Ya todas esas maravillosas personas que nos han dejado: A mi tía Lidia, a mi tío Paco y al profesor Enrique Alcaraz Varó
La historia fue vida
real en el tiempo en que aún no se la podía llamar
historia.
José Saramago, Discursos de Estocolmo
Una novela de esta extensión no es posible sin la ayuda de muchas personas del pasado y del presente. Gracias a todos los historiadores clásicos por ocuparse de tomar nota detallada de su tiempo y gracias a todos los historiadores modernos por sus estudios, su trabajo y su dedicación.
Gracias a mi familia: a mi esposa y mi hija por ceder parte de su tiempo para que pudiera seguir escribiendo, con frecuencia, más allá de lo racional y por resistir mis historias de la antigua Roma durante semanas, meses, años y seguir queriéndome como compañero o como padre. Gracias a mi madre Amparo, a mi padre Isidro, y a Melinda y a Pedro y al resto de mi familia por apoyarme.
Gracias a Javier por su paciencia al leer un primer borrador de esta novela y compartir conmigo sus impresiones que, sin duda, han ayudado a mejorar el texto final. Gracias a Carlos García Gual (catedrático de Griego de la Universidad Complutense de Madrid), Salvador Pons (catedrático de Lengua Española de la Universidad de Valencia) Alejandro Valiño (catedrático de Derecho Romano de la Universidad de Valencia), Jesús Bermúdez (catedrático de Latín de la Universitat Jaume I) y a Rubén Montañés (profesor asociado de Griego de la Universitat Jaume I) por su ayuda, su tiempo y su paciencia con todas mis dudas, por revisar o proporcionar traducciones, por sugerirme documentación y bibliografía o por indicar modificaciones y correcciones. Los aciertos que pueda encontrar el lector en esta novela se deben en gran medida a la ayuda de estas personas; los errores que pudiera haber son sólo responsabilidad del autor.
Gracias a todo el equipo editorial de Ediciones B, a Faustino Linares, a Ricardo Artola y Ramón Ribo, a Verónica Fajardo, a Carmen Romero, Desirée Baudel, Francisco Navarro y Andrés Laína; a Samuel Gómez por las magníficas cubiertas, y a Antonio Plata por el diseño de los mapas, y a todas las personas involucradas en la edición y la promoción de la novela; y gracias a los comerciales por su distribución y a todo el resto de departamentos de la editorial, ya que todos, de una forma u otra, están contribuyendo a la difusión de las tres novelas de la trilogía sobre Escipión. Gracias también a José Sanz por mantener y diseñar la web www.santiagoposteguillo.es.Además, un millón de gracias a los libreros y a los miles de lectores cuyo creciente interés en mis relatos ha hecho que éstos se conozcan y se difundan cada vez más.
Y un agradecimiento muy especial a Lucía Luengo, mi editora, por creer en mí como escritor y por tener fe en esta trilogía desde un principio muy por encima de mis propias expectativas. Gracias también a Alberto por sugerir el capítulo 133.
Y no seré yo quien le traicione una vez más: gracias a Publio Cornelio Escipión por existir y por tener una historia tan absolutamente extraordinaria que contar.
Información para el lector
El contenido de las memorias de Publio Cornelio Escipión aquí reproducido es una recreación elaborada por el autor de esta novela sobre los pensamientos íntimos de este gran personaje de la historia de Roma. Esta recreación es fruto de la imaginación del escritor, pero fundamentada en una escrupulosa investigación sobre la figura pública y privada de Publio Cornelio Escipión; por otra parte, los hechos históricos referidos -batallas, sesiones del Senado de Roma, negociaciones entre diferentes reinos del mundo antiguo, juicios públicos, etcétera- así como la mayoría de los personajes, son reales. Hay acontecimientos que están entre la historia y la leyenda y hay vacíos en la vida privada de Escipión que ha sido preciso completar por el autor de forma coherente con las costumbres y tradiciones de la época que se describe para mantener la trama del relato.
Publio Cornelio Escipión escribió sus memorias y, con toda probabilidad, lo hizo en griego, la lengua de comunicación y cultura más importante de su tiempo. Estas memorias se han perdido. ¿Cómo se perdieron? Se desconoce. Esta novela reconstruye fragmentos de esas memorias y, al tiempo, describe la parte más desconocida de la vida de Escipión y su familia, de la vida de Aníbal y otras grandes figuras de la Roma republicana como el senador y censor Catón, el dramaturgo Plauto u otros importantes senadores como Tiberio Sempronio Gra-co, o legendarios reyes de la época como el monarca Antíoco III de Siria, el rey Filipo V de Macedonia o el rey Eumenes de Pérgamo, entre otros muchos personajes que constituían el complejo universo del Mediterráneo a principios del siglo II a.C. Cabe indicar que al final de la novela se incorporan apéndices con un glosario, mapas y otros datos que pueden complementar la lectura de esta historia. Sólo queda dar la bienvenida al lector tal y como el propio Plauto haría al principio de una de sus representaciones:
Salvere iubeo spectatores optumos,
fidem quifacitis maxumi, et vos Fides (…)
vos omnes opere magno esse oratos volo,
benigne ut operam detis ad nostrum gregem.
eicite ex animo curam atque alienum aes
ne quis formidet flagitatorem suom:
ludi sunt, ludus datus est argentariis;
tranquillum est, Alcedonia sunt circum forum:
ratione utuntur, ludis poscunt neminem,
secundum ludos reddunt autem nemini.
aures vocivae si sunt, animum advortite:
[¡Salud al mejor de los públicos que tiene en tal alta estima a la Buena Fe y la Buena Fe lo tiene a él! (…) A vosotros todos quiero pediros encarecidamente que seáis amables y prestéis atención a nuestra compañía. Desterrad de vuestro espíritu las preocupaciones y, sobre todo, olvidaos de las deudas: que nadie tema a sus acreedores. Son días de fiesta; también lo son para los banqueros. Todo está en calma; en torno al foro se celebran las alcionias. Ellos (los banqueros) piensan con la cabeza: durante las fiestas no reclaman nada a nadie para, después de las fiestas… tampoco devolver nada a nadie.
Ahora, si vuestros oídos y ojos están desocupados, atended y leed con sosiego.]*
Plauto de su obra Casina, versos 1-2 y 21-30
· Traducción de José Román Bravo (véase la bibliografía). Las palabras en negrita han sido añadidas por el autor de la novela.
Emilia Tercia, hija de Emilio Paulo, mujer de Publio Cornelio Escipión
Lucio Cornelio Escipión, hermano menor de Publio Cornelio Escipión, cónsul en 190 a.C.
Cayo Lelio, tribuno y almirante bajo el mando de Publio Cornelio Escipión y cónsul en 190 a.C.
Cayo Lelio (Sapiens), hijo de Cayo Lelio
Lucio Emilio Paulo, hijo del dos veces cónsul Emilio Paulo, caído en Cannae; cuñado de Publio Cornelio Escipión
Cornelia mayor, hija de Publio Cornelio Escipión
Publio, hijo de Publio Cornelio Escipión
Cornelia menor, hija pequeña de Publio Cornelio Escipión [* Las mujeres en Roma sólo recibían el nombre de su gens, en este caso ambas pertenecían a la gens Cornelia y de ahí sus nombres, pero no recibían un praenomen como los hombres, por ello se las distinguía dentro de una familia con apelativos como mayor o menor].
Icetas, pedagogo griego
Lucio Quincio Flaminino, pretor en 199 a.C. y cónsul en 192 a.C.
Acilio Glabrión, pretor en 196 a.C. y cónsul en 191 a.C.
Silano, tribuno al servicio de Escipión
Domicio Ahenobarbo, pretor en 194 a.C. y cónsul en 192 a.C.
Publio Cornelio Escipión Násica, cónsul en 162 y en 155 a.C.
Marco, proximus lictor al servicio de Escipión
Atilio, médico de las legiones romanas
Areté, hetera de Abydos
El padre de Areté
Tiresías, un médico de Sidón
Laertes, esclavo espartano, atriense en casa de los Escipiones
Netikerty, esclava egipcia
Jepri, hijo de Netikerty
Casio, mercader romano en Alejandría
Marco Porcio Catón, quaestor en 204 a.C, pretor en 198 a.C, cónsul en 195 a.C. y censor del año 184 al 179 a.C.
Quinto Petilio Spurino, tribuno de la plebe en 187 a.C, pretor en 181 a.C. y cónsul en 176 a.C.
Lucio Valerio Flaco, pretor en el 199 a.C, cónsul en 195 a.C. y censor en 184 a.C.
Lucio Porcio Licino, pretor en 193 a.C. y cónsul en 184 a.C.
Quinto Petilio, tribuno de la plebe en 187 a.C.
Quinto Fulvio, cónsul en 237, 224 y 209 a.C y pretor en 215 y 214 a.C
Craso, centurión de las legiones urhanae
Tiberio Sempronio Graco, tribuno de la plebe en 184 a.C, pretor en 180 a.C. y cónsul en 177 y el 163 a.C.
Helvio, pretor en Hispania
Marco Claudio Marcelo, legado romano
Quinto Terencio Culeón, legado romano
Cneo Servilio, legado romano
Sulpicio Galba, embajador romano
Publio Vilio Tápulo, embajador romano
Publio Aelio, embajador romano
El príncipe de los ilergetes, hijo del rey Bilistage en Hispania
Megara, hijo del rey de Numancia
El rey de Numancia
Tito Macio Plauto, escritor de comedias y actor
Aníbal Barca, hijo mayor de Amílcar, general en jefe de las tropas cartaginesas durante la segunda guerra púnica
Maharbal, general en jefe de la caballería cartaginesa bajo el mando de Aníbal
Imilce, esposa ibera de Aníbal
Hanón, jefe del Consejo de Ancianos de Cartago Giscón, general cartaginés
Sífax, númida de los maessyli, antiguo rey de Numidia Masinisa, númida de los maessyli, rey de Numidia
Escopas, strategos etolio
Filipo V, rey de Macedonia
Antíoco III, rey de Siria y señor de todos los reinos del Imperio seléucida
Epífanes, consejero del rey Antíoco III
Seleuco, hijo del rey Antíoco III
Toante, general de Siria
Antípatro, general de Siria, sobrino del rey Antíoco III
Filipo, general de Siria
Minión, general de Siria
Heráclidas, consejero del rey Antíoco III
Ptolomeo V, rey de Egipto
Agatocles, consejero de Ptolomeo V
Cleopatra I, hija de Antíoco III, esposa de Ptolomeo V de Egipto
Eumenes II, rey de Pérgamo
Prusias, rey de Bitinia
Artaxias, general del ejército seléucida
Polibio, político e historiador de origen aqueo
Aristófanes de Bizancio, sexto gran bibliotecario de la biblioteca de Alejandría
ESCIPIÓN
(año 553 ab urbe condita, desde la fundación de Roma)
Pace térra marique parta, exercitu in ñaues imposito in Siciliam Lilybaeum traiecit. inde magna parte militum nauibus missa ipse per laetam pace non minus quam uictoria Italiam effusis non urbi-bus modo ad habendos honores sed agrestium etiam turba obsidente uias Romam peruenit triumphoque omnium clarissimo urbem est inuectus.
[Una vez asegurada la paz por tierra y por mar, (Escipión) embarcó las tropas y se trasladó a Lilibeo, en Sicilia. Desde allí mandó en barco una gran parte de las tropas y él llegó a Roma atravesando una Italia exultante por la paz tanto como por la victoria: las ciudades se vaciaban para rendirle honores, y los campesinos en masa flanqueaban los caminos; entró en la ciudad en el desfile triunfal más famoso de los celebrados.]*
Tito Livio, Ab urbe condita, libro XXX, 45
* Traducción de José Antonio Villar Vidal en su edición de la obra de Tito Livio en el año 1993.
Africanus (Libro I)
[He sido el hombre más poderoso del mundo, pero también el más traicionado. La sección entre corchetes traduce el texto griego, original de Rubén Montañés.] La maldición de Sífax se ha cumplido. Hubo un momento en el que pensé que mi caída era imposible. El orgullo y los halagos con frecuencia nublan nuestra razón. Luego empecé a temer por mi familia. Entonces aún creía que, si yo caía, mi caída arrastraría a toda Roma. Luego comprendí que mis enemigos me habían dejado solo. Al fin llegó la humillación más absoluta. Lo que ningún extranjero consiguió en el campo de batalla, lo alcanzaron desde la propia Roma mis enemigos en el Senado: ellos me derribaron, sólo ellos fueron capaces de abatirme para siempre. Sé que están contentos y sé que Roma me olvidará durante largo tiempo, ellos creen que para siempre, pero llegará un día, quizá no ahora, sino dentro de quinientos o mil años, llegará un día en que un general de Roma, en las lindes de nuestros dominios, sintiendo las tropas del enemigo avanzar sin freno arrasándolo todo a su paso, se acordará de mí y me eche de menos. Entonces me buscarán, entonces querrán mi consejo. Pero ya todo se habrá perdido y será demasiado tarde. Mi espíritu vagará entonces en el reino de los muertos y contemplaré la caída de Roma con la indiferencia del exiliado.
Pero todo relato debe empezar con orden o, de lo contrario, no se entenderá nada y es crucial que se sepa lo que ocurrió tras la batalla de Zama, que se tenga conocimiento preciso de los acontecimientos que se sucedieron desde aquella victoria hasta el final de mis días.
Mi nombre es Publio Cornelio Escipión. He sido edil, dos veces cónsul, censor y princeps senatus de Roma. Siempre he servido a mi patria con orgullo y lealtad. Debo admitir que nunca pensé en escribir unas memorias. Creo que en mi vida ha habido sucesos sobresalientes, algunos de ellos referidos por poetas y que pensé que, sin duda, quedarían en los anales de la historia, pero las circunstancias actuales han llegado a tal extremo que he considerado necesario que yo mismo deje por escrito mis pensamientos sobre todo lo ocurrido en estos últimos años en Roma, un tiempo en el que nuestra ciudad ha pasado de ser un centro importante en Italia a convertirse en la capital de un inmenso imperio, un imperio al que yo no veo límites claros aún. Todo esto no habría sido posible sin mi contribución al Estado. Mis trabajos han sido notables, mi esfuerzo ímprobo, el precio que he pagado desolador. He perdido a mi padre y a mi tío, las dos personas que más me enseñaron en esta vida, en aras de una larguísima guerra a la que yo mismo puse fin. Y he sufrido en mi propia descendencia el pavor que provoca la guerra. Y, después, he terminado enfrentándome con todos los que me quieren y a todos he hecho daño. Esto, sin duda, es lo que más me duele.
He conquistado Hispania, ciudad a ciudad, empezando por la inexpugnable Cartago Nova. En aquel país derroté uno tras otro a tres ejércitos púnicos. Recuperé para el combate a las legiones V y VI y con ellas me atrevía lo que todos consideraban una locura: me adentré en Africa y, al contrario de lo que ocurrió con Régulo y sus legiones, yo salí victorioso de la empresa, derrotando uno tras otro al general Giscón, al rey Sífax de Numidia y al mismísimo Aníbal, pero todo a costa de perder a mis mejores oficiales en el campo de batalla. Pese a ese nuevo sacrificio, tras ello continué sirviendo al Estado en innumerables trabajos que requerían de mi experiencia, ya fuera en negociaciones con reyes extranjeros o en el campo de batalla en lejanas tierras donde se ponía en peligro nuestra red de alianzas para mantener a Roma fuerte y segura frente a los avatares de reyes ambiciosos y belicosos, siempre acechantes y deseosos de apoderarse de nuestros territorios.
Tras la batalla de Zama pensé que sería respetado en Roma de forma perenne, constante, inquebrantable. Y, sin embargo, ¡qué azaroso y voluble es el pueblo romano y más aún cuando es manipulado por senadores cegados por el odio y la envidia! Ahora, desde la lejanía, veo llegado el momento deponer en claro los acontecimientos que ocurrieron tras la batalla de Zama. He de remontarme más de quince años atrás de la fecha actual. Escribo en el año 569 desde la fundación deRoma,[* 185 a.C.] pero sólo remontándome al pasado se puede entender lo que ocurre hoy conmigo y lo que acontece en Roma. Sé que Catón se esforzará en borrar toda huella mía y sé que pondrá todo su empeño en que sólo quede en los anales de Roma su versión de todos estos hechos; es probable que intente acabar también con los poetas que alaben mis hazañas, por eso escribo estas memorias y por eso lo hago en secreto, porque no quiero que nadie sepa que estoy plasmando por escrito todo lo que ha ocurrido, no por ahora, no hasta que decida el momento y la persona a la que deba desvelar este preciado secreto. Y escribo en griego, para que mis pensamientos queden preservados para el mayor número de personas que en el futuro puedan acceder a estos humildes rollos de historia.
Empezaré mi relato de los sucesos.
Tras Zama todos pensamos en Roma que el peligro de Aníbal estaba conjurado para siempre y, más aún, pensamos incluso que Roma era ya indestructible, pues si habíamos sobrevivido a Aníbal, nada peor podía desafiarnos. ¡Qué equivocados estábamos!¡Quésoberbia es la ignorancia del ser humano! Pero estoy dejándome llevar por los sentimientos y no debo anticipar acontecimientos o mi relato quedará confuso. No. He de ser meticuloso. Después de la victoria de Zama, meses antes de la batalla de Panion, cuando aún estaba en África, recibí la que pensé que debía ser la última mala noticia que escucharía en mi vida sobre mi familia: Pomponia, mi querida, amada y respetada madre había muerto. Tuve el consuelo de saber que conoció por boca de mi hermano y de mi esposa la victoria que había conseguido en Zama. Fue doloroso saber de su muerte y más aún estando en el extranjero, pero que los padres mueran forma parte del curso natural de la vida y, de un modo u otro, estamos preparados para ello. Lo que nadie puede soportar es ni tan siquiera la posibilidad de que el curso natural de las cosas se trastoque. Una vez más divago.
(Debo revisar esta referencia a mi madre cuando la fiebre remita.)
Tras Zama, desde el punto de vista político, todo marchaba bien para mi familia, muy bien, demasiado bien. La verdad es que me alegro de que mi madre no tuviera que presenciar la traición de Roma.
Publio Cornelio Escipión se había convertido en el hombre más poderoso de Roma, en el más alabado, en el más temido. Mientras, en Oriente, Filipo V de Macedonia, el Egipto tolemaico y el cada vez más temible Antíoco de Siria iniciaban un larga guerra por el control de Fenicia, Grecia y el mar Egeo, pero en Roma todo aquello quedaba lejos, distante, y lo que importaba era que Escipión, tras su victoria absoluta sobre Aníbal y la conquista de África, era aclamado por sus legiones, por sus oficiales, por toda Italia con el sobrenombre de Africanas y reconocido como el mejor general de todos los tiempos. Era la primera vez que un general romano adquiría el sobrenombre de un territorio conquistado, una costumbre que luego copiarían otros muchos hombres de menos mérito y también los emperadores de siglos posteriores.
Publio Cornelio Escipión, Africanas, zarpó desde Utica en el norte de África con gran parte de su ejército, una vez sellada la paz con Cartago. El general romano inició su regreso a Roma recalando primero en Lilibeo, en la costa occidental de Sicilia. Ya allí fue recibido como un héroe por unos ciudadanos cansados de años de combates interminables que habían empobrecido su región y esquilmado sus campos, pero aquellas muestras de gratitud no eran nada comparado con lo que Publio habría de encontrar más adelante. De Lilibeo prosiguió por mar con toda su flota y sus legiones hasta Siracusa, donde se detuvo para que sus turmae de jinetes de caballeros sicilianos regresaran a su ciudad natal tras su magnífica campaña en África. Los caballeros de Siracusa, bajo el mando de Lelio, junto con la caballería númida de Masinisa, habían sido la base sobre la que Publio había conseguido su, para muchos, imposible victoria contra Aníbal.
La entrada en el Portus Magnus de Siracusa fue triunfal: centenares de embarcaciones de toda condición y factura salieron engalanadas a recibir la flota del victorioso general romano. Hubo un improvisado desfile por las calles de la ciudad que Publio procuró acortar para no levantar resentimientos en Roma. No quería que se le acusara de celebrar un triunfo o algo parecido a un triunfo en una ciudad que no fuera Roma, y menos aún sin el consentimiento oficial del Senado, un consentimiento, por otra parte, nada fácil de conseguir. Aun así, fue inevitable que en el desfile por Siracusa las legiones y los caballeros se exhibieran exultantes por todo el corazón de la Isla Ortygia, avanzando de sur a norte, por la misma ruta que hiciera antaño Publio junto a su esposa la primera vez que llegaron a la gran Siracusa. Las tropas desfilaron pues ante el templo de Atenea y el templo de Artemio y la ciudadela de Dionisio hasta alcanzar el estrecho istmo que separaba los dos puertos de la capital de Sicilia. Publio ordenó que su ejército se encaminara por las calles en dirección oeste y así llegar lo antes posible al gran foro de la ciudad. Se escuchaban vítores y gritos de júbilo por todas partes y varios ciudadanos prominentes propusieron al general que se celebrara un gran sacrificio en altar de Hierón II, una gigantesca ara sagrada de más de doscientos metros de largo, pero Publio declinó la oferta repetidas veces, siempre con palabras nobles y de agradecimiento, y es que aquel altar estaba dedicado a Zeus y no era oportuno que llegaran a Roma noticias de que él, Publio Cornelio Escipión, general romano, senador, procónsul y sacerdote de la orden sagrada de los salios, se prestaba a adorar a dioses extranjeros. Lo que sí aceptó Publio, y de buen grado, fue dirigirse al pueblo de Siracusa en la gran explanada del foro. Así, Publio Cornelio Escipión, emocionado, se situó frente a la caballería siciliana, y allí, rodeado por miles de ciudadanos, con una voz vibrante lanzó un breve pero sentido discurso.
–¡Ciudadanos de Siracusa! ¡Ciudadanos de Siracusa, escuchadme bien, por Júpiter y por todos los dioses! ¡Ciudadanos de Siracusa, vengo a devolveros vuestra caballería y sabed todos de su valor y de su hombría en el campo de batalla! ¡Sin ellos, sin los caballeros de Siracusa, la campaña de Roma en África habría estado condenada al fracaso! ¡Roma os está agradecida! ¡Yo os estoy agradecido! ¡Que los dioses colmen de parabienes a todos los ciudadanos de esta ciudad y que disfrutéis de paz y riquezas en el presente y en el futuro!
La gente congregada en el foro aclamó al victorioso cónsul de Roma, muchos con cierta emoción, otros con medida apariencia. Roma había derrotado a Cartago, sí, pero no todos los ciudadanos de la ciudad estaban completamente satisfechos. Siracusa había oscilado durante la guerra, en ocasiones apoyando a Cartago y en otros momentos a Roma y, siempre, buscando la forma de mantener su independencia. La victoria sin paliativos de Escipión implicaba que, al no existir ya contrapoder alguno contra Roma en todo el Mediterráneo occidental, Siracusa, como toda Sicilia, para bien o para mal, quedaba ya bajo el control de la ciudad del Tíber, una ciudad que, entre otras cosas, tras la caída de Siracusa en manos del ya fallecido cónsul Marcelo, les había arrebatado todas sus estatuas para engalanar las vetustas y, según habían oído los ciudadanos de Siracusa, malolientes calles de Roma. «Menos discursos y más devolver lo que nos habéis robado», pensaban algunos, eso sí, sin dejar de aclamar a Escipión, por si acaso, pues la ciudad estaba tomada por las legiones V y VI de aquel conquistador romano. Había otros muchos, no obstante, que veían en la victoria del general romano un futuro estable de paz en la región, bueno para el comercio y que veían en una Italia devastada por la guerra, con campos yermos, un excelente mercado donde vender el excedente de grano que en poco tiempo volvería a tener una reconstruida Sicilia.
Publio, al alejarse del foro, de regreso al Portas Magnas reflexionaba sobre qué diferente había sido este retorno a Sicilia, repleto de vítores y aclamaciones, en comparación con su desembarco hacía tan sólo tres años en una isla hostil y desconfiada ante su proyecto de atacar África. Todos parecían tan sinceros que estaba extrañado, conmovido, intrigado, pero no había tiempo para disquisiciones sobre lo que pensaban o dejaban de pensar los ciudadanos de aquel territorio ya conquistado desde hacía tiempo. La estancia en Siracusa fue muy corta: una sola noche y la flota reemprendió su marcha hacia el sur de Italia. Publio tenía ganas de saborear su victoria de forma plena cruzando la península Itálica desde el sur en dirección norte hasta llegar a Roma. Anhelaba escuchar a los pueblos itálicos gritando su nombre y, por encima de todo, después de dos años en África, sentía auténtica ansia por reencontrarse con su mujer y sus hijos, algunos de los cuales, como la pequeña Cornelia, ni siquiera conocía, pues había nacido mientras él combatía a vida o muerte contra Aníbal.
Decidió desembarcar en Locri, como si con ello buscara reafirmarse en que sus acciones del pasado, cuando sin permiso del Senado intervino en el sur de Italia para reconquistar esa ciudad, fueran correctas. Sin duda, para sus enemigos, como Catón, aquel desembarco en Locri se interpretó como una muestra de la soberbia que, según ellos, cada vez dominaba más las acciones de Escipión. Publio, no obstante, parecía ajeno a aquellas críticas. En Locri, como esperaba y como era lógico, fue recibido como un libertador y el tormentoso conflicto del pasado, cuando el general dejara al miserable Pleminio como gobernador de la ciudad, parecía haber desaparecido del ánimo de todos. Pero Locri fue sólo el principio de una larga marcha triunfal hacia el norte.
Los habitantes de todas las ciudades próximas a la gran calzada del occidente itálico se arremolinaban para saludar, aclamar y agasajar a las dos legiones que habían conseguido lo imposible: sembrar el terror en África hasta que Cartago reclamó a Aníbal haciendo que el general púnico, al fin, después de dieciséis años, dejara de asolar sus granjas, sus ciudades, sus familias en territorio itálico; y una vez con Aníbal en África, esas mismas legiones que ahora desfilaban ante ellos, habían conseguido derrotar al hasta entonces invencible general cartaginés, conduciendo así la guerra a su fin con una Cartago arrodillada, obligada a aceptar todas y cada una de las condiciones de paz impuestas por Roma. Así, los ciudadanos de Vibo Valentía y de Consentía en el Bruttium, y luego todos los de la región de Lucania y los de Nuceria, Ñola, Cuessula o Calatia salían de sus casas para vitorear a Publio Cornelio Escipión y sus tropas. Y más aún, de ciudades alejadas más de una jornada de marcha de la Via Latina se organizaron inmensas procesiones de ciudadanos que descendían desde el interior, desde Volvei o Casilinum o que ascendían desde la costa, como los habitantes de Neapolis, para poder tener el privilegio de, aunque tan sólo fuera por unos instantes, vislumbrar el rostro del mayor general de Roma.
Aunque las tropas de Escipión estaban capacitadas y acostumbradas a marchas forzadas que podrían haber hecho de aquel viaje desde el sur hasta Roma una cuestión de pocos días, Escipión, conocedor de la necesidad de reparación que tenían sus tropas, soldados que durante años fueron maldecidos por todos por haber sido partícipes, que no culpables, de la derrota de Cannae, decidió ralentizar la marcha y hacer que su acercamiento a Roma durara más de dos semanas, en marchas más breves, alargando los períodos de descanso y permitiendo así que los pechos de sus legionarios se fueran hinchando del orgullo que necesitaban y que merecían. Muchos de aquellos hombres habían padecido primero las penurias de los ataques de Aníbal en el norte de Italia, con la larga serie de derrotas militares que culminó en Cannae, para luego ser desterrados y olvidados por todos, para, al final, ser rehabilitados por Escipión, pero, eso sí, con el fin de acometer la más dura de las campañas militares posibles: atacar el corazón de África y enfrentarse contra Cartago y Aníbal y todos los aliados de los púnicos en aquella región del mundo. Aquellos hombres, los supervivientes a los tres años en África, bien merecían escuchar todos los vítores y, al mismo tiempo, ir preparando su ánimo para reencontrarse con los suyos, pues la gran mayoría llevaba más de quince años sin haber podido ver a sus familias.
Llegaron a Capua, antigua aliada de Roma, pero luego la gran traidora al pasarse al bando de Aníbal. Allí el ambiente, aunque festivo, dejaba traslucir la ambivalencia de sentimientos de una ciudad que había aspirado a ser la capital de Italia si Aníbal hubiera triunfado y que ahora no tenía más destino en la historia que la de un eterno vasallaje a Roma. Desde Capua, Publio envió emisarios a Roma anunciando su próxima llegada y, por segunda vez en su vida, solicitando poder disfrutar de su derecho a un triunfo para sus tropas, para que cada uno de esos hombres, con él al frente, pudiera marchar por las mismísimas entrañas de Roma y ser aclamados como lo que eran: vencedores absolutos de la más cruenta de las guerras que nunca antes había disputado Roma. Sin embargo, Publio no se quedó en Capua a esperar la respuesta del Senado a su petición. A la mañana siguiente de haber acampado frente a Capua, ordenó a sus tropas que cruzaran el Volturno y que prosiguieran su marcha hacia Roma. Bajaron más ciudadanos desde Telesia o Allifae, cruzaron por Casinum y fueron especialmente bien recibidos en Fregellae, pero Publio desconfiaba de las aclamaciones de los habitantes de aquella ciudad.
–No quiero que hagamos noche aquí-dijo Publio a Cayo Lelio, que marchaba a su lado, pues el general, fiel a su costumbre, no cabalgaba en los largos desplazamientos de sus legiones, sino que, para dar ejemplo, marchaba al frente, como uno más, marcando el paso que todos debían seguir-. No quiero hacer noche aquí-repitió.
Lelio asintió mientras respondía.
–Sí, no es sitio donde sentirse seguro y eso que nos han enviado una carta los caballeros de la ciudad manifestando su deseo de que nos quedemos unos días para festejar nuestra victoria.
–Por eso, menos aún -se reafirmaba Publio-. Seguiremos unas horas más y acamparemos en campo abierto.
Lelio no necesitaba más explicaciones. Sabía que el general renegaba de Fregellae, de una ciudad cuyos caballeros, cuando participaron en una misión de escolta del cónsul Claudio Marcelo, en lugar de defenderlo con su vida, se rindieron a las tropas de la emboscada de Venusia que Aníbal había preparado contra el veterano cónsul, una rendición que contribuyó a facilitar el objetivo de Aníbal de eliminar a uno de los mejores generales de Roma en toda aquella larga guerra. Así, los ciudadanos vieron cómo las legiones V y VI aceleraban el paso y, sin detenerse, pasaban por las puertas de su ciudad a gran velocidad. Muchos pensaron que Escipión tenía ganas de llegar pronto a Roma, pero otros muchos también sabían leer entre líneas, apretaban los dientes y maldecían la cobardía de sus conciudadanos en la funesta emboscada de Venusia, siete años atrás.
Al día siguiente, se prosiguió el avance por la Via Latina hasta pasar por entre Tusculum y Velitrae, donde Publio decidió acampar de nuevo. Fue entonces cuando se recibieron mensajeros que llegaban desde Roma. Publio abrió el correo oficial y lo examinó con tiento. Junto a él se encontraban Cayo Lelio, Silano, uno de los pocos oficiales veteranos de las campañas de Hispania superviviente, junto con Lelio, a las terribles batallas de África, y Marco, elproximus lictor, escolta y hombre de confianza del general que desde Zama acompañaba a Escipión en todo momento. Una vez leído el mensaje, Publio dejó la tablilla sobre la mesa de la tienda del praetorium donde se encontraban reunidos.
–Nos citan en el Templo de Bellona -dijo Escipión.
–Por Hércules, eso son buenas noticias, ¿no? – apuntó Silano-. Allí es donde se acude antes de entrar en la ciudad para recibir un triunfo.
–Allí es donde se cita al general victorioso para transmitirle si el Senado acepta conceder el triunfo o no -corrigió Publio-. Ya he pasado por esto una vez -añadió Publio en alusión a la negativa del Senado a concederle un triunfo tras la campaña de Hispania, de donde también había regresado victorioso en un pasado que pese a no estar tan distante parecía algo ya lejano.
–Pero esta vez -intervino Lelio-, ni tan siquiera Catón podrá oponerse a un triunfo. La victoria ha sido absoluta… y contra el mayor de los enemigos.
–Lo sé, lo sé -afirmaba Publio caminando de un lado a otro de la tienda-, pero no es ya por mí por lo que estoy nervioso, sino por todos esos legionarios: quince años de destierro, las batallas más brutales que nunca he visto, merecen, necesitan un triunfo. Y bien, sí, también por vosotros y también por mí. Mi familia merece un reconocimiento después de haber entregado tanta de nuestra sangre en esta maldita guerra. Mi padre, mi tío… -guardó un segundo de silencio y continuó-. Acudiremos al Templo de Bellona y veremos qué es lo que tiene el Senado que decir esta vez y más vale que sea… -Pero aquí se detuvo. Sabía que sus enemigos en Roma le acusaban de soberbia, ya le habían llegado noticias sobre cómo habían arremetido contra su decisión de regresar a Roma desde el sur desembarcando en Locri y no quería añadir más leña al fuego con palabras impulsivas. No temía ser traicionado por Lelio o Silano, o Marco, eso era imposible, pero la experiencia le había enseñado que las paredes de las tiendas de una campaña militar son demasiado finas para contener en su interior todas las palabras que allí se pronuncian. Publio salió al exterior en un movimiento súbito. Allí le recibieron, volviéndose algo sorprendidos, cuatro de los lictores que custodiaban la tienda. – ¿Ocurre algo, mi general?
Era la voz de Marco, elproximus lictor, que siguió al general en su repentina salida.
–¿No hay nadie alrededor de la tienda? – preguntó Publio. – Nadie, mi general.
Marco fue contundente en el tono y en la respuesta, toda vez que recibió las señales de asentimiento por parte del resto de lictores que confirmaban la ausencia de espías.
–Bien, Marco, bien. – Y Publio regresó al interior; Marco saludó a los centinelas y regresó dentro con el general; una vez en el corazón de la tienda, Publio detalló las órdenes a seguir a Lelio, Silano y Marco-. Cuando lleguemos a la puerta Naevia, rodearemos la ciudad por el este, para evitar el río, hasta llegar al Templo de Bellona. Allí saldremos de dudas de una vez por todas. – Y suspiró.
–Creo que podríamos tomar una copa y relajarnos un poco -aventuró Lelio.
Publio le miró serio primero y luego sonrió.
–Crees bien, mi buen Lelio, crees bien. – Y elevando el tono de voz para que le oyera uno de los esclavos siempre pendiente junto a los lictores a cualquier petición del general, añadió unas palabras-: ¡Vino para tres veteranos de guerra! ¡Para cuatro! – completó al volverse y observar a Marco, como siempre, a su espalda-. ¡Vino y mulsuml
Las antorchas chisporroteaban en torno a la tienda del general. En su interior se escuchaban risas. En el exterior los lictores montaban guardia en turnos de cuatro hombres. Hacia el norte y hacia el sur se veían las hogueras de los legionarios. Era un ejército en calma en un territorio en paz.
Durante todo el largo viaje en barco, la joven Netikerty había estado orinando sobre los dos pequeños sacos de dátiles y arena. Acababan de avistar el faro de Alejandría y ninguna de las semillas había germinado aún. Su preocupación era creciente, pero decidió no compartirla con ninguna de sus hermanas. Según la tradición egipcia, una mujer embarazada podía conocer con anticipación el sexo de su futuro hijo o hija al introducir unas semillas de cebada en un saco y otras semillas de trigo en otro saco y orinar sobre los mismos a diario a la espera de ver si entre la arena y dátiles que debía contener cada saco germinaban primero las semillas de cebada o las de trigo. En el primer caso significaría que el bebé sería un varón y en el caso de que germinara primero el trigo eso sería señal inequívoca de que la nueva vida sería una niña. Si no germinaba ninguna de las semillas en ninguno de los dos sacos era señal de que el bebé nacería muerto. De ahí la congoja de la joven muchacha egipcia. Netikerty dejaba el terrible pasado más reciente atrás: una vida de esclavitud en la lejana Roma y en los confines occidentales del mundo al servicio de uno de los generales más poderosos de aquella emergente ciudad, Cayo Lelio, para, una vez manumitida y liberada por el propio Escipión, regresar de nuevo, con sus dos hermanas que la habían acompañado en aquel suplicio, a su añorado Egipto, al abrigo del amor de sus padres y sus dos hermanos. Todo era perfecto, pero como si los dioses nunca quisieran sosegarla por completo, la ausencia de semillas germinadas le hacían presagiar un mal parto. Quizá fuera mejor así, quizá fuera mejor que nunca naciera el hijo de quien había sido su último amo durante aquellos años de viajes por occidente, un amo que primero la amó para, al final, despreciarla por completo.
–Quizá eso sea lo mejor, sí. – Se encontró a sí misma musitando en silencio unas palabras que silbaron suaves en aquella noche fresca pero sin nubes en la cubierta de aquel navio romano que se acercaba hacia la luz lejana del faro de Alejandría.
–¿Has dicho algo, Netikerty? – preguntó una de sus hermanas que no estaba segura de haberla oído hablar.
Netikerty sonrió al responder.
–Sólo decía que es maravilloso regresar a casa. – La esclavitud le había enseñado a mentir con habilidad. Su hermana asintió sin pensar más y se quedó, al igual que Netikerty, contemplando cómo la gran llama del faro de Alejandría crecía y crecía en el horizonte oscuro de la noche.
Al cabo de un rato se acostaron, pues el capitán les indicó que, pese a haber divisado la luz del gran faro, aún tardarían horas en llegar a puerto. Las tres descendieron a su pequeño camarote, habilitado para ellas por expreso mandato de Cayo Lelio y donde nunca fueron molestadas en todo el viaje; algo de lo que las jóvenes se sorprendían cada día, pero al poco tiempo comprendieron que, incluso ya tan lejos de Roma, el brazo protector de los generales romanos que las habían liberado llegaba incluso allí. Aquélla era, a fin de cuentas, una quinquerreme romana. Y lo mejor es que una vez en el puerto retornarían a la protección de su propia familia con la que habían podido comunicar antes de partir de Sicilia.
–Es de día, pequeña. – Netikerty desplegó los párpados y vio los brillantes ojos de sus dos hermanas mirándola con una felicidad intensa. Erróneamente, Netikerty pensó que era porque ya llegaban a casa. Se sentó en la cama, pero sus hermanas seguían mirándola y ahora se reían abiertamente. Ella se atusó el pelo, como si buscara algo enganchado en su larga melena azabache y lacia, pero no había nada.
–¡Por Isis! ¿Por qué os reís tanto de mí?
Las dos hermanas se miraron y asintieron. Entonces una se agachó y extrajo de debajo de la cama uno de los pequeños saquitos con arena, dátiles y semillas. Por entre las costuras del saco emergía un pequeño brote. Netikerty abrió sus ojos de par en par al tiempo que se llevó la mano al vientre. Una de sus hermanas puso voz a sus pensamientos. – Es cebada, hermana mía. Vas a tener un niño.
Las columnas del Templo de Bellona permanecían allí igual de impasibles que la última vez que Publio y sus hombres aguardaron la respuesta del Senado. Eso había sido hacía cinco años, cuando regresaron victoriosos de las duras campañas de Hispania. En aquel momento, el viejo Fabio Máximo hizo valer un subterfugio legal, el hecho de que formalmente Escipión había comandado las tropas en Hispania sin tener asignado por el Senado el título de cónsul, para así negarle a Publio y a sus tropas el merecido triunfo por las calles de Roma. De nada valieron todos los argumentos que el joven general interpuso entonces. Máximo fue tajante y vino él mismo a disfrutar comunicando la negativa en persona. Pero de eso hacía tiempo y, desde entonces, Publio había comandado nuevas tropas en una campaña aún más dura, aún más épica pero también si cabe aún más victoriosa: la conquista de África con la derrota de Aníbal incluida, y, no sólo eso, sino que además lo había hecho todo ejerciendo el cargo de cónsul y procónsul. Ya no quedaba forma alguna de poder oponerse a que celebrara el tan demandado triunfo, pero, pese a tenerlo todo a su favor, Publio desconfiaba. Ya había sufrido demasiadas decepciones en el pasado y la edad le había hecho prudente, especialmente en todo lo relacionado con las complejas decisiones del Senado. Su corazón, no obstante, dio un vuelco en su interior cuando vio que no era Catón quien comandaba la comitiva que el Senado enviaba para comunicar las decisiones tomadas. Se veía en la distancia un grupo de senadores descendiendo desde la puerta Carmenta y desfilando frente al Templo de Apolo, dejando a su derecha las murallas de la ciudad y a su izquierda las laderas del Campo de Marte. No se distinguía aún quién encabezaba aquel grupo de togados romanos, pero Publio fue concluyeme en su comentario a Lelio, que, acompañado por Silano, Marco y el resto de oficiales, esperaban junto a su general igual de ansiosos.
–No viene Catón -empezó Publio en voz baja, pero lo suficiente para que Lelio, Silano y Marco le oyeran-. Por todos los dioses, eso son excelentes noticias. Si nos hubieran denegado el triunfo sería Catón el que vendría en persona.
–¿Estás seguro de que no es Catón ese senador que va delante? – preguntó Lelio; la edad le había hecho perder vista, pero se negaba a reconocerlo. Lo suyo era el combate cuerpo a cuerpo y no lanzar pila a larga distancia, así minimizaba los perniciosos efectos de su pérdida de visión en el campo de batalla.
–Seguro -confirmó Publio con contundencia-. Es difícil no reconocer ese andar de pato que tiene, tambaleándose de un lado a otro… -E imitó a un torpe animal que se bamboleaba al caminar. Todos rieron la parodia de su general, por graciosa y porque la risa les permitía eliminar un poco de la tensión acumulada durante las horas de espera aquella mañana junto al Templo de Bellona.
La comitiva fue acercándose y Publio intentaba adivinar quiénes iban delante. Se veía a un senador mayor, entrado en la cincuentena, que parecía ser el que presidía al grupo y tras él otro más joven, adusto y serio, demasiado joven para ser senador; quizá fuera uno de los ediles de la ciudad.
–El que va delante es Spurino -dijo Lelio con seguridad. Publio asintió.
–Así es, Spurino.
–Es uno de los aliados de Catón -añadió Silano desconfiando del desenlace final de la entrevista que iba a tener lugar-. Eso no es bueno.
Publio meditó su respuesta.
–Es cierto -hablaba despacio, pensando cada palabra-; sin duda, Catón ha heredado de Fabio Máximo el control del Senado, pero es impensable que no haya venido si lo que tuviera que comunicársenos fuera una negativa al triunfo. No. Más bien creo que es un aviso: aunque consigas el triunfo, porque no te lo puedo negar, has de saber que domino el Senado. Eso es lo que nos quiere decir. Me intriga más quién va detrás de Spurino.
Lelio, Silano y Marco miraban interesados. Marco parecía saber algo y carraspeó. No se atrevía a dirigirse al general sin ser preguntado antes.
–Si sabes algo, habla, Marco -dijo Publio con rapidez.
–Sí, mi general; creo que es uno de los Sempronios, Tiberio Sempronio Graco, creo que es su nombre. Coincidí con él cuando nos adiestrábamos en el Campo de Marte, cuando sólo éramos unos muchachos. Es rápido con la espada… y ágil… pero no sé de política… no sé en quién o quiénes estarán sus afectos, mi general.
Publio cabeceó afirmativamente un par de veces mientras escuchaba los comentarios de Marco y no dijo nada. Se limitó a volver su mirada hacia el joven Sempronio Graco. De la familia Sempronia. Su padre ya tuvo enfrentamientos con otro Sempronio, con Tiberio Sempronio Longo en el norte, cuando ambos eran cónsules y Sempronio Longo se empeñaba en enfrentarse a Aníbal en campo abierto. Aquello terminó en la desastrosa derrota de Trebia. A Publio no le gustaban los miembros de la familia Sempronia. Y tan joven. Pero ya estaban allí, y habían llegado junto a ellos. El cónclave iba a tener lugar frente a las escaleras del Templo de Bellona.
–Te saludo, Publio Cornelio Escipión -empezó el veterano Spurino-. Como ya sabes mi nombre es Quinto Petilio Spurino y me envía el Senado para comunicarte nuestra respuesta con respecto a tu solicitud de poder celebrar o no un triunfo por las calles de Roma.
–Te saludo, Quinto Petilio Spurino y te escucho, como te escuchan todos mis tribunos y oficiales. ¿Qué hay del Senado?
Spurino no se sorprendió por lo directo que era aquel victorioso general. La ambición siempre venía engalanada en aires de precipitación. Decidió deleitarse alargando la entrega de la respuesta del Senado.
–Veamos, por los dioses, Publio Cornelio Escipión -comentó Spurino mientras extraía de debajo de su toga viril un abultado rollo de papiro-. El Senado ha deliberado y ha dictaminado que -empezó a leer despacio-, reunidos en sesión plenaria con el objeto de debatir sobre la oportunidad o no de conceder al general magistrado procónsul de Roma, Publio Cornelio Escipión, un triunfo por las calles de Roma que culmine en el Templo de Júpiter Óptimo Máximo, todo ello tras examinar las campañas realizadas en África, en donde se ha establecido un número de enemigos abatidos que ronda los…
Spurino no pudo seguir leyendo. La mano de Escipión se había agarrado a su muñeca como una tenaza de hierro y apretaba con fuerza. El veterano senador le miró combinando desprecio y sorpresa.
–¿Sí o no, senador Quinto Petilio Spurino? ¿Sí o no? – preguntó Publio con un tono tan hostil que el senador apretó los labios y tragó saliva mientras sostenía la mirada de su agresor. Pero los ojos del general eran tan duros, tan pétreos, tan henchidos de tensión, que Quinto Petilio Spurino bajó al fin sus propios ojos y, mirando al suelo, respondió con la mayor dignidad que pudo en un intento por aparentar que no cedía ante la fuerza del general.
–Estás asiendo a un senador de Roma, procónsul…
Tras el veterano senador, el resto de paires conscripti hundían sus manos bajo sus togas asiendo todos dagas afiladas, mientras que el joven edil Tiberio Sempronio Graco lanzaba una rápida mirada a las dos docenas de legionarios de las legiones urbanae que habían sido designadas como escolta de la comitiva senatorial. Estos soldados echaron mano a sus espadas, pero tras el general Publio Cornelio Escipión emergieron más de una cincuentena de soldados de las legiones V y VI armados hasta los dientes y dispuestos al combate. Los legionarios de la ciudad, jóvenes e inexpertos, reclutados en las últimas levas, sabían que aquéllos no eran otros sino los legionarios que habían derrotado al mismísimo Aníbal.
–¿Sí o no? – insistió Publio Cornelio Escipión sin soltar la muñeca de Spurino-. No tengo tiempo para largos discursos, ni me hace falta que me digas a cuántos enemigos hemos abatido. Eso ya lo sé. Recuerdo cada batalla, cada lucha, cada ciudad, cada muerto. Haz ahora, Quinto Petilio Spurino, haz uso de tu famosa retórica y resume en una palabra si el Senado nos concede el triunfo o no. – Y apretó con más saña aún.
–¡Por todos los dioses, Escipión! – gritó Spurino-. ¡Sí, el Senado te concede el permiso…! ¡Un triunfo completo… mañana… al mediodía!
–Sea, entonces. – Y soltó la muñeca del senador-. Pues ya no hay más que hablar. Que me traigan a Sífax esta noche. Quiero exhibirlo en mi desfile.
Spurino se entretenía masajeándose la muñeca con la otra mano. Había soltado el rollo con el informe del Senado y éste yacía sobre el suelo, medio desplegado. Sempronio Graco se adelantó, tomó el rollo del suelo y se lo devolvió a Spurino. Una vez delante del veterano senador y cuando Escipión ya les daba la espalda, el joven Graco alzó su voz.
–¡Procónsul, eso no será posible… traer a Síiax!
Publio Cornelio Escipión se detuvo en seco. Lelio y el resto de oficiales le vieron trazar un terrible rictus de tensión en su faz mientras se daba la vuelta para dirigirse al joven edil de Roma.
–No he pedido permiso, Tiberio Sempronio Graco -dijo Publio con voz más mesurada que lo que sus oficiales habían previsto-. He ordenado que se me traiga a Sífax.
–Sífax está ahora preso en las cárceles de Roma y creo que lo más seguro es que permanezca allí hasta el día de su ejecución. Es en prisión donde se puede garantizar mejor que no escape, procónsul de Roma -replicó el edil Graco con firmeza.
Publio le miró en silencio. Era insultantemente joven para haber accedido a la edilidad en Roma, pero él mismo también accedió al mismo cargo muy joven, ambos quebrantando así las tradiciones de Roma. No podía criticarle por su juventud sin criticarse a sí mismo, de modo que ése no era un buen argumento que esgrimir. Además, lo que indicaba todo aquello es que la familia Sempronia estaba fuerte en Roma. Podía ser un gran aliado o un temible enemigo. Publio decidió contenerse con el joven Graco, al contrario de lo que había hecho con el viejo Spurino. Quinto Petilio Spurino estaba ya más allá de toda posible alianza; era casi la mano derecha de Catón. El joven Graco era algo distinto, al menos, por el momento.
–Llevo muchos días de marcha, edil de Roma -reinició la conversación Publio con tono conciliador-, y varios años de campaña en África. Quizá haya olvidado un poco las formas -esto lo dijo mirando a un dolido Spurino ocupado en enrollar bien el informe del Senado-, pero el rey Sífax está prisionero en las mazmorras de Roma porque mis legiones le derrotaron en varias ocasiones en África hasta que mis legionarios lo apresaron y lo cubrieron de cadenas. Sífax es parte de los trofeos que deseo exhibir en mi entrada triunfal en Roma y creo que si fuimos capaces de apresarlo cuando tenía más de 60.000 guerreros bajo su mando, ahora, desarmado y encadenado, creo, Tiberio Sempronio Graco, que mis legiones sabrán custodiarlo como corresponde. Por eso ruego al edil de Roma que se conduzca al rey Sífax esta noche al campamento de mis tropas en el Campo de Marte. ¡Por todos los dioses, edil, nos lo hemos ganado!
El joven Graco mantuvo su mirada fija en el procónsul mientras escuchaba sus palabras. La petición, más allá de afectos o desafectos, era razonable y, además, se había planteado de forma menos agresiva.
El edil miró a Spurino y éste, muy a su pesar, asintió, pues, entre otras muchas cosas, el informe del Senado ratificaba el derecho de Escipión a exhibir al rey Sífax en el triunfo, de modo que era absurdo negarle lo que el Senado había concedido. Catón se había esforzado en evitarlo, en un vano intento por reducir la majestuosidad del desfile que debía tener lugar, pero eran demasiadas las presiones, demasiados los senadores proclives a recibir a Escipión como el general victorioso que era, y era demasiado el clamor del pueblo por las calles de la ciudad a favor del procónsul como para negarse, además de que el pueblo anhelaba la ejecución pública de uno de los grandes aliados de Aníbal precipitándolo al vacío desde lo alto de la roca Tarpeya. Al pueblo romano le gustaba la sangre en vivo. Catón cedió y el Senado concedió; por eso Spurino, incluso sumido en su humillación, asintió a la vez que engullía rencor a manos llenas. El joven edil, ante el consentimiento del presidente de la comitiva del Senado, asintió también.
–Sífax te será conducido al campamento antes de que caiga la noche, procónsul de Roma.
–Te lo agradezco, edil de Roma -dijo Publio y, antes de volverse, dirigió unas últimas palabras a Spurino-. Ahora, si el senador quiere, puede leer a las columnas del Templo de Bellona el largo informe del Senado o, si lo prefiere, puede darme ese rollo y ya lo leeré yo con sosiego durante la noche. – Y alargó la mano.
Quinto Petilio Spurino extrajo de nuevo el rollo del Senado de debajo de su toga viril y estiró el brazo con el mismo. El rollo pasó de una mano a otra en un imperceptible segundo y el general se volvió y desapareció rodeado de sus tribunos y oficiales de regreso a las laderas del Campo de Marte donde miles de legionarios le esperaban ansiosos por saber si, por fin, tras quince años de destierro, podrían entrar de nuevo en la ciudad que les vio nacer y, por encima de todo, si podrían hacerlo con todo el orgullo que entrañaba un triunfo por las calles de Roma.
Tiberio Sempronio Graco se quedó unos momentos mirando cómo Escipión se perdía entre sus hombres. Aquél era, sin lugar a duda, un general adorado por sus legionarios. Aquello era un hecho que merecía respeto. El joven Graco se debatía entre la admiración que despertaba quien había conseguido derrotar al hasta hacía muy poco invencible Aníbal y la preocupación que despertaba en todos esas formas rudas, directas y hostiles del Escipión para con los enviados del Senado. ¿Quién era Publio Cornelio Escipión? ¿El mayor general de Roma o alguien cuya ambición no tendría límites hasta coronarse rey y terminar con la República? Catón no dudaba en reiterar esa idea a cuantos le escuchaban; otros eran más cautos, observaban y callaban. ¿Había derrotado Roma a Aníbal, el peor de sus enemigos, para caer ahora en manos de un tirano? Tiberio Sempronio Graco creía en la República, en Roma, en sus instituciones. Eso le habían enseñado en su familia y eso respetaba. Se volvió y se percató de que la comitiva del Senado ya estaba entrando en la ciudad. Spurino tendría prisa por transmitir a Catón lo que había acontecido en aquella entrevista. Sólo quedaba media docena de legionarios que aguardaba al joven edil de Roma.
–Vamos -dijo Graco, y se encaminó con rapidez hacia las murallas de la ciudad. Tenía que organizar la entrega de Sífax. Sólo el tiempo daría o quitaría la razón a Catón. Sólo el tiempo.
Aquella noche, un manípulo de las legiones urbanae se presentó ante el cuerpo de guardia nocturna del primer turno a la entrada del campamento levantado por las legiones V y VI en el Campo de Marte, frente a las murallas de la ciudad eterna.
–Traemos a Sífax -dijo el oficial al mando.
Los centinelas llamaron a un centurión y éste se hizo cargo del preso. Cubierto de cadenas, encorvado y sucio, Sífax, quien fuera rey de toda Numidia durante años, caminaba despacio al reencuentro de sus enemigos. No tenía ya nada con que luchar ni nadie por quien combatir, pero su odio había encontrado algo de consuelo en meditar cómo y cuándo maldecir al general que le había arrebatado a su reina y a su reino en África. Una maldición númida era algo contra lo que no podría proteger a Escipión jamás ninguna legión. Por eso, pese a no ser ya apenas nada, Sífax, aun caminando encorvado, humillado, vencido, avanzaba despacio pero decidido, con una extraña sonrisa en su rostro.
Aún no había amanecido pero las calles de Roma ya estaban revueltas. La gente, aún en medio de la oscuridad de la noche, se agolpaba por todas las avenidas y plazas por donde debía transcurrir el gran desfile militar. Nadie quería perderse el gran triunfo de Escipión. Tito Macio Plauto, sin embargo, había optado por refugiarse en su casa del Aventino, el viejo barrio donde se concentraban la mayoría de los escritores y otros artistas de Roma. Era una modesta domus levantada próxima a los templos de Diana y de la Luna. A Plauto aún le parecía escuchar las palabras de su amigo Nevio respondiéndole cuando, hacía ya años, el propio Plauto se mofara de que se levantaran tantos templos a unos dioses que luego ni tan siquiera se acordaron de ellos, pobres mortales, en aquellos momentos pasados angustiados terriblemente por la larga guerra contra Aníbal.
–Te equivocas, querido Plauto, ahí te equivocas. Se acuerdan cada día y cada noche de nosotros. Es sólo que los dioses se regocijan mortificándonos. Por eso esta guerra, por eso tanto sufrimiento. – Así se expresó Nevio entonces, con su típico cinismo propio de alguien a quien la vida había transformado en un gran escéptico.
Plauto no sabía exactamente por qué, pero aquella noche el recuerdo de su buen amigo recientemente fallecido había permanecido con él de forma insistente. Nevio se enfrentó con los patricios y terminó en la cárcel. Al fin, después de mucho tiempo, Publio Cornelio Escipión intervino en su favor para sacarlo de prisión, pero ya era tarde. La humedad de la terrible Lautumiae le había consumido para siempre. Apenas llegó Nevio a su obligado destino de Utica, cuando a las pocas semanas falleció. Sí. Ahora se daba cuenta. Era por Escipión. Publio Cornelio Escipión regresaba victorioso mientras que su amigo deportado a África había muerto. Eran destinos cruzados, pero siempre la peor parte se la llevaban los más débiles. Como ocurriera en el pasado con Druso. Era su sino. Plauto sentía una confusa mezcla de rabia y agradecimiento hacia Escipión que le reconcomía las entrañas. Se sabía obligado a sentir agradecimiento porque, a fin de cuentas, Escipión fue el único patricio que intervino para sacar a Nevio de la cárcel, pero, por otro lado, la rabia parecía erigirse triunfante en esa batalla absurda de sentimientos internos en su pecho, pues la intervención, después de todo, había sido demasiado tardía para surtir un efecto realmente liberador. Ahora regresaba el gran Escipión a Roma y Roma entera se aprestaba a arracimarse por todas las calles de la populosa urbe, pero él, Tito Macio Plauto, a contracorriente de todo el mundo, había decidido ausentarse de forma voluntaria de semejante exhibición de poder patricio. Era un acto de despecho, una pequeña rebelión inútil y que, en cualquier caso, no tendría efecto alguno ni sobre su persona ni sobre el que celebraba el gran triunfo. Pese a haberse convertido en el escritor más afamado de Roma, en medio del gigantesco tumulto en el que se estaba transformando la ciudad para recibir a Escipión, nadie notaría su ausencia. Y, en todo caso, si alguien le preguntaba y se apoderaba de él su creciente sensación de cobardía, siempre podía mentir y decir que estuvo en tal o cual calle viendo el desfile. Sí, para vergüenza suya, el éxito de sus obras le había hecho débil. Después de tantos años de sufrimiento era tan cómodo sentirse seguro en su pequeña casa, poder comer caliente a diario y, por qué no, yacer con alguna de sus esclavas cuando le placiera. Cada vez reducía más las críticas a los patricios y al poder en general en sus obras y estaba optando por incorporar más y más cantos a las representaciones, algo que al público parecía gustarle y que le alejaba de las tentaciones que proporcionaba la redacción de nuevos textos. Incluso revisaba obras ya estrenadas para hacerlas más ágiles, más vivas, más divertidas para el pueblo. Más insulsas en su crítica social, habría dicho Nevio. Pero el mismo Nevio, de eso estaba seguro, habría añadido: pero hay que vivir, mi buen amigo, hay que vivir.
Aquella noche, Plauto, rodeado de rollos con obras de Menandro, Filemón, Dífilo, Posidipo, Teogneto o Alexis, entre otros muchos autores griegos, se había concentrado en revisar su último gran éxito, la Cistellaria. Había pasado varias horas de insomnio ocupado en revisar la obra íntegra, para terminar dándose cuenta de que apenas había cambiado algo. Sólo quedaba el final y le pareció bien como estaba:
Ne exspectetis, spectatores, dum Mi huc ad vos exeant: nemo exibit, omnes intus conficient negotium. ubi id erit factum, ornamenta ponent;postidea loci qui deliquit vapulabit, qui non deliquit bidet.
nunc quod ad vos, spectatores, relicuom relinquitur, more maiorum date plausum postrema in comoedia.
[Espectadores, no esperéis que salgan de nuevo al escenario. Nadie volverá a salir; todos arreglarán el asunto dentro. Cuando todo esté terminado, se quitarán sus trajes; después, el que lo hizo mal, será azotado, y el que no lo hizo mal, beberá. Ahora ya sólo os queda a vosotros una cosa por hacer: siguiendo la costumbre de vuestros antepasados, dad un fuerte aplauso; la comedia ha terminado.]*Traducción del original según la edición de José Román Bravo. Véase referencia completa en la bibliografía.
Y como si el pueblo estuviera coordinado con las revisiones sobre las que trabajaba, desde la calle llegó un poderoso aplauso. ¿Era el recibimiento de los ciudadanos de Roma a las primeras unidades del victorioso general que ya debían estar entrando en la ciudad? No, era demasiado pronto. El triunfo estaba programado para el mediodía, para la hora sexta. Sería algún amigo o algún familiar de los Escipiones que era reconocido por la plebe. Tito Macio Plauto decidió seguir dando la espalda a la historia y extrajo nuevas schedae de un cajón y más attramentum. Necesitaba más hojas y más tinta. Estaba dispuesto a empezar la redacción de una nueva obra. Cualquier cosa antes que salir a la calle. El sueño, no obstante, se apoderó de él y el viejo escritor se quedó con la cabeza apoyada sobre un brazo cuya mano sostenía un stilus que emborronaba una hoja con una gran mácula de tinta negra. Mientras, en el exterior, la ciudad de Roma se entregaba rendida al hombre que la había rescatado de la peor de las guerras.
Antes del amanecer, aún en medio de la noche, el curator, un hombre recio, adusto, serio, de unos treinta años, con la mirada decidida y aire ocupado, cubierto por una fina toga viril, llegó al Templo de Bellona y detuvo allí su marcha y la de la media docena de legionarios de las legiones urbanae que le escoltaban, y quedó a la espera de que las legiones V y VI formaran en el Campo de Marte. La suya era una misión importante. Era el encargado de velar por la perfecta organización del desfile triunfal de los cónsules victoriosos. Por eso le gustaba estar frente a aquel templo con tiempo de anticipación suficiente para transmitir a los que venían a desfilar por la ciudad, normalmente henchidos de orgullo y vanidad, que él era un hombre que no entendía de retrasos.
El sol despuntaba y algunos de sus rayos, tímidos aún, se empezaban a arrastrar por la tierra de la inmensa ladera del noroeste de Roma cuando los pequeños ojos del curator parpadearon varias veces. No daba crédito: al tiempo que amanecía, ante él emergía la imponente silueta de miles de soldados en perfecta formación. Las legiones V y VI de Roma estaban ya preparadas para inspección. ¿Desde cuándo? Parecía que por primera vez en su vida había alguien con más capacidad de anticipación que él mismo a la hora de preparar un triunfo. El curator se permitió una leve sonrisa que ocultó bajando el rostro hacia el suelo. Parecía que iba a ser cierto lo que todos decían: Escipión lleva años esperando este día. Borró la sonrisa. Ésa sería la única muestra de satisfacción que se permitiría en todo el día. No podía permitir que le malinterpretaran y que por una mueca estúpida no se le tomara con la seriedad que se debía a su persona en razón a su cargo. Carraspeó y, sin inmutarse, rodeado por la sorpresa de los legionarios de las legiones urbanae, que no estaban seguros aún de presenciar aquel amanecer que iluminaba las legiones más valientes de la historia de la ciudad formadas y detenidas en el horizonte como efigies provenientes de un tiempo remoto, lejano, desconocido, el curator se encaminó directamente hacia la figura central de la formación: el procónsul al mando Publio Cornelio Escipión.
Llegado frente al general, el enviado del Senado se dirigió al procónsul con dignidad.
–Te saludo, procónsul de Roma, héroe de África y general victorioso contra nuestros enemigos. Mi nombre es Tito Quincio Flaminino. He sido designado curator de tu triunfo y como curator me corresponde velar por la organización del triunfo. No es la primera vez que ejerzo este cargo. Es costumbre que el general que va a desfilar me brinde su cooperación.
–Así es, Tito Quincio Flaminino, curator. Te saludo con respeto y con satisfacción. Es para mis tropas un gran orgullo ser merecedoras de disfrutar de un triunfo, pero no quiero que nuestro orgullo se interponga en tu labor. – El curator asintió mientras escuchaba al procónsul, que proseguía con sus explicaciones-. En primera línea están las tropas que he seleccionado para el desfile. Soy consciente de que sólo una pequeña parte de las tropas puede disfrutar del honor de desfilar en formación por las calles de Roma. Como verás por los torques y falerae que exhiben la mayoría de los seleccionados, se trata de los legionarios que más se distinguieron en la campaña de África. Es a ti a quien corresponde decidir si la selección es apropiada o si me he excedido en el número de legionarios.
El curator volvió a asentir sin decir nada mientras miraba a un lado y a otro del general examinando la larga hilera de tropas alineadas para ser inspeccionadas. Le estaba cayendo bien aquel general pese a que venía prevenido en su contra, pues en Roma eran muchos senadores los que le habían advertido de la vanidad de aquel recio procónsul, pero a él lo único que le importaba era la eficacia y el orden y allí, por de pronto, estaba disfrutando de ambas cosas. En sólo un vistazo el curator comprendió que los seleccionados excedían lo habitual en un triunfo, pero era él quien decidía.
–Tengo la sensación, procónsul de Roma, que habéis seleccionado más legionarios de lo habitual para estos casos -dijo el curator, y cruzó su mirada con la del general; Escipión mantuvo sus ojos abiertos y su boca cerrada sin interrumpirle; el curator transmitió su conclusión sobre el asunto-, pero también es cierto que la victoria de Publio Cornelio Escipión tampoco ha sido la habitual, ni el enemigo derrotado un enemigo más. Creo que en este triunfo desfilarán más legionarios que en otras ocasiones. Eso, probablemente, alimentará la envidia, pero no me parece que el general esté preocupado por ello.
Y sin quedarse a esperar respuesta por parte del cónsul, el curator se dio la vuelta para empezar una inspección más pormenorizada de las tropas. Publio se volvió hacia Lelio, Silano y Marco, que le acompañaban.
–Este hombre me cae bien -dijo Lelio a Publio. El general sonrió y asintió.
–Recordemos su nombre -dijo Publio con seriedad-. Tenemos demasiados enemigos en Roma. La familia de este curator puede ser un buen aliado. He de pensar en ganarlo para nuestra causa. – Y miró al cielo que estaba completamente despejado-. Ésta va a ser una mañana magnífica -concluyó el procónsul de Roma. Todos asintieron. Nadie comentó nada sobre el asunto de la envidia. Para los cuatro la vida era demasiado maravillosa aquella jornada como para pensar en nada que pudiera ensombrecer el día más importante, según creían, en la existencia de todos ellos.
Pasadas un par de horas, junto al Templo de Apolo, a doscientos pasos de donde tenía lugar la entrevista entre el curator y el general victorioso, Marco Porcio Catón, Lucio Valerio Flaco, Spurino, Quinto Petilio, Lucio Porcio y el resto de senadores enfrentados con Escipión se congregaba a la espera del arranque del desfile. Junto al Templo de Apolo también, pero un poco más apartados, se reunía otro grupo de senadores, también bastante nutrido, en el que se veía a Lucio Emilio Paulo, el cuñado de Publio, al propio Lucio Cornelio Escipión, el hermano del procónsul, y otros más que se saludaban afectuosamente sin ocultar en modo alguno su enorme felicidad por el día que había llegado.
–Vuestro padre y vuestro tío estarían orgullosos -le dijo Lucio Emilio Paulo a Lucio Cornelio Escipión.
–Lo sé, lo sé -confirmó el aludido con voz emocionada-, y, más aún, lo sabe Publio, lo sabe y sé que pensará en ello durante el triunfo.
Entre un grupo y otro de senadores, se veía a otros patres conscripti que no se decantaban, al menos por el momento, entre estar a favor o en contra del general que iba a ser vitoreado. Entre estos últimos destacaba la figura alta y firme, joven y poderosa de Tiberio Sempronio Graco, heredero de la familia Sempronia, que lo observaba todo intrigado y atento.
No hubo mucho tiempo para saludos, pues no llevaban ni media hora reunidos cuando las tropas seleccionadas para el gran desfile de las legiones V y VI se pusieron en movimiento. Por delante de ellas iba el curator, adelantado para asegurarse de que los senadores formaban y se adentraban por la puerta Carmenta donde, rápidamente, se estaban concentrando todos los senadores, de uno y otro bando y los independientes, pues aquélla era la porta triumphalis de aquella jornada festiva. Los senadores abrían así el gran día, desfilando por delante del propio general como señal de que ni siquiera el más victorioso de los procónsules o cónsules de Roma estaba por encima del Senado. Los paires conscripti cruzaron la puerta de la ciudad y se adentraron entre la multitud que se arremolinaba a ambos lados del Vicus Jugarius que ya a vítores recibía a toda la comitiva henchida de júbilo. Catón miraba a un lado y a otro: había venido toda Roma. Toda Roma para rendir pleitesía a Escipión. Marco Porcio Catón mantenía la boca cerrada, apretaba los dientes y registraba todo en su mente con su acostumbrada precisión tras años de quaestor de las legiones.
Tras los senadores, aparecieron decenas de bucinatores y tubicines haciendo sonar sus trompetas como preludio de todo lo que debía seguir, como anuncio de todo lo que debían admirar los ciudadanos de Roma. En seguida, entrando por la porta triumphalis, medio centenar de portaestandartes exhibía con orgullo los tituli, una minuciosa serie de tablillas en donde el público podía ver en diferentes imágenes recreaciones de las grandes hazañas de aquel ejército, de aquellas legiones V y VI que surcaron el mar en busca de una muerte segura y que, sin embargo, años después, regresaban a Roma investidas con el halo de los héroes. En los tituli se narraban visualmente el desembarco en África, el interminable asedio de Utica, la confrontación con la caballería de Hanón, el ataque nocturno contra los ejércitos de Sífax y Giscón, la batalla de Campi Magni, y tras los acontecimientos de Túnez, una veintena de tablillas estaba expresamente dedicada a la épica batalla de Zama. En ellas se podía ver la temida carga de los elefantes, las maniobras de las legiones V y VI para afrontar aquella bestial acometida, un ataque al que nunca antes ninguna legión de Roma había hecho frente con éxito. Se ilustraba la heroicidad de Cayo Valerio, Sexto Digicio, Quinto Terebelio, Lucio Marcio Septimio y Mario Juvencio. Se narraba la persistencia del ataque de las tropas de Aníbal, el relevo de las diferentes líneas de hastati, principes y triari, el agotamiento de todos, la sangre que lo inundaba todo, la retirada progresiva, la pérdida de esperanza, el combate de las caballerías romana, númida y cartaginesa, hasta el desenlace final victorioso con la intervención de Cayo Lelio y Masinisa. La gente, admirada, se esforzaba por ver cada tablilla, por captar la esencia de cada suceso; los que no habían podido ver alguna preguntaban, unos narraban a otros lo que habían visto y todos, con rostros repletos de asombro, se felicitaban por tener un ejército tan valiente y un general tan astuto y valeroso.
Y tras los tituli, las pruebas de la victoria: una larga serie de carrozas cargadas hasta los topes con oro, plata y joyas expoliadas a los ejércitos derrotados hasta alcanzar un total de 123.000 libras de plata, una cifra hasta entonces desconocida para Roma. Los metales preciosos brillaban bajo la luz del sol y el público aplaudía y gritaba sin cesar. Las primeras aclamaciones que manifestaban el deseo del pueblo por hacer de Escipión cónsul vitalicio empezaron a emerger ante aquella fastuosa e interminable exhibición de fortuna y poder.
–¡Cónsul, cónsul, cónsul! ¡Escipión, cónsul para siempre!
Marco Porcio Catón ya estaba descendiendo por las calles del Velabrum, pues la comitiva debía ir avanzando para permitir que el resto de participantes en el desfile triunfal pudiera entrar en la ciudad, pero hasta sus oídos llegaron aquellas aclamaciones y el senador detuvo su marcha. Spurino se acercó a él y le habló en voz baja.
–Ahora no. Ahora no.
Catón seguía inmóvil. Quinto Fulvio, el más viejo de entre todos los seguidores de Catón se le acercó entonces.
–Spurino tiene razón, Marco; no es el momento, pero ese momento llegará, Marco, llegará. – Y Quinto le tomó del brazo de modo que Catón, con las facciones tensas en su faz, empezó a moverse de nuevo con el resto de senadores, pero en sus tímpanos reverberaban nuevas aclamaciones que cada vez eran más numerosas, pronunciadas por más gargantas, gritadas con mayor fanatismo.
–¡Cónsul, cónsul! ¡Dictador vitalicio! ¡Escipión, dictador de Roma! ¡Por todos los dioses, dictador, para siempre!
–¡Por Hércules, es el mejor de los hombres de Roma!
–¡Por Júpiter, cónsul eterno!
Por la porta triumphalis entraba ahora un rebaño de bueyes blancos enormes, especialmente criados para aquella ocasión, para ser sacrificados en el altar del templo de Júpiter Capitolino como colofón al gran desfile triunfal. Los victimarii, sobre quienes caía la responsabilidad de sacrificar a los animales bajo la atenta mirada de los tres/lamines maiores del Templo de Júpiter, seguían a las bestias a la espera del momento en que debieran emplearse a fondo para poner término a la vida de aquellos animales y así satisfacer al dios supremo con la sangre vertida en su honor. Y justo después de los victimarii, entró en Roma el rey Sífax de Numidia, encadenado de pies y manos, andando casi a rastras, con sangre fluyendo por las heridas que los hierros le hacían en tobillos y muñecas, mirando al suelo, sabiéndose un buey más de aquella maldita procesión, ajeno a los vítores y aclamaciones que a su paso se tornaban en escupitajos e insultos. La saliva de los romanos pronto le cubrió el rostro decrépito por el cautiverio y la derrota, pero, pese a todo, seguía andando en busca de una muerte segura a la que se acercaba con sensación de alivio, pues su existencia ya carecía de sentido, sin reino ni poder ni reina. Todo perdido por una mujer y, sin embargo, qué recuerdos de felicidad de los tiempos pretéritos. El rey Sífax de Numidia se pasó la palma de una mano encadenada por el rostro y barrió así parte de los escupitajos que seguían lloviendo sobre él, cerró los ojos y se permitió seguir andando a ciegas, pues de él, a fin de cuentas, tiraban dos legionarios de una cadena engarzada a una pesada argolla que le destrozaba el cuello; a ciegas seguía caminando con los ojos cerrados, hundiendo su mente en los recuerdos de las noches de pasión y deleite pasadas con Sofonisba, su reina, su máximo placer, su mayor derrota.
Pero todas las muestras de júbilo del pueblo de Roma se quedaban en nada en comparación con el tropel de nuevas aclamaciones que emergió de los ciudadanos de la ciudad del Tíber cuando por debajo del arco de la porta triumphalis surgió la silueta de Publio Cornelio Escipión, el imperator, el jefe militar de las tropas que estaban a punto de entrar en la urbe. El general llevaba toda la faz pintada de rojo, como exigía la costumbre de aquella ocasión única, portando con su mano izquierda las riendas del más engalanado de los carros militares del que tiraban cuatro hermosos caballos blancos. Una toga púrpura cubría el cuerpo del gran guerrero, ribeteada con bordados de oro y otros con decoraciones florales donde sobre todo se discernían filigranas de hojas de palma. A su espalda, un esclavo mantenía en alto una corona de laureles entrecruzados, a la vez que repetía en voz baja, al oído del propio general, las palabras Réspicepost te! Hominem te esse memento! [¡Mira atrás y recuerda que sólo eres un hombre!], y, al cabo de un instante, añadía: Memento mori, memento mori [Recuerda que vas a morir, recuerda que vas a morir].
Publio Cornelio Escipión, con su faz roja miraba a un lado y a otro y veía en los ojos de la gente una felicidad y una paz inconmensurabies. Sabía que para aquellos hombres él, como dijo Lelio tras la batalla de Zama, era prácticamente un dios. Gracias a él dormían ahora con sosiego todos aquellos que le aclamaban, a sabiendas de que los enemigos de la ciudad habían caído todos abatidos por el poder de su mano, por la fortaleza de sus legiones, denostadas en el pasado, agasajadas, sin embargo, como heroicas en el presente. Asía entonces Publio con la mano derecha, con fuerza, el cetro culminado en un águila que sostenía en señal de su poder. Lo apretaba con tanta fuerza que sus dedos palidecían por el esfuerzo. Era la única forma que encontró de controlar el tumulto confuso de sentimientos que invadían su ser. Habían sido demasiados años esperando aquel momento. Pensaba en su padre y en su tío. Sabía que ahora estarían orgullosos de él.
El curator detuvo un momento el desfile para que todas las líneas se reagruparan y para que la comitiva de senadores esperara al general y todos los que debían desfilar tras él: sus hijos adultos, si los tuviera, pero el pequeño Publio aún contaba sólo con 8 años y todavía llevaba su bulla de niño colgada al cuello; en ausencia de hijos adultos, los que seguían al general victorioso eran sus oficiales supervivientes a Zama: Cayo Lelio, Silano y Marco, el proximus lictor, y tras ellos los centuriones y decuriones del resto de unidades de las legiones V y VI.
Catón aprovechó el momento de parón en el desfile para volver su mirada hacia atrás y buscar la figura de Escipión sobre el gran carro triunfal.
–Mirad cómo se aferra al cetro del águila, mirad cómo se aferra al poder que el Senado le ha otorgado -dijo al resto de senadores a su alrededor. Todos asintieron.
En el otro extremo de la comitiva, en la puerta Carmenta, empezaron a desfilar los valerosos legionarios de Roma. Entraban felices, orgullosos, con uniformes inmaculados, con la cara bien alta, sin armas ni corazas ni protección alguna, pues iban a desfilar por el corazón de Roma, por el pomerium, el centro sagrado de la ciudad, donde sólo triunviros o tropas de las legiones urbanae podían portar armamento militar y uniformes de guerra y eso en ocasiones especiales.
Flaminino ordenó que la comitiva triunfal volviera a reiniciar su marcha y Catón se vio obligado a obedecer, darse la vuelta de nuevo, y continuar caminando en dirección al Templo de Júpiter. Por detrás, Publio Cornelio Escipión, al salir del foro por el sur, desfilaba justo frente a su domus y ante él, rodeados por un mar de personas lanzando vítores y aclamaciones, vio a su esposa, con Cornelia mayor a un lado y el pequeño Publio a otro. Como padre se sintió especialmente afortunado de poder exhibirse así ante sus hijos. Miró con atención, pero no alcanzó a distinguir a la pequeña Cornelia, su hija más joven. Tenía ganas de conocerla. Todos los que habían tenido oportunidad de verla y habían luego hablado con él no dejaban de decir que la pequeña había heredado la belleza de su madre. Publio ardía en deseos de comprobarlo, pero ahora el desfile le llevaba hacia el Templo de Júpiter. Su hija, que tanto había esperado, tendría que esperar un poco más. Sólo unas pocas horas más.
La casa de Aníbal era austera, propia de un guerrero, no de uno de los grandes magistrados o miembros del Consejo de Ancianos que gobernaban la ciudad. El general cartaginés, sentado en su cama, miró a su alrededor: una ventana pequeña, abierta al fondo de la habitación por la que entraba apenas una leve brisa de aire renovado; una mesa pegada a la pared frente al lecho, con una bacinilla con agua limpia y unos paños blancos. No había más. Eso sí, una espada preparada para ser blandida bajo la cama, y una daga afilada debajo de la almohada, ambas siempre dispuestas y relumbrantes. Miró por encima de su hombro. Su esposa Imilce no estaba. Se levantaba más temprano que él y se ocupaba con diligencia de que los esclavos tuvieran listo el desayuno, la casa limpia y que salieran a comprar a diario fruta y verdura fresca para la comida y la cena de cada jornada.
Aníbal Barca se levantó despacio y caminó hasta situarse frente a la bacinilla de agua. Habían pasado meses desde la derrota de Zama. La ciudad seguía aún perpleja y, peor aún, asustada, temerosa de que los romanos no se conformasen con las terribles condiciones impuestas. Cartago debía pagar miles de talentos en varios plazos a Roma en concepto de indemnización por los gastos de la guerra, toda la flota debía ser destruida, se tenía que entregar a todos los prisioneros y, a su vez, enviar a Roma cien nobles de la ciudad que servirían como rehenes y cuya vida dependería de que Cartago cumpliera fielmente cada una de esas y otras condiciones adicionales: entregar toda Numidia al ambicioso Masinisa y enviar barcos cargados de trigo a sus eternos enemigos y no se sabía cuántas cosas más.
Aníbal se echó agua en la cara y el frescor del líquido le transmitió una relajante sensación de placer y calma. Mientras se secaba, su mente seguía repasando los acontecimientos recientes. Cartago se debatía entre la rebelión contra Roma y el temor a alzarse de nuevo en armas y ser aniquilados. En los campos se había sembrado el doble que otros años, a costa del sacrificio de esclavos y campesinos, con el fin de poder reunir el suficiente cereal con el que satisfacer los enormes requerimientos de Roma. Pero eso no era lo peor: el Consejo de Ancianos, apoyado por muchos senadores y por los magistrados, incluidos los cuestores de la ciudad, había promulgado una serie de leyes con las que incrementaban los impuestos a todos, bajo la excusa de la necesidad de reunir suficiente dinero para satisfacer las exigencias de un enemigo victorioso, cruel y egoísta. El descontento era creciente. Ese malestar pronto germinaría en altercados en las calles. Aníbal sabía que el Consejo de Ancianos, arropado por el resto de poderosos de Cartago, no dudaría en usar los restos del ejército para disolver los grupos de incontrolados que intentaran negarse a pagar los nuevos impuestos o sublevarse contra el gobierno de la ciudad. Maharbal venía esa mañana a desayunar con él. Sabía que no era una visita de cortesía. Muchos de los descontentos con el Consejo de Ancianos y su forma de encauzar la situación de Cartago tras la derrota buscaban un líder para cambiar las cosas. Para cambiar las cosas. Aníbal sonrió lacónicamente. Como si reemplazar o modificar las instituciones centenarias de una ciudad como Cartago fuera algo tan sencillo.
Aníbal se presentó en el pequeño patio de su casa donde Imilce había dispuesto todo lo necesario para el desayuno: uvas, leche de cabra, cuencos, pan, queso y agua fresca. Su esposa, como siempre que venía alguien, no estaba presente, pero el perfume de pétalos de rosa con el que se acicalaba cada mañana sí estaba allí. Después de dieciséis años de guerra contra Roma, Imilce, su esposa ibera, era lo único valioso que le quedaba. Su padre, Amílcar Barca, había muerto durante la conquista de Iberia y luego, sus dos hermanos, primero Asdrúbal y luego Magón, habían muerto a manos de los romanos. Y la guerra se había llevado también al resto de su familia. Sólo le quedaba Imilce, la dulzura de una fiel esposa entremezclada con la amargura de no haber tenido hijos; Imilce aún era joven y aún había tiempo para resolver ese asunto, aunque al general cartaginés le quedaba la duda de si merecía la pena traer hijos a una Cartago derrotada, a un mundo cada vez más sometido al poder omnipotente de Roma. Pronto ya nadie traería hijos al mundo, sino que desde Hispania hasta Grecia ya sólo nacerían esclavos de Roma. Y él, él ya no era quien fue en el pasado. Aníbal se sabía perdedor, se sentía derrotado, se veía como una sombra, una sombra de quien una vez fue capaz de rodear la mismísima ciudad de Roma con sus ejércitos. Una sombra perdida. Una sombra. Aire oscuro, sin rumbo.
Maharbal entró en el patio acompañado del esclavo que le había permitido entrar en casa de su señor. El sirviente se retiró tras asegurarse con una rápida mirada que en la mesa el general disponía de todo lo que acostumbraba a tomar cuando desayunaba.
–¿Qué noticias tenemos hoy en Cartago? – preguntó Aníbal, sin levantarse, pero ofreciendo un cuenco con leche al recién llegado. Maharbal tomó el cuenco y se sentó en una silla de madera frente a Aníbal. La frugalidad y la austeridad era algo que Maharbal admiraba en el gran general. Tantos se rodeaban de oro y plata y lujos, pero Aníbal no era así. Para aquel general el dinero era sólo una herramienta más a usar cuando era preciso. Una herramienta que los senadores de Cartago y el Consejo de Ancianos no supieron emplear en su momento.
–Más de lo mismo -respondió Maharbal, y bebió un buen trago. Traía sed. El sol caía fuerte aquel verano.
Aníbal asintió y, sin decir nada, se cortó un buen trozo de queso que introdujo en su boca mientras meditaba. Maharbal había venido decidido a respetar los silencios de su admirado amigo, pero cuando Aníbal se cortó un nuevo trozo de queso y, obstinado, guardaba silencio, el veterano jefe de la caballería púnica se rebeló.
–¡Por Baal, hemos de hacer algo! ¡Hemos de dar una respuesta clara a los que quieren cambiar todo esto! ¿Hasta cuándo vamos a estar escondidos en nuestras casas? – espetó Maharbal casi de sopetón, y, en seguida, lamentándose de verdad, se disculpó-. Lo siento, pero ver al Consejo de Ancianos haciendo y deshaciendo a su antojo, ver a esos inútiles que nos negaron los recursos necesarios con los que habríamos ganado la guerra, reuniendo el dinero de los ciudadanos para pagar una y otra vez a Roma, me hace hervir la sangre.
Aníbal dejó de comer.
–No tienes que disculparte por sentir lo que dices, Maharbal. Más bien al contrario. Me gusta saber que aún hay en Cartago quien cree que esto debe cambiar, pero la gente está demasiado exaltada. Quieren atacar a los Ciento Cuatro y el Consejo de Ancianos es demasiado poderoso como para caer, incluso si una gran mayoría siente el yugo de los impuestos sobre sus hombros. No, Maharbal. Las cosas han de cambiar, pero desde dentro, no contra todo. – Y tomó de nuevo su cuenco de leche y bebió un trago.
–¿Desde dentro? – inquirió Maharbal confundido.
–Desde dentro -reiteró Aníbal dejando el cuenco vacío sobre la mesa-. Hemos de cambiar las reglas del juego, hemos de poder cambiar las leyes, pero lo hemos de hacer sin rebelarnos contra todas las instituciones.
–¿Pero cómo vamos a hacer eso?
Aníbal le miró fijamente.
–Hemos de conseguir ser sufetes* [Equivalente a cónsul en Roma. Se elegían dos sufetes cada año para el gobierno de la ciudad, aunque el gobierno efectivo recaía en el Consejo de Ciento Cuatro Ancianos.] de Cartago, Maharbal. Necesitamos controlar el sufetato de la ciudad.
–Pero aunque consiguieras eso, son los Ciento Cuatro los que tienen el poder real. Los sufetes son sólo bufones en manos del consejo y del senado.
Aníbal se inclinó hacia delante en su silla y clavó su único ojo sano en Maharbal.
–Mírame bien, amigo mío, ¿crees acaso que quien te habla es un bufón?
Maharbal negó despacio con la cabeza. Durante el resto del desayuno apenas hablaron más. Eran muchos años combatiendo juntos y la intimidad concede el derecho a compartir silencios largos sin sentirse incómodos aunque en cada uno de los comensales reinaban pensamientos muy distintos: Maharbal estaba convencido de que el gran general había perdido definitivamente el juicio, pero no le culpaba por ello; Maharbal apenas probó nada más de la mesa. Aníbal, sin embargo, se sentía lleno de energía. De pronto había encajado las piezas del enorme mosaico que estaba intentando componer y empezaba a ver el camino a seguir. Roma, a fin de cuentas, no era mejor que Cartago. Si acaso, lo único realmente merecedor de respeto era Escipión e incluso Escipión, como el resto de cónsules romanos, como el mismísimo Marcelo, tendría su punto débil. La cuestión era esperar y descubrir esa debilidad. Todo a su debido tiempo. Cartago podía rehacerse y Roma podía ser derrotada, no necesariamente destruida, pero Cartago podía ser de nuevo lo suficientemente fuerte como para que Roma tuviera que ceder parte de los territorios arrebatados en la última guerra. Eso podía conseguirse. Eso debía conseguirse. Su espíritu indómito necesitaba energías más que nunca. Su cuerpo terrenal también. El general se comió el queso entero, las uvas, se sirvió otro cuenco de leche que apuró hasta el final y no dejó más que unas pocas migas de pan desparramadas por la mesa.
La multitud se agolpaba frente a la gran roca Tarpeya en espera del sacrifico final. Para júbilo de todos los presentes, el rey Sífax de Numidia fue separado de la comitiva triunfal por varios legionarios de las míticas legiones V y VI de Roma y conducido a rastras, pues estaba agotado y débil por los largos meses de cautiverio en las entrañas de las mazmorras de la ciudad, hasta el pie de la gran roca. Allí soltaron su cuerpo y Sífax, como una amalgama de huesos quebrados, se derrumbó. El sonido de las cadenas al chocar contra el suelo marcó el final de su desplome. Se acercaron a él entonces otros dos legionarios y, tomando al débil y semiinconsciente rey de Numidia por las axilas, lo alzaron de nuevo y lo arrastraron por la rampa que permitía el acceso por detrás de la roca hasta su misma cúspide. Así, durante unos minutos, el humillado rey númida, uno de los grandes aliados de los cartagineses durante toda aquella larga y dolorosa guerra, desapareció de la vista de los romanos allí congregados, ciudadanos de toda clase y condición, patricios, plebeyos, libertos y esclavos, hombres y mujeres, todos unidos en aquella mañana por el fin común de ver morir a uno de los hombres que más fuerzas había entregado a Aníbal para aterrorizarles. Era un momento de catarsis multitudinaria en la ciudad de Roma que nadie quería perderse. Nadie excepto quizá algún escritor excéntrico al que, en aquel momento, nadie echaba de menos. Por eso, la gente empujaba desde el Vicus Jugarías y desde todas las escalinatas que ascendían hacia el monte Capitolino intentando abrirse un hueco desde el que contemplar la ejecución de aquel odiado rey. Publio, desde el carro triunfal, asistía como testigo privilegiado a aquella escena, cruenta para los ojos de los extranjeros que, curiosos, habían decidido personarse en la ejecución, pero que, sin embargo, era un momento de necesaria y ansiada redención para toda Roma. Publio había derrotado a Aníbal y sus aliados; él había apresado al rey Sífax en la mismísima África y él había hecho que lo condujeran a Roma cubierto de cadenas para ahora presidir el final de la vida de un monarca que, pese a sus advertencias, persistió en alzarse en armas contra sus legiones, convencido de que la superioridad numérica de su ejército masacraría las legiones V y VI como el viento de una tempestad lo deshace todo a su paso. Pero no fue así. No fue así. A Publio se le hinchaba el pecho de orgullo al recordar el ataque nocturno que dirigió en las costas del norte de África para desarbolar el ejército de Sífax y las tropas cartaginesas. Fue una jugada maestra, merecedora del triunfo que estaba disfrutando aquel día, en compañía de todas sus tropas y de todos los ciudadanos de Roma, amigos y, lo que era aún más importante, frente a todos sus enemigos también, lo que, sin duda, intensificaba el placer con el que Publio estaba viviendo aquel momento. Sin embargo, Escipión no compartía esa necesidad del pueblo de Roma por ver la sangre del enemigo desparramada al pie de la roca de ejecuciones levantada junto al templo del Capitolio. Quizá él ya había visto demasiada sangre en tantas batallas como había tenido que dirigir en la larga guerra. Su ánimo no ansiaba más sangre, sino paz y sosiego, pero el pueblo reclamaba estos sacrificios como una forma de sacudirse de encima todos los miedos del pasado y algo tenía que darles, pues todos los que allí le aclamaban, aún le habrían aclamado con más empeño si en vez de a Sífax hubiera traído al mismísimo Aníbal para ser despeñado desde la roca Tarpeya. Aquél era un anhelo silencioso que Catón no dejaba de alimentar en cada sesión del Senado, en cada reunión informal en el senaculum del Comitium y en cualquier otro lugar de reunión pública o privada donde asistiera. Al menos, entregando a Sífax, Publio satisfacía en parte el ansia pública de sangre enemiga vertida en el corazón de Roma.
Un clamor emergió de los millares de gargantas allí reunidas y Publio parpadeó para ver lo que ocurría: el rey Sífax, encadenado, sudoroso y con regatas de sangre cada vez más largas y tortuosas en sus muñecas, cuello y tobillos, allí donde los cepos de los hierros rozaban contra su maltrecha piel, reapareció ante todos, custodiado por los legionarios que debían darle el empujón final. Y para mayor satisfacción de todos, el rey númida parecía haber recuperado, aunque sólo fuera por unos instantes, el aliento y el sentido.
Sífax miraba alrededor como si buscara a algo o alguien. Por su pelo negro, rizado, largo y sucio corrían las gotas restantes del agua con la que los legionarios le habían reanimado para no privar al público de una ejecución en toda regla: arrojar a alguien semiinconsciente no deleitaba tanto como empujar al abismo a un enemigo lleno de vida y energía que todos verían como un peligro potencial que, en apenas unos segundos, iba a dejar de serlo y, además, ante sus propios ojos. De pronto Sífax dejó de mirar a un lado y otro nervioso y se quedó quieto, como petrificado. Ya había encontrado lo que buscaba, no, mejor aún: a quien buscaba. Publio Cornelio Escipión aceptó el último desafío de su enemigo vencido y mantuvo su mirada fija en él. Sífax levantó entonces su mano derecha, obligatoriamente acompañada de una cadena y de la otra mano, y le señaló, mientras extraía de lo más profundo de su ser las fuerzas necesarias para lanzar su último ataque, ya sin armas, sin ejército, sin nada más que el odio alimentado desde la derrota, la humillación y la cárcel. Sífax aulló su miseria en una voz grave y poderosa que hizo callar a la multitud, y lo hizo en un latín tosco, pero comprensible para todos en un intento último porque sus palabras finales quedaran bien grabadas en la memoria de todos aquellos que se habían congregado allí aquel día para verle morir.
–Damnatus est, damnatus… ¡Estás maldito, Publio Cornelio Escipión! ¡Maldito!
Publio se sorprendió de aquel repunte de energía del rey númida, de que se dirigiera a él justo antes de morir y de que retomara de nuevo las viejas maldiciones que ya pronunciara cuando cayó preso; eso fue antes de Zama y en su momento pensó que quizá aquella maldición pesara sobre sus tropas en el enfrentamiento definitivo en África contra Aníbal, pero luego se consiguió la victoria y Publio ya había olvidado aquella maldición. No veía entonces, desde la victoria absoluta, en el momento de su triunfo completo, qué podía temer de una maldición pronunciada desde el horror ante su ejecución inminente por un rey malherido, débil y ya sin reino; pero Sífax elevaba su voz con un poder y una fuerza enigmáticos que ensombrecieron la faz del general triunfador aunque sólo fuera por unos breves segundos.
–¡Estás maldito por mí, que fuera rey de Numidia, estás maldito por Sofonisba, quien fuera reina de Numidia con dos reyes distintos, y estás maldito por el asqueroso Masinisa, el actual rey de Numidia al que tú mismo has puesto en el trono! ¡Estás maldito por todo cuanto representa Numidia en el pasado, en el presente y en el futuro! ¡Maldito tres veces y esa maldición, general de Roma, esta maldición te alcanzará un día y se llevará consigo aquello que más quieres…! – Y Sífax tenía intención de seguir, pero un golpe seco en la espalda propinado por uno de los legionarios que lo custodiaban le hizo callar. El centurión encargado de la ejecución pensó que ya había hablado bastante, aunque Publio sintió que le habría gustado que Sífax terminara y precisara más a qué se refería, pero la multitud volvió a gritar y el centurión hizo una indicación a los dos legionarios situados a ambos lados del rey Sífax y éstos, ante su señal, tomaron al númida por los brazos y, veloces, lo empujaron al abismo. El que fuera rey de toda Numidia, quien tuviera la reina más hermosa, quien gobernó el vasto territorio entre Cartago e Hispania con su poderoso ejército de cien mil hombres, cayó al vacío agitando brazos y piernas sin dejar de gritar.
–¡Malditooooo…!
Hasta que el violento choque de sus huesos contra el suelo reventó en un chasquido mortal del que emergió sangre en todas direcciones salpicando incluso a aquellos que se encontraban más próximos. Pero ninguno se molestó, sino que contentos exhibían sus togas y túnicas empapadas en la sangre del enemigo vencido, humillado y ejecutado por oponerse al poder de Roma.
Todos se volvieron entonces hacia el general victorioso y Publio Cornelio Escipión correspondió a los vítores del pueblo alzando los brazos en alto y dejándose aclamar como cónsul eterno, liberador de Roma y azote mortífero del enemigo. Pero por dentro, tras su amplia sonrisa, por debajo del clamor del pueblo, en lo más profundo de su mente, Publio no dejaba de inscribir en su recuerdo las palabras finales de Sífax: «Esta maldición te alcanzará un día y se llevará consigo aquello que más quieres.» Y pensó en lo que más quería y comprendió que era su familia, su hijo, sus hijas, su esposa. Pero ahora venían los sacrificios de los bueyes en honor de la gran victoria de Zama, así que el general se sacudió el miedo que entonces consideró absurdo e irracional y descendió del carro en busca del calor del pueblo, del sabor de la victoria, del amor de Roma. Allí en medio, nada ni nadie le podía hacer daño ni a él ni a los suyos. Ni ahora ni nunca. Se lo repetía una y mil veces, mientras los bueyes caían desplomados uno tras otro y su sangre regaba el gran altar de Júpiter Capitolino.
Catón era quien había convocado aquel cónclave de senadores en la apartada villa del fallecido Quinto Fabio Máximo. Los Fabios habían cedido el lugar para aquella reunión con una mezcla de agrado y sentido del deber. La familia del viejo Máximo había entendido lo simbólico de aquella villa para todos aquellos que debían reunirse allí aquella tarde y debatir sobre el futuro de Roma, esto es, de una Roma libre, sin dictadores perpetuos, sin un Escipión que los gobernase a todos como un rey todopoderoso. Ése era el temor compartido por todos ellos. Eran más de veinte, pero Catón sabía que había aún más que no se habían atrevido a venir un poco por miedo a las posibles represalias que los Escipiones pudieran tomar, un poco porque no estaban aún persuadidos de que todo aquello fuera a ser necesario. Para Catón, estos últimos eran los peores, pues en su ingenuidad pensaban que el Escipión que se paseaba triunfal por todas las calles de Roma no anhelaba más reconocimiento que el habitual. Incautos. Menos mal que quedaban algunos pocos con sentido común en Roma.
Catón los recibió a la entrada de la villa y los acompañó por el camino que ascendía desde las murallas de la gran residencia hasta la entrada de la enorme mansión. A un lado dejaron un pequeño sendero que serpeaba hacia lo alto de una colina. Era el camino que el viejo Máximo tomaba antaño para ascender a su auguraculum particular donde, con su capacidad de augur, desentrañaba los misterios del futuro. Hubo un tiempo en que Catón, joven e impulsivo, desdeñaba aquellas dotes de su antiguo mentor. Ahora las echaba de menos más que nunca. Igual que poseer una villa como aquélla, no por deseo de poseer cosas terrenales, sino porque sabía que muchos se dejaban impresionar por esas fatuas exhibiciones de poder y en esos momentos le habría venido bien poder mostrarse también como alguien poderoso, temible. Eso era un asunto que debería solucionarse con el tiempo. Dar réplica al poder omnímodo de Escipión, sin embargo, no podía esperar.
Una vez en la gran mansión, abiertas de par en par las gigantescas puertas custodiadas por guardias armados, antiguos legionarios que sirvieran bajo el mando del propio Máximo en la campaña de Tarento, la comitiva irrumpió en un inmenso atrio repleto de mosaicos que cubrían todos los suelos y las paredes con imágenes representativas de las grandes hazañas del último de los dueños de aquella residencia: destacaban los grandes murales de miles de teselas que recreaban la victoriosa campaña de Fabio Máximo contra los ligures y, sobre todo, el gran mosaico central con la toma de Tarento por el cinco veces cónsul de Roma.
–Pasad, pasad. – Catón se mostraba especialmente atento con sus invitados. Tenía mucho de qué convencerles. Había elegido aquel lugar para que todos recordaran a Fabio Máximo y lo que él había significado en el pasado: un ejemplo de moral y rectitud al servicio del Estado y, muy importante, una oposición constante y férrea a las manipulaciones de los Escipiones. Ahora, más que nunca, debían recordar aquella faceta.
Por las venas de Catón, mientras todos iban tomando asiento, reclinándose en los numerosos triclinia que se habían distribuido por el atrio formando un círculo cerrado, fluía el ansia por cumplir la promesa que hiciera al moribundo Máximo en aquel mismo lugar: terminar con el ascenso de Escipión y los suyos, finiquitar su poder y exterminar de Roma la perniciosa influencia extranjerizante de toda aquella familia como quien extrae el veneno de una serpiente mortal.
Una decena de esclavos distribuía fruta, aceitunas y nueces entre los presentes, acompañadas de algo de vino rebajado con agua. Catón no creía en aquellos placeres del cuerpo que distraían a todos del objetivo central de la reunión, pero había aprendido que pocos aceptaban su modo de vida austero y que, si quería conseguir el concierto de muchos de los allí reunidos, le convenía ser generoso en cosas mundanas y carentes de importancia para que todos, al final, se concentraran en aceptar lo realmente importante: enfrentarse a Escipión.
–Creo, Marco, que deberíamos empezar; estamos todos -le comentó en voz baja el anciano Quinto Fulvio; alguien que, por razón de su edad y veteranía, se tomaba la libertad de dirigirse a Catón por su praenomen, un hecho que Catón aceptaba sin acritud. A fin de cuentas, el propio Fulvio podría haber reclamado para sí el derecho a dirigir aquellas reuniones, el derecho a sustituir a Máximo en la gran tarea de oponerse a Escipión y así restituir al Estado a su orden natural o el también allí presente Lucio Valerio Flaco, pero Fulvio le confesó sentirse demasiado mayor, demasiado débil para dirigir toda aquella operación y argumentó por qué debía ser él, Catón, quien les liderara.
–Debes ser tú, Marco. – Catón recordaba las palabras que Fulvio le dirigió durante el funeral de Máximo-. Debes ser tú el que nos dirija, Marco; Valerio Flaco y otros podrían liderarnos también, pero les falta tu decisión; no, debes ser tú. Tú tienes las energías, estás persuadido del objetivo y conoces muy bien a nuestro enemigo, quizá mejor que nadie. – De esa forma Fulvio le había cedido el mando y con esas palabras aludía a los años en los que Catón se vio obligado a servir en las legiones de Escipión como quaestor. Cuántas humillaciones se acumularon en aquellos tristes meses de servicio en las legiones V y VI. Allí germinó el rencor, un rencor que ahora debía canalizar en venganza fría y calculada y, como todas las venganzas que fructifican, lenta y meditada. Debían moverse con tiento, pero debían hacerlo de modo constante.
Catón carraspeó un par de veces y el gesto sirvió para captar la atención de sus invitados.
–Todos sabéis por qué os he hecho venir y todos sabéis que no soy hombre de rodeos, así que, por Hércules, iré al grano: Publio Cornelio Escipión se pasea por las calles de Roma aclamado por el pueblo y piden para él todo tipo de parabienes perpetuos. Roma está ciega, pero no inválida, pues sus piernas, sus brazos, sus manos, somos nosotros. Escipión ha puesto una venda en los ojos de Roma, en su pueblo, pero aún no ha podido maniatarnos a todos y menos aún a los que estamos aquí reunidos, pero ése es, sin lugar a dudas, su fin último. No fui yo, sino el gran, y para tristeza de todos ya fallecido, Quinto Fabio Máximo el que supo poner nombre a las aspiraciones de ese Escipión: ser rey. Así nos lo advirtió Fabio Máximo en el Senado, así lo escuchasteis todos. Máximo no está entre nosotros en cuerpo, pero sí en espíritu, y por eso creo que éste es el mejor lugar y también el momento más oportuno para recordar la advertencia de nuestro viejo amigo. Escipión quiere ser rey, mandar sobre todo y sobre todos, disponer de todo lo que es nuestro, ganado con enorme esfuerzo y sacrificio por cada una de las familias aquí representadas y, no sólo eso, quiere disponer de todo el Estado. Esto no puede ser, no debemos permitir que las circunstancias discurran de tal modo que esto que os anticipo, que esto que ya nos advirtió el agudo discernimiento de augur de Máximo, tenga, al fin, lugar. Os he reunido aquí porque siento que aún estamos a tiempo, todavía podemos intervenir en los acontecimientos que han de suceder y, estando adecuadamente prevenidos, impedir el asalto que Escipión prepara sobre todas las instituciones de Roma. – Catón vio que muchos asentían, entre otros su primo Lucio Porcio o los senadores Quinto Petilio y Quinto Petilio Spurino, conocidos por todos por sus agrias e hirientes diatribas en el Senado; los asentimientos de éstos llevaron a Catón a culminar su discurso con más presión aún sobre los Escipiones, llegando al límite de lo razonable en aquellos momentos donde su triunfo aún estaba reciente en la mente de todos-. Y tenemos la ventaja de su soberbia, de la vanidad de un hombre, de Publio Cornelio Escipión, que estará confiado en su poder y en el amor del pueblo; estará distraído; podremos encontrar el momento de atacarle y acabar con él. Podemos y debemos hacerlo. Hemos de ser implacables, pues nuestro enemigo es hábil y escurridizo y oculta, tras hermosas palabras y promesas al pueblo, sus fines perniciosos y hostiles para todos.
Nada más concluir, Catón comprendió que había ido demasiado lejos, pero las palabras una vez pronunciadas no pueden ser ya enmudecidas. El silencio se apoderó del cónclave y Catón, en un intento de mantener la calma y el control, se acercó una copa de vino y mojó, sin beber, los labios en el líquido oscuro de la misma.
Sólo Spurino, azuzado por el rencor hacia Escipión que había germinado en él tras ser humillado por el victorioso general frente al Templo de Bellona, se atrevió a plantear la pregunta que atenazaba el corazón de todos.
–¿Estás proponiendo un asesinato?
Marco Porcio Catón miró a su alrededor antes de responder. Demasiadas dudas en las miradas de algunos de los allí presentes. El asesinato era una salida, rápida, expeditiva y limpia, como la operación de un buen cirujano cuando amputaba un miembro para evitar la gangrena. Pero los que estaban allí no estaban preparados para aquella acción. Y había otras posibilidades que podrían explorarse antes y que reunirían un apoyo más amplio.
–No, por todos los dioses. ¿Cómo voy yo a proponer semejante desatino? – Catón sintió cómo varios suspiraban recuperando la respiración contenida, entre otros el joven Tiberio Sempronio Graco-. No, lo que yo propongo es que marquemos muy de cerca todos los movimientos y propuestas de Escipión en el Senado, que no cedamos ni un ápice de la soberanía del Senado a manos de los Escipiones y que controlemos las futuras acciones militares en las que su familia pueda verse envuelta. Estoy seguro de que el futuro no muy lejano nos proporcionará alimento suficiente para mostrar al pueblo el auténtico tirano que se esconde tras la fachada de aparentes virtudes del Escipión al que todos ahora, ciegamente, aclaman y para quien reclaman el consulado vitalicio. Eso es lo que propongo. Sólo pido que estemos vigilantes, vigilantes y unidos. Os he reunido aquí, porque sé que Escipión trama hacerse con el poder completo del Estado y sé que si no estamos atentos y unidos lo conseguirá, pero, sin embargo, si todos nos erigimos en guardianes del Estado y nos comunicamos entre nosotros y nos apoyamos en el Senado, esto podrá evitarse. Eso es todo lo que pido: que preservemos al Estado, y creo que en eso todos podemos estar de acuerdo.
Catón concluyó su discurso mirando al joven Sempronio Graco. Qué gran aliado si conseguían el apoyo de la familia Sempronia. Familia que, por cierto, ya tuvo sus más y sus menos con los Escipiones como era de todos sabido concretamente cuando el padre de Escipión y un Sempronio coincidieron en el consulado y tuvieron profundas desavenencias a la hora de buscar el modo más adecuado de detener el avance de Aníbal que acababa de cruzar los Alpes. Desde entonces, durante años, las dos familias, los Sempronios y los Escipiones, se acusaban en privado, cuidándose de no hacer públicas sus protestas, de que fue culpa de la otra familia el que Aníbal lo tuviera tan fácil al principio de su invasión de Italia. Aquélla era una enemistad latente que convenía avivar. Catón estudiaba los labios apretados y el ceño fruncido del joven Sempronio Graco intentando extraer del heredero de los Sempronios una respuesta clara y precisa. Y lo consiguió.
–Mi familia está de acuerdo en ese objetivo común -acertó a decir al fin el joven Graco, que había visto en la insinuación de asesinato una propuesta desmedida, pero que veía con buenos ojos controlar a alguien tan ambicioso como el Escipión que él había conocido junto al Templo de Bellona y que poco menos que le había obligado a entregar a Sífax sin casi tener en cuenta la autoridad edil de la que estaba investido-. Debemos velar por el Estado y debemos impedir que Escipión se haga con el poder de forma permanente. Para este fin, Marco Porcio Catón, puedes contar con mi apoyo, con la amistad de Tiberio Sempronio Graco y con la del resto de mi familia.
Catón, en un notable esfuerzo por su parte, sonrió como muestra de gratitud. Tras el apoyo del joven Graco, el resto de los presentes hizo votos, con breves pero sentidos discursos, en favor de secundar el proceso de vigilancia a las maniobras políticas de los Escipiones. Aquella reunión había sido un éxito razonable. Catón vio cómo sus amigos, sus aliados en aquel largo pulso que se avecinaba, se alejaban por el sendero que conducía al muro que se estaba construyendo alrededor de toda la hacienda. «Caminos», pensó Catón. El camino sería aún largo y tortuoso, pero, si el apoyo de los Sempronios se mantenía, el destino de Escipión estaba decidido.
Al regresar hacia la domus observó cómo un esclavo pugnaba con un buey que se negaba a arar. El esclavo, en su tozudez e ineptitud, no veía que el animal estaba enfermo. Cuidar bien a los bueyes era el secreto de una buena hacienda, pero éstos caían enfermos con frecuencia. Catón se detuvo un momento frente al pobre animal que, pese a recibir los golpes del esclavo, se negaba a tirar del arado. Si se encontrara un buen remedio contra las enfermedades de los bueyes, se podría mejorar en mucho la producción en los campos. Catón asintió en silencio para sí mismo. Era algo sobre lo que investigar. Tenía pensado adquirir una villa en las inmediaciones, cuando su ascenso en el cursas honorum se lo permitiera, y estaba convencido que mejorar pequeños asuntos como el de la salud de los bueyes podría hacer de su futura villa una de las más ricas de la comarca que rodeaba Roma.
Una vez en su gran domus próxima al foro, Publio Cornelio Escipión fue recibido por su esposa y sus familiares y amigos, pero el general, tras un rápido saludo a todos, acompañado por Emilia, se adentró en el interior de la casa, en una de las habitaciones contiguas al atrio, para poder bañarse y quitarse toda la pintura roja con la que había exhibido su piel teñida de carmesí sangre para deleite de todos los ciudadanos de Roma. En la paz de su baño, hundido su cuerpo en una pequeña piscina de agua caliente, atendido por dos esclavas, y escoltado siempre por el pequeño cuerpo de su joven y bella esposa, el general se sumergió por completo, haciendo que el agua transparente se tornara rosa primero y luego roja, como si absorbiera la sangre de tantas batallas como las que había presenciado aquel general que buscaba en lo profundo de aquel baño liberarse del recuerdo de los amigos perdidos en combate. Al emerger de nuevo a la superficie, Publio, con los ojos aún cerrados, escuchó dos fuertes y secas palmadas y supo que su mujer estaba indicando a las esclavas que les dejaran solos. El general de Roma se puso en pie en el agua y, con cierta sorpresa, que no desagrado, vio como su esposa, sin dudarlo, se introducía vestida en el agua y con paños tibios fue secando su piel tostada por el sol de África. Él se dejó hacer. Estaba desnudo. Emilia pasaba las toallas sobre su cuerpo y a veces sentía el paño caliente y en ocasiones el dorso o la punta de los dedos de las manos de su esposa. El general la abrazó con fuerza.
–Aquí no, ahora no -musitó ella; pero su marido no aflojaba y buscaba con sus labios la piel de su mejilla, de su boca, de su cuello. Era imposible zafarse de aquel poderoso abrazo, pero Emilia, cuando su boca quedaba libre del asedio, se defendía con las palabras-. Tenemos la casa llena… los amigos… tu hermano… los niños…
–Nadie nos echará de menos por unos minutos -respondió Publio tomando a su esposa en brazos emergiendo de la piscina y tumbándola en el suelo. Estaba frío, pero era una sensación agradable en medio del verano. Sin soltar a Emilia, echó las toallas teñidas de rojo sobre el suelo y trasladó el cuerpo de su mujer sobre las mismas-. Están mojadas, pero es más blando -añadió. Emilia negaba con la cabeza.
–No, ahora no… -Él se detuvo. La soltó y esperó a que su mujer se decidiera.
–¿Por todos los dioses, Emilia, realmente no quieres? Si no quieres, sólo tienes que irte -concluyó el general, pero su esposa se quedó quieta, bajo su cuerpo; liberada de la presión de los brazos de su marido podría deslizarse de debajo de su cuerpo y regresar al atrio.
–Me has manchado toda -respondió ella-. ¿Cómo voy a regresar al atrio así?
–Es cierto. Deberías bañarte, ¿no crees?
Emilia sonrió al fin.
–Supongo que sí.
El general de Roma no necesitó más. Liberó a su mujer de sus ropas, extrayéndola con suavidad de su túnica manchada en rojo y luego de su túnica íntima y, feliz, la llevó en brazos, desnudo él, desnuda ella, de regreso a una piscina de aguas rojas que ambos consideraban en aquel momento tan hermosa como el lejano Manantial de Aretusa, un recuerdo que les había mantenido tan unidos, pese a la distancia y la guerra y el tiempo, durante todos aquellos días, semanas, meses.
Hacía tres años que no hacían el amor.
De regreso al atrio, bañados los dos, marido y mujer, vestidos con una toga viril él, impoluta, y con una túnica azul suave ella, y una stola del mismo color, con una faz relajada Publio y con unas mejillas sonrojadas ella, saludaron ahora con más sosiego a todos los presentes: a Cayo Lelio primero, el veterano y más fiel general de Escipión; a Silano, uno de los pocos tribunos supervivientes a la brutal batalla de Zama; Lucio, el hermano del general; a Lucio Emilio, el hermano de Emilia, y a una veintena más de familiares y amigos próximos a los que, por orden expresa de Publio, se había permitido acceder al atrio de la domus. En el exterior, se agolpaban centenares de clientes, otros amigos, oportunistas, curiosos y, por qué no, algún enemigo atento a todo lo que ocurría aquel día en aquella casa.
Publio iba de uno a otro, acompañado por su esposa, ahora ya sin tocarla o abrazarla, cumpliendo con la costumbre tradicional romana de no mostrar en público el afecto íntimo de los esposos. Entre las personas que saludaba, de pronto, el general se vio frente a frente con Tito Quincio Flaminino, el curator del grandioso desfile triunfal que acababa de tener lugar. Junto a él se encontraba Lelio, a quien Publio había encomendado al final de los sacrificios en el Templo de Júpiter que buscara al curator y que le invitara a la domus. Publio se dirigió a Flaminino de forma efusiva. Realmente se sentía agradecido.
–El desfile triunfal ha sido perfecto -dijo el general con vehemencia-. Una organización perfecta, Tito Quincio Flaminino. Una organización perfecta.
El aludido se inclinó levemente ante el procónsul de Roma.
–He cumplido con la obligación que me fue asignada -respondió Flaminino con discreción.
–Has cumplido, ciertamente, y con creces dicha obligación -continuó Publio Cornelio Escipión sin moverse, pese a que una gran cantidad de personas esperaba su turno para saludarle-. Tito Quincio, me gustaría que fueses el encargado del reparto de tierras entre mis veteranos. Es algo que se han ganado los hombres de la V y la VI, un derecho merecido que me gustaría que se administrara con el rigor adecuado. Estoy seguro de que un hombre como tú haría de esa tarea un reparto equilibrado y que satisfaga a todos.
–El procónsul me honra con su confianza -respondió Flaminino-. Si el Senado me asigna esa tarea la cumpliré con… -Aquí Publio le interrumpió.
–El Senado poco puede negarme ahora. – Y mirando con una amplia sonrisa a Lelio añadió-: Poco puede negarnos ya el Senado, ¿no, Lelio?
–Poco -confirmó Lelio con alegría. Ya llevaba varias copas de buen vino, y, como era su costumbre, sin rebajar con agua tibia.
–Exactamente, Tito Quincio -insistió Escipión-. El Senado te asignará esa tarea de administrar el reparto de tierras entre mis veteranos. Cuenta con ello, Tito Quincio.
Flaminino iba a responder algo, agradeciendo una vez más la confianza del procónsul, pero Publio Cornelio Escipión se alejaba ya saludando a más clientes y amigos. El general siguió así, yendo de un lado a otro del atrio, junto a su esposa, hasta que, nuevamente, se detuvo junto a un hombre enjuto con barba y pelos canos incipientes, de mirada tranquila, que permanecía solo en una de las esquinas del atrio, sin moverse, sin hacer preguntas, sin mirar con admiración pero sin mostrar desprecio o indiferencia en sus ojos. Era un hombre griego, por sus ropas de origen heleno, que lo observaba todo como quien analiza cada gesto, como quien digiere cada palabra, pero con la ecuanimidad de quien no prejuzga. A él dirigió Publio sus palabras.
–¿Te han tratado bien en mi casa, Icetas, estos años?
Icetas se inclinó levemente ante el general.
–Se me ha tratado con mucha corrección, procónsul -respondió el interpelado.
–Procónsul ya por poco tiempo.
–Estoy seguro de que Roma sabrá encontrar otro puesto civil o militar a la altura de los servicios que el procónsul ha realizado para este Estado -precisó el pedagogo griego.
Publio asintió un par de veces mientras ponderaba las palabras de aquel hombre, el tutor que él mismo eligió en Siracusa para que educara a sus hijos, a Cornelia, la primogénita, y al pequeño Publio, el que debería sucederle al frente de la familia. De hecho, ¿dónde estaban sus hijos? Quería hablar con ellos, pero ahora tenía ante sí al pedagogo y una conversación abierta. «Por tus servicios realizados a este Estado», remarcando la palabra «este», subrayando el hecho de que Roma no era el único Estado del mundo. Icetas siempre tan exacto, tan puntilloso, y tan osado pero al tiempo mesurado. Por todo ello le había elegido tutor de sus hijos, por todo ello y por ser discípulo del genial Arquímedes.
–Sí, seguramente, Roma requerirá de mis servicios pronto, pero ¿y mis hijos? ¿Han escuchado al sabio que les traje para que les educara?
–Han escuchado y, a mi entender, han aprendido. Son bastante disciplinados, los tres.
Dos palabras quedaron grabadas en la mente de Publio, «bastante», luego era mejorable aún su actitud y, más aún, el número «tres». Era cierto, tenía una nueva hija, la pequeña Cornelia, nacida cuando él estaba ya en África, fruto de sus últimas noches con Emilia en Siracusa. Una nueva hija a la que ni tan siquiera había conocido.
Publio asintió levemente a modo de despedida de Icetas y, dando la espalda al tutor griego, se dirigió a su mujer.
–Quiero ver a los niños.
–Están en el tablinium -respondió su esposa-. He pensado que era mejor que estuvieran allí hasta que los hicieras llamar. – Bien, eso está bien, que vengan ahora.
Emilia dio una orden a uno de los esclavos y éste, raudo, desapareció tras las espesas cortinas del tablinium. Al cabo de unos segundos el esclavo apareció de nuevo en el atrio acompañado por tres niños: una niña de unos once años, Cornelia mayor, un niño de ocho, Publio hijo, el heredero de la familia de los Escipiones, y una pequeña niña que rondaba los tres años que caminaba detrás de su hermana mayor ocultándose del mar de miradas que se vertía sobre ellos, y eso que todos callaron por un instante, interrumpiendo sus conversaciones sobre la guerra y las épicas victorias del dueño de aquella casa para detenerse un instante y ver de cerca a los jóvenes vastagos de la que entonces era ya sin duda alguna la familia más poderosa de Roma.
Publio Cornelio Escipión se aproximó a sus hijos. Los niños avanzaban entre un amplio pasillo que de forma natural habían abierto todos los presentes para favorecer el encuentro. Hacía casi tres años que Publio no veía a sus hijos mayores y a su pequeña Cornelia ni siquiera la había conocido. Publio hijo, en lo que debía de ser una escena ensayada bajo la dirección de Emilia, se situó al frente de sus dos hermanas, para, en calidad de heredero de la familia, recibir y saludar a su padre. El niño se adelantó entonces un par de pasos y con una voz aguda y algo entrecortada se dirigió al hombre al que todos los presentes admiraban.
–Te saludo, padre, Publio Cornelio Escipión, y te feli… te felicito por… por tu victoria contra Cartago… mis hermanas nos alegramos… mis hermanas y yo nos alegramos mucho de verte de regreso… de regreso, sí. Toda Roma se alegra, padre… aquí… aquí estamos tus hijos… para servirte… padre.
Su padre le escuchó con orgullo. Para ser el primer discurso público del niño no estaba mal del todo. Estaba la casa repleta de gente y debía de sentirse intimidado, eso era natural, pero un Escipión, no importaba lo tierno de la edad de su hijo, tendría que aprender a sobreponerse a estas situaciones pronto. En cierta forma, los titubeos de su hijo le habían decepcionado algo, pero, rodeado de familiares y amigos decidió no incidir sobre el asunto.
–Y yo te saludo a ti, hijo, y a tus hermanas, y me alegro mucho de veros de nuevo a todos… -Y se detuvo y miró a su hija mayor, que asintió sin decir nada y bajó la mirada, mientras que Publio padre buscaba con sus ojos el pequeño cuerpecito de su hija pequeña que se apretujaba tras las piernas de su hermana mayor-. ¿Y dónde está mi pequeña Cornelia? ¿Por qué se esconde de su padre?
Pero no hubo respuesta, sino un piececito pequeño con diminutos dedos que asomaban por una sandalia infantil que se replegó para ocultarse también tras su hermana mayor. Emilia suspiró. Eso no era lo que la pequeña había hecho en los ensayos, pero la pequeña Cornelia era siempre tan imprevisible que su madre no se sintió sorprendida, tampoco humillada, pero sí algo incómoda. Ya había leído en los ojos de su marido una cierta desilusión por los nervios de su hijo; no era buena idea que la pequeña Cornelia intentara tensar, como solía hacer, la situación, y menos con un padre que nunca la había visto. La voz de Publio padre fustigó los oídos de Emilia al avivar aún más su preocupación.
–Cornelia menor, sal ahora mismo de detrás de tu hermana. Quiero verte, quiero ver el rostro de mi hija pequeña. Se hizo el silencio completo.
–Sal, pequeña -intercedió Emilia intentando endulzar con su intervención el primer encuentro entre padre e hija.
–No -se escuchó desde casi el suelo, desde una garganta infantil, desde un cuerpecito escondido apretujado si cabe aún más contra las piernas de su hermana mayor.
Emilia se llevó la mano a la frente. Publio padre dio un paso adelante. Su hijo, algo asustado, se hizo a un lado y su hermana mayor hizo lo propio, pero no pudo zafarse de su hermana pequeña que, como una lapa, se movió también para seguir oculta a sus espaldas. Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma, se puso muy recto, muy serio, estiró su musculoso cuerpo y levantó la barbilla. Habló con la seguridad de quien está acostumbrado a que cuando impartía una orden decenas de miles de hombres le obedecieran a ciegas, con el aplomo de quien había conquistado ciudades inexpugnables, con la determinación de quien ha resistido a la embestida de una carga de elefantes en la más cruel de las batallas o de quien ha sobrevivido al asedio por un enemigo que le triplicaba en número.
–Cornelia, sal de detrás de tu hermana y deja que te vea.
No levantó la voz, ni puso un ápice ni de rencor ni de decepción ni de duda en el tono. Fue una orden clara, precisa, limpia.
–No -se escuchó una vez más desde detrás de la hermana mayor; un no diminuto en su voz, inmenso en su osadía, imperturbable en su decisión. Publio se quedó inmóvil durante unos segundos que a su esposa le parecieron eternos. El general estaba intentando recordar cuánta gente le había dicho que no con esa determinación y sólo recordaba un nombre: Quinto Fabio Máximo, pero aquél fue durante varios decenios el senador más poderoso y temido de Roma, hasta cinco veces cónsul de Roma; este nuevo sorprendente, inesperado y obstinado no provenía de una niña que no llegaba a los tres años de edad. Sin embargo, para sorpresa de todos, el procónsul se echó a reír y con él todos, sin saber muy bien por qué, rieron y en la risa encontraron cierto sosiego. Emilia se limitó a esbozar una contenida sonrisa, pero también relajó las tensas facciones de su rostro. Por un momento temió lo peor, y es que, aunque la pequeña Cornelia ya había sido aceptada como hija de los Escipiones por Lucio Emilio Paulo, su tío político, ante la ausencia de su padre, quien en el momento de su nacimiento se encontraba en África combatiendo contra Aníbal, la niña aún no había sido reconocida oficialmente por Publio y, en cierta forma, la ley le amparaba y, si así lo decidía Publio padre, aún podía repudiar a la pequeña y obstinada Cornelia. Emilia no pensaba, no quería pensar que eso pudiera ocurrir, pues pese a su testarudez la pequeña Cornelia era una preciosa criatura que encandilaba a todos con sus ocurrencias y con su sonrisa de niña dulce, con sus hermosos rizos morenos chisporroteando por su frente y su cuello pequeños, y, sin embargo, sobre la pequeña pesaba aún la mala fortuna presagiada por la matrona que ayudó en el parto, pues la niña nació al revés, con los pies por delante, y eso era siempre señal de mala suerte. Quedaba por dilucidar si mala suerte para ella misma o para toda su familia. Como luego llegaron las noticias de la victoria de Zama, Emilia había desterrado de su mente aquellos malos pensamientos, pero la estridencia de aquel encuentro entre padre e hija le había traído a la memoria las palabras de la vieja matrona durante el problemático nacimiento de la pequeña… «es un mal augurio, es un mal augurio»… palabras que creía olvidadas y que ahora se daba cuenta de que sólo estaban dormidas.
Ajeno a los oscuros pensamientos de su esposa, Publio, aún con la sonrisa en los labios, se arrodilló ante sus hijas.
–Cornelia menor, soy tu padre, sal de detrás de tu hermana: sólo quiero verte. No te haré daño. – La voz era dulce y Emilia en seguida recordó la primera vez en que habló con aquel hombre que la enamoró desde el primer momento, pero sus recuerdos se frenaron, pues en el presente, su hija pequeña, por fin, asomaba la cabecita por un lado, y sus grandes ojos negros en medio de un pequeño rostro de contornos suaves y casi perfectos barrieron con su mirada el entorno del atrio hasta posarse, intensos, infantiles, enigmáticos sobre aquel hombre que una y otra vez la llamaba y que decía ser su padre, el papá del que tanto tiempo le había hablado su madre; un papá que ella nunca había visto. Publio, al arrodillarse, se había remangado la toga viril, pues últimamente no se manejaba con soltura con la compleja toga romana, acostumbrado como estaba durante los últimos años a vestir ropa militar y arroparse con el paludamentum púrpura propio de los generales romanos. Y al remangarse, de entre los pliegues de su toga blanca, emergió su recio muslo izquierdo, fuerte y vigoroso, pero cercenado en mitad por un profundo corte cuya cicatriz aún reciente dejaba ver a todos los presentes lo profunda y dolorosa que había sido aquella herida: un corte destinado a ser letal y que sólo la agilidad del procónsul había conseguido, al saltar hacia atrás, trasformarlo en herida profunda, en agrio recuerdo de un todavía cercano pasado de guerra y sufrimiento. Un murmullo de comentarios se apoderó de todo el atrio: muchos sabían que aquella herida había sido provocada ni más ni menos que por el mismísimo Aníbal, y los que lo sabían compartían su conocimiento con los que desconocían aquel hecho quedando todos asombrados y admirados por igual, pues nadie en Roma, más aún, nadie en el mundo podía exhibir una herida de aquella magnitud épica; sólo el procónsul que había sobrevivido a un ataque tan mortal de un enemigo tan feroz podía pasearse por mares y países sin fin con el recuerdo de la espada de Aníbal hendido en las entrañas de su cuerpo. La mirada de la pequeña Cornelia, como la de todos los demás, también se clavó sobre aquella cicatriz de guerra. Ella nunca había visto algo así. Intrigada, salió de detrás de su hermana mayor, que suspiró al fin aliviada. Esto permitió que Publio la pudiera observar mientras daba pequeños pasitos hacia su persona: la pequeña Cornelia era preciosa, tal y como su madre la había descrito en sus últimas cartas. Su hermana mayor era una adolescente en ciernes, pronto una mujer, de complexión delgada, pero había heredado las facciones más hoscas de su padre y, sin dejar de tener cierto atractivo, no era llamativa, algo que compensaba con un carácter dócil y amable que su madre siempre subrayaba en sus comentarios. La pequeña Cornelia, por el contrario, era un mar de belleza en miniatura: a sus ojos grandes y negros y brillantes que todo lo miraban, se le unía la pequeña frente recubierta de rizos negros que se enrollaban en tirabuzones desordenados pero cada cual más gracioso; sus labios sonrosados y carnosos trazaban una sonrisa curiosa mientras seguía su lento pero decidido acercamiento hacia su padre. Andaba muy rectita, con una soltura y agilidad sorprendentes para su edad. Publio la observaba sin moverse. La niña caminó hasta ponerse a su lado sin dejar de mirar la cicatriz.
–¿Papá vulnustiVapá sangre? – preguntó.
Su padre asintió despacio.
–Sí, es una herida de guerra. A veces duele.
La pequeña Cornelia posó su pequeña manita sobre la cicatriz. Le intrigaba el tacto de aquella piel rasgada. Su hermano a veces tenía heridas parecidas, pero nunca tan grandes. Emilia fue a decir algo, pero su esposo levantó su mano derecha y se calló. La niña acarició la cicatriz desde el principio hasta el final. Una vez satisfecha con la exploración, en un movimiento inesperado, posó sus tiernos labios sobre la herida y dio un pequeño beso dulce que resonó en el atrio. Su mamá, cuando tenía una herida o un golpe, le daba un beso a ella o a su hermano -su hermana mayor nunca se hacía heridas-, y ella se sentía mejor después. Desde entonces había adquirido la costumbre de darse a sí misma o a su hermano pequeños besos en las heridas cuando alguno se había golpeado. El procónsul se vio sorprendido por la afectuosa forma con la que su pequeña hija mostraba preocupación por su cicatriz de Zama. Publio posó entonces el dorso de sus dedos sobre la mejilla de su hija. La piel era inmensamente suave.
–Gracias -dijo el general-. Me siento mucho mejor. Hoy no dolerá. Casi me alegro de que Aníbal me hiriera en el campo de batalla. Así al menos he podido verte de cerca. No sabía el cartaginés qué servicio me estaba prestando cuando me atacó.
La pequeña sonrió, no entendía bien el complejo significado de las palabras de su padre y regresó corriendo a esconderse detrás de su hermana. Publio Cornelio Escipión se incorporó, dejó que su toga cubriera de nuevo la herida de guerra y se dirigió a todos sus familiares y amigos.
–¡Por todos los dioses, saludados mis hijos y mi esposa, creo que lo que procede es que aquí celebremos un gran banquete desde ahora mismo hasta bien entrada la noche, hasta la cuarta vigilia.
Todos recibieron el anuncio del festín con gran algarabía y voces de agradecimiento para su generoso anfitrión, mientras que Publio buscaba la aprobación de su esposa y la recibía, al cruzar su mirada con la de ella: una casi imperceptible señal de asentimiento, justo antes de que Emilia desapareciera para poner en marcha en la cocina al regimiento de esclavos que servía en la gran domus de los Escipiones junto al foro de Roma.
La habitación tenía columnas que se asemejaban a rollos de papiro. La casa del nuevo marido de Netikerty no era muy grande, pero sí lo suficiente como para poseer su propio pabellón de nacimiento, pequeño y humilde pero, al menos, una sala independiente al resto. A ambos lados del lecho en el que estaba recostada, habían situado pequeñas estatuas en las que se veía a Tueris, la mujer hipopótamo, y a Bes, el dios enano músico, dos de las deidades egipcias que protegían a la parturienta durante todo el proceso de traer al mundo una nueva vida. Las contracciones se hicieron más frecuentes y las dos hermanas levantaron a Netikerty y la ayudaron a situarse sobre los cuatro ladrillos mágicos que recibían ese nombre por representar a Nut, Tefnut, Isis y Neftis, las cuatro diosas centrales en la creencia egipcia. La comadrona, además de a todos los dioses mencionados, añadió a Heqet y Mesjenet en sus imprecaciones y ruegos a favor de la protección divina en el momento clave que ya se acercaba.
Netikerty, sudorosa, de cuclillas, pero sin perder el sentido en ningún momento y sin gritar, aunque resoplando con fuerza, empujaba siguiendo las instrucciones de la comadrona, siempre sostenida por cada una de sus hermanas. Netikerty no temía por el niño. Nadie había visto en su familia germinar una semilla de cebada con tal fuerza como la del pequeño saco que había traído del barco para que lo vieran sus padres. La joven estaba convencida de que el niño nacería sano y fuerte. Y, sin embargo, su mente estaba repleta de preocupación, pero no por ella, ni por sus hermanas ni por el ser que estaba trayendo al mundo, sino por su hermano, su padre y su recién encontrado esposo. Y es que de inmediato, tras llegar a Alejandría, con un embarazo cada vez más evidente, sus padres no dudaron en que lo conveniente era que Netikerty diera a luz ya casada con algún joven egipcio de su entorno. La virginidad en Egipto, de modo excepcional en el mundo antiguo, no era una virtud en sí misma ni un requisito fundamental para el matrimonio, especialmente en la tradición del más clásico Egipto, pero la creciente influencia griega proveniente de la corte hacía conveniente que Netikerty se casara para mantener las apariencias. En un principio, todos pensaron que la tarea de encontrar marido para una joven en tan avanzado estado de gestación podría resultar complicada, pero ninguno había contado con la belleza de Netikerty. No fue difícil.
La joven tuvo, en pocos días, varios pretendientes, todos hombres solteros, egipcios y con buena situación económica en Alejandría. Netikerty eligió a su antojo y eligió bien: el hijo de uno de los mercaderes más acaudalados de la región fue el afortunado. Al menos, así se sintió él cuando ella le aceptó como esposo. Y él correspondió asumiendo a la criatura que había de nacer como suya y tratando a Netikerty con respeto y cariño. Ella correspondió con dulzura y satisfaciendo a su recién elegido marido en el lecho tanto como le permitía su actual estado. Fueron unos breves meses de felicidad, pero, una vez más el mundo se conjuraba para impedir que aquellos días se dilataran. El temible rey Antíoco III de Siria avanzaba contra Egipto desde el norte con el mayor de los ejércitos inimaginables. Egipto y Siria habían luchado ya cuatro guerras en el pasado, y los generales griegos de la corte egipcia habían conseguido siempre defender las fronteras, pero el reino estaba ahora debilitado por los levantamientos en el sur, por la rebelión de las colonias en el Mediterráneo y gobernado por un faraón niño aconsejado por regentes de dudosa capacidad. Agatocles, el hombre fuerte del momento, había recurrido a los servicios de un general etolio mercenario, Escopas, de gran prestigio, pero aun así, tan grande era el ejército enemigo que se temía que no sólo las fronteras del reino cayeran, sino que el mismísimo Antíoco llegase hasta la propia Alejandría al igual que Alejandro Magno hiciera en el pasado. Así, Agatocles había tomado la decisión más complicada de su vida: armar a los propios nativos egipcios para de esa forma completar un ejército que pudiera afrontar con alguna opción el inexorable avance de las huestes de Antíoco III. Muchos egipcios acudieron de forma patriótica a la llamada del faraón niño y entre esos que acudieron se encontraban el esposo, el hermano y el padre de Netikerty.
–¡Empuja! ¡Por Isis, empuja con fuerza! – gritó la comadrona.
Netikerty gimió y empujó. De pronto, el llanto de un recién nacido llenó la estancia de fuerza y de vida.
–Es hermoso -dijo una de sus hermanas-, un niño hermoso y fuerte.
Netikerty, agotada, se sentó en el suelo, mientras la comadrona cogía al niño después de cortar el cordón umbilical. Las hermanas de la joven se afanaban en limpiarla. Netikerty, de pronto, empezó a llorar de felicidad: había traído al mundo a un niño, a un nuevo egipcio fuerte para cuidar las fronteras del reino. Cerró los ojos. Lloraba por fuera y por dentro.
–Tengo miedo -dijo Netikerty en voz baja, entre sollozos.
–El niño está bien -le aseguró una de sus hermanas.
Netikerty sacudió la cabeza.
–Es por padre, y por nuestro hermano, y por mi marido; temo por ellos, temo esta nueva guerra.
Para los egipcios, una mujer que acaba de dar a luz está en un estado de gracia. Hay quien dice que ve el futuro.
–Volverán, ya lo verás -aseguró una de las hermanas, pero las tres compartían el mismo temor. La comadrona rompió el círculo de duda que se había establecido entre las tres al traer en brazos al pequeño niño al que había lavado con cuidado. Netikerty, ya recostada en la cama, lo tomó en brazos. La criatura había dejado de llorar y tenía los ojos cerrados. Parecía tan seguro de sí mismo como su padre romano. Era el momento en el que la madre egipcia daba el nombre al niño. Ella y sólo ella tenía ese derecho.
–Te llamarás Jepri. – Y las tres mujeres que escucharon el nombre con claridad asintieron. Jepri, el que que se crea a sí mismo. Teniendo en cuenta los orígenes del niño, un niño que con toda seguridad nunca conocería a su padre verdadero, aquel nombre era el más apropiado-. Te llamarás Jepri. – Y Netikerty lo abrazó con cariño y lo condujo a su pecho. El bebé, por puro instinto, empezó a mordisquear el pezón de su madre.
Netikerty cerró los ojos y se quedó dormida.
fundación de Roma)
[El rey del norte (Antíoco III) volverá a poner en campaña una multitud mayor que la primera vez, y al cabo de unos años vendrá con un gran ejército y con abundantes recursos. (…) Y el rey del norte vendrá y formará terraplenes y se hará dueño de las ciudades más fuertes y las fuerzas del sur (Egipto) no resistirán; ni siquiera sus tropas escogidas podrán resistir.]* Versión de la edición bilingüe en castellano y latín de la Biblia publicada en 1854 España con pequeñas modificaciones estilísticas por parte del autor de la novela.
La Biblia, el libro de Daniel, 11,13-15
Escipión, Africanus (Libro II)
Vanguardia del ejército egipcio
Treinta mil soldados al servicio del reino de Egipto se apiñaban en su frontera norte, próximos al nacimiento del río Jordán. Era un ejército con nativos egipcios. Era la primera vez que la dinastía tolemaica alistaba a nativos egipcios en las filas del ejército, una decisión complicada que ya había dado problemas en el pasado y de consecuencias imprevisibles en el futuro próximo, pero que en aquel momento parecía secundaria, pues lo principal era, antes que nada, detener a Antioco y preservar el Estado del ataque extranjero; se trataba de una lucha por la supervivencia, diferente a las campañas antiguas en las que se combatía por ampliar los dominios del faraón. Además, Agatocles, el consejero del faraón niño, había reforzado las tropas con miles de experimentados mercenarios etolios hechos venir desde Grecia para proteger los intereses de Egipto. Entre egipcios y etolios se había constituido una descomunal fuerza defensiva que parecía insuperable, capaz de resistir, como hicieran ya en el pasado, cualquier embate de sus enemigos seléucidas del norte, por muy brutal que éste pudiera llegar a ser. Pese a todo, Escopas, el general etolio al mando de todo el ejército egipcio, se sentía inquieto. Entre los soldados de Egipto había algunos judíos también y éstos habían extendido por todo el ejército el rumor de que había una profecía que predecía el nuevo ataque del rey Antíoco de Siria, el rey del norte, contra sus enemigos del sur y, según contaban, la profecía aseguraba que nada podría oponerse en esta ocasión a un ejército invencible que descendería sobre ellos implacable, inclemente. Estos rumores incomodaban a Escopas. Él sabía combatir contra enemigos tangibles, de carne y hueso, pero no sabía bien cómo derrotar una profecía.
Una interminable formación de miles de guerreros etolios armados hasta los dientes se extendía a ambos lados de su general. Escopas era un militar curtido, maduro y decidido. En el campo de batalla sabía lo que debía hacerse, cómo debía hacerlo y en qué momento. Por eso sus soldados le seguían con fidelidad allí donde les empujaba su condición de mercenarios a sueldo de reyes débiles rodeados de pueblos aún más débiles y confundidos.
Ésa era la situación de Egipto tras la muerte del último rey-faraón, Ptolomeo IV Filopátor. El heredero era un niño de apenas cinco años. Las intrigas de palacio se desataron y las muertes en la corte convulsionaron el reino hasta el punto de que Agatocles, el hombre fuerte de Egipto a falta de un faraón adulto, quizá el instigador de la muerte de otros pretendientes al trono y de otros consejeros, había decidido fortalecer la frontera norte mientras se las entendía con la rebelión interna de los nativos egipcios. Agatocles sabía de los buenos servicios prestados por Escopas en diferentes lugares de Grecia y el Egeo. Era el hombre indicado para proteger la frontera del ataque de Antíoco III de Siria, el todopoderoso monarca del Imperio seléucida para quien controlar el vasto territorio comprendido entre la lejana India y la Bactria hasta las fronteras con Asia Menor y Egipto era insuficiente. Antíoco quería más. Quería los puertos fenicios bajo control de Egipto. Por eso Agatocles llamó y pagó con generosidad al experimentado general etolio. Si había algo que aún no preocupaba a Agatocles era el dinero. Egipto era un reino inmensamente rico y más aún en aquellos momentos, pues la recién concluida contienda de casi veinte años entre Roma y Cartago había dejado esquilmados los campos de occidente que, sólo muy poco a poco, volvían a recuperarse. Egipto nadaba en oro romano que compraba el trigo egipcio para alimentar a sus ciudadanos, las nuevas colonias y su creciente número de legiones.
Escopas arrugó el ceño mientras escrutaba el horizonte. Nada. Sólo la inmensa pradera ante ellos, a medio camino entre el vergel del nacimiento del Jordán a su derecha y el desierto a su izquierda. Estaban a pocas millas de Sidón. Más al norte, Biblos ya había caído en manos del ejercito seléucida de Siria, bajo el mando del propio Antíoco III. Escopas relajó los ojos y escupió al suelo. Los seléucidas del norte eran temidos por todos los egipcios, los nativos y los helenos de origen griego. Egipto era un reino gobernado por los reyes Ptolomeos descendientes de uno de los generales de Alejandro Magno desde hacía mas de cien años, pero la relación entre los gobernantes de origen griego y los subordinados nativos de Egipto se había deteriorado progresivamente por los elevados impuestos de los monarcas helénicos y por el continuo desgaste de las últimas guerras. No hacía ni veinte años que Antíoco III de Siria lanzó un ataque contra ellos. Ptolomeo IV comprendió que no tenía bastante con sus soldados griegos y buscó mercenarios, pero no era suficiente, así que armó a los nativos egipcios. La idea resultó bien a corto plazo: Antíoco III fue obligado a retirarse y Egipto mantuvo el control de Fenicia, con sus ricos puertos y comercio, pero los nativos, al poco tiempo, se rebelaron reclamando una mejor distribución del oro que llegaba a Egipto por su trigo; luego, con la muerte del faraón, todo había empeorado. Antíoco había regresado desde el norte, decían que con nuevas unidades militares, mejor armadas, mejor adiestradas y ya había arrasado parte de la Celesiria tomando la ciudad de Biblos. La misión de Escopas era detener el avance de Antíoco una vez más.
Escopas miraba a su alrededor y se sintió bastante seguro. No es que tuviera el mejor ejército del mundo, pero había reunido a varios miles de sus mejores guerreros en una densa falange que podría detener el avance de cualquier enemigo, no importaba las nuevas unidades o estrategias que fueran a usar. Además contaba con el apoyo de varios regimientos de egipcios armados que, condicionados por el temor a Antíoco III, lucharían hombro con hombro con ellos para salvaguardar entre todos el bien común de las tierras de Fenicia. También disponía Escopas de una poderosa y bien dotada caballería egipcia y griega que protegía las alas de su falange. Estaban preparados, eran muchos, más de treinta mil, y compartían el mismo objetivo de defender aquel territorio.
Escopas avanzó al frente; seguía intrigado por el horizonte despejado. No se veía nada más que pradera desierta y sólo se escuchaba el viento. De pronto comprendió lo que le inquietaba. No se oía a ninguna cigarra. Y el sol comenzaba a ascender. En el calor, aquel silencio resultaba aún más misterioso.
Retaguardia del ejército seléucida
El rey Antíoco III, Basileus Megas, como le gustaba autoproclamarse después de su reciente reconquista de todo el Oriente, desde Mesopotamia hasta la Bactria del noreste o los territorios fronterizos con la India, estaba subido en un carro escita adornado con oro, cuyas ruedas resplandecían al estar reforzadas con remaches de bronce y unas afiladas y largas puntas de plata que al ponerse en marcha cortaban el aire con sus afiladas aspas por ambos flancos. El vehículo estaba tirado por cuatro hermosos corceles negros, lustrosos, limpios, fuertes, recubiertos con cotas de malla para protegerlos de las flechas y lanzas enemigas. Antíoco hacía que su carro avanzara despacio, al paso, siguiendo la estela del grueso de su ejército infinito. El rey repasaba en su mente a todos los que se habían interpuesto en su camino hacia el control absoluto de la tierra que le correspondía por derecho de herencia, como heredero único y legítimo de Seleuco III: primero tuvo que vérselas con Diodoto de Bactria y con Arsaces de Partía y luego con las revueltas de Media y Persia dirigidas por los traidores Molón y Alejandro; también tuvo que sufrir y solucionar la defección de toda Asia Menor, de la que aún quedaba pendiente el problema de Pérgamo. Antíoco, en consecuencia, estaba orgulloso de sí mismo: había recibido un imperio en descomposición y había conseguido, tras muchos años de guerras sin cuartel, recomponer casi todos los antiguos dominios. Se deshizo de los consejeros inútiles, como Hermeias, y ahora con las ideas de Toante y Epífanes las cosas habían ido mejor, quizá porque eran más sabios o quizá porque ambos sabían que Hermeias había sido asesinado a instancia del rey por su incompetencia y eso servía de acicate para que los dos se esmeraran en sus consejos. Toante, con sus treinta y cinco años, el más joven de los dos, era el estratega militar y Epífanes, más veterano, a sus bien entrados cincuenta años, era el consejero político. De Epífanes fue la idea de pactar con Filipo de Macedonia un ataque conjunto sobre las posesiones de Egipto en la Celesiria y el Egeo: las del Egeo serían para el macedonio y las de Celesiria para Antíoco. El pacto estaba funcionando. Egipto no podía defenderse contra los seléucidas y los macedonios a un tiempo y menos con un rey-faraón niño en manos de consejeros poco fiables, como Agatocles. Lo que no había esperado Antíoco, ni habían predicho Epífanes o Toante, es que los egipcios decidieran concentrar su defensa en Celesiria y abandonar a su suerte las posesiones del Egeo, pero Antíoco estaba dispuesto a no cejar en su empeño de recuperar unos territorios, los de la Celesiria, o Fenicia, como la llamaban otros, y hacerse así con las salidas al mar Mediterráneo y el control de todos los puertos comerciales de la región. Era cierto que los egipcios, además, habían recurrido a Escopas, un hábil y reconocido general etolio, y que habían contratado un poderoso ejército mercenario griego que, junto con sus propias tropas, constituía una imponente fuerza de choque defensiva que debería de haber hecho desistir del ataque a cualquiera. Sí, a cualquiera, sonrió Antíoco, a cualquiera menos a él. De hecho, estaba contento de encontrar resistencia y de encontrarla en manos de un general competente. Sólo así podría descubrir hasta qué punto las nuevas unidades militares fortalecidas con el nuevo armamento gracias al dinero de su reconquista de Oriente y entrenadas en el mayor centro de adiestramiento militar de todo el oriente, Apamea, cerca de Antioquía, la capital de su imperio, eran realmente operativas y, como no dejaba de decir una y otra vez Toante, completamente invencibles. Sí, Epífanes había marcado los pactos políticos, pero en Toante Antíoco había depositado su confianza en todo lo referente a la creación de las nuevas unidades militares, base de su nuevo poderoso ejército de ataque y conquista. Toante había ascendido en estima ante el rey por sus servicios prestados en la recuperación de los reinos de Oriente y, en particular, por sus gestiones en la obtención de una gran cantidad de elefantes, ciento cincuenta, del rey de la India, como muestra de buena voluntad y forma de sellar un pacto mutuo de no agresión. El rey tenía grandes planes para esos elefantes. De hecho sólo había traído la mitad. El resto lo había dejado en Apamea, en la gigantesca cuadra que había hecho construir para ellos: quería más, quería que procrearan y así tener una fuente continua de nuevos elefantes sin tener que recurrir a negociar con los siempre caprichosos reyes indios. Toante había hecho posible parte de esos sueños, por eso confiaba en él. Toante comandaba aquella mañana una de las alas de caballería de reserva en su ejército expedicionario de reconquista de la Celesiria. La otra ala la reservó para su propio hijo Seleuco, aún demasiado joven e impulsivo, pero al que quería ir probando en combate para asegurarse de que sería un digno sucesor suyo, pues era el destinado a heredar el mayor imperio desde Alejandro Magno. Antíoco quería ver con sus ojos que Seleuco estaría a la altura. Sabía que Seleuco sentía celos de Toante, pero esperaba que ese sentimiento sirviera de acicate para que su joven vastago se mostrara valiente en la batalla y merecedor de ser algún día rey de Siria y emperador de todos los territorios seléucidas desde el Egeo hasta la India. Por fin, en el centro, al mando de la falange de argiráspides, el rey había puesto a Antípatro, su sobrino a la par que un veterano general, eficaz y leal, ni demasiado ambicioso ni demasiado sumiso, alguien prudente, el comandante ideal para su recién recuperada falange de élite.
Antíoco miró al cielo: un día despejado, aunque al descender en dirección al río Jordán y divisar la línea del ejército egipcio, el rey se percató de que el sol, en su lento ascenso hacia lo alto del cielo, les cegaría. Escopas se había situado con el sol naciente a sus espaldas. Era hábil el etolio: o esperaban al mediodía o cargaban contra la cegadora luz del dios celeste. A Antíoco no le gustaban los retrasos. Antípatro acababa de llegar desde la vanguardia del ejército para recibir órdenes y el rey se dirigió a él con instrucciones precisas.
–Haz avanzar la falange de inmediato.
–¿Contra el sol? – preguntó Antípatro, no con duda, sino sólo buscando una confirmación de la orden.
–Contra el sol -se reafirmó el rey-. Usa los nuevos escudos. Antípatro sonrió.
–Así se hará, mi rey. – Y montando en un caballo que un soldado le dispuso, partió al galope hacia las unidades de vanguardia.
Vanguardia del ejército egipcio. Centro de la falange etolia
Escopas vio emerger en el horizonte la temida falange seléucida. Eran miles, veinte mil, treinta mil, quizá algo más. Y en las alas se veía a dos cuerpos de caballería. Jinetes a caballo y jinetes montados en otros animales, ¿dromedarios? No era frecuente ver cuerpos armados de jinetes sobre dromedarios, pero aquello no importunó demasiado al general etolio. Ya estaban ahí. Eso era lo importante. La espera había terminado. Al menos, en lo referente a visualizar al enemigo. Escopas miró al cielo. El sol se elevaba lentamente y aún seguía a sus espaldas. No atacarían hasta pasadas unas horas. No tenía sentido hacerlo con el sol de cara. Los seléucidas esperarían. Él también. Sus hombres habían desayunado temprano. Aprovecharía la espera que debía de seguir para distribuir más comida y agua entre los suyos. De esa forma tendrían toda la energía necesaria para repeler al enemigo.
Escopas caminaba relajado frente a sus tropas. Las examinaba con minuciosidad. Los escudos estaban limpios y las sarissas de 20 a 24 codos*[Aproximadamente unos 5 metros.] preparadas, empuñadas por manos firmes. Resistirían. Escopas se volvió hacia el enemigo. Seguía avanzando. Los seléucidas se encontraban a unos tres mil pasos. Era una distancia prudente para detenerse, pero seguían avanzando. Escopas se detuvo y apretó los labios. El enemigo proseguía con su avance, impertérrito. ¿No les molestaba el sol? No era lógico atacar así. Dos mil quinientos pasos. Las puntas de las sarissas seléucidas brillaban bajo la intensa luz del día. Escopas carraspeó y escupió en el suelo una vez más. Al volver a alzar la mirada observó que el avance del ejército de Siria no se detenía. A dos mil pasos y seguían. Escopas se pasó el dorso de la mano por debajo de la nariz. Se dio la vuelta entonces hacia uno de sus oficiales.
–¡Mi casco! – gritó, y el poderoso tono de su voz transmitió a sus hombres el mensaje implícito. Todos tensaron los músculos. Escopas se ajustaba el casco con la mano derecha mientras dejaba que otro oficial le acercara el escudo a su brazo izquierdo. Estaban a mil quinientos pasos y seguían hacia delante-. ¡Preparad las sarissasl -vociferó el general, y su orden se repitió a lo largo de la interminable línea defensiva del ejército egipcio.
Mil cuatrocientos, mil trescientos, mil doscientos pasos y no se detenían. Escopas observaba las sarissas del enemigo y había algo que no le gustaba pero no sabía bien qué era. Mil cien pasos. Mil pasos.
–¡Que se preparen los arqueros! – ordenó Escopas-. ¡Una lluvia de flechas apaciguará su ímpetu!
Varios miles de arqueros ajustaron sus arcos tras la larga línea déla falange. Era probable que el enemigo hiciera lo propio.
–¡Preparad vuestros escudos! – aulló el general etolio. Los griegos de su falange levantaron sus escudos para protegerse de una posible lluvia de flechas siria, mientras en el fondo de sus corazones esperaban que las flechas que los egipcios habían cargado en sus arcos contribuyeran a detener el empuje con el que aquellos sirios parecían estar dispuestos a embestirles.
Ochocientos pasos, setecientos, seiscientos. Aún no estaban a tiro de los arqueros. Debía esperar más. Escopas no llegaba a ver las alas. Sus oficiales de caballería deberían de decidir qué hacer, al menos en el principio del combate. Tras la embestida inicial, una vez asegurada la posición, iría a una de las alas para comprobar que las caballerías egipcia y griega cumplían su función frente a la caballería siria. Mantener la falange era clave, pero las alas debían resistir también o todo podría venirse a bajo.
Quinientos, cuatrocientos, trescientos pasos. Escopas iba a ordenar que los arqueros dispararan cuando la falange siria se detuvo en seco. El contraste entre el ruido de los miles de sandalias avanzando con el silencio que sobrevino al detenerse de golpe era sobrecogedor. Escopas admiraba la disciplina incluso en el enemigo. Era una bonita exhibición, pero todo eso daba igual. No estaban de maniobras ni de desfile. Alzó su brazo para dar la orden a los arqueros cuando de pronto la falange enemiga, treinta mil soldados sirios, alzaron sus escudos. El sol reflejó sobre la superficie de los mismos con tal fuerza que cegó a todos los etolios y egipcios.
–¡Ahora, disparad ahora! – gritó Escopas, pero ya era tarde, sabía que era tarde. Los arqueros egipcios disparaban sin ver, cegados por treinta mil escudos que actuaban como espejos.
–Escudos de plata -comentó en voz baja uno de los oficiales de Escopas-. Por todos los dioses: son argiráspides.
El general etolio hizo callar al oficial con una mirada fulminante y volvió a dar órdenes.
–¡Sarissas clavadas en tierra! ¡Hay que resistir su carga y protegerse de las flechas enemigas! ¡Sarissas a tierra! ¡Ni un paso atrás!
Escopas daba las órdenes que debían darse, pero era cierto lo que había dicho aquel oficial. Sólo los argiráspides, las unidades de élite fundadas por Alejandro Magno, llevaban escudos de plata como aquéllos, en donde se reflejaba el sol hasta cegar al enemigo. Lo sorprendente es que nunca antes había visto tantos argiráspides juntos, tantos miles. No se podía ver bien contra el reflejo del sol en aquellos malditos escudos. Hacía falta mucho dinero para poder hacer tantos escudos de plata. Una fortuna inimaginable. ¿Tanta plata y oro había reunido Antíoco III en su reconquista de los reinos de Oriente? Escopas creyó ver al enemigo a unos doscientos pasos, luego la luz del sol le cegó, se situó entonces justo detrás de la línea de la falange. Miró otra vez. Parecían estar muy cerca. Se escuchaba al enemigo gritando. De pronto llegó el impacto brutal. Muchos de los etolios y egipcios de primera línea fueron atravesados por las picas enemigas. Más de lo que era esperable. Etolios y egipcios de la segunda y tercera fila reemplazaron con rapidez a los caídos y al fin pareció contenerse la avalancha enemiga, pero habían caído muchos guerreros del ejército bajo su mando. No era lógico. Escopas se acercó a la línea de la falange. Los sirios empujaban y sus hombres hacían todo lo posible por mantener la línea, pero de cuando en cuando una sarissa enemiga asomaba entre sus hombres y atravesaba a un soldado en el hombro, en la garganta o el pecho. Escopas comprendió lo que no le había gustado de aquellas sarissas sirias: eran más largas, de casi 28 codos, cuando las de sus hombres oscilaban entre los 20 y 24 codos. Esos codos de más les daban ventaja a los sirios y los malditos parecían estar bien entrenados para sacar partido de aquella circunstancia. Sus hombres, pese a todo, parecían contraponer a la insuficiencia de sus armas un mayor coraje y entrega. La línea se mantenía. Habían perdido muchos más hombres que los seléucidas, pero la falange se mantenía. La cuestión era por cuánto tiempo más. El enemigo ni siquiera había utilizado arqueros. ¿Tanta confianza tenían en sí mismos? Escopas miró hacia los extremos de su formación. ¿Y las alas?
–¡Mi caballo! – pidió el general etolio, y una hermosa yegua negra apareció de entre los arqueros-. ¡Mantened la posición a toda costa! ¡Por los dioses, ni un paso atrás! – fue lo último que ordenó a sus oficiales, y partió hacia el extremo izquierdo de su ejército. Tenía que saber qué ocurría con la caballería.
Retaguardia del ejército seléucida
–Parece que resisten -comentó el rey Antíoco a sus consejeros y a su joven hijo Seleuco reunidos a su alrededor para contemplar el transcurso del combate. Epífanes guardaba silencio.
–Deberíamos haber mandado a los elefantes por delante -dijo Seleuco nervioso. Su padre le miró con severidad.
–Tienes la impaciencia propia de tu juventud pero impropia de un futuro rey -le respondió Antíoco sin inmutarse-; la prudencia es siempre mejor consejera. Siempre estamos a tiempo de usar los elefantes y, de momento, los quiero a todos vivos. – Su hijo sabía del plan de su padre de intentar tener más y más elefantes hasta conseguir una fuerza colosal invencible en todo Oriente y Occidente, así que bajó la mirada y calló.
–Hay que ver qué ocurre con las unidades de dromedarios -añadió un Toante algo más cauto.
El rey asintió un par de veces mientras respondía a Toante.
–Estoy de acuerdo. Hay que ver lo que ocurre con las nuevas unidades de dromedarios.
Seleuco miró de reojo con rencor y furia contenida a Toante, pero no dijo nada. Epífanes, el veterano consejero de Antíoco, veía con prevención el rencor latente de Seleuco hacia Toante. No era inteligente por parte de Antíoco promover ese enfrentamiento. Un ejército con generales que desconfiaban entre sí o que competían de forma desmesurada por satisfacer las ansias de victoria del rey podía conducir todo el imperio a un desastre, pero se guardó sus pensamientos. El rey no estaba para disensos esa mañana.
Ejército egipcio. Ala izquierda
Escopas llegó junto a la caballería en el extremo izquierdo de su ejército. La lucha era ya encarnizada. Los jinetes egipcios y griegos combatían en una confusa maraña contra dahas y otros jinetes enemigos montados en dromedarios. Los dahas en concreto eran una nueva unidad del ejército de Siria en donde dos guerreros montaban en un solo caballo, que al entrar en combate, uno de los dos desmontaba y desde tierra hería a las monturas enemigas. Por su parte, los jinetes de los dromedarios se beneficiaban de la mayor envergadura de esos animales, de modo que podían atacar a egipcios y griegos desde más arriba, haciendo que sus golpes de espada hacia abajo fueran más potentes, para lo cual se ayudaban de unas armas de mayor longitud que empuñaban con la destreza que da el entrenamiento duro y metódico. Escopas había oído hablar del centro de adiestramiento militar que el rey Antíoco había levantado en la ciudad de Apamea de Orontes, pero sólo ahora veía de forma tangible los resultados de aquel gigantesco cuartel militar de los seléucidas. Escopas azuzó a su yegua y se introdujo en medio de la contienda. Consiguió zafarse de uno de los guerreros sirios que había desmontado y le clavó su espada entre los ojos. Luego se adentró hasta embestir con su caballo a uno de los dromedarios. Una espada le rozó la sien. Escopas se revolvió y sesgó de un tajo poderoso la mano que blandía el guerrero sirio. Él no era uno más. Era Escopas. Guerrero desde niño, desde siempre. No se iba a dejar amedrentar por dromedarios y un puñado de jinetes más o menos bien adiestrados. Los malditos seléucidas necesitarían algo más si querían hacerles retroceder.
–¡Masacrad a estos imbéciles, por todos los dioses! ¡Mantened las posiciones!
La voz del general etolio reverberó por encima del fragor de la batalla inyectando ánimos a los guerreros de su ejército.
Retaguardia del ejército seléucida
Antípatro había sido llamado por el rey. Antíoco quería saber de primera mano cómo iban las cosas en el frente de la falange.
–Resisten, mi rey -respondió Antípatro sin añadir más. Respiraba entrecortadamente y tenía sangre enemiga salpicada por brazos y piernas. El rey miró el líquido rojo con aprecio. Antípatro no era un genio, pero era un servidor leal y eso ya era mucho en los tiempos que le había tocado vivir.
–¿Y en las alas? – inquirió el rey.
–Por lo que me han dicho mis oficiales, ni los dabas ni los dromedarios han conseguido abrir brecha alguna en ninguno de los dos extremos. No perdemos ni mucho menos, pero estamos estancados -concluyó Antípatro, sacudiéndose polvo y sangre entremezclados. Esperaba órdenes.
Seleuco volvió a mirar a su padre, pero sin decir nada. El rey cruzó sus ojos con los de su hijo y tras un segundo de silencio asintió una vez mientras daba las nuevas instrucciones.
–¡Por Apolo, la resistencia de ese etolio empieza a resultarme impertinente! ¡Que las unidades de catafractos reemplacen a las fuerzas de caballería de las alas! ¡Seleuco, tú dirigirás el ataque por nuestra ala derecha y Toante, tú por la izquierda! – Y luego, bajando la voz, pero de modo aún claramente nítido para todos-: Quiero acabar con esto antes del mediodía. Tengo hambre.
Ejército egipcio. Ala izquierda
Escopas había recibido un corte en uno de sus hombros. No era profundo y su sangre se confundía con la de una decena de enemigos que había abatido con los mandobles de su espada. Estaba cansado, pero no derrotado. Sus jinetes habían mantenido la pugna y el ala izquierda no había cedido. Y de pronto las buenas noticias llegaban de todas partes: los seléucidas hacían retroceder a sus caballos y dromedarios y se retiraban, y del ala derecha llegaba un oficial etolio que confirmaba lo mismo. Los sirios replegaban su caballería. Si la falange no estuviera tan estancada en el centro podría ordenar un avance, pero quizá fuera su oportunidad para intentar deshacer las alas enemigas y atacar la falange siria por los extremos.
–¡Reagrupaos! ¡Rehaced la formación! – Escopas gritaba mientras sus pensamientos se atrepellaban. Estaba considerando lanzar una carga de persecución contra el enemigo que se batía en retirada, cuando observó algo que le hizo dudar. Los jinetes sirios se dividían en dos mientras galopaban hacia sus posiciones de retaguardia dejando un amplio pasillo central por el que emergían nuevas unidades montadas. Los nuevos jinetes parecían cabalgar sobre caballos más robustos, pero no galopaban sino que más bien avanzaban al trote. A medida que se acercaban el general etolio pudo comprobar que los jinetes que montaban aquellos pesados animales estaban recubiertos de cotas de malla de metal por todo el cuerpo, con brazos, piernas, pecho, todo perfectamente protegido y, lo más sorprendente aún: las propias bestias estaban completamente recubiertas de mallas densas que debían pesar una enormidad, pero que los caballos acertaban a trasladar con un trote decidido y, aparentemente, irrefrenable. Escopas sabía lo que se les venía encima. Había oído hablar, como todos los generales de su época, de las temibles unidades de catafractos de los ejércitos orientales, pero nunca había combatido contra ellas. Decían que eran lentas en sus maniobras, pero que esa lentitud la compensaban con su robustez absoluta. Se trataba de caballos y jinetes completamente acorazados, prácticamente indestructibles. Escopas, como otros muchos, pensaba que aquéllas eran historias del pasado, pero todo aquel día era como si el rey Antíoco hubiera hecho resucitar los antiguos ejércitos de Persia. ¿Cómo pudo Alejandro Magno derrotar semejantes fuerzas?
El general etolio vio desaparecer a los dahas y dromedarios tras las pesadas unidades catafractas. El suelo empezó a temblar bajo las pezuñas de su propia montura y el estruendo monocorde del avance de los caballos blindados del rey de Siria penetró en los oídos de los jinetes del ejército egipcio. Escopas se pasó la sudorosa y ensangrentada mano derecha por la boca. Tenía sed, pero ahora no había tiempo.
–¡Manteneos firmes! ¡Los caballos en línea! – Dudaba. No sabía si ordenar una carga o recibir a los catafractos allí mismo, todos juntos, detenidos sobre la pradera de Panion. Sabía que la duda era el principio de la derrota-. ¡A la carga, por todos los dioses, a la cargaaaaaa!
Y él mismo fue el primero en impulsar su yegua contra las unidades de catafractos que se lanzaban contra ellos. En pocos metros, los jinetes etolios y egipcios consiguieron una velocidad de carga muy superior a la de los caballos acorazados de los jinetes sirios. Aquello insufló un soplo de esperanza en el compungido corazón de Escopas.
El choque fue bestial. Los caballos de los unos y los otros se estrellaron de forma brutal, pero en lugar de crearse la típica maraña de caballerías enemigas, tras el primer impacto y la consecuente caída de los animales de primera línea, una vez que los etolios y egipcios había perdido la fuerza de su carga, los caballeros catafractos del rey Antíoco retomaron su avance empujando al enemigo hacia atrás. Escopas lanzó una lanza contra uno de los jinetes enemigos, pero éste se cubrió con un escudo y la lanza desviada, aún mortal, cayó sobre el lomo forrado de hierro de un caballo que, gracias a sus protecciones, salió indemne del ataque. Escopas veía a sus hombres intentando herir a guerreros y bestias enemigas con las espadas o las lanzas, pero la mayoría de los golpes se estrellaba una y otra vez contra las poderosas protecciones de metal de los catafractos. Al tiempo, los sirios, lentos pero tenaces, respondían con sus propias lanzas y con certeros golpes de espada a los mandobles etolios y egipcios. Pronto Escopas vio como decenas de sus jinetes caían heridos entre horribles gritos de dolor para terminar siendo pisoteados por los caballos sirios que, con el peso adicional del metal protector que transportaban sobre sí, parecían elefantes que lo arrasaban todo a su paso. Escopas intentó reagrupar a sus jinetes para establecer una línea defensiva del ala izquierda de su ejército, pero los catafractos, ajenos a las inútiles maniobras del ejército egipcio para herirles, continuaban su avance como fantasmas venidos de otro mundo, como seres casi inmortales, fríos, sólo concentrados en su destino de destruir por completo al enemigo que, obstinado, intentaba sobrevivir a su imperturbable carga de hierro y sangre.
Escopas era un militar curtido, maduro y decidido. En el campo de batalla, sabía lo que debía hacerse, cómo debía hacerlo y en qué momento. Ordenó la retirada.
Ala derecha del ejército sirio
Seleuco sonrió con alegría al tiempo que asentía con la cabeza. Los etolios y los egipcios se retiraban. No podían hacer nada contra los catafractos. Habían resistido a los dahas en las alas y a los argiráspides en el centro, pero nada podían hacer contra la caballería acorazada de Siria.
–¡Matadlos a todos! – aulló con fuerza haciéndose oír por encima del fragor del combate-. ¡Por Apolo, no dejéis ni uno con vida! – Era su momento de gloria y la mejor forma de demostrar a su padre y al resto de oficiales de la corte que estaba preparado para ser rey en el futuro próximo.
La caballería blindada avanzaba sin que los jinetes enemigos pudieran detenerlos. La sangre egipcia y etolia regaba las fronteras de un moribundo Egipto tolemaico.
Centro de la batalla. Vanguardia de la falange siria
Antípatro observó como los catafractos desbordaban al enemigo por ambos extremos de la formación. Era el principio del fin de aquella batalla. De pronto escuchó un bramido brutal a sus espaldas. Se dio la vuelta veloz. Más de sesenta elefantes habían iniciado una carga contra el enemigo.
–¡Lanzad las sarissas y apartaos! ¡Apartaos! – ordenó a los argiráspides de la falange que lideraba-. ¡Lanzad las sarissas, abrid pasillos y dejad que los elefantes pasen por ellos! ¡Apartaos!
La falange se dividió en pequeñas secciones a la vez que los argiráspides desencajaban las dos piezas de sus largas sarissas y así, convertidas en lanzas, las arrojaban contra el enemigo evitando de ese modo que los egipcios intentaran nada porque a aquella inesperada lluvia de hierro se unía el hecho de que estaban abrumados por el retroceso de su propia caballería en los flancos, y sólo se esforzaban por mantener las posiciones y no por intentar aprovechar las brechas abiertas en la falange enemiga para contraatacar. Eso dio el tiempo suficiente a la falange siria para que se replegara ordenadamente y dejara su lugar a una brutal carga de elefantes que se arrojaban bramando salvajemente contra las debilitadas y acobardadas filas egipcias. Los paquidermos reventaron en cuestión de segundos la línea egipcia y, al instante, avanzaban pisoteando un extenso manto de cadáveres de ilusos que habían albergado alguna esperanza de detener el descomunal ataque del rey del norte, de Antíoco III de Siria.
Ala izquierda del ejército sirio
Toante vio cómo Seleuco aplastaba al enemigo en el flanco derecho, así que no dudó en arengar a sus propios catafractos para no quedar por debajo del hijo del rey.
–¡A por ellos, malditos, a por ellos! ¡Por Apolo, por el rey Antíoco! ¡Por Siria! ¡Hoy es el fin de Egipto!
Los jinetes sirios, completamente recubiertos por sus armaduras resplandecientes, tintaron de rojo su piel de hierro y bronce. Al poco tiempo, la caballería enemiga se batía en franca retirada sin tener tiempo de ayudar a sus heridos, que eran pisoteados sin piedad por unos caballos que, contrarios a su intención, no encontraban un lugar donde pisar donde no hubiera un jinete egipcio malherido.
Ala izquierda del ejército egipcio y etolio
Escopas contemplaba la hecatombe que le rodeaba: la infantería egipcia huía despavorida mientras decenas de elefantes se lanzaban sobre los incautos guerreros del faraón y los aplastaban con sus gigantescas pezuñas y, justo tras las descomunales bestias de Oriente, que no dejaban de bramar ensordeciendo a todos los que se encontraban a su alrededor, venían decenas y decenas de carros escitas que atrepellaban a los que aún quedaban con vida. Mientras, en el flanco derecho, los catafractos desarbolaban la caballería, al igual que lo hacían en su propio flanco izquierdo. Escopas sabía que la mayor parte de su caballería etolia estaba en su flanco. Era ya demasiado tarde para salvar a Egipto y su ejército. Agatocles tendría que haber sacado más oro de las arcas de Alejandría y haber contratado bastantes más mercenarios.
–¡Replegaos junto a mí! ¡Por Zeus, seguidme todos los que podáis! – vociferó Escopas a sus jinetes etolios a la vez que se aproximaba hacia el centro de la batalla y llamaba a sus soldados de infantería, al menos a aquellos etolios que estaban más próximos al flanco izquierdo. Los mercenarios oyeron la voz de su general y acudieron a su llamada como huérfanos en busca de cobijo. Unos huían de los elefantes, otros de los catafractos y todos buscaban una huida, tan sólo salvar la vida, no pedían más.
Escopas consiguió reagrupar en el flanco izquierdo a centenares de sus soldados y de su jinetes, siempre retrocediendo. La caballería etolia, sin armaduras, tenía, al menos, la ventaja de la velocidad, lo que les permitió alejarse del avance de los catafractos varios centenares de pasos a la espera de que se les unieran los restos de la infantería. Los egipcios, tanto jinetes como soldados, no obedecían a nadie y simplemente huían, corrían como locos, encomendándose a Isis, Serapis y, sobre todo, a Osiris, el dios rey del reino de los muertos, al que todos sabían que iban a conocer muy pronto.
El general etolio miró hacia el enemigo: catafractos, elefantes y carros escitas avanzaban sin detenerse un momento. No había tiempo para plantear ninguna defensa ordenada. Miró hacia el oeste.
–¡Sidón! – exclamó, y miró a los pocos oficiales que le habían seguido hasta la posición de reagrupamiento de las tropas-. ¡Es la ciudad más próxima! ¡Allí nos podremos refugiar, luego ya se verá!
Todos asintieron. Seguramente Sidón caería, como había ocurrido con Biblos más al norte, pero en aquel momento una ciudad amurallada era la mejor opción, la única opción, incluso si eso sólo suponía retrasar la muerte. Los jinetes etolios, siguiendo las órdenes de Escopas, volvieron a formar para frenar, en la medida de sus posibilidades, el avance de los catafractos. Escopas no lo dudó y se situó al frente de todos ellos una vez más.
–¡Tenemos que ganar tiempo para que la infantería corra y gane distancia en dirección a Sidón! ¡Cuando lo ordene daremos media vuelta y al galope les seguiremos y no nos detendremos hasta alcanzar la ciudad!
Muchos de los jinetes pensaron que su general era noble al preocuparse por la infantería en lugar de huir a la carrera y, sin lugar a dudas, había nobleza en su empeño de volver a enfrentarse a lo incontestable, a los pesados e indestructibles catafractos del rey Antíoco, pero había más de estrategia que de fatuo heroísmo en aquella acción. Escopas vio que algunos de los oficiales de la caballería, sin embargo, quizá no tan valerosos, no tan bravos, a fin de cuentas estaban allí por dinero, no compartían la idea de volver a enfrentarse a aquellos caballos y jinetes blindados que, una vez más, sacudían la tierra bajo las pezuñas de sus bestias.
–¡En Sidón necesitaremos soldados, cuantos más mejor, para defender las murallas y alargar nuestra rendición! ¡Sólo con la infantería dentro de la ciudad, apostada en los muros, tendremos la posibilidad de forzar una negociación! ¡Sin ellos seremos insuficientes y la ciudad caerá en pocos días!
Los oficiales asintieron y, aun a disgusto pero entendiendo que lo que decía su general tenía sentido, apretaron los dientes y se dispusieron de nuevo a cargar contra los catafractos.
De pronto, Escopas tuvo una idea.
–Los ojos -dijo en voz baja-; los ojos -repitió, y a continuación transformó su intuición en una orden-. ¡Atacad a los ojos de los caballos! ¡Clavad vuestras espadas en sus ojos! ¡Hundid las lanzas en los ojos de sus monturas!
Aquél era el espacio sin protección más grande en toda la armadura de los catafractos. Merecía la pena que se intentara. Era lo único que podía hacerse. La caballería enemiga estaba allí mismo.
–¡Ahora, ahora, por Zeus! – Y Escopas y todos sus jinetes se lanzaron en una breve pero intensa carga contra los catafractos que comandaba Seleuco, el hijo del rey sirio. Escopas apuntó con su espada a los ojos del primer catafracto con el que se encontró, pero la bestia movía la cabeza, nerviosa, y no pudo acertar a clavar la punta de su arma en la pequeña obertura por la que el animal tenía visión de lo que ocurría a su alrededor. Además, el jinete sirio se percató de lo que intentaba hacer y detuvo al animal al tiempo que con su propia espada lanzaba un mandoble que, al chocar con el arma de Escopas, hizo que todo su brazo temblara y que a punto estuviera de quedar desarmado, pero lo peor fue el segundo jinete enemigo que se acercó por el costado derecho y que, aprovechando un descuido del strategos griego, le hirió en el hombro. Escopas aulló de dolor y rabia. Ordenó a su yegua que retrocediera, para ganar tiempo y ver lo que ocurría con el resto de jinetes, mientras se tragaba su propio sufrimiento sin lamentos. Algunos habían tenido más fortuna o más habilidad y algún jinete acorazado había caído al suelo entre los relinchos bestiales de dolor de algún caballo sirio cegado por la punta de una espada etolia, pero éstos eran los menos y la estratagema era del todo inoperante con la mayoría de los catafractos cuyas monturas esquivaban el ataque enemigo y, al segundo, sus jinetes sirios contraatacaban con golpes certeros que herían mortalmente a decenas de etolios.
Escopas alargó la agonía de su caballería lo máximo que pudo y siguió combatiendo con el hombro herido y ensangrentado, lanzando golpes poco certeros ya, pero mostrándose al frente de su caballería para que sus hombres supieran que su general estaba allí, con ellos, combatiendo, pero, al fin, antes de que aquella resistencia se transformara en una masacre completa, una vez convencido de que era imposible retrasar más el avance de la caballería acorazada siria sin arriesgarse a perder a todos sus jinetes, lanzó su última orden de la batalla de Panion.
–¡Retirada, retirada total! ¡Al galope! ¡Al galope hacia Sidón!
Habían caído casi un tercio de los jinetes que habían sobrevivido a la primera carga de los catafractos. Eso quería decir que Escopas había perdido a casi toda la caballería etolia del flanco derecho y a la mitad del flanco izquierdo, pero aún tenía unos cuatrocientos jinetes con los que se alejó galopando envuelto del polvo de aquella llanura infame. Tras ellos el enemigo avanzaba, pero lento y pesado, y la distancia cada vez se hacía más larga.
Pronto, los jinetes de Escopas alcanzaron la infantería etolia que, a marchas forzadas, seguía huyendo en dirección a Sidón. El strategos etolio distribuyó a la caballería superviviente rodeando a la infantería y ordenó que marcharan a un trote suave para ir acompasados con los guerreros de a pie. Miró entonces hacia atrás. Aún se discernía el tumulto de la batalla y se escuchaba el bramido infernal de algún elefante. Se veían también pequeños grupos de guerreros egipcios desperdigados por la llanura, corriendo sin rumbo, sin orden, en direcciones opuestas. Egipto ya no dependía de sí mismo, pero eso no era asunto suyo. Tampoco cobraría el segundo pago por combatir en Panion que le debía Agatocles.
Hizo bien en imponer la condición de cobrar la mitad por adelantado. En Sidón tenía dinero, un regimiento de reserva y fuertes murallas. En Sidón se atrincheraría y esperaría a Antíoco III de Siria. La herida del hombro dolía mortalmente. Maldijo su suerte y maldijo al rey de Siria y a Agatocles por llamarle a aquella campaña suicida.
Centro de la llanura de Panion. Tienda del rey de Siria
Antíoco había abandonado su carro y había ordenado que levantaran su gran tienda real en medio de la llanura de Panion. Olía a muerto, pero eran muertos del enemigo. Aquel olor no le desagradaba. Además, la comida que sus esclavos le estaban trayendo, cocinada en espesas y humeantes salsas, amortiguaba el olor de los cadáveres. El rey de Siria tenía hambre y empezó a comer mientras su hijo Seleuco y el resto de generales se presentaban para saber qué debían hacer. El viejo Epífanes permanecía en pie, a la espalda del rey.
–¿Qué hacemos, padre? – Fue Seleuco el único que se atrevió a interrumpir en su almuerzo de campaña al victorioso rey, señor ahora de todos los territorios desde la India en Oriente hasta, ahora sí, las costas del Mediterráneo, toda vez que el ejército egipcio había sido barrido de la Celesiria-. Los egipcios han sido aniquilados o dispersos, padre, pero los etolios se han reagrupado y se dirigen a Sidón.
Antíoco no respondió. Sin dejar de masticar el trozo de cordero que tenía en la boca, se volvió y miró a Epífanes. El consejero comprendió que el rey quería su opinión.
–Escopas es un strategos experimentado -empezó Epífanes con seguridad-. Se hará fuerte en Sidón. Para rendir la ciudad tendremos que recurrir a un largo asedio.
Antíoco III de Siria dejó de comer. Epífanes siempre le fastidiaba con su manía de ponerse siempre en lo peor. Un asedio era algo terriblemente tedioso.
–Podemos retarle a una batalla en campo abierto frente a los muros de la ciudad -dijo Toante, siempre intentando satisfacer a su rey. Antíoco sonrió. Seleuco apretó los dientes. Epífanes negaba con la cabeza.
–Escopas nunca saldrá de las murallas de la ciudad sin un pacto. Será un asedio largo -sentenció el consejero del rey.
Todos guardaron silencio. Antíoco III de Siria escupió en el suelo de la tienda. Un esclavo se arrodilló y limpió el escupitajo del monarca con rapidez y se retiró como una centella.
–Iremos a Sidón -anunció el rey con aplomo-. Quiero ese último puerto del Mediterráneo y lo quiero pronto.
Era un aviso para todos. El monarca quería concluir la campaña de recuperación de las costas fenicias con rapidez. Tenía otros trabajos en mente. Quería restablecer el control absoluto sobre toda Asia Menor y eso incluía arrojar a los rodios de las costas de Asia y reducir a cenizas la ciudad de Pérgamo. Para eso necesitaba todas sus tropas. Un asedio sólo conseguiría dar tiempo a Rodas y Pérgamo a organizarse, pues pronto correría por toda Asia y el Egeo la gran victoria de su ejército.
–Sidón caerá, Basileus Megas -prometió Toante anticipándose a Seleuco. Epífanes miró al suelo. Toante buscaba deshancar a todos ante los ojos del rey: a su propio hijo, al resto de generales y a él mismo como consejero del rey. Era demasiado ambicioso. Había que pararle los pies.
Agatocles entró en la sala real del gran palacio de Alejandría algo nervioso. No sabía muy bien cómo trasladar al faraón niño la noticia del desastre de Panion. No sabía tampoco si aquello tenía algún sentido. El faraón tenía sólo diez años y poco sabía aún de estrategia militar o de política. De momento estaba aún aprendiendo la compleja serie de dioses egipcios, los colegios sacerdotales y luchando con las escrituras jeroglífica, demótica y griega. Necesitaba saber los tres idiomas para gobernar sobre los sacerdotes, sobre el pueblo y en la corte. El faraón niño levantó la cabeza de entre el montón de papiros de los que estaba rodeado. El escriba que Agatocles había asignado como tutor para esa tarea se alzó y, discretamente, salió de la sala real.
–¿Pasa algo, Agatocles? – preguntó el faraón. El consejero real asintió.
–Sí, mi faraón y rey. Nuestro ejército ha sido derrotado en la frontera de la Celesiria. Todas las ciudades fenicias están en manos del enemigo. Bueno, Sidón resiste en un asedio, pero poco podemos hacer por ayudarles. Temo que pronto caerá también.
El niño miró a su consejero, pensó un momento y dio una orden real.
–Envía otro ejército para derrotar a nuestro enemigo del norte.
Agatocles suspiró. Pensó en explicar al faraón que no había otro ejército que enviar, pero el faraón ya había hundido de nuevo su pequeña cabeza entre los papiros y parecía centrado en entender lo que ponían los textos que le había seleccionado su escriba para la clase de ese día.
–Sí, mi faraón y rey. Así se hará -respondió Agatocles. Se inclinó ante el niño que gobernaba Egipto y salió de la sala real. Enviar otro ejército. Agatocles negaba con la cabeza mientras se alejaba por los largos pasillos del palacio de Alejandría. Como si eso fuera tan fácil. Bastante haría con conseguir reunir los restos del ejército derrotado en Panion y nuevas levas de soldados inexpertos para proteger la frontera al sur de Fenicia e impedir que Antíoco III se plantara en la mismísima Alejandría. Sólo le retenía al rey de Siria la tenaz resistencia de Escopas en Sidón y rogaba a los dioses que Antíoco, antes de acabar con el moribundo Egipto, quisiera emprender otras acciones militares contra sus enemigos en Asia Menor. Eso, al menos, le daría una oportunidad. Enviar un nuevo ejército. Sonrió con tristeza, pero, de pronto, comprendió que la simpleza de la respuesta de un niño era la única salida. Cuando has sido derrotado sólo puedes hacer dos cosas: o consigues un nuevo ejército o te alias con quien te ha vencido.
–Sea -dijo en el silencio de los pasillos del palacio del faraón. Intentaría primero conseguir un nuevo ejército. Derrotado Escopas, sólo quedaban dos ejércitos temibles en el mundo conocido que pudieran hacer frente a Antíoco: uno eran las falanges macedónicas de Filipo V, pero éste había pactado con Antíoco. La otra opción eran las legiones de Roma.
Agatocles reemprendió la marcha por los pasillos del palacio. Y, si Roma no acudía, Egipto tendría que ser entregado en bandeja de oro y plata a Antíoco III. Él la entregaría, si llegaba el caso. Sería la única forma de conservar la vida. Pero quedaba por ver qué hacía Roma.
Roma.
Epífanes había hecho aquel viaje en secreto. Tenía una duda en su cabeza que no había podido comprobar desde que el rey regresara de la India, pues al poco tiempo se declaró la guerra contra Egipto y las unidades militares de Oriente fueron directamente conducidas al frente sur sin pasar muchas de ellas por Antioquía. Epífanes vivía con preocupación la creciente ambición del rey. En un principio, el veterano consejero estaba persuadido de que Antíoco sólo buscaba asegurar las fronteras, primero en Oriente, como había hecho con larga anábasis y luego con la guerra contra Egipto para recuperar las salidas al mar Mediterráneo tan necesarias para el comercio. Por todo ello, Epífanes había hecho lo posible y lo imposible por conseguir el pacto con el rey Filipo V de Macedonia, para que éste no interviniera en ayuda de Egipto, pero desde la victoria de Panion, el rey no dejaba de hablar de recuperar en su integridad o incluso añadiendo territorios nuevos el antiguo y casi inabarcable Imperio del Gran Alejandro. Eso era una locura. Serían demasiados los frentes de guerra. Las fronteras de Oriente estaban tranquilas, eso era cierto, pero en Occidente, además de contra Egipto, habría, al final, que luchar contra el propio Filipo V, que contaba con un poderoso y experimentado ejército y luego estaban las ciudades rebeldes de Rodas y Pérgamo, aliadas de la lejana Roma. La ciudad latina se recuperaba aún de una larga guerra contra Cartago, pero Epífanes presentía que Roma era un gigante dormido. Y las ciudades griegas tomarían partido si Antíoco cruzaba el Helesponto con intención de gobernar sobre todas ellas. No, eran demasiados enemigos a la vez. Era probable que el ejército de Siria fuera el más poderoso del mundo, pero incluso así, no podría contra todos a la vez. Lo peor de todo es que desde el éxito de la guerra de Oriente y de la batalla de Panion en el sur, el rey sólo tenía oídos para su vanidoso hijo Seleuco y para el orgulloso general Toante.
El carro que conducía al consejero del rey entró en la ciudad de Apamea, cerca de las costas del Mediterráneo. Varios soldados sirios que custodiaban las puertas de la ciudad ordenaron detener el carruaje, pero en cuanto el oficial al mando reconoció al viejo consejero del rey cambió de actitud y, dejando de lado la hosca forma en la que habían frenado el carro, se dirigió al consejero con el respeto debido a su proximidad al rey.
–Por Apolo, consejero Epífanes, no sabíamos nada de que fueras a venir a Apamea.
Epífanes interrumpió al oficial. No tenía tiempo para chachara.
–Rápido, soldado, ordena que me conduzcan a las caballerizas reales, las grandes.
El oficial frunció el ceño.
–¿Donde han cobijado a los elefantes indios del ejército? – Exacto.
Al oficial le pareció una petición un tanto peculiar, pero Epífanes era uno de los máximos consejeros de la corte y no había orden alguna de restringirle el acceso a ninguna parte de aquella plaza militar, y es que Apamea era, en esencia, el cuartel general de las tropas de Siria, una ciudad construida en una larga sucesión de acuartelamientos y caballerizas para las diferentes unidades de infantería y de caballería del ejército. Allí se entrenaban los famosos argiráspides o los temidos catafractos y, como no podía ser de otro modo, hasta allí, tras la batalla de Panion, habían conducido a los elefantes indios que habían participado en la masacre del ejército egipcio y los habían reunido con el resto.
Una vez pasado el control de guardia, el carro avanzó con rapidez hasta detenerse frente a una inmensa construcción alargada repleta de puertas gigantes custodiadas por grandes columnas de piedra. Eran las caballerizas imperiales más grandes desde allí hasta el río Indo. Las puertas habían sido ampliadas para permitir el acceso de los grandes elefantes, pues estaban, en un principio, diseñadas tan sólo para caballos y habían tenido que levantar columnas adicionales para asegurar la estructura general del edificio al haber eliminado parte de los muros interiores para que las enormes bestias pudieran acomodarse algo mejor al espacio interior que tenían a su disposición para descansar y para protegerse del frío o del sol.
Epífanes bajó del carro y dos soldados de su confianza que habían venido con él desde Antioquía le acompañaron en silencio. El consejero entró por la puerta principal y empezó a examinar, uno a uno, a cada elefante. Los animales estaban tranquilos. Era diciembre, pero era un día claro, despejado y el sol del mediodía caía con fuerza y los tenía medio adormecidos en su refugio sombrío de las caballerizas. Pese al invierno había muchas moscas y el olor de las bestias lo impregnaba todo, pero Epífanes sólo se fijaba en el rostro de cada animal y, cuando podía, si el animal estaba de espaldas, confirmaba su intuición examinando el ano y las partes íntimas de cada paquidermo desde la prudente distancia de varios pasos. Los elefantes estaban encadenados por una argolla de hierro atada a una de sus patas cuya cadena estaba anclada al suelo con un pesado eslabón final, pero aun así no estaba de más ser precavido. Había más de cien elefantes, casi centenar y medio. Un arma poderosa, letal en aquellos tiempos. Una excelente adquisición para el rey Antíoco que planeaba que aquellos animales se reprodujeran en la comodidad de aquellas caballerizas que había adaptado para ellos para así tener cada vez más elefantes que le ayudarían a completar su sueño de reconquistar el antiguo imperio de Alejandro Magno.
Cuando Epífanes salió por una de las puertas laterales, después de examinar a todos y cada uno de los gigantescos animales, regresó junto al carro que le había traído hasta allí y se sentó de lado en un extremo del mismo. Los soldados aguardaron a cierta distancia. Epífanes se pasó la palma de su mano derecha por su pelo gris. Sonrió. Ya tenía algo con lo que desacreditar a Toante, que tan listo se creía. Ojalá fuera suficiente para inyectar algo de prudencia en la desbocada ambición de Antíoco. Epífanes ya había servido al padre del rey para preservar la integridad del imperio seléucida y no le agradaba la idea de que todo aquello pudiera echarse a perder por un delirio sin medida ni control. Todos los elefantes tenían colmillos. Todos.
Publio veía y escuchaba sentado en su amplio solium en una esquina del tablinium. Icetas, en el otro extremo de la sala, impartía sus enseñanzas a Cornelia mayor, al pequeño Publio y a Cornelia menor. Lo habitual era que las clases tuvieran lugar al aire libre, en el atrio, pero el frío de aquella mañana de enero había obligado a que el pater familias cediera su despacho para que el pedagogo de Siracusa no interrumpiera las clases a sus hijos. Cornelia mayor, de acuerdo con su carácter discreto y con sus trece años, atendía en silencio, al igual que el jovencísimo Publio de sólo diez años. Lo que sorprendía a Publio padre era la actitud igual de atenta e interesada en lo que Icetas decía de la pequeña Cornelia de tan sólo cinco años. Icetas había extendido sobre la gran mesa de la sala un amplio mapa que abarcaba todos los reinos que bañaba el Mediterráneo. Cornelia mayor y Publio hijo escuchaban y miraban el mapa sentados en sus asientos, pero la pequeña Cornelia se había puesto de pie en su solium para poder ver bien las indicaciones que Icetas hacía sobre el plano.
–De occidente a oriente éstos son los reinos y ciudades más importantes del Mediterráneo: en el oeste tenéis Hispania, conquistada por Roma en su parte oriental y sur y habitada por los aguerridos celtíberos en el interior. Aquí, en la ciudad de Numancia -y la señaló con el dedo índice sobre el mapa-, están los lindes del poderío de Roma en esta península. Luego, por aquí, al sur de la Galia está la colonia griega de Masilia, y todo este territorio está dominado por los galos de diversas tribus. Los ligures son los que más próximos están a la frontera norte de los dominios de Roma. En el mar, entre Hispania e Italia están las islas Baleares, poco exploradas, y luego Cerdeña, Córcega y Sicilia, gobernadas por Roma. Siracusa es la ciudad más grande y más importante de todas estas islas. De allí vengo yo. Allí me contrató vuestro padre. – Icetas miró por un instante a Publio padre y éste le correspondió con un leve asentimiento-. Al sur, está Mauritania, Numidia y África, con la ciudad de Cartago, donde vuestro padre consiguió tan importantes victorias para Roma, al igual que en Hispania. Luego, si seguimos hacia oriente tenemos Grecia al norte del mar, con múltiples ciudades agrupadas en dos grandes ligas, la liga aquea y la liga etolia. También tenéis aquí el pequeño reino del Épiro, grande en otros tiempos cuando su rey fue Pirro, pero ahora reducido en su poder e importancia. Junto a él, un poco al norte, está el protectorado romano de Iliria, con Apolonia como capital, y al este el reino de Macedonia, donde gobierna aún, desde hace muchos años ya, el rey Filipo V. Al norte de Macedonia están los temibles tracios, guerreros terribles. Si volvemos a las costas del sur del Mediterráneo, después de Cartago tenemos la Cirenaica, Libia y por fin el eterno reino de los faraones, Egipto, ahora gobernado por los descendientes de uno de los generales de Alejandro Magno: Tolomeo, por ello quien gobierna ahora es Tolomeo V, aunque éste es sólo un niño de 10 años, como tú, joven Publio. – Y el muchacho asintió intentando entender cómo se podía ser faraón tan joven cuando en Roma había que ser muy mayor para llegar a cónsul, incluso ser edil o cualquier otro cargo político era imposible siendo tan sólo un niño. Eran extraños aquellos países de los que hablaba Icetas, pero el pedagogo seguía con sus explicaciones-. Luego tenemos Asia Menor, en tiempos pasados completamente gobernada por el Imperio seléucida, ahora dirigido por el monarca de Siria, también descendiente de otro general de Alejandro Magno. Este rey se llama Antíoco III y ha recuperado todo el oriente de sus antiguos dominios; desde la India hasta el Mediterráneo, todo está bajo su control y, por lo que se ve, está luchando con Egipto por recuperar Fenicia, aquí. – Y posó el dedo sobre la ciudad de Sidón-. Éste es el mundo que conocemos.
Las explicaciones de Icetas hacían que Publio padre no pudiera evitar rememorar el tiempo en el que su hermano y él mismo eran los que eran aleccionados por otro pedagogo griego, el viejo Tíndaro, de forma muy similar a como lo hacía Icetas con sus hijos, sólo que los reinos del mapa habían cambiado y los dominios de Roma eran ahora mucho más extensos. Cambios que parecían no detenerse. Icetas, sin duda, había oído hablar de la embajada egipcia, y es que habían llegado a Roma varios enviados de Egipto pidiendo ayuda para defenderse de los ataques de Antíoco III de Siria. Los embajadores habían expuesto en el Senado que tras una terrible batalla en la llanura de un lugar llamado Panion, el ejército del faraón había sido derrotado. Sólo parecía haberse salvado el strategos griego y mercenario Escopas, curtido en mil batallas, que se había atrincherado en Sidón. Toda Fenicia estaba ahora en manos seléucidas. Pero Publio sacudió la cabeza. Sí, habría que redibujar el mapa, pero aquéllas eran lejanas batallas, disputas demasiado distantes. Así lo vio también el Senado de Roma, que despidió a los embajadores egipcios sin comprometerse de forma clara a enviar tropas. Ya tenían demasiadas fronteras que vigilar: los galos al norte, los celtíberos en Hispania, Cartago al sur, y Filipo V en Iliria.
Icetas terminó su clase. Se despidió de los niños por lo que quedaba de mañana hasta la nueva sesión de la tarde, se inclinó ante Publio padre y salió del tablinium. Cornelia mayor y Publio hijo se quedaron mirando el mapa que había quedado desplegado sobre la mesa, pero la hija menor, aparentemente algo ya cansada de todos aquellos países y nombres de reyes extraños, bajó de su solium y se dirigió hacia la puerta para salir al atrio. Al pasar junto a su padre, la pequeña Cornelia se detuvo frente a él y le preguntó con curiosidad infantil. – ¿Tú conquistaste Hispania, padre?
–Así es, hija -respondió Publio sin poder ocultar en su voz una gran dosis de orgullo.
–¿Y tú conquistaste África?
–Así es, hija. También. Por eso me llaman Africanas. – ¿Y ahora gobernamos sobre Hispania y sobre África? Publio padre meditó su respuesta.
–Gobernamos sobre gran parte de Hispania, hasta donde ha dicho Icetas, hasta Numancia, hasta el Tajo en unas zonas y hasta el Duero en otras. Y no gobernamos en África, porque a veces, cuando ganas una guerra, se pacta no someter a los vencidos a cambio de otras cosas.
–¿Qué cosas, padre?
–Dinero, trigo y otras cosas y, sobre todo, de la promesa de no volver atacar a Roma.
La niña asintió. Parecía satisfecha. Publio padre se sintió aliviado. El interrogatorio de su hija pequeña empezaba a ser demasiado complejo, pero cuando ya creía que había concluido, la pequeña volvió a preguntar.
–¿Y es así, conquistando, en la guerra donde te hicieron la herida de la pierna?
–Así es, hija, luchando por Roma. La niña le miró fijamente a los ojos.
–No vayas a más guerras, padre. No quiero que te hagan más daño.
Publio la miró conmovido. – Sólo iré si el Senado me lo pide, hija. Pero la niña repitió de forma imperturbable. – No vayas a más guerras, padre.
Se hizo un silencio en el que Publio padre deglutía si aquellas palabras encerraban un aviso de los dioses. Publio hijo interrumpió sus meditaciones.
–Padre conquistará aún más tierras, Cornelia. Sobre todo si el Senado se lo pide.
La niña pequeña se volvió hacia su hermano. – Pero le harán daño -insistió.
–Bueno, bueno -intervino Publio padre, molesto con la tenacidad con la que su hija pequeña se obstinaba en manifestar absurdas premoniciones sin fundamento alguno fruto de su imaginación infantil-; la clase ha terminado y vuestro padre ha de leer y escribir. Salid todos de aquí e id al atrio o a la cocina o con vuestra madre.
Los niños obedecieron al instante y dejaron a su padre a solas en el tablinium con el gran mapa del Mediterráneo abierto. Publio padre enrolló despacio, con estudiado cuidado, con tiento para no estropearlo, el mapa del mundo. Era papiro egipcio muy fino, demasiado, algo cortante en sus extremos y, sin darse cuenta, como un filo de cuchillo, el papiro segó una pequeña sección de la punta de su dedo índice.
–¡Por Castor! – exclamó Publio padre-. ¡Qué tontería!