, los aullidos de dolor, casi podía oler la sangre. Conocía bien cada sonido, cada chillido, cada golpe. Se escucharon a continuación fuertes impactos contra su puerta.

Los había que querían entrar a refugiarse. Los veteranos de Aníbal le miraron. Aníbal negó con la cabeza, se dio media vuelta y se dirigió hacia su dormitorio, en el otro extremo de la casa, con la esperanza de que allí no se oyeran los gritos de dolor de Cartago. Llegó hasta su habitación y se sentó en el borde de la cama, como hiciera hacía casi dos años tras la derrota de Zama. Imilce apareció en el umbral del dormitorio. Le vio allí, quieto, sentado; respetó su silencio y le dejó a solas. Aníbal se había equivocado en una cosa: incluso en el otro extremo de la casa se oían los gritos del pueblo de Cartago. Los soldados de Giscón estaban haciendo su trabajo a conciencia. Aníbal estaba exasperado, pero ni era el momento ni tenía los recursos necesarios para oponerse al Consejo de Ancianos, aún no. Aún no. Tenía que tragarse la rabia y sobre la sangre derramada hoy sembrar el odio necesario para ser elegido sufete de Cartago, pero los gritos perduraban y el horror invadía sus entrañas. Por Baal, cómo echaba de menos tener un ejército.

20 Memorias de Publio Cornelio

Escipión, Africanus (Libro II)

Flaminino cumplió fielmente su misión de repartir buenas tierras entre mis veteranos. En muchos casos asignó lotes de buena tierra fértil en Etruria, algo alejados de Roma, pero buena tierra para una granja. Entonces, cuando me acababan de elegir censor y de nombrar princeps senatus por ser el más veterano de los senadores de Roma, no pensé que alejar a algunos de esos veteranos, ciudadanos de pleno derecho de Roma, leales a mí hasta el fin, pudiera significar que perdía votos para futuras elecciones y otros conflictos políticos que debían suceder. Sólo puedo admitir que me sorprendió la facilidad con la que Catón, en el Senado, cedió a las peticiones que Flaminino hacía en mi nombre a favor de mis veteranos. Ingenuo de mí. Creía que todo se me facilitaba porque se me respetaba, porque se me temía y, sin embargo, Catón, con habilidad, cediendo, ganaba terreno al perder yo apoyos de personas que cogían todo lo suyo y, con frecuencia a otros familiares y amigos, y dejaban Roma para instalarse cómodamente en el norte. Yo, ciego a todo esto, disfrutando de mis victorias políticas, de mi recién elegida censura, me limitaba a festejar y celebrar en compañía de mis familiares y amigos y ni siquiera era capaz, no ya de interpretar la importancia de las batallas de Oriente, sino de ver lo que ocurría entre los propios muros de mi casa. Eso, sin lugar a dudas, es lo que más me duele; es de lo que más me arrepiento, pero el pasado no se puede cambiar.

21 El nuevo censor de Roma

Roma, marzo de 199 a.C.

La fiesta, como era de prever, había sido excesiva. Tiberio Sempronio Graco se recogió en el vestíbulo con la intención de salir de aquella casa. Estaba ahito de escuchar felicitaciones vestidas de palabras huecas que llovían sobre Publio Cornelio Escipión como un torrente con un creciente caudal de ambición irrefrenable. Graco permanecía frente a la puerta a la espera de que le trajeran un aguamanos con el que limpiarse la grasa de pato, cabrito, cerdo y quién sabe cuántos animales más de aquel inacabable desfile de manjares con los que el recién elegido censor de Roma y princeps senatus había decidido agasajar a sus invitados. Graco carraspeó como si al aclararse la garganta pudiera sacudirse el agrio sabor de haber visto confirmadas, una a una, las palabras de Catón: «Ha sido cónsul y pronto volverá a serlo; ahora es censor y se rodeará de aquellos que le son fieles y sólo de ellos; pronto todos seremos sus esclavos.» Tiberio Sempronio Graco había acudido por respeto a la invitación recibida y, más aún, por formarse una opinión propia. Muchos decían que Catón criticaba por pura envidia. Bien pudiera ser que algo de cierto hubiera en aquella afirmación, pero a veces hasta la más enconada de las envidias crece sobre una base cierta. Hoy había compartido mesa con aquella base que sustentaba el poder de Escipión.

–¡Por todos los dioses! – maldijo Graco desesperado de que el aguamanos no pareciera llegar nunca. Sólo quería salir de aquella domus de una vez y alejarse de los Escipiones. Había acudido allí no por iniciativa propia sino por sugerencia del propio Catón.

–Si no me crees -las palabras de Catón aún resonaban nítidas en los oídos de Graco- estás en tu derecho, joven Graco, pero haz una cosa: ve a su casa, come con él, observa cómo se mueve, de quién se rodea, juzga por ti mismo y por ti mismo decide.

Y así había hecho y, aunque le doliera admitirlo, estaba claro que Escipión se manejaba por su casa como si fuera un semidiós. El problema es cuándo empezaría a actuar igual más allá de los lindes del umbral de su domus. Según Catón eso estaba a punto de ocurrir.

Graco, absorto aún en sus reflexiones, escuchó un chasquido a sus espaldas y se volvió veloz. Sus veintitrés años estaban cargados de reflejos. Pero no había nadie. Permanecía solo en el vestíbulo. A sus espaldas estaba la pesada puerta de la entrada anclada por el centro por un tremendo travesano que precisaría de al menos dos o tres esclavos para ser alzado. Aquélla no era la entrada a una casa, sino a una fortaleza. ¿Para qué quería Escipión una fortaleza en el centro de Roma? En frente, estabais las pesadas cortinas que separaban la estancia del atrio desde donde se escuchaba la interminable algarabía en la que se había transformado la comissatio que seguía al banquete y que Graco había decidido ahorrarse. A su derecha había una pared desnuda y a su izquierda otra pequeña cortina. Graco contuvo la respiración y cerró los ojos. Asintió despacio. Allí había alguien más. Intuía, más que escuchaba, otra casi imperceptible respiración, rápida, como entrecortada. Le estaban espiando. No debía haber ido allí. Era lógico que Escipión desconfiara de él. Bajo la toga llevaba una daga. Cuando la cogió nunca pensó que fuera a necesitarla en casa del recién nombrado princeps senatus. Las noches de Roma eran inseguras por sí mismas y una daga era la mejor compañía en el regreso solitario hacia casa, incluso si se iba acompañado de esclavos e incluso si iba contra las leyes ancestrales de Roma portar armas en el pomerium sagrado del centro de la ciudad, pero las leyes, una vez muerto, no te ayudan nada. Graco, osado por su juventud, se sentía seguro sólo con la compañía de ese puñal que, no obstante, ocultaba, para no hacer evidente que transgredía esa norma. También sabía que no era el único. Se llevó la mano derecha lentamente hacia la daga mientras que, tras dar un par de pasos, con la izquierda atrapó un vértice de la cortina que tenía delante entre sus fuertes dedos y, súbitamente, estiró de ella. Graco estaba sacando la daga al mismo tiempo cuando de súbito se quedó parado en seco, sin respirar, completamente sorprendido. Ante él estaba una pequeña niña de unos cinco años, vestida con una pequeña túnica azul, con el pelo largo, recogido en la espalda, quieta, mirándole en silencio y, para su sorpresa, sin miedo alguno.

Tiberio Sempronio Graco sacó su mano derecha desnuda y sin arma de debajo de su toga, se agachó frente a su inesperado interlocutor y, de cuclillas, preguntó:

–¿Y tú quién eres, pequeña?

Para incremento de su sorpresa, la niña respondió con sosiego y seguridad.

–Soy Cornelia, Cornelia menor, hija de Escipión.

Graco parpadeó un par de veces. Era una respuesta aprendida, enseñada y que la niña pronunció con el aplomo de quien, pese a sus pocos años, se siente arropada por los muros de una casa que conocía muy bien y le daba confianza en sí misma.

–¿Y qué hace una niña tan pequeña como tú a estas horas de la noche, aquí y sola?

–No soy pequeña. Miro los que entran y los que salen. ¿Ha salido ya Lelio? Me gusta Lelio.

Tiberio Sempronio Graco no pudo evitar una sonrisa. Era pequeña aquella niña, pero resuelta y, por qué no decirlo, guapa, de facciones suaves, piel muy blanca, pelo azabache, cuidado y peinado con el esmero de una esclava que seguramente habría cogido cariño a la criatura. Ante él, muy probablemente, estaba una futura patricia romana muy hermosa. Lástima que tuviera que ser hija de quien estaba llamado a ser uno de sus grandes enemigos políticos.

–No, Cayo Lelio aún está cenando con tu padre, pero yo creo que si tus padres te ven levantada a estas horas quizá no les parezca bien, ¿no crees?

–Por eso me escondo.

Graco asintió varias veces de forma muy marcada.

–Claro, por supuesto. – A Graco le gustaban los niños, siempre se llevaba bien con ellos, pero en casa de Escipión no sabía bien qué añadir más a una hija pequeña que se comportaba tan decidida a la par que sigilosa, así que se incorporó y permaneció en pie ante ella sin decir nada.

–¿Por qué eres malo? – inquirió entonces la pequeña. Tiberio Sempronio Graco volvió a agacharse.

–¿Quién dice que soy malo? – preguntó el joven patricio.

–Mi padre dice que todos los amigos de Catón son malos.

–Ya. – Graco volvió a levantarse despacio-. Yo no soy exactamente amigo de Catón, respeto sus ideas pero pienso por mí mismo.

La niña frunció el ceño. Graco comprendió que había dado una respuesta demasiado compleja. Se agachó una vez más.

–Yo no soy malo, Cornelia menor.

La pequeña Cornelia le miró con intensidad y el joven patricio, para su asombro, encontró difícil sostener aquella mirada cargada de intriga e interrogantes.

–Mi padre nunca miente -concluyó la niña y, de pronto, abrió mucho sus ojos, se dio media vuelta y desapareció corriendo por el largo pasillo desde el que había llegado al vestíbulo. Graco se volvió y vio cómo se descorrían las pesadas cortinas que daban acceso al atrio y cómo aparecía un viejo esclavo portando el tan esperado aguamanos. El joven patricio hundió sus manos en el agua, las frotó con fuerza, las sacó, se sacudió sobre el aguamanos y luego se secó con el paño que el esclavo llevaba colgando de un brazo. No dio las gracias y se limitó a darse la vuelta y encarar la puerta. Otros dos esclavos aparecieron desde dentro del atrio y, pasando por un lado del joven patricio, se situaron frente a la puerta. Alzaron el pesado travesano que anclaba las enormes hojas, no sin gran esfuerzo, y, una vez abierta, Graco atravesó el umbral y se adentró por las oscuras calles de Roma en dirección al foro. Tardaría años en darse cuenta de que, a partir de ese encuentro fortuito con aquella niña, su vida cambiaría para siempre.

22 El edil de Roma

Roma, primavera de 199 a.C.

La domus de Catón era austera. Estaba bien situada, al norte del foro, pero apenas había vestíbulo y el atrio era estrecho y mal iluminado, pues algunas insulae vecinas tapaban la luz del sol en aquella hora de la tarde. Catón había sido elegido nuevo edil de Roma. Estaba al principio de su cursus honorum mientras que Escipión ya había sido cónsul y era en ese mismo año censor y princeps senatus. Demasiada distancia entre uno y otro. Demasiada. Pero Catón no se desanimaba y se concentraba en dar cada paso con meticulosidad estudiada. Todo podía servir para hacerle más fuerte, para crecer. Como edil, entre otros deberes, recaía en su persona la organización del calendario de festividades y juegos con los que los ciudadanos encontraban entretenimiento. Ser edil no otorgaba poder militar y apenas algo de poder político, pero era un cargo más en el cursus honorum de cualquier político romano en su ascendente camino hacia el consulado y era un puesto desde el que se podía conseguir algo que luego siempre ayudaría en las elecciones posteriores: popularidad. Todos los que lo ejercían se esmeraban por satisfacer a los ciudadanos de Roma y, en especial, a la plebe, siempre sedienta de juegos, entretenimiento y diversiones fáciles. Los había que regalaban aceite, como hizo en su momento un jovencísimo Escipión, pero Catón era remiso a dilapidar el erario público con dádivas tan simples. Y si por él fuera, aprovecharía para ser consecuente con sus opiniones y eliminar las banales representaciones teatrales y reducir el número de juegos y festividades, pero en su lugar, Marco Porcio Catón, edil de Roma, llegado el momento de poner en práctica lo que salía de su boca, optó por actuar de forma contraria: primero reinstauró los juegos plebeyos, añadiendo así aún más festejos, con lo que buscaba congraciarse con la plebe y de ese modo extender su dominio sobre la misma haciendo uso de esa popularidad que provocaba semejantes cesiones ante el pueblo; Catón se sabía poderoso en el Senado, pero era conocedor de la falta de simpatía que generaba su política de austeridad, así que poniendo en marcha de nuevo aquellos juegos para la plebe, olvidados desde hacía años, estaba convencido de que recuperaría espacio entre el pueblo. En segundo lugar, permitió también un gran banquete público en honor a Júpiter y, en tercer lugar, había decidido seguir contratando obras de teatro con las que entretener al pueblo y para ello había citado aquella tarde a Plauto.

El escritor estaba en pie, en medio del atrio frente a una sella vacía. No se sorprendió de que el nuevo edil de Roma le hiciera esperar. Ya estaba acostumbrado a los desplantes de los patricios y estaba convencido de que en el caso de Catón, la distancia sería aún mayor, aunque el propio Catón fuera de origen plebeyo, y es que aún debían estar muy calientes en la memoria del nuevo edil las escenas del MilesGloriosas que Plauto estrenara en Siracusa ante las legiones de Escipión y que tanto escandalizó al entonces qaaestor Catón. Hubo un tiempo en el que Plauto no acudía a contratar sus obras con los ediles, sino que lo hacía su representante, pero el viejo Casca había fallecido hacía poco y Plauto era ya tan conocido que no necesitaba de intermediarios, de forma que él mismo se representaba ante los ediles de Roma que, invariablemente, uno tras otro, año tras año, le llamaban para contratar una nueva obra con la que satisfacer a su fiel y creciente público. Catón, parecía ser, según reflexionaba Plauto, no se atrevía a romper ese idilio entre él y el público, pero estaba claro que le haría esperar más que cualquier otro y que le trataría con el mayor desapego posible. Eso a Plauto no le preocupaba. Aunque la edad no perdonaba, y a sus 51 años, permanecer largo tiempo en pie era algo que, además de tedioso, resultaba agotador. Pero la vida había sido dura con él mucho tiempo, y estaba adiestrado en el sufrimiento, y los padecimientos que se cruzaban en su vida eran ahora tan nimios en comparación con su turbulento pasado, que esos pequeños castigos de senadores despechados apenas llegaban a la categoría de mínimas anécdotas en una existencia donde la guerra, la esclavitud y la pérdida de los mejores amigos ya habían dejado su estampa imborrable.

Al cabo de una larga espera, Marco Porcio Catón hizo al final acto de presencia y, sin saludar a su interlocutor, se sentó en la solitaria sella frente al veterano escritor. A Catón, a sus 35 años, se le veía incómodo en su cargo de edil, un puesto al que otros muchos llegaban mucho más jóvenes, pero a Catón todo parecía costarle demasiado, aunque su tenacidad no aflojaba nunca y así, poco a poco, avanzaba en el cursas honorum con la determinación no ya de quien se cree que tiene la razón, sino con la fortaleza indomable del que se sabe ser la razón misma. Plauto le miraba sin decir nada. Algunos consideraban esa actitud de seguridad gélida de Catón muestra de su vigoroso espíritu. Plauto sólo veía ante él una fuerza movida por el fanatismo. Era mejor no estar frente a tan descomunal poder el día en que su furia se desatara, pero Plauto, agudo, sabía que ese momento todavía tardaría: Catón estaba aún preparándose, lo que inquietaba al escritor era no tener claro exactamente para qué se preparaba aquel hombre, o, más exactamente, contra qué, porque Catón era una de esas personas que no se forjan sobre algo, sino contra algo, una fuerza, sin duda, mucho más poderosa.

–Podría no contratarte -escupió Catón como saludo de bienvenida.

–Eso no haría popular al nuevo edil de Roma -respondió Plauto con aplomo y rapidez. A partir de ahí las intervenciones de uno y otro se sucedían sin espacios vacíos.

–Pero si no te contrato este año te dejaría sin medio de vida.

–He pasado hambre en el pasado. Los que hemos sufrido no tememos tanto ya a nuevos padecimientos -mintió Plauto descaradamente, pero con verosimilitud en su tono.

–Puedes servir a Roma de más formas que con tus funestas comedias de palabras vacías.

–Si sólo fueran palabras vacías, los senadores de Roma no temeríais tanto al teatro ni encarcelaríais a escritores como Nevio por sus obras.

–Nevio fue encarcelado por las pintadas en el foro contra los Mételos, no por sus obras.

–Sea -concedió Plauto-, pero no me parece que mi Miles Gloriosus te resultara tan vacío si tanto lo detestaste en Siracusa, cuando lo viste representado en el escenario del gran teatro de Hierón.

Catón guardó silencio. Aquel debate no conducía a nada.

–Puedes ser útil a Roma de más formas que con tus comedias -repitió el senador.

Plauto suspiró. Era como hablar con una pared.

–Te escucho -dijo el escritor.

–Estás en el círculo de los Escipiones. Escipión está preparándolo todo para hacerse con el poder permanente en Roma. Necesito información. Roma necesita saber cómo y cuándo.

Plauto meditó su respuesta. O sea que era eso contra lo que Catón se crecía, contra Escipión. Ya lo intuyó en el pasado, en Sicilia, pero nunca lo había visto tan claro, tan nítidamente definido como en ese momento, con la mirada expectante del senador clavada en sus propias pupilas. Plauto bajó los ojos. No quería añadir más osadía a sus palabras.

–Yo no estoy en el círculo de los Escipiones -dijo el escritor-. No estoy en el círculo de nadie.

–Pero Escipión, si se lo pides, te recibirá en su casa. Admira tus obras, en su locura, juraría que te respeta.

Plauto suspiró de nuevo. Era curiosa la forma en la que Catón, mediante insultos, buscaba ganarse el favor de alguien.

–El círculo de Escipión sólo lo componen hombres que portan armas, yo sólo soy un conocido sin influencia alguna y con quien no habla de política.

Catón se echó un poco hacia atrás.

–No quieres cooperar.

–No puedo cooperar -matizó Plauto-; sólo escribo comedias, pero llevas razón, incluso si pudiera cooperar no lo haría. Siempre que he servido a Roma, como tú dices, he acabado mal y mis amigos han muerto.

–Ahora no tienes amigos que perder.

Plauto digirió con lentitud aquella última frase. La aseveración de Catón, descriptiva de su triste situación al haber perdido a Druso en el campo de batalla, a Nevio por la cárcel y el destierro y a Casca por enfermedad, fue la más dolorosa de todas las intervenciones del edil de Roma.

–Yo podría ser tu amigo -apostilló Catón ante el silencio de su interlocutor-. Te vendría bien tenerme por amigo.

Plauto negó con la cabeza.

–No creo que Catón tenga ningún amigo. Los amigos por interés no son amigos, claro que para entender eso tendrías que leer a Aristóteles y Aristóteles escribe en griego.

–Sé leer griego -replicó Catón-; otra cosa es que decida qué leo y qué no leo en griego.

De nuevo se hizo un silencio más largo que los anteriores. Los dos hombres se miraban entre sí y no veían el uno en el otro nada que les gustara.

–Si no quieres ninguna obra mía entiendo que debo pedir tu permiso para salir de la casa del edil de Roma -dijo al fin Plauto, algo agotado por toda aquella tensión.

Catón no respondió inmediatamente, sino que alargó la espera del escritor hasta que tomó una decisión definitiva sobre qué hacer con aquel maldito autor de estúpidas comedias que tanto gustaban al pueblo de Roma, un pueblo con el que quería congraciarse, por todos los dioses. ¡Maldito pueblo y malditos escritores!

–Contrataré una comedia tuya, Tito Macio Plauto, y te pagaré lo acostumbrado, pero cuida mucho tus palabras en esa obra y no te mofes de ninguna institución del Estado. La celda de Nevio en las Lautumiae está disponible y si no, siempre hay sitio en el Tullianum y no sabes con qué agrado te haría conducir hasta allí si me das el más mínimo motivo.

Plauto no respondió a las referencias a las diferentes mazmorras de Roma; se limitó a asentir, darse media vuelta y marcharse. Quería estar pronto de regreso en las tumultuosas calles de Roma y perderse entre sus ruidos, olores y el enorme gentío que discurría por ellas. Hasta ese día no tenía un título decidido para su nueva obra, pero aquella conversación le había hecho decantarse por el nombre de uno de los personajes protagonistas: Curculio [significa «gusano» o «gorgojo»].sí, ésa sería la obra que vendería al nuevo edil de Roma. Era una broma demasiado sutil como para que Catón la entendiera.

23 Un nuevo Escipión

Campo de Marte, Roma, mayo de 198 a.C.

A Publio hijo le venía grande el pesado gladio militar en sus pequeñas manos de once años. Lo cogió torpemente cuando Cayo Lelio se lo cedió para que se familiarizara con su peso antes del adiestramiento de aquella mañana. Hasta ese día sólo habían practicado con espadas de madera, más pequeñas y ligeras.

–Tu padre quiere que progresemos en tu adiestramiento, muchacho -dijo Lelio con solemnidad-, así que hoy vas a combatir por primera vez con una espada de legionario. Lleva cuidado y no te cortes. Tiene filo en ambos lados y termina en punta para poder clavarla en el enemigo. Es un arma letal si se sabe manejar con la rapidez suficiente. Eso es lo que debemos practicar hoy: rapidez de movimientos.

El joven Publio miraba a Lelio con los ojos bien abiertos. Estaban en la ladera del Campo de Marte. El sol del mediodía de aquella nueva primavera les abrazaba con calidez y ambos llevaban piernas y brazos descubiertos. El muchacho siempre pensó que sería su propio padre el que le enseñaría estas cosas, pero al final la tarea de adiestrarle para el combate fue asignada a Lelio.

El veterano oficial imponía al niño. Lelio era enorme y muy fuerte pese a sus más de cincuenta años. Se mantenía en forma porque practicaba cada día, varias horas, según le había explicado un día.

–Cuando empiezas con esto, muchacho, no se puede abandonar ya ni un solo día. Siempre hay que practicar. Un día sin hacerlo puede costarte la vida en el campo de batalla.

Lelio era la única persona que se dirigía a él como «muchacho». Todos los demás oficiales de su padre le trataban con más distancia. Al joven aquello no le molestaba. De hecho le resultaba gratificante la forma afectuosa, aunque exigente, en la que Cayo Lelio le hablaba. Sólo lamentaba sentir que no estaba a la altura. La semana pasada Lelio había dicho que aún deberían pasar varias semanas antes de empezar a usar espadas de hierro, pero Publio hijo sabía que ayer mismo había hablado el veterano oficial con su padre. De pronto, esas semanas que quedaban aún de adiestramiento con espadas de madera habían desaparecido y allí estaba él, sosteniendo torpemente un gladio militar sin saber bien qué hacer con él.

–Empezaremos con algo sencillo, muchacho -dijo Lelio-. Simplemente intenta clavarme esa espada.

Publio hijo se quedó algo perplejo. Lelio ni tan siquiera se había puesto la coraza. No llevaba más protección que las grebas en parte inferior de las piernas. Tampoco había cogido un escudo. ¿Estaba intentando humillarle para que así respondiera con más energía? El muchacho blandió el gladio en alto y se acercó hacia su adiestrador. Lelio permanecía inmóvil, con los brazos caídos, sosteniendo su propia espada pegada al cuerpo.

–Vamos, muchacho. Clávame esa espada donde quieras. No llevo escudo. Te será fácil.

El joven Publio empezó a caminar despacio trazando un círculo invisible alrededor de su oponente. Varias personas, conscientes de quiénes eran, se arremolinaron en las proximidades. Tenían curiosidad por ver en acción a quien era el hijo de Africanus. Lelio se dio cuenta y tomó nota. No quería dejar en ridículo al muchacho en público. Ya había detectado suficiente falta de confianza en el joven como para mancillar su honor con una dosis innecesaria de vergüenza. Al fin, Publio se decidió y con la espada por delante se lanzó al ataque con fuerza. Lelio le esperó sin moverse hasta que, cuando se encontraba a muy poca distancia, se limitó a hacerse a un lado. El muchacho pasó muy cerca, pero sin tocarle y, al no encontrar la oposición esperada, Publio perdió el equilibrio, tropezó y terminó rodando por el suelo. La espada, gracias a los dioses, cayó de sus manos antes de rodar. Algunos de los mirones lanzaron una fuerte carcajada. Lelio lamentó lo ocurrido. No contaba con que el muchacho fuera a perder el equilibrio y rodar por el suelo. Debían haber iniciado el adiestramiento con el gladio en privado, o posponerlo unas semanas, pero Publio padre se había mostrado intransigente. Lelio recordaba la conversación de la noche anterior con el padre del muchacho como si estuviera teniendo lugar allí mismo.

–El gladio es muy pesado y aún no controla bien los movimientos -explicó Lelio a un Publio padre que le daba la espalda, como si no quisiera escucharle-. Es inevitable que el chico cometa errores. Cualquiera lo haría. Si empezamos con el gladio es mejor no ir al Campo de Marte. Al menos, de momento.

Publio padre se revolvió furioso.

–¿Y permitir que digan que mi hijo tiene miedo a que se vea cómo es su adiestramiento militar? No pasaré por esa vergüenza. Mañana empezará con el gladio. Si no ha podido adquirir la destreza necesaria con las espadas de madera en el tiempo previsto para ello, eso es problema suyo. Tiene que aprender que si no se aplica no se va a detener el curso de su entrenamiento. En el campo de batalla el enemigo no te da tiempo adicional si no te sientes preparado. Cuanto antes aprenda esto, mejor. No quiero hablar más de este asunto. A no ser que quieras decirme que no deseas seguir con su adiestramiento.

–Yo no he dicho eso -respondió Lelio con un tono bastante más sereno que el de Publio padre. Allí terminó la conversación.

Lelio vio como el muchacho se levantaba del suelo y recogía la espada. En su rostro leía la humillación que sentía. Ni tan siquiera le había tocado, ni tan siquiera le había obligado a levantar su propia espada. Gracias a Marte y al resto de dioses el chico se recompuso y volvió a la carga. En una situación normal, a solas, Lelio hubiera repetido la misma acción varias veces, pero rodeados de un gentío cada vez mayor, tenía claro que no iba a dejar que el chico recogiera todo el barro de Roma rodando por el suelo una docena de veces más, así que en lugar de apartarse, levantó su espada e hizo que ésta chocara contra la de Publio hijo, deteniendo el golpe. El chico dio entonces un paso atrás e intentó golpear de nuevo en el mismo sitio con el mismo resultado. Para sorpresa y felicidad de Lelio, el muchacho comenzó entonces a variar sus golpes. Se agachó un poco e intentó barrer con la espada a la altura de las piernas de su oponente. Lelio bajó la suya y paró el golpe cerca de su espinilla. El chico se irguió de nuevo e intentó golpear a la altura del pecho. Intercambiaron así varios golpes. El joven era demasiado lento, pero al menos se batía con ganas y estaba quedando con cierta dignidad ante el tumulto de personas que se había congregado para ser testigos de los primeros mandobles del hijo del gran Africanas con un gladio de verdad. Todo iba razonablemente bien hasta que alguien tuvo la osadía de gritar, amparado en el anonimato de la multitud.

–¡Es tan lento que Lelio no tiene ni que moverse del sitio!

La frase tuvo su efecto. El orgullo del muchacho se sintió herido y aceleró la velocidad con la que el joven se empleaba en lanzar sus golpes. Los espadazos eran tan continuos que al final, para asegurar bien su defensa, Lelio tuvo que retroceder un paso. Una pequeña victoria para el muchacho. Lelio, en el fondo, se alegró, pero le veía sudando, totalmente agotado e iba a ordenarle que se detuviera cuando, de forma inesperada, Publio se lanzó con todo su cuerpo contra el propio Lelio. El veterano oficial intentó retirar su propia espada a tiempo, pero el ataque a la desesperada del muchacho, sin protección alguna, le había sorprendido y no pudo evitar que el filo de su gladio rasgara la piel de Publio hijo a la altura del hombro.

–¡Aagghh! – aulló el muchacho al tiempo que, en un último esfuerzo, intentaba herir a Lelio en algún punto, pero el veterano oficial se hizo a un lado con habilidad y ni tan siquiera ese intento suicida le valió al muchacho para conseguir su objetivo. Publio hijo cayó al fin de rodillas. Soltó la espada y se llevó la mano al hombro ensangrentado.

–¡Por Hércules, muchacho! – dijo Lelio nervioso acercándose a su pupilo-. ¿Cómo se te ocurre atacar con tu cuerpo por delante? Quita esa mano. Déjame ver.

Lelio examinó la herida con atención.

–No es un corte profundo, pero, por todos los dioses, no vuelvas a hacer una estupidez como ésta en tu vida, ¿me entiendes?

El muchacho asentía engulléndose el dolor en lágrimas que quedaban detenidas en sus ojos sin llegar a verterse nunca.

–Vamos a dejarlo por hoy. Vamos a casa a que te limpien esa herida. Seguiremos cuando te hayas recuperado -dijo Lelio y, harto de tantas miradas y comentarios, se levantó del suelo, donde se había arrodillado para ayudar a Publio hijo y se encaró con todos los curiosos que aún, en más de un centenar, seguían allí, rodeándoles-. Y vosotros ¿qué miráis? ¿Tan fácil creéis que es abatirme? ¿Alguien quiere probar suerte? Aquí tengo espadas para el que quiera batirse conmigo. – La gente fue retrocediendo y el círculo que se había formado alrededor de ambos contendientes se agrandó de pronto; Lelio, girando sobre sí mismo, siguió encarándose con los curiosos-. ¡Pues si nadie se atreve, no tenéis ya nada que ver! ¡Marchad de aquí y buscad la forma de ser útiles a Roma en lugar de estar ahí quietos, como pasmarotes!

El gentío empezó a disgregarse con rapidez. El mal humor de Lelio era conocido y nadie tomaba a broma las advertencias del lugarteniente de Africanas.

Una vez en casa, mientras Atilio, el médico que acompañara en tantas campañas a Publio padre, limpiaba la herida del muchacho, Emilia, furibunda, arremetía contra Lelio y, sobre todo, contra su marido.

–¿Es esto necesario? ¿Estáis todos locos?

–Fue un accidente -se defendía Lelio.

–Al muchacho le vendrá bien sangrar un poco -respondía Publio padre con severidad-. Me ocupo de su educación: con Icetas aprenderá retórica y geografía y literatura, sabes que soy el primero que defiendo una educación completa, pero por eso mismo, debe también familiarizarse con el uso de las armas de combate.

–¡Por Castor y Pólux, Publio! – respondió Emilia indignada-. ¡Es un niño!

–¡A su edad yo ya luchaba con espada contra mi tío Cneo!

–Siempre le estás comparando contigo, Publio. Eso tiene que terminarse -replicó Emilia de nuevo. Lelio dio un par de pasos atrás. Emilia y Publio discutían junto al impluvium en el centro del atrio de la gran domus de los Escipiones como nunca antes los había visto discutir por nada.

–Le comparo conmigo porque está llamado a reemplazarme y tiene que estar a la altura.

–¿Sí? ¿Y qué tiene que hacer para satisfacerte? Dime, ¿tiene que conquistar otra Hispania, otra África, derrotar a otro Aníbal o quizá al mismo Aníbal otra vez? ¿Será eso suficiente para satisfacerte?

–Sabes que no me refiero a eso -respondió Publio con firmeza-; el muchacho debe saber combatir. Más tarde o más temprano tendrá que ir a una campaña militar, eso es cierto, y deberá luchar en medio de una batalla.

Emilia sacudía los brazos impotente.

–Tú, ya que te comparas tanto con él, entraste en combate a los diecisiete años. Por todos los dioses, Publio, dale tiempo. No debe adiestrarse más con Lelio hasta que se recupere de esa herida.

–Yo decidiré cuándo y cómo se adiestra mi hijo.

–También es hijo mío, Publio.

Las dos hijas estaban en una esquina viendo la discusión. El propio Publio hijo, con el hombro vendado había asomado por la puerta que daba acceso a las cocinas. Publio padre miraba a su esposa enfadado, incapaz de entender la falta de visión de su esposa. Él había adelantado el adiestramiento de su hijo para protegerlo. Cuanto antes supiera combatir, mejor. Tenía pánico a que le pasara cualquier cosa cuando entrara en combate, pero ése era un miedo que nunca confesaría ni en público ni en privado.

–Padre -sorprendió a todos el joven herido dirigiéndose a su padre-; mañana proseguiré el adiestramiento.

Su padre le miró, por una vez en su vida, agradecido.

–Sobre mi cadáver. – Y Emilia se interpuso entre padre e hijo-. Publio se recuperará primero de la herida y luego retornará al adiestramiento. – Nunca antes se había mostrado Emilia tan obstinada y menos delante de invitados, como Lelio, o de las niñas. Publio padre no tenía ganas de seguir hablando.

–Se hará lo que estime yo mejor -respondió con serenidad gélida y dio media vuelta, cruzó el vestíbulo y salió de casa en dirección al foro. Tenía una sesión en el Senado. Se iban a elegir los pretores para este año y Catón buscaba un buen puesto. Había que hacer todo lo posible por evitar que tras la edilidad lograra una pretura de importancia. La política llenó su mente por unas horas y durante un tiempo estuvo en paz consigo mismo, pero al anochecer, de regreso a casa, seguía enfurecido con Emilia.

24 El pretor de Cerdeña

Olbia, Cerdeña, verano de 198 a.C.

Catón desembarcó en Olbia, al norte de Cerdeña, sin demasiada ilusión, pero consciente de que era su deber y, más importante aún, la única forma en la que podía llegar algún día a estar en situación de enfrentarse a los Escipiones. Tenía que ir ascendiendo progresivamente en el cursus honorum. Ya había servido como quaestor en Sicilia y África y como edil en Roma. Su estrategia de congraciarse con el pueblo al reinstaurar los juegos plebeyos, con su generosidad en el gran banquete público en honor a Júpiter y al contratar varias obras de teatro había surtido el efecto deseado, pero no todo podía ser perfecto. Los Escipiones habían maniobrado en el Senado y le habían impedido conseguir una pretura en una de las provincias hispanas, donde, dados los persistentes levantamientos, habría tenido oportunidad de exhibirse como militar. En su lugar había sido elegido pretor de Cerdeña. No era un lugar donde destacar. La isla estaba razonablemente en calma y los tres mil legionarios que se le habían concedido, más los doscientos jinetes que le escoltaban, eran una fuerza suficiente para controlar cualquier rebelión en la isla, pero una rebelión era algo improbable.

Cerdeña había asumido la dominación romana sin excesiva confrontación. Las viejas colonias fenicias que conquistaran los cartagineses como Káralis, Tharros o Nora aceptaron tras la segunda guerra púnica pasar a depender de Roma. Sólo un gobierno descaradamente injusto podía torcer el curso de los acontecimientos en aquel territorio. Catón no tenía intención alguna en ser él quien comenzara semejante dislate, de forma que impartió justicia del modo más equitativo que pudo y, a la vez, se concentró en reducir costes en todas aquellas actividades que estaban bajo su jurisdicción. Ahorró en el dispendio que suponían las operaciones navales, claves en un territorio como aquél, rodeado por todas partes por mar, y se puso a sí mismo como ejemplo. No utilizaba carruajes, ni tan siquiera caballos en sus desplazamientos por la isla. Viajaba a pie y sólo se permitía la ayuda de un único asistente. Catón quería dejar claro que él no malgastaba el dinero del Estado en suntuosos palacios o innecesarios festines. La estancia en Cerdeña de Catón no guardaba relación alguna con el tiempo que Escipión pasara en Siracusa. Pero pese a su gran ejemplo de austeridad y a su gobierno recto en la isla, el pretor sabía que nada de eso sería suficiente para prestigiarle lo bastante como para suponer un contrapeso al poder de los Escipiones. Hubo al fin un pequeño levantamiento en Cerdeña, pero lo aplastó incluso antes de que pudieran llegar noticias a Roma. Le quedó la duda de si no habría sido mejor que la rebelión se generalizara, para luego aplastarla, pero la prudencia -no disponía siquiera de una legión entera- le aconsejó ser rápido en someter a los rebeldes. Y expeditivo en las ejecuciones.

Catón paseaba por el puerto de Olbia. Miraba al horizonte, donde el mar se desvanecía en la base del cielo. Necesitaba puestos de mayor relevancia. Debía llegar a cónsul y conseguir una de las grandes provincias. Hispania podía ser la llave hacia su ascenso definitivo. Los iberos seguían sin admitir el dominio de Roma. Aquélla era una región que se suponía que había conquistado Escipión y, sin embargo, se alzaba en armas una y otra vez. Si él consiguiera someterla de forma efectiva, los ojos del pueblo empezarían a fijase en él, no ya sólo como gestor, sino como militar, como protector de Roma.

–Allí, mi pretor -comentó uno de los oficiales que le acompañaban en el puerto señalando hacia el mar. En efecto, en la distancia se veían las velas de varias trirremes. Era la flota de abastecimiento que enviaba Roma desde el puerto de Ostia. Catón asintió sin decir nada. Seguía pensativo. Hispania. Ése debía ser su objetivo.

25 La invasión de Asia Menor

Roma. Finales del verano de 198 a.C.

Los embajadores de Rodas, Pérgamo, Egipto y otras ciudades del Oriente se arracimaban entre las columnas de la graecostasis en la gran plaza del Comitium a la espera de ser recibidos por el Senado. Hasta Roma llegaban los lamentos de innumerables pueblos del Mediterráneo oriental que se veían acosados, expulsados o humillados, cuando no las tres cosas a un mismo tiempo, por el irrefrenable avance de los ejércitos de Antíoco III. Eumenes, rey de Pérgamo, y Agatocles, el consejero del faraón de Egipto, eran quienes habían enviado embajadas más numerosas y de mayor rango y con mayor insistencia.

En la larga sesión del Senado en la que se les permitió exponer sus sufrimientos quedó patente la desolación que el avance del rey de Siria estaba generando en toda aquella parte del mundo, pero los senadores no escuchaban. Publio Cornelio Escipión y sus seguidores miraban de frente a Catón y sus correligionarios. Tanto los unos como los otros estaban más preocupados por las continuas rebeliones en Hispania, y luego, para los Escipiones la segunda preocupación eran los movimientos que Filipo pudiera hacer desde Macedonia. Ésos eran los vecinos inmediatos de Roma y los que más preocupaban a Publio y a su hermano Lucio. Catón, por su parte, además de su interés por lo que ocurriera en Hispania, mantenía su mirada fija sobre la irreductible Cartago. En esas circunstancias los ruegos y reclamaciones de ayuda de Pérgamo, Rodas o Egipto eran oídos pero no escuchados. Se despidió a los embajadores de aquellas lejanas tierras con palabras de ánimo y de consuelo, pero todos los mensajeros sabían que regresaban a su patria con las manos vacías.

Apamea, Siria. Verano de 198 a.C.

En el campamento general de Apamea el rey de Siria inspeccionaba por enésima vez sus tropas. Los elefantes estaban expuestos frente a las gigantescas caballerizas reales y los catafractos desfilaban ante el rey levantando un inmenso estruendo al chocar los cascos de sus caballos contra el suelo pétreo de aquel inmenso paseo. Antíoco III de Siria estaba preparado para la guerra absoluta. Los argiráspides habían sido enviados hacia el norte a modo de avanzadilla y habían penetrado ya en las tierras de Asia Menor, que no le reconocían como rey haciendo sentir en los soldados de Pérgamo el preludio de su inevitable caída. Asia Menor le pertenecía desde tiempos inmemoriales y Antíoco III estaba dispuesto a dar término a la rebeldía de Pérgamo y otros reinos de la región como Rodas. Al mismo tiempo, en todos los puertos de la costa de Celesiria, recién reconquistada tras derrotar al ejército de Egipto, se armaba una de las mayores flotas del mundo antiguo. El rey sabía que los rodios y el propio Pérgamo contaban con un importante número de navios de guerra que empleaban para proteger sus mercantes. Antíoco estaba convencido de que necesitaba el control del mar Egeo, primero para recuperar el control de Asia Menor y, a continuación, para dar el golpe definitivo cruzando el Helesponto y desembarcando con todo su ejército en Grecia. Todo a su debido tiempo, pero sin freno, sin pausa.

Epífanes, unos pasos por detrás del rey, contemplaba la imponente parada militar desde la estupefacción y la incertidumbre. Cualquiera quedaba anonadado ante aquella magna exhibición de poder militar, pero en el fondo de su mente permanecían las dudas que le acompañaban desde Panion. Antíoco quería luchar contra todo y contra todos a un mismo tiempo. Era cierto que había aislado a Egipto con el pacto de no agresión a Macedonia, pero atacar a Rodas y Pérgamo a la vez podía tener consecuencias inesperadas. ¿Qué haría Roma? Los ojos de la emergente potencia de Occidente aún no se habían vuelto hacia ellos, pero cuando los catafractos cargaran contra la infantería de Pérgamo Roma no podría permanecer en su extraña ceguera eternamente. Epífanes no dudaba que la intervención de la ciudad del Tíber era cuestión de tiempo, eso no era objeto de debate en sus pensamientos. De lo que Epífanes no estaba tan seguro era de qué lado se inclinarían los dioses cuando Roma y Siria se enfrentaran en una gran batalla. Tras la ejecución de Toante, Antíoco seguía favoreciendo a su hijo y al veterano Antípatro. El primero era incapaz y el otro sólo leal. No era suficiente. El asunto de un general de generales para liderar el ejército seguía pendiente. Minión y Filipo seguían sin dar la talla para el cada vez más preocupado Epífanes. Tenía que resolver ese espinoso asunto. Alguien como Escopas habría podido servir, pero el etolio se lamía sus heridas en Grecia y, por lo que le habían informado en Sidón, había quedado con el brazo derecho inútil. Eso le hacía inservible ante los soldados. Para los guerreros se podía perder un dedo, o incluso un ojo, pero no un brazo. Un ojo.

Epífanes, por fin, sonrió aliviado. Tenía una solución. Tenía una carta que escribir y tenía que hacerlo pronto, pues esa carta debía viajar muchasparasangas. De pronto se sintió más relajado, más tranquilo, más seguro. Sonrió. Incluso iba a disfrutar del desfile.

LIBRO III EL ASCENSO DE

CATÓN

Año 196 a.C. (año 558 desde la fundación de Roma)

Cupido dominandi cunáis adfectibus flagrantior est. [La ambición de dominio es más ardiente que todas las demás pasiones.]*

tácito, Annales, 15, 53, 4

* Traducción de Víctor-José Herrero Llórente. Véase bibliografía.

26 Memorias de Publio Cornelio

Escipión, Africanus (Libro III)