85 El destino de Antíoco

Ecbatana,*[Ciudad en el oeste del Irán actual.] 3 de julio de 187 a.C.

Antíoco estaba furioso. Su imperio se descomponía en mil pedazos. Armenia y Bitinia se habían declarado independientes y Roma reconocía esos reinos y enviaba mensajeros a los traidores, usurpadores de su poder imperial que osaban hacerse llamar reyes. Y Pérgamo extendía todo su dominio sobre Asia Menor. Egipto no tenía fuerzas para recuperar mucho terreno en el sur, pero en cualquier momento se podía levantar una ciudad o una región entera del modo más insospechado. Y, lo peor de todo, no tenía dinero con que pagar a las tropas, a ese escuálido ejército que le había seguido en su largo y lento repliegue hacia Oriente, hacia territorios donde pensaba que su poder era más reconocido. En Antioquía había dejado a su cobarde hijo Seleuco con la misión de mantener la frontera del norte mientras él tenía planeado reforzar su ejército negociando de nuevo con los reyes de la India.

Allí podría conseguir nuevos elefantes y más recursos con los que retornar hacia Occidente fortalecido para rehacer su imperio, pero para esa negociación necesitaba oro. Había subido los impuestos en todas las regiones, pero muchos recaudadores no regresaban o bien porque no habían conseguido todo el dinero que Antíoco esperaba o bien porque el pueblo, harto de impuestos desorbitados, se había alzado contra ellos y los había arrojado de sus ciudades. Antíoco no disponía de suficientes soldados para proteger a todos sus recaudadores y vivía en un horrible círculo sin fin: sin dinero no había más soldados y sin más soldados era imposible conseguir más oro.

Se habían detenido en Ecbatana, en medio de la montañosa región de Hamadán, habiendo dejado ya los ríos Tigris y Eufrates a varios días de viaje. El rey de Siria, agotado, desmontó de su caballo y se sentó al pie del gran león de piedra. Una enorme estatua que decían había sido tallada en los tiempos de Alejandro Magno, aunque muchos aseguraban que aquella gigantesca imagen estaba allí hacía mucho más tiempo. Antíoco miró al suelo. Se había situado a la sombra de la gran estatua para protegerse del sol abrasador de aquel verano tórrido.

–Necesitamos oro -dijo en voz baja, pero el oro no llegaba. Fue entonces cuando tuvo lo que él interpretó como un momento de iluminación, una epifanía perfecta-. El oro de los templos. Eso es. Si no quieren pagar con dinero, cogeremos el oro de los templos de todas las ciudades y con eso negociaré con la India y reconstruiré mi ejército y mi poder y volveremos contra Roma. – El rey hablaba ensimismado, como ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor. Uno de los oficiales que estaba más próximo y que había escuchado lo que decía el rey negaba con la cabeza, pero sin atreverse a decir nada. Antíoco no tenía duda alguna ya sobre lo que debía hacerse y se dirigió a todos sus oficiales reunidos junto al gran león de piedra de Ecbatana.

–Id a los templos y confiscad todo el oro. Decid que es para su rey, para su imperio. Decid que es para Antíoco III.

Los oficiales dudaron, pero muchos pensaron al fin que con el oro confiscado llegarían por fin las pagas atrasadas y los soldados estarían contentos y eso era lo que más les preocupaba. Tampoco calcularon bien. Nadie preveía las consecuencias de aquella acción. Los oficiales crearon varias docenas de pequeñas patrullas con la misión de ir de templo en templo confiscando todo el oro y la plata y cualquier otro objeto de valor que pudiera encontrarse. Al principio el pueblo callaba, pero, poco a poco, con la paciencia con la que se forja la tormenta en el cielo mientras las nubes se acumulan y oscurecen el sol, el pueblo de Ecbatana empezó a seguir a las patrullas de soldados. Primero sólo hubo gritos, pero pronto se arrojaron las primeras piedras. El rey estaba despojando a sus dioses, a sus creencias, a sus esperanzas; era el oro de sus oraciones, de sus plegarias lo que aquel emperador derrotado estaba cogiendo, llevándose, robando. Algunas patrullas de guerreros seléucidas respondieron desenfundando sus espadas y, cuando un tumulto de gente se abalanzó sobre ellos, los soldados mataron a varios hombres, a alguna mujer y a un niño. Los ciudadanos de Ecbatana se replegaron, pero la noticia del niño muerto corrió por todas las esquinas de la ciudad como la peste se propaga cuando las ratas emergen del subsuelo. Los ciudadanos de Ecbatana no estaban dispuestos a permitir que el rey Antíoco cometiera aquel sacrilegio de forma impune. Si se tenía que morir, se moriría. Sin saber bien cómo, las puertas de la ciudad se cerraron. Antíoco III y un tercio de su ejército quedaron en el interior de la ciudad. En el exterior el resto de soldados no entendía bien qué pasaba. De pronto la ciudad pareció incendiarse y las llamas surgían por todas partes. Los soldados del exterior intentaron entonces abrir las puertas, pero los ciudadanos de Ecbatana les arrojaron piedras, rocas, lanzas, y hasta aceite que habían empezado a hervir de forma improvisada en las casas próximas a las murallas.

En el centro de la ciudad, Antíoco, feliz a la par que inconsciente a lo que estaba ocurriendo, veía la gran montaña de oro que habían conseguido sus hombres al ir de templo en templo. Había plata también, y numerosas gemas y estatuas y collares y joyas y brazaletes. Rodeado por su guardia personal, de espaldas a la gran avenida que confluía en aquella plaza, no vio la muchedumbre de gente que marchaba contra sus soldados asustados, nerviosos, confusos.

Fue un combate cruel, inmisericorde, bestial. Los soldados de Antíoco nunca habían encontrado tanto odio, tanta rabia. Sus oponentes no eran guerreros profesionales pero luchaban con la locura que da la rabia absoluta. Fue cuestión de unas horas. Hubo centenares de muertos por ambos bandos, más entre el pueblo, pero éstos eran mucho más numerosos, hasta que los soldados arrojaron las armas y el pueblo dejó de matar, morder, arañar y mutilar a los que aún resistían. Se llegó a un pacto con varios oficiales. Los soldados supervivientes conservaron la vida pese a los miles de muertos de ciudadanos de Ecbatana a cambio de entregarles a quien había originado aquella locura. Antíoco III de Siria, Basileus Megas, quien una vez fuera el hombre más poderoso de Oriente, fue arrastrado por los pies, desnudado, escupido y su cuerpo fue lapidado y despedazado hasta que de él no quedó ni un trozo de carne con el que alimentar a los perros.

86 Por quinientos talentos

Roma, julio de 187 a.C.

Publio, Emilia, Publio hijo y Cornelia menor estaban a punto de tomar la cena cuando Cayo Lelio se presentó sin previo aviso. Aquello no era frecuente, pero tampoco nada que alarmara a nadie. Lelio era como un familiar más y tenía la bendición de Publio para presentarse en aquella domus siempre que lo desease. Por eso, en cuanto Emilia oyó la voz rotunda del veterano ex cónsul saludando a su marido, que se había levantado para ver quién llegaba a tan inoportuna hora, se limitó a ordenar a una esclava que trajeran una mesa más que debían situar frente al lectus medius, justo a la derecha de su marido, el lugar reservado a los invitados especialmente apreciados por la familia. Esta esclava era una ibera de mediana edad que servía en la familia desde los tiempos de las campañas en Hispania. Areté no atendía en el atrio, sino que Emilia, con la aquiescencia de su marido, la había confinado a la cocina, de donde apenas salía. Emilia sabía que tenía que transigir con la infidelidad de su marido o encararse con él y generar un escándalo. Ésas eran sus opciones. Emilia, como buena matrona romana, era alérgica a los escándalos. Al menos, la esclava griega amante de su marido había aceptado aquel confinamiento y llevaba con discreción la relación con su esposo. Era lo mínimo que Emilia, tácitamente, exigía, y ese mínimo lo cumplían tanto su marido como Areté. Otra cosa eran los sentimientos rotos. La estrecha intimidad que antaño uniera a Emilia y a Publio se había quebrado. Quedaba, no obstante, un cierto respeto del uno hacia el otro en función de lo que cada uno representaba. Sobre esa base discurría el devenir diario de su matrimonio. No era ya una base tan sólida ni amorosa como la que les uniera en el pasado, pero era razonablemente estable. Fría, distante, no exenta de tensiones, pero tozudamente resistente a deshacerse del todo.

Cayo Lelio apareció escoltado por Publio en el atrio y tanto Publio hijo como la pequeña Cornelia le saludaron con amplias sonrisas. Emilia le dirigió la palabra con calidez.

–Una interrupción en nuestra cena por una visita de Cayo Lelio siempre es una buena noticia.

–Gracias, señora, gracias. Siempre se me recibe tan bien aquí que ¿por qué no venir con frecuencia? – respondió Lelio, mientras Publio le dirigía hacia el triclinium que dos esclavos estaban situando a la derecha del suyo.

–Más a menudo tendrías que venir -apostilló Publio al tiempo que ambos hombres se reclinaban en sus respectivos lechos dispuestos a compartir la cena que los esclavos estaban sirviendo-. No nos has visitado desde las últimas kalendae.

Lelio se limitó a sonreír y a tomar una copa de vino que se le ofrecía por parte de un esclavo. La copa fue especialmente bienvenida no por lo que todos pensaban, el hecho conocido de que Lelio disfrutaba con el buen vino, sino porque el veterano ex cónsul necesitaba pensar y no tenía ganas de hablar pese a que a eso mismo había venido. Publio, buen conocedor de su amigo, no tardó en percatarse de que algo no iba bien, pues Lelio bebía, comía y no hablaba, cuando Lelio siempre se había mostrado hábil para combinar las tres actividades pese a que eso supusiera enseñar a todos algo, o mucho, de lo que estaba comiendo o bebiendo a la vez que abría su boca para hablar. Por eso, el silencio prolongado de Lelio incitó la pregunta del anfitrión de la casa:

–Me consta, mi buen Cayo Lelio, que tienes buen apetito y que siempre aprecias una copa de vino, pero tu silencio me resulta extraño y no dudo que algún motivo hay que te impulsa a mostrarte poco comunicativo cuando te encuentras rodeado sólo por amigos.

Lelio pareció sonrojarse ligeramente, pero aquello pasó mientras dejaba su copa sobre la mesa y terminaba de masticar el trozo de jabalí en salsa que se había llevado a la boca. El que fuera lugarteniente de Escipión en Hispania y África asintió despacio.

–Supongo que son muchos años juntos como para ocultar nada a mi viejo amigo -dijo Lelio en voz baja, más como un suspiro que como una frase.

–Supones bien, Lelio -insistió Publio con cordialidad, pero sin prever nada sombrío en el horizonte. Su esposa Emilia, sin embargo, sí que mostraba un marcado ceño entre los ojos. Lelio era muy hablador. Su silencio sólo podía ser presagio de algún problema, y, considerando que Lelio no era hombre que se abrumara ante pequeneces, el problema que tendrían que afrontar debía de ser importante.

Lelio miró al suelo, luego a Publio, que le observaba relajado y, por fin, a Emilia, y comprendió que sólo ella estaba preparada para las noticias que tenía que compartir con los amigos de aquella casa.

–Los tribunos de la plebe han planteado una consulta al Senado -dijo Lelio con rapidez.

–¿Spurino y Quinto Petilio? – preguntó Publio hijo, pues Publio padre se limitó a cambiar su semblante, transformando su relajada faz en un rostro cargado de tensión contenida. Para todos los reunidos en aquel atrio, Spurino y Quinto Petilio eran dos marionetas al servicio de Catón. Emilia observaba a su marido y se percató de que Publio ya había adquirido una perspectiva clara de las posibles consecuencias de aquel anuncio de Lelio.

–¿Qué consulta? – espetó Publio padre con sequedad, no por despecho hacia su amigo, que era sólo un fiel mensajero, sino hacia la desagradable situación que iba a darse en poco tiempo ante el Senado si, como imaginaba, aquella maniobra estaba instigada por el maldito e insufrible Catón.

Cayo Lelio tragó saliva.

–La consulta está relacionada con los quinientos talentos que Antíoco anticipó como pago por los gastos y daños ocasionados por la guerra de Asia. – Y expiró aire con fuerza. Ya estaba dicho. Luego añadió más palabras pero con más control sobre sí mismo, pues lo importante ya había salido de su interior-. No se habla de otra cosa en el foro. Todos están seguros de que es Catón el que anda detrás de esto. Está buscando, una vez más, ensuciar el nombre de los Escipiones, eso es todo. Tampoco hay que darle más importancia. – Lelio intentaba tranquilizar a su amigo seguro como estaba de que en el pecho de Publio no crecía ahora otro sentimiento que el de la ira.

–Esos quinientos talentos los usamos como nos vino en gana, Lelio, y tú lo sabes. Ese anticipo era parte del botín de guerra.

–Por supuesto, por supuesto -confirmaba Lelio asintiendo de forma ostensible, casi exagerada.

–Pero todos sabemos que lo que buscan los tribunos de la plebe -continuó Publio con la voz vibrante cargada de indignación- es hacer creer a todos que esos malditos quinientos talentos pertenecían al Estado, sin duda alguna, eso es lo que subyace en esa consulta.

–Pero os pertenecían, a Lucio y a ti, padre, como botín de la batalla -interpuso Publio hijo.

–Sí, hijo, sí, pero todo puede torcerse, todo y especialmente si quienes hablan son ese detestable Spurino instruido por el miserable de Catón.

–Pero, padre, es una costumbre reconocida que los generales victoriosos dispongan de los primeros pagos de indemnización como parte del botín.

–Sí, hijo mío, pero no está escrito en ninguna ley y si vamos a la ley escrita los pagos de indemnización pertenecen al Estado, y a Lucio y a mí, a Publio Cornelio Escipión, querrán juzgarnos en base a la ley escrita y no tanto por lo que es práctica habitual. Es la misma estrategia que siguió hace unos años con Glabrión tras la batalla de las Termopilas. – Y se levantó y se situó en medio de todos con los brazos en jarras, inspirando y espirando aire con rapidez y profundidad.

Lelio se volvió hacia Emilia y la mujer interpretó, como siempre, de modo certero el significado de aquel gesto del amigo de su marido: una apelación a que interviniera.

–Publio -empezó Emilia con voz serena-, por todos los dioses, Catón sólo está usando a los tribunos para provocarte; sólo busca ponernos nerviosos con insidias; es como dices: está haciendo lo mismo que hizo en el pasado al acusar a otros amigos nuestros cuando no había pruebas de nada.

Publio asintió. Estaba de espaldas a su mujer, pero asentía mientras ella hablaba.

–Lo sé, lo sé -respondió al fin-, pero por Júpiter, ese miserable ha conseguido su objetivo. Esos quinientos talentos nos traerán problemas en el Senado. Nunca pensé en ello. Yo he ingresado más dinero que nadie en las arcas del Estado y, sin embargo, el Estado ingrato será el que me pida cuentas a mí. – Y sacudía la cabeza de un lado a otro. Emilia comprendió que Catón estaba logrando su objetivo: hacer que su marido, nervioso e indignado, acudiera al Senado a defenderse de un puro infundio, pero que, tergiversado, podía ponerlo en una situación incómoda ante las decenas de senadores envidiosos de su poder y su gloria. Emilia comprendió en un instante cuál debía ser la forma adecuada para responder a aquella provocación.

–Publio, no debes ir al Senado mañana -pronunció Emilia con rotundidad. Las miradas de todos se volvieron hacia ella-. No, no debes ir. El solo hecho de acudir hará ver a todos que das importancia a esa pregunta estúpida. Deja que vaya Lucio y que él explique la situación. Eso será más que suficiente. Si te das por aludido sólo le seguirás el juego a Catón y todos pensarán que hay más en esa acusación de lo que en realidad hay. No debes ir, esposo mío, no debes ir al Senado.

Publio negó con la cabeza un par de veces y volvió a sentarse en su triclinium. Nadie cenaba ya.

–No puedo dejar sólo a mi hermano. Todos saben que en Asia dirigíamos los dos las tropas y que tomábamos la mayoría de las decisiones de forma conjunta. Si no voy, pensarán que no le respaldo.

–Nadie pensará eso, ¡por Castor y Pólux! – replicó Emilia con rapidez-. ¿Cómo va a atreverse nadie a pensar semejante estupidez? No hay hermanos más unidos que tú y Lucio. Lucio se basta para defenderse de las insidias de los tribunos. No acudas mañana al Senado o Catón buscará el modo de lanzar todo el Senado en tu contra. Tu indignación hará que no puedas controlar tus palabras y aunque respondas con verdades como la que has mencionado antes, que eres tú el que más dinero ha ingresado en el Estado, eso no hará sino incrementar la envidia de los que buscan nuestra perdición. Publio, te lo ruego, deja que sea Lucio el que defienda a la familia mañana.

Pero Publio seguía negando con la cabeza. Emilia se sintió obligada a hacer un último esfuerzo.

–Lucio supo desenvolverse en Magnesia; mañana sabrá hacerlo igual de bien.

–En Magnesia yo estaba enfermo, ¿qué excusa he de presentar a mi hermano? ¿Que tengo miedo de Catón? ¿Yo, miedo?

Emilia bajó la mirada y calló. Nadie más se atrevió a decir nada. El pater familias de la casa de los Escipiones se levantó y, sin decir nada, sin tan siquiera saludar a Lelio, se levantó, cruzó las cortinas del tablinium y desapareció del atrio. Un silencio incómodo permaneció entre todos los comensales de aquella cena interrumpida por Lelio.

–Siento… siento haber sido portador de estas noticias, pero pensé que era mejor que Publio, que todos estuvierais al corriente antes de la sesión de mañana en el Senado.

–Y pensaste bien, Cayo Lelio -le respondió Emilia con calidez y agradecimiento-. ¿Y Lucio?

–Envié a un esclavo desde el foro mismo a su casa para que estuviera al corriente.

–Bien hecho, bien hecho. No tardará en venir aquí, igual que tú, para consultar a su hermano.

Lelio asintió y luego aproximó su rostro al de Emilia y habló en voz tan baja que ni tan siquiera Publio hijo o Cornelia menor pudieron entender lo que musitó.

–Yo también creo que es mejor que Publio no vaya mañana al Senado.

–Lo sé -murmuró Emilia como respuesta. Lelio siguió cuchicheando una vez más.

–Pero nada ni nadie podrá detener a Publio. Irá mañana y mañana se enfrentará con Catón. Son muchos años esperando este momento. Los dos llevan mucho tiempo esperando.

–Sí -admitió Emilia-, pero Catón está preparado y Publio no. Hemos de ganar tiempo, o Publio, llevado por los nervios, dirá o hará algo que dispondrá a muchos senadores en su contra.

–¿Cómo podemos evitar que Publio acuda al Senado?

Emilia permaneció en silencio ponderando la pregunta de Lelio hasta que, al fin, murmuró una última respuesta antes de despedir a Lelio.

–Yo ya no tengo ascendente sobre mi marido para influir sobre su voluntad, pero creo que alguien puede aún influir sobre él.

Y Lelio, confundido, miró hacia Publio hijo y la pequeña Cornelia. Emilia suspiró y se sintió feliz de ver que Lelio malinterpretaba el sentido exacto de sus palabras. No sería ella quien le corrigiera.

87 El último gran viaje de Aníbal

Ponto Euxino (mar Negro).

Verano de 187 a.C.

Cruzaron el Helesponto en una peligrosa navegación nocturna. La prioridad era evitar los cada vez más numerosos barcos romanos y de Pérgamo que controlaban el Egeo en general y aquel estrecho paso en particular, que era la puerta hacia el gran mar interior del Ponto Euxino. Aquél ya no era un mar griego, sino un mar de Roma, de Pérgamo y, eso sí, infestado de piratas. Pero si había algo a lo que Aníbal no temía en aquellos momentos era a los piratas, y es que él mismo era ya casi un pirata, un fugitivo sin patria obligado a vivir en un permanente destierro, sin reino, condenado a subsistir gracias al oro y plata que extrajo de Cartago y que, poco a poco, iba consumiéndose, agotándose, como su propia existencia. Pero Aníbal no se sentía, pese a todas las penalidades sufridas, vencido. Persistía en él un anhelo de libertad, un palpito de furia latente que le mantenía a él, y a todos los que le seguían, aún con fuerzas, seguro de sí mismo, allí, en pie, en la proa de aquel barco cretense, navengando hacia el Ponto Euxino.

–Cruzaremos todo este mar, de un extremo a otro, Maharbal -dijo Aníbal mirando un horizonte donde el alba empezaba a despuntar.

Muchos eran los reinos que el Ponto Euxino bañaba con sus aguas y Maharbal, como siempre atento a los comentarios de su general, estaba confuso sobre el destino final de aquel viaje.

–¿Adonde vamos, mi general?

Aníbal se volvió un momento hacia Maharbal y luego volvió a encarar el viento del norte contra el que los remeros tenían que luchar para avanzar en aquella larga travesía. El general había mantenido en secreto el nombre del reino hacia el que navegaban. No quería que ninguno de sus veteranos, en un descuido absurdo, tras varias copas de vino en cualquier taberna de cualquiera de las bahías en las que habían atracado para aprovisionarse, pudiera dar pista a nadie sobre la ruta que seguían. Pero ya estaban cerca del final del viaje.

–Vamos a Armenia, Maharbal.

–¿Armenia? – Maharbal no parecía muy convencido. Y no era para menos. Armenia era parte del Imperio seléucida y, tras el desastre de la batalla de Magnesia, era impensable que el rey Antíoco III volviera a acogerles. Nada importaba que aquella derrota fuera culpa del propio rey y de sus generales que no hicieron nunca caso de los sabios consejos de Aníbal, pero el propio Aníbal le habló para tranquilizarle.

–No te preocupes, Maharbal. Sé lo que estás pensando. Armenia ya no está bajo el dominio de Antíoco. – Aníbal hablaba mirando al mar, hacia un horizonte cada vez más azul, donde los primeros rayos del sol despuntaban iluminándolo todo, como si trajeran una nueva esperanza a aquellos que ya lo tienen todo perdido-. He hablado con muchos de los piratas de Creta mientras estuvimos allí, en las largas noches de insomnio, mientras Imilce languidecía. Muchos de los sátrapas del Imperio seléucida se han rebelado contra Antíoco tras la derrota de Magnesia. El ejército de Siria está descompuesto y el rey tiene que pagar enormes cantidades de dinero a Roma en concepto de indemnización por la guerra. De hecho no está claro si Antíoco sigue vivo o ha muerto en Oriente. Los piratas están atentos a todo esto porque sueñan con capturar alguna de las naves cargadas de oro que tendrán que partir de Siria hacia Roma con los pagos por la guerra. Es algo parecido a lo que se nos exigió a nosotros tras la derrota de Zama. Sólo que Antíoco ha intentado conseguir el dinero incrementando los impuestos de los pequeños reinos que tenía sometidos y han sido varios los que se han rebelado contra él aprovechando su debilidad y así evitando tener que pagar las cantidades de oro y plata y grano que Antíoco ha exigido para sí mismo y para Roma. Y la propia Roma, como no podía ser de otra forma, ha amparado y reconocido esos nuevos territorios. Armenia se ha constituido en uno de esos nuevos reinos independientes bajo el gobierno de Artaxias.

–Recuerdo a Artaxias -respondió Maharbal-. Creo que le vimos alguna vez en Antioquía y ¿en Magnesia? ¿No fue el propio Antíoco el que le puso en el gobierno de Armenia?

Aníbal volvió de nuevo a mirar a Maharbal.

–Así es -dijo sonriendo-. Recuerdo con precisión que estaba a favor de mi plan de ataque en Magnesia. Lo que he averiguado hace poco es que Artaxias se ha tomado muy en serio su cargo, hasta el punto de autoproclamarse rey y declararse independiente y ajeno a las exigencias de la debilitada Siria. Ahora está construyendo nuevas fortificaciones por toda Armenia. Se está preparando para una posible guerra que tendrá lugar cuando Antíoco o quien gobierne Siria y los restos de su imperio recomponga el ejército. Artaxias valorará nuestros servicios. Es ambicioso, pero no imbécil. Sabrá ver que le podemos ser útiles. – Y se dio la vuelta de nuevo hacia el mar, hacia donde señaló con el dedo extendiendo su brazo derecho-. Navegaremos ahora hacia el este, a lo largo de la costa de Bitinia primero, luego el Ponto, pasaremos por delante de Amisos y seguiremos hasta superar el valle del río Lykos.

Maharbal asentía mientras miraba hacia la costa, al sur, donde señalaba Aníbal.

–Pero el valle del Lykos es ya Armenia. Podríamos desembarcar allí -comentó Maharbal mientras se esforzaba en recordar los mapas que había visto de aquella región durante su estancia en Antioquía.

Aníbal negó con la cabeza.

–No. Armenia se ha dividido en dos: el valle del Lykos es la Armenia Menor, que ha quedado bajo el gobierno de Zariadres, de quien no me fío tanto, y la Gran Armenia, que es la que gobierna Artaxias, es más segura. Ésta se extiende desde el valle del río Fasis hasta los lagos de Urmia y Van. Fondearemos en la desembocadura del Fasis, en un puerto que lleva el mismo nombre que el río. Allí contactaremos con las tropas de Artaxias y nos daremos a conocer.

Maharbal afirmó un par de veces con la cabeza. El general parecía, una vez más, tenerlo todo bien planeado. Los dos hombres, compañeros de mil batallas y hermanados en el destierro, se quedaron mirando la costa norte de todos aquellos reinos asiáticos que se habían rebelado contra Siria. Eran la muestra inequívoca de que el imperio de Antíoco se desvanecía como un sueño, como las cenizas que desparrama el polvo tras una larga noche de hoguera.

88 Las caricias de Areté

Roma, julio de 187 a.C.

Emilia escuchaba atenta. La casa estaba en una calma tensa. Los esclavos se habían recogido en la cocina, Cornelia menor y Publio hijo dormían en sus habitaciones y sólo se escuchaba el murmullo de la conversación entre Publio y su hermano Lucio en el tablinium. Tenían mucho de que hablar. Como era previsible Lucio había venido en busca de consejo y su hermano le había recibido con los brazos abiertos asegurándole nada más entrar, confirmando el temor de Emilia, que él mismo le acompañaría al Senado a la mañana siguiente. Fue en ese momento cuando Lelio se despidió de ellos y cuando la propia Emilia se retiró a su dormitorio. Ella sabía que su marido estaba resentido con ella por su oposición a acudir al Senado y sabía que Publio no dormiría con ella aquella noche, como tantas otras desde que retornara de Asia. Nada era ya lo mismo entre ellos. Muchas cosas, muchos sentimientos se habían roto, pero quedaba la familia y había que preservarla de los ataques de Catón que sólo buscaba la destrucción completa de los Escipiones y los Emilio-Paulos, y para salvar a la familia Emilia estaba dispuesta a todo. Así que no lo dudó.

Las voces lejanas de su esposo y su cuñado le llegaban como un murmullo distante que resultaba incomprensible, pero que le indicaba que ambos permanecían en el tablinium. Emilia Tercia se levantó despacio y se sentó en la cama. Lo había meditado bien. Salió de la cama pero no se calzó las sandalias y así, con los pies desnudos sobre el frío suelo de piedra, se deslizó por el atrio sin ser vista por su esposo y su hermano que permanecían ocultos tras la pesada cortina del tablinium. Emilia alcanzó la puerta que daba acceso a las dependencias de los esclavos. Pasó por delante de varias habitaciones hasta llegar a la cocina, justo al final de la casa. Ésta estaba ligeramente excavada en el suelo de forma que el fuego de su chimenea pudiera usarse como horno desde el que se proyectaba el calor necesario para actuar de calefacción del resto de la casa al filtrarse por la red de conductos subterráneos que partían desde la cocina hacia el resto de dependencias de la domus. Emilia descendió las escaleras con tanto sigilo que se situó en medio de la estancia sin ser advertida por sus esclavos. Dos mujeres mayores cortaban verduras en una esquina; Laertes, el atriense, estaba limpiando un pollo recién sacrificado con destreza, y Areté, junto al fuego, al abrigo del calor y de la luz, cosía una túnica desgarrada de Cornelia menor. Emilia se detuvo junto a la chimenea. Su sombra alargada, proyectada por el fuego vibrante del lar, llamó la atención de Laertes que, sorprendido, se revolvió cuchillo en mano contra la aparición de alguien que no esperaba. Al identificar a la esposa del amo, el atriense, avergonzado y asustado por haber esgrimido un cuchillo contra su ama, dejó el utensilio de cocina sobre la mesa y se quedó quieto, fijos sus ojos en el suelo. Emilia miró a su alrededor, a las dos mujeres mayores y a Laertes, y todos, al verla allí, frente a Areté, comprendieron la orden sin necesidad de que el ama desplegara los labios. Los tres subieron la escalera y dejaron a la esposa y a la amante del amo de la casa a solas junto al fuego de la chimenea de la cocina. Nadie se sorprendió. Más tarde o más temprano la ira de la señora de la casa tenía que descender hasta la cocina.

Areté dejó de coser y se levantó despacio en señal de respeto, pero Emilia alzó su mano izquierda haciendo el gesto que la invitaba a volver a sentarse. Areté tomó de nuevo asiento en su pequeña sella y permaneció en silencio mirando al suelo. Emilia se volvió hacia las llamas del fuego. Temblaban como sobrecogidas por el fragor del calor que ellas mismas generaban.

–Mi marido te buscará esta noche, como tantas otras noches -dijo Emilia.

Areté no sabía bien qué responder. Desde que el amo la trajera a aquella casa desde Asia nunca había hablado con su esposa. Imaginaba el rencor y la rabia que debía sentir aquella mujer hacia ella y procuraba no alimentar aquel odio siendo lo más discreta posible y procurando evitar al ama en todo momento. Tampoco alardeaba Areté ante el resto de esclavos de la especial relación que mantenía con el amo, pero no podía negarse a satisfacer las ansias del señor de la casa. Ahora, ante las palabras del ama, Areté no sabía bien qué decir, así que guardó silencio, asustada.

Emilia agradeció que la muchacha permaneciera callada. Si había algo a lo que no había venido era a discutir o hablar tan siquiera con la amante extranjera de su esposo. No. Era otro el objetivo de aquella visita. Pero ¿la entendería bien aquella muchacha?

–¿Me entiendes bien cuando te hablo? – preguntó Emilia en latín volviéndose hacia la esclava.

–Sí, mi señora. – Areté llevaba suficiente tiempo en Roma y su natural predisposición a integrarse en el entorno que la rodeaba había hecho que aprendiera aquella lengua extraña con rapidez.

Emilia asintió un par de veces, como para autoconvencerse una vez más de que iba a hacer lo correcto.

–Mi marido quiere acudir mañana al Senado, ¿me entiendes?

Areté asintió.

–Bien -y continuó Emilia, de pronto, como un torrente-, pues no debe hacerlo. Mi esposo no debe acudir mañana al Senado. He intentado persuadirlo pero… -le costaba rebajarse a admitir la pérdida de influencia sobre su esposo y más ante su joven e impertinentemente hermosa amante; y es que Areté, a la luz de aquel fuego, estaba tan radiante que a Emilia se le revolvían las entrañas, pues era consciente de que esa luz que iluminaba la bella faz de Areté era la misma que descubría con impasible nitidez cada una de las arrugas de su propio rostro-, he intentado persuadirlo, te digo, pero no he podido. Como él

vendrá a ti esta noche, eres tú quien debe convencerle de que no vaya al Senado mañana.

Areté abrió la boca y la volvió a cerrar. Nunca había intentado persuadir al amo de nada. Ella se limitaba a dejarse hacer y a mostrarse cariñosa y dulce con el amo. No sabría ni por dónde empezar, ni qué hacer ni qué decir.

–Lo entiendo, mi señora, pero… pero no sé cómo voy a poder hacer eso que me ordena…

Emilia la interrumpió con furia, pero conteniendo el volumen de su voz para que nadie la oyera más allá de las paredes de la cocina.

–Haz lo que sea que hagas todas las noches con él, pero convence a mi marido de que no vaya al Senado mañana o todo el rencor que vengo almacenando en mi pecho contra ti, te juro por todos los dioses, que lo descargaré contra tu frágil persona el primer día que me sea posible, y tanto tú como yo sabemos que mi marido está enfermo y que más tarde o más temprano te quedarás aquí, sola y sin su protección, a mi merced.

Areté abrió los ojos de par en par. Unos malditos ojos hermosos que irritaban aún más a Emilia y eso que la mirada no era desafiante, sino de miedo. Emilia inspiraba y espiraba aire con intensidad. Esperaba allí, en pie, descalza, tensa, la respuesta de una maldita esclava.

–Lo intentaré, pero no sé si podré conseguirlo -respondió Areté con un fino hilo de voz.

–¡Por Castor y Pólux, esclava, eres mucho más hermosa de lo que imaginas; dispones de armas que yo ya he perdido hace tiempo! Si no eres capaz tú de convencer a mi marido, nadie lo hará, y si acude mañana al Senado… -Emilia se detuvo, ¿qué podía entender aquella mujer de la política de Roma?

–¿Le matarán? – preguntó Areté con ingenuidad.

–Le matarán con palabras, que es una muerte aún peor, porque te dejan vivo para que presencies tu propia caída, eso harán sus enemigos. Es una trampa y él no lo ve, no lo ve… -Y Emilia se volvió hacia el fuego para ocultar las lágrimas de impotencia que emergían de sus ojos y que fluían cálidas por sus mejillas ajadas por el tiempo.

Areté se levantó despacio.

–Juro a mi ama que haré todo lo que pueda para que el amo no vaya mañana al Senado.

Emilia enjugó con rapidez las tibias lágrimas con la manga de su túnica, y dando la espalda a Areté dio media vuelta y ascendió por las escaleras sin decir nada. Ya se había rebajado mucho más de lo que había pensado como para encima dar gracias a aquella insufrible y hermosa esclava griega.

Publio entró en la habitación de Areté justo al empezar la seconda vigilia, bien entrada la noche, cuando ya todo el mundo dormía. Acababa de despedir a su hermano tras asegurarle que él mismo le acompañaría a la sesión del Senado del día siguiente y que estaría junto a él para apoyarle en todo. No le había dicho nada sobre los temores de Emilia. Seguía considerándolos exagerados y hasta ingratos: él debía estar junto a su hermano, como siempre había sido en su familia. Era cierto que aquello no era más que una consulta de los tribunos de la plebe, pero su no asistencia podría ser malinterpretada por todos, como si se alejara de su hermano y eso, sin duda, lo aprovecharía Catón para lanzarse sobre Lucio con todos sus secuaces y humillarle ante el resto de senadores y, si le era posible, incluso promover una acusación formal por malversación de fondos del Estado contra él por la campaña de Asia, y eso no iba a ocurrir; él no iba a permitir que eso ocurriera. Publio estaba seguro de que su sola presencia en el Senado sería suficiente para acallar las críticas y hacer que todos fueran muy cautos con las palabras que se pronunciaran.

Areté yacía, aparentemente dormida, bajo una manta de lana, en su lecho. La esclava disponía de una habitación para sí sola, con una pequeña ventana elevada que permanecía abierta durante las cálidas noches de verano para mantener una ventilación adecuada. Los esclavos solían dormir juntos en dos o tres habitaciones, pero Areté tenía un status especial en la casa de Publio Cornelio Escipión. De ese modo el amo podía acudir a visitarla en cualquier momento y disfrutar de la muchacha y sus placeres en la discreción de aquella habitación. Publio, como Emilia había intuido, no tenía ganas de acudir aquella noche al dormitorio conyugal para encarar de nuevo los reproches y las dudas de su esposa. Tampoco era aquélla la primera noche que no iba a su dormitorio y Emilia estaba acostumbrada a esas intermitentes ausencias nocturnas. Publio evitó pensar en el dolor que aquello podría producir en su esposa y para ello se sentó en una pequeña sella frente al lecho de su amante y deleitarse así contemplando las sensuales curvas que la manta sugería bajo su suave tejido. Areté, como un felino de sueño ligero, abrió los ojos despacio. Al ver a su amo frente a ella no dijo nada y se limitó a sonreír.

Publio se sintió especialmente agradecido por aquella sonrisa. Eso era lo que le encandilaba de aquella muchacha. Él podía conseguir cientos de mujeres hermosas si lo deseaba, en la gran casa de la lena de Roma, en cualquier otro prostíbulo de lujo o comprando cualquier otra esclava complaciente, pero Areté, desde un principio, pareció mostrarse a gusto estando con él. Quizá fuera un sentimiento fingido, pero, en cualquier caso, era tan agradable, en medio de aquella noche de tensión y preocupación, encontrarse con una mujer tan hermosa y, al menos en apariencia, tan feliz de ser visitada por él, que Publio decidió abandonarse a esa mezcla de placeres físicos y sentimentales que suponía yacer con Areté.

La muchacha salió de la cama y se arrodilló ante él aún con la fina manta de lana cubriendo su piel a modo de capa que, partiendo del cuello, se deslizaba por su espalda. Ante un tirón que su amo hizo del tejido que cubría su cuerpo, la muchacha no dudó en, sin levantarse del suelo, deshacerse de la manta y quedar desnuda arrodillada ante su amo. Areté se ocupó entonces de acariciar las piernas de su señor mientras éste se levantaba y se desvestía. Cuando el amo quedó desnudo, la joven se centró en acariciar primero con sus pequeñas manos las grandes y fuertes manos de su señor y, luego, con dulces besos de su boca entreabierta, Areté hundió su rostro en el regazo de aquel hombre que la protegía, la poseía y, ella estaba segura, la amaba.

Pasaron pronto al lecho y en la cama la muchacha se afanó en proporcionar todo el placer del que era capaz a su amo y dueño. La mente de Publio se vaciaba de preocupaciones durante unos intensos minutos, mientras que, por el contrario, la cabeza de la muchacha bullía por dentro. En un principio había pensado en negarse a yacer con el amo para de esa forma chantajearle y conseguir que no fuera al día siguiente al Senado, pero en seguida desechó la idea por absurda: era una esclava y no podía negarse a yacer con su amo. Podía, eso sí, mostrarse menos complaciente, menos deseosa de hacer el amor con él, pero también abandonó esa idea. No. Areté comprendió que el camino debía ser diferente: primero complacería a su señor tanto o más que cualquier otra noche, luego, aprovechando la calma de su amo, intentaría influir en él. Más tarde. Al amanecer.

La noche pasó casi como por ensalmo. Por la pequeña ventana entraba sólo un leve resplandor que anunciaba la llegada de la hora prima, pero que, no obstante, era suficiente para despertar a Areté. A su lado yacía su amo, dormido y relajado. La noche había sido intensa en juegos amorosos. El amo se había mostrado más necesitado de caricias que de sexo y ella había sido generosa con las primeras y complaciente en lo segundo. Su señor estaba, sin duda, nervioso. Areté le contemplaba mientras el amo abría los ojos. Había llegado el momento de intervenir. La joven se levantó y se puso a respirar agitada en una esquina, sentada sobre la sella de la habitación, cubierta por su túnica, arropándose con los brazos, como si tuviera frío o miedo o todo a la vez.

–¿Qué te ocurre, mujer? – preguntó Publio mientras se incorporaba en la cama y buscaba su ropa para vestirse.

Areté, al principio, no articuló palabra. El amo insistió con vehemencia, ya levantado y poniéndose su túnica, pensando en que o bien iba a su dormitorio para ponerse la toga viril o bien hacía que otro esclavo se la trajera hasta allí para así evitar a Emilia.

–¿Qué te ocurre? Habla. No tengo tiempo para tonterías esta mañana.

–No es nada, mi señor. Es sólo un mal sueño.

–¿Un mal sueño? ¿Eso te asusta tanto? Estate tranquila que en esta casa nunca te pasará nada malo.

Areté asintió, pero en su faz permanecía la preocupación. Como observó que el amo no tenía tiempo para largas conversaciones fue directamente al grano.

–Mi temor no es por mí, sino por mi señor.

Publio cerró la puerta que acababa de abrir y no llamó al atriense como había decidido.

–¿Por mí?

–Sí, mi señor. – Areté habló con rapidez, como para sacudirse el propio miedo con el que hablaba-. He soñado que si el amo acude al Senado esta mañana algo terrible le ocurrirá. Mis sueños suelen cumplirse, mi señor. Es mejor que el amo no acuda al Senado.

Publio transformó la relajada expresión de su cara en un rictus tenso y despreciativo. Había pasado la noche con Areté precisamente para evitar este tipo de discusión absurda con su propia esposa y ahora su amante esclava le venía con los mismos miedos.

–Eso es una tontería. ¿Y cuándo has tenido tú sueños premonitorios antes?

Areté se dio cuenta de su fallo, pero procuró corregirlo lo mejor que pudo, de la única forma en la que se corrige una mentira: con otra aún mayor.

–Siempre, mi amo, pero como nunca eran sobre el amo nunca lo había comentado antes.

Publio la miraba con desconfianza. En su cabeza emergían los enemigos que le acechaban y el recuerdo de pasadas traiciones de esclavas aparentemente fieles a él o a sus mejores amigos venía a su mente como un caballo desbocado. Areté había hablado con alguien y estaba intentando convencerle para que no acudiera al Senado. El recurso del sueño era demasiado burdo.

Areté no necesitaba esperar la respuesta de su amo para saber que había fracasado por completo. Lo que no esperaba era haber despertado además viejos temores del pasado.

–¿Con quién has hablado, esclava?

La utilización de la palabra esclava y el tono casi gélido de su amo advirtieron a Areté de que no era momento de rodeos, pero, al mismo tiempo, no quería traicionar tampoco a su señora. No sabía qué decir. El silencio no pareció suficiente para su señor.

–¡Por Júpiter! ¡Habla, esclava! ¿Quién ha hablado contigo para pedirte que me persuadieras de no ir al Senado?

Areté abandonó la sella y se acurrucó en una esquina. Nunca había visto así a su amo. El señor siempre se había mostrado delicado, suave, amable con ella. Ni siquiera le había gritado ni una sola vez, y tampoco la llamaba esclava. Sin duda, su amo debía tener enemigos poderosos y algo había dicho ella inapropiado, pero no sabía qué podía haber sido ni cómo enmendar el error sin delatar a su ama, algo que tampoco deseaba hacer, pues eso sólo incrementaría aún más el rencor de la señora hacia ella y eso era un asunto que ya la preocupaba bastante como para hacer algo que lo empeorara, pero el amo se acercaba, enfadado, preguntando ya sin gritar, pues controlaba la voz para no llamar la atención del resto de la casa. La furia creciente estaba marcada en cada facción del rostro de su señor.

–¿Quién ha hablado contigo? Dime, ¿ha sido Catón o alguno de sus secuaces? Dime, ¿ha sido Catón? ¿Ha sido Catón?

Areté se acurrucaba aún más. Y, casi como un acto reflejo, cogió en su mano derecha la pequeña imagen del dios Eshmún que su padre le regalara antes de abandonar Sidón. Quizá el ama tuviera razón y ese Catón del que hablaba el amo fuera un enemigo terrible y estuviera dispuesto a hacerle daño al señor, pero ¿qué decir…? Una bofetada en medio de su rostro la hizo caer al suelo, derribada, sorprendida, aterrada. Nunca antes le había pegado el amo.

–Ha sido la señora, mi amo, ha sido la señora, mi amo… -Y retornó a la esquina para ahogar sus sollozos con su rostro vuelto hacia la pared, aterrorizada, esperando recibir nuevos golpes mientras volvía a cerrar los ojos y a aferrarse a su pequeña imagen del dios Eshmún. De pronto Areté sintió un tirón brutal en su cuello y la imagen del dios desapareció de su mano. Al alzar la vista, Areté vio que su amo había arrancado el colgante de su cuello rompiendo de un tiro el fino cordel de cuero.

–¿Qué es esto? – preguntó Publio mientras sostenía con una mano la imagen del dios con una serpiente y, al tiempo, mantenía la otra mano en alto dispuesto a abofetear de nuevo a Areté. La joven esclava lloraba mientras respondía.

–Es sólo la imagen de mi dios, del dios Eshmún, es mi dios, sólo mi dios… me lo dio mi padre… me lo dio mi padre… es todo lo que me queda de él… es sólo mi dios… una vez le recé a él para que el amo se recuperase… es sólo mi dios… un dios que cura…

Publio Cornelio Escipión bajó la mano con la que había estado a punto de abofetear a Areté por segunda vez. Se quedó en pie, mirando la palma abierta. Nunca hasta entonces había golpeado a una mujer. Miró la imagen de aquel dios extranjero y, despacio, se acercó a la muchacha y le devolvió el colgante. Areté lo cogió en sus manos y enterró a Eshmún entre sus dedos nerviosos y regó la imagen con sus lágrimas.

Mientras, el princeps senatus, el hombre más poderoso de Roma, también el que más enemigos había acumulado en su vida militar y política, se sentaba sobre el lecho de sábanas revueltas de la habitación de Areté. Era su propia esposa la que había hablado con la muchacha y él la había golpeado. Los sollozos de la joven esclava, medio ahogados, se esparcían por la habitación en la que había yacido con ella y en la que había recibido todas sus caricias y besos. Publio sacudió al cabeza en silencio. ¿Qué le estaba pasando? Traicionaba a su mujer y maltrataba a su amante. ¿En qué se estaba convirtiendo? ¿Qué sería lo siguiente? También había perdido la confianza de su hija pequeña. Y su hijo apenas hablaba con él. Lejano, siempre distante. Lo único bueno de todo aquello es que no había ningún sueño premonitorio.

–Las mujeres no deberíais inmiscuiros en política. Quizá eso sea lo único en lo que esté de acuerdo con Catón -dijo Publio mirando al suelo, hablando a sí mismo. Se levantó despacio y salió de la habitación. Areté se levantó y, aún algo temblorosa, se echó sobre la cama, se acurrucó y continuó llorando en silencio. No se trataba sólo del golpe del hombre de quien dependía, eso le preocupaba, sin duda, pero no tanto como el hecho de que acababa de traicionar al ama. Eso no podía traerle nada bueno. La puerta se entreabrió y la silueta de otro hombre corpulento se dibujó con la tenue luz que llegaba del pasillo. Areté reconoció la figura de Laertes y no sintió miedo. Sabía que gustaba a aquel hombre, como a cualquier otro, pero era alguien que se había mostrado considerado con ella y que no la miraba con envidia o con lujuria desmedida, como hacía el resto de esclavos de la casa.

–¿Estás bien? – peguntó Laertes en voz baja.

–Sí, estoy bien.

El atriense asintió y, sin decir más, salió de la habitación y cerró la puerta despacio. Areté se dio cuenta entonces de que era la primera vez que un hombre le hacía esa pregunta, desde que era niña y su padre le preguntaba aquello cada noche, antes de acostarla. Areté hizo un nudo a los extremos cortados del cordel de cuero y, rehecho el hilo del que pendía el colgante de Eshmún, volvió a ponerse alrededor del cuello la imagen de su dios.

Emilia vio a su esposo salir de la habitación de Areté desde el fondo del pasillo, oculta tras la cortina que daba acceso al atrio. Había oído también como Areté, tras un golpe seco, confesaba que era ella la que la había inducido a intentar detenerle, pero aquella traición de la esclava no era lo que le preocupaba. En seguida, por un pasillo que acortaba el camino, sin pasar por el atrio, Emilia se metió en el dormitorio en espera de que Publio llegara. Se acostó y se tapó con las sábanas. No dijo nada mientras su esposo entraba, se hacía con la toga que debía ponerse para el Senado y salía con rapidez de la habitación. En cualquier otra ocasión ella misma le habría ayudado a ponerse bien la toga, pero en aquellas circunstancias, sabía que su marido estaría más cómodo con la ayuda y la compañía de Laertes. Emilia sabía que Areté había fracasado. Por dentro sintió una confusa mezcla de sentimientos: fracaso y satisfacción entrelazados, fruto del temor de verle partir hacia el Senado, junto con la inevitable alegría de saber que donde ella no triunfó tampoco lo conseguía la irritante hermosura de Areté. Era aquélla una muy pequeña victoria, pero una victoria al fin que la recompensaba de tanta traición: su marido acudía al Senado por puro convencimiento, porque estaba persuadido de que debía respaldar a su hermano. Aquél era un noble sentimiento. Quizá no era tan horrible constatar que su marido aún conservaba algo de nobleza en su corazón. La lástima era que esa misma nobleza era de la que Catón se estaba aprovechando para atacarle en público. Quizá al final no pasara nada y todo aquello fuera sólo una visión distorsionada y exagerada por parte suya. Los dioses decidirían. Emilia se levantó. Lo conveniente en cualquier caso sería hacer un buen sacrificio a los dioses Lares y Penates de la casa y rogar a ellos y al resto de dioses por la protección de su esposo, de su hermano, de toda su familia.

89 La pregunta de Spurino

Roma, julio de 187 a.C.

Estaba todo el mundo. El Senado bullía como pocas veces antes. A muchos les venía a la memoria las no tan lejanas tumultuosas sesiones durante la larga guerra contra Aníbal, cuando se debatió sobre el destino de las legiones V y VI tras la batalla de Cannae o cuando Fabio Máximo y Publio Cornelio Escipión se enfrentaron sobre la forma adecuada de conducir la guerra contra Cartago. Todos presentían que la nueva sesión podría alcanzar un grado de tensión similar. Sólo había una diferencia importante. Aquel día todos los bancos estaban llenos, no había huecos en las gradas de la Curia Hostilia. Durante la guerra de Cartago muchos senadores caían muertos y la Curia llegó a estar medio vacía por la ausencia de los patres conscripti caídos en el frente, pero desde entonces, en medio de la emergente opulencia de la victoriosa Roma, todos los senadores abatidos habían sido reemplazados por hombres de confianza de cada una de las dos facciones dominantes en el Senado: unos proclives a Publio Cornelio Escipión y su familia, donde primero familiares como los Násica y amigos como los Emilio-Paulos tenían una presencia preponderante con Publio Cornelio Násica, Lucio Emilio o Emilio Régilo, junto con Cayo Lelio, Acilio Glabrión, Domicio Ahenobarbo, Marco Fulvio Nobilior, Minucio Termo, Publio Aelio, Elio Peto o Cneo Manlio Vulsón, que completaban el nutrido grupo de fieles a los Escipiones ante cualquier ataque de la facción opuesta. Muchos de ellos habían sufrido en sus propias carnes las maniobras mortíferas de Catón y tenían claro que se alinearían con Escipión pasara lo que pasara. Frente a ellos, Marco Porcio Catón, junto al veterano Lucio Valerio Flaco y Spurino, había maniobrado para incorporar a las entrañas del Senado a muchos fieles a la vieja causa que antaño liderara Fabio Máximo y que ahora encabezaba el veterano Catón con osadía para arrinconar a los Escipiones e impedir que se hicieran con el control absoluto del Estado. Junto a estos fieles a Catón, la familia Sempronia, dirigida por el heroico y muy respetado Tiberio Sempronio Graco, emergía como un clan con cierto grado de independencia pero que con claridad, durante los últimos años, se decantaba cada vez con más intensidad a favor de los postulados de Marco Porcio Catón. Así, la familia Sempronia inclinaba la balanza claramente del lado de los que buscaban derribar a Publio Cornelio Escipión de su posición privilegiada de princeps senatus, por ser el senador más veterano de todos los presentes, además de ser el más valorado por un pueblo que no olvidaba, al menos de momento, que en los peores tiempos de la lucha contra Aníbal, fue él y nadie más que él quien surgió de entre todos los generales de Roma para conducirles a una victoria que todos daban ya por imposible.

En un atril, al fondo de la gran sala, en el centro del espacio entre las gradas de la Curia, el senador asignado como presidente de aquella sesión se afanaba en aclararse la garganta haciendo el máximo ruido posible en un vano intento por que los murmullos cesaran y de esa forma poder dar comienzo al debate. El presidente, en coordinación con el pretor urbano y otras autoridades de Roma, había solicitado que, excepcionalmente, hubiera legionarios armados custodiando el Senado en previsión de lo que pudiera ocurrir, pese a que ello contraviniera la costumbre de no admitir hombres armados en elpomerium, en el corazón sagrado de la ciudad. A su derecha, en sendas sellae cumies, estaban los dos cónsules del momento, que no habían querido faltar a aquel encuentro. Ellos, técnicamente, eran los hombres más fuertes del Estado aquel año gracias a su reciente elección como magistrados supremos del gobierno del Estado y, sin embargo, ambos eran conscientes de que los dos poderes auténticos en liza aquella mañana, Publio Cornelio Escipión y Marco Porcio Catón, eran, en realidad, los hombres que regían con mano de hierro los destinos de Roma. Y, al mismo tiempo, todos interpretaban que tal era el poder de Africanus que el todopoderoso Catón sólo se había atrevido a instigar una pregunta incómoda para los Escipiones promovida desde fuera del Senado, lanzada por los tribunos de la plebe, por hechos relacionados directamente sólo con el hermano del intocable Publio Cornelio. Así, a la izquierda del presidente, sentados en sellae normales, de acuerdo con la modestia que se esperaba del cargo público de tribuno de la plebe, estaban los dos tribunos de ese año, leales los dos a Catón hasta la médula, Quinto Petilio y Spurino, a la espera de que el presidente pusiera orden y así poder presentar su pregunta diseñada en una villa muy próxima a Roma, rodeados de las plantaciones de vides y olivos de Catón y, para disgusto de Spurino, también rodeados de unos almacenes repletos de malolientes puerros. A Spurino, el más veterano de los dos tribunos y quien por ello estaba encargado de formular la pregunta directamente al Senado cuando se le concediera la palabra, le parecía que el olor a puerro aún no se le había ido de la toga viril que lucía, pero sabía que aquel olor del que se impregnaba su ropa siempre que iban a la villa de Catón era tan sólo un muy pequeño pago que debía asumir por estar conducidos por el más agudo de todos ellos en aquel enfrentamiento sin parangón en el pasado, pues nunca antes un senador de Roma había alcanzado el poder y el prestigio de Africanus y nunca antes había llegado el momento de intentar detener el ascenso imparable de un senador como aquél, de uno de ellos, que, no obstante, podía conducirlos hacia el inexorable retorno de la odiada monarquía.

–¡Atención! ¡Por todos los dioses, atención! – empezó a decir el presidente elevando el tono de su voz con gran potencia por encima de los interminables murmullos de los senadores-. Quod bonum felixque sitpopulo Romano Quiritium referimos ad vos, paires conscripti! [¡Referimos a vosotros, padres conscriptos, cuál es el bien y la dicha para el pueblo romano de los Quirites!] -aulló para hacerse oír al fin al introducir la fórmula que marcaba la apertura de la sesión; las conversaciones se detuvieron y así pudo continuar presentando el asunto que los había reunido aquella mañana-. El Senado ha sido convocado hoy con motivo de una pregunta que los tribunos de la plebe, haciendo uso de la potestad que las leyes de Roma les confiere, desean plantear a uno de los miembros del Senado. Por ello, de forma extraordinaria, pero de acuerdo una vez más con las leyes de Roma, cederé el uso de la palabra al tribuno de la plebe más veterano para que plantee con toda libertad su consulta al Senado. Luego permitiré que quien lo desee de entre nosotros dé respuesta o respuestas, si es que hay diferentes opiniones, al tribuno. Por supuesto, es de esperar que quien sea directamente interpelado por el tribuno responda a la cuestión que se plantee.

Y el presidente de la sesión calló y se sentó en un asiento que había justo detrás de su estrado. El tribuno Spurino se levantó despacio y, dando un par de pasos, se situó en el centro de la gran sala de la Curia Hostilia. Se aclaró la voz una vez, carraspeando con fuerza, y, al momento, empezó a hablar.

–Doy gracias al presidente y doy gracias a todos los paires conscripti aquí congregados y doy gracias por encima de todo a los dioses de Roma por haber hecho entender al Senado de la ciudad que el asunto que aquí nos trae es de vital importancia, lo que vuestra presencia al completo llenando cada uno de los rincones de esta venerable sala no hace sino subrayar. Por todo ello, pese a mis dudas, me siento algo más confiado en que esta sesión contribuya a esclarecer hechos acontecidos en la pasada guerra contra el rey Antíoco de Siria. – Y aquí se giró por primera vez y lanzó una rápida mirada a los bancos donde Publio y Lucio se encontraban, en primera fila, acompañados de Lucio Emilio y Cayo Lelio y otros senadores amigos; como esperaba, Spurino no encontró miradas amigables en ese sector, así que, como para infundirse ánimos, se volvió hacia el lado opuesto de la sala, donde Marco Porcio Catón, que se había esforzado en que Tiberio Sempronio Graco se sentara a su derecha de modo que no hubiera dudas ante el resto de la alianza que les unía aquel día, se había acomodado a la espera de ver de qué modo recibían los Escipiones la pregunta del tribuno. Spurino continuó mirando a Catón mientras hablaba, pues sentía que necesitaba el apoyo de los leves asentimientos de cabeza del veterano enemigo de los Escipiones para mantenerse firme en su discurso-. Sea entonces. Referiré primero brevemente los hechos y, acto seguido, formularé mi pregunta. En el año 564 ab urbe condita, el senador Lucio Cornelio Escipión aquí presente, en calidad de magistrado consular cum imperio dirigió la guerra contra Antíoco donde nuestras legiones salieron, como no podía ser de otra forma, victoriosas ante las desorganizadas tropas del entonces rey de Siria, guerra en la que acontecieron sucesos extraños, como el apresamiento y posterior liberación del sobrino del cónsul, sin que sepamos exactamente qué se negoció para conseguir esa liberación. – Aquí los murmullos emergieron de entre las filas de 'os senadores que rodeaban a los Escipiones, pero Spurino no había llegado al meollo del asunto que le había traído aquella mañana al Senado y sólo quería calentar el ambiente un poco, de forma que rápidamente siguió hablando elevando la voz para hacerse oír con claridad por encima del aquel murmullo-: Pero no es ése el tema que me ocupa hoy, sino que hoy me trae hasta los patres conscripti de Roma una pregunta que intenta aclarar la situación de las cuentas del Estado justo después de la victoria sobre Antíoco, y es que, es de todos sabido, se exigió al rey derrotado una serie de pagos en concepto de indemnización por los gastos que la guerra había ocasionado a las arcas de Roma y, si bien es cierto que algunos de estos pagos se ingresaron de forma efectiva en las arcas del Estado, no está tan claro qué ha ocurrido con alguna de las cantidades que el rey sirio entregó al cónsul Lucio Cornelio Escipión; en concreto… -los murmullos crecían de nuevo y Spurino, mirando al presidente en busca de apoyo, seguía hablando superponiendo su voz al murmullo y las increpaciones del presidente exigiendo silencio-, en concreto… en concreto a la magistratura que represento, es decir, al pueblo de Roma, le gustaría saber qué ha pasado con el primer pago de quinientos talentos de oro que el rey Antíoco entregó al cónsul en concepto de indemnización de guerra; eso, y no otra cosa, es lo que desearía que el ex cónsul respondiera con precisión y claridad ante el resto de patres conscripti de Roma.

Y con esas últimas palabras el tribuno dio tres pasos hacia atra se sentó de nuevo en su asiento, eso sí, siempre recorriendo con su mirada a todos los senadores, empezando por su derecha, donde se encontraba un satisfecho Catón y terminando por su izquierda, donde un Lucio Cornelio Escipión serio, con los labios apretados, le miraba a su vez con rabia contenida. Spurino estaba contento. Sin duda, a ninguno de los dos Escipiones se les habían escapado las indirectas sóbrela superioridad de las tropas romanas y su insistencia en que la victoria era algo cantado. Hasta cierto punto, de tanto pensarlo el propio Spurino estaba ya convencido de que así había sido. Y si por él hubiera sido, Spurino aún habría insistido más en ese punto de no ser porque Catón le había advertido que Graco había combatido allí y qiK innecesario enfatizar más la cuestión de la posible superioridad del ejército romano de Magnesia. Eso sí, el mismísimo Catón fue el que le había sugerido que mencionara el suceso del secuestro y posterior liberación del hijo del Publio Cornelio justo antes de la batalla de M nesia.

En el otro extremo de la sala, Lucio Cornelio, por fin, se volvió» un lado y susurró algo en el oído de su hermano. Publio negó con la cabeza y le respondió musitando cada palabra. Tenían una estntrategia para defenderse y en ella estaba que Lucio no interviniera.

–Seguiremos según lo que pensamos anoche. Dejaremos a Lucio Emilio que intervenga ahora.

Emilio Paulo estaba algo más frío con los Escipiones en losaos últimos meses, especialmente con Publio. El hecho de que Publio Cornelio mantuviera aquella relación humillante con una esclava que le había traído de Grecia hacía daño a su hermana, pero Emilia no lo menncionaba y todo se llevaba con discreción, de forma que Lucio Emilüi.io había decidido no intervenir en un asunto privado a no ser que su herrrrmana se lo pidiera expresamente. En todos los matrimonios que perdun.raban había épocas mejores y peores. Y, en cualquier caso, ahora estabasoan en juego asuntos públicos donde la alianza estratégica entre los Escipiones y los Emilio-Paulos aseguraba una posición dominante en RJRoma para ambas familias. Eso era lo esencial esa mañana, más allá doHe los asuntos privados.

Lucio Cornelio Escipión, a regañadientes, pero siguiendo el o consejo de Publio, permaneció sentado y observó cómo se levantahiiba el cuñado de su hermano y cómo éste solicitaba al presidente que s se le concediera la palabra. El presidente así lo hizo, pero antes le reco ordo que su intervención debía circunscribirse al asunto planteado poor el tribuno de la plebe.

–Así será, presidente -confirmó Lucio Emilio Paulo y, evitaicando mirar a Spurino, como si le pareciera una presencia extraña en aquuuella sala, se dirigió al resto de senadores con voz potente y clara-. Pa aatres conscripti de Roma. Se ha mencionado en la Curia hoy el nombre de uno de los más insignes cónsules de Roma, Lucio Cornelio Escipiiaión, alguien que ha extendido los dominios de Roma y la influencia de e este mismo Senado más allá del Helesponto, más allá de lo que cualquiiniera de nuestros antepasados pudo ni tan siquiera soñar. Lucio Cornetelio Escipión condujo una campaña ejemplar y lo hizo de forma brillajante superando la dura prueba de tener que combatir en territorio hosv.»stil, justo allí donde nuestros enemigos son más numerosos. Primero tujuvo que cruzar la siempre insegura Grecia y negociar con habilidad el paoaso de nuestras tropas por tierras de Macedonia para terminar combatieiendo en el corazón de Asia contra un ejército que casi le doblaba en m número. Y todo ello lo hizo con éxito, consiguiendo una impresionaninte victoria que engrandeció los recursos de las arcas del Estado de forma admirable, y aquí no me refiero a quinientos talentos, una cantidklad insignificante, sino a miles y miles de libras de oro y plata, casi incontables, que se trajeron hasta aquí gracias a los esfuerzos de Lucio Cornelio Escipión. Eso es lo que yo sé y eso es lo que todos debemos tener siempre muy presente. Lucio Cornelio Escipión, como su hermano Publio Cornelio Escipión, no han hecho otra cosa sino engrandecer el poder de Roma cada día de su vida y, muy en particular, en cada batalla en la que, con gran riesgo de sus vidas, han participado exhibiendo un gran valor y unas insuperables dotes para el mando y la estrategia militar. Lucio Cornelio Escipión. Sí, yo repito ese nombre y cada vez que lo hago sólo siento orgullo de ser conciudadano de alguien que sólo me produce admiración y respeto. Eso y nada más es de lo que yo pienso que puede hablarse en el Senado cada vez que se menciona su nombre.

Y Lucio Emilio Paulo se sentó entre las voces de aprobación del nutrido grupo de senadores amigos de los Escipiones. En el otro extremo de la sala, Marco Porcio Catón era ahora quien se movía algo incómodo y miraba a Spurino a la espera de que éste reaccionara. No hizo falta mucho empeño para que el tribuno de la plebe se alzara de nuevo y, con la venia del presidente, retomara su posición en el centro de la gran sala del Senado de Roma.

–Todo eso que nos ha contado el senador Lucio Emilio Paulo es sabido y aceptado y no he entrado yo a cuestionar estos asuntos, pero mi pregunta, muy precisa, permanece en esta sala sin obtener respuesta, y la ley me protege, me ampara en este punto, y la ley misma exige que se me satisfaga con una respuesta clara. ¿Dónde están los quinientos talentos de oro que el rey Antíoco de Siria entregó a Lucio Cornelio Escipión como primer pago en concepto de indemnización por los gastos de la guerra de Asia? – Varios senadores de la facción de los Escipiones se alzaron de sus asientos e increparon al tribuno, que permanecía en el centro de la sala desafiante-. Repito, repito… -Y levantó la voz aún más para hacerse oír por encima del griterío general-. ¿Dónde están esos quinientos talentos de oro que pertenecen a Roma?

El presidente se levantó en su estrado.

–¡Silencio, senadores, silencio, paires conscriptil ¡Silencio por Castor y Pólux, silencio todos! – Las voces fueron callando muy poco a poco y, al fin, el presidente pudo hablar con cierto sosiego-. La pregunta la formula el tribuno de la plebe, pero me corresponde a mí evaluar, en calidad de presidente, si ha sido respondida o no y, a mi parecer, no ha sido satisfecha y debo rogar que el Senado dé respuesta a la misma para que el tribuno de la plebe encuentre la respuesta que exige de acuerdo con las funciones que las leyes de Roma le otorgan. Y exijo a quienes más saben de este asunto que respondan -concluyó el presidente mirando hacia el grupo de los Escipiones y sus amigos.

Fue entonces Cayo Lelio el que se alzó. Tenía asignado por los Escipiones el segundo turno en la respuesta si es que se llegaba a eso y parecía que así era.

–Todos me conocéis. He participado en innumerables campañas en todos los confines del mundo, siempre al servicio de Roma, y aunque he estado en muchas ocasiones al servicio de los Escipiones también lo he hecho al servicio de otros generales, y si hay algo que tengo claro es que tras una victoria legítima el general tiene derecho, por las costumbres de nuestros antepasados, a disponer del botín de guerra y distribuirlo entre sus oficiales y legionarios como considere mejor. Así ha sido siempre y no veo qué sentido tiene plantearse ahora qué ocurrió o dejó de ocurrir con una pequeña suma entregada a las legiones victoriosas de Asia justo tras la batalla de Magnesia. ¿Es que han cambiado ahora las costumbres? ¿Es que lo que hacían nuestros antepasados era inapropiado? ¿Es que el tribunado de la plebe ha de decirnos ahora, a los senadores de Roma, qué debemos hacer con el botín tras una batalla gloriosa para todos y que a todos, al fin y al cabo, trajo riquezas, incluido al pueblo de Roma, especialmente para el pueblo de Roma?

Y tras esa intervención, breve pero intensa, Cayo Lelio se sentó entre el reconocimiento de los senadores amigos de Escipión y los Emilio-Paulos. Lelio no era un gran orador, eso lo sabían todos, pero su experiencia militar era indiscutible incluso por sus enemigos, y la batería de preguntas con la que había concluido su sucinta intervención había estado bien. Mencionar a los antepasados siempre era eficaz pues removía las conciencias incluso de los más obtusos. Se veía que Lelio había adquirido mayor destreza en el Senado tras sus enfrentamientos con Catón durante el año de su consulado, justo mientras los Escipiones combatían en Asia.

Precisamente, Catón miró hacia Spurino una vez más. El tribuno apretó los labios, carraspeó y engulló la saliva sucia llevándose a sus entrañas algo más de rencor que le sirvió para, como un resorte, volver a alzarse y situarse de nuevo en el centro de la sala.

–Costumbre, sí, es que los generales victoriosos se queden con el botín de una campaña, pero los pagos en concepto de indemnización al Estado por los gastos ocasionados por la guerra, eso, eso, queridos patres conscripti, eso es dinero del Estado, dinero del pueblo de Roma, dinero de todos, y yo insisto en que quiero saber dónde están los quinientos talentos del primer pago de una extraña campaña donde se permitió huir a un rey que, curiosamente, había tenido hasta unos días antes de la batalla secuestrado al hijo del hermano del cónsul. Es una campaña extraña, con sucesos extraños y en la que las cuentas no están claras, y ya es hora de que se rindan esas cuentas -los murmullos, y algún improperio subido de tono, emergieron de nuevo entre las filas de los senadores proclives a favorecer a los Escipiones-, y ya es hora, repito, y lo gritaré si es necesario, que se aclaren las cuentas de esa campaña, porque si se ha hurtado dinero al Estado es un delito y nadie… -Los murmullos se transformaron en un torrente incontrolado de insultos e imprecaciones de senadores amigos de los Escipiones que se alzaban enfurecidos blandiendo sus puños en alto contra el tribuno de la plebe que, no obstante, obstinado, persistía en permanecer con el uso de la palabra vociferando ya no sus argumentos sino sus exigencias-. ¡Es hora, por Hércules, es hora de saber qué pasó en Asia! ¡Es hora de saber dónde está ese dinero y es hora de saber si Lucio Cornelio Escipión se ha quedado con dinero que no es suyo!

Cayo Lelio no resistió más y se levantó de su asiento y dio tres pasos hacia el centro de la sala. Emilio Paulo y dos senadores amigos más le detuvieron antes de que se acercara más al tribuno que se quedó quieto, aguardando un golpe. Sabía que un acto así sólo traería más problemas a los Escipiones. Spurino estaba exultante, se estaba cobrando con intereses, viendo el revoltijo en el que había sumido a los senadores amigos de los Escipiones, el desprecio y la humillación recibidas por el jefe del clan a su llegada victoriosa de África. Hacía años de eso, pero la venganza, cuanto más fría, más dulce.

El presidente llamó a los legionarios que custodiaban las puertas de la Curia Hostilia y ordenó que rodearan al tribuno de la plebe para protegerlo de cualquier otro posible intento de agresión. No sería extraño que hubiera puñales escondidos entre los presentes, y la sesión había alcanzado cotas de tensión desconocidas. El presidente miró entonces al princeps senatus buscando encontrar en la faz de Publio Cornelio Escipión muestras de querer, al menos, intentar controlar a sus partidarios, pero sólo encontró a un senador con una expresión gélida en el rostro que no dejaba de mirar fijamente hacia el otro extremo de la sala. El presidente se volvió entonces hacia el punto donde Escipión tenía clavados sus ojos y descubrió a Marco Porcio Catón, cómodamente reclinado en su banco esbozando un gesto completamente inusual en él: una amplia sonrisa.

Publio se volvió hacia su hermano.

–¿Has traído las cuentas?

–Sí, aquí están -respondió Lucio señalando unas tablillas de cerámica que tenía justo debajo del asiento-, pero no creo que sea buena idea…

–Dámelas -dijo Publio con sequedad-. Esto ha llegado demasiado lejos y vamos a pararlo ahora mismo. Spurino es una marioneta en manos de Catón y es estúpido hablar a través de intermediarios. ¿Quieren que rindamos cuentas? Hagámoslo -Y tomó de las dubitativas manos de su hermano las tres tablillas de cerámica, pesadas y repletas de números, que resumían la contabilidad de la campaña de Asia. Lucio no pensaba que fuera buena idea hacerlas públicas. Los quinientos talentos, como todo el mundo sabía, se los habían quedado como parte del botín, pero habían ingresado miles y miles de libras de plata y oro y miles de talentos más que recibieron con posterioridad del rey Antíoco. Era discutible haberse apropiado de aquella maldita cantidad de quinientos talentos pero, como bien había dicho Lelio, era una costumbre arraigada en las legiones de Roma aunque no estuviera escrita en ningún sitio. Y era mezquino reclamar ese dinero a quienes tanto habían ingresado en las arcas del Estado. Pero sus enemigos engrandecían actos discutibles pequeños en un intento de transformarlos a los ojos de todos en una malversación general de fondos. Quizá su hermano quería hacer ver a todos, con las cuentas en la mano, que Roma salió ganando enormemente con aquella campaña, independientemente de adonde hubieran ido a para aquellos malditos quinientos talentos, pero, en todo caso, la noche anterior nunca hablaron de exhibir las cuentas en público. Publio se estaba dejando llevar por un impulso.

Publio Cornelio Escipión se levantó de su asiento y, al instante, como cuando comandaba las legiones de Roma y se ponía al frente del ejército, todos los senadores que le apoyaban callaron por completo y tomaron de nuevo sus asientos en las gradas de la Curia Hostilia. Spurino, al verlo levantarse y avanzar hacia él, pese a estar rodeado por una veintena de legionarios armados, dio varios pasos hacia atrás hasta sentarse en la sella al fondo de la sala junto a la presidencia. Los legionarios le acompañaron y quedaron frente a ambos tribunos de la

plebe dejando el espacio central de la Curia libre mientras rogaban a los dioses que el senador Africanus no se acercara más a ellos. Muchos no sabrían qué hacer. Tenían que defender a los tribunos de la plebe, pero ninguno se atrevía a desenfundar su espada contra el mejor de los generales de Roma. Publio, para alivio de los soldados, ni tan siquiera se dignó mirar a Spurino y a su improvisada y confusa escolta armada, sino que cruzó el espacio central de la gran sala del Senado hasta quedar en pie a tan sólo dos pasos de Catón de quien, eso sí, consiguió borrar la impertinente sonrisa que había exhibido durante el altercado que había tenido lugar.

–¿Queréis que rindamos cuentas de la campaña de Asia? – dijo Publio con potente voz mirando a la cara a todos y cada uno de los senadores que envolvían a Marco Porcio Catón-. Decidme, ¿queréis que rindamos cuentas de la campaña de Asia? ¡Por Júpiter Óptimo Máximo y todos los dioses! ¿Es eso lo que queréis? – Al fin, algunos de los senadores interpelados por la furiosa mirada de Publio Cornelio Escipión empezaron a asentir, aún dubitativos, aún incluso con algo de miedo en las entrañas-. Sea pues. Aquí tenéis las malditas cuentas de la campaña de Asia en estas tres tablillas que rellenamos concienzudamente junto con el quaestor de aquel ejército consular. Aquí están cada una de las tres malditas tablas. – Y no había terminado la frase cuando arrojó las tres tablillas a los pies de un sorprendido Marco Porcio Catón haciendo que cada tabla se partiera, estallando y haciéndose añicos, repartiéndose las pequeñas porciones a los pies de los senadores enemigos de los Escipiones. El mismísimo Catón y hasta Tiberio Sempronio Graco, en un acto instintivo, levantaron sus sandalias del suelo para evitar ser golpeados por los pequeños pedazos de unas tablillas que habían quedado descompuestas ya para siempre, hechas mil pedazos.

–Ahí tenéis las cuentas de Asia -apostilló Publio Cornelio Escipión con rotundidad-. Arrodillaos y leedlas si queréis. Para mí, esta sesión del Senado ha terminado. Aquí lo único que se busca es acusarme a mí y a mi hermano con infundios sin fundamento. Sólo buscáis ensuciar el buen nombre de mi familia cuando es la familia que más ha entregado a Roma, en plata, en oro, en esclavos, en territorios conquistados y todo ello pagándolo mi familia con la sangre de mis antepasados, muchos de ellos muertos en el campo de batalla por Roma, y ahora quienes se quieren arrogar el poder decisorio de Roma nos quieren eliminar. – Y aquí se detuvo un instante y miró a su airededor. Era el momento clave. Ahora iba a darle la vuelta al ataque de Catón y ahora iba a contraatacar él-. Me hacéis una pregunta que es una pura infamia. Os responderé yo, pero no sólo de lo que me preguntáis sino de toda mi vida y de toda la vida de mi hermano, y os responderé en público. Exijo, demando -y se fue acercando poco a poco a los tribunos de la plebe hasta quedar a sólo un paso de Spurino, con dos tensos soldados entre ellos-, reclamo un iudicium populi para mí y para mi hermano. – Se levantó entonces una enorme ola de murmullos entre los senadores; en sus asientos los seguidores de Publio, su hermano, Cayo Lelio, Lucio Emilio asentían y sonreían satisfechos y perplejos al ver cómo Publio pasaba de defenderse a atacar con la ley en la mano, la misma ley que Catón se empeñaba en usar con subterfugios contra ellos-. Sí, exijo un iudicium populi ante los comicios centuriados, y se lo pido a los tribunos de la plebe que tienen la obligación de ampararme y promover dicho juicio; sé que los tribunos no tienen el ius agendi cum populo y que no pueden convocar a los comicios centuriados pero pueden pedirlo a los cónsules actuales, Emilio Lépido y Cayo Flaminio, y si los tribunos de la plebe no promueven este juicio y si los cónsules actuales no acceden a convocar a los comicios, si este juicio público que demando no se lleva a cabo, todo el pueblo de Roma sabrá no que no he querido contestar a una pregunta, no; lo que sabrá es que no se me deja defenderme en público, ante todos, para ser juzgado por todos, por todo lo que mi familia, mi hermano y yo hemos hecho por Roma. Iudicium populi -repitió, y levantó la voz y alzó los brazos y lo reiteró gritando con fuerza hasta que todos los senadores que le apoyaban se levantaron también y, en pie, gritaban unidos en una sola y aplastante voz:

–Iudicium populi, iudicium populi, iudicium populi!

El presidente se levantó e intentó hacerse escuchar por encima del griterío que provenía de las filas de los seguidores de Publio Cornelio Escipión, pero era un esfuerzo vano e inútil. Ante la tremenda algarabía varios de los legionarios de las legiones urbanae, apostados a las puertas del edificio de la Curia Hostilia, entraron confundidos, pensando que la peor de las batallas se había desatado entre los senadores, pero al comprobar que sólo se trataba de gritos y que el presidente les indicaba que salieran de la sala, retrocedieron y dejaron a los senadores de Roma a solas para que dirimieran sus diferencias. En el interior sólo permanecieron los soldados que protegían a los tribunos de la plebe.

Por su parte, Publio Cornelio Escipión, sin esperar respuesta de nadie, ni de los tribunos de la plebe, ni de los cónsules aludidos, ni de Catón, sin mirar atrás, con el aplomo de quien resistió en el pasado la acometida de los más poderosos ejércitos enemigos, sin aguardar a que el presidente corroborara su decisión de dar por finalizada aquella sesión, algo que éste no había hecho de forma oficial, se dirigió a la gran puerta de la Curia y por ella desvaneció su figura seguida por su hermano Lucio y por Emilio Paulo, Cayo Lelio y una veintena más de sus más fieles amigos, que cruzaron entre el medio centenar de sorprendidos y cada vez más confundidos legionarios que no dudaron en hacerse a un lado y abrir un amplio pasillo para dejar que el princeps senatus, el mejor general de Roma, pasara tranquilo y sin ser molestado junto a sus seguidores.

En el Senado quedaron aún varias docenas de senadores amigos de los Escipiones pero que dudaban y no se atrevían a salir sin que el presidente levantara la sesión de forma efectiva y, por supuesto, todo el grueso de los senadores fieles a la causa de Marco Porcio Catón.

Nadie sabía bien qué hacer. El presidente estaba perplejo. Era a él y no a un senador cualquiera a quien le correspondía decidir cuándo se daba por terminada una sesión. Ni siquiera el princeps senatus podía hacer tal cosa. Los privilegios de Publio Cornelio Escipión como princeps senatus eran muchos, entre ellos y, quizá el más importante, el derecho de poder intervenir en cualquier momento en cualquier reunión del Senado, pero no le competía dar término a una sesión. Tenía derecho a pedir un iudicium populi si se sentía acosado por otros senadores, pero no podía dar término a una sesión del Senado. Eso no. Todos se miraban entre sí y, al final, como Catón esperaba, las miradas, incluidas las de Spurino y Quinto Petilio y los cónsules de aquel año y la del propio presidente de la sesión empezaron a centrarse en su persona. Catón esperó sin prisas el tiempo que consideró suficiente hasta que, en medio del silencio más absoluto, con un presidente que aún no se había repuesto de la espantada de los Escipiones y con los tribunos clavados en sus asientos, decidió levantarse despacio, mirar a todos los senadores para, de pronto, arrodillarse ante todos como si de un mendigo muerto de hambre se tratara y empezar a recoger con sus manos los diminutos pedazos de cerámica de las tablillas con las ya irrecuperables cuentas de la campaña de Asia y, como si de mendrugos de pan se tratara, los fue acumulando, siempre de rodillas, en la mano izquierda, para, por fin, alzarse despacio y pasear sus ojos por las gradas donde los senadores, perplejos, no dejaban de observarle atónitos, mudos, expectantes. Catón sabía que Publio había puesto en marcha algo que ya ni él mismo podría detener, un iudicium populi, y no tenía nada claro que fuera a ser capaz de conseguir que los Escipiones fueran condenados cuando era el pueblo el que actuaría de tribunal; sí, Catón estaba seguro de haber perdido una batalla, pero a fin de cuentas todas las batallas debían lucharse y ya se vería en su momento. Ahora le quedaba, no obstante, intentar dejar una impronta, una marca imborrable que permaneciera indeleble en la mente de los senadores que le apoyaban y en la de los senadores que aún estaban dudando, indecisos. Era el momento de subrayar la soberbia de Escipión, el momento de acrecentar el miedo a que Publio se proclamara rey atrepellando los derechos de los allí presentes. No quedaba más. No era mucho en ese momento y de poco valdría en el iudicium populi, pero Catón ya pensaba en sembrar para más largo tiempo, más allá de aquel maldito juicio público al que Escipión los había abocado a todos.

–Yo ya me he arrodillado y recogido las cuentas, lo que ha quedado de ellas, lo que se ha dignado ofrecernos Escipión. He obedecido a ese hombre al que todos tanto admiráis. La cuestión es ahora,paires et conscripti, ¿cuándo vais a arrodillaros vosotros también? – Y calló un momento dejando que sus palabras penetraran en los oídos de los presentes e hicieran mella en el orgullo que todo senador de Roma alberga en lo más profundo de su ser-. ¿Cuándo,paires et conscripti, vais a tardar en arrodillaros ante la todopoderosa familia de los Escipiones? – Y añadió con un tono entre jocoso y triste-: Yo ya lo he hecho. No es doloroso. Es… es… -volvió a crear una larga espera en la que todos abrían cada vez más los ojos y los oídos y hasta dejaron de respirar casi sin saberlo-, es simplemente humillante. Pero nada más. Hubo un tiempo en el que en Roma todos se arrodillaban ante un rey. Se trata sólo de volver a ese tiempo. Nada más. Es sencillo. Pero ¿cuánto tardaréis vosotros en arrodillaros? – Y levantó la mano izquierda con los trozos de cerámica de las tablas y, a medida que la levantaba, dejaba escapar entre los pliegues de los dedos arenilla de barro y pequeños pedazos que resonaban como gigantescas rocas al chocar contra el suelo en medio del más solemne de los silencios-. Así rinde cuentas Publio Cornelio Escipión: haciendo añicos las tablas de la campaña de Asia. ¿Cuánto esperaréis antes de reaccionar? Quizá ya sea tarde y muy pronto todos seamos despedazados igual que estas tablas. Quizá mañana mismo nos convirtamos todos en añicos diminutos, en pequeñas teselas de lo que un día fuimos: senadores de Roma. No. Ya sólo seremos esto: pequeños guijarros triturados por el poder omnipotente de Publio -y esperó un segundo- Cornelio -y aguardó un segundo más al tiempo que dejaba caer los últimos pedazos de las destrozadas tablas sobre el suelo del Senado- Escipión.

Y el cognomen del princeps senatus retumbó como una sentencia de muerte. Sólo faltaba decidir quién debía ser el sentenciado: ¿ellos o el que llamaban mejor general de Roma? Catón tomó de nuevo asiento, con parsimonia. No había prisa. Sabía que aquella sesión que Publio había dado por terminada era una semilla que, más tarde o más temprano, germinaría si se la regaba con esmero y paciencia. Y si había algo que Catón tenía era paciencia.

90 La victoria de Publio

Roma, julio de 187 a.C.

Publio entró en su casa exultante. Desde el Senado hasta las mismísimas puertas de su domus había caminado entre los vítores de júbilo de sus amigos senadores y, al correr la noticia de que había solicitado un iudicium populi, a éstos se habían sumado centenares de personas que se arremolinaban a su alrededor para expresarle su apoyo. Publio sabía que eran muchos los ciudadanos que estaban hartos de las insidias de Catón contra él y toda su familia, pero al ver a todo aquel gentío a su alrededor, felicitándole y animándole con tanta efusividad, Publio Cornelio Escipión comprendió que su idea de exigir un iudicium populi había sido una jugada maestra que ni tan siquiera el ya fallecido Quinto Fabio Máximo hubiera podido superar. Estaba claro que Catón, al lado de su mentor, era tan sólo un aprendiz. Publio sabía que él no era, ni mucho menos, el político más hábil que había tenido Roma, y, sin embargo, en una sola sesión del Senado acababa de hacer tambalear toda la estrategia de Catón para derribarle. Sí, estaba exultante, feliz, no cabía en sí.

–¡Vino para todos! – espetó con cierto despecho a su mujer nada más entrar en casa. Y no le dijo más.

Emilia sabía que su marido estaba profundamente dolido con ella por haberle intentado retener aquella mañana y, más aún, por intentar hacerlo a través de Areté; una mañana que, a lo que se veía, se había tornado en victoria absoluta; sólo había que ver las risas, abrazos y palmadas que se daban en la espalda unos a otros todos los amigos de su marido. Emilia dio las instrucciones pertinentes a los esclavos y pronto el vino empezó a ser repartido entre los numerosos invitados. Cayo Lelio advirtió la confusión de Emilia y, aunque con una copa de vino en la mano, se acercó a la esposa de su gran amigo y le resumió todo lo ocurrido en el Senado.

–Ha estado soberbio, impresionante -apostillaba Lelio al terminar su explicación-. Tendrías que haber visto la cara de Catón cuando Publio les arrojó las tablas de las cuentas de la campaña de Asia y, más aún, cuando exigió el iudicium populi. Ha estado brillante. – A Lelio le lloraban los ojos mientras repetía esa misma palabra una y otra vez-. Brillante, por Hércules, brillante.

–Un juicio publico -repitió para sí misma Emilia. El pueblo adoraba a su esposo. La idea era buena. Su marido había sido hábil y, sin embargo, su intuición le decía que aquello era sólo el principio de algo de lo que no acertaba a ver el final. Catón no se detendría porque la sentencia de un iudicium populi no fuera de su agrado. Cualquier otro sí, pero Catón no. Pero allí todo el mundo estaba feliz, y Publio, antes tan unido a ella, era casi un extraño con el que apenas compartía un lecho y ni siquiera todas las noches. Emilia dio media vuelta y se retiró a su habitación. Por el pasillo llegaba el ruido de la tremenda algarabía que los amigos de su marido creaban mientras las copas de vino se escanciaban por una decena de esclavos. Emilia miró al suelo. Ojalá la felicidad fuera el sentimiento adecuado para aquel día y, sobre todo, para el futuro.

91 Iudicium populi: primer día

Roma, 17 de octubre de 187 a.C. Año 567 desde la fundación de la ciudad

Hora sexta

Era el día señalado para el juicio público de Publio y Lucio Cornelio Escipión. Más de diez mil personas se habían congregado en la gran plaza del Comitium de Roma y, en el foro, la gente se apiñaba desde el Templo de Vesta hacia el oeste y el norte en un vano intento por encontrar espacio en la completamente atestada plaza frente a los rostra, pero en el Comitium ya no cabía ni un alma. Los prestamistas de las tabernae veteres y los charcuteros de las tabernea novae habían cerrado todos sus puestos de cambio de moneda y de venta de carne por miedo a que en el tumulto los ladrones aprovecharan para robarles su mercancía o su dinero. Y seguía viniendo gente desde el norte por el Argiletum y desde el sur por el Aequimelium, el Vicus Tuscus y el Clivus Victoriae. Llegó la hora sexta, el mediodía y, al fin, el pregonero pronunció con fuerza los nombres de los acusados ante la muchedumbre de personas que se arracimaban en la gran plaza.

–¡Lucio Cornelio Escipión! ¡Publio Cornelio Escipión!

Sin embargo, nadie respondió a la llamada. Justo bajo los rostra, los seis inmensos espolones de las naves que los romanos apresaron en el año 338 a.C, tras el triunfo de Maenius sobre los Antiates, desde donde los oradores se dirigían al pueblo reunido en la gran explanada del Comitium, se encontraban sentados y a la espera de la llegada de los acusados el presidente de aquel juicio, el tribuno de la plebe Spurino y, junto a él, el otro tribuno, Quinto Petilio, y, sentados detrás de ellos, se podía ver la cara de rasgos afilados y el cuerpo enjuto, puro nervio, de Marco Porcio Catón, rodeado de sus más fieles seguidores. Tiberio Sempronio Graco había optado por una posición más discreta, algo más retrasado, pero claramente ubicado entre los senadores que apoyaban la política acusatoria de Catón y Spurino contra los Escipiones.

Los cónsules de aquel año, Emilio Lépido y Cayo Flaminio, también habían acudido aquella mañana al Comitium, al igual que el pretor peregrino y el pretor urbano y todos los ediles de la ciudad en funciones durante aquel período: Cornelio Cetego, Postumio Albino, Furio Lusco o Sempronio Bleso. En suma, todas las autoridades de Roma querían estar presentes. Nadie quería perderse aquel juicio. Sólo estaban ausentes los pretores y promagistrados que por obligación militar debían mantenerse en sus puestos en las diferentes provincias vigilando las fronteras del creciente poder de Roma. De esa forma, los presentes en el Comitium sabían que podían dirimir sus diferencias internas en la seguridad de que la ciudad y sus dominios estaban perfectamente controlados. Otra cosa era la seguridad dentro de las mismas murallas de Roma: se estaba juzgando a dos de los hombres más populares de la ciudad y Catón veía con ojos nerviosos como los legionarios de las legiones urbanae habían llegado demasiado tarde al Comitium y sus accesos. Según la información que le habían proporcionado, había tal tumulto de personas que los legionarios no habían podido llegar hasta el final del Argiletum, y la mayoría se había tenido que quedar concentrada en la Puerta Carmenta y la Puerta Fontus. Estaba claro que todo el espacio del Comitium, la explanada entre el edificio de la Curia y los Rostra y el Senaculum, estaba completamente en manos del pueblo, el mismo pueblo que debía juzgar a los acusados. Catón ya tenía pocas esperanzas en aquel iudicium populi, pero con la ausencia de las legiones urbanae, aún menos.

El pregonero repitió por tercera vez el nombre de los acusados. Sólo la ausencia de los mismos podía traer un rayo de esperanza para Catón. La incomparecencia podría tener consecuencias legales muy duras para los Escipiones, pero la tibia luz que creía encontrar Catón se desvaneció de inmediato.

–¡Lucio Cornelio Escipión! ¡Publio Cornelio Escipión! – dijo el pregonero y, de pronto, entre grandes aclamaciones del pueblo, por un estrecho pasillo que se abría a su paso, las figuras erguidas, fuertes y decididas de los dos acusados avanzaban con seguridad hacia el centro de la gran explanada. Se situaron justo frente al pregonero, al lado de los tribunos de la plebe y tomaron asiento, por indicación de Spurino, en unas sellae que se habían dispuesto para ambos frente a sus acusadores. Los dos hermanos no dijeron nada, tomaron asiento y esperaron, al abrigo de familiares y amigos, a que Spurino empezara su discurso. Lelio, Emilio Paulo y toda una pléyade de senadores y clientes de toda condición se abigarraban junto a los dos Escipiones conformando un bastión de irreductibles dispuestos a defender a los acusados contra cualquier tropelía que pudieran intentar los tribunos de la plebe manipulados por Catón. Sabían que el pueblo, en su gran mayoría, estaba con ellos y se sentían seguros. Catón, por su parte, era consciente de aquella realidad y tenía claro que aquel día sólo podía callar y observar. Esa mañana averiguarían todos hasta qué punto el pueblo le era fiel a Publio Cornelio Escipión. Las miradas de Catón y de Publio se cruzaron unos instantes. Ninguno de los dos cedió en aquel pulso silencioso. Había movimiento entre los ediles de Roma y la silueta de uno de ellos se interpuso interrumpiendo la confrontación de miradas por un instante. Cuando el edil se sentó por fin, Catón, que había mantenido sus ojos clavados en la misma dirección descubrió a su oponente hablando con su hermano de forma animada. No parecían nada preocupados. Catón bajó al fin la mirada. Todo aquello era una tremenda equivocación. Pero ya estaba en marcha. Suspiró. No quedaba ya nada más que seguir con ello.

Spurino se levantó y se situó en el centro del Comitium, pero más próximo a los Rostra que a la Curia y empezó su discurso.

–Se cita aquí a todo el pueblo de Roma para dirimir si los acusados Lucio Cornelio Escipión y Publio Cornelio Escipión han hecho un uso indebido de su poder para apropiarse de dinero procedente de la campaña de Asia, dinero que el rey Antíoco había pagado a Roma como indemnización por la guerra que él provocó contra nosotros. – Lucio y Publio se miraron entre sí y sonrieron, pues, al igual que todos sus seguidores, se daban cuenta de que Spurino, ante el pueblo reunido en el Comitium, evitaba mencionar la irrisoria cantidad, los quinientos talentos, objeto del inicio de aquellas acusaciones, y es que sabían que todo el pueblo era buen conocedor de las enormes sumas que ambos hermanos habían traído a Roma; ésa era la primera de las manipulaciones de Spurino, pero ambos estaban convencidos de que vendrían muchas más antes de que terminara de hablar. En efecto, el tribuno de la plebe continuó su parlamento retrotrayéndose al pasado para traer a la memoria viejas acusaciones, ya juzgadas, y acumularlas en su feroz ataque contra los Escipiones-. Y es que debemos recordar todos -continuaba Spurino- que ya en el pasado Publio Cornelio Escipión se ha visto envuelto en situaciones de abuso de poder que, lo mínimo que pueden calificarse es de escandalosas: me refiero a su ilegal actuación en Locri, donde intervino con legiones que no estaban asignadas a terreno itálico en una ciudad amiga de Roma, donde puso como gobernador de la ciudad al nefasto Pleminio, cuyas actuaciones, onocidas por todos, sumieron a la ciudad en el horror más absoluto. No contento con ello, Publio Cornelio Escipión, junto con su hermano, vivió durante meses rodeado de escritores, artistas y malas amistades de toda condición en Siracusa, en lugar de concentrarse en preparar a las tropas para la defensa de Roma, dilatando su desembarco en África, de modo que el número de víctimas que Aníbal causaba en Italia creció de forma innecesaria -se escuchaban murmullos y algunos gritos despectivos hacia el tribuno, pero Spurino prosiguió con contundencia-, y debemos recordar al fin, que uno de los dos acusados, nuevamente Publio Cornelio Escipión, llegó a ser aclamado como rey por los iberos no hace mucho tiempo. ¿Es posible que quien ha escuchado ese título para dirigirse a su persona se haya acostumbrado tanto a él que desee hacer realidad lo que sería traición a Roma: erigirse en un nuevo rey y en consecuencia…? – Pero aquí los gritos de muchos de los presentes en la gran plaza pública de Roma hicieron imposible que Spurino continuara con sus acusaciones hasta que pasaron, al menos, un par de minutos y se reestableció una mínima calma entre la multitud congregada en el Comitium. Spurino, no obstante, testarudo, o tenaz, según se mire, retomó su discurso justo donde había sido interrumpido y repitió su pregunta desde el principio-. ¿Es posible que quien ha sido aclamado como rey se crea ya rey de todos y, en consecuencia, se crea con el derecho de apropiarse de las indemnizaciones de guerra que pertenecen a los ciudadanos de Roma? Y más aún, más aún, insisto: ¿qué se pactó entre los Escipiones y el rey Antíoco de Siria para que Publio Cornelio Escipión recuperara sano y salvo a su hijo? – Y de nuevo un torrente de bramidos e insultos descargó con vehemencia sobre la impasible figura del acusador, un tribuno de la plebe que, impertérrito, permaneció firme sin dejarse intimidar por la multitud que pronunciaba todo tipo de juramentos contra él y su familia. Al cabo de unos minutos se redujo el clamor y Spurino aprovechó el pequeño receso en el que el gentío parecía estar reuniendo fuerzas para volver a proferir insultos contra su persona para hacerse oír una vez más con fuerza y proseguir con su discurso-. De eso, pues, se acusa a los dos Escipiones aquí presentes: de malversación de fondos y de pactar con un enemigo de Roma para conseguir beneficios particulares sin tener en cuenta el bien superior del Estado. – La gente volvía a gritar; sin embargo, Spurino, que era consciente de que había llegado hasta donde podía llegarse en aquellas circunstancias poco propicias para sus propósitos, incluso quizá hubiera ido ya más allá de lo razonable, decidió terminar su parlamento de forma conciliadora, como quien aparentemente se retira ante un enemigo superior, pero que, sin duda, permanece emboscado, a la espera del mínimo descuido de su víctima-. Ambos acusados han solicitado un iudicium populi para defenderse y, como Roma es generosa en sus leyes y firme en cumplirlas, incluso con quien más quizá esté haciendo por terminar con las mismas leyes que le amparan, pero no seré yo quien cuestione la aplicación de las leyes de Roma, estos acusados tienen ahora el derecho, el privilegio de hablar y defenderse, si es que es posible defenderse ante tamaños despropósitos, pero tienen ese derecho y ese derecho les reconozco. Que hablen ahora los acusados o quienquiera de entre sus amigos que desee defenderlos y que se atreva a negar lo que aquí he dicho.

Y Spurino calló, volvió sobre sus pasos y se sentó junto a Quinto Petilio. Spurino sintió una palmada seca sobre su hombro derecho.

–Has estado bien -le dijo Catón al tiempo que retiraba su mano de la espalda del tribuno. Y Catón así lo pensaba. Spurino, en las circunstancias en las que se encontraban, había hablado bien, pero estaba seguro de que la respuesta demagógica de los Escipiones, y de los partidarios de los Escipiones, ante una audiencia entregada, podría revertir todos los argumentos expresados. ¿Quién hablaría primero: Lucio o Publio? Eso, Catón estaba seguro, era determinante. Si lo hacía Publio es que estaban completamente seguros de su victoria. Si era Lucio o cualquier otro de sus correligionarios, es que aún había margen para derrotarles.

Hora séptima

Como ocurriera en la última sesión del Senado, no fue ninguno de los acusados el primero en intervenir por la defensa, sino uno de sus más fieles apoyos: Cayo Lelio fue quien abrió el turno de réplica, quien, como ya hiciera en el Senado, expuso una gran serie de razones en defensa de la inconmensurable contribución de los Escipiones a la vida pública de Roma en general y, en particular, a las arcas del Estado tras sus victoriosas campañas en todos los confines del mundo, en Hispania, África o Asia. A esta argumentación defensiva respondió primero Spurino y luego el segundo tribuno, Quinto Petilio, enfatizando de nuevo la ausencia de respuestas precisas a las preguntas planteadas. A partir de ahí el debate se dilató en el tiempo, enquistándose en una interminable sucesión de réplicas y contrarréplicas donde Násica, Lucio Emilio Paulo, de nuevo Lelio y otros defensores de los Escipiones reiteraban argumentos conocidos por todos los senadores pero que Catón comprendió que no buscaban sino subrayar ante el pueblo reunido allí la enorme dimensión de las pasadas contribuciones de los Escipiones en el pasado reciente, de forma que las acusaciones, por tremendas que éstas fueran, circunscritas en el contexto de los servicios prestados por los acusados, quedaban reducidas y más fácilmente perdonables ante un pueblo siempre deseoso de tener héroes en los que verse reflejado.

Hora undécima

Catón, para su sorpresa, veía que el debate no daba un vencedor claro, pues si bien los senadores amigos de los Escipiones defendían bien la causa de estos últimos, Spurino parecía haber acertado con su pertinaz repetición de las acusaciones específicas: malversación y querer proclamarse rey; había fundamento para la primera y no para la segunda, pero eso era secundario pues el público congregado en el Comitium permanecía allí, en silencio, escuchando de forma atenta todo lo que se decía sin, por el momento, dar muestras claras de decantarse por unos o por otros. Publio no había intervenido. Catón estaba seguro de que el princeps senatus se reservaba para el final, pero no entendía bien por qué. Si hubiera intervenido a mitad o al principio del debate, ya todo aquello podría haberse terminado. Catón estaba seguro de que el pueblo se decantaría a su favor. ¿Qué pretendía Escipión retrasando tanto su intervención?

Al fin, en efecto, el propio Publio Cornelio Escipión se levantó de su asiento y dio comienzo a su parlamento. Y empezó sonriendo.

–Tan pequeñas, tan pobres son las acusaciones que tienen contra mí y contra mi hermano que el tribuno de la plebe ha tenido que retrotraerse al pasado, a sucesos ya juzgados y resueltos, por cierto, siempre de forma favorable hacia mi persona y a la de mi hermano; hasta allí ha tenido que retroceder el tribuno para poder acumular un conjunto de acusaciones que pudieran dar cierta entidad a esta absurda nueva acusación. – Spurino se levantó como un resorte e hizo ademán de hablar, pero Publio, sin mirarle, se limitó a levantar su mano izquierda mientras miraba fijamente hacia el pueblo congregado en el Comitium-. Yo he escuchado en silencio al tribuno de la plebe durante largas y aburridas horas -risas entre parte del público- y ahora exijo el derecho que la ley me otorga de hablar, sin ser interrumpido, para hacer frente a cada una de las acusaciones expuestas y de poder hacerlo durante todo el tiempo que estime necesario. – Aquí Publio dejó de sonreír y transformó su faz en un rostro serio y concentrado mirando al presidente del juicio, que cabeceó a modo de asentimiento; Escipión continuó hablando-: Son graves, muy graves las acusaciones que se me imputan, pero todas ellas, especialmente las más graves, como ya he dicho, son del pasado. Las acusaciones del presente son menores, luego también me referiré a ellas, pero ya que es hasta el pasado hasta donde el tribuno ha decidido llevar este juicio, hablaré entonces del pasado con precisión y no con las ambigüedades y tergiversaciones con las que se ha descrito mi larga lista de servicios prestados al Estado. Vayamos pues hasta Hispania. Una Hispania que conquisté para Roma con sólo dos legiones cuando los enemigos poseían el triple de fuerzas; una Hispania hasta donde tuve que desplazarme sin tan siquiera el título de magistrado consular porque la ley, y lo respeto, no lo permitía; pero, sin embargo, nadie se atrevía a acudir a la temida Hispania como cónsul donde nuestras tropas habían sido masacradas y donde la sangre de mi familia, de mi padre y de mi tío había sido vertida en defensa de Roma. Agradezco que al menos el tribuno haya dejado fuera de su larga serie de acusaciones a mi padre y a mi tío. Al menos ellos sólo se retorcerán en sus tumbas por la forma en que algunas de las autoridades de la ciudad tratan a sus hijos y sobrinos, y verán, espero que con algo de alegría, que ellos, al menos, quedan ya fuera del alcance de las maquinaciones de los enemigos de nuestra familia. Siempre he llorado y lamentado infinitamente la pérdida de mi padre y de mi tío. Hoy, sin embargo, es el primer día en el que me regocijo en que estén muertos. – Y aquí Publio Cornelio Escipión hizo una larga pausa dramática en la que se empapó del completo silencio que había conseguido crear entre la multitud, en especial, al recordar la heroica muerte de su padre y su tío-. Sí, me alegro de que estén muertos para que no tengan que pasar por la vergüenza de ver cómo Roma es capaz de llevar a juicio a dos de los generales que más dinero, más esclavos y más poder han traído a la propia Roma. Sí, me alegro mucho de que hoy mi padre y mi tío estén muertos. Quizá sólo por eso merezca para mí la pena este juicio. Por fin, ya podré vivir sin lamentar tanto su muerte.

–Y miró al cielo mientras continuaba hablando-. No volváis vuestros ojos hacia Roma, nobles progenitores, no lo hagáis al menos mientras dure este vergonzoso juicio. Mantened en la memoria la Roma en la que crecisteis, la Roma noble de nuestros antepasados y cerrad vuestros ojos hasta que este iudicium populi haya terminado.

Y volvió a callar unos instantes. Catón apretaba los dientes. Escipión era un demagogo aún más peligroso de lo que nunca había imaginado. Más aún. Se estaba convirtiendo en un histrión embebido en su soberbia y seguro de su victoria. Catón sabía que Publio iba a ganar ese juicio público, pero su actuación sólo le hacía ver con claridad la absoluta necesidad de que habría de volver a arremeter contra él lo antes posible.

–Pero dejemos a mi familia a un lado -reemprendió así Publio el discurso con fuerza, como alejando de su lado el dolor que le producían sus familiares caídos en combate-. Hispania, sí. Sea. En Hispania conquisté Cartago Nova, inexpugnable para todos, y, sin embargo, yo la conquisté en seis días. ¡Seis días, por Hércules! En seis días y sin que nadie me abriera las puertas de la ciudad. – Muchos de los presentes, sobre todo los más veteranos, entendieron en seguida que aquello era una comparación con la forma en que Fabio Máximo, mentor de Catón, había conseguido reconquistar la traidora Tarento-. Seis días en los que mis hombres, por puro valor, consiguieron conquistar sus murallas. Sé que luego, por el contrario, ante nuestro admirado Catón -y se volvió a mirarle directamente; todos estaban pendientes de aquel cruce de miradas, de odios, de destinos, pues toda Roma sabía que aquel juicio era sólo un pulso entre aquellos dos hombres y las dos formas diferentes que cada uno tenía de ver el crecimiento y el fortalecimiento de Roma, Escipión abriendo la ciudad al mundo y Catón aferrándose a las tradiciones más conservadoras-, ante nuestro admirado Catón -repitió elevando la voz para hacerse oír por encima de los murmullos de sus enemigos- no se levantaban ya murallas que conquistar en Hispania, pues los iberos las destruían en cuanto se acercaba él, algo de lo que él se atribuye todo el mérito, pero, me pregunto yo, ¿a quién tenían miedo los iberos: a Catón o a las legiones romanas? Pues, sin duda, aún recordaban que yo, con sólo dos legiones masacré las fuerzas cartaginesas que me triplicaban en número y que todos aquellos iberos que se aliaron con los cartagineses acabaron muertos bajo las sandalias de mis soldados. En Hispania se teme a Roma y se la teme no por Catón, quien, en cuanto encontró una sola ciudad que mantuvo sus murallas, una ciudad llamada Numancia, no dudó en pactar entonces y hacer retroceder a nuestras legiones -la alusión a Numancia sentó especialmente mal entre los partidarios de Catón, que se revolvieron contra Escipión con más amenazas e insultos, pero la enérgica voz de Escipión parecía poder con todos ellos y, a pleno pulmón, conseguía hacerse escuchar por todo el pueblo congregado en el Comitium-; no, no os engañéis ninguno; en Hispania se teme a Roma no por Catón, sino por mi padre, por mi tío y por mí mismo; en Hispania se teme y, sobre todo, se respeta a Roma por los Escipiones. – Y dejó de mirar a Catón y se volvió hacia el pueblo con los brazos abiertos y el pueblo en masa le aclamó y le vitoreó delante de sus acusadores, de los magistrados de aquel año, de los pretores y de los senadores amigos de Catón que, nerviosos, se movían en sus asientos, cada vez más incómodos, disgustados, incluso algo temerosos. Pero Escipión volvió a mirar hacia el cielo en el que todos veían una señal indudable de que estaba recordando de nuevo a su padre y a su tío y retomó la palabra para continuar refiriendo el resto de sus éxitos en Hispania, describiendo la espectacular toma de la colina de Baecula y la brutal batalla de Hipa. Catón, con el brillo especial en los ojos de quien acaba de comprender la estrategia del enemigo, se dirigió entonces en voz baja a Spurino.

–No mira al cielo en honor a su padre o a su tío. Spurino se volvió hacia Catón con la frente arrugada. – Entonces ¿por qué mira al cielo? Catón suspiró al tiempo que sacudía la cabeza. – Mira al sol.

–¿Al sol? – preguntó Spurino sin entender todavía.

Catón se contuvo. Estaba rodeado de inútiles. Así sería difícil doblegar a Escipión. Respondió y luego inhaló aire con profundidad.

–Escipión está alargando su discurso deliberadamente. Quiere conservar el uso de la palabra hasta la caída del sol.

Por fin Spurino pareció comprender.

–Entonces, según la ley, tendremos que posponer el juicio un día, bueno, dos, ya que la ley estipula que debemos dejar un día de margen entre una sesión y la siguiente y entonces…

–Y entonces estaremos en el aniversario de la victoria de Zama -concluyó Catón mirando al suelo.

Escipión, ajeno a la conversación entre Spurino y Catón, seguía centrado en su objetivo. El sol caía ya por el horizonte y las sombras que las columnas del senaculum y la graecostasis proyectaban sobre el suelo del Comitium eran cada vez más alargadas. Publio se sintió seguro. Aún tenía mucho que decir y quedaba ya poco tiempo para hablar.

–Pero dejemos Hispania, a la que abandoné perfectamente conquistada y pacificada por una compleja red de pactos con los iberos de la región que otros han desbaratado para intentar imponer Roma en aquella inmensa región sólo por las armas. Algo que, sin duda, Roma podrá hacer, pero que, por ese camino, lo que podíamos haber conseguido en tan sólo unos años de negociación y sólo algún enfrentamiento, se tendrá que conseguir ahora batalla a batalla, guerra a guerra en una interminable serie de conflictos bélicos que desangrarán la juventud de Roma, pero, sea, ése es el camino que ha elegido Catón y muchos de los que le han seguido en el gobierno de Hispania; pero divago: la estrategia equivocada, creo yo, para pacificar Hispania no se juzga aquí. Volvamos a las insidias lanzadas contra mí por el tribuno de la plebe: una vez más se me vuelve a acusar de mi supuesta vida disipada en Siracusa. ¡Por todos los dioses! ¡Si el Senado me dio las legiones V y VI, unas legiones malditas para todos y yo las transformé en dos máquinas de guerra que arrasaron África! Ya me gustaría a mí que todos los que llevan una vida disipada en Roma combatiesen como aquellas legiones. Entonces Hispania sería nuestra en dos días, y África y Egipto y Asia y el mundo entero. – Y la gente estalló a reír; todos eran conscientes de que había muchos en Roma que no vivían precisamente vidas modelo en lo referente a la austeridad y el autocontrol; Publio estaba exultante; tenía al pueblo en un puño; más aún: Publio estaba disfrutando-. Se me acusa de mala vida en Siracusa y conseguí salir de allí con dos excelentes legiones, y además… ésta ya es una acusación inaceptable, pues el propio Senado ya envió en su momento una embajada a evaluar lo que ocurría en Siracusa y ellos mismos aprobaron todas mis acciones. – El público asentía; Publio decidió pasar por alto el asunto siempre complejo y delicado de Locri, un posible error político aunque fue un éxito militar, pero siempre difícil de explicar y justificar, y lo esencial era que el sol estaba rayando ya el horizonte-. Queda entonces el asunto de los quinientos talentos de Antíoco -reinició así Publio su parlamento-. ¡Quinientos talentos! Yo que traje más de cien mil libras de plata, o mi hermano que trajo una cantidad aún mayor además de centenares de colmillos de marfil y miles y miles de tetracmas, cistóforos y filipos de oro y qué sé yo cuántos innumerables objetos más de oro y plata, ¿a nosotros? ¿A nosotros se nos acusa de escatimar dinero al Estado? ¿A nosotros? ¿A nosotros que somos los que más hemos contribuido a las arcas de Roma, a nosotros se nos acusa de robar a Roma? ¿Se nos acusa a nosotros, a Lucio, mi hermano, y a mí mismo, de enriquecernos con la guerra? Y pregunto yo… -y se volvió decidido hacia Spurino que, instintivamente reclinó su espalda hacia atrás de forma defensiva-; pregunto yo, ciudadanos de Roma, pregunto yo, paires conscripti, pregunto a todos, a los magistrados aquí presentes, a los pretores, a los censores, a todos cuantos han venido aquí a ver este iudicium populi. Pregunto yo, ¿cuánto dinero ha traído Spurino a Roma? – Y calló y primero hubo un silencio y, de pronto, carcajadas entre los seguidores de Escipión, carcajadas que pronto se extendieron por todo el Comitium y es que Spurino aún no había sido ni pretor ni cónsul y no había participado en ninguna campaña militar de forma destacada de forma que nunca había traído nada de plata u oro a Roma, ni esclavos, ni anexionado territorios ni nada que se le pareciera. La comparación entre acusador y acusado resultaba, cuando menos, grotesca.

Las carcajadas de la muchedumbre recordaron a Catón las mismas carcajadas con las que se rieron de él en Siracusa los oficiales de Escipión. Una vez más volvían a reírse de él, y ahora del pobre estúpido de Spurino, pero la vida era larga y, sí, una vez más, estaba perdiendo aquella batalla, la diferencia era que, una vez más, Escipión caería víctima de su único error: no aniquilar al enemigo cuando puede. Y ahora, en esa misma plaza podría, pero no lo haría, como no lo hizo con los iberos, como no lo hizo con Aníbal y como no lo hizo con Antíoco. La solución estaba en ser más tenaz que los iberos, que Aníbal y que Antíoco juntos. En esas meditaciones estaba concentrado Catón cuando vio a Spurino levantarse, tomar la palabra y hacer lo único que se podía hacer en aquellas penosas circunstancias.

–El sol ha caído en el horizonte. Según las leyes de Roma el proceso debe interrumpirse y proseguir pasado mañana tras la preceptiva jornada de pausa.

Publio Cornelio Escipión le miró con la condescendencia de quien observa al enemigo abatido, herido y huyendo. No respondió nada. No hacía falta. El silencio era su mayor desprecio. El general más poderoso de Roma, invicto, dio media vuelta y, rodeado por su hermano, Lelio, Emilio Paulo y todos sus familiares y amigos, salieron de la plaza del Comitium entre los vítores y aclamaciones de un pueblo entregado. En dos días terminaría con aquella farsa y pondría fin, para siempre, a las constantes insidias de Catón y sus secuaces. Y sonrió para sí. En una sola cosa estaba de acuerdo con el maldito Catón: era cierto que cada vez se sentía más seguro en Roma.

92 Una nueva ciudad en los confines

del mundo

Armenia, 187 a.C.

Aníbal había estado acertado tanto en su información como en su análisis, y el recién proclamado rey de Armenia, Artaxias I, le recibió con los brazos abiertos, hasta el punto de confiarle una sobresaliente misión en el corazón del joven nuevo reino.

–No sólo te acepto como consejero -le respondió un entusiasmado Artaxias a su llegada al puerto de Fasis-, sino que te voy a encomendar el trabajo más importante que deseo acometer en este nuevo período.

Aníbal, rodeado por Maharbal y un pequeño grupo de veteranos cartagineses que le habían acompañado a la recepción real, le miró interesado.

–Aníbal -prosiguió el rey-, Armenia necesita una nueva capital, una nueva ciudad, fuerte, poderosa, moderna, y situada en el centro del país. Mira aquí. – Y sobre una gran mesa donde se encontraba extendido un plano de Armenia y los reinos circundantes Artaxias señaló un punto-. Aquí, junto al río Araxes, próximos al lago Seván. Éste es el emplazamiento perfecto, justo en el centro de todos mis dominios, un amplio y fértil valle con agua en abundancia, en el corazón del reino. Aquí necesito esa nueva ciudad y allí trasladaré a todos los habitantes de Ervandashat, la actual capital. Tu misión será supervisar la construcción de esta nueva capital, en especial, todas sus defensas, sus murallas, sus torres, fosos, todo aquello que consideres necesario para proteger a Artaxata. Así llamaremos a la nueva ciudad.

Aníbal aceptó el encargo por varias razones. Primero por necesidad. Buscaba asilo y eso conllevaba colaborar en cualquier misión que se le encomendara y, segundo, recibió aquel proyecto del nuevo rey con ilusión. Después de tantos años pensando sólo en destruir al enemigo, a las interminables legiones de Roma, era un proyecto emocionante verse embarcado en la colosal empresa de levantar, de la nada, una nueva y poderosa ciudad. Así, siguiendo el curso del río Fasis, que transcurría caudaloso y seguro en paralelo a las nevadas cumbres del Cáucaso, Aníbal y sus veteranos avanzaron durante varios días hasta llegar a las proximidades del lago Seván, para entonces virar hacia el suroeste y seguir cabalgando hasta cruzarse con el enorme valle del río Araxes.

Aníbal no era hombre que se impresionara fácilmente, pero lo que allí encontraron hizo que todos los expedicionarios abrieran bien los ojos y hasta que se los frotaran un par de veces: todo el valle, fértil, tal y como lo había descrito el rey, bullía de vida. Varios campamentos y poblados de tiendas se extendían por toda la planicie, dejando un gigantesco espacio en el centro, donde millares de obreros se afanaban levantando unas enormes murallas de varias decenas de estadios de perímetro y, en cuyo centro, protegidos por aquellos emergentes muros, otros tantos millares de obreros construían una docena de gigantescos edificios de piedra.

–¡Artaxata! – dijo con orgullo uno de los guías que el rey Artaxias había puesto al frente de la expedición para asegurarse de que su nuevo consejero y sus hombres llegaran sin dilación al corazón del reino, donde su nueva capital estaba siendo construida a toda velocidad.

Aquellos fueron días felices para Aníbal, al menos, dentro de sus circunstancias, pues el trabajo diario hizo que las turbulencias y los fantasmas del pasado se alejaran de su mente durante varios meses. Se acostaba temprano, justo después de haber compartido una buena cena junto a una gran hoguera con Maharbal y sus hombres, para, antes del alba, levantarse y desplazarse a la zona de construcción de las murallas. Sólo la ausencia de Imilce seguía mordiéndole en las entrañas y Aníbal buscaba ocupar sus pensamientos con trabajo y más trabajo en un intento por mitigar el sufrimiento de la soledad y el destierro. Así, un día asesoraba a los arquitectos reales sobre la mejor ubicación de las torres de defensa y las puertas de entrada a la ciudad. Aconsejó el uso de piedra y argamasa en lugar de adobe, y se aseguró de que junto a cada torre y a cada puerta se construyeran caballerizas para que cada sección del muro dispusiera de diferentes guarniciones de soldados repartidas de forma equilibrada, de modo que ayudaran a preservar todo el perímetro con seguridad, con guerreros siempre dispuestos a defender cada sector del muro. Otros días se adentraba por entre las nuevas calles y una vez más intervenía con frecuencia para evitar que las principales avenidas fueran demasiado estrechas. La experiencia le había enseñado que una buena ciudad, para una adecuada defensa, necesita de amplios espacios por donde las tropas puedan desplazarse con rapidez de un punto a otro para acudir raudas a aquellos lugares donde su presencia fuera más necesaria. Insistió en que se evitaran al máximo las construcciones de madera y que, cuando se levantaran, se separaran lo suficiente unas de otras para evitar que el fuego enemigo pudiera convertir toda la ciudad en pasto de las llamas en pocos minutos. E insistió, no con demasiado éxito, en la necesidad de distribuir agua por toda la ciudad, desde el río, para que tanto la ciudad como los soldados pudieran disponer de agua en cualquier lugar de la nueva capital en todo momento, aunque aquí ya no se siguió su consejo por la enorme complejidad que significaba levantar esa red de conducción de aguas; pero, pese a todo, Aníbal estaba satisfecho. Artaxata emergía de la nada, impresionante, poderosa, casi inexpugnable y, ciertamente, algo vanidosa, en medio del valle del río Araxes. Pronto vendría el rey Artaxias de visita y el general púnico no dudaba en que la misión encomendada se estaba cumpliendo de forma satisfactoria.

La primavera, tal y como estaba programada, trajo al nuevo rey de Armenia hasta su capital. Artaxias llegó cansado y sucio. Había estado luchando cerca de las costas del océano Hircanio* [Mar Caspio.] con algunas tropas enviadas desde Siria por Seleuco, el hijo de Antíoco, recientemente fallecido, soldados que se habían unido a rebeldes en las costas de Media. El rey Artaxias había salido victorioso y las fronteras de Armenia, al igual que su independencia, se mantenían intactas, pero Aníbal, nada más ver la faz de Artaxias, que le recordó el mismo semblante serio que viera tras el funesto debate con los consejeros de Antíoco previo a la batalla de Magnesia, comprendió que algo había cambiado en el reino, algo que, sin duda, afectaba a su presencia y a su derecho de asilo.

Artaxias y Aníbal se reunieron al anochecer en la gran tienda real. El rey aún no quería entrar en la ciudad y cobijarse en el casi terminado palacio real. Deseaba compartir la inauguración de su capital con decenas de miles de ciudadanos a los que haría venir desde Ervan-dashat.

Aníbal llegó a la puerta acompañado por Maharbal y media docena de sus hombres, pero los centinelas armenios sólo permitieron que pasara al interior de la tienda el general púnico.

–No os preocupéis. Esperadme aquí-dijo Aníbal a un nervioso Maharbal y al resto de sus hombres que se resistían a dejar solo al general.

Aníbal entró y, escoltado por dos guardias armenios, cruzó por un largo pasillo plagado de pieles de carnero, león y oso hasta llegar a una amplia sala donde el rey, junto con varios consejeros, compartía mesa con abundante comida y bebida. Había también música, danzarinas hermosas vestidas apenas con gasas de seda y una docena de esclavas sirviendo bebida con profusión entre todos los comensales. El rey se había lavado y relajado y tenía el rostro más tranquilo, pero la mirada tensa que le dirigió nada más verle confirmó a Aníbal que había malas noticias para él. Sólo entonces se dio cuenta Aníbal de que, anhelante como había estado por olvidar el pasado reciente, no se había preocupado como en Creta o en otras etapas de su periplo en mantener las frecuentes conversaciones con los mercaderes de todo el mundo que por allí pasaban, para mantenerse bien informado sobre los cambios del mundo. Ahora esos cambios le amenazaban y él no tenía toda la información necesaria para reaccionar. Se hacía viejo.

Artaxias I de Armenia dio un par de fuertes palmadas y la música cesó, las bailarinas, como perseguidas por los espíritus del inframundo, salieron despavoridas de la sala y todos los consejeros se levantaron, se inclinaron ante su rey y se esfumaron por el mismo pasillo y con ellos se marcharon también todas las esclavas. Al instante, Aníbal y el rey de Armenia quedaron a solas.

Aníbal esperó en silencio, en pie, frente al monarca. Artaxias le indicó con la mano que tomara asiento frente a él. El general cartaginés aceptó y aguardó mientras Artaxias apuraba su copa de vino.

–Debes marcharte, Aníbal -dijo el rey, al fin, mientras depositaba el cáliz vacío sobre una mesa repleta de restos de comida. El cartaginés iba a responder, pero el rey se anticipó y prosiguió hablando-: Me has servido bien, si es eso lo que vas a decirme. No soy ni un idiota ni un desagradecido. Comprendo que tras años de servicio al estúpido de Antíoco hayas llegado a la conclusión de que todos en Asia son soberbios e inútiles, pero espero que sepas ver la diferencia entre ese rey loco y perdido y mi propia forma de gobernar. He visto poco, sólo un poco, de Artaxata, pero lo que he visto ya me hace comprender que has hecho un excelente trabajo. La capital de Armenia es, sin duda, una de las ciudades mejor protegidas de Asia; de eso no me cabe duda alguna, igual que me consta que eso es, en gran medida, gracias a tu intervención. Sé que cuando se nos ataque, cuando alguna vez, si ocurre, tengamos que refugiarnos entre sus murallas, sé que deberemos mucha de la seguridad de esos momentos a tus esfuerzos. Pero, Aníbal, pese a todo eso debes marcharte: Seleuco, el hijo de Antíoco, que intenta recuperar control sobre los territorios que su padre perdió, ya me ha atacado y volverá a hacerlo. Esta vez sólo ha enviado un pequeño contingente de tropas y he podido detenerlos en la frontera, pero sé que enviará más. Seleuco es un león herido, herido por Roma, que ahora se revuelve contra todos sus vecinos, contra todos los que antaño fuimos subditos del imperio de su padre, quizá esclavos, y yo solo no podré defenderme. Necesito un aliado fuerte, poderoso, un amigo al que Seleuco tema, y Seleuco sólo teme a Roma.

Aquí el rey calló para permitir que su interlocutor digiriera la información. Aníbal veía que Artaxias quería seguir el camino fácil, la misma senda que había elegido Pérgamo: aliarse con Roma para siempre. Era la mejor forma de mantener a Seleuco, al nuevo rey de Siria, debilitado y sin capacidad de revolverse, una vez más, contra los nuevos reinos independientes.

–Dame hombres, déjame tus soldados -respondió Aníbal con una decisión que sorprendió al propio Artaxias-. Déjame comandar tu ejército y yo te defenderé de Seleuco. Si hay alguien que conoce bien lo que queda de ejército en Siria soy yo y te aseguro que sé cómo luchar. Lo de Magnesia no fue culpa mía, y tú lo sabes bien.

Pero aquí el rey le interrumpió con una amplia sonrisa en su rostro.

–No es necesario que me expliques lo que pasó en Magnesia. Ya sabes que yo estuve allí antes de la batalla y sabes lo que pensaba entonces. Sé que sólo la soberbia de Antíoco y las disputas entre sus generales por heredar su imperio fueron la causa de nuestra derrota. Pero el problema no es ése. Tú, como yo, sabes que Antíoco salvó de Magnesia los catafractos, y pronto su hijo los lanzará contra los reinos que se le han rebelado. Y le quedan unidades importantes de combate. Quizá no lo suficiente como para emprender una guerra a gran escala contra Roma y sus legiones, pero más que suficiente para someter a enemigos pequeños como Armenia. ¿Me pides tropas, un ejército? Me encantaría poder ofrecerte algo parecido. Entonces quizá, no, me corrijo, entonces seguro que te mantendría a mi lado como general en jefe, pero apenas puedo reunir unos pocos miles de hombres y muy pocos son buenos jinetes. Ni un general como tú podría resistir eternamente el empuje de un rencoroso Seleuco. Esa resistencia sólo haría que enervar aún más al joven rey de Siria y su venganza final sobre mi reino sería aún más dura. No. Ése es un camino muy inseguro, especialmente cuando aliarse con Roma es mucho más sencillo y requiere mucho menos esfuerzo en hombres y dinero por mi parte. Y yo, Aníbal, y eso tú mejor que nadie lo tendrás que respetar, soy un hombre práctico. No, Aníbal, a partir de ahora, mi general será Roma. Ya he enviado una embajada desde Fasis a ese efecto y ya he recibido respuesta positiva de su Senado. Otra embajada ha partido desde Roma ya hacia Antioquía para informar a Seleuco de que Armenia es independiente y aliada de Roma.

Aníbal comprendió que la decisión era más que definitiva.

–Estás cambiando un amo por otro, Artaxias. Antes servías a Antíoco y ahora serás un esclavo más de Roma.

Artaxias no se sintió ofendido y volvió a sonreír.

–Es muy posible, pero este nuevo amo está mucho más lejos y es menos exigente en cuanto a impuestos y dádivas. Lo prefiero.

Aníbal pensó en decir que Roma era menos exigente ahora, pero que tiempo al tiempo, sin embargo, aquella discusión no le llevaba a ningún sitio.

–Decías, mi rey -continuó el cartaginés exiliado-, que no eras desagradecido.

Artaxias vio que Aníbal daba por zanjado el asunto. Era el momento de pagar por sus servicios.

–Eso he dicho, sí. Me has servido bien y en consecuencia te pagaré bien, con abundante oro y plata que, estoy seguro, te será de gran utilidad en tu nuevo viaje. El oro siempre abre caminos donde parece que todo estaba cerrado.

Aníbal asintió pero no dijo nada. El rey había esperado alguna palabra de agradecimiento, porque, aunque era justo pagarle bien, también podría expulsarlo como a un perro. Aquel cartaginés era hombre de gran orgullo. Artaxias respiró despacio un par de veces. En cualquier caso, aquel general se había ganado el derecho a ser orgulloso con su esfuerzo en la guerra, en muchas guerras.

–También te ofrezco escolta hasta el puerto de Fasis -prosiguió el rey de Armenia-; y allí tendrás a tu disposición una nave para que te conduzca adonde tu decidas. Esa es una posibilidad.

Aníbal le miró intrigado.

–¿Hay otro camino?

–Mis hombres te pueden conducir hacia la frontera del este y puedes buscar suerte en el lejano Oriente.

–¿La India? – dijo Aníbal, pero en voz baja. Aquélla era una ruta totalmente desconocida y un pueblo del que apenas sabía nada. Quizá allí pudiera ser más apreciado o tener posibilidades de subsistencia al servicio de algunos de los emperadores indios. Artaxias quebró sus pensamientos con palabras.

–Claro que mi consejo sería que fueras de regreso hacia occidente, a Asia Menor. Me consta que en Bitinia, el rey Prusias te recibirá con los brazos abiertos.

Aníbal meditó sobre el consejo de Artaxias. El reino de Bitinia pugnaba, igual que Armenia, por mantener su independencia, pero el enemigo primordial de Bitinia no era Seleuco, quien tras la derrota de Magnesia, poco influía ya en Asia Menor. No, el enemigo del rey Prusias sería el emergente poder de Pérgamo, la ciudad más beneficiada por la victoria romana de Magnesia. Desde Pérgamo, el rey Eumenes II quería gobernar toda Asia Menor y sólo unos pocos estados se resistían, entre ellos Bitinia. Artaxias siguió explicando el motivo de su consejo, complementando las ideas del propio Aníbal.

–El rey Prusias lucha contra Pérgamo y Pérgamo es aliado de Roma. Bitinia es uno de los pocos reinos cercanos que estarán dispuestos a contar con tus servicios, pues, de cualquier modo, mientras no se rindan, se ven obligados a luchar contra un aliado de Roma, que es lo mismo que luchar contra Roma.

Aníbal asintió una vez más. La propuesta del rey de Armenia era razonable y la oferta de dinero, escolta y un barco, teniendo en cuenta que no era más que un exiliado de guerra, generosa.

–Creo que el rey de Armenia ha hablado sabiamente -respondió Aníbal con tono sereno-; seguiré tu consejo y agradezco tu generosidad para con mi persona y mis veteranos. Saldré al amanecer, a no ser que dispongas algo diferente, y en pocos días estaré fuera, lejos de Armenia.

–Al amanecer está bien.

Aníbal se levantó, se inclinó ante el rey e iba a dar media vuelta cuando Artaxias se dirigió a él una vez más.

–Me queda una pregunta. – Aníbal permaneció en pie ante el rey, atento. Artaxias planteó su cuestión-: ¿Crees que Armenia, mi reino, tiene alguna posibilidad de resistir contra el enemigo? Valoro tu opinión. Has disputado muchas batallas y dirigido guerras enteras. Tienes más experiencia que yo. Me interesa lo que digas y me gustaría que fueras sincero.

Aníbal meditó cuál debía ser el sentido de su réplica con tiento. Por un lado no podía evitar sentirse halagado por que el propio rey reconociera su superioridad en el terreno militar, al menos. Por otro lado, sinceramente, no estaba convencido de la viabilidad de aquel reino: Armenia estaba rodeada de enemigos poderosos que ansiaban aquellos valles fértiles a las puertas del Cáucaso, entre el Ponto y el océano Hircanio y, lo peor de todo, es que por el sur no había fronteras naturales claras. No, Armenia no lo tendría fácil nunca y, en aquellos momentos, con un nuevo rey sirio rencoroso y ávido por reconquistar aunque tan sólo fueran pequeñas piezas del gran viejo mosaico del desmoronado imperio de su padre, aún menos. Claro que decir la verdad a un rey temeroso de sus enemigos… ¿podría acaso poner en peligro el cobro del oro y la plata y el apoyo de la escolta y el navio para poder llegar a Bitinia?

–Armenia será un gran reino y el rey Artaxias será recordado por las futuras generaciones de armenios. De eso estoy seguro -dijo Aníbal con rotundidad.

Artaxias le miró y sonrió algo más relajado. El general púnico volvió a inclinarse, dio media vuelta y marchó por el pasillo de acceso al exterior. En la gran tienda real levantada junto a la nueva capital del reino, Artaxias I se quedó a solas, ponderando, algo dubitativo, si aquel extranjero había dicho realmente lo que pensaba o no.

93 Iudicium populi: segundo día

Roma, 19 de octubre de 187 a.C.

En el segundo día del juicio contra los Escipiones pasó algo que parecía de todo punto imposible: aún había más gentío congregado en el Comitium y en todas las calles adyacentes. Si en el primer día la muchedumbre se había extendido hasta el Templo de Vesta, punto ya bien alejado y sin ninguna visibilidad sobre lo que ocurría en el Comitium, más al noroeste, el segundo día de juicio había gente arracimada por todo el foro, hasta bien pasada la Casa de las Vestales y llegar incluso a las puertas del mismísimo Templo de Júpiter Stator a la entrada de la Nova Via. Eso por el sur, pues en el norte de la ciudad el gentío que había venido por la Via Flaminia era tal que varias patrullas de triunviros y legionarios de las legiones urbanae habían tenido que detener a muchos de los que querían entrar en la ciudad al pie de las murallas de Roma, en la Porta Fontus y en la Porta Carmenta. Y es que se juzgaba a Publio Cornelio Escipión, a alguien que no sólo salvó a Roma de la constante y permanente sangría a la que les tenía sometidos Aníbal, sino a alguien que había rescatado de ese mismo furor y horror de la guerra a decenas de miles de ciudadanos de las ciudades próximas a Roma y, no tan próximas también. Además, el preceptivo día de descanso había permitido que simpatizantes de los Escipiones llegaran a Roma desde los más diversos puntos de Italia, especialmente desde las ciudades aliadas más cercanas, como Alba Fulcens, Teanum, Clusium o Crotona; y no sólo eso, sino que ese día de más, había dado tiempo a que quienes habían empezado su camino hacia la capital ya durante el primer día de juicio, partiendo desde lugares algo más alejados, pudieran llegar hasta la misma Roma para apoyar a quien les había llevado hasta la gloria del triunfo desde la más profunda miseria del abandono y el destierro. Muchos de ellos eran veteranos de las legiones hispanas de Escipión y de las legiones V y VI de África, que venían desde Etruria en el norte, desde ciudades como Arrentium o Sena Gallica, pero también desde el sur, de Beneventum, Capua o Ñola. Muchos de ellos disponían de tierras que ahora disfrutaban como propietarios en las diferentes colonias romanas de Italia, algo que hasta el propio Catón, en el pasado, favoreció, fomentó y permitió porque al entregar estos terrenos a los veteranos de Escipión conseguía alejar de Roma a ciudadanos que siempre votarían y respaldarían al princeps senatus. Ahora muchos de ellos estaban allí. La estrategia de Publio era más eficaz de lo que podría haberse pensado en un principio. Escipión no buscaba simplemente ganar el iudicium populi, algo que podría haber conseguido ya el primer día. No, Catón veía ahora con claridad que lo que Escipión quería era humillarle total y completamente en público. Catón lo observaba todo con creciente perplejidad, pero siempre tomando buena nota de cada detalle para poder aprender para el futuro. Si hacía dos días las legiones urbanae habían estado lentas a la hora de tomar posiciones para controlar el orden público, en esta segunda jornada del proceso, e\ pretor urbano había estado más atento y competente y la presencia militar en el Comitium y en todas las calles aledañas era mucho más numerosa; sin embargo, los refuerzos, por así decirlo, para los Escipiones, que estaban entrando por muchas de las puertas de Roma, eran incontenibles según le habían informado en la Porta Capena, hasta donde Catón se había acercado para ver con sus propios ojos aquel mar de gentes que se acercaban a Roma a defender a su ídolo sagrado, al general de generales. Allí mismo se veía media docena de cadáveres de los unos y los otros, pues varios centenares de veteranos de Escipión habían arremetido contra los legionarios y se habían abierto paso a golpes primero y, a lo que se ve, con derramamiento de sangre después. Estaba claro que en esta nueva jornada aún sería más imposible que en la anterior tan siquiera pensar en que el pueblo pudiera aceptar alguna sentencia que no fuera otra sino una absoluta y total exculpación de los acusados de todos los cargos imputados.

Catón se dirigió entonces al Comitium y ocupó su espacio en el centro de la gran plaza, próximo a donde deberían volver a situarse los acusados. De pronto un griterío se extendió por toda la explanada. Catón se dio la vuelta y vio llegar a los Escipiones aún más resueltos y convencidos de su victoria que durante la primera jornada del proceso. No era para menos. El pregonero iba a convocar a los acusados, pero Publio Cornelio se saltó esa parte de la tradición y se situó en el centro de la plaza, mirando a los Rostra con tal intensidad, que el pregonero no se atrevió ni a musitar una sílaba. Para Catón estaba claro quién mandaba allí, quién controlaba los tiempos de aquella farsa de iudicium populi y estaba claro quién iba a salir indemne de todo aquello.

Publio tomó la palabra de inmediato, como el general que sabe que un ataque de madrugada, antes de que el enemigo haya tenido tiempo no ya de posicionarse, sino incluso de desayunar, era la mejor forma de acabar con la oposición del modo más expeditivo y enérgico.

–Soy Publio Cornelio Escipión, dos veces cónsul de Roma y ahora princeps senatus en el cónclave que reúne a los patres conscripti de la ciudad. – Y señaló al edificio de la Curia Hostilia-. Se me acusa de malversar fondos del Estado, se me acusa de negociar con el enemigo para quedarme con dinero que pertenece, según dicen, a Roma, y se me acusa de pactar con el rey Antíoco de Asia, un acuerdo de paz en el que se contemplaba la liberación de mi hijo apresado por el enemigo. Se me acusa de cargos que podrían comportar traición al Estado. – Y calló un instante; el efecto de sus palabras fue poderoso: al presentar los cargos finales de la acusación, los que quedaron sin respuesta la primera jornada, de forma tan comprimida y severa, el silencio se apoderó de la muchedumbre. Publio sabía que magnificar la acusación para luego hacerla añicos en su respuesta causaría aún más furor entre las masas del pueblo atestadas de simpatizantes a su causa, a su familia, repletas de viejos veteranos de las campañas gloriosas del pasado-. Vayamos con lo que yo creo que es lo más grave: se me acusa de querer salvar a mi hijo preso del enemigo. Y pregunto yo, ¿quién de entre los presentes no buscaría alguna forma de negociar con el rey enemigo para encontrar una forma mediante la que salvar de la muerte a tu propio hijo, y más aún cuando éste es el único hijo varón? Insisto, ¿quién de los presentes no haría algo así? – Y Publio sabía que si esperaba serían muchos los que iban a proclamarse en voz alta como ciudadanos que así lo harían y fue rápido para evitar esa interrupción; quería esa idea en la mente de los que le escuchaban, pero no quería, de momento, una interrupción-. Todos, sé que todos los presentes buscarían alguna forma de negociar, siempre procurando no menoscabar la lealtad a Roma. Sea. Es lógico. Lo entiendo, pero os diré lo que yo hice: actué de la única forma que podía hacer. Actué como senador de Roma, actué como asesor del cónsul de Roma y no como padre. Me sobrepuse a todo el dolor que suponía anticipar la segura muerte de mi hijo y lo hice porque como representante de Roma no puede uno mostrarse débil, sujeto a chantajes del enemigo y así, cuando Antíoco me propuso pactar para liberar a mi hijo yo le respondí, sangrando por dentro en mis entrañas con un dolor que no acierto a describir, le respondí que un senador de Roma no negocia bajo presión. Le dije que debía liberar a mi hijo, por respeto a lo que mi cargo representaba, pero no pacté con él. – Aquí Publio, con rapidez, pasó por alto su propuesta a Antíoco de perdonarle la vida si era derrotado si antes liberaba a su hijo; todo no podía decirse y no dejaba de ser cierto que se había negado a aceptar el resto de condiciones que proponía el rey de Siria, entre ellas una humillante retirada de las tropas de Roma; ante el pueblo y en medio del más tumultuoso iudicium populi era mejor no atender a matices-. Me negué y lloré amargamente esa noche como no lo había hecho en toda mi vida. Y ¿cómo me quiere pagar Roma ahora aquel sacrificio, cómo quiere ahora Roma pagarme el hecho de que antepusiera a Roma misma a la seguridad de mi único hijo varón? Con las más terribles acusaciones. ¿Es eso en lo que Roma se ha convertido ahora? ¿Es así como Roma pretende recompensar a los magnos sacrificios de sus generales? ¿Es ése el modo en que queremos que los nuevos generales de Roma crean que se verán recompensados en el futuro?

–¡Noooooooo…!

–¡No, por todos los dioses, no!

–¡No, Roma no es así!

Y un desbordante tropel de voces incontenibles resonó en la atestada plaza del Comitium negando que Roma fuera a recompensar de ese modo a sus generales, a esos generales que anteponían a Roma a cualquier otra cosa o persona que les fuera preciada. Publio se paseó, casi petulante, por delante de Catón, Spurino, Quinto Petilio, Lucio Valerio Flaco, Graco y el grupo de senadores que promovían las acusaciones de las que se estaba defendiendo. Cuando el griterío empezó a remitir, retomó la palabra:

–Antíoco III de Siria liberó a mi hijo, pero lo hizo por respeto a mi dignidad de representante de Roma, nunca a cambio de nada; pero queda por fin la acusación de los quinientos talentos. – Y calló de nuevo unos segundos durante los que introdujo sus manos en el complejo entramado de pliegues de su impoluta toga viril blanca y de ella extrajo con las dos manos varias decenas de monedas de oro; Catón comprendió entonces por qué le había parecido que Publio estaba más gordo-. Ahí van cien talentos, ahí otros tantos, trescientos -continuó hablando mientras arrojaba por el suelo las monedas de oro con la efigie del derrotado rey de Siria-, cuatrocientos y quinientos. – Las monedas quedaron desperdigadas a los pies de sus enemigos. Algunos no podían dejar de mirarlas con la lujuria del avaricioso, pero la mayoría apretaba los labios y se contenía ante aquella demagógica exhibíción de poder-. Ahí están -dijo casi en voz baja mirando a Catón, y lo repitió varias veces elevando la voz y dirigiéndose a toda la muchedumbre del pueblo de Roma-. Ahí están. Ahí están los malditos quinientos talentos. ¿Los queréis? – y volvió a mirar a sus acusadores-, pues recogedlos y ponedlos con los otros miles y miles de libras de oro y plata que mi hermano y yo hemos traído a Roma mientras dejábamos nuestra sangre y la de nuestros familiares y amigos en campos de batalla en todos los confines del mundo para hacer de esta ciudad la más temida y más poderosa de todo el mundo. Ahí tenéis los malditos quinientos talentos. ¿Creéis que a mí me importan algo quinientos talentos? ¿Queréis acaso más dinero? Ahí está el que me lleváis reclamando largo tiempo con insidias y acusaciones miserables fruto de vuestra envidia. Ahí está el maldito dinero. Yo no necesito el dinero cuando tengo al pueblo de Roma conmigo. – Y abrió los brazos y los estiró hacia la masa que le escuchaba-. ¿Quién necesita dinero cuando tiene consigo toda la fuerza y el respeto y el amor de todo el pueblo de Roma? – Y de pronto bajó los brazos y, furibundo, se dirigió a Spurino y a Catón y les habló al tiempo que se aproximaba como un león a punto de atacar-. Un pueblo al que yo y sólo yo he salvado, un pueblo por quien yo, con mis oficiales y mis legionarios me enfrenté en Zama a la mayor carga de elefantes nunca antes conocida; y mis oficiales y mis legionarios y yo mismo resistimos aquella embestida como soldados de Roma, y luego resistimos a la infantería enemiga y a las nuevas levas de africanos y cartagineses y a la caballería púnica y nos batimos al fin, cuerpo a cuerpo, contra los invencibles veteranos de Aníbal, y allí mismo, tal día como hoy -y miró al pueblo-, sí, tal día como hoy hace catorce años, vi morir a mis mejores hombres, uno a uno, en la batalla más colosal que nunca se haya luchado y que yo dirigí por y para Roma, para la misma Roma que está aquí juzgándome, y por fin, lanzo al pueblo una última pregunta: ¿qué quiere Roma: juzgarme o liberarme? ¿Qué quiere Roma: condenarme o premiarme? ¿Qué quiere, al fin, Roma: encarcelarme o celebrar conmigo en el Templo de Júpiter Capitolino la mayor victoria que nunca jamás haya disfrutado esta ciudad? ¿Cárcel o victoria?

–¡Victoria! ¡Victoria! ¡Victoria!

–¡Vayamos al Templo de Júpiter!

–¡Todos con Escipión, al Capitolio, por Roma, por Escipión! Y para perplejidad absoluta de los cónsules, los pretores y senadores allí reunidos, para sorpresa de Spurino y Quinto Petilio, para asombro de todos los funcionarios del Estado encargados de reflejar en actas todo lo que estaba acaeciendo en aquel proceso, todos, estupefactos, vieron cómo Publio Cornelio Escipión, acompañado de su hermano, familiares y amigos, abandonaba el espacio del Comitium acordonado por los legionarios para celebrar el iudicium populi y, sin esperar a escuchar sentencia alguna, se alejaban los dos aclamados una vez más por todo el pueblo de Roma en dirección al monte Capitolio donde, a las puertas del mismo, por orden del propio Publio, se acumulaba una veintena de grandes bueyes blancos que había hecho traer ex profeso para aquella jornada para celebrar en medio del inmenso clamor popular su total y absoluta victoria sobre el ejército de Aníbal, aquel ejército que durante años aterrorizó a todos los que ahora le vitoreaban y a quienes liberó del constante horror de los ataques del general cartaginés.

Marco Porcio Catón fue testigo de cómo la plaza quedó prácticamente vacía. Allí quedaron sólo un centenar de legionarios, confundidos, desperdigados por un semidesierto Comitium, junto con los pretores, cónsules y la pléyade de senadores que se mantenían fieles a la postura de Catón de que aquel hombre se estaba transformando en un incontrolable poder que debía, de un modo u otro, ser sometido. Catón sabía que había perdido, pero sabía también que el juicio, desde un punto de vista técnico, había quedado inconcluso. Aquél, sin duda, no era el día indicado para tecnicismos jurídicos, pero el tiempo todo lo enfría y la pasión del pueblo, igual que se calentaba rápido, también se enfriaba rápido. Llegaría el día en el que aquel juicio debería llegar a término. Eso sí, sería conveniente buscar otro formato, otros acusadores, otro tribunal. Quizá se tuviera que cambiar alguna ley. Era trabajo arduo sólo propio de gente con perseverancia infinita como la suya.

Marco Porcio Catón se levantó con lentitud estudiada de su asiento y se dirigió a los aún petrificados magistrados, pretores, tribunos y senadores.

–Ayer acusó Spurino a Publio Cornelio Escipión de creerse rey. Hoy os digo yo que no se lo cree. Hoy os digo yo que Publio Cornelio Escipión es rey de Roma. Y vosotros, amigos míos, todos, yo incluido, somos sus vasallos. Los tiempos de la monarquía han regresado. Tiempos en los que ni tan siquiera se concluyen los juicios. Vienen tiempos oscuros,paires et conscripi. La cuestión es ¿cuánto más estáis dispuestos a aguantar?

Y se recogió la toga que le colgaba y emprendió el camino de regreso a su villa en el campo, a las afueras de la tumultuosa Roma.

94 La última batalla de Aníbal

Costa de Asia Menor, verano de 186 a.C.

Aníbal miraba desde la cubierta de su desvencijada nave capitana hacia el horizonte donde confluían el cielo y el mar en una difusa línea envuelta en la bruma y el rumor de las olas. Miró luego hacia ambos lados. La flota de Bitinia, bajo su mando por orden del último rey que le había dado cobijo en su huida de las legiones de Roma, el soberbio y ambicioso Prusias, navegaba en un silencio premonitorio de lo que sin duda debía ser una nueva gran derrota. «El gran general de Cartago», así se presentó Aníbal hacía ya meses ante el grueso rey Prusias, tras su viaje desde Armenia.

Prusias le miró de arriba abajo. Aníbal aún conservaba un porte magnífico, pese a sus 63 años, pero el pelo agrisado de su barba y su cabellera hacían complicado entender por qué la todopoderosa Roma parecía aún sobrecogerse por la existencia, todavía en libertad, de aquel viejo. Prusias, más joven, más fuerte, más ignorante, le miró con cierto desdén antes de responder a la petición de asilo que Aníbal le había manifestado. Alrededor de ambos, todos los subditos de Prusias guardaban un contenido silencio, entre divertidos y confundidos, preguntándose si aquel anciano era en realidad el Aníbal que a punto había estado de doblegar a Roma, el Aníbal que conquistara Hispania e Italia, el mismo Aníbal que sirviera al poderoso Antíoco.

–Me pides protección contra Roma cuando Roma es el mayor poder que existe ahora en el mundo -empezó Prusias desde su trono real recubierto de oro y plata-. Darte esa protección sólo me puede acarrear problemas.

Aníbal espiró aire despacio. Sabía que se medía ante alguien muy inferior a él, pero no podía permitirse ya ni orgullo ni menosprecio. Derrotado y muerto Antíoco, no quedaba ningún poder que pudiera medirse contra Roma. Sólo le restaba la posibilidad de buscar un lugar lo suficientemente remoto y olvidado por todos como para poder descansar en paz los últimos años de su vida. Prusias era un mequetrefe, pero hasta los más pequeños tienen derecho a algo cuando se les pide un favor.

–El rey Prusias -respondió Aníbal con una voz grave y serena que cautivó a todos por su aplomo- tiene derecho a recibir algo a cambio de acogerme en su corte. – Y miró hacia Maharbal y un par de sus hombres a los que se les había permitido acceder al salón del trono. Maharbal comprendió el mensaje, avanzó un par de pasos hasta quedar a la altura de Aníbal, y volcó el contenido de un saco grande de trigo sobre el suelo. Por las ventanas de la gran sala real entraba la luz del sol en forma de grandes haces, uno de los cuales cayó de pleno sobre el contenido vertido del saco. El resplandor de las monedas de oro iluminó toda la estancia y entre los asistentes emergió un murmullo de asombro. El propio rey Prusias se levantó sin ocultar su admiración.

–Miles de talentos de oro a tus pies, rey Prusias -dijo Aníbal, con cierto aire de indiferencia, como si estuviera acostumbrado a regalar semejantes sumas a diario-, y habrá miles más si permites que mis hombres y yo nos establezcamos en tu reino durante, al menos, un par de años.

El rey Prusias retomó su posición al trono y se atusó con una ruda mano su barba negra y no muy limpia. Apretaba los labios. Aníbal comprendió que el rey de Bitinia no estaba acostumbrado a pensar. Debía ser paciente. Echaba de menos la agudeza de Artaxias.

–Eso es mucho oro, no lo niego -retomó así al fin la palabra el monarca-, pero ni todo ese oro sería suficiente para aplacar la ira de Roma o para pagar un ejército lo suficientemente importante como para poder defendernos de la furia de sus legiones… -Aquí se detuvo un momento y un brillo codicioso encendió la mirada del rey; Aníbal sonrió para sus adentros-. Por otro lado, ¿qué impide que tome yo ahora todo este oro y todo el que puedas tener y que luego te arroje de mis tierras?

De pronto, el murmullo que había envuelto la conversación se desvaneció. Aníbal escuchó cómo decenas de filos de espadas de los soldados de Prusias se desenfundaban despacio, pero el veterano general púnico no hizo ademán de llevar su mano a su propia arma, un gesto, que, en todo caso, habría conducido a un suicidio seguro. En su lugar hizo que la sonrisa de su interior aflorara en su rostro de forma clara y ostentosa.

–Sería una lástima que mataras al único general que aún puede salvarte de una derrota y una muerte implacables, rey Prusias. – Las palabras surtieron el efecto deseado y el monarca miró raudo a ambos lados; las espadas se enfundaron de nuevo; los ojos del rey le miraban con intensidad, intrigado, nervioso-. Todos sabemos que Eumenes no tardará en lanzar al ejército de Pérgamo hacia el norte -reinició así su discurso Aníbal-, y todos sabemos que, si bien Pérgamo no es Roma, sí que es más poderoso que las tropas de Bitinia, en particular su flota.

–¡Eumenes se estará quieto o…! – espetó Prusias alzándose de nuevo de su trono.

Aníbal le interrumpió al tiempo que negaba con la cabeza.

–No, rey Prusias. Pérgamo atacará y tu esperanza, tu esperanza de que Roma intervenga es absurda, pues ¿quién es Eumenes? Un gran aliado de Roma, un aliado cuyo poder crece a la sombra del Senado de Roma, una sombra que pronto oscurecerá los amaneceres libres de Bitinia. Y tú andas preocupado por darme o no asilo, a mí, a mí que podría guiar a tu ejército hacia una victoria, como he hecho en tantas otras ocasiones.

Y con esto calló, hizo una señal a Maharbal y éste empezó a recoger las monedas de oro y reintroducirlas en el saco ayudado por los dos guerreros africanos que le acompañaban. Los soldados de Bitinia miraban nerviosos hacia las monedas de oro, pero no se atrevían a intervenir, mientras observaban cómo su rey, sentado ya sobre su trono, apretaba una vez más los dientes.

–¿Puedes realmente derrotar a Eumenes? – inquirió al fin el monarca.

–Sí -dijo Aníbal.

–Eumenes te derrotó en Magnesia, eso lo sabemos también aquí en Bitinia. Comandaba sus tropas y en el ala en la que él luchó doblegaron a las tropas sirias de Antíoco, a quien tú aconsejabas. ¿Por qué ahora había de ser diferente, por qué ahora Aníbal iba a derrotar a quien ya le ha derrotado?

–Porque en Magnesia el rey Antíoco no me hizo caso, sino que siguió los consejos de aquellos que le rodeaban y no hacían más que halagarle y porque entonces Eumenes tenía a las legiones de Roma a su lado y ahora combate solo. Si me haces caso, un Eumenes sin apoyo militar romano será derrotado por mí, tú mantendrás tu trono y yo sólo pido poder vivir con sosiego el resto de mis días. Échame de aquí, róbame si quieres y no durarás en ese trono desde el que me hablas más de tres meses. La flota de Pérgamo pronto partirá hacia las playas de Bitinia.

El rey Prusias habría hecho matar a cualquier otro que le hubiera hablado con el tono autoritario de Aníbal, pero por un lado la firmeza en el rostro de aquel general púnico y por otro el saber que lo que decía podía ser muy cierto impedían que su acostumbrada ira se desatara de forma incontrolada.

–De acuerdo, general africano -dijo Prusias-. De acuerdo, entonces. Por mis dioses que habrás de servirme bien o haré que te despellejen vivo, y me da igual quién hayas sido en el pasado. Eres un anciano, pese a tu porte y al aplomo de tus palabras; la verdad, no me pareces suficiente arma para detener a Eumenes, pero estoy dispuesto a concederte una única oportunidad. Ésta es mi decisión: tomaré el contenido de ese saco de monedas de oro y de otros dos como él -aquí se paró un instante; Aníbal asintió; el rey prosiguió con sus palabras-; tres sacos de oro como pago a acogeros en mi reino, y luego tú tomarás mi flota, la entrenarás y la prepararás, y cuando Eumenes navegue hacia el norte saldrás a su encuentro. Si eres derrotado y sobrevives yo mismo te atravesaré con mi espada o no… mejor aún… te cubriré de cadenas y te regalaré a Roma a la que pediré que, a cambio, interceda por mí ante el avance de Pérgamo; pero si vences, si vences, te prometo que nadie te molestará jamás en mi reino y que aquí podrás permanecer tanto tiempo como desees, sin necesidad de que pagues con más oro tu estancia en mis tierras. Ésa es mi decisión.

Aníbal afirmó con la cabeza una sola vez. Prusias lo aceptó como suficiente prueba de aceptación, junto con los dos sacos adicionales de oro que los hombres del general africano trajeron al cabo de un rato. No hubo tiempo para comidas ni celebraciones, pues Aníbal pidió ser conducido de inmediato al puerto de la ciudad para poder ver la flota del rey de Prusias. Fue allí donde Aníbal, Maharbal y el pequeño grupo de veteranos que aún le seguía desde Cartago comprendieron que todo estaba perdido.

Los barcos del ejército de Bitinia eran escasos y, en su mayoría, necesitaban reparación. Aníbal trepó por una estrecha pasarela a la que se suponía que debía ejercer de nave capitana. El suelo estaba sucio, las maderas carcomidas en muchos lugares y el olor a pescado podrido anunciaba a qué se había dedicado el buque los últimos años y confirmaba el poco interés de los marineros por mantener aquel navio con dignidad. Aníbal se pasó la mano izquierda por la barba mientras escrutaba con su ojo sano las tres docenas de barcos varados en el puerto. Maharbal miraba con el mismo desánimo en su rostro. Tras ellos, un oficial del ejército de Bitinia les acompañaba por orden del rey Prusias.

–¿Están todos igual? – le preguntó Aníbal.

–Me temo que sí -respondió el oficial con un tono débil que denotaba la vergüenza que sentía. Su rey lo gastaba todo en banquetes mientras que un cada vez más débil ejército debía mantener las fronteras de un reino acechado por el poderoso Eumenes de Pérgamo. Para aquel oficial, aquel general extranjero, tal y como había vaticinado en la corte real, tenía razón: era sólo cuestión de tiempo que Bitinia cayera en manos del invasor.

Aníbal, por su parte, inspiraba y exhalaba el aire con profundidad. El frescor del mar, ese aroma intenso de agua salada le hacía bien. Estaba cansado de huir. Lo sensato era dejar aquella región y adentrarse más hacia Oriente. Quizá la India. Allí estaría suficientemente lejos de Roma. Era una idea que volvía de forma intermitente a su mente. Su espíritu, no obstante, se rebelaba contra esa pretensión. Eumenes iba a atacar Bitinia y Eumenes era aliado de Roma. Aníbal se sabía ya demasiado débil y escaso de recursos como para poder atacar Roma de nuevo, pero quizá aún pudiera morder con fuerza a uno de sus vasallos. Eso siempre le produciría algo de placer. Se apoyó en la baranda del barco y ésta se vino abajo. Maharbal, rápido de reflejos, asió por la cintura a su general y así evitó que cayera al agua. Aníbal se recompuso en un instante y Maharbal se separó de inmediato.

–Eumenes no tiene por qué molestarse en atacar la flota de Bitinia -dijo Aníbal sacudiéndose alguna astilla perdida de su larga capa de campaña-. Le bastaría con esperar a que estos barcos se hundan solos. – Los soldados africanos detectaron en el tono rudo de su general que Aníbal estaba enfurecido, por haber perdido el equilibrio, por haber necesitado de ayuda para no caer al mar, por no tener con qué luchar. No era un comentario de broma. Nadie rio. El general descendió del barco y paseó por el puerto seguido de cerca por sus hombres y el oficial del rey Prusias.

Los muelles estaban cubiertos de polvo. Hacía semanas que no llovía en la costa sur de la Propóntide. El sol del mediodía empezaba a resultar tórrido. De pronto, una especie de cuerda, medio enrollada en el suelo, justo frente al general, pareció cobrar vida y salir disparada en busca de refugio entre una montaña de cántaros de barro vacíos apilada junto a uno de los almacenes del puerto.

–Serpientes -aclaró el oficial del rey Prusias-. Eso es lo único que tenemos aquí en abundancia. Serpientes venenosas y mortales. Un incordio que se acrecienta con esta larga sequía. Bajan de las montañas al puerto en busca de comida. Pescado podrido, deshechos, lo que sea. Yo no metería la mano en uno de esos cántaros ni por todo el oro del mundo.

Aníbal se detuvo y con él el resto de la comitiva. El general púnico se quedó mirando la enorme pila de cántaros de barro en donde la serpiente se había escondido. La flota era insuficiente y en pésimo estado, el armamento escaso y los oficiales de Bitinia estaban desorientados. Acometer un enfrentamiento naval contra la bien organizada flota de Pérgamo era un suicidio. Aníbal miró hacia el mar. Miró hacia las montañas. Un combate imposible o huir de nuevo. Miró al suelo.

Maharbal se retiró un par de pasos junto al resto de soldados púnicos y, por inercia, el oficial de Prusias hizo lo mismo. Aníbal puso los brazos en jarras mientras seguía mirando a las montañas. Los africanos conocían ese gesto en su general. Estaba a punto de tomar una decisión. El oficial del rey de Bitinia no entendía qué sentido tenía mirar hacia las montañas cuando lo que se preparaba era una batalla naval.

Aníbal seguía escrutando desde la proa de la nave capitana la brumosa línea del horizonte marino. Al virar alrededor de una larga lengua de tierra que se adentraba en el mar, las dos flotas se encontraron frente a frente. Tanto los barcos de Bitinia como los de Pérgamo detuvieron sus remos y plegaron las velas. Aníbal aprovechó la ocasión para enviar a un grupo de marineros con un mensaje para el rey de Pérgamo. Maharbal se acercó por la espalda y le preguntó al general con un tono que ponía de manifiesto su confusión:

–No pensé que fuéramos a negociar -dijo el veterano lugarteniente.

Aníbal sonrió y respondió sin volverse, sin dejar de mirar cómo indicaban los soldados de Pérgamo a los marineros del bote de mensajeros dónde debían dirigirse.

–Y no hemos venido a negociar, querido Maharbal -aclaró Aníbal, y entonces se dio la vuelta y le miró a la cara con la amplia sonrisa trazada sobre su faz-. Sólo quiero saber en qué barco se encuentra el rey Eumenes.

Maharbal asintió y sonrió también. Era la más vieja de las estratagemas, pero no por ello dejaba de ser efectiva: enviar mensajeros a negociar para simplemente saber dónde está el general en jefe del ejército o, como era el caso aquel día, el almirante al mando de la flota enemiga, que no era otro que el propio rey de Pérgamo. El bote con los mensajeros avanzó entre varios barcos enemigos hasta detenerse junto a uno de los más grandes. Allí entregaron un mensaje de Aníbal escrito en griego sobre una pequeña tablilla de madera recubierta de fina cera.

–¿Qué has escrito en la tablilla? – preguntó Maharbal.

–Que se retire o hundiré su flota -respondió Aníbal, pero como si hablara para sí mismo.

Eumenes, rey de Pérgamo, aliado de Roma, vencedor en Magnesia, leyó la tablilla abriendo los ojos de par en par. Luego echó la cabeza hacia atrás y sus carcajadas resonaron por todo el barco. Los marineros de Bitinia, que aguardaban la respuesta del rey enemigo embarcados en el pequeño bote con el que habían cruzado entre las poderosas embarcaciones enemigas, miraban asustados a un lado y a otro. No tenían claro que fueran a regresar con vida de aquella misión. De pronto vieron que el mismísimo Eumenes se asomaba por el lado en el que estaban varados, aguardando respuesta, y les lanzaba su réplica al mensaje recibido entre los gritos y risas de sus hombres.

–¡Decid a ese loco de Aníbal que Pérgamo ya le ha derrotado en el mar y en tierra en el pasado y que hoy vamos a terminar la tarea que Roma siempre deja sin hacer! ¡Decidle a ese general extranjero que os dirige que hoy es el día de su muerte!

Aníbal no esperó a que le llegara la respuesta de Eumenes. En cuanto el bote de mensajeros se encontró a medio camino entre una flota y otra, ordenó que una decena de sus buques se lanzaran contra el barco del rey de Pérgamo. La maniobra cogió por sorpresa a la flota enemiga, que no esperaba una concentración de tantos barcos de Bitinia contra la nave de su rey. Así, los de Pérgamo sólo pudieron interponerse entre cuatro de los buques que remaban hacia su rey, pero el resto, media docena de barcos bitinios, avanzaba contra el barco del rey Eumenes sin mayor interposición. Todos, en ambos bandos, comprendían que Aníbal buscaba descabezar la flota enemiga sin importarle cómo pudiera desarrollarse la batalla naval en el resto de frentes. Eumenes de Pérgamo veía cómo su barco iba a ser rodeado por las naves al mando de Aníbal. Sabía que en total tenía más y mejores barcos y que éstos seguramente podrían imponerse al enemigo con facilidad, pero ahora era su propia vida la que estaba en juego, además de que si él, el rey, caía, el golpe a la moral del resto de la flota sería tremendo. La mente de Eumenes trabajaba con rapidez. A cada momento le importaba menos el desenlace de la batalla y se preocupaba más por su seguridad personal.

–¡A babor, por todos los dioses, remad hacia la costa! – aulló a sus marineros.

Eumenes era un general astuto. Había traído consigo tropas de infantería para ejecutar su plan de invasión de Bitinia y éstas habían estado avanzando por las playas de Anatolia en paralelo con la flota. El barco de Eumenes, mejor diseñado y mantenido que sus perseguidores de Bitinia, alcanzó las arenas de Asia con tiempo suficiente para permitirle desembarcar y refugiarse entre varios miles del guerreros de Pérgamo que se concentraban en la playa para proteger a su rey. Aníbal vio como su plan de acabar con el rey enemigo había fracasado. Y para poner las cosas aún peor, mientras tanto, a sus espaldas, la flota de Pérgamo había maniobrado y se lanzaba contra los mal equipados barcos de Bitinia. Maharbal y el resto de oficiales que rodeaban a Aníbal tragaban saliva.

–¡Estamos perdidos! – dijo el oficial en jefe de las tropas de Bitinia embarcadas en aquella flota de destartaladas naves. Aníbal se dio la vuelta y le miró con seriedad. El oficial calló. El general púnico apretaba los labios mientras miraba a su alrededor. En el centro de cada barco había hecho levantar una pequeña catapulta y junto a ella se apilaban decenas de cántaros de tamaño medio, de no más de dos pies. Aparentemente poco daño podían hacer aquellos proyectiles huecos en los robustos barcos del enemigo.

–¡Que empiecen con el lanzamiento de cántaros ahora mismo y que apunten bien, por Baal!

Los oficiales bitinios y los soldados africanos embarcados en la nave capitana de la flota enviada por el rey Prusias a detener el avance de los buques de Pérgamo transmitieron las órdenes con celeridad. Sabían que les iba la vida en ello. En cada barco bitinio se cargaban las catapultas, se apuntaba con cuidado y se lanzaban los cántaros. En la primera andanada la mayoría cayó sobre el mar hundiéndose como los puñetazos inofensivos de un niño pequeño cuando lucha contra un adulto. Sólo unos pocos cayeron sobre los barcos enemigos. Aníbal había ordenado llenar de tierra los cántaros hasta la mitad, lo que aumentaba un poco la potencia de aquellos improvisados proyectiles, pero aun así, los cántaros se hacían añicos sobre las cubiertas de las naves enemigas sin apenas causar daño alguno. Los marineros de la flota de Pérgamo asistían primero sorprendidos y luego con grandes risas a la inútil maniobra del enemigo. Eumenes lo contemplaba todo desde la playa, protegido por su ejército de tierra.

–¿Qué lanzan? – preguntó. Nadie supo qué responder, hasta que fue el propio rey el que se respondió a sí mismo-. Sea lo que sea no parece que nuestros barcos se hundan. – Y lanzó una poderosa carcajada. La victoria estaba cerca, muy cerca. Y desarbolada la flota enemiga, Bitinia caería como quien recoge fruta madura. Toda la campaña sería un auténtico paseo militar.

En alta mar, los marineros de Pérgamo también reían mientras sus barcos se acercaban cada vez más a la flota enemiga. El absurdo lanzamiento de cántaros proseguía como esa lluvia que molesta pero que no impide que sigamos con nuestros objetivos.

Entre tanto, en la flota de Bitinia, todos esperaban la orden del almirante en jefe. Aníbal sentía las miradas de todos clavadas en su cogote.

–Un poco más… esperaremos un poco más… -se decía a sí mismo, en voz baja-. Ya casi los tenemos, ya casi… -Y se volvió hacia Maharbal y gritó con todas sus fuerzas-: ¡Ahora, por Baal, ahora! ¡Los cántaros de las bodegas!

Los marineros bitinios descendían entonces raudos a las bodegas de sus embarcaciones y emergían de las mismas con nuevos cántaros que transportaban con los ojos inyectados de horror. Los depositaban sobre la cuchara de cada catapulta, apuntaban y disparaban hacia el enemigo.

Los barcos de Pérgamo notaron que la lluvia de cántaros medio llenos de tierra se había detenido por unos instantes para ser reiniciada de nuevo. No le prestaban ya mayor atención. Estaban tensando los arcos y preparando las flechas unos, mientras el resto se apilaba en las cubiertas dispuestos al abordaje de cada nave enemiga. La batalla iba a ser corta. Antes del mediodía estarían celebrando un festín en la playa junto a su rey. Fue entonces cuando llegó el horror desde las entrañas del cielo. Nuevos cántaros caían sobre la cubierta de las naves, pero al quebrarse no salía arena de ellos, sino un centenar de serpientes venenosas de cada proyectil. Si en una nave caían cuatro cántaros eso significaba que la cubierta se veía de pronto recorrida por cuatrocientas serpientes venenosas, todas aterrorizadas y algunas heridas por el impacto que buscaban huir de no sabían dónde y que en su locura mordían a cualquier ser vivo que se les cruzara en el camino. Los soldados y marineros de Pérgamo al principio sólo acertaban a escuchar el grito de algunos compañeros que aullaban de dolor y que luego se retorcían en el suelo como petrificados o con convulsiones extrañas. Tardaron un tiempo en entender lo que estaba pasando. Demasiado tiempo.

–¡Apuntad a los pilotos, a los navegantes! – aulló Aníbal henchido de furia.

Y así hicieron.

Y así, los timoneles, al ser mordidos por las serpientes, abandonaron sus puestos y al poco rato todas las naves de la gran flota de Pérgamo navegaban descontroladas y sin rumbo, llegando incluso algunas a chocar entre ellas haciéndose añicos por el impacto. En otros barcos, muchos optaban por lanzarse al mar para escapar del infierno de las mordeduras mortales de las serpientes en un vano intento por alcanzar una orilla que estaba demasiado lejos. En medio de aquel desastre, los bitinios se repartían el trabajo de forma metódica: unos seguían lanzando los temibles cántaros henchidos de serpientes mientras el resto acribillaba con lanzas y flechas a los exhaustos nadadores de Pérgamo. Era como cazar atunes apresados en una gran red. El agua empezó a empaparse de rojo. Y, como si Baal se hubiera congraciado de nuevo con su veterano subdito, aparecieron centenares de tiburones avisados por la sangre de los heridos y los muertos. Los bitinios dejaron de disparar flechas al mar. Ya no hacía falta.

Aníbal se dio la vuelta buscando a Maharbal. Absorto como había estado en dirigirlo todo, el general cartaginés no se había percatado que pese a su confusión, los soldados de Pérgamo habían lanzado varias andanadas de flechas que habían surcado el aire por encima de las cubiertas de los barcos bitinios, hiriendo a muchos y matando a otros tantos, pero en la vorágine de la victoria aquello era un mal muy pequeño. Sin embargo, el valor de una herida siempre es subjetivo. Aníbal se volvió buscando a Maharbal y no lo vio. Se dio cuenta entonces de que media docena de sus hombres se arremolinaban junto al cuerpo de uno de los suyos. Aníbal parpadeó un par de veces con su ojo sano. Comprendió que ni siquiera en esa ocasión los dioses se iban a apiadar de él y permitirle disfrutar de su última victoria. Aníbal se acercó despacio al cuerpo del oficial púnico abatido por varias flechas enemigas. Sus hombres se alzaron y dejaron que el general, solo, se arrodillara frente al cuerpo de Maharbal. Dolía aún más por lo inesperado, por lo absurdo, después de tantas batallas, unas flechas perdidas, allí, en los confines del mundo, después de un victoria tan magnífica. Aníbal vio que Maharbal aún respiraba. Tenía los ojos cerrados pero, de pronto, los abrió un instante y miró a su general.

–Ha sido… una… gran… victoria -dijo, y volvió a cerrar los ojos, pero Aníbal veía que el pecho se movía, aún respiraba.

–¡El médico! – exclamó el general mirando hacia sus hombres. Luego se volvió hacia su oficial caído y le habló al oído-: Una gran victoria, Maharbal, y tú has de celebrarla con nosotros, con todos, en tierra firme, al calor de una buena hoguera, con vino, con mujeres. Una gran fiesta, Maharbal.

Pero Maharbal sacudió al cabeza con lentitud, con esfuerzo.

–Por primera vez… mi general, por primera vez… no puedo cumplir una orden de… de mi general…

–¡Por Baal! – gritó Aníbal, y sacudió el moribundo cuerpo de su oficial, de su eterno segundo, de su hombre de más confianza, con el que había combatido en Hispania, en Italia, en África, en Asia-. ¡Por Baal, no me puedes dejar solo! ¡No me puedes dejar solo! ¡No puedes, Maharbal! ¡Te lo ordeno, te lo ordeno! – Y sacudió una vez más el cuerpo inmóvil que sostenía en sus brazos. La sangre de Maharbal empapaba ya la ropa de Aníbal, pero Aníbal no dejaba de abrazar a su mejor oficial y hundió su rostro entre las heridas de las que no dejaba de brotar sangre aún caliente-. No me dejes solo, no me dejes solo -repetía Aníbal entre un sollozo extraño, contenido, que hizo que todos los hombres se alejaran. Llegó un médico, pero ya desde la distancia el hombre vio que no había nada que hacer y nadie se atrevía a interrumpir aquel largo y fuerte abrazo con el que Aníbal mantenía fuertemente asido junto a su pecho a Maharbal-. No me dejes solo… no me dejes solo…

Eumenes asistió impotente a la masacre de su flota. Pérgamo no había sufrido una derrota naval similar jamás. No era el fin de su poder, pero sí el fin de su aventura de conquistar el reino de Bitinia. Con su ejército de tierra podía preservar las fronteras de Pérgamo, pero no extenderlas, no hasta que reconstruyera la flota y eso llevaría tiempo, llevaría años. Estaba ofuscado por la rabia y el odio. No era un loco, pero, desde Magnesia, se había acostumbrado a vencer y aquella derrota era un plato demasiado amargo para digerir con sosiego. Necesitaba una satisfacción. Necesitaba venganza.

Al fin, uno de sus consejeros se acercó al rey y se atrevió a interrumpir su silencio.

–¿Qué hacemos, mi rey?

Eumenes de Pérgamo le miró con las facciones marcadas por una furia que infundía pavor. El consejero dio uno, dos pasos hacia atrás. Todos dejaron un espacio entre ellos y el rey, pero Eumenes no gritó, ni volcó su ira contra sus oficiales. Su pensamiento había discernido el único camino a seguir.

–Llamaremos a Roma. – Y esbozó la sonrisa del que se sabe vencedor en el largo plazo, vencedor pese estar en la derrota absoluta en aquel momento-. Llamaremos a Roma y les diremos dónde está Aníbal. Eso será suficiente.

95 Memorias de Publio Cornelio

Escipión, Africanus (Libro VI)