Catón estaba furioso. Los Escipiones habían atacado por donde menos lo había imaginado. En lugar de haber esperado a las votaciones en el Senado para la elección de los nuevos cónsules del año en curso, donde él ya tenía diseñada la estrategia a seguir con una amplia serie de apoyos garantizada, que iban desde sus seguidores más fieles como Quinto Petilio, Spurino, Lucio Valerio Flaco, su propio primo Lucio Porcio y otros, hasta la familia Sempronia, encabezada por Tiberio Sempronio Graco e, incluso, algunos Násica, una rama de la familia Cornelia que se había distanciado en los últimos años de la línea de los Escipiones, la rama hegemónica en el clan. Sin embargo, todo eso se había venido al traste porque justo antes de las elecciones los Escipiones, aliados con Acilio Glabrión, entre otros muchos, le acusaron en público por una mala gestión de su magistratura consular durante la campaña de Hispania. Le recriminaron no haber conseguido apaciguar por completo los levantamientos en la región y, lo peor de todo, le acusaron formalmente de haber alargado su mandato sin necesidad. Ante todo eso había defensa y explicaciones por lo que no había dudado Catón en pedir un iudicium populi ante el pueblo de donde sabría que saldría completamente exonerado de todas las acusaciones por dos motivos: primero, porque eran falsas y, segundo, y quizá más importante, porque el pueblo le respetaba, especialmente no tanto por la propia campaña de Hispania, sino por su más reciente intervención en la batalla de las Termopilas. Por eso mismo, Publio Cornelio Escipión se había asegurado de que fuera el propio Acilio Glabrión el que le acusara de forma directa. Así Catón era señalado con el dedo por el general en jefe durante aquella batalla. Era una forma de generar la duda, de extender la maledicencia. Claro que no fue suficiente, ¿o sí?
Como había imaginado, salió totalmente absuelto del iudiciumpopuli. Aquellos cargos eran insostenibles cuando se refutaban con hechos y testimonios de muchos que le apoyaban y que habían estado en Hispania, pero los Escipiones consiguieron generar la duda sobre su capacidad para el mando en momentos especialmente difíciles como los que se cernían sobre Roma con el tremendo ejército que Antíoco estaba reuniendo una vez más en Asia para contraatacar tras su derrota en las Termopilas. Catón quería salir elegido cónsul ese año para así dirigir la campaña de Asia, y lo tenía todo preparado en el Senado, pero tras el fulgurante juicio público, pese a haber salido indemne desde el punto de vista legal, su prestigio había quedado dañado, aunque sólo fuera temporalmente, pero lo suficiente para perder las votaciones, no sólo al consulado, sino también a la censura o a cualquier otro cargo de prestigio, por muy poco, pero perdidas en cualquier caso. Los Násica, a raíz del enlace entre el primogénito del líder del clan con la hija mayor de Escipión, cambiaron de bando; Glabrión y los suyos junto con los Emilio-Paulos y los Escipiones y otras familias apoyaron la otra candidatura, donde, por una vez, Escipión, por todos los dioses, había sido más hábil que él, y en lugar de presentarse él mismo como alternativa a Catón, había propuesto a Lucio Cornelio Escipión, su hermano, y a Cayo Lelio como cónsules. Era lo mismo que si se presentara el propio Publio Cornelio, pero al mismo tiempo, no era lo mismo y de esta segunda forma lo vio el Senado que votó por esta segunda opción.
Catón miraba al suelo frío del atrio de su domus, enfurecido y solo. Debería haber propuesto a Graco como cónsul. Graco habría concitado más consenso. Una vez más había infravalorado la capacidad de Escipión de rehacerse, pero Catón se juró a sí mismo aquella tarde de derrota que aquél sería su último error político. Primero iría a por Acilio Glabrión y luego a por los demás. Pero poco a poco. De momento tomaba nota sobre cómo un proceso judicial podía destrozar políticamente a alguien. Escipión había introducido nuevas armas en aquella guerra. Sea. Nuevas armas serían las que usaría a partir de ese momento, pero antes quedaba un asunto pendiente: debía conseguir que en el ejército consular de Asia se infiltrara alguno de los suyos. Eso antes que nada, y luego quedaba no perder la esperanza: quizá los catafractos de Antíoco, esos mismos que no llevó a las Termopilas y que no dudaría en emplear ahora, quizá, como decían todos, resultaran invencibles y el trabajo sucio terminara haciéndolo ese obstinado rey sirio. Era una posibilidad que no había que olvidar. Catón sonrió mínimamente.
–Por los catafractos de Antíoco -dijo en la soledad del atrio, y levantó una pequeña copa de vino tibio rebajado con agua. Bebió y repitió el brindis encomendándose a Marte, el dios supremo de la guerra-. Por los catafractos de Asia.
Escipión, Africanus (Libro IV)
La carta le llegó a través de uno de sus esclavos. Tiberio Sempronio Graco la tomó en la mano con extrañeza.
–Han entregado esto para el amo -dijo el esclavo alargando la mano.
–¿Quién? – inquirió Graco mientras daba la vuelta a la tablilla y paseaba sus sorprendidos ojos por las palabras que alguien le había dirigido, al parecer, con gran secreto.
–No lo sabemos, mi amo. Un jovenzuelo al que preguntamos pero que sólo acertó a decirnos que alguien, un liberto quizá, le había pagado un as por entregar esta carta. Nos dio la tablilla y salió como perseguido por los espíritus del infierno.
Graco despachó al esclavo con un leve gesto de su mano y se quedó a solas en el atrio, en el corazón de su casa, meditando sobre quién habría remitido semejante carta. «¿Un as?», pensaba entre admirado y confuso. Un as era una enorme cantidad de dinero por simplemente entregar una carta. Dejó la tablilla sobre la mesa y cerró los ojos. Aún estaba algo aturdido. Acababa de regresar del Senado donde Catón y él y Spurino y el resto habían ganado una importante votación. Sin embargo, Graco no tenía claro que aquello fuera a ser realmente bueno para él. Aún recordaba la conversación con Catón, Spurino, Lucio Valerio Flaco y el resto unos días antes. Todos habían estado de acuerdo en que Escipión había sido extremadamente hábil al afianzar nuevas alianzas con la boda de su hija mayor y los matrimonios de su cuñado y de Cayo Lelio.
–Nos ha ganado en esta ocasión -se explicaba Catón con la decisión de quien acepta que ha sido derrotado en una batalla pero no en la guerra-, pero podemos aún revertir el curso de los acontecimientos. Lo importante ahora es Asia. Escipión controlará la campaña y estoy seguro de que él mismo la dirigirá. Ya veréis como al final acudirá como asesor de su hermano y nadie podrá oponerse. Lucio Cornelio o Cayo Lelio, como cónsules electos, pueden elegir a quien quieran como asesores de la campaña y nadie en el Senado se atreverá a cuestionar la oportunidad de incorporar a Publio Cornelio Escipión en una campaña en la que entre el enemigo se encuentra Aníbal. Por ahí no podemos hacer ya nada, pero sí que es importante que, como en África, haya alguno de nosotros en Asia. – Y aquí calló un momento Catón mientras miraba a cada uno de los presentes hasta detener sus ojos sobre Graco.
–¿Por qué yo? – había respondido Tiberio Sempronio Graco-. No es que me parezca mal, pero cualquiera de vosotros puede hacerlo igual de bien que yo.
–Eso está claro, Graco -replicó Catón con rapidez-, pero tu nombre concita cierto consenso en el Senado.
–Puede ser, pero Escipión me odia -interpuso Graco-. No me aceptará nunca en la campaña de Asia.
–El Senado nos ha hurtado el gobierno de esta campaña, Graco, pero hemos perdido las votaciones por muy poco y me consta que no todo el mundo está satisfecho. Los dos cónsules son el hermano y el mejor amigo de Publio Cornelio Escipión. Muchos están deseosos de compensar esa tremenda victoria de Escipión concediéndonos algo. Ese algo serás tú, Tiberio Sempronio Graco, como tribuno de una de las legiones. Eso podemos conseguirlo. Nos lo deben. Los senadores que fluctúan en su voto esta vez se inclinarán hacia nosotros. – Y Catón se levantó y le puso la mano sobre el hombro derecho-. Graco, serás nuestro hombre en Asia, le guste o no a Escipión.
De esa conversación hacía días y ahora hacía sólo una hora que se había votado en el Senado y Catón había conseguido, como pronosticó, que su nombre, Tiberio Sempronio Graco, quedara ligado a la campaña de Asia. Suspiró larga y profundamente. Volvió sus ojos hacia la mesa. La misteriosa carta seguía allí, esperándole. La cogió con la mano derecha, dio la vuelta a la tablilla y empezó a leer. Graco abría bien los ojos a medida que avanzaba, línea a línea, por el texto de aquella misiva.
Mi padre no te permitió explicarte y tampoco estuvo en el foro Boario y no es, en consecuencia, consciente del servicio que me has prestado, pero ese mismo padre que te niega la posibilidad de hablar es el mismo padre que me enseñó a ser agradecida. Es justo entonces que al menos a través de mí te llegue el agradecimiento y el reconocimiento si no ya de mi familia sí, al menos, de mi persona por atenderme y defenderme en el foro Boario cuando mi esclavo protector había sido ya abatido por el gladiador. Sé que hice mal en acudir a observar semejante combate y sé que es gracias a ti que mi atrevimiento no ha sido castigado con mayor severidad sobre mi cuerpo. Por todo ello, pese a que nuestras familias son enemigas políticas y, según veo por la reacción de mi padre, irreconciliables, te escribo y te hago llegar esta carta para manifestarte mi agradecimiento. Deseo que en el futuro lo que tanto separa a nuestras familias sea superado y así quizá poder hablar de nuevo con quien tanta atención me ha prestado. Te ruego que el contenido de esta carta permanezca en secreto pues temo la reacción de mi padre si descubriera que te he escrito. No siento vergüenza de hacerlo, pues estoy y estaré siempre al lado de mi padre, para mí, sin duda, la persona que más ha hecho por el engrandecimiento de Roma, y esta carta no debes nunca tomarla como muestra de debilidad o de rebelión ante quien gobierna mi familia. Se trata sólo de responder con justicia a una atención tuya sin por ello faltar al respeto que debo y deberé siempre a mi padre.
Cornelia menor, hija de Publio Cornelio Escipión
Tiberio Sempronio Graco depositó la tablilla, boca abajo, con lentitud sobre su regazo. Estiró el brazo y cogió una copa con vino y agua mezclados que se erguía solitaria sobre la pequeña mesa al lado de su triclinium. Bebió en el silencio de la tarde un trago largo que le refrescó por dentro, pues no tomaba el vino tibio como era habitual, y que le aclaró la garganta seca. Devolvió el vaso vacío a su mesa y se quedó contemplando los rayos de sol que se arrastraban por las piedras del atrio. Leyó de nuevo la carta y, al finalizar, la dejó con cuidado junto al vaso, sentándose en el borde del triclinium. Aquella joven mujer era, sin duda, una extraña mujer, además de muy hermosa. Por primera vez, Tiberio Sempronio Graco lamentó no disfrutar de la libertad de poder hablar de nuevo con la joven. Y pasó el resto de la tarde considerando alguna fórmula que permitiera algún acercamiento con la familia de los Escipiones, pero no la había. Catón no dejaría nunca margen para ello y, con toda seguridad, las acciones de Publio Cornelio Escipión tampoco servirían para apaciguar a Catón y sus seguidores en el Senado, cada vez más numerosos y cada día más temerosos del poder de Escipión. El juicio de enero instigado por Africanus contra Catón para debilitar su candidatura al consulado no ayudaba nada a poner paz entre las dos corrientes de senadores cada vez más enfrentadas en Roma.
La tarde se tornó en noche. Un esclavo esperaba en una esquina del atrio la llamada de su amo para que se le sirviera la cena o para que se preparara la habitación para dormir, pero el amo permanecía sentado sobre el triclinium sin decir nada. Al fin, Graco se levantó y se encaminó, sin hablar con nadie, hacia su habitación. Ningún esclavo le importunó. Cuando, ya medio desnudo, se tumbó sobre su lecho para descansar, había dado por perdida cualquier posibilidad de relacionarse con aquella joven y había tomado la firme determinación de apartar de su mente aquello que su razón le decía que era totalmente imposible.
Cerró los ojos.
Roma dormía.
Graco no.
Pasaron las horas en blanco. Cuando llegó la cuarta vigilia, Tiberio Sempronio Graco se levantó de la cama, se sentó frente a una pequeña mesa que había en una esquina de la habitación y encendió, ayudado por la tenue luz que entraba de la antorcha del atrio, una lámpara de aceite. El resplandor de la nueva llama iluminó la austera cámara de Graco. El senador cogió entonces un stilus y unas schedae. Tenía que dar respuesta a aquella carta o nunca podría dormir tranquilo.
Cayo Lelio estaba exultante. Era cónsul de Roma y estaba recién casado con una hermosa joven patricia que se había mostrado más que cariñosa en sus primeros días de matrimonio. Y eso le animaba no sólo por la satisfacción sexual sino porque si había algo que Lelio anhelaba era tener un hijo y ahora, por fin, ésa era una posibilidad real.
Casado y cónsul, compartiendo el cargo con el hermano de Publio, pronto partirían hacia Asia, hacia una nueva campaña, hacia una nueva victoria, sin duda, pues el propio Publio, aunque no fuera cónsul, les acompañaría y los dos, tanto él mismo, Lelio, como Lucio, sabían que el que dirigiría todas las operaciones sería Publio. Lelio estaba encantado con el éxito de las maniobras sociopolíticas de los Escipiones para controlar los consulados de aquel año y acompañado por esa excitación y ánimo positivo llegó Lelio a casa de Publio, junto al foro.
La casa de los Escipiones había estado sumida en un continuo ir y venir de gentes que felicitaban a los Escipiones tras la elección de Lucio y de Lelio como cónsules, hasta que al cabo de las horas, con la caída de la tarde, todo quedó más tranquilo. En el gran atrio de la domus de los Escipiones sólo quedaron Lucio y su hermano Publio, su esposa Emilia, Lelio, Publio hijo y la pequeña Cornelia.
Reclinados sobre sus triclinia, los hombres departían con interés sobre la próxima campaña. Iba a ser la primera expedición militar de importancia para el hijo de Publio y el muchacho estaba ansioso por partir.
–¿Cuándo saldremos, padre? – preguntó nervioso. El resto comía fruta y bebía vino, vino con agua o mulsum, según las preferencias de cada uno. La joven Cornelia, sentada en una sella, se limitaba a escuchar, mirar y pensar.
–Pronto, hijo, pronto -dijo su padre satisfecho de que el muchacho mostrara interés sincero por partir hacia la guerra. Los resultados de su adiestramiento con Lelio seguían estando lejos de las aspiraciones de su padre, pero estaba bien que por lo menos el chico mostrara ansias por partir hacia Asia.
–¿Qué ruta seguiremos? – insistió Publio hijo. Nadie se sorprendía de que las preguntas las lanzara directamente a Publio padre, pese a que los cónsules electos eran Lucio y Lelio. Para subrayar que aquélla era una situación aceptada por todos, el propio Lucio repitió la pregunta.
–Sí, hermano, ¿qué ruta sugieres? Hacia Asia, pero ¿por mar o por tierra?
Publio padre dejó su copa de mulsum sobre la mesa y pidió agua caliente con hierbas. Necesitaba aclararse las ideas, no sólo por lo que iba a decir en ese momento sobre la ruta a seguir, sino por la conversación que debía mantener con Lelio a continuación, algo que iba a requerir de toda su destreza y porque, seguramente, sólo tenía que ver la faz seria de su esposa, Emilia volvería a sacar a colación el asunto de la juventud de Publio hijo y lo supuestamente inapropiado de su participación en aquella nueva campaña.
–He estado pensando largo tiempo sobre el asunto de la ruta -empezó Publio padre alejando de su mente otras consideraciones-. Desde luego no iremos por mar. La ruta es larga, llena de estrechos y corrientes poderosas. Hay piratas en Iliria y por las islas del Egeo, además de que los griegos afines a Filipo tienen suficientes barcos para retrasar nuestro avance, por no hablar de la propia flota de Antíoco. Son demasiados inconvenientes. No. Lo mejor será ir por mar sólo hasta Apolonia, en la costa ilírica, y de ahí cruzar Macedonia hasta el Helesponto, que será por donde entraremos en Asia.
–Pero Filipo no nos dejará pasar por su territorio -respondió Lucio algo perplejo ante el plan de su hermano.
–Eso habrá que verlo -se explicó Publio mientras cogía con una mano la taza con el agua con hierbas que le había traído un esclavo-. Filipo ha sido hasta cierto punto traicionado por Antíoco. Creo que se puede enviar a alguien para que negocie que ya que él ha sido traicionado por Antíoco en el pasado reciente, que abandone ahora él mismo, Filipo V de Macedonia, a su viejo aliado Antíoco. Filipo es rencoroso y es posible que ceda. Además, como Aníbal también está con Antíoco, sería una forma de hacer pagar antiguas deudas. Aníbal tampoco le apoyó lo suficiente en el pasado.
–Pero Filipo también tiene rencor contra nosotros -insistió Lucio-. Por Castor y Pólux, no será una negociación sencilla.
–No, no lo será; de eso no hay la menor duda. Tendremos que buscar a alguien lo suficientemente loco y lo suficientemente valiente para enviarle a la ratonera en la que se ha convertido Pella*[Capital de Macedonia.] para negociar con Filipo.
Lucio miró entonces hacia donde Lelio, reclinado cómodamente en su triclinium, bebía con profusión de una recién rellenada copa de vino. Lelio se percató de la mirada.
–¿Yo?
–No -respondió rápido Publio padre-. Estás lo suficientemente loco y eres lo suficientemente valiente para la misión, mi querido Lelio, pero tú no eres prescindible. Ésa es una misión muy compleja y que puede terminar con el mensajero muerto; no, ya encontraremos alguien loco, valiente y prescindible a quien asignarle la tarea. De aquí hasta que lleguemos a Grecia tenemos tiempo para pensar en ello.
–¿Y si Filipo nos niega el paso? – preguntó Publio hijo.
–Entonces cruzaremos el Egeo en barco, pero ése será el último recurso. Si llegamos a esa situación podemos reclamar la ayuda no sólo de nuestra flota, sino también la de las flotas de Rodas y Pérgamo, que sólo desean que lleguemos lo antes posible para detener a Antíoco; pero sigo pensando que cruzar Macedonia es lo mejor para las legiones. Las largas marchas son, además, el mejor de los adiestramientos -apostilló Publio mirando fijamente a su hijo. El muchacho bajó la mirada y ocultó el rostro tras una copa llena de vino rebajado con un poco de agua. Publio padre añadió una breve orden hacia su hijo e hija-. Ahora dejadnos solos, pues he de hablar con los cónsules de Roma.
El joven Publio se levantó raudo y salió del atrio por el tablinium. La joven Cornelia hizo lo propio, siguiendo a su hermano, y, tras los dos, salió Emilia, como siempre discreta y silenciosa.
En el atrio quedaron a solas los dos cónsules electos de Roma y Publio Cornelio Escipión, que fue el primero en retomar la palabra. Se dirigió a Lelio y se dirigió a él yendo directamente al grano. Publio no creía en formas sutiles a la hora de transmitir una noticia que sabía que iba a ser mal recibida.
–Lelio, he hablado largo y tendido con mi hermano. Serás tú el que deba permanecer en Roma mientras él, al frente de las legiones, y yo como su asesor militar, partimos hacia Asia.
Lelio dejó su copa sobre la mesa delante de su triclinium. La noticia le pilló por sorpresa. El reparto de las provincias asignadas a los cónsules debía decidirse al día siguiente en la próxima sesión del Senado y era habitual que un cónsul permaneciera en la ciudad, para defender Roma e Italia de posibles atacantes, mientras el otro partía en una expedición hacia Hispania en los últimos años o, en este caso, hacia Asia, pero Lelio estaba tan convencido de lo excepcional de la campaña asiática, que estaba persuadido de que el Senado permitiría, ordenaría incluso, que fueran los dos cónsules con sus dos ejércitos los que partieran juntos a enfrentarse con el poderoso rey Antíoco y su temible aliado Aníbal. No dudó en poner palabras a las ideas que bullían en su cabeza.
–Pero la campaña contra Antíoco requerirá de todos los esfuerzos y de todos los recursos. Seguro que podemos convencer al Senado para que permita que vayamos los dos cónsules hacia Asia.
–Es muy posible que pudiéramos conseguirlo, aunque estoy seguro de que Catón intentará impedirlo. Es más, estoy convencido de que ésa va a ser su estrategia mañana. Bien, empezaremos por confundirlo por completo al no luchar por ese asunto. Lo que me importa es que seamos Lucio y yo los que salgamos hacia Asia. – Lelio iba a quejarse, pero Publio levantó la mano y siguió hablando-: Lo sé, lo sé. Has esperado toda tu vida para ser cónsul y ahora te estoy obligando a permanecer en Roma, pero escúchame bien. Son muchas las razones que me impulsan a esta decisión: necesitamos que alguien se quede en Roma y vele por nuestra retaguardia y controle el Senado o, al menos, alguien que sepa interponerse ante los constantes ataques de Catón. Mi padre y mi tío fallecieron en Hispania porque Máximo controlaba el Senado e impidió el envío de refuerzos. No podemos permitir que una situación así pueda repetirse. Si uno de los dos permanece en Roma, podemos evitar el desabastecimiento y que Catón sea capaz, desde el Senado, de transformarse en el enemigo de retaguardia que termine generando al final nuestra derrota en Asia. Y debes ser tú, mi querido Lelio, el que permanezca, pues es justo ya que Lucio fue el que hizo esa misión en la parte final de nuestra campaña en África. Tú has compartido conmigo el triunfo de África y es justo que Lucio pueda optar a conseguir su propio triunfo.
Lelio miraba al suelo. Las palabras de Publio estaban cargadas de razón, aunque al final se podía contraargumentar que él mismo, Cayo Lelio, nunca optaría así a tener derecho a su propio triunfo, pero ¿qué más podía pedirle él a la vida? Con Publio, con Lucio, con los Escipiones, había participado en las más grandes victorias de Roma, en la conquista de Cartago Nova, en la batalla de Zama y había llegado a cónsul. Ahora le pedían ayuda para una misión nada reconfortante para su carácter guerrero, pero se debía a los Escipiones, se debía a Publio.
–Ya sabes que haré lo que me pidas -respondió Lelio mirando aún al suelo y, a continuación, levantando los ojos hasta la altura de la mesa donde se encontraba su copa de vino; añadió una duda-: pero yo no soy un gran orador y ya te fallé en otra ocasión en el pasado cuando me enviaste al Senado a pedir refuerzos. Podría volverte a fallar.
–Entonces no eras cónsul, Lelio -respondió Publio con decisión-. Una cosa es que el Senado se niegue a las peticiones de un tribuno enviado por un general que no tenía ni el grado oficial de procónsul, que era el caso conmigo en Hispania, y otra cosa muy, muy diferente es que el Senado se niegue a la petición de un cónsul, de un magistrado elegido por el propio Senado. No, Lelio, como cónsul serás una valiosísima pieza de la compleja campaña contra Asia, un impedimento con el que estoy seguro que Catón no espera contar. Como cónsul puedes convocar al Senado siempre que quieras, siempre que lo necesitemos. Catón no, pues ni será cónsul ni magister equitum, ni promagistrado ni pretor, pues todos esos cargos ya fueron repartidos ayer y ni él ni nadie de los suyos está en uno de esos puestos este año y las circunstancias no permiten que se elija un interrex porque ya se han celebrado las elecciones, ni se ha decretado que haya un tribuno militar consulari potestate y ni los decenviros legibus condenáis ni el praetor urbanus van a inmiscuirse en asuntos de política exterior. No, Lelio, contigo en el Senado, tenemos la llave para controlar nuestra retaguardia, al menos, por este año. Luego ya veremos.
Lelio tomó de nuevo en sus manos la copa de vino.
–En fin, sea, por una copa de este buen vino aceptaré tus condiciones.
Publio hizo una señal y una esclava rellenó la copa del cónsul.
–Te vendes por poco -dijo Publio sonriendo.
–Soy de ánimo débil -dijo Lelio sonriendo también-. Además, he de reconocerlo. Estoy viejo para tanto viaje. Me acomodaré a los placeres de la ciudad, disfrutaré de mi joven esposa y me entretendré oponiéndome a todo lo que Catón proponga en el Senado, que seguro que será mucho.
–Seguro que tanto Catón de día como tu esposa de noche te mantendrán entretenido -dijo Lucio, y los tres se echaron a reír.
Los tres amigos bebieron y comieron un buen rato más. Lelio, al cabo de varias copas, contento, se levantó, se puso recto aunque guardando el equilibrio con cierta dificultad, y solicitó permiso del pater familias de la casa para marchar de allí. Publio le despidió con un abrazo de amigo. Lelio salió por la puerta. Doce lictores con las fasces en alto le recibieron como convenía a su grado consular. Los dos hermanos le vieron alejarse calle abajo en dirección al foro que debería cruzar para llegar a su casa, más al norte, cerca del viejo Macellum de la ciudad de Roma.
–Cumplirá como siempre lo ha hecho -dijo Lucio.
–Sin duda -confirmó su hermano mientras se volvía para entrar de nuevo en el atrio de la casa. Al darse la vuelta Publio padre se vio sorprendido por encontrarse de pronto con su esposa Emilia. La conversación con ella no podía retrasarse más.
–¿Es realmente necesario que vaya Publio? – preguntó ella sin rodeos.
Publio suspiró mientras caminaba hacia el atrio seguido por su esposa y por Lucio.
–Yo voy a retirarme a descansar -dijo Lucio, y dejó a su hermano y su esposa a solas, que es lo que ambos necesitaban.
–El alma de Cartago está en Asia -continuó Emilia sin dar tregua-. Sigo pensando que no es una buena idea.
–No podemos tener al muchacho escondido -se defendió Publio con rotundidad. Al ver como Emilia bajaba los ojos comprendió que, en el fondo, ella pensaba lo mismo.
–Sé que en eso tienes razón, Publio, pero no puedo evitar tener tanto miedo, tantísimo miedo. – Por primera vez desde hacía meses Publio se acercó a su esposa e intentó consolarla tomándola por la cintura y hablando con suavidad.
–Yo le protegeré. Te lo prometo -dijo él, y vio como su esposa cerraba los ojos y, pese a sus palabras, negaba con la cabeza pero callaba sin oponer más resistencia sobre ese asunto. Entonces Emilia se separó de él, se sentó en uno de los triclinium y exhibió una tablilla en su pequeña mano derecha. Publio se acercó a ella y Emilia alargó su mano con la tablilla. Publio cogió lo que parecía una carta y la leyó en silencio.
–Éste es otro asunto del que quería hablarte. Laertes ha descubierto la carta y me la ha entregado. Es leal ese esclavo -decía Emilia intentando añadir algo positivo a todo aquello, pero al ver como la faz de su marido se desencajaba mientras leía el texto de la tablilla comprendió que la ira de su esposo se había desatado. Sin embargo, las palabras que brotaron de los labios de Publio emergieron con la frialdad serena del que rumia aún cuál ha de ser su decisión final. – Llámala, Emilia. Llámala. Quiero hablar con ella.
En el atrio de la domas de los Escipiones, en el centro de Roma, había tres personas: Publio Cornelio Escipión, su mujer Emilia, a su derecha, ambos sentados, Publio sobre un sólido solium, su esposa sobre una sella más pequeña y sin respaldo. Frente a ellos, su joven hija Cornelia, de catorce años, les encaraba desafiante. La muchacha sólo con ver el semblante serio, irritado de su padre y la cara tensa, preocupada de su madre sabía por qué la habían llamado. Además, su padre tenía en la mano una tablilla que apretaba con fuerza.
Publio blandió entonces la tablilla como quien esgrime una espada y se dirigió a su hija con furia controlada.
–¿Sabes lo que es esto, niña?
Cornelia mantuvo la compostura y respondió con voz firme. – Una carta.
–Una carta no, niña, esto es traición a la familia -apostilló Publio aún sin gritar, pero haciendo grandes esfuerzos para mantener el control sobre sus sentimientos y sobre sus actos. Cornelia vio que su madre permanecía en silencio tragando saliva. La muchacha había temido la reacción de su padre si descubría la carta que había enviado a Graco, pero el rostro descompuesto del pater familias la impresionaba y atemorizaba incluso si había previsto que algo así podría ocurrir.
–Yo no he traicionado ni traicionaré nunca a mi familia -empezó a defenderse la joven; su padre abrió la boca, pero la muchacha aún añadió una frase más-. En esa carta no hay nada de lo que me avergüence.
Publio Cornelio Escipión estaba acostumbrado a tratar con la indisciplina; había sido capaz de meter en cintura a tropas amotinadas o a legiones rebeldes, pero para solucionar aquellos problemas bastaba la mano dura, blandir una espada, castigar a unos centenares o ejecutar a tantos hombres como fuera necesario hasta que el orden se restableciera. Luego había que predicar con el ejemplo y ser uno mismo el más disciplinado de todos, pero ¿cómo conseguir que aquella niña dejara de rebelarse una y otra vez? Era su hija, por todos los dioses, no podía matarla y su madre ya predicaba con el perfecto ejemplo de una magnífica matrona romana, igual que su hermana mayor. ¿Por qué la pequeña Cornelia tenía que ser tan difícil en todo, siempre?
–Debería mandar azotarte -dijo Publio al fin con severidad. Emilia le lanzó entonces una mirada en la que la muchacha vio tanta fuerza como en los ojos iracundos de su padre; Publio debió sentir esa mirada de su esposa incluso sin girar un ápice su cuello-. Sí, debería mandar azotarte aunque tu madre se oponga; quizá el dolor y la sangre te hicieran comprender lo que ni las palabras ni el ejemplo consiguen, – Y se levantó lanzando contra la pared la tablilla que se hizo añicos-. Escribir a uno de los mayores enemigos de la familia y en secreto es traición, niña.
Para sorpresa de Publio, y también de Emilia, que levantó la mano para detener a su hija, la pequeña Cornelia no se arredró y respondió a la arenga de su padre con un torrente de palabras que dejó estupefactos ambos progenitores.
–Escribo en secreto porque no se me permite comunicar con ese hombre de otra forma; escribí porque ese hombre que tanto odias, y no digo que sin razón, en un momento concreto ha prestado un servicio a esta familia salvándome la vida quizá, y no hay ni una sola línea de esa carta donde no deje de decir cuánto admiro a mi padre, cuánto le respeto y cuánto pienso siempre seguir admirándole y respetándole incluso si se muestra injusto e intolerante y tan obcecado que es incapaz de distinguir cuando alguien ha hecho algo bueno para nosotros, más allá de que ese alguien sea la misma persona que en el pasado y en el presente y quizá en el futuro siga actuando contra nosotros. Yo sólo actúo siguiendo el ejemplo de mi padre, el mismo padre que en el pasado negoció con enemigos de toda clase y condición para conseguir pactos positivos para Roma, incluso si entre esos enemigos estaban hombres que quizá hubieran participado en la muerte de mi abuelo y de mi tío abuelo.
Publio quedó perplejo. La alusión a sus negociaciones en Hispania con iberos que con toda seguridad participarían en la muerte en el pasado de su padre y su tío le pilló por sorpresa. Se quedó mudo y se sentó. Pero tanto Cornelia como Emilia sintieron aún más miedo de aquel silencio. Fue Emilia la que decidió intervenir en busca de una solución.
–Cornelia, aunque Sempronio Graco te haya defendido en el foro Boario no puedes escribirle ni contactar con él. Eres una Escipión, una scipio, y ya sabes lo que eso significa entre nosotros, los más jóvenes sois el sápio, el bastón sobre el que los mayores nos apoyamos. Si ese bastón se quiebra o trata con enemigos a espaldas de los mayores toda la familia se pone en peligro. Es esencial la sinceridad absoluta entre los miembros de la familia, pero lo importante ahora es que un esclavo nos ha entregado esa carta antes de que salga de aquí y no se ha hecho mal alguno a la familia, pero tienes que jurar por todos los dioses que no volverás a actuar de esta manera.
Publio permanecía callado. Cornelia le miraba y respondió a su madre sin dejar de mirar fijamente a su padre.
–Entiendo perfectamente lo que me dices, madre, y como tan importante es la sinceridad voy a ser sincera: si sólo tenéis una carta, eso es que la otra carta que envié sí le ha llegado, pues ya imaginé que alguien me traicionaría, pero me alegro de que al final haya llegado una de las dos cartas a su destino porque es de justicia reconocer el servicio prestado, pero también lamento que haya llegado porque os sentís heridos sin causa ni motivo. Y ahora me voy a mi cuarto, de donde supongo que mi padre no me dejará salir en semanas o meses o años, donde esperaré a que me azoten o que me dejen morir de hambre o lo que a bien tenga disponer eXpater familias de los Escipiones.
Y se dio la vuelta y se marchó. Emilia se levantó para detenerla, pero su esposo la detuvo cogiéndola de la muñeca. Emilia se sentó y miró a su esposo, que tenía los ojos hundidos en el suelo.
–Nació del revés. Eso fue un mal presagio -dijo Publio al fin. Emilia no estaba dispuesta a admitir esa interpretación. No estaba dispuesta a admitir nunca nada contra sus hijos, incluso de su propio padre.
–Eso no es justo, Publio. Hasta tu madre rechazó las insinuaciones que sobre ese asunto hizo la matrona que me asistió en el parto. ¿Acaso sabes más que tu madre sobre partos?
Publio calló unos instantes y negó despacio con la cabeza. – De acuerdo con eso, pero es una lástima que tanta fuerza se pierda en el cuerpo de una mujer. – Publio hablaba como si hablara para sí mismo, como si estuviera solo-. Ojalá su hermano tuviera la mitad de vitalidad y determinación que esa niña. ¡Qué lástima que Cornelia sea una mujer! Ella debería haber sido Publio, ella debería haber sido un niño.
Emilia sintió las palabras de su marido. Le dolía que menospreciara tanto a Cornelia sólo por el hecho de ser rebelde y ser mujer, algo que le habría perdonado si la muchacha fuera un varón, pero, por otra parte, se quedó más sosegada de que Publio, pese a saber que la carta finalmente había llegado a su destino, no pasara a mayores y dejara correr aquel espinoso asunto sin mencionar más castigos que ella no estaba dispuesta a aceptar; pero también le dolía que despreciara a Publio hijo por el hecho de que éste no se mostrara tan osado como su hermana pequeña. Emilia percibió entonces una sombra tras ellos, y vio como la cortina del tablinium se movía. La intuición de madre hizo que dejara aquel detalle en secreto.
Publio hijo se separó de la cortina del tablinium, pero una esquina de la toga parecía haberse enganchado y tuvo que tirar de ella para poder zafarse de la tela que separaba la estancia en la que se encontraba del atrio. Una vez libre, se escabulló por la puerta trasera y desapareció. Consigo se llevó el desprecio de su padre.
La joven Cornelia lloró desconsoladamente durante horas en la soledad de su habitación. Nadie fue a verla ni a llevarle comida en el resto de la tarde o de la noche. Al día siguiente entró su madre con una bandeja con fruta. Ella no tenía hambre.
–Tu padre y tu tío y tu hermano van a salir para Asia esta misma tarde. ¿Quieres hablar con alguno de ellos? – le preguntó su madre con dulzura.
Cornelia negó con la cabeza.
Emilia suspiró.
–Lo que has hecho está mal -continuó ella ante el silencio de su hija-, pero tu padre al final ha decidido no castigarte más allá de recluirte unos días en la habitación. Luego quedas bajo mi tutela. Por favor, no me des motivos para castigarte más -dijo, y se levantó, pero cuando iba a salir se detuvo un instante y se volvió hacia Cornelia, que permanecía inmóvil, sentada en el borde de su cama, sin tocar la bandeja de comida-. De todas formas no creo que puedas volver a repetir tu rebelión, al menos en bastante tiempo, pues el Senado ha aprobado que Tiberio Sempronio Graco, junto con otros senadores, se incorpore a la campaña de Asia como tribuno de una legión. No sabía si decírtelo o no, pero creo que será mejor así. De esa forma no andarás intentando ver cómo comunicar con él. No estará aquí en mucho tiempo. Quizá le olvides y vuelva todo a su curso normal, Cornelia. Ahora, por favor, come algo. – Y se retiró cerrando la puerta despacio.
La joven Cornelia se quedó aún más quieta de lo que estaba antes. Graco iba a Asia bajo el mando de las legiones que comandaban su tío y su padre. Parpadeó varias veces mientras su mente pensaba a toda velocidad. Dio un salto y se sentó frente a la pequeña mesa que había en su cuarto. Le habían quitado todas las tablillas para escribir, pero tenía otras opciones. Abrió un joyero pequeño que poseía hacía tiempo, extrajo todas las joyas, descubrió entonces el doble fondo y sacó de él unas schedae. Mientras hacía todo eso su mente cambió de opinión. Había pensado volver a escribir a Graco para advertirle que la ira de su padre contra él aún sería más grande de lo que imaginaba después del episodio de la carta, pero por eso mismo lo pensó mejor y se dio cuenta que aquello, si volvía a descubrirse, tampoco ayudaría nada a Graco, así que, rápidamente, cambió el destinatario de su mensaje.
Querido padre:
No he querido nunca ofenderte y sólo deseo que los dioses te protejan a ti, a mi tío y a mi hermano en la campaña que emprendes hoy mismo, y rogaré a los dioses Lares y Penates cada día por vosotros. Imploraré a la diosa Fortuna que os sea propicia a ti y a mi querido tío Lucio y rezaré a Marte para que os dé fuerzas en esta guerra. Prometo comportarme con discreción y no dar motivo para que puedas volver a sentirte decepcionado por mis acciones. Sólo te transmito un ruego que pienso que es justo: no añadas más odio hacia Tiberio Sempronio Graco del que ya tienes. No sería justo que porque yo haya hecho algo que te parece impropio de una hija tuya, castigues con más desprecio y más odio a quien ya detestas. Ruego a los dioses para que volváis todos y ruego por que tras la guerra encontremos la forma de no odiarnos tanto entre los romanos.
Tu hija que te quiere y te adora siempre,
Cornelia menor
Nada más terminó de escribir la carta, la dobló y la depositó con cuidado sobre la mesa. A continuación, Cornelia menor se asomó por la puerta y llamó a una esclava. Ésta se acercó y la joven le susurró unas palabras para, de inmediato, volver a encerrarse en su cuarto. A los pocos minutos su hermano entró en la habitación.
–Una esclava ha dicho que querías verme.
–Sí, hermano, sí-dijo ella levantándose y acercándose para hablar en voz baja-. Lo primero es desearte que los dioses te protejan y rogarte que, por lo que más quieras, no hagas ninguna tontería, hermano.
Publio hijo sonrió. Le conmovió la preocupación de su hermana. Aunque su padre la apreciara más, no sentía envidia contra ella. Era difícil siendo hombre sentir algo malo contra Cornelia menor. En eso su padre estaba completamente solo.
–No te preocupes; sabré cuidarme y volveré para volver a ver a la hermana más guapa del mundo.
Emilia sonrió a su vez y miró al suelo, pero pronto recordó que había algo más.
–Y, por favor, te lo ruego, entrega esta carta a padre y, por favor, asegúrate de que la lee.
El joven Publio tomó la carta con cuidado. – No te preocupes. La leerá.
Cornelia sonrió agradecida, se acercó y le dio un beso suave en la mejilla. Su hermano la miró con afecto y desapareció por la puerta seguro de que, muy probablemente, ésa sería la última vez que viera a su hermana. Su padre estaba convencido de que era un cobarde, pero él estaba dispuesto a demostrar en la campaña de Asia que eso no era así. Y no le importaba perder la vida en aquel intento. No, no le importaba.
El rey Filipo V de Macedonia había envejecido con el paso del tiempo. Accedió joven al trono y durante años luchó por restablecer el antiguo poder de su reino, cuna del gran Alejandro Magno, pero todos sus esfuerzos habían culminado en una larga serie de fracasos: derrotado en numerosas ocasiones por las diferentes alianzas de ciudades griegas a las que se esforzaba infructuosamente en someter, vencido por los romanos en su pugna por recuperar Apolonia y su control sobre la costa adriática y, finalmente, no habiendo sido capaz de aprovecharse de la debilidad de Egipto para recuperar posiciones en el Egeo. Primero los griegos, luego los romanos y finalmente estos últimos de nuevo junto con la traición del rey Antíoco de Siria que se había comprometido a ayudarle contra Roma, habían puesto fin a todos sus sueños. Ahora, recluido en Pella, la capital de su denostado reino, arropado por el grueso de sus ho-plitas macedónicos, combatía sólo por defender su territorio de los ataques tracios del norte y de las ambiciones expansionistas de Roma y Siria. En medio de todo ese desastre, los romanos, eternos enemigos ya, solicitaban su ayuda. ¿Qué debía hacer él? Permitir a las legiones atravesar su territorio en dirección a Asia para enfrentarse contra Antíoco o imposibilitar tal trayecto y poner así en dificultades a Roma. ¿A quién odiaba más? ¿A Roma? ¿A Antíoco? Ahora ante él, un joven tribuno romano pedía permiso para atravesar Macedonia. ¿Qué debía decirle?
Filipo estaba cansado. No se sentaba en el trono, sino que se recostaba de lado; recibía a los embajadores entre aturdido y aburrido. No tenía ya grandes pretensiones ni aspiraciones que cumplir, por eso la arrogancia de los nuevos poderes emergentes en el mundo le resultaba tan molesta. Hacía veinticinco años, por las mismas puertas de bronce que acababa de cruzar el enviado de Roma, entraron los embajadores de un entonces poderoso Aníbal que le ofrecía un reparto del mundo entre Cartago y Macedonia a cambio de destruir Roma. Ahora Aníbal trabajaba para Siria y Roma sólo había hecho que crecer y crecer. Y aquel tribuno hablaba y hablaba.
Brindisium, sur de Italia. Principios de marzo del 190 a.C. Unas semanas antes de la entrevista con Filipo.
Estaban acampados a las afueras de Brindisium, al sur, en el final de la Via Appia. No se habían levantado fortificaciones porque aquél era territorio seguro y una ciudad amiga, el puerto desde el que embarcar hacia Apolonia, en la costa ilírica al otro lado del Adriático, desde donde continuar por tierra la ruta hacia el Helesponto, atravesando Grecia y la conflictiva Macedonia de Filipo. Publio aún no había decidido a quién se podría enviar a negociar con el rey de Macedonia. Era una misión muy arriesgada. Estaba meditándolo en el sosiego de su tienda, a la luz de dos lámparas de aceite cuyas llamas temblaban por la pequeña brisa que entraba desde el exterior, cuando su hijo apareció en la puerta. Publio padre le hizo un gesto para que entrara.
Su joven hijo pasó al interior y esperó en pie delante de su padre a que este último hablara. Apenas se habían cruzado un tímido saludo desde que salieran las legiones de Roma. Su padre parecía saber lo que pensaba.
–No te he hablado mucho durante el trayecto desde Roma, hijo, porque no quiero que piensen tus compañeros de armas que tengo preferencias por ti. He de tratarte como uno más, ¿lo entiendes?
–Sí, padre.
–Bien, por Castor y Pólux, eso está bien. Esta noche tomaremos una copa juntos. Mañana cruzaremos a Grecia y la campaña empezará de verdad, incluso puede que tengamos que combatir allí mismo si Filipo se obceca en no dejarnos pasar o enfrentarse a nosotros, ¿entiendes, hijo?
–Sí, padre -respondió de nuevo mientras tomaba una copa con vino que le acercaba un esclavo.
Publio padre se levantó y alzó su copa. – Por una campaña exitosa, hijo. – Por una campaña exitosa, padre.
Los dos bebieron hasta vaciar sus vasos y los dejaron sobre la bandeja que sostenía el esclavo que estaba junto a ellos y que, una vez depositadas las copas sobre la bandeja, salió con rapidez para dejar solos a los dos amos. Publio hijo no sabía muy bien qué comentar, es decir, no sabía bien qué consideraría oportuno su padre que él dijera. Se acordó entonces de la carta de Cornelia y la extrajo de debajo de su uniforme.
–Toma, padre -dijo el joven estirando el brazo con la carta de su hermana-. Es de Cornelia, para ti. Me la dio en Roma, pero no había tenido oportunidad de entregártela hasta ahora.
Su padre miró la carta con recelo, pero le pareció demasiado violento despreciársela a su hijo, así que la cogió y la dejó en la mesa de los mapas, en el centro de la tienda. Publio hijo recordó las palabras de Cornelia: «Asegúrate de que la lee.» El muchacho apreciaba a su hermana con afecto sincero. Sabía que había mucha tensión entre ella y su padre. Quiso interceder.
–¿No vas a leerla, padre?
–Luego -le respondió su padre con parquedad-. Ahora quiero hablar contigo.
–Te escucho, padre.
–Bien. Mejor así. Sé que tu madre piensa que soy demasiado estricto contigo, pero vas a heredar mi nombre, vas a ser el nuevo pater familias de los Escipiones, la familia más poderosa de Roma, lo que te hace ser uno de los hombres más poderosos del mundo, si no el más. Eso será en poco tiempo. Aquí ya no importa si fuiste mejor o peor en el adiestramiento con Lelio. Aquí sólo importa el valor, el honor y la dignidad en el campo de batalla. No cometas locuras, pero no me avergüences. Sólo te pido eso. No has de ser un héroe, pero no me deshonres en combate. ¿Lo has entendido? Esto es lo más importante de todo.
–Lo he entendido, padre. Haré todo lo necesario para que estés orgulloso de mí.
–Bien, bien, entonces. Es hora de que descanses. Mañana será una larga jornada para todos. Hay fuertes vientos y Neptuno puede que quiera entretenerse con nosotros mañana zarandeando nuestras quinquerremes. Ve ahora a tu tienda y descansa.
–Sí, padre. – Y Publio hijo se dio media vuelta y, al hacerlo, vio la carta de su hermana olvidada sobre la mesa de los mapas. Pensó en decir algo, pero a su padre no le gustaría que insistiese. Era mejor dejar las cosas así. Con toda seguridad su padre volvería sobre los mapas a lo largo de la noche y vería la carta y, aunque sólo fuera por curiosidad, la leería.
Publio padre se quedó a solas. El chisporroteo suave de las lámparas de aceite era el único sonido que perduraba en el silencio de la noche. Los legionarios dormían. El general de generales se acercó a los mapas. Había trazado sobre Grecia la ruta más corta para llegar al Helesponto y Macedonia se interponía en su camino. Paseando su vista observó un papel que ocultaba parte de Asia. Era la carta de su hija. Publio la cogió, se separó de la mesa de los mapas y se sentó en la pequeña sella que tenía en un extremo de la tienda. Recordó entonces que había ordenado que le quitaran a su hija todo lo necesario para escribir cartas, y, sin embargo, una nueva misiva. Más allá de la rebeldía valoraba la inteligencia de su hija. Estaba enfadado, pero orgulloso al mismo tiempo. Abrió la carta y empezó a leer. Su rostro estaba serio mientras avanzaba atento por las líneas que había escrito su hija. Todo iba bien hasta que sus ojos chocaron con el nombre de Tiberio Sempronio Graco escrito por las pequeñas manos de Cornelia. Publio dejó entonces de leer y, sin acabar la carta, se levantó despacio pero decidido y se acercó a una de las lámparas de aceite aproximando un extremo de la carta a la parte superior de la llama. Las schedae prendieron con facilidad y Publio padre sostuvo la cana incendiada en la mano hasta que las llamas se acercaron peligrosamente a lamer las yemas de sus dedos. Sólo entonces la dejó caer sobre el plato de la lámpara y la miró mientras terminaba de consumirse lentamente hasta no quedar nada, hasta quedar muda para siempre. El cónsul de Roma, su hermano Lucio, entró entonces en la tienda.
–He visto luz -dijo Lucio-, ¿no vas a acostarte?
Publio ignoró la pregunta.
–Ya sé a quién vamos a enviar a negociar con Filipo -dijo Publio con seguridad. Al oír el nombre del elegido, a Lucio le pareció bien y sonrió.
Pella, Macedonia. Finales de marzo de 190 a.C.
Graco supo, en cuanto vio el rostro de rabia controlada que Publio Cornelio Escipión puso cuando el Senado aprobó su incorporación como tribuno a la campaña de Asia, que no lo tendría fácil, pero aceptó la misión porque Catón, en este punto, tenía razón: era conveniente vigilar a los Escipiones de cerca y era cierto que su nombre, su familia, los Sempronios, concitaban el suficiente consenso como para ser enviado por el Senado a Asia junto a los Escipiones, eso sí, bajo el mando de estos últimos. Sea como fuera, ya no había marcha atrás. Roma quedaba ya lejos, a muchas millas de distancia, a muchos días de viaje. Ahora el presente de su vida lo marcaba Macedonia.
Graco entró en Pella, la gran capital de aquel legendario reino que vio nacer a Alejandro Magno, la que acogió a Aristóteles, la ciudad en la que Eurípides estrenaba sus obras. Tiberio Sempronio Graco admiró las grandes murallas de ladrillo, el perfecto trazado de las calles, la ausencia de suciedad gracias a un elaborado sistema de alcantarillado que ya desearía Roma para sí misma, y, al final del trayecto, justo en el centro, una enorme agora donde los macedonios se reunían en el pasado para decidir sobre el gobierno de un imperio que se extendía desde allí hasta la India. Ahora el agora estaba transformada en un gran mercado de alfarería, cerámica, vidrio, ganado y verduras. Se detectaba la decadencia creciente en algunos edificios maltrechos que rodeaban el agora y que se erigían junto al gran palacio que el rey Arquéalo hiciera levantar hacía dos siglos. Él fue quien decidió trasladar la capital de Macedonia de la antigua Egas a Pella. Y Pella vivió su gloria igual que ahora vivía su declive, pero Graco sabía que no debía dejarse engañar: Macedonia, derrotada por etolios, romanos y sirios había perdido gran parte de su poder, pero era un gigante malherido capaz aún de dar zarpazos mortales con sus disciplinadas falanges de guerreros indómitos. No, no había que confiarse y debía mostrarse cauteloso, especialmente ante un rey de quien se conocía su mal carácter, un rey que no dudó en el pasado en pactar con Aníbal y que debía decidir ahora si seguir aliado con los enemigos de Roma o si, por fin, actuar de forma que ayudara a los intereses de la república del Tíber.
Los soldados macedonios que escoltaban a Graco le hicieron esperar en una gran sala repleta de mosaicos hermosos que cantaban las antiguas gestas de una ya casi olvidada todopoderosa Macedonia. Eran trabajos exuberantes en tamaño y nítidos en el detalle, elaborados sobre fondos oscuros y terminados con tonos claros mediante millares de teselas de entre las que se veían brillar algunas en aquellos mosaicos más recientes. Graco se acercó y observó con admiración que los artesanos macedonios estaban sustituyendo la técnica de las teselas antiguas por nuevas teselas de vidrio. La evolución no se había detenido en Macedonia del todo, al menos no en su arte.
–El rey te verá ahora, romano -dijo un soldado sobresaltando a un absorto Graco. El tribuno se volvió y siguió a aquel guerrero hoplita hacia el interior del salón del trono. Al instante, ante él, sentado en un gran sillón real, el rey Filipo V de Macedonia le miraba reclinado, con el mentón apoyado sobre su mano derecha y en silencio. Al principio, Graco dudó, pero ante la perseverancia en el silencio, el tribuno al final se decidió y en un griego correcto se dirigió al gran rey.
–Te saludo, Filipo V de Macedonia. Mi nombre es Tiberio Sempronio Graco, tribuno. Vengo enviado por Lucio Cornelio Escipión, cónsul romano al mando de las legiones que se dirigen a Asia a combatir contra un enemigo común, el rey Antíoco de Siria… -Graco iba a continuar, pero el rey le interrumpió incorporándose un poco y apoyando su espalda en el respaldo del trono.
–Soy yo, romano, quien decide quiénes son mis amigos o mis enemigos, no un enviado de cualquier cónsul a quien no reconozco poder sobre mí o mi pueblo para decidir nada.
Graco comprendió que había empezado con mal pie, aunque estaba convencido de que hubiera dicho lo que hubiera dicho, habría sentado mal a aquel rey amargado y envejecido por el tiempo y la guerra.
–Solicitamos permiso del gran Filipo V para cruzar Macedonia en dirección a Asia -resumió así con rapidez Graco la esencia de su embajada.
–¿Y por qué, si puede saberse, debo de facilitar algo a Roma después de tantos años en guerra, después de que Roma haya ayudado a las ciudades griegas rebeldes y después de que Roma mantenga invadida la costa del Adriático que me pertenece?
No iba a ser fácil. Tiberio Sempronio Graco meditó un segundo antes de responder, pero al poco reinició su discurso con serenidad. Tenía poco margen de maniobra. Sólo podía intentar satisfacer el orgullo herido de un rey que siente cómo su poder se desvanece.
–Es posible que mantengas justas querellas con Roma y no soy yo quien pueda valorar las mismas; sólo soy un enviado con un mensaje en que se solicita permiso para cruzar Macedonia sin entrar en combate.
–¿Y si no concedo el permiso? ¿Por Heracles, qué hará entonces tu querido cónsul Lucio Cornelio Escipión?
Graco sabía que las alternativas que tenía el ejército romano expedicionario en Grecia eran fletar una flota para cruzar el Egeo, algo siempre arriesgado pues quedarían a merced del mar y sus tormentas, frecuentes aún en aquella época del año, o entrar en guerra abierta con Macedonia para abrirse camino hasta los estrechos del Helesponto. Lo segundo, por supuesto, conllevaría enormes pérdidas y debilitaría el ejército que finalmente cruzaría a Asia aumentando la ventaja de Antíoco sobre ellos. Graco decidió no responder a la pregunta del rey y razonar de forma diferente.
–Antíoco no ha cumplido sus promesas con Macedonia en el pasado, ¿por qué tendrías ahora que ayudarle dificultando nuestro avance? ¿Por qué vas a premiar la desidia de Antíoco para con vosotros poniéndote ahora a su lado? Es positivo para la propia Macedonia que nuestras legiones lleguen a Asia rápido y sin tener que combatir antes. Los intereses de Macedonia y Roma en este punto son coincidentes. – Graco no estaba seguro de que su griego fuera lo suficientemente preciso para transmitir con claridad a Filipo la idea que estaba presentando; la faz seria, distante, poco confiada del rey confirmaba que no le estaba convenciendo. Iba a continuar, pero Filipo V de Macedonia se levantó de su trono y le interrumpió una vez más.
–Hablas y hablas, tribuno, pero yo estoy cansado de escuchar a Roma. Estoy cansado de recibir a embajadores con promesas que nunca se cumplen. Primero fue Aníbal, luego Roma, luego Antíoco. Nadie ha cumplido su parte con Macedonia y todos están en deuda conmigo. Mi reino está acosado por todos y todos me piden luego ayuda. Estoy harto de todos, romano. Y estoy mayor. No tengo ganas de más debates absurdos. Lo único que me sosegaría el ánimo es matar a tantos romanos, cartagineses y sirios como pudiera, y creo que eso es lo que voy a hacer, empezando contigo, romano.
Los guardias macedonios hablaban el dialecto local del griego, pero entendían la variante que su rey estaba usando lo suficiente como para desenvainar sus espadas y acercarse al joven tribuno de Roma. Tiberio Sempronio Graco, en un acto reflejo, se llevó la mano a la cintura, pero había sido convenientemente desarmado por los guardias antes de entrar a palacio. Se quedó entonces quieto, en medio del salón del trono, aguardando su ejecución, pensando en alguna forma de eludir la muerte, pero no había ventanas en aquella sala y la única puerta de acceso estaba flanqueada por los guardias macedonios que se aproximaban tan lenta como inexorablemente, hasta que, de pronto, el rey Filipo se sentó de nuevo y levantó su mano derecha. Los soldados envainaron sus espadas y retrocedieron tomando sus posiciones junto a las paredes laterales y junto a la puerta de entrada al salón. Graco exhaló un largo suspiro de aire y miedo contenidos.
–Tienes suerte, romano, de que no me guste actuar sin ponderar mis acciones. Pasarás esta noche en palacio. Y te servirán de comer y de beber. Incluso te mandaré una esclava. – Y se levantó mientras seguía hablando y descendía del trono para pasar por delante de él escoltado por una docena de guardias-. Y yo de ti comería y bebería y disfrutaría de la esclava, porque igual es tu última cena y la última vez que compartas el lecho con una mujer, pues, a lo mejor, al amanecer confirmo mi decisión de empezar mi venganza sobre todos mis enemigos cortándote la cabeza. – Y se alejó en dirección a la puerta, sin mirarle, riendo a carcajadas que reverberaron entre las sombras de aquel terrible salón repleto de historia, traiciones y muerte.
Cruzado el Adriático, las legiones de Lucio y Publio Cornelio Escipión avanzaron hacia el sur para intimidar a los etolios. El objetivo era continuar con el asedio que Acilio Glabrión había iniciado de Amfisa, la capital etolia. Los etolios se habían aliado con Antíoco III de Siria, pero el repliegue de éste tras la derrota en las Termopilas les había dejado solos frente a la ira de Roma. Pese a todo, las murallas de la acrópolis de su capital habían resistido el asedio de las tropas romanas de Glabrión y Publio, aunque consciente de que no se podía proseguir el avance por Grecia sin resolver el problema de los etolios en su retaguardia, era remiso a continuar con un asedio que les podría retener durante meses en Grecia sin llegar nunca a alcanzar Asia antes de que el mandato consular de su hermano y de Lelio expirasen. Había que resolver la rebelión de los etolios con rapidez mientras Graco negociaba en el norte el paso de las legiones por Macedonia. Se consiguió, al fin, que embajadores atenienses intercedieran entre las legiones y los etolios de Amfisa y se alcanzó una paz entre Roma y la liga etolia que permitía que las tropas de Lucio y Publio pudieran proseguir con una retaguardia más controlada su avance hacia Asia, el objetivo principal de aquella campaña.
Una vez pactada la tregua con los etolios, Lucio, al igual que el resto de tribunos y oficiales, esperaba que Publio ordenara que las legiones detuvieran su avance hacia el sur para montar un campamento allí mismo y así no tener luego que desandar todo lo andado si al final Graco conseguía que Filipo accediera al paso del ejército de Roma por su territorio en dirección a Asia. Sin embargo, Publio permanecía en silencio en medio del improvisado praetorium de campaña. El cónsul lanzó una mirada rápida al resto de los que allí se habían congregado y, veloces, Silano, Domicio Ahenobarbo y el resto de oficiales salieron del recinto. Ambos hermanos quedaron a solas. Lucio no preguntó. Respetaba los meditabundos silencios de Publio.
Escopas se movía con cierta dificultad. Sus sesenta años pesaban como una losa sobre sus maltratados huesos y sus heridas, especialmente la recibida en la batalla de Panion. Se sentó en un banco de piedra frente a su austera casa levantada en la ladera de la acrópolis de la ciudad. La casa estaba semiderruida fruto de los proyectiles que romanos y etolios habían intercambiado durante el asedio de Acilio Glabrión, pero, pese a su terrible estado, seguía siendo su casa y él era hombre habituado a paisajes de guerra. Al final, después de tantos años en el exterior como mercenario, la guerra había llegado hasta su casa, a la mismísima Amfisa. Sus conciudadanos aún estaban nerviosos, y es que los romanos no habían detenido el avance de sus tropas y eso que los etolios habían aceptado la tregua propuesta por los intermediarios atenienses. A casa del veterano strategos llegaron los nuevos oficiales de la liga etolia para consultarle cómo establecer una defensa. El viejo general les dio una respuesta que no ayudó demasiado a tranquilizarles.
–Los generales romanos han pactado una tregua con los etolios. Lo normal es que cumplan lo pactado.
–Pero siguen avanzando hacia el sur; ¿y si no cumplen lo que han dicho? – inquirió casi con despecho uno de los jóvenes nuevos oficiales del ejército etolio. El resto le miró con sorpresa. Aquélla no era forma de dirigirse al mayor general que los etolios habían tenido en muchos años. Escopas era una leyenda viva, un strategos que había combatido contra Filipo de Macedonia y contra el mismísimo Antíoco de Siria cuando actuaba como general en jefe del ejército Egipcio en Asia. Incluso los lógicos nervios provocados por la progresión de las legiones romanas hacia su ciudad no eran justificación suficiente para interpelar así a Escopas.
El veterano strategos miró de reojo al joven oficial. Respondió lacónicamente, ignorando el tono de la pregunta.
–Si los romanos no cumplen lo pactado nos masacrarán. Sin el apoyo del rey Antíoco poco podremos resistir. Si ésas son las circunstancias, mi consejo es huir -todos callaban-, pero es raro que tengan interés en perder tiempo con nosotros y nuestra pequeña ciudad cuando su objetivo real, a quien buscan en realidad y con quien querrán enfrentarse antes de que regrese el invierno es el rey Antíoco; la cuestión es ¿por qué tras pactar una tregua con nosotros, por todos los dioses, por qué siguen hacia el sur? Eso no tiene sentido y los romanos nunca hacen nada sin sentido. Algún motivo les impulsa hacia el sur.
En ese momento llegó un jinete etolio que venía del norte. Desmontó y se situó frente a Escopas.
–Los romanos… se han detenido… -hablaba entrecortadamente- a un día de marcha… y envían emisarios.
El alto mando de la liga etolia permaneció en espera de la llegada de esos emisarios romanos en Amfisa. Escopas, por su parte, se quedó a dormir en su semiderruida casa, al abrigo de un lar reconstruido en el que prendió una hoguera que le calentó durante el frío de la noche. Al amanecer llegó a la ciudad una turma de caballeros romanos. Fueron recibidos por los oficiales etolios en el agora de la ciudad. Escopas, fuera de la acrópolis, acurrucado junto a su nueva chimenea, se sentía ya más ajeno a las diputas del mundo de los vivos, recluido en el silencio de su casa. Si querían su consejo ya le buscarían. Él ahora pensaba más en cómo ir recomponiendo algunas paredes y el techo antes de que una tormenta de primavera se llevara por delante lo poco que quedaba aprovechable de la estructura de la vivienda, pero, al poco tiempo de concluir la entrevista entre los romanos y los oficiales etolios, estos últimos enviaron un mensajero a ver a Escopas. El strategos griego le recibió mientras bebía algo de leche y comía bajo una higuera sin hojas un poco de queso que le servía una hermosa joven esclava que había adquirido con el poco dinero que había podido salvar de sus campañas militares del pasado, de sus años de lucha como mercenario de reyes extranjeros en tierras lejanas y bárbaras.
–Ya sabemos por qué han seguido avanzando hacia el sur -dijo el mensajero sin tan siquiera presentarse; Escopas veía cómo ya no se respetaba nada.
–¿Y bien? – se vio obligado a preguntar ante el impertinente silencio del recién llegado. Parecía que al joven mensajero le costara hablar, como si tuviera miedo o como si estuviera confuso o quizá ambas cosas a un tiempo.
–Han seguido avanzando hacia el sur porque… porque el general romano, el que llaman Africanas, dicen que quiere entrevistarse con el strategos Escopas. – El aludido dejó de masticar el queso que estaba comiendo y detuvo el movimiento de su mano que acercaba a la boca un cuenco con leche. Así se quedó un instante; luego, en lugar de beber, dejó el cuenco intacto sobre la mesa, con lentitud. Un general de Roma había desplazado dos legiones hacia el sur durante días porque quería entrevistarse con él. Su vanidad estaba plenamente satisfecha. Aquella mañana ya no necesitaba más alimento.
Escopas llegó al praetorium del campamento romano levantado en el corazón de Grecia escoltado por una treintena de caballeros romanos. Había aceptado la invitación del cónsul Lucio Cornelio Escipión de acudir a una entrevista, aunque sabía, tal y como le habían comunicado los mensajeros romanos, que era el propio Africanus, el hermano del cónsul, el general que había derrotado a Aníbal y doblegado a varios ejércitos cartagineses y númidas, el que deseaba hablar con él. Los centinelas apostados a la puerta del praetorium se hicieron a un lado mientras dos de ellos descorrían las telas que daban acceso al interior.
Escopas se encontró en el centro de la tienda frente a un solo hombre que, sentado en una amplia butaca, le observaba en silencio.
–Mi nombre es Publio Cornelio Escipión -dijo en un perfecto griego el romano que le contemplaba sentado desde una pequeña sella; a Escopas le gustó la austeridad de aquel asiento y del resto de la tienda; estaba ante otro guerrero-, aunque muchos me conocen con el sobrenombre de…
–Africanus -interrumpió Escopas mientras miraba a su alrededor buscando un sitio donde sentarse. El romano no pareció sentirse molesto por su altanería, sino que sonrió y señaló a su derecha. Escopas se acercó donde se le indicaba y tomó otra pequeña sella, la situó frente al general romano al tiempo que retomaba la palabra-. Deberás disculpar a un pobre y viejo guerrero, pero mis huesos están demasiado ancianos para sostenerme en pie mucho tiempo sin que mi cuerpo se resienta. – Escipión asintió en señal de aceptación y Escopas se sentó exhalando un profundo suspiro. El veterano strategos no vestía ya como un militar, sino que se limitaba a llevar una túnica gris, no muy larga y de mangas cortas que permitían que tanto brazos como piernas respiraran libres en medio de los calores propios de aquella región en una recién inaugurada primavera, lo que permitía que Escipión pudiera ver todas y cada una de las múltiples cicatrices que cruzaban el cuerpo algo ya encogido del strategos etolio. Escopas se dio cuenta de lo que observaba la intensa mirada del general romano y apuntó una explicación-: Son muchas las batallas que han dejado huella en mi piel.
–Muchas, sin duda. Yo, sin embargo, sólo tengo una cicatriz. – Y se llevó la mano a la pierna donde la espada de Aníbal se hundió en su ser durante la batalla de Zama.
–Una sola, pero para mí suficiente. Una cosa es ser un cobarde que nunca entra en combate y otra muy distinta arriesgarse sin sentido. Yo he pecado a menudo del segundo vicio, especialmente en mi juventud.
Escipión agradeció el comentario con una sonrisa. Todos hacían siempre referencia a que aquella herida de la pierna era provocada por Aníbal y siempre terminaban colmándole de halagos innecesarios. Escopas no era un adulador. Era un guerrero. Eso le gustó a Publio, pues con un guerrero era con quien quería hablar.
–¿Deseas beber algo, comer algo? Puedo ofrecerte excelente vino y muy buen queso. Poco más. En campaña los placeres son escasos.
Escopas negó con la cabeza.
–Estoy bien. Soy hombre ya de poco comer y prefiero beber por la noche. – Entonces pensó que quizá estuviera resultando innecesariamente hostil y añadió-: Pero si Africanus desea beber vino yo le acompañaré a gusto.
–No; si no sueles beber a esta hora, podemos dejarlo. Como imaginarás no he desplazado las legiones dos días de marcha hacia al sur para tomar una copa.
–Lo imagino, sí, pero no veo qué más pueda tener yo que tanto pueda interesar al gran general de Roma.
Publio no tenía ganas de andarse por las ramas. Había forzado un avance hacia el sur aun cuando ya se había pactado la tregua con los etolios. Para muchos de los oficiales aquel movimiento era una exhibición de fuerza innecesaria cuando el enemigo a batir, Antíoco, el rey de Siria, se fortalecía en Asia. Todos habían esperado que las órdenes, tras pactar con los etolios, fueran las de partir raudos hacia el norte para atravesar Macedonia y cruzar el Helesponto en busca del enerrugo. Era cierto que había que negociar con Filipo para conseguir el paso libre por Macedonia, misión a la que se había enviado a Tiberio Sempronio Graco, de quien aún no se tenían noticias, pero nadie veía por qué ir hacia el sur para andar un camino que luego debería desandarse en cuanto se lograra un acuerdo con el rey macedonio. Escopas lanzó una pregunta cargada de dudas y amor propio entremezclados.
–¿Has desplazado veinte mil hombres hacia el sur sólo para hablar conmigo? Mi vanidad se empeña en que crea que así es, pero a mí me parece militarmente un error y en lo que conozco sobre Africanus no hay errores de este tipo.
Publio Cornelio Escipión puso una mano sobre otra a la altura del pecho, sus dedos se entrelazaron, alguno resonó en un chasquido seco; luego los dedos de la mano derecha rascaron con las uñas el dorso de la mano izquierda. Dejó de nuevo las manos caídas, relajadas sobre sus muslos firmes, apoyados de forma sólida sobre la tierra de Grecia.
–Tu vanidad no te confunde. He hecho realizar dos jornadas de marcha a las legiones para hablar contigo. Pensé en desplazarme con un pequeño grupo de jinetes, pero Grecia es aún una tierra llena de enemigos de Roma y, como bien dices, no es más inteligente el general que se arriesga de forma absurda. Considero esta entrevista necesaria y considero que mi seguridad también lo es, ambas cosas son buenas para el bien de Roma. Si por ello he de desplazar veinte mil hombres, veinte mil hombres se ponen en marcha.
En ese momento entró en el praetorium Lucio. Escopas se volvió para ver quién era, y al ver el imponente uniforme del cónsul de Roma al mando de aquellas tropas, recubierto con el paludamentum púrpura, el strategos griego se levantó casi sin querer. Nunca había visto a un cónsul de Roma.
–Ya estamos todos -dijo Publio alzándose en señal de respeto a su hermano, de la misma forma que había hecho Escopas, un gesto del etolio que Publio agradeció. Tras Lucio entró e\ proximus lictor con la sella curulis plegada y que abrió al lado de la sella de Publio, en el fondo de la tienda. Acto seguido el soldado desapareció dejando solos a los tres hombres. Todos tomaron asiento. Lucio en su sella curulis, tal y como le correspondía en orden a su cargo, y Publio y Escopas en sus respectivas sellae.
–¿Hay noticias? – preguntó Publio a su hermano en latín. Lucio sabía que preguntaba sobre Graco y su misión de negociación con el rey Filipo.
–Aún no.
–Sea. Tenemos entonces unos minutos para dedicarle a nuestro invitado, hermano. Éste es Escopas, el hombre del que te hablé.
Lucio asintió mientras miraba al guerrero etolio. No vio nada en él que le hiciera entender la importancia de avanzar dos días hacia el sur para entrevistarse con aquel hombre, fornido, sí, pero no muy alto y claramente envejecido. Puede que aquel guerrero hubiera luchado contra muchos ejércitos, pero no le parecía que su experiencia fuera tal como para justificar aquel rodeo por territorio griego. En todo caso, había seguido el consejo de su hermano y había ordenado el desplazamiento de tropas. Al menos, hasta sus oídos había llegado el miedo que aquel avance había despertado en los etolios, más aún por lo inesperado tras haber pactado una tregua. No estaba de más imponer un poco de miedo. Más allá de eso, todo aquello no tenía mucho sentido para Lucio.
–Mi hermano -reinició así Publio su parlamento en griego-. También es de los que cree que me he excedido con mi insistencia de querer ver al veterano Escopas. – Lucio le miró negando con la cabeza, pero Publio levantó la mano para que no le interrumpiera-. En cualquier caso, no me suele gustar estar mucho tiempo quieto en un mismo sitio. Es mejor que el enemigo no sepa dónde estás, ¿no crees? – dijo Publio inclinando su cuerpo hacia delante.
–Es una estrategia, útil en ocasiones -concedió el griego.
Publio no dejó más espacio a los preámbulos.
–Panion, Escopas, ¿qué pasó en Panion? He venido hasta aquí porque quiero saber lo que pasó en esa batalla. El ejército egipcio estaba bien pertrechado y era numeroso y luego estabas tú con tu ejército de etolios experimentados. ¿Qué pasó? ¿Por qué una derrota tan…? – Y aquí Publio se echó hacia atrás sin poner el calificativo. Estaba claro que no quería herir el orgullo de su invitado.
–Tan… ¿abrumadora, desastrosa, completa? – concluyó Escopas en su lugar.
Publio asintió. Escopas inspiró aire. Aquel general romano había venido allí para saber más, a través de él, del enemigo al que debía enfrentarse. El romano quería saber más de Antíoco. Aquello era inteligente por su parte, pero…
–¿Y por qué debo darte información, Africanus} ¿Qué gano yo con ello?
Publio suspiró y asintió. Había esperado aquella pregunta. Tenía preparada la respuesta.
–La tregua entre Roma y los etolios es endeble. El reciente levantamiento de los etolios contra Roma para apoyar el avance de Antíoco sobre Grecia es una herida profunda en las relaciones entre Roma y los etolios. Tu colaboración es una forma de fortalecer esta tregua y de transmitir a Roma el deseo de los etolios de no combatir más contra Roma. – No era una gran respuesta, pero era lo mejor que tenía.
Escopas rumió en silencio aquellas palabras.
–¿Se retirarán las legiones hacia el norte?
–En cuanto terminemos esta conversación partiremos hacia el norte y respetaremos la tregua y… y habrás fortalecido nuestra voluntad de defender ante el Senado de Roma que los etolios, aunque fuera al final, colaboraron en la campaña de Roma contra Antíoco.
No era gran cosa. Se trataba sólo de palabras, pero eran las palabras del mayor general de Roma, del princeps senatus, el más veterano senador, las palabras de una de las mayores autoridades de aquel inmenso poder que emanaba de Roma. Tampoco era algo desdeñable. Escopas se pasó las yemas de los dedos de su mano izquierda por los labios. Al fin, asintió despacio y empezó a hablar, yendo directamente al asunto sobre el que se le había preguntado.
–Nuestra falange central resistía bien, y eso que los argiráspides de los seléucidas y, en general, toda su falange, dirigida por Antípatro, estaban bien armados y bien entrenados. Las tropas de Antíoco estaban curtidas en las batallas de oriente. Eran buenos, pero mis etolios luchaban con bravura y los egipcios, sobre todo los nativos, aunque poco profesionales, combatían por su tierra y vendían muy caro cada paso que se veían obligados a ceder ante el empuje de un enemigo mejor y más poderoso. – Escopas se percató de cómo los dos generales romanos se inclinaban ligeramente hacia delante en sus asientos; pocas veces había tenido un público más atento-. El problema grave fue la caballería. Nuestros jinetes resistieron las primeras acometidas de los dabas y otras unidades seléucidas, pero entonces llegó el desastre. – Escopas magnificó el impacto de sus palabras con un retórico silencio que alargó el suspense-. Antíoco ordenó intervenir a los catafractos. Centenares, miles de jinetes blindados de pies a cabeza, con caballos protegidos de igual forma, se abalanzaron sobre las alas de mi ejército. Yo mismo acudí en socorro de uno de los extremos de la formación y lo pude ver con mis propios ojos. Los catafractos son lentos, eso es cierto, pero son indestructibles, son completamente invencibles. En poco tiempo mis dos alas de caballería estaban desarboladas, destrozadas, mis jinetes abatidos o en franca huida, los caballos etolios y egipcios heridos, muertos o sin guerreros que los gobernaran. Y los catafractos no se detenían y giraron hacia el centro en busca de la falange que, a duras penas, resistía contra los argiráspides sirios. Es un milagro que consiguiera replegarme hacia Sidón y salvar unos miles de soldados con los que hacerme fuerte en aquella ciudad hasta negociar mi salida y retorno a Grecia. Nos masacraron sin casi esforzarse y sin ni siquiera hacer entrar en combate a las decenas de elefantes que traían consigo; sólo los hizo entrar en batalla para masacrarnos mientras nos retirábamos; apisonaron a los egipcios como si fueran hormigas. – Hizo otra breve pausa en la que encontró el atrevimiento suficiente para lanzar una pregunta directa a Publio-: ¿Lleváis elefantes, romano?
Publio permaneció en silencio. Tenían apenas docena y media de elefantes, pero insuficientemente adiestrados y, además, las legiones no estaban acostumbradas a combatir con ellos. Era como prácticamente no tener. Escopas respondió al silencio de Publio con un resumen final de Panion y otra pregunta.
–Nada ni nadie puede detener a los catafractos de Antíoco. Primero el rey sirio te lanza su infantería, sus carros escitas, sus elefantes si le parece, sus unidades de élite y si, pese a todo pronóstico, consigues mantener la posición, lanza por las alas a su caballería blindada. Los catafractos lo arrasan todo a su paso, te desbordan por las alas y luego se vuelven contra tu retaguardia. Es siempre la misma estrategia, pero no hay nada que pueda detenerlos. Nada ni nadie. En las Termopilas Antíoco no utilizó el grueso de su caballería acorazada, pero ahora ya no menospreciará el poder de las legiones y acudirá al campo de batalla con todo lo que tiene. ¿Tenéis acaso caballería blindada?
No tenían. Publio y su hermano callaban. Publio observó que Lucio se movía de forma incómoda en su sella curulis.
–Somos nosotros, strategos, los que hemos venido a hacer preguntas -dijo al fin Publio. Escopas asintió despacio y se inclinó hacia atrás. Le gustaría dejar caer su espalda cansada de tantas batallas sobre algo blando o duro, pero aquel asiento carecía de respaldo. Echaba de menos el banco frente a su casa, a la sombra de la higuera, el transcurrir lento de los días sin sangre, sin mandar a miles de hombres a una lucha incierta, días en paz. Escopas decidió no hacer más preguntas, tal y como se le acababa de indicar, pero no se privó de emitir su sentencia sobre el futuro de aquellas legiones.
–Camináis hacia vuestra destrucción -pronunció el strategos con la calma de quien evalúa algo que no le concierne personalmente, pero, a su vez, con la frialdad que da la distancia-. Sin caballería blindada que oponer a los catafractos éstos pasarán por encima de vuestros jinetes y de vuestras legiones para que luego los elefantes se distraigan pisoteando los cadáveres. Igual que en Panion.
Tanto detalle en la evaluación del strategos era innecesario, pero era una pequeña victoria moral que el veterano etolio se permitía ante quien acababa de forzar una tregua que suponía una derrota para su pueblo. Los etolios, como el resto de Grecia, ya no eran libres, sino que estaban a merced de los romanos. No podían evitar en el fondo de su alma, alegrarse de que hubiera un enemigo, Antíoco, al que los romanos temían de verdad.
Publio Cornelio Escipión respondió sin elevar el tono de voz, sin mostrar ni un ápice de nerviosismo o de irritación ante las palabras de Escopas.
–Te olvidas de un pequeño detalle, strategos. Escopas admitió para sí mismo que el romano había captado su atención.
–¿Un detalle? ¿Qué detalle? Escipión sonrió.
–Soy Publio Cornelio Escipión, al que llaman Africanus, y estoy invicto en el campo de batalla. Nadie nunca me ha derrotado. – Y con cierta petulancia, quizá algo forzada, añadió-: Y nadie, strategos, nadie nunca lo hará.
Escopas pensó en decir que siempre había una primera vez para todo, pero no tenía ganas de forzar más su suerte y, pese a su orgullosa respuesta, el general romano estaba preocupado por el relato de la batalla de Panion que acababa de escuchar. El strategos etolio sabía leer en los ojos de los hombres y preocupación era lo que rezumaba en la mirada de Publio Cornelio Escipión. Eso, sin embargo, le concedía una posibilidad: el romano parecía no menospreciar al enemigo. Ésa era una base, no suficientemente sólida sin caballería blindada que oponer a los catafractos, pero era una pequeña base sobre la que podría trabajar aquel general.
–Creo que mi presencia ya no puede reportar más a Roma -dijo Escopas, y se levantó con lentitud.
–Has sido muy amable por venir a esta entrevista, strategos -respondió Publio-. Una turma de nuestros jinetes te acompañará de regreso a tu ciudad. Que tus dioses te protejan.
Escopas inclinó la cabeza ante Publio, luego ante Lucio, dio media vuelta y desapareció por la puerta del praetorium. Los dos hermanos y generales romanos quedaron a solas.
–No hemos sacado mucho de esta conversación -dijo Lucio.
–Bueno… hemos confirmado algo que tenía en mente desde hace tiempo.
Lucio miró a su hermano a la espera de que éste precisase más. Publio se explicó.
–Los catafractos son invencibles.
Lucio suspiró. Aquel comentario no era precisamente muy motivador.
–Pero tenemos buenas tropas, buenas legiones, bien adiestradas, y unos buenos cuerpos de caballería y Pérgamo acudirá con refuerzos si cruzamos a Asia.
–Así es, hermano, pero contra los catafractos no podemos salir victoriosos con nuestra caballería. Éste es un enemigo nuevo para nosotros.
Un instante de silencio y Lucio dio un respingo en su asiento. – ¿Y si creáramos una unidad similar?
–Lo he pensado, Lucio, lo he pensado. Es una buena idea, pero nos falta tiempo. Copiamos las naves cartaginesas, pero para ello nuestros antepasados se hicieron con embarcaciones púnicas abandonadas tras un naufragio. Adoptamos las espadas iberas para nuestras tropas, pero tras años de luchar contra ellos y de recopilar cientos de armas enemigas. No podemos inventarnos una fuerza de catafractos sin luchar antes contra ellos, sin ver cómo son exactamente sus protecciones, sin ver cómo maniobran. No tenemos ni el tiempo ni los caballos adecuados, ni los jinetes sabrían cómo conducirlos. Sería una locura forzar a nuestra caballería a intentar copiar una forma de luchar que desconocen. Seguramente en el futuro Roma tendrá que crear caballerías similares a las de Oriente, pero no será en esta campaña, hermano. Aún estamos intentando aprender a luchar con elefantes y no sabemos hacerlo bien y dudo de que alguna vez sepamos hacerlo con habilidad. No. Definitivamente nuestra victoria tiene que forjarse en la manio-brabilidad de nuestras legiones, en la fortaleza de nuestra infantería, en conseguir los refuerzos necesarios de Pérgamo. La caballería debe tener su papel, Lucio, pero aún no sé cuál será. Aún no lo sé.
–¿Qué hacemos ahora? Aún no ha regresado Graco de Pella y no sabemos nada sobre Filipo. Si empezamos a avanzar hacia el norte sin tener confirmado el permiso de Filipo, seguro que el rey macedonio lo interpretará como un acto hostil y podríamos poner a Graco en una difícil situación si aún está negociando con ese canalla de Filipo.
Publio le miró con sorpresa. No había pensado en eso, tan concentrado como estaba con el tema de la caballería acorazada siria. No, no había considerado que un avance de las legiones hacia el norte podría poner en un aprieto, si es que no lo estaba ya, al impertinente Graco.
–No tenemos tiempo que perder, hermano. Avancemos hacia Macedonia y que Graco se las componga como pueda. Tenemos que llegar al Helesponto lo antes posible. Si es con la aquiescencia de Filipo mejor, y si es sobre su cadáver, pues sobre su cadáver. Quizá se me ocurra algo sobre cómo luchar contra los catafractos mientras nos aproximamos hacia Asia.
–¿Quizá? Por Hércules, Publio, entre tú y ese general etolio habéis conseguido ponerme nervioso. – Y se levantó entre furioso e irritado. Publio se alzó también y sonriendo le puso la mano en la espalda.
–Quita el «quizá», hermano. Pensaré en algo. Cruzaremos a Asia y regresaremos victoriosos, como hicimos en Hispania y en África.
Lucio se serenó y tras estrechar la mano de su hermano partió para organizar la puesta en marcha de las legiones con dirección a Macedonia. Tan preocupado estaba por el tema de los catafractos que el cómo pudiera afectar ese movimiento de tropas al joven tribuno de la familia Sempronia enviado a negociar con Filipo era ya un asunto muy menor en su mente.
Publio se quedó en la tienda. Su hermano se había tranquilizado, pero él no. Los catafractos estaban en Asia, pertrechados, armados y bien adiestrados esperándoles en alguna llanura de Oriente. El rey Antíoco estaría al mando y Aníbal como consejero. Pudiera ser que al final de aquella campaña se cumplieran las maldiciones de los reyes de Numidia. Publio inhaló el aire con parsimonia y lo dejó salir mientras volvía a tomar asiento en su sella. Siempre había llevado las campañas militares al límite máximo de sus fuerzas y de las fuerzas de todos los legionarios. La campaña de Asia parecía que llevaba el mismo camino pues todo dependía de cómo detener a los catafractos y, por el momento, no veía modo alguno.
Publio Cornelio Escipión se quedó varias horas en el silencio del praetorium. De cuando en cuando se pasaba una mano por la barbilla o cambiaba ligeramente de posición en su asiento. En el exterior se escuchaba la algarabía que las legiones generaban mientras se desmontaban tiendas y se recogían todos los pertrechos necesarios para avanzar hacia el norte. En su mente no había sitio ya para Graco. Lo daba por muerto o, si la Fortuna le sonreía, por un embajador con suerte. En cualquier caso, incluso si sobrevivía a la negociación con Filipo, la campaña de Asia sería dura. Muy dura. *****Graco. Los catafractos. La guerra.
Tiberio Sempronio Graco no probó bocado de la cena y tampoco probó el vino. A la esclava la despidió nada más llegar. Seguía desarmado y la estancia en la que se le había alojado no tenía ventanas. Se parecía más a una celda que a una habitación que se usara para invitados. Eso sí, el lecho era confortable, había mantas limpias, la comida era abundante y el vino había sido decantado con generosidad en una gran jarra. El agua estaba fresca y sólo saberse al borde de la muerte podía hacer que todo aquello fuera poco deseable. Al cabo de varias horas insomne, agotado de pasear de una esquina a otra de la habitación, se recostó en el lecho y cerró los ojos. Empezó a dormirse, pero la puerta se abrió de golpe de par en par chocando contra el muro. Alguien le había dado un puntapié. Graco dio un respingo y al instante estuvo en pie, en guardia, sin armas, pero listo para luchar aunque fuera con sus manos. Habían entrado tres soldados en la habitación y tras ellos, para sorpresa del tribuno, entró Filipo V de Macedonia. Graco, en aquella habitación sin ventanas, había perdido la noción del tiempo, pero aún debía ser de noche y debía faltar bastante para el nuevo día. Aquello no podía presagiar nada bueno.
–Buenas noches, romano. Veo que ni te gusta la comida de Macedonia, ni la bebida y, por lo que me cuentan mis guardias, tampoco te gustan las esclavas de palacio. Como negociador, tribuno, eres más bien poco hábil. Cualquiera en tus circunstancias sabría que aceptar la hospitalidad del anfitrión es el principio de una buena negociación. Pero siéntate, romano, siéntate. – Y Graco, aunque sin mayor interés por sentarse, cumplió aquella orden confuso, asustado, sin saber qué estaba pasando-. No entiendes nada, ¿verdad? Es lógico. Por eso yo soy rey y tú sólo eres un embajador al que se la han jugado los suyos. – Aquí el rey se congratuló al ver cómo el tribuno fruncía el ceño; estaba claro que no sabía nada-. ¿No sabes acaso que las legiones romanas se han puesto en marcha hacia Macedonia sin tan siquiera esperar a que tú regreses con mi respuesta? No, ya veo que no sabías nada de todo esto. Tu faz es suficientemente reveladora. Tengo jinetes desplazados por toda la frontera y más allá, hacia el sur, y me mantengo informado de lo que ocurre alrededor de mi reino. Las legiones avanzan, romano, avanzan hacia aquí. Parece que a tus generales no les importa ni tu vida ni mi opinión. Ya ves, joven romano, tus generales nos desprecian a los dos. Eso me ha hecho pensar. – Había una silla en una esquina de la habitación y el rey tomó asiento-. Verás, mi primer impulso al recibir los informes de mi caballería era venir aquí y, como te anuncié en el salón del trono, cortarte la cabeza. Luego me pondría al frente de mis tropas y me encaminaría a la frontera con mis hoplitas. Habría sido una gran batalla. Quizá la última que luchara. Me consta de la enorme fuerza de ataque que Roma ha desplazado para luchar con Antíoco. Luego pensé en tus palabras y por supuesto que llevas razón: Antíoco no merece que combata por él. Así que ya ves, te he escuchado y lo he sopesado todo. Quiero fastidiaros a todos: a Aníbal, a Antíoco, a tus generales y a ti mismo y ya he decidido cómo conseguiré todo eso. – Aquí el rey se detuvo en una prolongada y estudiada pausa en la que saboreó cada gota de sudor que resbalaba por la nerviosa faz de su interlocutor romano; al cabo de unos segundos se sintió satisfecho por la tensión creada y presentó su decisión con gran capacidad de síntesis-. Ya sé que nadie piensa en mí para el futuro, pero eso ya se verá. No pienso suicidarme en esta batalla que buscan tus generales. No, no voy a hacerlo. Y tampoco voy a matarte. Te dejaré marchar igual que has venido y puedes decir a tus queridos generales, esos mismos que te han traicionado, que has conseguido el permiso del rey Filipo V de Macedonia, descendiente del gran Alejandro Magno, para cruzar mis territorios sin ser molestados, y no sólo eso, sino que facilitaré grano y provisiones a vuestro ejército para que crucéis a Asia en las mejores condiciones posibles. Sí, aprovisionar a quienes van a luchar contra Antíoco y Aníbal me ilusiona, igual que me divertirá ver pasar a unas legiones que caminan hacia una muerte segura: Asia no es ni África ni Hispania ni tan siquiera Grecia. Tus generales son unos inconscientes. Antíoco tiene el mejor ejército de todo el mundo. El ejército sirio no es un conjunto de tribus iberas desordenadas ni mercenarios agotados tras años de guerra. En las Termopilas, Antíoco sólo había desplazado una pequeña parte de ese descomunal ejército. En Asia tus generales se las tendrán que ver con todas sus tropas, incluidos los catafractos. Sí, he decidido dejar que os matéis los unos a los otros. Ya veremos en qué queda vuestra proyectada victoria sobre Antíoco y sólo entonces decidiré con quién aliarme si es que queda alguien con quien hablar. Y en cuanto a ti, eres un asunto muy menor, pero si tus generales han movido las tropas sin esperar tu regreso es que, sin duda, te desean muerto. Estoy seguro de que les irritará sobremanera que regreses vivo y con tu misión cumplida. – Aquí el rey Filipo sonrió con soltura, satisfecho consigo mismo-. Ahora que mi ejército está en inferioridad de condiciones, éstas son las pequeñas victorias que puedo permitirme. No son gran cosa, no lo parecen, pero por Heracles, veremos qué pasa en Asia. – Y se levantó y desapareció por la puerta arropado por sus soldados repitiendo sus últimas palabras-. Veremos qué pasa en Asia.
Un soldado macedonio permaneció en la habitación y le alargó el brazo con el gladio. Graco tomó el arma y la envainó mientras digería todo lo que acababa de escuchar y mientras el soldado macedonio le daba las últimas instrucciones de parte del rey Filipo.
–Un caballo te espera a la puerta del palacio y una patrulla de jinetes te acompañará hasta la frontera. A partir de allí, el resto es cosa tuya.
Tiberio Sempronio Graco salió del palacio real de Pella con vida. Cabalgando al trote sobre un nuevo caballo, mientras avanzaba por las calles de la capital macedonia, sintió hambre y lamentó no haber probado la cena que se le había ofrecido, pero mejor era tener hambre que estar muerto.
Nunca pensó Lelio que fuera a tener tanto trabajo. Ya se lo habían advertido Publio y Lucio.
–Tenemos el frente de Asia, pero aquí en Roma, querido Lelio, se habrán de librar grandes batallas -había insistido Publio al despedirse.
Y así había sido. Catón estaba decidido a mantenerle muy ocupado durante su estancia en Roma. En cuanto los Escipiones salieron por las puertas de la ciudad, Marco Porcio Catón empezó a instigar con furia contra cualquier senador próximo a Publio y Lucio Cornelio Escipión. La primera víctima fue Minucio Termo, aliado de los Escipiones en varias votaciones del pasado reciente, al que Catón acusó de excesiva crueldad en su campaña al norte contra los ligures y, peor que eso, de no haber conseguido pacificar la región.
–Tanta muerte y tanta desolación en Liguria que sólo nos traerá más rencor en una región demasiado próxima a Roma donde deberíamos desterrar esos sentimientos de odio hacia nosotros. – Catón declamaba su discurso con la seguridad de quien ha contado varias veces los senadores presentes y se sabe ganador en la próxima votación, y es que un pequeño número de senadores proclives a la causa de los Escipiones y sus amigos, como era el caso de Minucio, estaban desplazados fuera de Roma en Asia junto a su gran líder; no demasiados, pero sí suficientes para inclinar a su favor un Senado que estaba dividido y nervioso a la espera del gran enfrentamiento contra Antíoco; así, Catón seguía hablando desde el centro de la sala-. Liguria está resentida y en cualquier momento se volverá a levantar en armas contra nosotros, y ¿hemos de conceder un triunfo a quien ha sembrado esa cizaña? Yo creo que ya nos ha hecho bastante daño el senador Minucio. Mostremos nuestra generosidad no castigándole, pero no seamos tan necios de premiarle.
Y se sentó entre los aplausos de Lucio Valerio, Spurino, Quinto Petilio y otros muchos que parecían disfrutar con la saña con la que Catón lanzaba aquellos dardos verbales contra sus enemigos políticos. Cayo Lelio argumentó que esa crueldad de la que se acusaba a Minucio era la misma que había usado el propio Catón en Hispania, pero su intervención sólo recibió una gran andanada de insultos desde los bancos de enfrente y sólo una muy breve ovación de unos pocos senadores fieles a la causa de los Escipiones. La votación fue ganada por Catón dos a uno. Esto envalentonó más aún al senador plebeyo de Tusculum, que se volvió a levantar y pidió de nuevo la palabra al presidente de la sesión que, sin dudarlo, se la concedió. Arremetió entonces Catón contra Acilio Glabrión por malversación de fondos en la campaña que culminó con la batalla de las Termopilas, una gran victoria militar que había expulsado a Antíoco de regreso a Asia y en la que, como todos sabían, el propio Catón había luchado con gran valor. La victoria militar era indiscutible, y criticarla sería criticarse a sí mismo pues él mismo participó en las Termopilas con gran éxito, por eso Catón mordió en la gestión económica de la misma, algo que condujo Glabrión por sí mismo. No había pruebas claras contra Acilio Glabrión. El reparto del botín era algo siempre confuso y sujeto a diversas interpretaciones. Catón pidió una investigación y lo único que pudo conseguir Lelio es que el asunto se debatiera en otra sesión. Catón aceptó, ya que en el fondo le convenía prolongar en el tiempo el ataque a Glabrión, pues sabía que éste era el candidato que los Escipiones iban a presentar para censor al año siguiente y era el propio Catón quien quería la censura para sí mismo. Sabía que no podía ganar un juicio público por malversación contra Acilio Glabrión, pero había aprendido de los Escipiones que se podía deteriorar la imagen de un candidato lo suficiente con una causa de esas características como para superarle a continuación en una elección. Y ése era su objetivo fundamental.
Lelio suspiró aliviado cuando Catón aceptó el aplazamiento sobre la causa contra Glabrión pensando que por fin terminaba aquella tortura, pero el incisivo acusador de Roma, el austero, cínico y agudo Catón se situó una vez más en el centro de la sala y lanzó un nuevo ataque. Esta vez contra el mismísimo Emilio Régilo, que acababa de derrotar en el Egeo a la flota siria en una gran batalla naval, una flota enemiga comandada, según decían, por el propio Aníbal, una batalla que facilitaba el paso de las legiones a Asia al debilitar el control del mar por parte de Siria.
–¿Cuántos muertos ha habido en esa batalla? ¿Cuánto oro y plata reportará esa victoria a las arcas de Roma? ¿Cuántos esclavos llegarán a nuestros mercados? – preguntaba Catón de forma agresiva-. ¿Es que ahora hemos de conceder un triunfo cada vez que un senador amigo de los Escipiones sale de pesca? – Y decenas de senadores se echaron a reír-. Nos congratulamos de que la pesca le haya ido bien al amigo de los Escipiones y nos alegramos de que haya hundido algunos barcos enemigos, ahora bien, quedaría saber cuántos de esos navios enemigos han sido realmente abatidos por nuestra flota o si gran parte del mérito de esa victoria se debe a la inestimable ayuda de la gran flota rodia, famosa en el mundo entero por su destreza en las batallas navales. Por todos los dioses, de acuerdo en que Régilo ha presenciado una victoria interesante para Roma, pero de ahí a conceder un triunfo hay muchos días de navegación para el bueno de Emilio Régilo.
Y Catón se despidió del centro de la sala una vez más envuelto en un mar de aclamaciones y vítores por su ocurrente forma de acusar y de apuntar las debilidades de las propuestas del bando contrario. Cayo Lelio, cónsul de Roma, al fin, se levantó despacio. Aquí tenía que hacerse valer, no ya por el triunfo sino porque había recibido una carta de Publio hacía solo una semana.
Querido Lelio, cónsul de Roma:
Avanzamos hacia Asia. Graco, no me preguntes cómo, ha conseguido que Filipo V ceda y hemos cruzado Macedonia sin peligro. Las legiones están embarcando y cruzando hacia Abydos. Allí seguramente pasaremos un tiempo, pero el mensaje habrá llegado claro y nítido a Antíoco: vamos a por él y no nos importa que se esconda en Asia. Sé que hemos de provocarle para que luche en una gran batalla campal antes de que termine el año de tu consulado y el de Lucio. Aún no sé cómo nos enfrentaremos a sus temibles catafractos. Es algo que me desalienta, pero que no comparto con nadie. Ni tan siquiera con Lucio. Me gustaría tanto que estuvieras aquí…, pero en Roma haces falta. Más tarde o más temprano lo verás claro. Catón nos atacará por todos los frentes e irá contra todos. Lo importante ahora es un asunto que me preocupa sobremanera. Necesitamos el control del mar. Livio Salinator está al mando de toda la flota romana y no es el mejor para ese puesto. Lelio, necesito el mar bajo nuestro control. Emilio Régilo es un amigo y además ha demostrado su capacidad con su victoria de hace unos días. Has de conseguir que Régilo reemplace a Salinator al mando de la flota romana. Con Régilo en el mar sé que sólo deberé preocuparme por los elefantes y los catafractos de Antíoco, y bueno, por el pequeño detalle de que nos doblarán en número, pero a eso ya nos acostumbramos en Hispania y en África. ¿Recuerdas nuestra batalla nocturna?
Saluda a Emilia y a mis hijas. Les he escrito también, pero ya sabes que nunca se puede estar seguro del correo y menos en estos días.
Tu amigo,
Publio Cornelio Escipión
Lelio, mientras se levantaba, llevaba la pequeña tablilla en la mano derecha. La había traído para que le aportara vehemencia suplementaria. Sabía que la necesitaría. La sesión se había saldado con varias victorias para Catón. En cierta forma, Lelio se había reservado fuerzas para esta misión y tampoco había luchado hasta el límite en las votaciones anteriores. Sabía que Catón y los suyos estaban crecidos y muy seguros de su fuerza. El Senado se dividía entre los incondicionales de Catón y los leales a Escipión, un tercio para cada bando y luego el tercio cuyo voto siempre oscilaba dependiendo de la propuesta que se votara. Sin Publio allí, el gran princeps senatus, que parecía intimidar a todos con su sola presencia, ese tercio más independiente de senadores, solía decantarse una y otra vez a favor de las propuestas de Catón. Lelio sabía que era a esos hombres a los que debía ganar para su causa. Había pensado hablar ensalzando la gran victoria naval de Régilo, que tanto había menospreciado Catón, pero estaba persuadido de que eso no seria suficiente. No, debía reavivar, una vez más, los viejos miedos de los senadores. Tendría que vencer a Catón con sus propias armas.
–Es cierto que los rodios nos ayudan en el mar y es algo que debemos agradecer, pero, pregunto yo -empezó Lelio con sosiego-, si tan buenos son, si tan capaces son, ¿para qué nos llamaron? Si ellos solos se bastan para derrotar a la flota siria, ¿para qué enviaron una y otra vez embajadas a Roma que prácticamente se arrodillaban suplicando nuestra ayuda? Todos vosotros lo habéis presenciado, habéis sido testigos de esas largas sesiones donde los mensajeros de Rodas no hacían más que explicar una y otra vez que ni su flota ni su ejército eran suficientes para detener a las fuerzas de Antíoco. Digo yo que algo habrá hecho Emilio Régilo. Algo habrán hecho nuestras tropas. ¿O es que nuestro querido Marco Porcio Catón ha recibido algún mensaje de Rodas en el sentido de que nos llevemos la flota porque ya no nos necesitan? Si es así, por favor, que el senador comparta con el resto ese mensaje. – Y se detuvo un instante mirando al aludido Catón, que le miraba a su vez fijamente con los ojos inyectados de odio; no, no era una mirada agradable de sostener, pero Lelio lo hizo y se guardó en lo más profundo de su ser la mirada de quien ya estaba casi seguro había ordenado que lo asesinaran en el pasado, una confusa noche, justo antes de retornar a Hispania, hacía bastantes años, pero no suficientes para que Lelio olvidara; así Cayo Lelio iba a seguir hablando, pero no se trataba ya de política o de guerra, ni tan siquiera se trataba de hacer un favor o seguir una orden de Publio; no, lo que quedaba de sesión era algo personal-. Entonces se ve que no hay mensaje de Rodas -apostilló al fin el cónsul-, entonces parece que nuestra flota sigue siendo necesaria; a lo mejor ocurre que, a fin de cuentas, Emilio Régilo igual sí que ha conseguido algo importante que no es otra cosa sino que contribuir a recuperar el control del mar cuando nuestras legiones están justo al otro lado del Helesponto. A lo mejor resulta que hundir la flota enemiga es bastante importante para el curso de la guerra; a lo mejor resulta que Emilio Régilo es un gran líder que ha conseguido una gran victoria y, por si eso fuera poco para concederle un triunfo, tenemos un factor adicional que nuestro querido Marco Porcio Catón ha omitido hábilmente en su discurso: el comandante de la flota siria no era otro sino que nuestro odiado y temido general púnico Aníbal, el mismo general cuyo nombre, nada más ser mencionado, aún hace sentir escalofríos a muchos de los que hablamos aquí, bajo la protección de los muros de la Curia Hostilia. Y yo pregunto, queridos senadores de Roma, paires conscripti, ¿cuántos aquí pueden levantarse de su asiento y decir que han derrotado a Aníbal en una batalla? – Y elevó el tono de voz-. ¿Cuántos, cuántos, cuántos? – Calló un instante para de nuevo romper el silencio con la tormenta de sus palabras-. Nadie, porque nadie excepto Publio Cornelio Escipión había derrotado a Aníbal en una batalla hasta ahora, hasta que Emilio Régilo cercó y hundió a gran parte de la flota siria bajo el mando del eterno enemigo de Roma y ahora resulta que eso ¿no merece un triunfo} Yo os diré lo que eso merece, maldita sea, y os lo dice el cónsul de Roma: eso merece un gran triunfo y que el Senado tenga la clarividencia no sólo de conceder ese reconocimiento a Régilo sino además que el Senado hoy mismo vote que sea el propio Régilo el que esté al mando de toda la flota romana en el Egeo en lugar de Livio Salinator mientras duren las operaciones en tierras de Asia; así que mi propuesta no es ya sólo que se le otorgue el triunfo sino que a la vez se vote a favor de su ascenso a almirante en la zona. Alguien que ha derrotado a Aníbal merece de nuestra parte por lo menos eso. Ahora sí estoy seguro de que ganaremos a Antíoco, porque tanto en tierra como en mar tendremos sendos generales que han derrotado a Aníbal, el peor de todos nuestros enemigos. Sólo falta que el Senado no sea ciego como para no ver esto o demasiado débil como para dejarse poner vendas de quienes no cuentan todo lo que ha ocurrido tal y como ha ocurrido.
Y Lelio retornó a su asiento entre aplausos y gritos de ánimo de muchos senadores amigos, mientras Catón guardaba silencio y apretaba los labios con fuerza y ninguno de sus fieles se atrevía ni tan siquiera a darle ánimos tocando su espalda con la mano. Los que le conocían bien sabían cuándo era mejor dejarle a solas con su rabia.
El miedo a Aníbal, una vez más, inclinó el sentido de la votación. Por una vez, por una sola vez, Cayo Lelio había derrotado a Marco Porcio Catón en el Senado y el veterano general saboreó el extraño regusto de satisfacción que proporcionaba una gran victoria construida sólo a base de palabras. Y sabía bien. Sabía muy bien.
No era uno de los días más felices en el palacio real de Antioquía. El rey estaba enfurecido. Su flota había sufrido una derrota brutal. El protegido de Epífanes, aquel maldito extranjero de Cartago, no había sido capaz de derrotar a la flota romana y rodia. Ahora las legiones de los Escipiones cruzaban el Helesponto y se adentraban en Asia Menor.
–¡Por Apolo y por todos los dioses! – se lamentaba el rey-. ¡Están cruzando a Asia, pero será por poco tiempo! ¡Los aplastaré con mis elefantes y mis catafractosl ¡Los aplastaré a todos! – gritaba, pero no miraba a nadie, sólo al suelo hasta que levantó la vista y se encaró con Epífanes ignorando a Aníbal que estaba en pie, a su lado-. Tu maldito protegido ha resultado ser un fiasco completo. A partir de ahora, Polinides se hará cargo de la flota y da gracias que no os mato a los dos ahora mismo, a ti y tu maldito general extranjero.
Aníbal fue a hablar, estuvo a punto de explicar lo que había ocurrido, cómo no se le habían proporcionado todos los medios que pidió y cómo rodios y romanos juntos habían constituido una flota poderosísima a la que, no tenía pruebas pero estaba seguro de ello, se habían añadido buques desde Pérgamo. Antíoco se había empeñado en luchar contra demasiados enemigos a la vez y no le había hecho caso en traslaclar la guerra a Italia; ahora era Roma la que llevaba la guerra a Asia. Estaban jugando al juego de Roma, pero Aníbal no dijo nada porque Epífanes le agarró por el brazo al tiempo que se inclinaba en señal de respeto al rey y le hacía indicaciones a Aníbal negando con la cabeza.
–No es el momento, no es el momento -le musitó en voz baja, y Aníbal se contuvo y salió tras Epífanes dejando al rey con el que sería nuevo almirante de la flota siria, Polisinides, uno de los hombres de Seleuco.
Salieron del salón del trono y no dejaron de andar hasta llegar a los aposentos de Epífanes en el otro extremo de palacio. Se trataba de una humilde sala que hacía las veces de comedor, de estudio o de dormitorio según las necesidades. Epífanes se sentó frente a la mesa donde había extendido un mapa de Asia Menor. Aníbal le imitó y se sentó frente a él.
–¿Qué crees que harán ahora los romanos? – preguntó Epífanes.
–Avanzarán hacia el sur para reunirse con las tropas de Pérgamo, eso sin duda. Reunidos los dos ejércitos avanzarán hacia Antioquía hasta que se encuentren con alguna oposición.
–¿Montañas o llanura, para detener a los romanos? – inquirió directo Epífanes.
Aníbal meditó unos instantes.
–Una llanura mejor. Es mejor también para las legiones, pero es la caballería la que manda y los elefantes. En una llanura, los catafractos destrozarán las alas de la formación romana y, girando sobre la retaguardia aniquilarán al enemigo como en Panion mientras que por el frente pueden atacar los elefantes. Si no controlamos el mar eso permitirá a los romanos replegarse y regresar con los supervivientes, lo cual es una lástima, pero una victoria en tierra es segura. En eso tiene razón Antíoco, pero ha de ser en una llanura.
Epífanes miró el mapa con tiento. Estaba seguro de que el rey no querría que los romanos se acercaran a Antioquía, pero por otro lado no sería fácil evitar la unión de las legiones con el ejército de Pérgamo.
–Está Magnesia, en las llanuras de Lidia, al sur de Pérgamo, en la ruta hacia Antioquía -dijo al fin Epífanes, y señaló en el mapa un punto próximo a Pérgamo.
Aníbal asintió despacio mientras respondía.
–Tendría que ver el emplazamiento, pero parece un buen lugar. Un esclavo, algo nervioso, trajo cuencos con leche y algo de queso. Puso un cuenco junto a Epífanes y otro frente a Aníbal y dejó el plato con queso en un extremo de la mesa para evitar tapar el mapa. Aníbal tomó un trozo de queso y empezó a comer. Epífanes tenía sed. Cogió el cuenco de leche y comenzó a beber, un sorbo pequeño primero y luego un par de grandes tragos. Una vez saciada su necesidad de líquido se reclinó en el respaldo de la butaca en la que estaba sentado. Estaba meditando sobre cómo recuperar el favor del rey antes de la gran batalla campal que debería tener lugar en Magnesia. Era fundamental conseguir que el rey hiciera caso de la experiencia de Aníbal. Si lo hacían estaba convencido de que la victoria sería de Siria. De pronto sintió un pinchazo en el estómago que, en lugar de desaparecer al poco tiempo, como cuando tenía gases, permanecía hasta transformarse en un profundo dolor que le invadía por dentro. Epífanes miró entonces hacia su cuenco casi vacío y observó cómo Aníbal se llevaba su propio cuenco a la boca.
–No bebas… -acertó a decir Epífanes al tiempo que se caía de la silla retorcido de dolor.
Aníbal aún no había probado la leche de cabra y posó de nuevo el cuenco, muy lentamente, sobre la mesa. Se agachó entonces junto a Epífanes.
–Llamaré a un médico -dijo el cartaginés.
–No… déjalo… es inútil… es tarde para eso… -mascullaba entre dientes Epífanes con los brazos cruzados sobre el estómago-; me lo he bebido casi todo… escúchame… general… escúchame… -y Epífanes inspiró aire con dificultad; sabía que sólo disponía de unos instantes, quizá, ni eso-, esto es cosa de Seleuco. El rey está rabioso, pero cuando quiere ejecutar a alguien lo hace cara a cara… está algo loco pero no es así de traicionero… esto es Seleuco… aprovecha que sabe que ahora el rey no lamentará nuestra muerte, pero ha fallado… al menos, en parte… -y Epífanes se permitió la última sonrisa de su vida-, mi sed ha hecho que sólo pueda acabar con el más débil de los dos -has de permanecer en la corte, pero siempre atento… el rey volverá a ti… tarde o temprano volverá a ti… sabe que ni Seleuco ni el resto de sus generales son suficientemente buenos… cuando las legiones avancen hacia Lidia te preguntará… ésa será tu oportunidad… hasta entonces… ten cuidado con lo que comes…
Y Epífanes dejó de respirar entre los brazos del general cartaginés. Se quedó con la boca abierta y los ojos mirando a un cielo azul que asomaba por la gran ventana de la estancia. Aníbal se levantó y se sentó de nuevo junto a la mesa. Pensó en el queso que acababa de comer, pero él se sentía bien. Se preguntó si los dos cuencos de leche estarían envenenados y concluyó que muy probablemente así fuera. Tenía que salir de allí y advertir a Maharbal y al resto. Salió a la puerta y llamó al esclavo que había traído la leche. Éste entró aún más nervioso que antes. Tenía la culpabilidad por todo su rostro. A Aníbal no le estaba permitido portar armas en el palacio real, pero no las necesitaba. Cogió al esclavo por el cuello y lo levantó hasta que quedó con los pies en el aire, con la cara enrojeciéndose por la asfixia y agitando los brazos como un pavo antes de decapitarlo para ser cocinado.
–¿Quién? – preguntó Aníbal, y lo dijo con la decisión firme de mantener la asfixia de aquel esclavo hasta la muerte si antes no decía nada, y el esclavo lo entendió perfectamente pero no podía hablar por la presión de la mano de Aníbal en su garganta, de modo que empezó a pegar con sus pies en la pared y soltar lágrimas por los ojos en su más absoluta y total desesperación. Aníbal aflojó por un instante y dejó que el esclavo recuperara el apoyo sobre el suelo. El esclavo sabía que era su única oportunidad.
–Seleuco… -dijo entre una funesta tos en su ansia por recuperar el aliento.
–¿Y mis hombres?
–Sólo… teníamos órdenes de… aquí… -y seguía tosiendo mientras intentaba explicarse-, tus hombres… están bien.
–Perfecto -dijo Aníbal, tomó entonces al esclavo de la túnica y, asiendo con la fuerza de una rapaz el tejido de lana, levantó al pobre sirviente con tal furia que lo elevó por encima del suelo hasta arrojarlo certeramente hacia el espacio vacío de la ventana. El cuerpo del esclavo voló por los aires hasta reventar estallando contra el suelo de la avenida que rodeaba el palacio real. Aníbal se asomó por la ventana. Había más altura de la que había pensado. Quizá cuarenta codos o algo más.
–Éste ya no envenenará a nadie más. – Y emergió de la habitación andando con estudiada tranquilidad en dirección a la salida del palacio.
Octubre de 190 a.C.
Las legiones habían cruzado el Helesponto y el cónsul, de acuerdo con su hermano, había ordenado levantar un gran campamento general en las proximidades de Abydos, al norte de Asia Menor. Abydos, tras el reparto del imperio de Alejandro Magno entre sus generales, había quedado bajo la jurisdicción de Lisímaco de Tracia, pero Seleuco I Nicátor, no conforme con poseer Siria y las vastas regiones de oriente hasta el río Indo, atacó Asia Menor y se hizo con el control de todas las ciudades de la península de Anatolia I. Seleuco I fue asesinado al poco tiempo de sus grandes victorias, pero el Imperio seléucida retuvo Abydos y otras ciudades de Asia Menor hasta que Filipo V de Macedonia recuperó Abydos en 200 a.C. tras una feroz guerra. Al poco tiempo, Roma, tras derrotar a Filipo V en la primera guerra macedónica, declaró Abydos y otras ciudades de Asia Menor como ciudades libres. Desde entonces, Abydos quedaba bajo la influencia romana y sus ciudadanos se mostraron felices de recibir al imponente ejército de una Roma que los había liberado del yugo de Filipo V y que ahora acudía para evitar que cayeran en manos del nuevo rey de Siria y todo el Imperio seléucida, Antíoco III, al que veían como un nuevo y terrible tirano que se cernía sobre ellos y sobre su recién recuperada libertad.
Para Publio, las cosas marchaban bien en general: la flota romana, comandada ya por Emilio Régilo, gracias a la intervención de Cayo Lelio en el Senado, había infligido una segunda derrota aún más completa a la ya desmoralizada flota siria que Antíoco había dejado al mando de Polisinides en substitución de Aníbal. Una decisión equivocada de Antíoco. Los romanos tenían ahora, con el apoyo de Rodas y Pérgamo, el control casi completo del mar Egeo. Hasta ahí todo bien, pero, por otro lado, estaba el inconveniente del factor tiempo: estaban ya a finales del verano y era esencial no perder más días, pues habían consumido casi tres cuartas partes del consulado de Lucio tan sólo en llegar a Asia: Grecia, Macedonia y el control del mar se habían llevado todos esos meses por delante. Pero, lamentablemente de forma excepcional, la presencia de Africanus en la expedición romana en Asia implicaba una única desventaja, pero que no podía eludirse de forma alguna.
–¿No habría sido mejor haber esperado en Grecia? – preguntó Lucio; su hermano guardaba silencio. Durante semanas había estado ponderando la posibilidad de saltarse los rituales religiosos que estaba obligado a cumplir por pertenecer a la orden escogida de los salios.
–He pensado en no detener el avance, hermano -respondió Publio algo meditabundo, distante-, pero los legionarios son temerosos de los dioses, y hacen bien; si no cumplo con los ritos de forma escrupulosa, al más mínimo contratiempo en la campaña, considerarán que los dioses nos han abandonado y pudieran estar en lo cierto. A decir verdad, yo también siento necesidad de cumplir con los ritos, hermano. Necesitamos a los dioses, a Marte, a Jano, a todos ellos, necesitamos su fuerza, más que nunca. Sobre lo de esperar en Grecia, sí, quizá en Grecia hubiéramos estado más seguros, pero al haber entrado en Asia, Antíoco nos tomará en serio, reagrupará todo su ejército y todo se dirimirá en una gran batalla. Eso es lo que más nos interesa, hermano, de lo contrario la guerra de Asia se alargará y serán otros, seguramente Catón, los que quieran llevarse la gloria del triunfo.
–Eso siempre que venzamos -replicó Lucio mientras se servía una copa de vino de la mesa que habían situado los esclavos en el centro del gran praetorium-. ¿He de concluir que ya has diseñado la forma de derrotar a los catafractos}
Publio imitó a su hermano y se sirvió vino que rebajó, al igual que Lucio, con algo de agua.
–No -respondió, y negaba con la cabeza a la vez-, pero estos treinta días de paro forzoso para que ejerza de sacerdote salió me darán tiempo para pensar. Quizá los dioses me iluminen. – Y levantó su copa al cielo.
Lucio asintió.
–Te dejo para que te vistas -añadió mientras vaciaba su copa-. Las legiones querrán verte danzar y cantar y hacer todos los sacrificios necesarios. – Y salió del praetorium. Publio sabía que Lucio estaba preocupado no ya por los catafractos, sino por el hecho de que a él, al gran Africanus, seguía sin ocurrírsele la forma de derrotar a esos cuerpos de caballería acorazada. A él mismo también le preocupaba. Elevaría sus oraciones ajano pensando en los catafractos. Estaba seguro de que los dioses que tanto le habían ayudado en el pasado no se olvidarían ahora de él.
Al instante entraron dos esclavos con todas las prendas que el gran sacerdote salió debía ponerse para la ocasión. Publio dejó de beber, dejó su copa en el suelo y alzó los brazos para facilitar a los esclavos que le quitaran la coraza militar y le pusieran la túnica bordada que le correspondía vestir, la trabea y, por fin, el apex, una especie de gorro cónico, propio de los flamines en general y, de forma especial, de los sacerdotes salios, rematado en una larga punta de madera de olivo. Los esclavos ajustaron el gorro con dos largas cintas, como si de un casco se tratara. Finalmente le ciñeron un pesado cinturón de bronce a la cintura que ajustaron con fuerza.
No podía exhibir una de los míticos doce escudos conocidos como ancilia porque éstos se custodiaban en el Templo de Marte erigido en la colina del Palatino, y sólo se sacaban en la gran procesión anual de marzo. En su lugar tomó su gran escudo de combate y una larga daga. Así, ataviado como un salió, emergió del praetorium y ante la muchedumbre de legionarios de las dos legiones desplazadas a Asia, Publio Cornelio Escipión empezó a danzar sin parar a la vez que murmuraba un cántico guerrero assa voce, sin acompañamiento de ningún instrumento, en honor al gran dios Jano y de los dioses Marte y Quirino.
Cozeui oborieso. Omnia vero ad Patulcium commissei.
Ianeus iam es, duonus Cerus es, duonus Ianus.
Venies potissimum melios eum recum
Divum empa cante, divum deo supplicate*
[Se trata de una transcripción de los versos de los sacerdotes salios recogida por Marco Terencio Varrón en su obra Lengua Latina, 7,3, 2. Es latín arcaico y hay diferentes traducciones posibles. Se ofrece una de estas alternativas que capta la esencia de la plegaria original.]
[Levántate Cosivo. Todo lo he confiado a Patulcio. Ya hagas las veces de Jano, ya seas el buen Creador, ya seas el buen Jano. Vendrás especialmente como el mejor de aquellos dioses; cantad con el ímpetu de los dioses, cantad al dios de los dioses.]
Había instantes en los que se detenía y golpeaba su escudo con la gran daga que portaba en la mano derecha. Los legionarios le imitaban entonces y un estruendo ensordecedor lo inundaba todo como si la mayor de las tormentas fuera a descargar sobre Asia.
En tiempos inmemoriales, los romanos estaban convencidos de que el mismísimo Júpiter había entregado un gran escudo imposible de quebrar al rey Numa, el segundo rey de Roma tras Rómulo. El antiguo monarca ordenó entonces que su mejor herrero, Mamurius Veturius, forjara otros once escudos a imagen y semejanza del gran escudo divino, que era ovalado pero con dos grandes entradas a la mitad del mismo, como si le hubieran pegado dos grandes bocados en cada lado. Estos escudos tenían poderes especiales que pasaban a los patricios que eran elegidos para ser sus custodios. Publio Cornelio Escipión era uno de esos doce elegidos, un honor poco común que otorgaba un prestigio enorme, especialmente entre las tropas. Había otros sacerdotes salios, como los doce que se nombraban desde el reinado de Tulio Hostilio, el tercer rey de Roma, tras una de las guerras contra los sabinos, pero los salios de Numa, los que guardaban y exhibían cada año los Ancilia divinos, por ello eran los más apreciados por todos. Las hazañas del pasado sumadas a su condición de salió de Numa hacían de Africanus, a los ojos de los miles de legionarios que le veían danzar y cantar sin freno, un auténtico semidiós entre los hombres, un nuevo invencible Aquiles. Nada ni nadie podría detenerles más que la obligación religiosa de adorar a Marte, a Jano y a Quirino durante treinta días en los que el gran salió, tal como prescribía la sagrada tradición de Roma, no podía cambiar su residencia. Y si Africanus no se movía de Abydos, tampoco lo harían las legiones. Como siempre, legionarios y general unidos hasta el final.
–¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! – aullaban las legiones sin descanso arropando con sus gritos los cánticos de su general bendecido por los dioses.
Lucio observaba toda la escena y presidía, en calidad de cónsul al mando de la expedición, los sacrificios de decenas de animales que se inmolaban en honor a Marte, Jano y el resto de dioses, y no podía sino confirmar en su corazón que, sin lugar a dudas, la mejor arma de aquellas legiones no era otra sino ese valor extraño e inexplicable que su hermano Publio sabía transmitir a cada soldado. Lucio tenía grandes dudas sobre el desenlace final de aquella campaña y había tenido sueños tumultuosos que achacaba a sus nervios. Presentía que algo terrible estaba a punto de ocurrir y sólo podía pensar que se trataba de una derrota. En su preocupación por el desarrollo de aquella guerra, no pensaba que había cosas aún mucho más terribles que una derrota en campo abierto.
Publio hijo cabalgaba con la ilusión del que se siente explorador en territorio desconocido. Ningún ejército de Roma había llegado tan lejos en dirección a oriente. Acababan de cruzar el Helesponto con todas las legiones. Era un momento vibrante de la historia de Roma y se sentía orgulloso de formar parte de aquella aventura que engrandecía el poder de su patria. Cabalgaba erguido, acompañado por una decena de jinetes que componían uno de los diversos grupos de reconocimiento que su propio padre, de acuerdo con el cónsul, su tío Lucio, había decidido enviar a modo de avanzadilla hacia el sur y hacia el interior para evitar caer en una emboscada de las tropas sirias. Pero al joven Publio, con sólo veinte años de edad y sin apenas experiencia militar, pese a lo intenso de aquella campaña en Grecia y ahora Asia, todo le resultaba tan excitante que el peligro quedaba reducido a algo lejano, distante, minimizado por el asombro que producía surcar mares tan lejanos como el Helesponto o cabalgar ahora por la mismísima Asia. Por ello y porque estaba ansioso por disponer pronto de una oportunidad para mostrar a su padre, y a todos, que él estaba dispuesto a servir a Roma con valor, se postuló como voluntario para una de esas misiones de reconocimiento, pero sin el permiso de su padre, pues estaba seguro de que, como su padre en el fondo pensaba que no era realmente valiente o capaz, éste le negaría toda posibilidad de participar en semejantes misiones. De hecho, ante la negativa de varios decuriones a admitirle en su patrulla sin una orden expresa del legendario Africanus, el joven Publio había recurrido a la indirecta pero siempre eficaz estrategia de sobornar a un veterano oficial: Cayo Afranio, un decurión que por edad y años de campaña debía haber alcanzado ya el grado de primus pilus de alguna de las legiones de Roma, pero al que su incontrolable afición por el licor de Baco le había hecho impopular entre sus superiores. En las legiones de Roma se era tolerante con el vino y las mujeres y cualquier otro vicio como el juego o la gula, siempre que eso no limitara la capacidad de combate de los soldados, pero Cayo Afranio había permanecido dormido, totalmente borracho, más de un alba, cuando los tubicines habían hecho sonar sus trompas indicando la orden de alzarse y ponerse en marcha. De ahí al calabozo tras largas series de latigazos. Luego, sobrio, en el campo de batalla, Afranio recuperó cierto prestigio por el número de enemigos abatidos y se le concedió el grado de decurión una vez más, pero desde hacía tiempo se le encomendaban, a sabiendas de todos los oficiales, las misiones más peligrosas, las que entrañaban más riesgo, a la espera que la guerra terminara de una vez con su vida ahorrando así a Roma la desagradable tarea de ejecutar a uno de los suyos por su interminable serie de torpezas y desatinos. De todo eso, el joven Publio sólo sabía la mitad. Lo único que le importó fue que Cayo Afranio fue quien aceptó el soborno de las monedas de oro.
–¿Es bueno? – había preguntado el viejo decurión mientras mordía una de las monedas.
El joven Publio le miró atónito. No era frecuente que nadie dudara de él, al menos de su oro. En cualquier caso, ya fuera porque su mirada lo decía todo o porque el mordisco le satisfizo, Cayo Afranio aceptó.
–Sea, joven patricio. Vendrás con nosotros, pero de esto ni una palabra a nadie. Del resto de hombres ya me ocupo yo. Al que hable… -Y no terminó la frase, sino que se llevó la palma de la mano al cuello y como si fuera un cuchillo la pasó veloz sobre su garganta. Después se dio la vuelta y se alejó riendo con una carcajada convulsa. Publio no tenía claro que aquel hombre fuera de fiar, pero le podía más el ánimo de aventura y el deseo de escapar de la eterna protección de su padre y así demostrar su auténtica valía que lo que le dictaba su intuición de guerrero en ciernes. Su padre siempre le había dicho una y otra vez que el secreto para sobrevivir en la guerra era rodearte de los mejores. Afranio no parecía para nada un nuevo Lelio. El simple hecho de que aceptara un soborno debería haber sido suficiente aviso, pero la juventud, con frecuencia, es impulsiva.
Luego, sin embargo, cabalgando entre las montañas del norte de Misia, acompañados tan sólo por el silencio, el aire fresco del amanecer y las imágenes de los árboles repartidos por las laderas de aquel valle, la dudosa honorabilidad de Cayo Afranio parecía ser un asunto menor. Pero, de pronto, un silbido reventó aquella idílica paz. Un silbido al que siguieron varios más. Publio miraba a un lado y otro sin comprender bien lo que ocurría. Uno de los jinetes romanos lanzó un grito ahogado y cayó de su caballo estampándose de bruces contra el suelo. Tenía tres flechas clavadas en la espalda. Los silbidos se multiplicaban.
–¡Maldita sea! – dijo Cayo Afranio, pero sin añadir ninguna instrucción al resto de jinetes. En la distancia, al fondo del valle, emergió un grupo cada vez mayor de jinetes enemigos. Cabalgaban al galope y, sin detenerse, continuaban disparando flechas. El joven Publio había oído hablar de los temibles dabas del ejército de Siria, pero siempre pensó que su legendaria fama de ser jinetes capaces de abatir enemigos con los dardos de sus arcos sin refrenar un ápice el galope de sus caballos era más fruto de la exageración que de un prestigio ganado a pulso en mil batallas. Dos soldados más del pequeño escuadrón romano de reconocimiento cayeron abatidos antes de que Cayo Afranio reaccionara de una vez.
–¡Hacia las montañas! ¡En campo abierto somos como conejos! ¡Nos abatirán a todos sin ni siquiera darnos la oportunidad de combatir cuerpo a cuerpo!
Todos obedecieron sin rechistar y azuzaron sus monturas para que se perdieran entre los árboles de las laderas y quedar así a salvo de la lluvia de flechas, pero los silbidos no se detenían y Publio veía como caían decenas de dardos a su alrededor. Dos saetas se clavaron al fin en el costado de su montura. El animal se sobrecogió, lanzó un relincho brutal y se dejó caer de costado arrastrando consigo al hijo de Africanus. El joven era ágil y buen jinete y acertó a despegarse de la bestia en la caída de forma que evitó que el animal le aplastara con su peso. Publio gateó entonces por el suelo hasta alcanzar unas rocas grandes tras las que se guareció para protegerse de las incesantes andanadas de flechas. A sus espaldas vio como la mayoría de los jinetes de la pequeña turma romana eran acribillados sin piedad. Todos menos dos que consiguieron acceder al bosque y perderse entre la espesura de los árboles. Por su parte, Cayo Afranio, que por su cuenta y riesgo, y sin decir nada a nadie, había tomado la decisión de desmontar y, al igual que el joven Publio, refugiarse tras otro montón de rocas, también había sobrevivido. De momento.
La inclemente lluvia de saetas mortales se detuvo. Publio podía escuchar su propia respiración entrecortada y sentía los latidos de su corazón en las sienes, mientras intentaba escrutar, sin atreverse a asomarse por encima de las rocas, los movimientos del enemigo. Había pasado de sentirse en una idílica aventura de descubrimiento a encontrarse con la brutalidad inmisericorde de la guerra en un instante. Se escuchaban los cascos de varias decenas de caballos acercándose. Sabía que la muerte estaba cerca y comprendía lo tremendamente estúpido que había sido. Había querido demostrar a su padre que tenía ese valor que él tanto anhelaba y lo único que iba a conseguir es que le ejecutaran en unos segundos. Pensó en sus hermanas, en Cornelia la mayor, en el agradable sentido común de sus palabras, en la pequeña Cornelia, con su eterna vitalidad, con ese fulgor en los ojos, esa osadía que sin saberlo él había querido emular porque sabía que era el carácter de su hermana pequeña el que su padre habría querido que hubiera heredado él, su único hijo varón. Las pisadas de los caballos se detuvieron. Los guerreros dabas hablaron entre ellos en una lengua incomprensible para Publio hijo. El joven patricio contuvo la respiración sin saberlo. Estaban desmontando. Se oyó el ruido del metal al resbalar por las vainas. Los guerreros sirios acababan de desenfundar las espadas. El sudor frío recorría las palpitantes sienes de Publio. Se acurrucó como lo que era: un perro asustado. Sintió asco y vergüenza de sí mismo. El hijo del gran Africanus acorralado y encogido, atenazado por el miedo. Rezó a los dioses para que le mataran y que su sangre borrara el oprobio de una muerte en la que ni siquiera se había atrevido a plantar cara al enemigo. El sol que despuntaba le había estado calentando el cogote desde que se escondiera tras las rocas pero, de pronto, como si una nube se hubiera interpuesto, la sensación del sol sobre su cuello desapareció. Entonces sonó una atronadora carcajada. Publio abrió los ojos y vio una pléyade de guerreros dahas riendo a su alrededor, ocultando el sol con sus feroces rostros.
–¡Hemos cazado un romano cobarde! – dijo uno de los soldados sirios en un griego bastante comprensible mientras sus compañeros no dejaban de reír. Estaba claro que los sirios querían que sus insultos y menosprecio resultara comprensible a los oídos de su aterrorizada presa.