66 Memorias de Publio Cornelio

Escipión, Africanus (Libro V)

Escopas me había hecho ver que derrotar a los catafractos era imposible. No había forma de detener el avance de una caballería acorazada de esas características y de esa magnitud sin tener otra similar que oponer. Si el rey Antíoco, asesorado por Aníbal, empleaba sus armas con habilidad todo estaba perdido. O no. A medida que nos adentrábamos en Asia sólo pensaba en cómo hacer frente a esa nueva y poderosa arma del enemigo. En Zama tuvimos que afrontar los elefantes y encontré la forma de hacerlo en campo abierto, lo que antes no había conseguido nadie. En el interior de mi ser albergaba la esperanza de que antes del día del combate final conseguiría dilucidar una estrategia que pudiera darnos opciones de victoria. Pero no fue hasta pocos días antes, sudoroso por las fiebres que se habían vuelto a apoderar de mi cuerpo, que me pareció ver una solución. No era nada definitivo ni nada nuevo. Había estado tan embebido de mi propia vanidad que no dejaba de pensar en un modo nuevo y original de derrotar a los catafractos, cuando, en realidad, todo era mucho más simple porque ya se había hecho en el pasado y lo importante era que si en el pasado había funcionado podía volver a hacerlo una vez más. Todo estaba relacionado con una clase de nuestro viejo pedagogo, Tíndaro, que mi padre contratara para instruirnos en nuestra infancia. Es curioso cómo la necesidad nos hace recuperar con una nitidez sorprendente escenas de nuestros días vividos años atrás. Quién sabe, quizá la propia fiebre hizo que todo encajara en mi mente, pues eran muchas las piezas que debían emplearse para componer un gran mosaico de movimientos que nos permitiera derrotar a un ejército tan bien armado y que nos doblaba en número. La clave seguía estando en los catafractos, pero lo que me preocupaba más era que yo no tenía fuerzas para dirigir la batalla. Tenía que ceder el mando a Lucio y tenía dos miedos: miedo a que no estuviera a la altura y miedo a que los legionarios se sintieran derrotados al verme alejarme en dirección al mar. Pero la fiebre me había dejado inválido y no había ya otra posibilidad. Había además encajado las teselas del mosaico de forma que la batalla nos valiera para eliminar a Graco, el hombre de Catón en la campaña, aprovechando las maniobras que debíamos hacer con las legiones. Aquello fue algo mezquino por mi parte de lo que no estoy orgulloso. Es absurdo decir que uno volvería a hacerlo todo igual en la vida. Quien ha hecho cosas suficientemente importantes es consciente de que podría haberlas hecho mejor y de que ha cometido numerosos errores que podría haber evitado. Sólo el soberbio irredento cree que volvería a hacerlo todo igual. Pero no importa nada de esto. Hay filósofos que opinan de modo diverso sobre el asunto. Lo esencial es lo que pasó: odiaba a Graco; su relación, fuera del tipo que fuera, perturbaba la mente de mi hija pequeña y la eliminación del heredero de la familia Sempronia podría alejarle de los pensamientos de mi hija de modo que pudiera casarla, sin tanta rebeldía por su parte, con generales de mérito y amigos de la familia como Flaminino. Si la batalla contra Antíoco podía proporcionarme esa satisfacción, ¿por qué no hacerlo? Sí. Esa misma tarde quépase el mando militar efectivo a Lucio tomé la decisión final de eliminar a Graco. Catón ya intentó en el pasado asesinar a Lelio. Yo sería más sutil, pero más efectivo. No contrataría a sicarios. No los necesitaba. Tenía miles de catafractos dispuestos a hacer el trabajo sucio. Como he dicho no me siento orgulloso de aquella decisión, pero me he prometido a mí mismo que sería sincero en estas memorias. Un hombre tiene que decir la verdad cuando está a punto de morir. Y yo ya siento el aliento de Caronte muy cerca.

67 La retirada de Africanus

Campamento general romano en las proximidades de Elea, Asia Menor. Principio de diciembre de 190 a.C.

Atilio estaba seriamente preocupado por la salud de Publio Cornelio Escipión. No sabía ya bien qué más hacer. Había visto esos ataques de fiebre tumbando al gran general en otras ocasiones, pero a los pocos días remitían; sin embargo, esta vez llevaban una semana y la fiebre no bajaba y el general estaba más débil que nunca. Por otra parte estaba el trabajo de ocuparse de los heridos que aún había de las grandes batallas navales del verano y los nuevos heridos que llegaban de los enfrentamientos de las patrullas de reconocimiento que se adentraban hacia el sur de la región. Todo se complicaba, como siempre, en una campaña militar. Por otro lado, Areté era una gran ayuda, físicamente al estar constantemente limpiando heridas y vendando brazos y piernas de los legionarios, y una ayuda psicológica porque si había algo que animaba el corazón de un hombre era ver a esa hermosa mujer trabajando junto a uno. Atilio era un hombre de talante generoso por naturaleza y estaba agradecido a la confianza que habían depositado en él los Escipiones, empezando por el muy enfermo Africanus, por eso no dudó en darle la mejor medicina de la que disponía en aquellos momentos. Sabía lo que esa decisión implicaría; sabía que en cuanto el general la viera, Areté desaparecería de su alcance, pero Atilio pensaba que era lo mejor. Los legionarios la miraban con ojos demasiado lujuriosos y él no podría protegerla siempre. Su naturaleza se sobrepuso a su egoísmo, en una decisión que ni él mismo pudo entender. Quizá los dioses de aquella joven la protegían de una forma especial.

–Quiero que te encargues de cuidar al general enfermo, a Africanus -dijo Atilio-. Necesita a alguien que sepa cuidar bien a un enfermo y yo no puedo estar constantemente a su lado desatendiendo a todos los legionarios heridos en combate. Estoy seguro de que al propio general le parecería mal. Además, de lo que se trata es de controlar la fiebre con paños fríos, de darle mucha agua, caldos, infusiones y de estar atentos. Si empeora me llamas.

Areté le miró intrigada, pero no discutió. Atilio la había tratado bien y había cumplido su pacto: desde que llegara al campamento, pese a estar siempre rodeada de hombres, protegida por el médico, nadie la había tocado. Si Atilio quería que cuidara del general, lo haría. Ayudaría en lo que pudiera.

Cuando Publio Cornelio Escipión padre vio a la hermosa Areté comprendió lo que iba a ocurrir. La fiebre remitió en un par de días y con las fuerzas algo recuperadas el precioso cuerpo de la esclava del médico resultó demasiado tentador como para contenerse. La falta de relaciones sexuales en los últimos meses, la distancia que sentía con respecto a Emilia en su ánimo y la debilidad de la enfermedad hicieron el resto: Areté terminó acostándose con el general de generales todas las noches. Atilio los descubrió en una de sus visitas nocturnas. No los despertó. El general había mejorado. Eso era lo esencial.

Pero la recuperación fue temporal. A los pocos días, una vez más la fiebre tumbó por completo a Publio. Ni las caricias sosegadas de Areté ni el regreso de su hijo que había estado preso por el enemigo parecían ser suficientes para detener aquel brutal nuevo ataque de la enfermedad. El general llevaba toda la noche sin apenas dormir. Publio se recostaba de lado en el lecho, encogido por el frío de la fiebre. Las mantas no parecían ser nunca bastantes. No tenía fuerzas ni para yacer con Areté y eso que ella, siempre preciosa, atractiva, sensual, se movía por la tienda trayendo agua, paños frescos que ponía en su frente, sentándose a su lado y acariciándole. Publio le rogó que hablara. Le gustaba oír su voz cálida en medio de aquella agonía que lo tenía atenazado, encadenado a una cama cuando las legiones debían batirse en una batalla mortal en pocos días, quizá el próximo amanecer. Faltaba poco para el alba. Areté hablaba de los barcos con los que se entretuvo tantos años, viéndolos salir y entrar en el puerto de Abydos cuando trabajaba para la vieja anciana de aquella casa del puerto.

–Llama a mi hermano, al cónsul -dijo Publio con un hilillo de voz.

Areté interrumpió su relato y asintió. Se levantó y se asomó por entre la tela de la entrada de la tienda. No tenía que hacer más. En el exterior una guardia personal de una docena de legionarios custodiaba la tienda del más admirado de sus generales. La petición de Areté fue transmitida con velocidad por un mensajero y en un momento la silueta recia de Lucio Cornelio Escipión irrumpía en la tienda de su hermano.

–Voy a seguir el consejo de Atilio -empezó Publio-, y el tuyo. Haré caso al médico y me retiraré a Elea. Atilio dice que el aire del mar me vendrá mejor que este viento.

–Perfecto -respondió Lucio moviendo la cabeza con energía de arriba abajo-. Es lo mejor, hermano. Aquí te estás consumiendo.

–Consumiendo, sí. Me ha costado entenderlo, pero eso es lo que está esperando Antíoco. Que me consuma. Sabe que estoy enfermo. Sus embajadores le informarían y sabe que si no atacamos eso confirma mi enfermedad. Aníbal ya le habrá instruido en mi forma habitual de actuar que no es otra sino atacar enseguida, como hice en Hispania, en Cartago Nova o Baecula y en tantos otros sitios. Sólo me he demorado cuando las cosas no iban bien para nosotros, como cuando nos rodearon los númidas y los cartagineses en el norte de África. Aníbal sabe todo esto, Lucio, y se lo habrá comentado a Antíoco. Cada día que pasa es un día en el que el rey sirio se siente más seguro. Esto no puede, no debe seguir así. ¿Me entiendes?

–Sí. Pero no hables tanto. Estás demasiado débil. Lo organizaré todo para que vayas a Elea escoltado por varios manípulos.

–No demasiada escolta, Lucio. Necesitas a todos los hombres de los que puedas disponer. ¿Cuántos son… el enemigo? ¿Cincuenta mil? ¿Sesenta mil? Me lo has dicho muchas veces, pero la fiebre me nubla el recuerdo de las cifras…

–Hemos calculado más bien sesenta mil, pero seguramente serán más al final. Siguen llegando más tropas desde Apamea.

–Nos doblan en número, Lucio, por lo menos nos doblan. No puedes prescindir de tropas.

–Algunos infantes de Antíoco son levas recientes… -argumentó Lucio buscando palabras de ánimo.

–Es cierto, pero los catafractos, los dahas, los falangistas seléucidas, los argiráspides, todos éstos son unidades de élite. Tenemos un enemigo muy poderoso, Lucio, y lo peor de todo, nos supera en caballería. Lo tenemos mal, Lucio, por Júpiter y por todos los dioses, lo tenemos mal -y elevó el tono de su voz-, y yo aquí retorcido como un animal herido… ¡Por Hércules! – E intentó ponerse en pie sin conseguirlo pues al alzarse sintió un mareo y tuvo que sentarse de nuevo ayudado por Areté. Publio retomó la conversación alicaído, mirando al suelo, mientras Areté se separaba de él-. Déjanos solos, Areté -añadió el general enfermo, y la muchacha salió por la puerta de la tienda. Publio continuó hablando en voz baja-. No puedo ni levantarme. Valiente ayuda te has traído de Roma. Un hermano enfermo, un sobrino al que secuestra el enemigo… mejor te habría ido con Lelio. Nos vendría bien tener aquí a Lelio.

Lucio asintió sin decir nada. Sentía que su propio hermano quería decir que él mismo se sentiría más tranquilo si al mando no estuviera él, Lucio, sino el propio Lelio. Pero quizá no fue eso lo que quería decir. En cualquier caso, Lelio estaba muy lejos de allí, en la distante Roma.

–No te valdré para mucho ya, pero he pensado un plan -dijo el debilitado Publio con un destello inusual en sus ojos que su hermano reconocía de otras veces.

–Un plan de los tuyos nos vendría bien, hermano.

Publio levantó su mirada del suelo y miró fijamente a Lucio.

–Es una locura, pero puede surtir efecto. ¿Te atreverás a seguir mi plan, hermano?

Lucio acercó una sella y tomó asiento junto al lecho de su hermano.

–Me atreveré, por Júpiter, ya lo creo que lo haré.

–Sea. Escucha entonces. Llevo días pensando en la caballería acorazada de Antíoco y en la conversación que mantuve con Escopas en Grecia. Escopas es el único strategos griego que ha sobrevivido a una embestida de esa caballería blindada. ¿Recuerdas sus palabras, Lucio? Dijo que hoy día era imposible derrotar a una caballería de ese tipo. Dijo que eran invencibles.

–Pero no es así, ¿verdad? – interrumpió Lucio con ilusión, esperando la solución que, sin duda, su hermano habría encontrado para aquel problema aparentemente irresoluble.

–No, Lucio. Escopas en eso tenía razón: son invencibles. Invencibles -Publio vio como Lucio inspiraba aire para ocultar su decepción-; pero no todo está perdido. Alejandro, Alejandro Magno y lo que hizo en Gaugamela es la respuesta. El viejo Tíndaro, Lucio, ¿te acuerdas del viejo Tíndaro?

Lucio arrugó la frente mientras hacía memoria. Tíndaro había sido su anciano tutor, el pedagogo griego que su padre contratara cuando eran unos niños y que los educó en filosofía, literatura, historia y, de cuando en cuando, en estrategia militar.

–Tú siempre atendías más que yo al viejo Tíndaro -respondió Lucio con resignación. No veía qué sentido tenía aquella conversación.

Publio no se sintió molesto. Se limitó a hacer memoria, a recordar palabras lejanas de un pasado ya inexistente, de momentos en los que escuchaban a un anciano pedagogo junto al impluvium en el atrio de la domus de Roma. Al hablar a Publio le parecía que volvía a escuchar el discurrir del agua en el impluvium, las voces de su padre y su tío hablando en el tablinium, su madre cruzando el atrio acompañada de esclavas en dirección a la cocina, una tarde lejana, perdida, repleta de luz de atardecer, del olor fresco de las hojas recién nacidas en las copas de los árboles.

–Tíndaro nos explicó el avance de Alejandro por Asia. Ahora estamos en Asia, hermano. Es bueno recordar sus palabras. El mayor enemigo con el que se enfrentaba la falange macedónica de Alejandro eran las caballerías acorazadas bactriana y escita que poseía Darío. Hemos aprendido a luchar contra las falanges y sabemos doblegarlas con la maniobrabilidad de las legiones manipulares, Lucio, e incluso tenemos estrategias ya probadas para afrontar las cargas de los elefantes, pero seguimos sin poder doblegar una embestida de una caballería de catafractos. Seguimos igual que Alejandro, pero, sin embargo, Alejandro supo cómo solucionar el asunto, o mejor, cómo evitarlo. Tenemos que repetir Gaugamela. No de la misma forma, pero sí de modo parecido. – Y repetía una y otra vez-: Tenemos que repetir Gaugamela.

Su hermano empezó a desesperarse un poco.

–Pero, ¿cómo, Publio, cómo? ¡Por todos los dioses, dime cómo y lo haré, te juro que lo haré!

–A Darío le gustaba estar próximo a su poderosa caballería de catafractos y sabemos que a Antíoco, como todos los soberanos de esta inmensa región, le gusta hacer lo mismo. Antíoco combatirá junto a los catafractos y los situará en un ala. En la otra ala pondrá a sus jinetes mercenarios y quizá a los carros escitas y todo tipo de tropas para compensar la ausencia de sus catafractos de élite. Eso es lo que hará. Y nosotros haremos lo mismo que hizo Alejandro en Gaugamela con la caballería bactriana y escita.

Lucio, que se había echado hacia delante en la sella para escuchar a su hermano que seguía hablando en voz baja, se inclinó aún un poco más para escuchar mejor. Empezaba a recordar las palabras de Tíndaro y, por fin, comenzaba a vislumbrar el sentido del plan de Publio.

–¿Lo ves ahora?

–Sí -respondió Lucio-, pero el que haga de Alejandro, en este caso, puede morir. Es una misión suicida.

–Siempre hay sacrificios. En todas la batallas. En Zama perdí a mis mejores oficiales, Lucio. Y aquí… aquí… siempre tenemos a Tiberio Sempronio Graco. Y Domicio Ahenobarno, el jefe de nuestra caballería. A Domicio le puedes explicar el plan. A Graco… no es necesario. Sólo tú y Domicio debéis conocer el plan exacto. A Eumenes de Pérgamo lo situaremos en la otra ala, con el grueso de la caballería. Es ahí donde debemos ganar la batalla.

–¿Por qué no Domicio en esa otra ala?

–No, Lucio, no. Necesitamos a alguien que sepa del plan para poder llevarlo a efecto. Eumenes, por su parte, sabe que lucha por su supervivencia. Si Antíoco nos derrota, Roma perderá dos legiones y a unos cuantos generales, pero Roma seguirá viva, intacta y fuerte y con capacidad de regresar, pero para cuando volvamos, si lo hacemos, si el Senado vuelve a enviar más legiones, para entonces Eumenes sabe que de Pérgamo no quedará nada. Sin nuestro apoyo, Pérgamo será arrasado por Antíoco. Eumenes sabe esto y luchará con la furia del que se sabe acorralado. Eumenes destrozará el ala del ejército enemigo frente a la que le situemos, pero no podemos perder la fuerza de esa furia por la supervivencia haciéndola arremeter contra el muro de los catafractos. Los egipcios también luchaban por defender su tierra y fueron aplastados en Panion. No, lo infranqueable debe ser acometido de forma diferente, y debemos dejar que Eumenes encuentre la forma de destrozar la otra ala.

–Sea -dijo Lucio volviendo a asentir repetidas veces con la cabeza-. ¿Yen el centro? Están los elefantes asiáticos. Tienen muchos más que nosotros. Y mejor entrenados.

–Sí -respondió Publio con cierto tono cansado; aquella conversación estaba agotando sus escasas últimas fuerzas-. El centro es cosa de Aníbal. Falta saber si Antíoco al fin seguirá sus consejos o no. Según haga deberás actuar de una forma u otra.

–¿Y cómo sabré si Antíoco ha seguido el consejo de Aníbal?

–Lo sabrás -dijo Publio mientras se volvía a tumbar en la cama. Los escalofríos regresaban-. Dame las mantas, Lucio, las mantas… -Y su hermano estiró de las mismas para taparle-. Lo sabrás… Lucio… lo sabrás. Sólo tienes que fijarte en una cosa… en un detalle… -Pero la voz era cada vez más débil. Lucio se agachó hasta poner su oreja junto a los labios de su hermano. Publio susurraba las palabras. Lucio escuchaba atento, con los ojos bien abiertos y los puños cerrados.

Cuando Publio hubo terminado, Lucio asintió una vez más, despacio pero firme. Publio cerró los ojos. Su hermano se levantó e iba a llamar a la esclava Areté cuando la débil voz de Publio captó de nuevo su atención.

–Queda una cosa, hermano…

Lucio volvió a sentarse junto al enfermo.

–Dime, Publio.

–El muchacho… debe combatir… no podemos… después de todo lo ocurrido, retenerlo en la retaguardia… los legionarios… la caballería… todos han de ver que mi hijo combate. Ponió en el centro.

–¿Donde los elefantes? – preguntó Lucio sorprendido.

–En el centro, donde los elefantes, sí, Lucio… en esta batalla donde no hay que estar es en las alas… Silano… me fío de él… dale el centro… él combatió en Zama. No te defraudará. El muchacho estará bien con él…

Publio dijo aún un par de frases, pero Lucio, aunque se agachó y pegó el oído a los labios del enfermo, no acertó ya a entenderlas. Pensó que no era importante. Lo esencial ya estaba dicho: el plan de ataque, cómo actuar contra los catafractos, la cuestión de si Aníbal dirigiría o no las tropas y dónde situar al joven Publio. La fiebre había producido de nuevo mucho sudor y parecía que Publio se hubiera dormido. Lucio salió de la tienda y llamó a Areté. La esclava reemplazó al cónsul. Lucio vio la forma delicada en la que aquella esclava trataba a su hermano y comprendió lo que estaba pasando allí más allá de la enfermedad, pero no era tiempo para asuntos familiares. Era cónsul de Roma y tenía una gran batalla que dirigir en la que se jugaban prestigio, gloria y la propia vida de miles de romanos.

Dentro de la tienda, el general enfermo movía nervioso, de un lado a otro, la cabeza. Areté secó el sudor primero con una toalla y luego puso otro paño húmedo y fresco sobre la frente. Aquello pareció aliviar un poco al general que dejó de mover la cabeza de forma brusca. Entonces entreabrió los labios. Parecía que el amo quería decir algo. Areté acercó su rostro a la boca del general.

–Si el muchacho le hace caso… estará bien si le hace caso… a Silano… le tiene que hacer caso… -Y no entendió más. Areté no comprendía bien el sentido ni el alcance de aquel mensaje. No parecía ninguna instrucción militar. Pensó en llamar al hermano del general, pero el cónsul tenía muchas ocupaciones y creyó que sería inoportuno molestarle por una frase sin sentido pronunciada por su hermano enfermo en medio de los delirios provocados por la fiebre. Areté no pensó más en ello y, en su lugar, rezó a Eshmún por la recuperación de aquel general romano. Así, la frase quedó allí, como muerta, entre aquellas paredes de tela, absorbida por el aire seco del corazón de Asia.

Antíoco III se mostraba remiso a combatir. Se había atrincherado cerca de Magnesia, entre los ríos Hermo y Frigio, en una amplia llanura donde el rey estaba convencido de que dispondría de bastante espacio en caso de que al final los romanos le obligasen a entrar en combate, además de tener toda el agua necesaria para sus tropas.

Antíoco había probado el amargo brebaje de la derrota contra las legiones en las Termopilas, en Grecia, y no quería tomar un segundo vaso de aquella bebida. Sus generales, empezando por su siempre impaciente hijo primogénito, Seleuco, querían expulsar a los romanos de inmediato, pero el rey sabía que el tiempo corría a su favor. En Grecia, al otro lado del mar, fueron ellos, su ejército el que sufrió las complicaciones de abastecimiento al tener desplazadas las tropas más allá del territorio que controlaban, mientras que los romanos se vieron ayudados por múltiples pueblos aliados en un terreno donde podían hacer llegar suministros tanto por mar como por tierra. Ahora las cosas habían cambiado: eran los romanos los que se habían adentrado en territorio dominado por Siria y él, Antíoco, era quien tenía más aliados y más recursos en la zona, por eso cuando su hijo Seleuco o su sobrino Antípatro le interpelaban para saber cuándo iban a atacar a las legiones, Antíoco respondía siempre de la misma forma:

–Dejemos que los dioses hagan llegar el invierno a nuestra tierra. Entonces los vientos del mar y el barro de los caminos impedirán el abastecimiento de los romanos, entonces les atacaremos.

Seleuco y Antípatro y el resto de generales acataban el deseo del rey, pero con rabia, y si de ellos dependiera, atacarían sin más dilación. Antíoco lo sabía, pero él era el rey, el emperador desde la India hasta aquel mar y, en cuanto expulsara a los romanos, volvería a atacar Grecia hasta reconstruir el imperio que una vez fue. Además, Publio Cornelio Escipión estaba enfermo. No estaba clara la gravedad de aquella enfermedad, pero estaba seguro de que el frío no ayudaría a que el enfermo mejorara. Antíoco III sonrió en la soledad de su gran tienda en el centro del gigantesco ejército del Imperio seléucida. El invierno, el invernó, por Apolo, el invierno era la respuesta.

Lucio veía como el carro que trasportaba a su hermano enfermo se alejaba en dirección al sur. Pronto los jinetes de la escolta que había asignado para que le protegieran en su marcha hasta Elea impidieron al cónsul ver más la silueta del carruaje. Lucio dio media vuelta y se dirigió a Domicio, Graco y Silano, que le aguardaban a unos pasos de distancia.

–Es el momento de avanzar hacia Magnesia -dijo el cónsul con decisión-. No podemos permitir que el invierno más crudo nos sorprenda antes de la gran batalla. Tenemos suerte de que se haya retrasado su llegada, pero está ahí, muy cercano. Enviaré mensajeros a Eumenes para que su ejército se una a nosotros allí mismo, en Magnesia.

Todos asintieron. Silano planteó, no obstante, una duda.

–Eso es cierto, cónsul, pero ¿cómo haremos para forzar al rey a entrar en combate? Además, Magnesia no es un sitio… -aquí Silano se calló, pero el cónsul le indicó con un gesto de la mano derecha que finalizara su comentario de modo que el experimentado tribuno, veterano de Zama, se aventuró a decir en voz alta lo que todos pensaban-. Es que Magnesia es una llanura amplia y eso favorece a las tropas enemigas, que podrían desbordarnos por las alas con facilidad, al ser más numerosas. En las Termopilas le derrotamos en un lugar estrecho y yo creo… creo que el rey sirio lo sabe. Por eso ha acampado en la llanura de Magnesia.

–Eso es cierto, Silano, es cierto. – Y Lucio se explicó mirándolos a todos, a cada uno unos segundos, buscando su complicidad, su implicación en la decisión que estaba tomando-. Eso es cierto, pero el rey también sabe que somos nosotros los que estamos ahora realmente lejos de nuestras fuentes habituales de aprovisionamiento. Roma, los aliados griegos, todo queda más allá del Helesponto, demasiado lejos. Ya, ya sé que me diréis que tenemos la ayuda de Pérgamo y yo os digo que es verdad, y que sin su ayuda y sin el aprovisionamiento que nos ha proporcionado primero Filipo, a regañadientes pero de forma efectiva -aquí miró a Graco, que agradeció con un leve gesto el reconocimiento del cónsul hacia su negociación con el rey de Macedonia- y sin la ayuda de Pérgamo no habríamos aguantado hasta la fecha.

Pero ¿por cuánto tiempo más podrá ayudar Pérgamo a unas legiones que no consiguen nada? ¿Queréis que averigüemos hasta dónde llega la paciencia del rey Eumenes?

–El rey tendrá que esperar -intervino Domicio-. No tiene nadie que le ayude y sabe que si nos retiramos Antíoco arrasará su ejército y se apoderará de Pérgamo y todos sus territorios.

–Sí, es verdad -concedió Lucio-, pero Eumenes quiere combatir ahora, y ése es un deseo que insufla valor suplementario a sus tropas y es algo que debemos aprovechar. Si llega lo más frío del invierno y hemos de esperar sin combatir, las legiones que han venido en su ayuda serán más una carga que una ayuda. No, el paso del tiempo juega siempre a favor del enemigo y es algo que no podemos consentir. ¿Que cómo haremos para forzar a Antíoco a combatir? – Aquí Lucio miró a Silano-. Acamparemos tan cerca de sus fortificaciones que hasta nos huelan el aliento. Y sé dónde acampar. He hablado con mi hermano. Le he explicado con detalle la situación de las fortificaciones del ejército seléucida, la posición de los ríos, la amplitud de la llanura y Publio me ha dicho cómo resolver el problema o, al menos, cómo mitigarlo. Y tengo un plan de ataque, su plan de ataque, que seguir. Publio Cornelio Escipión es un general invicto. Ni tan siquiera Aníbal pudo con él en la mismísima África. Estoy seguro de que si seguimos su plan, una vez más, las legiones de Roma saldrán victoriosas, pero necesito de vuestro apoyo para ejecutar el plan, sin vuestra ayuda nada será posible.

Una vez más el cónsul escrutó la faz de cada tribuno, de Domicio Ahenobarbo, de Silano y de Tiberio Sempronio Graco. Los tres asintieron.

–Sea, por Castor y Pólux -concluyó el cónsul- partamos hacia Magnesia.

Graco fue el primero en salir, a continuación Silano, pero cuando Domicio iba a abandonar la tienda del praetorium Lucio le llamó.

–Domicio, espera un momento. – Ahenobarbo giró sobre sí mismo y entró de nuevo en la tienda del cónsul.

–Hay algo que debes saber sobre la batalla -dijo Lucio con un vibrar especial en su voz.

Domicio Ahenobarbo era un combatiente experimentado. Sabía detectar cuándo un superior tenía que dar malas noticias.

–En el plan de ataque que ha diseñado mi hermano… -Pero el cónsul se detuvo.

–Sí, mi general, ¿cuál es el problema? Lucio se explicó sin más rodeos.

–Tú y Graco comandaréis la caballería del ala donde se concentren los catafractos del rey Antíoco; la otra ala se la dejaremos a Eumenes mientras yo me hago cargo del centro.

–De acuerdo -respondió Domicio empezando a ver en dónde podía estar la dificultad que preocupaba al cónsul. Los temidos catafractos iban a quedar frente a ellos, pero seguro que Publio Cornelio Escipión habría ideado algo para hacer frente a la carga de aquella terrible caballería enemiga cuya terrorífica fama había cruzado todas las fronteras del mundo conocido. Domicio se quedó en pie, en silencio, frente al cónsul, esperando alguna sugerencia, alguna estratagema con la que afrontar aquel encargo, pero el cónsul callaba. Domicio no se resignaba y preguntó-: Seguro que el hermano del cónsul… seguro que el gran Africanus habrá pensado en algún modo de derrotar a esos malditos catafractos, igual que diseñó la forma de enfrentarse a los elefantes, ¿no es así, cónsul?

Lucio Cornelio Escipión tragó saliva antes de dar la misma respuesta, con las mismas palabras, que había escuchado en boca de su hermano enfermo la noche en la que éste le explicó el plan de ataque.

–Domicio Ahenobarbo, te seré sincero: contra los catafractos no hay nada que hacer. Están demasiado bien protegidos, demasiado bien entrenados y son tan fuertes que ninguna caballería del mundo puede derrotarles.

Domicio miró al suelo. Puso los brazos en jarras. Se llevó la mano derecha al pelo de la cabeza. Se rascó con saña. Volvió a poner la mano en jarra, al igual que la izquierda, y volvió a preguntar:

–Entonces… ¿no hay nada que hacer?

El cónsul dio la explicación definitiva.

–No… es decir… no en esa ala.

Domicio Ahenobarbo asintió una sola vez muy lentamente repitiéndose a sí mismo en voz baja las palabras que acababa de escuchar. – No… en… esa… ala.

Lucio sabía lo que estaba pidiendo a aquel hombre y Domicio estaba digiriendo la orden. Se trataba de un patricio veterano y disciplinado. El cónsul tenía la autoridad suprema, estaban en territorio enemigo ante unas fuerzas que les superaban notablemente en número pocos días antes de una batalla decisiva. El plan estaba diseñado por el mejor general de Roma, que aunque estuviera ahora alejado de allí y enfermo, conocía mejor que nadie a Aníbal, el terrible asesor del enemigo. Había que aceptar el juicio del que más sabía y la orden de quien tenía el mando. No quedaba más que hacer.

–Esto que se me ordena es prácticamente una devotio -dijo Ahenobarbo siempre con los brazos en jarras, detenido próximo al umbral de la tienda del praetorium.

–No hay que resistir hasta el final. Sólo todo lo posible. El centro y la otra ala necesitaremos tiempo. Cuanto más nos deis mejor.

–Está claro -respondió Domicio y bajó los brazos-. Se hará como ordena el cónsul. Confío en la experiencia de Publio Cornelio Escipión, pero ¿por qué no situar al rey de Pérgamo frente al rey Antíoco y sus mejores catafractos}

Lucio temía que esa pregunta llegara.

–Porque un sacrificio como el que estoy pidiendo sólo se le puede pedir a quienes tenemos más confianza. Tanto mi hermano como yo sólo nos fiamos de ti para que nos consigas el máximo tiempo posible. Tu campaña de hace un par de años contra los boios nos demostró tu valor en combate. Además, he de avisarte que pienso concentrar la mayor parte de la caballería romana reforzando a Eumenes y su propia caballería. Tendrás pocos efectivos para luchar contra los mejores jinetes del mundo.

Domicio levantó la mano y miró al suelo.

–Creo que prefiero no saber más. Cuanto más me cuentas, menos me gusta. Es una orden y la cumpliré. – Iba a marcharse, pero una duda le vino a la mente y pensó que era mejor resolverla antes de partir. Levantó la mirada y encaró de nuevo al cónsul-. ¿Graco sabe algo de todo esto?

El cónsul negó con la cabeza.

–Entiendo -respondió Domicio-. ¿Puedo o debo informarle, ya que va a compartir el mando conmigo en esa ala?

Lucio había recibido instrucciones precisas de su hermano en el sentido de que Graco no supiera nada de todo aquello, y en su momento le había parecido bien, pero en el instante de trasladar aquella última instrucción, el cónsul comprendió que aquello era excesivo.

–Actúa según tu criterio, Domicio -respondió, al fin, Lucio-. Graco estará subordinado a ti. Tú tendrás el mando efectivo en ese sector de la batalla.

–Por Hércules, yo creo que cuando alguien cabalga hacia su muerte tiene derecho a saberlo -espetó Domicio con cierta exasperación.

–Obra según tu criterio, entonces -repitió el cónsul.

–De acuerdo. Domicio Ahenobarbo, tribuno de las legiones de Asia, se retira, cónsul de Roma. Que los dioses tengan a bien conceder una victoria a Roma. Incluso si no consigo sobrevivir, espero que sea una gran victoria.

–Lo será -respondió Lucio con lo que pretendía ser convencimiento que quedó más bien en una pose forzada.

Domicio Ahenobarbo dio media vuelta y cruzó el umbral del praetorium, pero estaba convencido de que sería la última vez que asistiría a una reunión de un estado mayor. Lucio salió y lo vio alejarse con la cabeza alta, con gran dignidad y aplomo. Publio había sido muy preciso, incluso cuando sólo podía susurrar: «Ahenobarbo es un gran oficial. Actuará con disciplina y te dará tiempo. En tus manos estará, hermano, no desaprovechar el sacrificio de un hombre de su talla.» Lucio, de pronto, se sintió muy pequeño, muy incapaz, demasiado débil para llevar a término con la precisión necesaria el osado plan de ataque que había diseñado su hermano. Él no era Publio. Era imposible que él consiguiera nada. Quiso llorar de pura rabia, de pura impotencia, ¿quién era él para mandar a grandes hombres a la muerte?, pero estaba rodeado de los lictores que, sin mirarle, le miraban. Dio media vuelta y entró de nuevo en ¿[praetorium. Se sentó en la sella curulis del cónsul de Roma, apretó los puños y se juró seguir adelante por el orgullo de su familia, por su hermano enfermo, por Roma.

68 El plan de Aníbal

Campamento general de Antíoco.

Magnesia, Asia Menor. Diciembre de 190 a.C.

Antíoco empezaba a percibir, ante la persistencia romana a no abandonar Asia, que el combate sería inevitable. Durante meses había a'bergado la esperanza de que al acumular una fuerza militar tan gigantesca como la que había reunido en Magnesia los romanos se retirarían sin tan siquiera plantear batalla, pero aquel plan había fracasado. Liberar al hijo de Escipión tampoco parecía haber sido suficiente para ablandar el ánimo de los generales enemigos. Antíoco tenía múltiples defectos, como la codicia, la lujuria, la ambición o la soberbia entre otros, pero no era un cobarde. Era rey de Siria, emperador de todos los territorios seléucidas desde la India hasta Asia Menor; había reconquistado más reinos que ningún otro rey de la dinastía en decenios y ahora se veía abocado, tras el fracaso de la conquista de Grecia, a una guerra defensiva humillante para él por tener que combatir en su propio territorio. Pero lo que de ningún modo estaba dispuesto a consentir era a añadir más vergüenza a su situación: si los romanos no cejaban en su empeño de querer encontrarle en el campo de batalla, allí, al fin, le encontrarían, con todos sus guerreros argiráspides, con las tropas aliadas de decenas de pueblos venidas allí desde todos los confines del imperio, con sus elefantes, sus cuadrigas armadas y, cómo no, con sus cuerpos de élite: la cabellería agema y los tan temidos catafractos.

El rey había reunido a sus generales y consejeros reales en una gran tienda en medio del inmenso campamento militar de su gran ejército imperial. Allí se habían congregado sus mejores generales, su hijo Seleuco, su sobrino Antípatro, los valerosos Minión y Filipo, y los consejeros reales, entre los que destacaba el viejo Heráclidas, auténtica mano derecha del rey en el gobierno imperial. Junto a todos ellos había representantes de los diferentes pueblos que habían aportado guerreros a aquel enorme contingente de tropas que para casi todos los presentes era invencible. Y, por fin, en una esquina del consejo, en pie como el resto, mirando al suelo, como si aquello no fuera demasiado con él, estaba Aníbal, escuchando a los diferentes intervinientes en su empeño por ver quién de todos ellos era capaz de elogiar más a su señor y rey por haber reunido aquel fastuoso e invencible ejército. Una sola mirada escrutando los rostros de los allí presentes bastó a Aníbal para darse cuenta de que el único que pensaba por sí mismo, aparte de él, o de Maharbal, que le acompañaba a su derecha, era el viejo consejero Heráclidas, o eso le pareció en aquel momento. El resto estaba allí sólo movidos por la ambición, todos a la espera de lo que entendían debía ser una victoria fácil sobre un enemigo al que doblaban en número. Pero pese a tantos discursos y halagos hacia el rey nadie había planteado un plan claro de ataque. Nadie sabía bien qué hacer con tantas caballerías acorazadas de diferentes tipos, jinetes sobre dromedaríos, arqueros, falangistas, las unidades de infantería y de caballería de élite del gran rey Antíoco y, por fin, más de medio centenar de elefantes asiáticos bien armados.

Una vez que el rey Antíoco vio satisfecha su necesaria ración de vanidad, volvió su mirada hacia el callado Aníbal.

–¿Y bien? – le preguntó el rey-. Llevas varios años, Aníbal, viviendo a mi costa y hasta la fecha tus servicios han sido más bien escasos, por no decir que nefastos. Tu única intervención directa se saldó con una clamorosa derrota -recalcó el rey en referencia a la derrota naval de Aníbal durante el verano con el solo afán de humillarle y bajar los humos al siempre impertinente cartaginés; la cosecha de halagos, sin duda, había fortalecido la endeble autoestima del rey sirio-. Ahora tenemos ante nosotros al general romano que te derrotó en el pasado. No sé si aprendiste algo en tu derrota pasada o si ese hecho ya te descalifica por completo para aconsejarme en este combate que se avecina.

Aníbal engulló la humillación con la templanza del desterrado que sabe que ya pocos elogios le quedan por oír en su vida y menos de boca de aquellos que le ofrecen un asilo interesado y, en ocasiones, casi morboso.

–Creo, mi rey, que aquí todos hablan de lo poderoso que es este ejército, pero hasta ahora nadie ha dicho cómo colocar las tropas para enfrentarse a las legiones romanas y eso, mi rey, creo que es lo único que debería debatirse hoy. Los romanos, estoy seguro, no reunirán su estado mayor para vanagloriarse de sus legiones sino para discutir el mejor plan de ataque.

El rey asintió despacio.

–Te concedo que en eso puede que tengas razón. Oigamos entonces todos lo que Aníbal sugiere.

Fue Aníbal entonces el que asintió varias veces en silencio, pensativo. Avanzó dos, tres pasos y se situó en el centro del corro formado por los generales. La gran tienda real estaba clavada sobre el suelo y él mismo se había cubierto de pieles. Estas estorbaban a Aníbal, así que el cartaginés estiró de varias y las despegó del suelo arrojándolas a un lado. De ese modo se aseguró un espacio de dos por dos pasos de tierra al descubierto. Desenfundó entonces su espada y, dibujando con la punta de la misma sobre el polvo de Asia, ilustró al rey y al resto de generales sobre la mejor forma de disponer las tropas.

–En el centro la infantería, la gran falange con sus sarissas que tendrán que contener a la infantería romana. En las alas deben distribuirse las tropas auxiliares, pero por delante, en cada ala la caballería, con los catafractos más pesados repartidos en ambos extremos para tener unas alas con fuerzas similares, compensadas, las cuadrigas las dejaría en la reserva pues se han mostrado muchas veces un arma de doble filo y los romanos sabrán cómo desorientar a los caballos que tiran de ellas, y si eso ocurre unas chocarán contra otras generando más confusión entre nosotros que entre el enemigo. Y, por supuesto, todos los elefantes aquí. – Y Aníbal marcó una larga línea en el centro de la formación justo delante de la gran falange del ejército seléucida. Ellos deben abrir el combate, como hicimos en Zama. Los elefantes debilitarán las legiones y permitirán que los guerreros con las sarissas, los argiráspides, sean capaces de contener a las legiones mientras nuestra superioridad en las alas con la caballería acorazada destroza a los jinetes romanos. Una vez eliminada su propia caballería, la nuestra aparecerá por la retaguardia enemiga para rodear a las legiones y acabar con todos. Si empezamos al amanecer, al mediodía la victoria será nuestra. La tarde será sólo para acabar con los heridos y para vender a los esclavos apresados.

Aníbal envainó su espada. El silencio que había conseguido con su discurso había sido tal que el chasquido de la empuñadura del arma al chocar con el tope en la parte superior de la vaina hizo que muchos se sobresaltaran. Nadie se atrevía a contradecir al cartaginés. El rey miró alrededor. Todos callaban y miraban atentos el plano dibujado por Aníbal sobre el polvo del centro de la tienda.

El general cartaginés se situó de nuevo junto a Maharbal. El veterano noble púnico posó su mano sobre el hombro de Aníbal en señal de apoyo y admiración. Aníbal asintió. Por unos breves instantes que le supieron a gloria pensó que sería posible derrotar a las legiones, derrotar a Escipión, vencer a Roma. Por unos breves momentos pensó que el curso de la historia aún podía revertirse, pero cuando vio que el viejo Heráclidas se adelantaba y, rodeando el dibujo, miraba con desdén hacia el suelo, comprendió que todo dependería del poco juicio del rey, pues estaba claro que aquel estúpido y engreído consejero que, sin duda sabía de halagos y de política, pero que no sabía nada sobre estrategia militar, iba a contradecirle.

–El general cartaginés nos ha hecho una propuesta interesante, sin embargo… sin embargo… -Pero Heráclidas callaba mientras escrutaba los trazos dibujados en el suelo por Aníbal.

–Si tienes una propuesta diferente, Heráclidas, te conmino a que hables -dijo el rey con decisión; y es que a Antíoco, como al resto de generales seléucidas, le desagradaba sobremanera tener que presentar batalla siguiendo sólo los consejos de aquel extranjero, que, por otro lado, aunque quizá consiguiera victorias relevantes en el pasado remoto, también había sido derrotado por el mismo general Publio Cornelio Escipión que comandaba, junto con su hermano, las tropas romanas desplazadas a Asia. Decían que ese general estaba enfermo, pero incluso un enfermo puede trazar un dibujo. Heráclidas, animado por el comentario del rey, explicó sus dudas.

–No me parece sensato exponer a todos nuestros elefantes a una carga inicial sin el apoyo de la infantería. A fin de cuentas, eso es lo que nuestro insigne general invitado -«insigne» sonó a insulto en boca de Heráclidas- hizo en Zama y Zama concluyó en una gran derrota para los cartagineses. No entiendo por qué después de aquel fracaso el general Aníbal insiste en el mismo planteamiento. No, decididamente no; los elefantes deben ir intercalados entre las fuerzas de infantería del centro, a intervalos regulares, aquí, y aquí y aquí y así sucesivamente por toda la línea central de nuestro ejército. – Y marcó diferentes cruces entre la línea frontal de ataque seléucida, allí donde Aníbal había planteado una línea continua de falangistas con sarissas; y continuó hablando-: Además, nuestro rey debe acudir al combate suficientemente protegido por las unidades de élite y sobre todo por nuestros mejores catafractos para que de esa forma no sea posible que los romanos puedan herirle. Supongo que Aníbal convendrá con nosotros en que el general en jefe de un ejército debe ir convenientemente protegido -y trazó nuevas líneas de catafractos en una de las alas dejando la otra mucho más desprotegida; Aníbal fue a hablar, pero Heráclidas continuó con sus explicaciones-; claro que entonces, nuestro querido general cartaginés nos dirá que hemos dejado desguarnecida un ala al concentrar nuestros mejores catafractos en el otro extremo de la formación, pero esto tiene fácil solución, pues podríamos completar el ala cuya caballería ha quedado reducida con los carros escitas, de forma que así todo nuestro potencial de ataque sea usado al mismo tiempo y no desperdiciar el empuje de estos carros reservándolos para no se sabe bien qué. De hecho yo iniciaría el ataque con las cuadrigas y no con los elefantes, pues no hemos de olvidar que los romanos también tienen algunos elefantes y estará bien resguardar a los nuestros y no quedarnos sin ellos desde el principio, como sugiere nuestro querido general extranjero. – Y subrayó con su voz la palabra «extranjero».

Un murmullo cargado de asentimientos se extendió por toda la tienda, pero nadie se aventuraba a pronunciarse hasta que el rey hablara.

–¿Y bien? – preguntó Antíoco;-, ¿qué piensa ahora Aníbal? ¿Estás de acuerdo con las modificaciones que propone Heráclidas o sigues pensando lo mismo que antes? Habla, me interesa tu opinión.

Aníbal tenía serias dudas de que sus palabras fueran a convencer a nadie de los presentes, pues la soberbia de los sirios y otros generales aliados al rey era excesiva y nadie quería plegarse ya a aceptar que un extranjero supiera más que todos ellos juntos.

–Mi rey -empezó Aníbal con tono conciliador pues sabía que aquélla era la última oportunidad de detener el dominio de Roma en el mundo, la última batalla en la que se podía cambiar el curso de los acontecimientos del último medio siglo, desde que los romanos empezaran a conquistar territorios más allá del mar-; mi rey, estoy de acuerdo en que el gran Antíoco III debe acudir a la batalla bien protegido por sus unidades de élite, pero el resto de sugerencias de Heráclidas, mi rey, son erróneas. Heráclidas se equivoca. – Un conjunto de comentarios despreciativos emergió desde los cuatro puntos de la tienda.

–¡Silencio! – gritó el rey-. ¿Y puede saberse en qué y por qué?

–Mi rey, la carga de los elefantes en Zama sí que hizo mucho daño en las filas de los romanos, incluso si Escipión supo enfrentarse con gran astucia al ataque de los mismos. No importa si mañana Escipión ordena repetir las mismas maniobras o si usa las mismas estratagemas que en Zama. Aun así, detener a más de setenta u ochenta elefantes en carga de ataque supondrá un enorme derroche de energía y un gran número de bajas entre las legiones romanas y les mantendrá ocupados mientras procedemos a lo esencial: dos cargas al mismo tiempo de las caballerías de cada ala. Los catafractos son infinitamente superiores a los escuadrones romanos y las turmae romanas y de sus aliados cederán al empuje de la caballería blindada. En Zama no perdí porque mis elefantes no causaran suficiente daño a los romanos, sino porque no disponía de superioridad en la caballería, pero aquí en Asia, en Magnesia, el poderoso rey Antíoco lo tiene todo: tiene a los elefantes, más numerosos y mejor adiestrados que los pocos elefantes de los que disponen los romanos y, sobre todo, el rey tiene una enorme superioridad numérica y de armamento en la caballería. Si el rey plantea la batalla como digo, las legiones serán masacradas, de lo contrario desconozco qué ocurrirá, porque es cierto que de cualquier modo que se usen las unidades militares de este gran ejército lo más fácil es vencer, pero aun así, Escipión es un gran general y es mejor plantear el combate aprovechando al máximo todos los recursos, si no, no me responsabilizo del resultado final de la contienda.

–¿Que no te responsabilizas? – Y el rey echó la cabeza atrás y profirió un enorme carcajada-: ¡Ja, ja, ja! ¡Por supuesto que no serás responsable de nada de lo que ocurra mañana, porque, Aníbal, lo aceptes o no, éste es mi ejército y éstos son mis generales! ¡Responsabilízate tú de tus derrotas que yo lo haré de mis victorias! – Y volvió a echar la cabeza hacia atrás y a reír con fuerza. Todos los generales se le unieron riendo con gran exageración. El rey se sintió satisfecho de haber humillado al eternamente impertinente Aníbal y, además, Antíoco estaba seguro de que con el planteamiento de Heráclidas la victoria sería suya. Iba a dar el cónclave de generales por terminado, pero Aníbal avanzó unos pasos, se situó en el centro de la tienda y apeló una vez más al buen juicio del rey de Siria y emperador de todo el Imperio seléucida.

–Rey Antíoco, Basileus Megas; no me hiciste caso en el pasado, cuando aconsejé atacar Italia al tiempo que se avanzaba sobre Grecia para crear dos frentes con los que obligar a los romanos a dividir sus esfuerzos, y el resultado de no seguir mi consejo fue una derrota en Grecia, que el rey retornara herido de su expedición y que ahora el gran monarca de Asia se vea obligado a combatir en su propio territorio. No comentas otro error, gran rey. De mañana se regresará victorioso o con un imperio perdido. Ya no habrá otra segunda oportunidad.

De nuevo se hizo un gran silencio.

El rey Antíoco se levanta de su trono y mira con ira a Aníbal y al gritar su boca dejaba entrever los dientes partidos en las Termopilas.

–¡Yo no he sido derrotado en Grecia! ¡Ordené una retirada estratégica para concentrar a todas mis tropas y tenerlas disponibles para mañana al amanecer, y mañana será el fin de Roma en Asia y tal será su derrota que no se atreverán a cruzar el Helesponto nunca más! ¡Debería hacerte matar por decir lo que has dicho, pero como soy sabio pienso guardar toda mi ira para mañana, pero cuando al atardecer me encuentre repartiendo los despojos de los romanos entre mis generales te haré llamar y entonces decidiré qué hacer con alguien que además de no haberme conseguido una sola victoria se atreve a insultarme delante de todos! Te queda un día de libertad, Aníbal: disfrútalo. – Y, mirando al resto de generales añadió una orden definitiva-: Mañana se actuará según lo que ha dicho Heráclidas. Apolo nos protegerá y los romanos morderán el polvo de Asia. Que se disponga todo para combatir por la mañana. – Y rodeado de su escolta, el rey Antíoco III de Siria abandonó la tienda a paso ligero.

Aníbal esperó a que todos los generales salieran del recinto. En esencia porque no quería a ninguno de ellos a su espalda. Más de uno escupió en el suelo cuando pasaban a su altura. Maharbal se llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero Aníbal le cogió de la muñeca.

–No merecen la pena. Al menos no hagamos el trabajo de los romanos. Vamonos de aquí. Mañana será una gran batalla, pero no tengo nada claro que sea tal y como dice el rey, pero todo es posible, todo es posible.

Aníbal y Maharbal salieron los últimos de la tienda. En el exterior les esperaba un contingente de soldados del cuerpo de élite de los argiráspides. Aníbal no se sorprendió.

–¿Estamos presos?

El oficial sirio al mando se dirigió con cierto respeto hacia el general púnico.

–No. El general cartaginés y sus hombres pueden moverse con libertad, pero tengo la obligación de vigilar vuestros movimientos en todo momento.

Aníbal asintió y, acompañado por Maharbal, avanzó. De pronto uno de los oficiales del rey Antíoco se les acercó despacio y se dirigió a Aníbal en voz baja.

–Me gusta más tu plan, extranjero, pero el rey es el que manda. – Y sin esperar respuesta dejó a los dos cartagineses allí, mirando cómo se alejaba sin volver la vista atrás.

–¿Quién es? – preguntó Aníbal al oficial sirio que les escoltaba. Recordaba haber visto a aquel hombre en la corte de Antioquía, pero siempre callado y reservado.

–Artaxias -respondió el guerrero sirio-. El rey le acaba de nombrar gobernador de Armenia y parte hoy mismo para allí para controlar la región. No combatirá mañana en nuestra gloriosa victoria.

Aníbal asintió. Artaxias. Se guardó aquel nombre en su mente.

69 El amanecer en Asia

Magnesia, Asia Menor. Diciembre de 190 a.C.

Lucio Cornelio Escipión, cónsul de Roma con mando sobre las legiones desplazadas a Asia, observaba desde lo alto de su caballo la posición de las tropas enemigas. Se había montado en el animal para tener mayor visibilidad y poder analizar mejor los últimos movimientos de tropas del rey sirio. Alrededor del cónsul se encontraba todo su estado mayor a la espera de recibir las últimas órdenes. El despliegue de la inmensa fuerza del ejército enemigo se estaba acelerando, de modo que Lucio se dirigió a los suyos con rapidez.

–¡Tomad posiciones ya, y que todos los dioses nos protejan!

Silano, Domicio y Graco obedecieron y partieron a caballo hacia los puestos que tenían asignados: Silano se dirigió a la vanguardia del centro del ejercito, mientras que Domicio y Graco cabalgaron hacia el ala izquierda. El ala derecha quedaba bajo el mando de Eumenes, el rey de Pérgamo, que se les había unido durante la noche. Lucio se mantuvo en la retaguardia para dirigir todas las maniobras. Junto a él se había quedado Marco, quien ya fuera proximus lictor de su hermano en Zama y que ahora acompañaba a Lucio en Asia. Su experiencia le sería muy útil durante la batalla. Marco presenció la carga de los elefantes cartagineses en África y sabría detectar si el enemigo repetía los mismos movimientos que en Zama.

–¿Dónde ves los elefantes, Marco? – preguntó Lucio desmontando del caballo.

El proximus lictor escudriñaba con minuciosidad el horizonte donde se organizaba el enemigo. La luz del amanecer era aún escasa y los movimientos de las tropas enemigas se realizaban en medio de la extraña bruma del amanecer.

–Están en el centro, eso es claro -dijo Marco en respuesta a la pregunta del general-, pero no tengo claro que estén avanzados a la infantería… veo allí unos elefantes, y allí otros… pero parece que estén diseminados, como intercalados entre los soldados de la falange. Es una formación extraña.

–Eso me ha parecií. Marco. No es la misma formación que en Zama, ¿verdad? Piensa:.respuesta porque es importante.

El proximus lictor voió a mirar hacia el horizonte y, al cabo de un instante, sacudió la cabe con seguridad.

–No, mi general, o están como en Zama y no están avanzados a la infantería. No, esto roes Zama.

–Bien, sea -respectó Lucio adelantándose a sus lictores, caminando en pequeños círc. s, mirando al suelo, meditando, hablándose a sí mismo-, sea, no es;omo en Zama. «Si los elefantes no están adelantados es que Antíoco «sigue el consejo de Aníbal», eso dijiste, hermano, eso dijiste, sea p.rf. – Y se detuvo y miró al proximus lictor quien, a su vez, le observaba con una mezcla de respeto y preocupación, pues en el fondo tocos lamentaban que el gran Publio no estuviera al mando y que en sircar sólo estuviera su hermano, pero albergaban la esperanza de que acuella familia de los Escipiones fuera especial y confiaban en que quiziel cónsul se revelara en aquella batalla como alguien digno de ser henano de Africanus, o quizá, el propio Africanus había sugerido al cónsul cómo acometer aquella lucha que se cernía sobre todos ellos-. He no combatimos contra Aníbal, Marco. Hoy luchamos sólo contra A::íoco. Tenemos una posibilidad y hemos de aprovecharla. Los cataf^os del rey sirio están en su ala derecha, ¿verdad, Marco?

–Sí, mi general. Aiihan concentrado lo mejor de su caballería acorazada.

–Exacto, exacto. Rápido, por Júpiter, ordena que trasladen la mitad de las turmae de nuestnaia izquierda hacia la derecha. Hemos de concentrar nuestras fuerza a nuestra derecha, junto con la infantería de Pérgamo y destrozar losaarros escitas. O destrozamos los carros escitas de su ala izquierda o los ¿afractos de su ala derecha. Con todo no podemos, son demasiados.Marco. – Y se acercó al proximus lictor, le puso la mano en el hombro y ¿habló en voz baja, como quien conversa con un amigo-. Mi hermar. lijo que fuéramos a por los carros escitas, ¿tú qué harías, Marco?

El proximus lictor se estremeció ante la responsabilidad de aquella pregunta y replicó lo mas sensato que se le ocurrió.

–Su hermano, mi general, es un cónsul invicto. Yo haría caso al criterio de Publio Corito Escipión.

Lucio tenía tomada ¡a decisión, pero necesitaba oír que alguien confirmaba en voz alta que iba a ordenar en unos instantes y se sintió satisfecho con aquella respuesta, cabeceó un par de veces en señal de afirmación y respondió con determinación.

–Eso haremos, Marco, eso haremos. Ahora rápido, esas turmae, las necesitamos contra los carros escitas, corre, Marco, corre. – Y vio al proximus lictor alejarse unos pasos para trasladar las órdenes del cónsul a varios jinetes que partieron en direcciones opuestas para informar a los tribunos Domicio, Graco y Silano y al propio rey de Pérgamo. Lucio no necesitaba del consejo de Marco para gobernar aquella batalla, pero sabía de las dudas de todos hacia él, igual que sabía que junto con aquellas órdenes el proximus lictor transmitiría a todos que aquél era el plan de Africanus y que pronto todos y cada uno de los legionarios de su ejército se sentirían bajo el mando no ya de él, sino del propio Africanus. Eso inyectaría más confianza y un valor extraordinario, que era lo que necesitaban. Lucio no se sintió herido por estar seguro de que para ganar aquella batalla tuviera que recurrir a admitir ante todos que seguía las instrucciones de su hermano. A fin de cuentas, ésa era la realidad. Sólo quedaba por dilucidarse si el plan de Publio sería realmente suficiente para sobreponerse a un ejército que les doblaba en número, armado hasta los dientes con guerreros de todo el Imperio seléucida y otros reinos enemigos de Roma y protegido por su temible caballería de catafractos.

Marco regresó y se dirigió al cónsul, que meditaba examinando los movimientos del enemigo: los carros escitas se estaban posicionando en primera línea del ala izquierda siria.

–Mi general, las órdenes han sido ya transmitidas. – Un pequeño silencio cargado de dudas, hasta que Marco se atrevió a pronunciar lo que le corroía por dentro-. Los tribunos Domicio y Graco, nuestra ala izquierda, lo van a tener difícil.

–Sí, Marco. Lo van a tener muy difícil -respondió el cónsul sin mirar atrás-. Esto es una guerra, no un desfile.

Marco asintió y retrocedió dejando al cónsul a solas con su conciencia.

70 Una colina

Magnesia, Asia Menor. Diciembre de 190 a.C.

Maharbal ascendió la colina al trote. Llegó sudoroso y respirando entrecortadamente. Se llevó una mano al vientre. Sentía flato. Ya no era el de antes. Se había dejado llevar por lo espectacular de la noticia que traía y no quería que nadie se le anticipara. Aníbal debía saber lo que ocurría lo antes posible. Lo vio en pie, solo, oteando el horizonte, analizando el despliegue de las tropas romanas y de Pérgamo mientras se cubría el rostro con la palma de la mano derecha para protegerse del sol y ver mejor. A unos pasos se encontraba la guardia de veteranos africanos, quienes, respetuosos con su general, se habían alejado un poco para no perturbar al gran líder con su presencia. Maharbal pasó junto a ellos sin que ninguno dijera nada. Todos estaban atentos al movimiento de las tropas enemigas. Al pie de la colina, un destacamento de argiráspides les vigilaba por orden de Antíoco. En lugar de emplear a todos sus soldados contra el enemigo romano, Antíoco dedicaba una parte de sus guerreros en vigilar a Aníbal. Era tan absurdo que sólo de verlo se le revolvían las tripas al lugarteniente de Aníbal. Al fin, llegó junto al general.

–Traigo noticias importantes -dijo Maharbal, y se detuvo a dos pasos de Aníbal. El general cartaginés no pareció sorprenderse por su rápido regreso. Maharbal fue directo al grano-: Escipión no comanda las legiones. Está enfermo, se ha retirado en Elea. La fiebre le tiene postrado en cama. Una turma romana de reconocimiento fue apresada ayer y los sirios están seguros de que la información es exacta. Tienen sus métodos… ya sabes. – Aníbal seguía sin volverse y sin decir nada. Maharbal repitió la esencia de su mensaje-: Escipión no comanda las legiones.

Aníbal se dio al fin la vuelta y le miró con su único ojo sano medio cerrado, en un esfuerzo por ver pese a la intensidad del sol de Asia.

–Sí que las comanda, Maharbal. Mira bien. – Y se volvió de nuevo hacia occidente y señaló al ejército de Roma y Pérgamo-. Mira bien, Maharbal, ahí, ahí está Escipión. Sí que ha venido, ya lo creo que ha venido…

Maharbal se situó al lado del gran general. Escudriñó la disposición de las tropas enemigas intentando leer aquello que para Aníbal era tan evidente.

–Está ahí, Maharbal, está en cada línea de su infantería, y sobre todo, amigo mío, Escipión está en las alas. Ésta es una batalla que se ha de ganar con la caballería y él lo sabe. Puede que los sirios tengan información correcta sobre su salud, puede que Escipión esté enfermo en Elea, pero la disposición de esas tropas es la suya. Está haciendo lo que haría yo si estuviera en su lugar.

Maharbal intentaba comprender. Si había algo de lo que sabía el veterano oficial púnico era de caballería. Estaba confuso.

–Las alas -empezó a decir Maharbal-, la distribución de la caballería romana en las alas es desigual. Han concentrado sus fuerzas en su ala derecha y, sin embargo, han descuidado el ala izquierda, justo allí donde tienen que enfrentarse con los catafractos de Antíoco. Esa ala izquierda la tienen perdida.

–Esa ala izquierda está perdida hagan lo que hagan, y Escipión lo sabe. Lo que falta por decidir es si Antíoco es, como él cree, un nuevo Alejandro Magno o un bobo. Gaugamela. Escipión busca repetir parte de la batalla de Gaugamela entre Alejandro y los persas. Si Antíoco se da cuenta y actúa como Alejandro, los romanos están perdidos, pero si Antíoco cae en la trampa, los romanos aún tienen una oportunidad, pese a ser muchos menos.

–¿Deberíamos advertirles…? A los sirios quiero decir.

–Deberíamos… sí… -dijo Aníbal suspirando, y miró hacia atrás y comprobó que la guardia siria que les mantenía bajo vigilancia permanecía al pie de la colina, a unos doscientos pasos de distancia-. Deberíamos, sí, ¿pero nos escucharían?

–No lo creo -respondió Maharbal.

–Eso pienso yo, Maharbal, eso pienso yo. Antíoco está sordo a mis consejos. Nos queda por averiguar si también está ciego. Quedémonos aquí y veamos de qué pasta está hecho este rey sirio tan poderoso como soberbio. Gaugamela -repitió Aníbal mientras sacudía la cabeza como si no creyera lo que ven sus ojos y como si hablara alguien muy lejano-. Gaugamela. Es muy arriesgado, Escipión, muy arriesgado, Pero valiente.

71 La batalla de Magnesia

Llanura de Magnesia. Entre los ríos Hermo y Frigio.

Asia Menor. Diciembre de 190 a.C.

Ala izquierda del ejército romano

Graco se percató de que parte de la caballería de su ala estaba retirándose en dirección al otro extremo del ejército romano. No lo dudó y, abandonando su posición en la vanguardia, cabalgó hasta llegar junto a Domicio Ahenobarbo.

–¿Qué hace el cónsul? Está descompensando las fuerzas de caballería en nuestras alas.

Domicio no respondía y se mantenía inmóvil en lo alto de su caballo observando al ejército enemigo que, con sus poderosos catafractos, se había situado a menos de dos mil pasos, justo frente a ellos. Graco insistió. La retirada de parte de la caballería le había molestado, pero el silencio de Domicio había conseguido ponerle nervioso.

–¿Qué está ocurriendo aquí, Domicio?

Domicio Ahenobarbo suspiró.

–No lo vamos a pasar bien aquí, Graco.

Tiberio Sempronio Graco miró a un lado y a otro. Comparando las exiguas fuerzas de caballería de las que se disponía en el ala que comandaban frente a la apabullante fortaleza y mayor número de los catafractos no, no parecía que aquello tuviera mucho sentido. Domicio apuntó parte de la realidad.

–Lucio ha situado al ejército allí donde los ríos Hermo y Frigio se juntan más, de modo que nuestras alas están protegidas por las riberas de los ríos. Nuestro frente es más estrecho que el suyo, y así el enemigo no podrá aprovecharse tanto de esa ventaja, porque los ríos nos protegen.

Graco miró hacia el río.

–Eso ya lo veo, y está bien. Es una buena estrategia, pero eso no será suficiente para detener a los catafractos cuando carguen contra nosotros.

Domicio sacudió la cabeza exasperado por la situación. Qué importaba ya nada si iban a morir todos.

–¡Maldita sea, Graco! ¡Por todos los dioses, no estamos aquí para detener a los catafractosl

Graco abrió los ojos de par en par y cerró la boca por completo. Parpadeó un par de veces. La realidad penetró en su mente como el filo de una navaja. Tiberio Sempronio Graco asintió. Tiró de las riendas y ordenó a su caballo alejarse de allí. Tiró de nuevo de las riendas y el caballo se detuvo. No sabía qué hacer. Estiró, al fin, de la rienda derecha y el animal giró sobre sí mismo. Lo azuzó y lo dirigió de nuevo hacia Domicio.

–¿Gaugamela? – preguntó Graco a Domicio.

–Algo así -respondió el aludido aliviado de compartir con su colega al menos la realidad de lo que allí ocurría; si los dos compartían el objetivo de su misión allí, mejor para todos-, pero con menos jinetes y con peores perspectivas de supervivencia -apostilló Domicio con honestidad.

–Estamos aquí para ganar tiempo para el resto del ejército -pronunció Graco como quien pronuncia su propia sentencia de muerte.

Domicio confirmó con la cabeza. No sabía cómo iba a reaccionar su colega. Podría rebelarse y acudir como un poseso al galope y enfrentarse a la autoridad del cónsul reclamando más fuerzas en su ala o podía aceptar la orden y acatarla con disciplina. No tenía claro qué tipo de persona era Graco. Siempre le había tenido por un hombre valiente, pero todos sabían que Graco, a fin de cuentas, era amigo de Catón y enemigo de los Escipiones. Ésta era la situación perfecta para cuestionar la forma de gobernar aquella guerra.

–Sea -dijo Graco, e hizo girar a su caballo de nuevo y, sin decir una palabra más, se alejó hacia la vanguardia, encarando con estoicismo infinito el brillo resplandeciente, casi cegador, que el sol extraía de las armaduras de los catafractos enemigos.

Ala izquierda del ejército seléucida

Antípatro no era el heredero real, pero eso, como todo, podía cambiar. Sólo hacía tres años de la muerte del primogénito del rey, y con su ausencia, si bien el siguiente en la línea de sucesión era Seleuco, todo era posible, pero para que el rey decidiera cambiar el orden sucesorio, Antípatro necesitaba demostrar a su tío Antíoco III que él era el que realmente sabía luchar, quien podría mantener bajo su gobierno los inmensos dominios que Antíoco, poco a poco, había ido recuperando para el gran Imperio seléucida y no el impulsivo e inconsciente Seleuco. A nadie le gusta morirse pensando que todo por lo que ha luchado va a perderse en manos de un heredero débil y loco. Antípatro tenía que demostrar a su tío quién era capaz de retener los vastos dominios del imperio. Aquella batalla, estaba seguro, era una prueba que el rey había diseñado, entre otras muchas cosas, además de para asegurarse el dominio de Asia Menor y el final de la injerencia de los romanos en sus asuntos, para averiguar también quién de los dos, Seleuco, su propio hijo, o él mismo, Antípatro, su sobrino, era el más apto para sucederle. A él le había correspondido el honor de dirigir la gran carga de los carros escitas del ala izquierda. Sabía que era arriesgado y por eso Seleuco no había intentado arrebatarle aquel puesto aceptando quedarse con la caballería de esa misma ala, justo detrás de la infantería y los carros, pero Antípatro, osado, atrevido, sabía también que podía tener éxito y estaba convencido de que si arrasaba las filas del rey Eumenes, el mayor enemigo de Antíoco en aquella parte del mundo, el emperador sería muy generoso con él. Por eso Antípatro estaba dispuesto a dejarse las entrañas si era preciso en aquella batalla. Además, hacía unos años Seleuco le ridiculizó en Panion. En aquella ocasión el centro del ejército egipcio comandado por el etolio Escopas resistió la embestida de la falange siria a su mando, pero Escopas era un gran general y los egipcios luchaban por su tierra, combatiendo con un fervor inusual, algo que no se tuvo en cuenta desde un principio; luego vino Seleuco con los poderosos catafractos y arrasaron las debilitadas filas egipcias y etolias llevándose todo el mérito, cuando fue él, Antípatro, quien había sido el que abrió el combate viéndose obligado a poner más esfuerzo y empeño. Y ahora, nuevamente, le correspondía abrir la batalla, pero con sus más de cien carros escitas el rey de Pérgamo sucumbiría y ése sería el principio de su triunfo definitivo en la corte de Antíoco.

El sol empezaba su lento ascenso y las sombras aún eran alargadas, estirándose de derecha a izquierda. Antípatro, sobrino del rey Antíoco III de Siria, tomó el casco que le ofrecía un soldado y se lo ajustó bien, atando las correas que lo ceñían a la barbilla. A continuación subió a la gran cuadriga protegida por largas y afiladas hoces en ambos extremos y tirada por cuatro caballos negros que no dejaban de piafar y relinchar, nerviosos como estaban, pues detectaban la tensión de los guerreros que les gobernaban aquella mañana.

–Hoy será un gran día para Siria y para todo el imperio -dijo Antípatro a los hombres que le rodeaban. Varios centenares de soldados le imitaron y se subieron a los carros, de forma que en cada uno iban de dos a tres guerreros dependiendo del tamaño de cada cuadriga. Siempre había un conductor y luego uno o dos arqueros que debían abatir enemigos al tiempo que avanzaban. Luego, tras impactar contra el enemigo, si es que éste no había huido o se arrastraba herido por los mortíferos cortes de las guadañas de los laterales de cada carro, todos los guerreros descenderían para, cuerpo a cuerpo, terminar con la resistencia enemiga mientras que su propia caballería e infantería avanzaría tras ellos para apoyarles llegado el momento. Todo estaba dispuesto. Antípatro levantó su mano derecha. No debía esperar señal alguna del rey. Las órdenes habían sido precisas. «Nada más despunte el sol, tú mismo decidirás el momento de lanzar la carga de los carros escitas», le había ordenado Antíoco. Antípatro recordó cómo el general cartaginés que a veces asesoraba al rey se había mostrado reacio a un inicio como ése y había propuesto la carga de los elefantes para abrir la batalla. Con esa carga perdió en Zama contra aquellos mismos romanos. Antípatro demostraría que el rey tenía razón. Eso le daría más puntos aún que la victoria misma. La mano derecha de Antípatro permanecía en alto. Los ojos de todos los conductores de las cuadrigas estaban fijos en ese brazo. De pronto, Antípatro lo bajó de golpe. El conductor de su carro agitó las riendas con furia y gritó a los caballos. Las bestias se pusieron en marcha, primero al paso, en seguida al trote y al minuto al galope. Antípatro se asió con fuerza al lateral del carro para no caer por la enorme velocidad y los pequeños baches de la llanura de Magnesia. A su alrededor decenas de carros cargaban junto a él. Antípatro desenvainó su espada.

–¡Por Siria, por el rey, por Antíoco III, Basileus Megas, señor del mundo! ¡Por Apolo! ¡A la carga, por todos los dioses, a la cargaaaaaaaa!

Y su voz rasgó el amanecer de aquella mañana de diciembre de 190 a.C.

Ala derecha romana y de Pérgamo

Eumenes, rey de Pérgamo, tenía puesto el casco incluso antes de la salida del sol. Optó por acudir a la primera línea de combate. No se trataba de cometer una locura ni de poner en peligro su vida sin sentido. Se trataba de que la primera línea de combate no debía retroceder en ningún caso y Eumenes sabía que su presencia allí era la mejor garantía de que nadie se atreviera a retroceder un paso. Eumenes paseaba de un lado a otro de la vanguardia examinando a los hombres y deteniéndose allí donde le parecía que algún arquero no tenía el arma a punto o suficientes flechas para detener lo que debía llegar en cualquier momento. Eumenes sabía que le había tocado enfrentarse contra los carros escitas y una gran caballería mezcla de diferentes pueblos del inmenso Imperio seléucida. Sabía que además de los carros escitas, detrás vendría una caballería pesada de galogriegos y una infantería compuesta por capadocios, tarentinos exiliados por los romanos, carios, cilicios, neocretes, trales, písidas, panfilos, licios, curtios y eli-meos. Pero lo más peligroso era el ataque inicial de los carros. Había que detenerlos a toda costa. Eumenes recordaba el consejo de Lucio Cornelio Escipión de la noche anterior, cuando debatieron sobre el plan de ataque al entrar él en la gran tienda del praetorium del campamento romano.

–Cuando lancen los carros deberás resistir sin ceder un paso. El ala derecha de nuestro ejército no puede ceder. Si retrocedes, Eumenes, todo se vendrá abajo. Nosotros nos ocuparemos con las legiones del centro, de la falange y de los elefantes. Tu misión es detener a los carros y destrozar las líneas enemigas de caballería e infantería que les siguen. Eumenes -y Lucio, al pronunciar su nombre, le miró directamente a los ojos-, consigue la victoria en esa ala y Asia Menor será tuya.

Era una gran recompensa que bien merecía el riesgo, pero también sabía el rey de Pérgamo que la tarea asignada era tremenda. Eumenes hizo que repartieran más dardos en una sección donde los arqueros apenas tenían cinco flechas cada uno. Su mente, mientras, seguía rememorando la conversación con el general romano.

–¿Podrás con los carros escitas, rey Eumenes? – le había preguntado Lucio Cornelio.

–Podré, cónsul, pero ¿podréis vosotros con los elefantes?

–Nos ocuparemos de ellos como hicimos en Zama.

Eumenes asintió, pero aún tenía una duda.

–¿Y el ala izquierda podrá contra los catafractos}

–El ala izquierda y el centro son cosa nuestra. Tú, rey de Pérgamo, deten a los carros escitas y avanza contra la caballería y la infantería de tu extremo, es todo cuanto te pido.

Eumenes recordó cómo asintió una vez y cómo se retiró siendo saludado con respeto por el resto de oficiales del cónsul de Roma. Ahora había llegado el momento de la verdad. El sol despuntaba al fin y en el horizonte se vislumbraba al enemigo muy cercano, a unos tres mil pasos, quizá algo menos. Los carros escitas estaban en primera línea. Uno de los carros se posicionó al frente. Era sin duda la cuadriga armada del general que iba a comandar aquella carga. No sabía bien de quién se trataba, pero si algo tenía claro Eumenes es que aquel hombre y todos sus carros iban a perecer aquella mañana. De una forma u otra.

El rey de Pérgamo se situó en el centro de la primera línea de combate observando al enemigo. El carro que estaba ligeramente avanzado empezó a moverse y tras él todos los demás. La batalla había empezado. Eumenes se introdujo los dedos de la mano derecha por debajo del casco. Le picaba la barba. Estaba nervioso. Sacó los dedos. Llevó la mano a la empuñadura de su espada. La desenvainó y la esgrimió en alto para que le vieran todos sus hombres. Aun así pensó que no sería suficiente y pidió un caballo. Lo trajeron y se subió rápido al mismo. Los arqueros estaban divididos en dos líneas de mil guerreros cada una.

–¡Arqueros de Pérgamo, rodilla en tierra! – ordenó el rey.

Y los dos mil arqueros pusieron una de sus rodillas en tierra. En la lejanía una nube de polvo, justo frente a ellos, se levantaba como si de un gran gigante se tratara.

–¡Por Zeus, que nadie lance una flecha hasta que yo lo ordene o lo pagará con su vida!

Los oficiales repetían las órdenes del rey por toda la primera línea de combate. Además del polvo que los carros escitas levantaban empezó a escucharse el pavoroso estruendo de las ruedas del centenar de cuadrigas rodando a toda velocidad sobre la tierra de aquella llanura. Los arqueros engulleron saliva. Muchos sentían el sudor resbalando por la frente. Todos tenían miedo.

–¡Primeros mil! ¡Tensad los arcos! ¡Tensad! ¡Pero que nadie lance aún! ¡Tensad! ¡Segundos mil, preparad el arco! – vociferó el rey completamente absorbido ya por la furia de una batalla que se desataba y que ya nadie podría detener hasta la destrucción de uno de los dos ejércitos.

La mitad de los arqueros tomaron flechas y tensaron sus armas. La otra mitad se preparó con una flecha en la mano pero sin ponerla aún en el arco.

Los carros escitas encabezaban la mayor tormenta de polvo que se hubiera visto nunca en la región, pero el viento del este que acariciaba el río Hermo llevaba el polvo hacia el oeste y no cegaba ni a los hombres de Pérgamo ni a las tropas seléucidas que avanzaban tras los carros; sin embargo, el estruendo cada vez más horrible que producían los carros sobrecogía a los arqueros de Pérgamo. Tenían pánico a fallar, tenían terror a que las flechas no fueran suficientes para detener a los carros y que éstos les arrollasen y les cortasen piernas, brazos, cabezas con las afiladas guadañas que giraban a toda velocidad a medida que se aproximaban por la llanura.

–¡No disparéis! ¡No disparéis! ¡Esperad mi orden! – repetía el rey de Pérgamo una y otra vez. Era esencial que no se perdiera ni una sola flecha de la primera andanada para que la mayoría hiciera blanco en los guerreros enemigos o, mejor aún, en los caballos que tiraban de los carros.

Mil pasos, novecientos, ochocientos.

–¡Apuntad al cielo! – gritó el rey; tenía que calcular bien, el enemigo estaba ya a tan sólo setecientos pasos, las flechas volando en elipse primero hacia el cielo y luego cogiendo una velocidad mortal en su caída sobre el suelo alcanzarían al enemigo cuando éste estuviera a doscientos cincuenta pasos, pero había que estimar con precisión el espacio que los carros recorrerían mientras las flechas surcaban el cielo; seiscientos pasos, quinientos cincuenta, quinientos.

–¡Ahora, por Zeus, ahora! – aulló Eumenes, y mil arqueros arrojaron sus flechas encomendándose a Zeus y todas las deidades del Olimpo. El rey, antes de tan siquiera poder comprobar si la primera andanada llegaba a su destino, siguió dirigiendo a sus arqueros-. ¡Los segundos mil! ¡Lanzad ya, lanzad! – Y una segunda andanada mortal salió despedida hacia el cielo de la llanura. Entre tanto los primeros mil arqueros ya habían preparado una segunda flecha y estaban dispuestos para disparar de nuevo. Los carros avanzaban y avanzaban; estaban a cuatrocientos pasos, a trescientos, a doscientos cincuenta… las flechas empezaron a caer como una gran lluvia de muerte.

Centro del ejército romano

En el centro del ejército romano los manípulos de las legiones habían sido dispuestos de acuerdo a lo que era costumbre, con los jóvenes velites en primera fila, a modo de infantería ligera avanzada al grueso de las tropas; tras ellos venían los bastati, a los que se les había armado especialmente para aquella ocasión con lanzas más largas de lo habitual, armas que recordaban aquellas astas del pasado de las que tomaron su nombre pero que luego habían sido sustituidas durante la larga guerra contra Aníbal por pila, más cortos, similares a los del resto de tropas; pero en aquella mañana, por orden de Lucio, y siguiendo las directrices marcadas por su hermano, los bastad habían recuperado sus antiguas largas lanzas para hacer frente así con mayor efectividad a las largas sarissas de la falange enemiga; completaban su armamento con un escudo rectangular denominado parma y con corazas de cuero, espinilleras y un yelmo que en muchos casos aún era de bronce. Tras los bastati venían los principes, quienes sí iban armados con pila preparados para ser arrojados a las órdenes de los centuriones al mando. Entre sus filas estaba Publio hijo, quien se mantenía firme en su posición, pero quien no podía dejar de pensar que su inclusión en la infantería era un claro castigo por su absurda escapada con Afranio y sus negativas consecuencias; pero el muchacho había aceptado lo que él interpretaba como una llamada de atención de su padre y su tío con disciplina, dispuesto a limpiar en el campo de batalla el deshonor en el que había incurrido al dejarse apresar por el enemigo. Cerca de él se encontraba el tribuno Silano, el veterano oficial que había sobrevivido a la batalla de Zama y que se había ubicado entre la línea de los principes y la de los manípulos del final compuestos por los experimentados triari.

Silano miraba hacia delante y hacia atrás, asegurándose de que todos los manípulos estuvieran dispuestos de forma conveniente y preparados para avanzar en cuanto se les ordenase. De cuando en cuando miraba hacia atrás, hacia la figura del cónsul, a la espera de recibir la orden de ataque. A su derecha veía el ala izquierda del enemigo con los carros escitas al frente. A su izquierda y un poco hacia delante tenía el manípulo de principes donde estaba situado el hijo de Escipión. Silano sabía que tenía la doble misión de dirigir el centro de la batalla al tiempo que, aunque nadie se lo hubiera dicho, se esperaba que protegiera a ese joven patricio. No lo consideraba un deshonor. Cayo Lelio hizo lo mismo con Africanus cuando era joven y le salvó la vida y de ahí, de la supervivencia de aquel entonces joven Africanus, llegaron las mayores victorias de Roma. ¿Quién sabe lo que aquel muchacho sería capaz de hacer en el futuro? Quizá nada, quizá mucho. No, Silano no consideraba un menosprecio a su capacidad ni un favoritismo absurdo que se protegiera a alguien en particular, pero sí pensaba que era una tarea adicional en un momento muy difícil y en un lugar muy complicado. No entendía por qué el padre y el tío del muchacho no lo habían puesto con la caballería romana, con los tribunos Graco o Ahenobarbo. La falange que constituía el centro de la formación enemiga era el conjunto de tropas más profesional del ejército seléucida, con excepción de la caballería agema, parte de los argiráspides y los catafractos que el rey Antíoco había reunido a su alrededor en el ala derecha del ejército sirio. Combatir contra la falange central, contra aquellos guerreros comandados, según había informado a todos el propio cónsul, por Minión, rodeados de decenas de elefantes enfurecidos dirigidos por otro general sirio llamado Filipo, no iba a ser algo sencillo; por eso Silano estaba preocupado. Su intención inicial había sido la de situar al joven Publio en retaguardia, como un triari más, pero el cónsul no había aceptado esa idea, probablemente con buen criterio, pues la inexperiencia del muchacho hacía inadmisible su inclusión entre los legionarios más experimentados. El cónsul intuía que aquello se interpretaría como un favoritismo flagrante que ahondaría en el deshonor del muchacho. Tampoco era necesario exponerlo en primera línea como velite o bastad. Su ubicación como principe era razonablemente prudente y algo que sería aceptado por todos. Silano sabía que el cónsul había estado acertado en eso, pero seguía sin entender por qué no lo habían mantenido como jinete en alguna de las alas, claro que a él no le correspondía tomar decisiones y el rumor de que el cónsul seguía al pie de la letra las instrucciones que le había dado su hermano hacía que nadie se cuestionara el plan de ataque.

Silano se ciñó el casco. Publio Cornelio Escipión los condujo a la victoria en Zama. Si su hermano seguía un plan diseñado por el propio Africanus alcanzarían la victoria. Otra cosa muy distinta era quién sobreviviría a aquella jornada, pero así era la guerra. Por un fugaz instante recordó a Terebelio, Digicio, Cayo Valerio y el resto. Silano volvió una vez más la mirada hacia atrás y comprobó que los veteranos triari, armados con sus escudos rectangulares y unas largas picas, esperaban firmes el arranque de la batalla. Ellos deberían dar la victoria final con su experiencia. El tribuno escuchó entonces gritos y ruido que provenía del flanco derecho. Los carros escitas iniciaban la carga.

–Bien, vamos allá -dijo Silano mirando a los dos centuriones que tenía más próximos y volviendo la vista hacia su espalda en busca de la figura del cónsul a la espera de la señal de ataque. Lucio Cornelio Escipión tenía el brazo en alto y, con un movimiento seco, lo bajó de golpe-. ¡Por Marte, preparaos todos porque esto ha empezado! ¡Allá vamos, por Hércules! – aulló Silano con furia, rabia y fuerza.

Retaguardia romana

El cónsul observó como los carros escitas avanzaban por llanura. Lanzó una mirada rápida hacia todo el frente que ofrecía el ejército enemigo. Eran más numerosos y, al distribuirlos uniformemente, el rey Antíoco había conseguido superar en extensión la línea frontal romana, pero Lucio sabía que, tal y como le había explicado su hermano, al encajonar las legiones y las caballerías romana y de Pérgamo entre los ríos Hermo y Frigio que confluían progresivamente a espaldas del ejército romano, las tropas enemigas teman que reducir su línea frontal agrupándose para no caer en los ríos. Era una buena estratagema para proteger los flancos, pero sólo como punto de partida. Si Domicio Ahenobarbo y Graco por un lado y el rey de Pérgamo por otro no acertaban a ejecutar las misiones que cada uno tenía encomendada, los ríos no serían escollo suficiente para evitar que los enemigos les rodeasen y aniquilasen por completo.

El cónsul se dirigió a Marco, el proximus lictor.

–Ahora comprobaremos de qué es capaz el rey de Pérgamo. – Y al tiempo que pronunciaba esa frase, levantó su brazo derecho y buscó con la mirada a Silano que se encontraba entre las líneas de principes Y triari. Bajó entonces el brazo y vio como su orden era ejecutada al momento por Silano. Las legiones de Roma avanzaban contra el enemigo. Ahora ya no había marcha atrás.

Ala derecha del ejército seléucida

Antíoco III de Siria, desde lo alto de su caballo blanco, contempló con agrado cómo su sobrino había puesto en marcha la carga de los carros escitas en el otro extremo de su gran ejército. Era la señal. El rey asentía satisfecho. Antípatro podía ganarse aquella mañana muchas cosas, pero habría que ver cuál era el desenlace final. Un esclavo sostenía el gran yelmo del rey a la altura de sus manos. Antíoco miró a su espalda. Tras él estaba la agema, su caballería de élite, y más atrás los argiráspides, a la espera de entrar en combate, ansiosos por demostrar a su rey por qué eran merecedores de ser considerados los mejores. Se volvió entonces hacia delante: ante él las decenas de unidades catafractas, jinetes y caballos blindados por protecciones metálicas, formaban a la espera de que el rey ordenase su avance. En Panion los reservó para el final, pero ahora, con las legiones romanas y su caballería y sus aliados de Pérgamo no pensaba retrasar la entrada en combate de su arma más mortífera.

–¡Adelante, por Apolo y todos los dioses, adelante! – ordenó el Basileus Megas.

Tres mil catafractos se pusieron lentamente en marcha al paso, primero, y luego a un ligero trote que hizo que el suelo de la llanura de Magnesia empezara a vibrar a su alrededor. Era un avance lento, pues la enorme cantidad de metal que cada bestia debía transportar como protección para sí misma, además del jinete que a su vez iba completamente acorazado, hacían que el esfuerzo de cada caballo fuera ímprobo. Ése era el único defecto de los catafractos: su lentitud provocada por el enorme esfuerzo físico al que se veían abocados los caballos, pero, por lo demás, eran indestructibles. Tras ellos trotaba el rey Antíoco, rodeado, escoltado por los mil jinetes de la agema, más ligeros, una guardia personal para proteger al rey, pero ni por asomo tan temibles como los tres mil catafractos acorazados que les precedían y que, sin duda, aplastarían todo cuanto se les interpusiera por delante. Antíoco III sonreía dejando ver por debajo de su yelmo reluciente y resplandeciente una boca funesta con varios dientes partidos por el maldito proyectil que impactó en su cara durante la batalla de las Termopilas. Ahora, bajo la cegadora luz de aquel amanecer limpio de nubes, sabía que iba a vengar aquella horrible huella que las tropas romanas dejaran en su faz. Era el amanecer de su gran victoria. El sobrecogedor estruendo de los doce mil cascos de los catafractos era la más preciosa de las músicas para el oído guerrero de un rey, Antíoco, que se sentía ya cercano a reconquistar el imperio del gran Alejandro Magno.

Ala izquierda romana

Domicio Ahenobarbo había tomado el mando de las primeras tur-mae de la caballería romana en el ala izquierda frente a los catafractos sirios. Tiberio Sempronio Graco se había situado justo a su espalda con el resto de la caballería. Domicio vio como los carros escitas habían lanzado el ataque inicial en el ala opuesta, pero aquélla no era su preocupación. Ya se ocuparía de los carros el rey de Pérgamo y, si fuera necesario, el cónsul. Lo que retumbaba ahora en su mente era el lento pero temible avance que los catafractos habían iniciado justo delante de sus unidades de caballería. Domicio resopló con fuerza, buscando de forma instintiva en la oxigenación de sus pulmones las fuerzas adicionales necesarias que precisaba para mantener la posición ante la descomunal fuerza que se aproximaba contra ellos de forma inexorable. Los catafractos seguían avanzando despacio, al trote, pero sin detenerse. Levantaban gran cantidad de polvo, como hacían los carros escitas a los que ya había dejado de mirar. Domicio apretó los dientes. Había estado en muchas batallas pero nunca había visto ante sus ojos un enemigo tan formidable. El sol reflejaba en todas las protecciones de los jinetes y caballos enemigos. Eran armaduras completas que los protegían de pies a cabeza, y a los caballos también. Domicio no podía rendirse y mucho menos antes de tan siquiera entrar en combate, pero lo que descubrían sus ojos hacía desfallecer su ánimo: buscaba como un poseso alguna pequeña debilidad en las protecciones de aquellos jinetes, pero estaban completamente cubiertos por armaduras que los hacían prácticamente indestructibles. Domicio se llevó la mano izquierda a la barba y se la pasó por la barbilla y por el cuello. Los catafractos estaban ya sólo a mil quinientos pasos. Tenía que tomar una decisión y sólo había dos caminos: o esperar allí la embestida brutal de los jinetes enemigos u ordenar que sus propios jinetes iniciaran una carga para, favorecidos por ser mucho más ligeros, conseguir una gran velocidad de ataque con la que compensar su carencia de protecciones. Cneo Domicio Ahenobarbo, tribuno de Roma en la batalla de Magnesia, seguro de que no tenían nada que hacer, se encomendó a todos los dioses, miró a izquierda y derecha, descubrió la palidez de los rostros de los decuriones que aguardaban sus órdenes y, sin esperar un segundo más, lanzó un grito que reverberó sobre el suelo de la llanura.

–¡Por Júpiter, por Roma! ¡A la cargaaaaa!

Y las turmae bajo su mando se lanzaron directamente al galope para embestir a los catafractos sirios que, sin alterar el paso constante de su trote, avanzaban como espíritus ajenos a cualquier cosa que sus enemigos decidiesen acometer. Los jinetes romanos, por la fuerza de sus caballos y la ausencia de protecciones pesadas en sus soldados, consiguieron alcanzar en quinientos pasos una gran velocidad de ataque. Ante cualquier otro enemigo aquella carga dirigida por Domicio habría sido definitiva, pero los catafractos eran de otro mundo.

El choque tuvo lugar a mitad de la llanura, junto al río Frigio. Fue brutal. Decenas de jinetes romanos saltaron por los aires y una gran cantidad de caballos de las turmae rodaron por el suelo. El tribuno había calculado mal. El peso de cada catafracto era tal, que pese a ser embestido con fuerza apenas si retrocedía un poco. Era cierto que algunos jinetes catafractos cayeron derribados, pero en proporción de uno a diez frente a las múltiples bajas de los romanos. La carga de Domicio Ahenobarbo había sido un sonoro fracaso. Eso sí, los catafractos redujeron el trote a un lento avance al paso, para desde lo alto de sus monturas blindadas asestar estocadas mortales a los muchos jinetes romanos que intentaban o recuperar sus caballos o defenderse de los golpes enemigos. Los jinetes romanos eran valientes y respondían a las estocadas sirias con poderosos y certeros golpes de espada pero éstos, una y otra vez, no hacían sino que chocar contra las protecciones de los caballos o los jinetes enemigos sin apenas causar daño alguno. Por el contrario, cuando un sirio lanzaba una estocada, ésta causaba siempre una herida grave y pronto el suelo empezó a cubrirse de sangre roja romana que se acumulaba en brillantes charcos por toda el ala izquierda del ejército romano. Domicio había caído de su caballo, pero había conseguido recuperarlo y volver a montar. Al instante comprendió que prolongar aquello no tenía mucho sentido y que lo que podía hacerse ya se había ejecutado. No tenía sentido alargar la agonía y agrandar el sacrificio de sus hombres para no conseguir nada más que muertos.

–¡Retirada, retirada! – gritó un par de veces, y se replegó junto con varios decuriones que repetían la orden del tribuno para que, a su vez, el mayor número posible de jinetes romanos retrocediera con ellos. Tras ellos, los catafractos, al paso, herían y mataban por doquier sin dejar de avanzar lenta pero infatigablemente contra la reserva de la caballería romana.

Domicio llegó al galope, cubierto de salpicaduras de sangre y herido en un brazo, junto a Graco.

–No resistas más de lo necesario y repliégate lo antes posible -le dijo Domicio jadeando-. No hay nada que pueda hacerse, sólo resistir y replegarnos hacia el campamento. Ya sabes las órdenes, hay que alejarlos del campo de batalla y, si hace falta, tenemos que mantenerlos entretenidos hasta el final de la batalla, pero la verdad es que no sé si duraremos vivos tanto tiempo.

Graco asintió. Comprobó que el casco estuviera bien ceñido mientras veía como Domicio y los suyos pasaban a reagruparse justo detrás de sus turmae a la vez que por delante veía como los catafractos, entre los que apenas había habido bajas, seguían avanzando recuperando el trote inicial de su carga. El suelo volvió a vibrar bajo las pezuñas de los caballos romanos y las bestias piafaban nerviosas. Los jinetes romanos asían y tiraban de las riendas de sus animales con fuerza para que no retrocedieran atemorizados por el enorme estruendo que generaban los miles de catafractos trotando junto al río. Tiberio Sempronio Graco comprendió entonces el grado de ira que había despertado en Escipión con sus ataques en el pasado y con su trato con su hija pequeña. Lo primero fue necesario y lo segundo fortuito, pero para Graco estaba claro, sintiendo la tierra vibrar bajo los cascos de su atemorizado caballo, que para Escipión ni lo uno era preciso ni lo segundo casual. La ira de Publio Cornelio Escipión estaba a punto de alcanzarle, pero Graco se mantuvo frío, gélido en medio del desastre y desenvainó la espada. Al contrario que Domicio Ahenobarbo, Graco no ordenó una carga sino que se dirigió a sus oficiales para intentar otra estrategia diferente.

–¡Mantened las posiciones, por Marte, manteneos en vuestras posiciones y tomad las lanzas!

Los jinetes le obedecieron y esgrimieron decenas, centenares de lanzas con sus brazos derechos, mientras que con el izquierdo sostenían en alto los escudos.

–¡Apuntad bien, jinetes de Roma, pues sólo tendremos una posibilidad! – Los decuriones imitaban al tribuno y repetían sus instrucciones. Las turmae de Graco se prepararon para arrojar las lanzas sobre los catafractos que seguían avanzando sin detenerse.

–¡Ahora, lanzad, ahora! ¡Lanzad! – ordenó Graco y, toda vez que había envainado su espada y tomado una lanza al igual que el resto de sus hombres, la arrojó con furia contra el enemigo que se encontraba ya muy próximo, a menos de cincuenta pasos.

Quinientas lanzas volaron por el cielo, pero los catafractos, discipuñados y bien entrenados, eran expertos y estaban acostumbrados a estos ardides producto de la desesperación enemiga, de modo que levantaron sus propios escudos protegiéndose de la lluvia de armas arrojadizas del enemigo, al tiempo que se abrían separándose en las primeras líneas, de forma que al diseminarse, muchas de las lanzas cayeron sobre la tierra y de aquellas que impactaban sobre los propios catafractos muchas quedaban retenidas en los escudos sirios y sólo unas pocas alcanzaban a jinetes o bestias, de las cuales, más de la mitad no causaron daño alguno y sólo el resto hirió a algunas decenas de catafractos que sí cayeron derribados. Pero las bajas ocasionadas habían sido mínimas y el grueso de los catafractos, impasible, prosiguió con su avance hasta alcanzar la línea de jinetes enemigos. Allí, una vez más, en el combate cuerpo a cuerpo, los jinetes de Graco se veían impotentes para conseguir herir a sus enemigos que, sin cejar un solo instante, sin darles un solo segundo de respiro, golpeaban y golpeaban con fuerza brutal, rasgando, cortando, hiriendo y matando sin cesar. Aunque Graco no lo hubiera ordenado, los jinetes romanos retrocedían incapaces de resistir la embestida del enemigo acorazado y, poco a poco, sobre charcos de sangre de sus propios compañeros, la caballería romana se replegaba en una desorganizada retirada que sólo se reordenó cuando el tribuno Domicio acudió con los supervivientes de la primera carga en ayuda de los jinetes de Graco. La intervención de los hombres de Domicio consiguió que muchos de los jinetes de Graco que habían caído de sus monturas recuperaran sus caballos y, una vez montados de nuevo sobre los animales, se reinició el repliegue de forma más organizada, eso sí, siempre con los catafractos siguiéndoles de cerca. La mayor ligereza de la caballería romana les permitía ganar terreno en la retirada para poder, al fin, reorganizar una nueva línea de combate, ahora ya muy por detrás de las tropas de infantería romanas y cada vez más alejados del centro de la batalla. Estaban cayendo a decenas, pero tanto Domicio como Graco sabían que de momento estaban ejecutando la misión que se les había encomendado. El problema era saber si los catafractos les seguirían a medida que se retiraban y, si en efecto así hacían, hasta cuándo podrían resistir sin ser aniquilados por completo.

Ala derecha del ejército seléucida

Inmediatamente a continuación de los sangrientos catafractos cabalgaba el rey Antíoco henchido de euforia. Su caballo, rodeado por la guardia real agema, trotaba sobre cuerpos destrozados de enemigos abatidos. Los jinetes de su escolta se entretenían en rematar a los heridos con sus largas lanzas o pisoteándolos con los caballos a medida que seguían a su gran rey hacia la victoria final. Pronto habían avanzado tanto que habían desbordado el flanco de la infantería enemiga y Antíoco dudó entre o bien detener el avance de los catafractos para lanzarse sobre el flanco de las legiones que había quedado desprotegido o bien continuar avanzando hasta aniquilar por completo la caballería enemiga. Antíoco III de Siria sonrió de forma malévola bajo su yelmo dorado. Primero masacraría la caballería enemiga y luego regresaría para destrozar la infantería enemiga atacando por su retaguardia, una vez que ya fuera imposible que ninguna caballería romana acudiera a su rescate por aquel flanco, pues en poco tiempo no quedaría ni un solo jinete romano vivo en esa ala de la batalla.

–¡Adelante, adelante, por Apolo! – gritó el rey de Siria-. ¡Adelante hacia la victoria!

Y la agema continuó avanzando, y tras ella los argiráspides, siguiendo la estela de cadáveres romanos que los catafractos iban dejando a su paso.

Retaguardia del ejército seléucida. En lo alto de una colina

Aníbal, exasperado, escupió en el suelo. Sacudió a continuación la cabeza de un lado a otro. Las legiones habían empezado su avance contra la falange. Antíoco no había utilizado los elefantes para destrozar las primeras líneas romanas y, para colmo, el rey sirio se alejaba del campo de batalla en persecución de una caballería romana herida de muerte y en franca retirada.

–No va a girar -dijo Maharbal, en pie, junto al gran general púnico.

–Sí, lo hará, supongo que lo hará -respondió Aníbal-, pero seguramente lo hará tarde. Quiere aniquilar la caballería del ala izquierda romana por completo antes de volverse contra la retaguardia de las legiones. Debería dejar que la agema terminara ese trabajo y hacer volver a los catafractos y la infantería de argiráspides contra los triari de la retaguardia romana. Entonces la victoria sería suya.

Hubo un breve silencio. Al fin Maharbal se atrevió a preguntar lo que todos los que estaban alrededor, pues ambos estaban rodeados por el nutrido grupo de guerreros cartagineses que había acompañado a Aníbal en su destierro, deseaban saber.

–Entonces… ¿van a ganar los romanos?

Aníbal apretó los labios un segundo y luego los separó con un chasquido.

–No sé, no lo sé. Antíoco no está utilizando bien su ejército, pero tiene tal superioridad numérica que todo es posible. La clave está en si los catafractos regresan al centro de la batalla antes de que el combate se haya decidido.

Maharbal asintió. Todos volvieron a mirar hacia la gran llanura de Magnesia. El polvo les impedía saber qué estaba ocurriendo en el ala izquierda siria, donde los carros escitas habían iniciado el ataque. Observaban entre tanto el repliegue de la caballería romana en la otra ala y el avance inexorable de los catafractos y el rey, mientras en el centro la vanguardia de las legiones impactaba contra la temible falange seléucida y sus elefantes. Era una batalla total. Quien venciera decidiría el destino de Asia Menor y de decenas de reinos.

Centro de la vanguardia romana

Los velites fueron los primeros en llegar cerca de la falange siria, pero, avanzando en pequeños grupos, evitaron enfrentarse contra la falange en sí y, en su lugar, buscaban los lugares donde los generales seléucidas habían intercalado a los elefantes y contra éstos lanzaban todas sus armas arrojadizas causando cierto daño entre los guerreros que gobernaban a las bestias, hiriendo mortalmente a más de uno de los paquidermos y haciendo enfurecer a muchos. Algunos de los monstruos se adelantaron a la falange y causaron estragos entre la infantería ligera romana que huía en desbandada en muchos casos en un vano intento de salvar la vida: unos eran aplastados por las propias bestias, otros acribillados por los arqueros que montaban en los propios elefantes y el resto o bien alcanzaba la línea de hastati o era atravesado por lanzas enemigas. Sin embargo, el sacrificio de los velites obtuvo cierta recompensa, pues algunos elefantes, heridos y descontrolados, se revolvieron contra los propios sirios arremetiendo contra algunas secciones de la falange, pisoteando guerreros seléucidas y generando un gran desorden en algunos puntos.

Retaguardia seléucida

Minión y Filipo, los generales sirios, se pusieron de acuerdo de inmediato. Estaban juntos en el centro de la falange y comprendieron qué debía hacerse.

–Hay que retirar a los elefantes; de lo contrario ellos mismos destrozarán la falange -dijo Minión con seguridad.

Filipo asintió y se ocupó de que sus oficiales detuvieran a los elefantes para que sólo la falange avanzara contra las legiones. De ese modo impidieron un desorden mayor y en poco tiempo todo el frontal de la gran falange siria quedó restablecido. Los dieciséis mil falangistas bajaron las sarissas largas y afiladas a la vez que recomponían un compacto frente que caminaba decidido a detener la línea enemiga romana.

Centro de la batalla. Primera línea romana.

Los hastati abrieron huecos entre manípulo y manípulo y por los pasillos abiertos se retiraron los velites que habían sobrevivido al ataque de los elefantes. En cuanto pasaba la infantería ligera, los manípulos de hastati se cerraban para formar un bloque compacto con el que enfrentarse a una rehecha falange siria que avanzaba contra ellos sin los elefantes, pero con la temible destreza de infinitos años de lucha. Los romanos ya habían derrotado a una falange similar, la macedónica de Filipo V, en Cinoscéfalos, pero aquella formación compacta, disciplinada y con las largas sarissas en ristre siempre era un enemigo difícil. Los hastati escuchaban las voces de sus centuriones animándoles a seguir avanzando hasta el impacto final contra el enemigo.

El choque de ambas líneas fue descomunal y las sarissas, algo más largas que las astas de los romanos de primera línea causaron estragos entre los legionarios. La disciplina impuesta por los Escipiones mantuvo la línea, pero el empuje de los guerreros sirios era superior. Pronto, los hastati, más inexpertos, heridos en muchos casos y todos atemorizados, empezaron a perder terreno. Los soldados sentían que su propia flaqueza parecía transmitirse al corazón de sus enemigos transformada en más vigor y fortaleza en su lucha, pues cada vez empujaban los sirios con más intensidad.

–¡Desenvainad! ¡Desenvaindad y cortad las sarissasl -gritaron los centuriones, y algunos daban ejemplo y, a riesgo de su vida, se introducían entre el bosque de puntas de sarissas enemigas y, a fuerza de descomunales mandobles, conseguían partir algunas de las largas lanzas enemigas. Pero algunos sirios desenvainaban también y herían a su vez a los valientes centuriones y a muchos de los que seguían sus órdenes y, mientras tanto, el grueso de la falange siria seguía avanzando y los romanos no dejaban de retroceder y ceder terreno. La batalla se estaba perdiendo en el centro de la llanura.

Ala izquierda del ejército seléucida

Para Antípatro, en medio del polvo que levantaban los propios carros en su vertiginosa carrera contra el enemigo, era difícil ver lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Pero mirando hacia lo alto, viendo el cielo ensombrecido por una constante lluvia de flechas, comprendió por qué muchos carros próximos habían perdido el control y se volcaban chocando unos contra otros. Su cuadriga, al ir ligeramente avanzada al resto, parecía adelantarse a la interminable lluvia de dardos mortíferos y, de momento, tanto él como el conductor estaban sin heridas, pero aquello fue sólo un espejismo porque justo cuando estaban a punto de impactar contra la línea de arqueros enemigos, una flecha atravesó el rostro del conductor de la cuadriga y éste quedó muerto, con las riendas asidas por sus manos, pero inerte, doblado sobre el carro, aún sin terminar de caer.

–¡Maldita sea! – gritó Antípatro mientras pugnaba por hacerse con las riendas del carro que, sin gobierno, empezaba a escorarse hacia un lado por unos caballos desbocados que intentaban evitar chocar contra las líneas enemigas-. ¡Maldita sea! – repetía Antípatro hasta que consiguió arrebatar las riendas al conductor muerto y, de un empellón, arrojarlo fuera del carro, pero para entonces la cuadriga ya marchaba en lateral en dirección al centro de la batalla. El cambio de rumbo le permitió, no obstante, ver el tremendo desastre en el que se había transformado la carga de los carros que estaban bajo sus órdenes: decenas de ellos yacían volcados, unos sobre otros, y de entre los restos destrozados de las cuadrigas emergían guerreros sirios heridos, que se arrastraban por una tierra cubierta de sangre de caballos y hombres mezclada en charcos densos que se extendían por todas partes. La lluvia de flechas cesó y él, a su vez, pudo controlar a los caballos y refrenarlos un poco para que volvieran hacia el ala izquierda. Algunos carros escitas, supervivientes a la gran masacre, emergían de entre los carros destrozados y Antípatro no lo dudó un instante. De inmediato situó su cuadriga al frente de los pocos carros que habían sobrevivido a la lluvia de flechas y se lanzó contra el enemigo. Sólo sentía ansias de apisonar a unos cuantos de aquellos malditos arqueros. Ya no le importaba qué fuera a ocurrir ni cuál fuera el desenlace de aquella maldita batalla. Sólo quería vengarse y llevarse consigo a tantos arqueros de Pérgamo como pudiera.

Ala derecha romana y de Pérgamo

Eumenes contempló con satisfacción que la mayoría de los carros escitas estaban destrozados a lo largo de la orilla del río Hermo mientras que algunos, con los conductores acribillados por las flechas, retornaban, tirados por caballos desgobernados, contra las propias filas del enemigo causando un enorme desorden entre la infantería de galos, griegos, capadocios, neocretes, carios, cilicios y otros aliados de Siria. Sin embargo, el general sirio al mando de la carga de los carros había sobrevivido y reconducía su cuadriga, junto con una veintena de carros más supervivientes al desastre, contra la línea de arqueros. El rey de Pérgamo tenía claro lo que procedía.

–¡Abrid pasillos, abrid pasillos! – gritó Eumenes a los arqueros, y éstos se reagrupaban dejando amplios espacios por los que en respuesta a las órdenes de su rey emergían decenas, centenares de jinetes armados con lanzas dispuestos a encarar a los carros supervivientes-. ¡Por Zeus, caballería de Pérgamo, acabad con los carros escitas, acabad con ellos!

Si la caballería hubiera tenido que hacer frente al centenar inicial de carros todo hubiera sido muy distinto, pero al tratarse de detener a tan sólo una veintena, las cosas eran muy diferentes. Los jinetes de Pérgamo, experimentados y apoyados por la caballería aliada romana que había acudido a reforzar esa ala, arrojaban lanzas contra los conductores y arqueros supervivientes de las cuadrigas sirias, abatiendo a muchos de ellos. Pese a todo, algunos carros aún supieron zafarse de aquellos nuevos proyectiles y llegaron a cortar con sus guadañas las patas de algunos caballos de Pérgamo, haciendo caer a sus jinetes mientras las bestias relinchaban por el dolor y el sufrimiento extremo. La contienda en el ala derecha se producía junto al río Hermo y el desenlace era aún incierto, pero Eumenes sabía que tenía las de ganar y pidió un caballo y una lanza que le fueron entregados de inmediato.

A lomos de su caballo buscó al general sirio que, pertinaz, persistía en sobrevivir, dirigiendo su carro escita contra jinetes romanos y de Pérgamo, causando gran cantidad de bajas. Tanto los romanos como los arqueros y jinetes de Pérgamo así como la propia infantería siria observaban los movimientos del rey asiático. Eumenes cabalgó hasta ponerse cerca del general sirio Antípatro y éste le vio. El sirio tomó entonces una lanza de la que aún disponía en el carro y la lanzó contra el rey de Pérgamo, pero Eumenes era ágil y evitó con un movimiento rápido el asta enemiga. Era entonces su turno. Observó que Antípatro había abandonado su escudo para dirigir con ambas manos las riendas de los caballos que no dejaban de galopar y tirar del carro con furia. El rey de Pérgamo se aproximó por el lateral y, justo cuando rey y general estaban a la misma altura, Eumenes, con precisión y potencia, lanzó su lanza. Antípatro sabía lo que iba a ocurrir e, instintivamente se agachó, pero no lo suficiente ni en la dirección oportuna. La lanza del rey de Pérgamo rasgó el aire hasta impactar sobre el esternón de su enemigo, en diagonal, justo a la altura de las costillas más altas que se abrieron y partieron en decenas de diminutos pedazos en el interior del tórax de Antípatro. Luego vino el dolor y le faltó fuerza en las manos y el sobrino del rey Antíoco soltó las riendas y los caballos que estaba refrenando un poco volvieron a galopar sin control. La sangre emergía de su boca mientras se volvía contra su enemigo. Antípatro aún desenvainó una espada con una extraña energía que no supo bien de dónde le vino, pero nada más sacar la espada, el arma cayó de su mano derecha y se quedó con el brazo en alto, con una lanza que le atravesaba de parte a parte, como si saludara, para, al instante, caer del carro y dar de bruces contra el suelo de la llanura con su cara partida por el golpe. Eumenes de Pérgamo no lo dudó y detuvo su caballo. Al momento llegaron una docena de sus jinetes para proteger al rey, mientras éste desmontaba, desenvainaba una vez más su espada y, blandiendo el arma como un hacha, dejándola caer con el filo por delante varias veces sobre el cuello del enemigo muerto, cortaba la cabeza del general abatido. Tomó una lanza de uno de sus guerreros y ensartó con sus propias manos la cabeza de ojos abiertos y cara torcida, con la lengua fuera, como si se asfixiara permanentemente, en la punta de un asta. Luego se la dio a sus jinetes.

–Los carros ya han desaparecido. ¡Id ahora y, por Zeus, llevadle la cabeza de su general a esos malditos sirios! ¡Que sepan lo que les espera!

Uno de los oficiales tomó la lanza y la levantó con fuerza, asomando la punta de la misma por la parte superior quebrada del cráneo partido del que hasta sólo hacía un minuto había soñado con ser el heredero del gran Imperio seléucida.

Retaguardia romana

El cónsul de Roma examinaba ambos flancos de la batalla. En el ala derecha, Eumenes había detenido a los carros escitas con eficacia y pocas bajas entre sus soldados, ahora quedaba por ver si era capaz de doblegar a la infantería que Seleuco, el hijo del rey Antíoco, dirigía en aquel flanco. Se alegró de haber reforzado con más turmae las fuerzas de Pérgamo. Eumenes tenía que conseguir destrozar a los sirios en esa ala o todo se vendría abajo. Por su parte, Domicio y Graco habían alejado, de momento, a los catafractos, y combatían muy por detrás del ejército romano, próximos al río Frigio. ¿Cuánto tiempo más podrían resistir? Habían arrastrado también al propio rey sirio y sus fuerzas de élite. Todos estaban cumpliendo su cometido bien y, aun así, la victoria se antojaba muy compleja. El centro había repelido a los elefantes con la intervención de los velites, pero eso sí, a costa de numerosas bajas, y ahora los bastati no se bastaban para retener a la falange siria y si había algo que no se podía ceder en una batalla era el centro. Lucio Cornelio Escipión miró hacia donde se encontraba Silano, quien, a su vez, estaba mirando hacia el lugar desde el que observaba Lucio Cornelio. El cónsul de Roma sabía que el tribuno esperaba su orden. Lucio levantó el brazo mirándole y miró también hacia los buccinatores y tubicines para asegurarse de que las cornetas trasladarían las nuevas instrucciones con eficacia a cada rincón de los manípulos de principes. Era el momento de relevar a los bastati. Mantendría a los triari en la reserva, pero los principes debían entrar ya en combate o todo podría perderse. Lucio bajó su brazo y vio como Silano asentía en la distancia. Los principes se pusieron en marcha. Lucio suspiró. Allí iba su joven sobrino, camino de su fin o de la gloria. En aquella batalla no habría margen para retiradas parciales. Era todo o nada. Muerte o victoria.

Ala izquierda seléucida

Seleuco vio como una docena de jinetes de Pérgamo exhibían la cabeza de Antípatro clavada sobre un asta ante una rabiosa infantería siria que miraba la mueca mortal del general abatido Antípatro con una mezcla de vergüenza y de temor por lo que había ocurrido. Seleuco no estaba tan preocupado. La disputa por saber quién sería el heredero del trono de Antíoco había quedado decidida en aquel mismo instante y eso era bueno. Desaparecido Antípatro, su padre ya no tendría duda alguna en designarle heredero de Siria y de todos los territorios seléucidas desde el Helesponto hasta la India. Las cosas, al menos para él, marchaban bien en aquella batalla. Eso sí, ahora debía él mismo detener el avance de la caballería del rey de Pérgamo que, junto con las turmae romanas, se lanzaba en ese mismo instante contra ellos. Seleuco puso al frente a sus propios catafractos, también protegidos por armaduras parciales que, no obstante, dejaban espacios sin cubrir tanto en los jinetes como en los caballos; esto, por otro lado, les hacía algo más ligeros, pero también más vulnerables que los pesados catafractos que su padre había seleccionado para combatir con él en el otro extremo de la batalla. Y tras ellos, Seleuco disponía de más jinetes galogriegos y de centenares de guerreros de infantería ligera de todos los confines del imperio, pero no eran sirios y no combatirían ni con la misma dedicación ni habían tenido el mismo adiestramiento profesional y esmerado de las tropas sirias que se entrenaban en Apamea. Era una fuerza poderosa en su número pero de poca seguridad si el enemigo se mostraba encarnizado, pero Seleuco no tenía tiempo para cambiar la disposición de las tropas en el escenario de aquella batalla y se confió a la superioridad numérica que le otorgaban las fuerzas militares de las que disponía. Seleuco, en cualquier caso, no era hombre de mucho pensar.

–¡Por Apolo y todos los dioses! ¡A la carga!

Y los catafractos, disciplinados le siguieron, pero el arranque fue tardío y llegaron al brutal choque que tuvo lugar en la llanura más próxima a las filas seléucidas, con menor empuje, pues, que la caballería de

Pérgamo, y ya fuera porque los de Pérgamo sabían que o ganaban aquella batalla o su reino desaparecía de la faz de la tierra, o porque, en efecto, los catafractos de Seleuco combatían sin saber bien qué eran, pues llevaban protecciones que los hacían menos ágiles pero no suficientes como para hacerlos inmunes, el caso es que los jinetes sirios caían por todas partes, y Seleuco veía, con impotencia, como sus mejores hombres empezaban a retroceder ante el arrojo casi bestial de los jinetes de Pérgamo. Así, en previsión del desastre, Seleuco abandonó la vanguardia y se situó en la retaguardia, justo detrás de la infantería mercenaria que debía defender aquel flanco del ejército. Los catafractos ligeros y los jinetes galogriegos que les apoyaban cedían terreno y, al final, sin general, desgobernados y aturdidos, se batieron en retirada alejándose del campo de batalla y dispersándose por los alrededores de la llanura de Magnesia. En muchos casos cruzaban el río para convertirse en desertores y fugitivos de un rey que intuían iba a ser derrotado, y es que para un mercenario siempre era mejor salvar la vida y ser desertor de un derrotado que épico héroe muerto de un vencido, pues os que eran derrotados con frecuencia no tenían ni los medios ni la energía para apresar, juzgar y ejecutar a sus desertores. Ése era, normalmente, un lujo de los vencedores.

El centro de la batalla. Vanguardia romana

Silano aullaba mientras iba de un extremo a otro de los manípulos •que se incorporaban a la vanguardia.

–¡Por Júpiter, hastati atrás, principes al frente,principes al frente! – El propio tribuno buscó una posición adecuada en el centro de la línea de los principes, estratégicamente próximo al joven Publio, y avanzó con los nuevos manípulos hasta la mismísima primera línea. No era momento de quedarse a medias. Sabía que los legionarios dudaban al ver como velites y bastad habían perdido terreno pese a su arrojo. El tribuno estaba convencido de que cuando todos vieran que él mismo se situaba en vanguardia, nadie retrocedería, no, al menos, sin antes morir. Silano llegó a la primera línea y se encontró con las pertinaces sarissas apuntando afiladas y mortíferas contra los gaznates de sus hombres.

–¡Pila en alto! – gritó el tribuno, y todos los centuriones repitieron su orden.

Miles de legionarios tomaron uno de sus dos pila con el brazo derecho y aguardaron la orden de sus superiores.

–¡Ahora, malditos, ahora, por todos los dioses! – espetó Silano mientras él mismo lanzaba su pilum contra los guerreros sirios con una fuerza descomunal. El arma del tribuno voló por el aire en un trayecto corto, pues el enemigo estaba a tan sólo unos pasos. Uno de los sirios percibió que aquella lanza iba contra él, de modo que alzó su escudo para protegerse, pero la potencia de lanzamiento del veterano tribuno, así como su precisión, estaban muy por encima de la media, y el pilum atravesó el escudo del soldado sirio, hiriéndole no mortalmente, pero sí segando venas y arterias de su brazo y hombro dejándolo malherido y, lo más importante, haciéndole inservible para la primera línea de la falange siria. No todos los pila del resto de principes resultaron tan lesivos como el del tribuno, pero sí que se crearon bastantes bajas entre el enemigo que permitieron, al menos, detener su avance mientras se reorganizaban para sustituir a los guerreros abatidos. En concreto, elpilum de Publio hijo se clavó en el omoplato de un enemigo. El muchacho intentaba limpiar con furia en la lucha el deshonor de su reciente apresamiento y, hasta el momento, estaba cumpliendo con dignidad. Silano le miraba de reojo y veía que el joven no rehuía la primera línea y que estaba atento a las órdenes de los centuriones. El tribuno quería poder tener cosas buenas que contar al gran general Africanus, si es que salían con vida de todo aquello.

–¡Segundo pilum, en ristre! – ordenó Silano.

Y así, con la segunda arma avanzando por delante de ellos, a modo de improvisada lanza, se produjo el choque entre los principes y la aparentemente indestructible falange siria. Silano sabría que de nuevo aquello no sería suficiente. Necesitaban a los triari con sus largas lanzas y su experiencia y arrojo brutal para contener a aquellos malditos sirios. Una vez más las sarissas causaron estragos y aunque de nuevo se dio la orden de usar las espadas para cortar las lanzas enemigas, muchos cayeron heridos o muertos. Silano miró hacia donde se encontraba el joven Publio y no pudo o no supo encontrarlo en pie.

–¡Maldita sea! ¡Por todos los dioses! – exclamó, y se dirigió hacia el lugar donde lo había visto luchando por última vez. El manípulo en esa sección del frente se había desordenado. El centurión al mando yacía sobre el suelo atravesado por una larga sarissa. Su muerte, no obstante, no había sido en vano. Los principes de aquel manípulo habían abierto una brecha en la falange por la que se habían adentrado algunos, entre los que vio a Publio hijo. Conseguir una brecha era una gran conquista cuando se luchaba contra una falange, pero era también un riesgo, pues si la brecha no era lo suficientemente grande o si no se disponía de los suficientes hombres para mantenerla abierta, podía convertirse en una trampa mortal para los que cruzaban la línea enemiga, pues si los sirios conseguían cerrar de nuevo la falange, los que habían cruzado al otro lado quedarían rodeados por el enemigo sin posibilidad de recibir ayuda y, sin duda alguna, morirían ensartados por decenas de guerreros sirios. Silano miró hacia atrás. En aquel sector no había casi velites o hastati supervivientes, ya que era uno de los puntos donde un elefante había causado muchas víctimas en el primer choque, al inicio de la batalla. Y los triari estaban demasiado retrasados. Sólo había unos segundos para decidir qué hacer. La falange se estaba recomponiendo y Publio Cornelio Escipión hijo estaba al otro lado.

–¡Maldita sea, por todos los dioses, por Hércules, por Júpiter, malditos sean todos los sirios del mundo! – exclamó Silano, y se arrojó allí donde se había abierto la pequeña brecha, cruzó la línea de la falange que estaba reorganizándose y, al instante, se encontró en medio del pequeño grupo de principes que, valientes, pero locos, habían penetrado en la línea enemiga-. ¡Retroceded, retroceded, todos, ya! – gritó el tribuno. Los legionarios le miraron doblemente sorprendidos, primero por verle y segundo por la orden. Estaban convencidos de que romper la línea era una gran victoria. El tribuno comprendió el nivel de inexperiencia con el que tenía que tratar, allí, en medio del campo de batalla, rodeados como estaban de miles de sirios ansiosos por restablecer la falange y acabar con todos ellos-. ¡La brecha es demasiado pequeña, la están recomponiendo, hay que retroceder, y hay que hacerlo ya, malditos, retroceded u os mataré yo mismo!

Los legionarios miraron hacia sus espaldas y vieron como casi no había compañeros, sino sólo sirios que estaban retomando sarissas del suelo, posicionándose en la falange sin tan siquiera hacer caso de que ellos estuvieran al otro lado. Los sirios sabían que los galogriegos de la retaguardia acabarían con aquel pequeño grupo de legionarios que habían cruzado la falange. Y, en efecto, decenas de guerreros enemigos rodearon en un momento al reducido grupo de principes y al veterano tribuno Silano. Pero el experimentado oficial había combatido en Zama y Magnesia, si bien era un gran combate, al menos por el momento todavía no era Zama, y no pensaba morir allí, rodeado por aquellos odiosos galogriegos mientras los sirios volvían a cerrar la falange. Silano arremetió con furia contra los sirios que estaban recuperando sarissas y abatió a dos antes de que los guerreros seléucidas pudieran responder. Por detrás, no obstante, venían los galogriegos, frescos, descansados y ansiosos por entrar en combate. Eran mercenarios del rey Antíoco y querían justificar su paga matando a unos cuantos romanos que habían sido capaces de abrir una brecha en la falange del rey.

–¡Cubridme la espalda! – gritó Silano, y el joven Publio y una docena de legionarios se volvieron contra los galogriegos para permitir al tribuno que siguiera su lucha personal contra los sirios. Media docena de soldados seléucidas dejaron de recuperar sarissas y desenvainaron sus espadas para luchar contra el tribuno. Silano sonrió. Odiaba las pérfidas sarissas.

–Con la espada; perfecto -les espetó entre dientes, casi como si les escupiera. Dos sirios se aproximaron a un tiempo, cada uno por un lado diferente. Silano, rápido, esgrimió su espada con destreza e hirió al que venía por la derecha, se agachó para evitar el golpe que venía del soldado sirio de la izquierda y, de regreso de su giro completo, le pinchó en un pierna. El soldado enemigo se dobló, pero Silano sabía que aún no lo podía rematar porque tenía al enemigo del otro lado sólo herido y, en efecto, por ahí regresaba el sirio, pero estaba torpe porque le salía sangre por la boca. Silano le hundió la espada una vez más en el pecho y acabó con él, pero el que estaba herido al otro costado se recuperaba, aunque cojeando, al tiempo que venían otros dos sirios por el frente; Silano extrajo la espada del pecho del seléucida de su lado derecho, y la blandió con fuerza para detener los golpes de los que venían de frente, mientras arrojaba el escudo, y, con su mano izquierda desenvainaba su pugio y lo clavaba en el cuello del sirio que, cojeando, aún quería batirse contra él. El tribuno se arrodilló y dio una voltereta en el suelo que aprovechó para recuperar el escudo y zafarse de los sirios que habían venido por el frente y, a la vez, quedó situado tras ellos. Se puso de rodillas, y protegiéndose con el escudo de los golpes de dos sirios más que se incorporaban a la lucha, asestó dos cortes en las piernas de los otros dos guerreros que ahora quedaban heridos. Se alzó empujando con furia, porque uno de los enemigos se había arrojado contra su escudo para tumbarle, pero Silano se alzó y lo lanzó bestialmente a unos pasos de distancia. Quedaban los heridos que volvían por atrás y otro sirio más que le miraba de frente pero ya más cauto en acometer a aquel tremendo enemigo romano al que nadie parecía poder abatir. Unos pasos más allá, los legionarios mantenían una encarnizada lucha cuerpo a cuerpo con los galogriegos en la que caían heridos o muertos por ambas partes. El joven Publio había herido a dos soldados y también había recibido un corte en el muslo izquierdo; la herida, no obstante, era superficial y podía seguir combatiendo con fuerza, pero era imposible no ir perdiendo terreno. El joven Publio se volvió y vio como el tribuno había terminado con varios sirios, como otros dos cojeaban pero que todavía había dos más, uno más próximo a Silano y otro más alejado, que estaban dispuestos al combate. El muchacho no lo dudó. Había comprendido que no podían permanecer allí más tiempo y que el tribuno necesitaba ayuda para abrir paso para retornar a las legiones, al otro lado de la falange. Publio hijo se lanzó entonces como un jabato contra los dos guerreros que cojeaban y les asestó dos golpes mortales en el cuello cortándoles a ambos la vena yugular. Ambos cayeron de bruces. Silano vio el ataque con el rabillo del ojo y suspiró algo aliviado. Era el momento. Los otros le tenían miedo.

–¡Ahora, todos, seguidme, por Hércules, seguidme! – Y Silano, sin mirar atrás, porque más no podía hacerse, se arrojó contra la falange aún no recompuesta del todo porque habían faltado los guerreros que se habían entretenido en luchar contra el tribuno, y se abrió paso a empellones, empujando con su escudo para sorprender a los sirios de la falange porque éstos no esperaban que quedara ya ningún superviviente de aquellos legionarios que habían cruzado la línea. El joven Publio y seis legionarios más siguieron al tribuno con rapidez y, en lo que para ellos fueron los instantes más largos de toda su vida, lograron escapar de las líneas enemigas y retornar al abrigo de la vanguardia de las legiones de Roma.

Los principes de la primera línea romana, nada más reconocer el uniforme y la figura del tribuno, abrieron un pasillo por el que Silano, Publio y el resto pudieron pasar para, unos pasos por detrás de la primera línea de combate, detenerse y recuperar algo el aliento. Aún estaban todos doblados, con los brazos apoyados sobre los muslos, jadeando cuando Silano se dirigió a ellos enfurecido.

–¡Por todos los dioses! ¿Qué creéis que es esto? ¿Creéis que vosotros solos vais a ganar esta batalla? ¡Maldita sea! – Y se aclaró la garganta, escupió en el suelo-. ¡Agua, necesito agua, por Hércules! – aulló mientras se quitaba el casco un segundo. Un aguador llegó con un odre de agua y un cazo para servir un poco para el tribuno, pero Silano tomó el odre, se echó agua por la cabeza, la sacudió como un lobo al salir de un río y bebió a morro un buen trago. Luego pasó el odre a los demás, empezando por Publio y, algo más calmado, volvió a hablarles-: Pero habéis combatido bien, estáis todos locos, empezando por ti, Publio Cornelio Escipión, pero combatís con coraje. Ahora sólo falta que sigáis las órdenes. Tomaos un descanso y regresad a la línea de combate en un minuto. – Y vieron como el tribuno se ponía el casco de nuevo, se lo ajustaba con saña, volvía a escupir y caminaba hacia la vanguardia que volvía a ceder terreno contra la falange siria-. ¡A ver! ¿Por qué cedéis terreno? – le oyeron como aullaba al resto de principes-, ¿qué tengo yo para combatir, legionarios o nenas? – Y los principes se hacían a un lado para permitir que el tribuno llegara hasta la primera línea, desenvainara de nuevo su espada y partiera una de las alargadas lanzas enemigas evitando, con habilidad, que el asta enemiga le hiriera en el cuello-. ¡Malditas sarissasl

Ala izquierda romana

Domicio y Graco habían reagrupado junto al río Frigio a los jinetes supervivientes a la terrible serie de fatídicos encuentros contra los catafractos de Antíoco. La caballería acorazada del rey de Siria lo arrasaba todo. Desde la distancia, esperando una nueva embestida del enemigo, que muy bien podía ser la última, la que terminara con todos ellos, los dos oficiales veían cómo los catafractos pasaban por encima de los jinetes heridos de las turmae romanas que se arrastraban por el suelo ensangrentado en un intento inútil por escapar de la máquina mortal en la que Antíoco había sabido convertir su caballería pesada.

–Hay que retirarse ya por completo, quizá hacia el campamento y esperar que nos sigan -propuso Domicio.

–Pero si hacemos eso, es muy posible que el rey sirio decida dejarnos y lanzarse contra la retaguardia de nuestro ejército. Nuestra misión es la de entretener a los catafractos el máximo tiempo posible.

Domicio le miró admirado. Graco, enemigo político de Escipión, estaba dispuesto a poner en peligro su vida más allá aún de lo que habían hecho, más allá de lo razonable, por seguir un plan de su gran oponente en Roma.

Graco miraba a un lado y a otro. A sus espaldas estaba el río Frigio, no muy profundo pero difícil de vadear y muy embarrado en toda su margen izquierda, justo la orilla en la que se encontraban. Por delante avanzaban hacia ellos, al paso, los indestructibles catafractos. Graco miró a Domicio y leyó sus pensamientos.

–Escipión es mi enemigo político, pero las batallas no se ganan si dejamos que se mezclen con asuntos personales. Publio Cornelio Escipión es un gran general sobre un campo de batalla y el plan que ha diseñado es bueno. Otra cosa es la política y el bien del Estado, pero ahora no estamos ante el Senado, sino ante los catafractos de Asia. Tenemos que seguir con el plan y mantener a los catafractos aquí.

Domicio asintió. Inspiró y exhaló un profundo suspiro.

–Lo que propones es una devotio -sentenció Domicio ajustándose de nuevo el casco que se había quitado durante un momento para rascarse la cabeza y sentir el aire en sus sienes, quizá por última vez en su vida. Una devotio era el sacrifico supremo que puede hacer un general: morir luchando para mantener una posición, salvar el honor e ir así al infierno con la gloria de haber entregado la vida propia al servicio del Estado.

Graco negó con la cabeza.

–No -respondió con rotundidad, y vio que Domicio se sorprendía; los catafractos seguían avanzando. No había mucho tiempo para explicaciones. Tendría que ser rápido-. No, Domicio, respeto una devotio en lo que representa, pero nuestro suicidio sería demasiado breve y, en consecuencia, demasiado inútil; al menos si hemos de morir, no debe ser cargando contra el enemigo; es poético pero no reportará beneficio a la batalla. No duraremos ni un minuto. No. El río. – Y señaló a sus espaldas la margen izquierda del río Frigio-. Repleguémonos al borde del agua. Les presentaremos batalla, de nuevo, allí. Sobre el barro.

Cneo Domicio Ahenobarbo miró el río, vio el barrizal de la orilla, observó el constante pero muy pesado avance de los catafractos, volvió a mirar a Graco y asintió admirado. Quizá aquello pudiera funcionar.

Ala derecha del ejército seléucida

El rey Antíoco cabalgaba complacido a lomos de su caballo negro; la suerte estaba echada para la caballería romana de toda aquella ala del ejército enemigo. Los veía reagrupándose, como niños asustados, junto al río Frigio. Sus catafractos avanzaban, decididos, desafiantes, imparables, contra lo que sería la última resistencia de aquella caballería romana que había osado plantarles batalla.

–¡Por Apolo, vamos a darles un baño a esos romanos! – vociferó el rey, y sus oficiales y muchos de los jinetes de su guardia real, la agema, rieron la gracia del monarca con carcajadas grandes, sonoras, seguras.

Ala izquierda romana. Reagrupamiento de la caballería junto al río Frigio

Domicio y Graco se separaron para comandar desde los dos extremos a los trescientos jinetes que aún sobrevivían en aquel perdido extremo de la gran batalla que se estaba librando en la llanura de Magnesia. Domicio observaba a los catafractos aproximándose hacia sus posiciones y miró a Graco; este último hizo un gesto con la cabeza, y Domicio, al tiempo que Graco, dio la orden de hacer que los caballos retrocedieran más aún, hacia el río.

–¡Hacia atrás! ¡Por todos los dioses, haced que los caballos retrocedan!

Y los jinetes, algo confundidos, obedecían. Estaban agotados de combatir contra un enemigo casi inmortal que no dejaba de acosarlos. Desconocían qué podía estar pasando en el corazón de la batalla; más aún, todos temían que si las cosas iban igual de mal que en la llanura, pronto no quedaría ninguno de ellos con vida, pero, pese a todo, mantenían la disciplina porque sólo en ella, estaban seguros, podía haber esperanza. Tiraron de las riendas con fuerza y, con habilidad aprendida en largas sesiones de adiestramiento militar, hacían que los anima les obedecieran y siguieran retrocediendo hasta que cada caballo veía cómo se hundían sus pezuñas en el empapado fango de la orilla del río Frigio.

–¡Más, más! ¡Hay que retroceder más! – insistía Graco desde el otro extremo de la formación de la caballería romana-. ¡Hay que meter a los caballos en el agua!

Y en poco tiempo, todos los jinetes consiguieron que las bestias se introdujeran, marchando hacia atrás, hasta tener las patas en medio del agua y sentir los propios caballeros de Roma, el agua empapando sus pies hasta casi la rodilla. El fluir del río allí era tranquilo y la corriente no era peligrosa, pero, sin duda, no sería fácil combatir desde aquella posición. No tenían claro lo que los tribunos al mando buscaban con aquella maniobra desesperada.

Los catafractos se encontraban a tan sólo cien pasos. Uno de sus oficiales desenvainó la espada y centenares de jinetes enemigos cubiertos de pesadas armaduras imitaron el gesto. Fue como si un cuchillo gigante destrozara la mañana ya teñida de sangre romana. Era la última señal antes de la derrota total. Los catafractos se encontraban a tan sólo setenta, sesenta, cincuenta pasos; empezaba el barro, a cuarenta, los caballos de los catafractos sentían como sus pezuñas se hundían en el barro, treinta pasos, de pronto muchas bestias sirias se quedaban como clavadas, los caballos eran incapaces de avanzar más pues el enorme peso de las armaduras propias y de los jinetes blindados que transportaban era tal que les hacía imposible moverse en medio del fango de la orilla del río.

–¡Ahora! ¡Por Júpiter, por la victoria, por Roma! – gritó Tiberio Sempronio Graco, y los trescientos jinetes se lanzaron contra los catafractos, mucho más numerosos y mejor pertrechados que ellos pero completamente varados, clavados en el suelo de la ribera del río, de forma que los jinetes romanos se acercaban, golpeaban y se alejaban sin que los catafractos pudieran mover sus caballos para buscarlos y responder. Las armaduras eran poderosas, pero a fuerza de golpes, algunas se quebraban y el río empezó a teñirse de sangre que ya no sólo era romana sino que también llevaba mucha sangre siria emponzoñada por pequeños trozos de metal procedente de decenas de armaduras rotas. La tarea, no obstante, era infinita. Habrían abatido más de doscientos catafractos, más de lo que nadie podría imaginar, pero quedaban tantos, tantos, que todo éxito parecía quedar en nada. Eso sí, la batalla del ala izquierda del ejército romano seguía en pie, seguía perdiéndose, pero seguía combatiéndose. Y los catafractos, en vez de girar y lanzarse sobre la infantería romana, permanecían allí, sobre el barro, luchando.

El rey Antíoco cerró la boca y borró la sonrisa de sus labios. Los catafractos no podían combatir junto al río. El monarca era soberbio pero no un estúpido, así que al momento reorganizó el ataque de sus tropas.

–¡Que se retiren los catafractos a tierra seca! ¡Mi guardia, la agema de Siria, al combate!

Y la caballería blindada seléucida se retiraba, humillada por la estratagema de los romanos que les habían conducido a combatir allí donde su enorme peso les hacía torpes, casi inútiles, para ser reemplazada con rapidez por la caballería ligera de la guardia personal del rey. La agema estaba compuesta por más de mil jinetes, más que suficientes para terminar con el último punto de resistencia romana en aquel sector de la batalla. Los guardianes del rey se adentraron en el barro del río y allí ahora la igualdad en las posibilidades de lucha era la misma, sólo que los sirios eran muchos más. Cada jinete romano se veía obligado a combatir contra dos o tres jinetes enemigos al mismo tiempo, y había quien con su experiencia y su arrojo salía invicto del descomunal desafío, como Domicio o Graco, pero muchos de los caballeros romanos no eran tan capaces y caían atravesados por estocadas mortales en el pecho, la espalda, los brazos, la misma cara, el cuello o en todas partes a la vez. El río Frigio era ya rojo por completo. Era sólo cuestión de tiempo que no quedara ni un solo jinete de Roma con vida.

Domicio, acorralado por el empuje de los jinetes de la guardia real de Antíoco III, se vio obligado a retroceder adentrándose aún más en el río. Llegó el momento en que su caballo, como los de otros caballeros romanos que le acompañaban, dejó de hacer fondo y empezó a nadar. Allí se detenían los jinetes de la agema que no tenían orden de cruzar el río. Domicio comprendió que era la única posibilidad de escapar con vida de aquel desastre y tiró de las riendas para que el caballo nadara hacia la otra orilla. Sus hombres le imitaron y en poco tiempo medio centenar de jinetes romanos se encontró emergiendo con sus caballos en la ribera opuesta del río Frigio. Por el agua flotaban los cadáveres, mientras en la otra orilla algunos catafractos aún luchaban contra el barro con sus pesadas armaduras y con unos caballos agotados que apenas podían tenerse en pie por el esfuerzo de la larga carga unido al efecto de arenas movedizas de aquel fango espeso del río. Pero los ojos de Domicio se posaron sobre Tiberio Sempronio Graco, quien acompañado aún por otro pequeño grupo de jinetes de Roma continuaba luchando casi en medio del río, rodeado por una maraña de caballeros del rey Antíoco. Debía ser ése un punto algo menos profundo y por ello, pese a estar casi en medio del agua, los caballos parecían aún hacer pie y el combate proseguía encarnizado y brutal.

Domicio fue testigo de cómo Graco se batía como un león contra cuatro jinetes de la agema, lanzando golpes furibundos con su gladio y, a la vez, levantando su escudo para protegerse de los certeros mandobles del enemigo. A su alrededor, los jinetes romanos que le acompañaban iban cayendo uno tras otro en medio de un lago rojo dentro del agua turbia del río henchido de muerte. Todo parecía estar preparado para el fatal desenlace. Domicio estaba admirado por la resistencia de su colega en el mando y por su pertinaz lucha contra una cada vez más numerosa masa de enemigos que le rodeaban, y pensó Domicio en acudir él mismo junto con los pocos jinetes supervivientes al rescate del valeroso tribuno, pero, de pronto, eran tantos los guerreros sirios que la figura de Graco desapareció por un momento y cuando, quizá por efecto de la corriente del río, varios jinetes sirios se vieron desplazados unos pasos del lugar donde se encontraba Graco, sólo reapareció la silueta solitaria del caballo del tribuno, pero sin rastro de Tiberio Sempronio Graco. Domicio se acercó más al río, y lo mismo hicieron los supervivientes de la derrotada caballería romana, todos buscando con los ojos el cuerpo sin vida del tribuno caído, pero no se veía nada más que cuerpos boca abajo y agua turbia en una espesa mezcla de fango y sangre que, sin duda, debía portar en sus entrañas el cuerpo sin vida de Tiberio Sempronio Graco.

72 La carta de Graco

Roma, diciembre de 190 a.C.

Cornelia se aseguró de que nadie pudiera molestarla en su habitación. Cerró la puerta con cuidado y situó una sellajusto detrás. No tanto porque la pequeña butaca pudiera impedir la apertura de la puerta como porque el ruido que haría al ser arrastrada la avisaría y le daría el tiempo suficiente para esconder su secreto.

La muchacha sacó una pequeña llave de un estante en que se arremolinaban algunos de los viejos juguetes de la infancia que aún conservaba e introdujo la misma en un pequeño cofre que usaba como joyero. Una vez abierto, sacó las alhajas que poseía, todas regalos de su padre y de su madre, y, cuando el joyero quedó vacío, presionó con sus finos dedos en los laterales, clavando las uñas en las paredes del joyero, hasta que la parte inferior cedió, se movió y pudo extraerla, dejando a la vista entonces un doble fondo oculto. Aquel cofre había sido una adquisición personal de Cornelia en una de sus salidas al foro boario, antes del suceso de los gladiadores. Lo compró con conocimiento de la existencia de ese doble fondo que el artesano mismo le mostró con una sonrisa de complicidad. Una vez descubierto el doble fondo, en el interior del compartimento oculto del joyero había unas pequeñas schedae enrolladas que Cornelia extrajo y desenrolló con cuidado. Al igual que ella se las había ingeniado para, pese a la oposición de sus padres, escribir y hacer llegar una carta a Tiberio Sempronio Graco, el propio Graco le había hecho llegar, sin estar muy claro cómo, una pequeña carta de respuesta que la muchacha encontró un día junto a ese mismo joyero, depositada, sin duda, por alguna esclava, y que Cornelia conservaba con discreción. Desde que hiciera aquel descubrimiento, eran muchas las tardes en que Cornelia, sumida en la soledad propia de una patricia medio recluida en la domus de sus padres, había entretenido sus sentimientos en releer una y otra vez aquella misiva del único hombre que ella conocía capaz de burlar la vigilancia a la que la tenía sometida su padre desde los acontecimientos del foro boario.

Estimada Cornelia menor:

Agradezco la carta que me hiciste llegar y la valoro, espero, que en su justa medida, pues ya imagino que hacerme llegar este mensaje no habrá sido ni sencillo ni ajeno a posibles represalias en caso de ser descubierta. He tardado en responder pues esperaba poder haber comunicado contigo en persona, pero eso ha sido del todo imposible. Tu padre me tiene vetado en tu casa y en cualquier lugar donde apareces en público estás rodeada y vigilada por los hombres que tu padre asigna para tu seguridad. No le culpo por ello. Si yo tuviera una hija y considerara que una relación es inadecuada para ella seguramente procedería del mismo modo. De hecho me alegro que, de alguna forma, lo ocurrido en el foro boario haya contribuido a que tu seguridad se vea incrementada, y si la enemistad de tu padre hacia mi persona es el detonante de ese aumento en tu protección veo que, al menos, esa enemistad tiene algo de utilidad. Aunque, como tú, desearía que fuera posible que en el futuro cercano nuestras familias pudieran ver superadas las enormes diferencias políticas que ahora las separan, veo que esto será realmente difícil. La próxima campaña de Asia será larga y complicada y temo que no importa la forma en la que se desarrolle; tanto tu padre como tu tío usarán lo que allí acontezca para engrandecer aún más su poder en el Senado. Es ahí donde no puedo dejar de compartir con Catón que hace falta un adecuado contrapeso a tu familia o el Estado mismo derivará hacia una monarquía. Sé que tú no compartes esta posibilidad pues tienes fe ciega en la honorabilidad y en el patriotismo de tu padre, lo que te honra y lo que respeto. Demuestras ser una buena hija y una buena patricia. Pero nadie es inmune a la vanidad vacua del éxito continuado y en esas circunstancias cualquiera puede ser seducido por la idea de querer extender ese éxito para siempre. Pero voy a dejar este punto porque sé que nunca nos pondremos de acuerdo en esto. El objetivo fundamental de esta carta es reconocer tu esfuerzo en agradecerme el humilde servicio que te presté con el mejor de mis deseos en el foro boario. Ahora parto hacia la campaña de Asia y las campañas militares siempre están llenas de incertidumbre, así que no sé tan siquiera si tendré de nuevo alguna oportunidad de comunicar contigo y no quería dejar pasar esta ocasión sin decirte que gracias a tu carta sé que, si caigo en combate, no me llevaré conmigo el odio de todos los Escipiones, algo que nunca he deseado ni buscado aunque mis acciones puedan haber contribuido a generar ese sentimiento. Prometo intentar regresar con vida de Asia y buscar la manera de que, con el tiempo, nuestras familias, por el bien de Roma, puedan reconciliarse. Quizá así, puede que un día, tú y yo, podamos hablar con sosiego de todo aquello que queramos, incluso si, como preveo, no estemos de acuerdo en casi nada.

Tiberio Sempronio Graco, Tribuno de Roma

Cornelia plegó de nuevo la carta con cuidado. La introdujo en el compartimiento secreto de su joyero y luego cerró el pequeño cofre y cerró a su vez los ojos. Asia estaba tan lejos… Se sentía sola. Tenía miedo. Su padre, al que amaba pero a quien se negaba a obedecer, y Graco, un hombre que la cautivaba al tiempo que la repelía, habían marchado juntos a una guerra y los dos hombres se odiaban entre sí. Era imposible que de Asia surgiera nada bueno.

73 El final de la batalla

Llanura de Magnesia, Asia Menor.

Diciembre de 190 a.C.

Ala derecha romana y de Pérgamo

Repelida la carga de los carros escitas y desbaratada la caballería enemiga, Eumenes decidió que era el momento de hacer avanzar a su propia infantería a la que situó por delante de su caballería y ordenó cargar contra la confusa maraña de guerreros capadocios, curtios, elimeos, trales, carios, ciclicios, neocretes y tarentinos. El rey de Pérgamo observó que Seleuco había ordenado adelantar a cuatro mil písidas, panfilos y licios reconocibles por su caetra o escudo en forma circular. Eumenes ordenó de nuevo que sus arqueros y honderos lanzaran varias andanadas contra los písidas, panfilos y licios a sabiendas de que sus pequeños escudos circulares no eran suficiente protección para una persistente lluvia de dardos.

Y así fue.

Tras una decena de andanadas, el rey pudo ver como se creaba el desconcierto entre las filas de los guerreros con caetra que caían heridos o muertos por centenares.

–¡Ahora! – ordenó Eumenes, y su infantería avanzó contra la desorganizada vanguardia seléucida. Tras ellos iban los arqueros que no dejaban de arrojar flechas siempre por encima de sus propias filas alcanzando a galogriegos, carios, elimeos, curtios y otros guerreros que aguardaban su momento para intervenir en la batalla, pero que tras recibir la lluvia de proyectiles ya no lo haría nunca; y con los muertos y heridos el desánimo se apoderaba de todos los guerreros del flanco izquierdo del ejército seléucida. De este modo cuando la infantería de Pérgamo impactó contra los písidas, panfilos y licios supervivientes de primera línea, no tardaron ni unos minutos en crear la desbandada general de todos estos guerreros. A continuación los neocretes, trales y el resto de guerreros del ala izquierda del ejército seléucida presentaron un frente más duro, pero Eumenes sabía que contaba ahora con la ventaja de la superioridad en caballería, de forma que ordenó a sus jinetes que cabalgaran junto a él, desdoblando el flanco de los mercenarios seléucidas aprovechando el hecho de que el río Hermo, justo en aquel punto, se abría alejándose de la batalla y permitiendo a sus jinetes desdoblar a la infantería enemiga con soltura. Eumenes consideró por un instante que alguno de los generales romanos que dirigían aquel ejército sabía muy bien cómo elegir el lugar para una batalla y, aunque nunca lo diría en voz alta, le estaba muy agradecido.

Ala izquierda del ejército seléucida

Seleuco, nada más ver cómo la caballería de Pérgamo empezaba a desbordarles por el flanco y, conocedor de que ya no disponía ni de catafractos ni de jinete alguno con el que detener aquel ataque, decidió organizar una retirada lo más organizada posible hacia el centro del campo de batalla, defendiendo el flanco en su repliegue para evitar que la falange fuera sorprendida, pero eso sí, cediendo todo el terreno al enemigo. Llamó a uno de los hombres de su guardia y le dio instrucciones precisas.

–Ve donde se encuentran Minión y Filipo y diles que la caballería enemiga viene por este flanco. Diles… diles… diles que espero sus instrucciones. – Cómo le costó pronunciar aquellas últimas palabras. Tanto que no quiso quedarse a saber qué decidían Minión y Filipo. Seleuco hizo girar a su caballo y, seguido de unos pocos jinetes, se desvaneció en la profundidad de un imperio que se derrumbaba.

El centro de la batalla. Falange siria

El mensajero de Seleuco acababa de comunicar con Minión y Filipo. Los dos generales se miraron sin saber bien qué decir, aunque ambos pensaban lo mismo. Rodeados por el fragor de aquella batalla, con las legiones romanas resistiendo la embestida de la falange y con el flanco izquierdo en franca retirada, la rabia se había apoderado de ellos. Minión dio unos pasos para alejarse del mensajero. Filipo le siguió.

–El hijo del rey es un… -empezó Minión con desesperación, pero aún dudando, sin atreverse a terminar la frase.

–Un inútil -concluyó Filipo. Minión le miró y suspiró con alivio. Aquella frase era traición, pero la habían dicho entre los dos. Minión se sintió entonces más seguro.

–¿Qué hacemos? – le preguntó Filipo.

–Hemos de proteger el flanco que hemos perdido, eso está claro -empezó Minión animado al ver que su colega asentía-, pero no podemos fiarnos mucho ya de los hombres de Seleuco. Y los elefantes están nerviosos. La falange es de lo único que me fío ahora mismo. Yo replegaría la falange por las alas y haría tres frentes, uno frontal y dos laterales con la falange que, si las cosas van a peor, podemos transformar en un cuadrado completo. En el centro situaremos a los hombres de Seleuco, que servirán de refuerzo donde la falange ceda, y los elefantes también en el centro, hasta que se tranquilicen. Si resistimos lo suficiente, y creo que podemos hacerlo, el rey no tardará en regresar con los catafractos y atacará a los romanos por la retaguardia. Ése será el momento de lanzar los elefantes y a los hombres de Seleuco contra las legiones. Eso haría yo. Si resistimos aún se puede ganar esta batalla.

Filipo cabeceó afirmativamente mientras miraba al suelo. Había escuchado con atención.

–Es lo mejor, sí -confirmó con palabras-. Se lo comunicaré al mensajero y organizaré los elefantes en el centro.

–De acuerdo. Yo me ocuparé del repliegue de la falange.

Centro de la batalla. Vanguardia romana

Los principes daban señales de agotamiento y Silano veía que, por el momento, el cónsul no pensaba hacer entrar en combate a los triari, así que hizo lo único que estaba en su mano: ordenar que, de nuevo, los bastad y los velites supervivientes sustituyeran a los legionarios de primera línea de combate. Eso permitió que Publio hijo, con los compañeros de su manípulo, se retirara a beber y descansar un poco hasta su nuevo turno de lucha.

Silano, de pronto, se quedó perplejo. Era como si los bastad y los velites, en su reincorporación tras el descanso, empujaran la falange hacia atrás, especialmente en las alas. El veterano tribuno frunció el ceño. Luego hizo una mueca de escepticismo mezclado con satisfacción contenida. El hijo de Publio pasó a su lado en busca del aguador. Silano no pudo contenerse. Tenía que compartir con alguien sus pensamientos y nadie mejor que el hijo del gran Africanus.

–Muchacho, ahora sí que se parece esto a Zama; tu padre es… es un dios; no sé cómo lo ha conseguido, pero es un dios; es como Zama, de momento nadie nos ha atacado por los flancos, y ellos, por el contrario, repliegan sus tropas; no sé cómo lo ha hecho, pero no me importa. Tu padre enfermo vale más que todos los ejércitos de Asia juntos. ¡Ja, ja, ja! Vamos allá, muchacho, vamos a rematar lo que queda del ejército sirio. Hay que devolverles su sucia jugada de la brecha de antes. Ataca con odio, muchacho, pero muévete con cabeza. Sigúeme.

Y Silano acortó el descanso de los principes para que éstos se concentraran en atacar por las alas de la falange que, aparentemente, se retiraba. Las oportunidades en una batalla debían aprovecharse.

Retaguardia romana

Pero Silano, en el centro de la batalla, no tenía la posibilidad de ver con perspectiva completa las maniobras del enemigo. Lucio Cornelio Escipión, muy concentrado, estudiaba los movimientos de repliegue de la falange.

–No es una retirada -dijo Marco, el proximus lictor, intuyendo que el cónsul buscaba una opinión.

–No, no lo parece -dijo el cónsul, aún algo ensimismado-, pero se repliegan y eso es bueno para nosotros. Subirá la moral de los legionarios.

–Cierto, mi general, pero…

–¿Pero…? – preguntó el cónsul sin volverse.

–Mi general, deben estar agotados, en primera línea, quiero decir… creo yo… es mi opinión sólo, mi general.

Lucio asintió, sonrió y puso su mano sobre el hombro de Marco para demostrarle que le parecía bien su comentario.

–Llevas razón, Marco, llevas razón. Es nuestro turno. Que las trompas anuncien que los triari entran en combate. Es hora de que las sarissas de la falange se batan con un enemigo a su altura. Es nuestro turno.

Y Lucio Cornelio Escipión se puso el casco, se lo ciñó bien, se aseguró de tener la espada en su vaina fuertemente ajustada por un cinturón y, mientras las trompas transmitían las órdenes, descendió de su caballo para, a pie, ponerse al frente de los triari. Quería dirigir personalmente lo que debía ser el ataque final. Siempre y cuando los catafractos no regresaran. Había pensado mantener a los triari en reserva por si eso ocurría, pero había que arriesgarse. Era el momento del todo o nada. Si los catafractos regresaban demasiado pronto sería una derrota, pero si se retrasaban… si se retrasaban, llegarían demasiado tarde para ayudar a la falange. Lucio Cornelio desenfundó su espada y, mientras avanzaba hacia el corazón de la batalla, hizo girar su arma en su mano 360 grados dibujando un gran, invisible pero perfecto círculo en el aire que todos los oficiales que le rodeaban supieron interpretar con certeza: un cónsul de la familia de los Escipiones entraba en combate.

Retaguardia del ejército seléucida. Una colina

–¿Pero qué hacen esos estúpidos? – aullaba Aníbal exasperado. Estaba fuera de sí-. ¡Los elefantes en la retaguardia no valen para nada, ¿qué esperan para lanzarlos contra el enemigo? ¡Les van a rodear, Maharbal, les van a rodear y los muy inútiles se van a dejar envolver y comer como fruta madura! – El general miraba a su leal oficial como quien busca que le digan que no es cierto lo que está viendo; Maharbal no sabía qué responder-. No quiero ver más -apostilló Aníbal-. No quiero ver más. – Y se dio la vuelta, puso los brazos en jarras y negaba con la cabeza sin parar. No podía creer lo que acababa de presenciar. Entonces, de pronto, se volvió de nuevo hacia la batalla y lanzó una última pregunta-: ¿Y los catafractos} ¡Por Baal! ¿Alguien ve a esos malditos catafractos} ¿Alguien ve al rey Antíoco?

Y todos los hombres del general cartaginés oteaban el horizonte, más allá de la batalla, medio cerrando los ojos para protegerse del sol que empezaba a caer, pero nadie vislumbraba nada. El rey se había alejado en persecución de la caballería romana, siguiendo el curso del río Frigio y unas colinas impedían saber qué estaba ocurriendo en aquella zona, más allá de la llanura de Magnesia.

Primera línea de combate romana

Lucio organizó la sustitución de los velites, principes y bastati que había estado comandando Silano, por los experimentados triari. En poco tiempo los legionarios más veteranos quedaron enfrentados a las temibles sarissas, pero los romanos, a su vez, empuñaban largas astas especialmente diseñadas para enfrentarse a la falange siria y en las expertas manos de los triari hacían que el enfrentamiento estuviera nivelado, sólo que los triari entraban frescos en la batalla, mientras que los sirios llevaban ya largas horas de combate. Lucio se movía justo por detrás de la primera línea de ataque, custodiado por los lictores en todo momento. Estaba satisfecho por la rápida maniobra envolvente, pero quería más y rápido. Los catafractos podrían regresar en cualquier momento, tenía claro que la caballería romana habría sido arrasada, y tenían que resolver el desenlace de la batalla allí mismo lo antes posible.

–¿Dónde está Eumenes? – preguntó el general.

–Allí, mi cónsul -respondió Marco señalando a unos doscientos pasos de distancia donde se veía al rey de Pérgamo sobre su caballo dirigiendo a sus tropas a las que había detenido para dejar paso a los triari. Lucio se encaminó hacia el rey a toda velocidad y en unos instantes estuvo junto a él. El de Pérgamo no descabalgó para hablar con el cónsul. Lucio percibió la arrogancia, pero no era lugar ni momento para sentirse ofendido, sobre todo por alguien que estaba combatiendo bien para Roma.

–¡He dejado que los triari se adelanten, pero mis hombres quieren seguir combatiendo! ¡Queremos a todos esos sirios muertos ya mismo!

Lucio asintió. Había mucho orgullo y algo de petulancia en aquel rey, pero nuevamente lo dejó pasar.

–Lleva a tu infantería a la retaguardia siria. Eso les forzará a cerrarse en un cuadrado. Mis hombres con sus astas les rodearán en primera línea frontal y en los laterales del cuadrado, pero sin atacar.

–¿Sin atacar? – El rey parecía nervioso; agitó las riendas y su caballo piafó.

–Escucha, no atacaremos hasta que tus arqueros inunden el centro del cuadrado con todas las flechas de las que dispongáis y más que os daremos. Los elefantes están en el centro. Si los acribillamos a flechas y jabalinas se pondrán nerviosos y crearán el caos en el interior de la formación siria. Entonces atacaremos todos. Entonces será el fin de Antíoco.

El rey de Pérgamo no parecía estar plenamente satisfecho. Prefería un ataque en toda regla en ese momento. Temía que el regreso de los catafractos lo desbaratara todo. Lucio se engulló el orgullo y se acercó más al rey, hasta sentir el calor que el caballo del monarca desprendía por todos sus poros.

–Es idea de mi hermano, de Publio Cornelio Escipión. Es lo mejor, créeme.

El rey de Pérgamo clavó sus ojos negros en el cónsul de Roma. – ¿Idea del que llamáis Africanus} -Así es.

–Creía que estaba enfermo.

–Y lo está, pero en caso de que ocurriera lo que está pasando, ése era su plan.

El rey se quedó atónito y desmontó del caballo. La bestia, bien adiestrada, no se movió del lugar pese a que el rey soltó las riendas y las dejó sueltas.

–¿Africanus había previsto que pudiera ocurrir todo esto?

Lucio asintió.

Eumenes, rey de Pérgamo, empezó a comprender por qué Roma era tan poderosa que podía permitirse combatir contra ejércitos tan imponentes como el de Antíoco tan lejos de sus fronteras.

–Si Africanus predijo todo esto, mejor será que sigamos su consejo. – Y dio media vuelta, volvió a montar y se dirigió al cónsul una vez más mientras tomaba las riendas del caballo-. Haremos lo que dices, pero también enviaré a doscientos jinetes a cubrir nuestra retaguardia.

Lucio asintió. Tampoco parecía aquélla una mala idea.

Centro del ejército seléucida

Los elefantes seguían nerviosos. Filipo gritaba a los adiestradores de las enormes bestias para que los tranquilizaran, pero, sin duda, sus aullidos no ayudaban demasiado, pero lo peor no era el fragor de la batalla que los rodeaba, sino la lluvia de flechas que se inició justo en ese instante. Filipo, protegido por los escudos de varios de sus hombres, se salvó de las primeras andanadas, pero los dardos no dejaban de caer y en una de tantas, una flecha se clavó en su hombro.

–¡Por Apolo! – gimió, y cayó de rodillas. Dos hombres le seguían protegiendo con los escudos-, ¿dónde está… Minión? – preguntó el general mientras las flechas seguían cayendo; Filipo se sacudió a un soldado que intentaba ayudarle-. ¡Por todos los dioses, decidle a Minión que ataque o acabarán con todos nosotros!

En ese momento una andanada de jabalinas lanzadas por encima de la falange terminó con la vida de los dos soldados que le protegían, un elefante rugió e, histérico por el dolor, se arrojó enfurecido contra los soldados elimeos y curtios que le rodeaban, pisoteando piernas, cabezas y costillas humanas a medida que avanzaba contra la retaguardia de la falange. El general Filipo, herido, manando sangre roja espesa por su espalda, se levantó al ver que más elefantes reaccionaban de la misma forma. El desastre era completo.

Primera línea de combate romana

Los triari aguardaban la orden de avanzar en bloque contra la falange, pero de momento se limitaban a mantener la posición. Tras ellos, miles de arqueros disparaban flechas sin cesar y los principes, bastati y velites arrojaban jabalinas sin parar. Era un bombardeo continuo que encontraba escasa réplica de un enemigo que parecía tener serios problemas detrás de las filas de la falange. De repente, justo frente a la posición del cónsul, un elefante emergió arrollando a los soldados sirios a los que sorprendió por la retaguardia. La gigantesca bestia pisoteó a dos falangistas y embistió a media docena con sus colmillos mientras se retorcía por su propio dolor, pues tenía la piel cubierta de flechas y lanzas y corría despavorido en la ingenuidad irracional de pensar que corriendo escaparía al sufrimiento mortal causado por las flechas y las lanzas clavadas por todo su cuerpo.

–¡A los elefantes, acribillad a los elefantes a medida que rompan la falange! – ordenó Lucio, y los legionarios dejaron de arrojar las lanzas por encima de la falange y se concentraron en apuntar a las testuces brutales de los paquidermos que emergían por uno y otro punto de una falange que se descomponía por momentos. Los animales, que llegaban ya heridos de muerte, apenas podían resistir mucho más, y entre los nuevos pila arrojados por los bastati, principes y velites, junto con las largas picas que los triari clavaban en su vientre, se doblaban y caían de lado, eso sí, aplastando a todo el que encontraran allí donde se desplomaban, y arrastrando en su caída a todos los arqueros y guerreros sirios que montaban sobre ellos.

–¡Ahora, contra la falange! – aulló con furia Lucio, y Silano y Eumenes, desde los diferentes flancos de la batalla, reforzaron la señal de ataque con sus propios gritos. Los triari avanzaron ahora contra una falange desordenada y con múltiples brechas provocadas por la estampida alocada de los elefantes moribundos, de forma que la resistencia siría era endeble y los falangistas perdían terreno sin casi poder oponerse a los experimentados triari, quienes, tras clavar todas sus largas picas en los cuerpos de sus enemigos, desenvainaban las espadas para cortar las últimas sarissas que quedaban aún alzadas contra ellos, como un recuerdo vago del poder que sólo hacía unos minutos había exhibido aún el ejército de Antíoco, y las quebraban e iniciaban el combate cuerpo a cuerpo contra unos guerreros heridos, desarbolados y sin moral ni generales que los gobernaran ya, pues Filipo había sucumbido bajo uno de los grandes elefantes y Minión, a su vez, se arrastraba herido de muerte por media docena de flechas clavadas en su espalda.

La masacre sistemática y minuciosa del ejército sirio empezó con la parsimonia con la que Roma ejecutaba los lentos desenlaces de sus grandes batallas. Los triari abrían la marcha y tras ellos el resto de legionarios del ejército consular y los guerreros de Pérgamo remataban a los moribundos con saña, tomándose, especialmente los hombres de Eumenes, tiempo adicional en torturar a algunos heridos que representaban el poder que los había oprimido durante decenios y que había estado a punto de aniquilarlos. Las tornas habían cambiado y era ahora su turno de disponer del poder y los soldados de Pérgamo estaban disfrutando siendo los ejecutores del final del dominio hegemónico del hasta entonces todopoderoso Antíoco III de Siria. Eso se acababa. Era el momento de que Pérgamo gobernara Asia Menor.

Retaguardia seléucida. Una colina

Aníbal suspiraba. Eso era todo cuanto podía hacer.

–Escipión contaba con que un estúpido dirigiera a los sirios y así ha sido. Espero que al menos no piense que los dirigía yo. Eso me dolería más que el destierro.

Maharbal respondió con seguridad:

–Estoy seguro de que Publio Cornelio Escipión y su hermano tendrán muy claro quién ha gobernado al ejército seléucida.

–Es posible. – Y Aníbal se encogió de hombros; Magnesia era ya el pasado. Descendió de la colina pensando en cómo organizar su futuro, considerando en si acaso aún tenía futuro en un mundo, ahora sí, abocado a ser gobernado por Roma por muchos años.

74 El regreso del gran rey

Magnesia, Asia Menor. Diciembre de 190 a.C.

Antíoco agitaba sus brazos intentando insuflar energía a sus catafractos, pero los caballos estaban exhaustos por el largo combate y la gran distancia que habían recorrido en persecución de la caballería romana. El rey sabía que sus jinetes blindados habían prácticamente aniquilado a los caballeros romanos de esa ala y ahora lo esencial era regresar cuanto antes al corazón de la batalla para cargar contra la desprotegida retaguardia romana, pero los catafractos sólo podían retornar al paso. El rey, exasperado, decidió adelantarse y azuzando su caballo negro se lanzó a un trote que, al momento, transformó en un raudo galope. Tras él, como una flecha, partieron los jinetes reales de la agema. La infantería de apoyo también incrementó su marcha a un paso ligero que le permitía, al menos, marchar por delante de los propios catafractos.

–Hemos de superar esas colinas -se repetía entre dientes Antíoco a sí mismo una y otra vez, a medida que se alejaba del río Frigio y se distanciaba, seguido por la agema, del ralentizado avance de los catafractos.

Al cabo de un rato, que se le hizo eterno -no podía entender que se hubieran alejado tanto del campo de batalla-, consiguió su objetivo, pero el espectáculo que vio al ascender por las colinas no era el que había esperado: el ejército romano ya no estaba allí cerca, sino que había cruzado toda la llanura y combatía contra una extraña maraña de guerreros, confusa y sin formación, en donde debía encontrarse lo que era su magnífico ejército imperial. Si miraba hacia la derecha, en el horizonte, se vislumbraban decenas de carros escitas volcados y un mar de cadáveres que atestiguaban que la carga de Antípatro había devenido en un auténtico fiasco. Y no se veía muestra ninguna de la caballería de Seleuco o de su numerosa infantería y, para colmo de desgracias, ¿dónde estaba la falange y los elefantes que dirigían Filipo y Minión?

–¿Dónde… dónde está mi ejército? – dicen que acertó a decir el gran rey según narraron los oficiales de la agema años después, cuando ya no prestaban servicio al rey y el imperio languidecía ante la emergente potencia de Pérgamo, Rodas y otros estados aliados de Roma-, ¿dónde está mi ejército? – repitió la pregunta con más fuerza-, ¿dónde está mi ejército? – gritó desesperado, incrédulo, Antíoco III de Siria, emperador de todos los reinos seléucidas, con lágrimas en los ojos-, ¿dónde está mi ejército? – Pero sus preguntas se perdieron en la brisa de un viento que soplaba desde el sur y que parecía llevárselo todo consigo.

75 El retorno desde el río Frigio

Magnesia, Asia Menor. Diciembre de 190 a.C. Después de la gran batalla

Graco emergió nadando río abajo, cubierto de sangre y barro, arrastrándose, medio ahogado y con heridas por piernas, brazos y pecho, pues la coraza estaba partida. Allí, junto a la ribera del río, perdió el conocimiento y quedó boca arriba, respirando, sin pensar en nada, entre muerto y vivo, herido, dejando que la sangre de su cuerpo se vertiera por completo al río Frigio o bien que sus heridas cicatrizaran de forma natural. Al cabo de un tiempo, que Graco mismo no podía calcular, abrió los ojos. Se sentó en el borde del río y jadeó hasta recuperar el aliento. Miró a su alrededor hasta situarse. No sabía ni siquiera en qué lado del río se encontraba ni por cuánto tiempo había estado buceando, medio asfixiado, a ciegas, y luego allí, echado, tumbado como un cocodrilo egipcio al sol. Se palpó las heridas. Numerosos cortes y una herida en el pecho, pero nada parecía necesariamente mortal. Se levantó y escrutó el horizonte. No había sido tanto el espacio recorrido en su huida a nado. A unos mil pasos se veían cadáveres de sus antiguos compañeros. Se encontraba en el lado del río donde había tenido lugar la lucha contra los catafractos primero y luego contra la agema. No había nadie cerca. El sol era más débil. Estaba descendiendo. Había empezado la tarde. Se escuchaba el fragor lejano de un enorme combate. La batalla aún no había terminado. No sabía qué había ocurrido en el centro del ejército donde combatían las legiones romanas, ni sabía nada de qué habría ocurrido con los carros escitas y el resto de enemigos de la otra ala. Tiberio Sempronio Graco se levantó y, maltrecho, empezó a caminar hacia la batalla. Era un soldado de Roma y estaba vivo, o eso parecía. Si el combate continuaba, su obligación era reincorporarse al ejército consular.

Tiberio Sempronio Graco cruzó casi a rastras las colinas que le separaban del gran campo de batalla. Le dolían las heridas, todo el cuerpo, y estaba muy débil. Se detuvo y, sin alzar la vista apenas, detectó una roca solitaria al pie de la última colina. Era un buen sitio para sentarse y descansar. No sabía si caminaba hacia la muerte o hacia la victoria. Tras ver lo sucedido con la caballería que comandaba, su mente veía como más probable lo primero que lo segundo, pero no perdía la esperanza. Quería seguir caminando, pero no tenía suficientes fuerzas. Pensó en que tampoco había prisa. No estaba en situación de ayudar a nadie. Si se vencía, lo conseguirían sin su ayuda. Si se estaba perdiendo, él no estaba en condiciones de ayudar. Sólo sería un torpe herido molestando en las maniobras del ejército. Era mejor quedarse allí y esperar. Aquellas colinas estaban a medio camino entre el campamento y el frente de batalla; quien regresara de la batalla, victorioso o vencido, pasaría por ese lugar o muy próximo a esa roca.

Discurrió una hora sin que nada ocurriera, más allá de que el fragor de la batalla se iba reduciendo progresivamente al tiempo que las sombras del atardecer se alargaban espectacularmente hasta que su propia silueta sentada en la roca pareciera un gigante encogido por el dolor y la derrota. Al fin, empezaron a aparecer los primeros legionarios de Roma de regreso al campamento. Eran principes y hastati, jóvenes en su mayoría, cubiertos de sangre, pero por sus risas y sus cánticos no era tanto sangre suya la que empapaba sus cascos, grebas y cotas de malla, como sangre del enemigo. Además venían cargados de todo tipo de lanzas, espadas, puñales, corazas y hasta sacos con comida. Era el tipo de regreso que protagonizaban unas legiones victoriosas. Tiberio Sempronio Graco no pudo evitar una sonrisa.

–¡Legionarios! ¡Legionarios! – exclamó el tribuno herido.

Los hastati en seguida desenvainaron los gladios, pero los principes, algo más veteranos, reconocieron de inmediato el uniforme y el penacho especial del casco del tribuno, y se interpusieron entre los jóvenes legionarios inexpertos y el alto oficial herido.

–Soy Tiberio… Tiberio Sempronio Graco -dijo, aunque cada palabra le costaba pronunciar sobremanera-. ¿Hemos vencido?

Un signifier que portaba el estandarte junto con un montón de armas que había arrebatado a soldados sirios muertos fue el primero en responder.

–Una gran victoria, tribuno. – Y volviéndose hacia atrás vociferó lo que su sentido común le dictaba-. ¡Llamad al médico!

–¿Una victoria? – Graco no parecía muy convencido, y eso que el porte de aquellos legionarios no indicaba otra cosa, pero tal había sido el desastre en su ala que cualquier cosa distinta a la más absoluta de las derrotas se le antojaba difícil, por no decir imposible, de creer.

–Una victoria total, tribuno -reiteró el portaestandartes agachándose junto a Graco y ofreciéndole un cazo con un poco de agua que había vertido un aguador.

El tribuno aceptó el agua asintiendo con la cabeza. Bebió sin dejar de mirar al signifier. El portaestandartes cabeceaba arriba y abajo en un esfuerzo por intentar persuadir al tribuno de que lo que le contaban era cierto.

–Una victoria -dijo al fin Graco algo más convencido, como aceptando ya la realidad que le rodeaba por todas partes, pues no hacían más que llegar más y más legionarios del frente, contentos, felices, algunos heridos, pero con la cabeza alta, orgullosos de lo que habían conseguido. Muchos de ellos se arremolinaban allí mismo, junto a la roca, o donde se habían detenido los primeros hastati y principes, curiosos, ávidos en saber qué había allí tan importante que hacía que sus compañeros detuvieran la marcha. Llegó entonces el grueso de la tropa, con los triari al frente y, justo entre ellos, marchaba a pie Lucio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, acompañado por Silano y ambos escoltados por los doce lictores consulares. El rey de Pérgamo se había quedado en la llanura, con la misión de asegurarse de que Antíoco no intentaba ningún tipo de ataque sorpresa con las exiguas tropas que le quedaban. El cónsul no quería dejar ningún cabo suelto y quería evitar a toda costa que una tan magnífica victoria pudiera verse empañada por algún episodio negativo. Y, en cualquier caso, los de Pérgamo eran los que más ganas tenían de seguir rematando heridos sirios. En eso andaba ocupada la mente de Lucio Cornelio Escipión cuando observó cómo las tropas habían roto la formación y se arracimaban en torno a un hombre herido al pie de las colinas. El cónsul se desvió y los lictores le abrieron camino con rapidez. Tampoco era tarea difícil, pues los legionarios, agradecidos al general que los había conducido a la victoria, se apartaban con rapidez, respetuosos con el cónsul que les gobernaba en aquellas tierras extranjeras y que tan bien había sido capaz de sustituir al todopoderoso Africanus. Silano acompañaba a Lucio Cornelio y fue precisamente el veterano tribuno el que vislumbró primero de quién se trataba.

–¡Es Graco! – exclamó asombrado-. ¡Por Castor y Pólux, es Graco, mi general!

Lucio había dejado en retaguardia a Domicio Ahenobarbo y los pocos supervivientes que habían regresado del ala izquierda. Domicio le había descrito personalmente la estratagema de Graco en el río y cómo se hundieron los pesados catafractos en el lodo del río Frigio, pero también le había asegurado que Graco, el hombre de Catón en aquel ejército, había caído y que, con toda seguridad, habría sido masacrado por los jinetes de la agema siria. Ahora, de pronto, Graco emergía ante ellos, herido, sí, cubierto de sangre, pero sentado sobre una roca, respirando, hablando con los legionarios que volvían del frente, vivo. Lucio se situó frente a Graco. Para sorpresa del cónsul y de todos los presentes, Tiberio Sempronio Graco, herido, débil, ensangrentado y sudoroso, apoyó su mano derecha sobre la roca y se puso en pie.

–Tiberio Sempronio… Sempronio Graco, mi cónsul. Mis hombres cayeron en combate. Quizá algunos hayan sobrevivido con Domicio Ahenobarbo. No lo sé. Hicimos lo que pudimos, mi general. – Y luego, como quien apostilla con ironía, añadió una última frase, una frase que, pese al esfuerzo, pronunció con sumo placer-. Espero que hayamos alargado el combate en el ala izquierda lo suficiente, cónsul de Roma.

Lucio le miró sin ocultar admiración en su rostro, pero sin perder la distancia que había entre ambos, pues no sólo el rango, sino, sobre todo, la enemistad entre las dos familias, por el apoyo de los Sempronios a Catón, hacía de aquél un momento complejo: estaban rodeados de legionarios y Graco, aunque enemigo político, había combatido con gran valentía.

–Has seguido las órdenes con escrupulosidad, Tiberio Sempronio Graco. Has cumplido bien y te has hecho acreedor de recibir torques. Ahenobarbo sobrevivió también -añadió Lucio en voz alta y clara, intentando reducir el impacto de la presencia de Graco vivo allí, entre ellos-, y consiguió traer consigo algunos hombres con él. – Era lo más que podía decir para limitar un poco el éxito de Graco por sobrevivir a los catafractos; y le puso la mano sobre el hombro derecho y luego dio media vuelta solicitando que Atilio, el mejor médico de las legiones, viera de inmediato al tribuno herido.

Lucio partió de aquel lugar seguido por Silano y escoltado por los lictores. En su cabeza sólo había sitio para un pensamiento. Su hermano Publio lo había planificado todo a la perfección y lo había previsto todo con minuciosidad casi divina: la capacidad de Eumenes para contrarrestar el empuje de los carros escitas y de la infantería y la caballería de Seleuco en el ala derecha; la fortaleza de las legiones ante la falange siria, la forma de combatir contra los elefantes si éstos no se posicionaban en primera línea, y, lo más importante, cómo alejar a los catafractos pesados del escenario central de la batalla. Todo lo había calculado Publio a la perfección, todo menos que Tiberio Sempronio Graco, una vez más, contra todo pronóstico, al igual que ocurriera cuando fue enviado a negociar con Filipo de Macedonia, sobreviviera. Y no sólo eso, sino que retornara a las legiones de Asia ahora, después de la batalla y, muy pronto, al gran triunfo en Roma, revestido del esplendor de los héroes. Publio había querido derrotar a Antíoco y, a la vez, propiciar la muerte de Graco, por motivos personales, por motivos políticos o por ambas causas, y el resultado era que sí se había conseguido la derrota del rey sirio, pero que Graco regresaba a Roma mucho más poderoso de lo que había salido. Los Escipiones habían conseguido mucho con aquella victoria, pero Catón, el maldito Catón, también. Y eso pesaría en el futuro. «Lo peor de todo -pensaba Lucio-, lo peor de todo es que se lo he de contar a Publio.»