Zama, madrugada del 20 de octubre del 202 a.C.

Esa misma noche Publio Cornelio Escipión ordenó que se trajeran frente al praetorium los cuerpos sin vida de sus tribunos y centuriones caídos. Así, diferentes grupos de legionarios de los diversos manípulos en los que habían servido aquellos oficiales excepcionales por su valor, trajeron a Lucio Marcio Septimio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Mario Juvencio Tala y al primus pilus Cayo Valerio. Publio permaneció frente a los cuerpos mientras eran desvestidos y limpiados concienzudamente. Atilio, el médico de las legiones, cosió las heridas y limpió la sangre seca de los cadáveres. Luego Publio hizo traer togas blancas limpias y no dejó que fueran los esclavos, sino que ordenó a los propios legionarios que vistieran a cada tribuno, a cada centurión desnudo. Y los legionarios no se sintieron humillados, sino, muy al contrario, agradecidos de poder servir hasta el último instante a unos oficiales que por su coraje y destreza habían sabido conducirlos en la batalla para dejarlos allí ahora, vivos y victoriosos bajo el mando del mejor general del mundo. El único que había derrotado de forma brutal a Aníbal y sus ejércitos en la más grande de todas las batallas campales que ninguno de ellos pudiera traer a la memoria. Mientras tanto, dos manípulos de soldados trabajaban en levantar la más grande pila fueneraria que ninguno de aquellos soldados hubiera visto antes. Trajeron leña acumulada para varios días y alzaron una montaña de más de seis metros de altura. Sobre la cumbre de aquella meseta de troncos y ramas secas, Publio ordenó que subieran los cuerpos limpios y entogados de sus oficiales muertos. Ordenó que cada oficial fuera dispuesto en lo alto del monte de leña con sus armas, sus pila, sus gla-dios, sus dagas y sus escudos. Incluso hizo que rebuscaran junto a los cadáveres de los elefantes para encontrar la lanza y la espada que Quinto Terebelio y Cayo Valerio habían usado para atacar a las gigantescas bestias que pusieron en peligro a las dos legiones. Y las armas se encontraron y se trajeron y se pusieron junto a los cadáveres. Y sobre los cuerpos de Terebelio y Digicio se pusieron además las coronas murales que ganaran al ser los primeros en conquistar las murallas de Cartago Nova, y encima del pecho de Cayo Valerio se dispusieron todos y cada uno de los torques y jaleras que el veterano primus pilus había conquistado en el pasado. Publio Cornelio Escipión, procónsul cum imperio sobre las legiones de Roma en África, único general de la ciudad del Tíber o de cualquier otra ciudad o país que había sido capaz de destrozar a las tropas cartaginesas en África de forma absoluta, ascendió por un extremo de la montaña de leña donde los legionarios habían dejado una ruta con la pendiente más suave, hasta alcanzar lo alto de la pila funeraria. Luego fue moviéndose con tiento por entre los cuerpos, arrodillándose junto a cada uno, abriendo con cariño, con mimo, la boca de Lucio Marcio primero y, sacando de una pequeña bolsa una moneda de oro puro acuñado en Sagunto, la depositó entre los dientes del difunto. A continuación repitió la operación con Terebelio, con Digicio, con Mario y, para terminar, con Cayo Valerio. Aquellas monedas, unas de las mejores monedas de oro que se habían acuñado nunca, regalo de los saguntinos a Escipión por reconstruir su ciudad, las depositó en la boca de aquellos hombres sagrados para el corazón de Publio. No eran ya monedas, sino el óbolo necesario para que el dios Caronte permitiera a las almas de aquellos hombres cruzar el río Aqueronte en las entrañas de la tierra, para que de esa forma todos y cada uno de aquellos oficiales no quedaran sin culminar el tránsito entra la vida y la muerte, entre el reino de los vivos y el palacio del Hades en el Elíseo del inframundo. Publio Cornelio Escipión descendió despacio por el otro extremo de la montaña de leña y caminó hasta ubicarse frente al gran promontorio de incineración. Un lictor se aproximó y le dio una antorcha prendida en llamas que bailaban acariciadas por el viento nocturno. No había habido tiempo para una larga deductio por todo el campamento ni lo había para esperar varios días antes de la incineración, porque estaban en medio de la más feroz de las campañas militares y al amanecer tenían que estar preparados para cualquier movimiento que los cartagineses, en su completa desesperación, pudieran acometer. Era cierto que no tenían muchos recursos, pero Publio seguía desconfiando, sin creer que aquella batalla pudiera suponer la derrota final de Aníbal. Por eso había organizado aquella rápida pero fastuosa y espectacular incineración de sus más leales oficiales, pero se sentía, al mismo tiempo, mal consigo mismo por reducir la pompa de su entierro y por ello había ordenado levantar la mayor de las piras funerarias que hubieran visto jamás, y por eso había puesto en la boca de cada oficial muerto la mejor de las monedas de oro posible, pero aún había alguna costumbre que se podía cumplir y que debía cumplirse, por tradición, por respeto, porque sus oficiales muertos se lo habían ganado.

–¡Legionarios de la V y la VI! ¡Vuestros oficiales han muerto para daros la vida a vosotros y ahora correspondería a los familiares de los caídos proceder a la conclamatio, pero sus familiares están lejos de aquí, en Roma, y yo os digo que vosotros sois ahora su familia y como familia os conmino a que gritéis al viento de esta noche el nombre de cada uno de los caídos! ¡Gritad conmigo, gritad cada nombre! ¡Lucio Marcio Septimio!

Y miles de gargantas respondieron con toda su fuerza.

–¡Lucio Marcio Septimio! ¡Lucio Marcio Septimio! ¡Lucio Marcio Septimio!

Y sólo el viento les respondió. Marcio permaneció inmóvil, tendido sobre la inmensa pira funeraria. Y la misma conclamatio se repitió con los nombres de Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Mario Juvencio y el mismísmo Cayo Valerio.

Publio deja de mirar a los legionarios y se vuelve hacia el promontorio de leña. Se pasa el dorso de la mano izquierda por los labios y las mejillas húmedas. Está llorando. Se agacha y acerca la antorcha a las ramas secas de la base impregnadas de pez. Las primeras ramas se encienden con furia y como un torbellino toda la pira funeraria arde por los cuatro costados. El procónsul debe retirarse varios pasos primero y luego retrocede, igual que lo hacen todos, hasta dejar casi treinta pasos de distancia entre él y la gigantesca pira funeraria en llamas. La hoguera es la mayor que nunca nadie de los allí presentes hubiera visto jamás. Algunos recuerdan cuando incendiaron los campamentos de Sífax y Giscón. Aquél fue un incendio mayor, pero compuesto de multitud de hogueras diferentes. Aquélla era la mayor fuente de luz y calor que nunca hubieran presenciado emergiendo de una única llama. Publio Cornelio Escipión vuelve a vociferar con toda su energía, gritando entre lágrimas que no se esfuerza en ocultar.

–¡Golpead vuestros escudos, golpead vuestros escudos con las espadas! ¡Quiero que Caronte se despierte, quiero que Caronte oiga el estruendo de nuestro dolor infinito, quiero que Caronte sienta respeto, incluso miedo de las almas de nuestros tribunos, de nuestros centuriones caídos en la más dura de las batallas! – Y los legionarios obedecieron y alrededor de la monumental hoguera se alzó un estruendo de golpes metálicos como no se había oído jamás, que ascendió por el aire y fue llevado por el viento hasta alcanzar millas de distacia. Y Publio levantó sus brazos en alto y elevó su voz por encima de aquel mar de ruido y se acercó a las llamas hasta que el calor clamoroso de la leña ardiendo le detuvo-. ¡Despierta, Caronte, despierta y lleva a nuestros hermanos hasta su descanso eterno! ¡Despierta, Caronte, y escucha nuestro dolor!

Aníbal se había detenido a varias millas del lugar del combate. Cabalgaba en dirección a Hadrumentum, pero había ordenado una breve parada para que los animales se repusieran y pudieran comer algo y abrevar para resistir la marcha que aún quedaba hasta llegar a la ciudad que había elegido como refugio tras la derrota. Un clamor lejano llegó a sus oídos y a los de sus hombres. Aníbal, al igual que todos, se volvió a mirar. En la lejanía de la noche oscura, se intuía un resplandor brillante justo allí donde habían luchado y por el aire parecía viajar un murmullo cargado de misterio que a los oídos de todos aquellos soldados resultaba ininteligible, para todos excepto para Aníbal.

–Entierran a sus muertos y lo hacen con honor -dijo el general de generales-. Eso les honra. Hemos sido derrotados, al menos, por un general y no por un villano. Es el único consuelo que nos queda… de momento. – Y no dijo más, pero se miró la mano en la que lucía los anillos de todos los cónsules romanos que había abatido en el campo de batalla. Era una colección que nadie más había podido lucir y que nadie más podría exhibir nunca. Aníbal apretó los dientes un momento y luego hizo una señal para que Maharbal se acercara. Los dos hombres hablaron en voz baja. Luego Maharbal desapareció a solas en medio del desierto mientras Aníbal y los caballeros de Cartago supervivientes al desastre de Zama montaban de nuevo sobre sus caballos y reemprendían en dirección a Hadrumentum la marcha más dura y más triste.

El viejo dios Caronte surcaba el pantano que el gran río Aqueronte, el río de la pena, creaba en torno al Hades, allí donde los muertos debían llegar si tenían con qué pagar el viaje. Caronte era quien decidía si la moneda que llevaban para pagar su tránsito era merecedora de navegar sobre las yertas aguas de la ciénaga del infierno o si, por el contrario, condenaba a las almas que no acertaran a satisfacer su codicia a un eterno vagar entre el mundo de los vivos y los muertos. Caronte, el hijo de Erebo y Nix, retornaba cansado y aburrido de su último viaje. Acababa de llevar a varios asesinos innobles al otro lado del pantano. Eran almas de miserables que terminarían en el tártaro infernal. Y malos pagadores de monedas de cobre que Caronte despreciaba. Se rió con asco de ellos cuando los dejó en el Asfódelos donde la bestia cancerbera se haría cargo de que sólo pudieran marchar hacia el tártaro y nunca hacia el Elíseo, preservado para las almas honestas, especialmente cuando el juicio implacable de Minos, Radamanto y Éaco, los tres jueces del inframundo, confirmara la sentencia de aquellas míseras almas. Estaba a medio camino, cuando le pareció escuchar algo. Un inmenso torrente de ruido descendía desde el reino de los vivos, un estruendo como no había escuchado desde la muerte de Eneas. Y le extrañó. Aceleró algo el ritmo de su navegación movido por la curiosidad. Su existencia era demasiado monótona y cualquier alteración era siempre vivida por su parte con cierto interés, siempre y cuando no supusiera un quebranto a las leyes que los dioses habían estipulado para el inframundo, como cuando Hércules entró a la fuerza, vivo, en el reino de los muertos, y regresó también vivo. Aquello le valió a Caronte un año de prisión decretado por las deidades, molestas por su ineficacia. De nada importó que Hércules fuera hijo del mismísimo Júpiter. Ninguna excusa le valió, y el castigo tuvo que ser cumplido. Desde aquello, las novedades le interesaban igual que, no podía evitarlo, recelaba de ellas. Caronte alcanzó al fin la costa del pantano donde se encontraban las almas de los recién difuntos. Allí esperaba un pequeño grupo de hombres, vestidos con togas blancas, pulcros, y repletos de armas y todo tipo de condecoraciones militares. Era allí donde el estruendo que descendía desde el reino de los vivos se transformaba en un extraño y poderoso clamor que despertó aún más la mente inquisitiva del anciano barquero del infierno. Bajó de su barca y, yendo de una a otra de aquellas almas, posó su arrugada mano en la boca de cada uno de los recién difuntos y de cada boca extrajo la más hermosa de las monedas de oro. Caronte se sintió satisfecho y sorprendido por la pre-valencia de aquel estruendo que no dejaba de descender desde el lugar de donde provenían aquellos hombres muertos. Sin duda algo grande había ocurrido allá donde los vivos dirimían sus diferencias, algo que agitaba a miles de mortales y que no dejaba indiferente al resto de los dioses, que dejaban que aquel sonoro lamento de golpes extraños llegara a penetrar las mismísimas puertas del Hades.

–Éstos no son mortales comunes -se dijo Caronte, mientras acercaba su barca hasta la mismísima arena de la playa del lago y dejaba que cada uno de aquellos hombres ascendiera a su embarcación. Eran cinco. Cinco senadores de Roma o quizá cinco de sus oficiales en el campo de batalla. Muchos muertos habían llegado de Roma en los últimos años, pero pocos que hubieran levantado aquel clamor entre los vivos y pocos que se condujeran con el orgullo y la serenidad con la que lo hacían aquellos hombres envueltos en sus togas blancas y armados con sus espadas y lanzas. Eran un grupo temible y Caronte no tenía duda que su deber debía ser el de conducirlos con rapidez en un rápido tránsito por el río Aqueronte hasta alcanzar la otra playa donde dejar a aquellas almas que, sin duda, debían seguir camino del Elíseo.

Caronte aún se sorprendió más cuando las en ocasiones embravecidas aguas del pantano se calmaron por completo al cargar aquellas almas en su barca. El anciano barquero que todo lo había visto se mostró algo perplejo y decidió seguir con su cometido en silencio sin atreverse siquiera a preguntar a los difuntos, como hacía en otras ocasiones, nada sobre su origen o sobre la causa de su muerte. Estaba intrigado, pero el porte y la dignidad de aquellos espíritus transeúntes le conminaban a guardar un prudente silencio. Así Caronte, sin saberlo, transportó las almas de Lucio Marcio Septimio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Mario Juvencio y Cayo Valerio, por el pantano que separa a los vivos de los muertos. Su asombro era creciente, pues estaba acostumbrado a transportar almas tensas, con miradas nerviosas que intentaban escrutar su destino entre los vapores impenetrables de la ciénaga infernal. Sin embargo, aquellos espíritus transmitían una extraña sensación de paz. A medio camino, Caronte ya había forjado su opinión y no dejaba de mirar con admiración y respeto a aquellas cinco almas que navegaban con un orgullo inédito rumbo al infierno, con un porte y una templaza sólo propia de los héroes.

94 El anillo consular

Zama, 20 de octubre del 202 a.C.

Campamento general romano en Zama

Al amanecer, bien temprano, tras un frugal rancho de gachas de trigo en leche de cabra y algo de pan y agua, el general estaba en el praetorium junto con Cayo Lelio, un encogido Silano reclinado en una butaca por las heridas de las que intentaba recuperarse, un magnífico aunque siempre distante Masinisa, rey ya de toda Numidia, y los centuriones de segundo rango ante la ausencia de los tribunos y los primus pilus de la V y la VI. Publio, sorprendentemente restablecido en sus energías y dotes de mando, estaba dando las instrucciones necesarias para organizar la marcha de las legiones hacia Utica, donde podrían recuperarse de la batalla y esperar más refuerzos y provisiones, al tiempo que se enviarían mensajeros a Cartago para no ya negociar, sino simplemente informar de cuáles eran las condiciones de paz que Roma imponía. En ese momento, Marco, el más veterano de los lictores, entró en la tienda.

–¿Y bien? – preguntó el general.

–Ha llegado un mensajero.

–¿De Cartago? – inquirió el general con el ceño fruncido. Era demasiado pronto como para que las noticias hubieran llegado y los senadores de Cartago hubieran tenido tiempo de decidir algo.

–No, de Hadrumentum. Es un mensajero de Aníbal. Parece que es allí donde se va a refugiar el general cartaginés.

–¿De Aníbal? – Publio Cornelio Escipión separó sus manos de los mapas que había estado consultando y se sentó en su sella curulis, frente a la mesa-. Que pase.

Un caballero púnico, con uniforme y presencia militar, pero con sus ropas, brazos y piernas cubiertos por sangre seca, igual que su poblada barba y su casco polvoriento, entró mirando a uno y otro lado, pasando entre los centuriones del ejército con el que había estado luchando el día anterior. Los romanos, toda vez que lo capturaron en las proximadades de la llanura, respetaron su vida, porque no dejó de gritar que lo enviaba Aníbal para hablar con el general romano y había algo en su voz que imponía no sólo respeto, sino miedo, en los romanos que le rodearon, por lo que los legionarios se limitaron a desarmarlo y pasearle por entre todos los muertos de sus compatriotas y mercenarios de su Estado, de modo que cuando aquel que se decía mensajero de Aníbal, si se marchaba de allí con vida, sólo pudiera contar a Aníbal y a todos los cartagineses que allí no quedaba un solo soldado de Cartago con vida.

–Habla, oficial de Cartago, te escucho -dijo Publio, sin saber muy bien a qué obedecía aquella visita. El caballero cartaginés no dijo nada, sino que rebuscó bajo sus ropas con cuidado de no levantar las suspicacias de los centuriones y demás oficiales romanos, y sacó un pequeño paño de tela que, muy despacio, acercó hasta la mesa del general y lo depositó sobre los mapas.

–Esto es de Aníbal -dijo el cartaginés en un griego bastante correcto-. Mi general dice que una promesa es una promesa, incluso si ésta es una promesa al mayor de sus enemigos.

Publio se incorporó en su butaca y tomó el paño de tela entre sus manos. Lo abrió con tiento y, al separar los diferentes pliegues de aquel tejido, ante sus ojos emergió un anillo dorado: el anillo consular de oro puro de Emilio Paulo, su suegro, abatido por las tropas cartaginesas en la batalla de Cannae. Publio lo tomó con cuidado con su mano izquierda y lo depositó en la palma de su mano derecha, que cerró con fuerza, como si estrechara la mano de un ser querido que no veía hacía mucho tiempo.

–¿Y los otros anillos? – preguntó el general.

El oficial cartaginés se retiró un poco dando un paso atrás. Temía esa pregunta.

–Aníbal dice que… -empezó pero no se atrevía a seguir.

–Habla, cartaginés. Eres un mensajero y me has traído algo muy preciado para mí. Tu vida será respetada. Dime lo que ha dicho Aníbal. Quiero saberlo, quiero escucharlo.

El oficial tragó saliva. Le gustaría poder quitarse el casco. El sol ya había salido y estaba calentando la tienda con intensidad. Empezó a sudar.

–Aníbal ha dicho que los otros anillos son suyos por ley de guerra y que si Roma los quiere Roma tendrá que arrebatárselos, y eso Roma sólo lo podrá hacer de su cuerpo muerto.

Todos contuvieron la respiración, empezando por el propio oficial púnico, firme en medio del praetorium, pero Publio sonrió y todos parecieron relajarse un poco.

–Dile a Aníbal que esos anillos pertenecen a Roma y que Roma los recuperará un día, de su cuerpo muerto o apresado, pero es cierto que sólo dijo que si quería recuperar este anillo debía derrotarle en el campo de batalla y no se refirió a los demás anillos, eso es cierto, como lo es también que Aníbal ha cumplido su promesa, lo cual me ha impresionado. – Y continuó dirigiéndose a Marco-. Ahora que acompañen a este hombre a un lugar tranquilo donde pueda comer y beber sin ser molestado. Es un guerrero como nosotros y a la luz de su apariencia luchó con vigor ayer; luego, que se le proporcione una escolta que lo lleve hasta las cercanías de Hadrumentum o de Cartago, donde él os diga, y allí dejadlo libre.

El oficial cartaginés iba a dar media vuelta, el cónsul romano ya se había vuelto a levantar y volvía a contemplar los mapas, pero antes el caballero púnico se atrevió a añadir algo.

–Gracias, general.

Publio Cornelio Escipión levantó la mirada de la mesa y se irguió por completo. El oficial púnico ya se retiraba escoltado por Marco y el resto de los lictores cuando el general hizo una pregunta.

–¿Y cuál es tu nombre, cartaginés?

El aludido volvió a girarse para quedar de nuevo frente al procónsul.

–Maharbal, procónsul de Roma, mi nombre es Maharbal.

Todos estaban sorprendidos, porque era la primera vez que oían a un oficial cartaginés dirigiéndose a un general romano reconociendo su rango. La conversación continuó.

–¿Y cuál es tu rango, oficial? – preguntó Publio con curiosidad-. Debes de ser alguien importante para que Aníbal te confíe un mensaje privado como el que me has traído.

–Soy su jefe de caballería, general.

–Entiendo. – Publio meditó un momento-. Resististeis con vehemencia ayer, pese a estar en clara inferioridad numérica frente a mis jinetes.

–Hice lo que pude. Hice lo que me ordenaron.

–Y tu resitencia casi consigue una nueva victoria para Aníbal.

–Me faltaron hombres, general. De hecho, Aníbal está convencido de que si hubiera tenido más jinetes, él sería quien habría derrotado al procónsul.

–Pero tenía los elefantes y yo no -replicó Publio-. Aníbal ha sido derrotado porque yo he planteado mejor la batalla y mis hombres han luchado con coraje.

Maharbal tenía argumentos para rebatir la afirmación del general romano, pero no quiso continuar aquel debate ni forzar su suerte. El propio procónsul pareció también ceder un poco.

–En todo caso, es indudable que no faltó valor entre los cartagineses -comentó Publio mirándole fijamente. Maharbal sostuvo la mirada. El general apostilló una última frase-. Es una lástima que no seas romano.

Maharbal sonrió y el general le respondió con un ligero cabeceo de asentimiento. Luego el oficial cartaginés se retiró y salió de la tienda. En el exterior, Marco se dirigió a él de nuevo. Maharbal detectó cierto tono de respeto.

–Ven. Te daremos buena comida y bebida. Luego, como ha ordenado el procónsul, te escoltaremos hasta donde digas.

Maharbal asintió y ambos hombres desaparecieron entre una gran cantidad de legionarios que se estaba congregando con ánimo de escupir e insultar al oficial cartaginés, pero cuando se cruzaban con la firme mirada de Marco, úproximus lictor del procónsul, todos callaban y nadie decía nada.

En el interior del praetorium, Publio continuaba con sus instrucciones a sus oficiales, pero su mano derecha la mantenía cerrada, a su espalda, apretando con fuerza el anillo consular de Emilio Paulo.

Hadrumentum

Aníbal escuchó el relato de Maharbal con interés, en especial cuando su jefe de caballería repitió las palabras de Publio Cornelio Escipión en las que insistía que había vencido por haber planteado mejor la batalla que el propio Aníbal.

–Así que, después de todo, es vanidoso -comentó el general cartaginés con una sonrisa extraña-. Noble, pero vanidoso. Deberá tener cuidado el general romano. La vanidad en Roma crea muchos enemigos… -Y Aníbal se puso serio antes de continuar; le dolía que el procónsul de Roma no hubiera admitido que la falta de caballería en el bando de Cartago había sido crucial-. Y no, no debería vanagloriarse de haberme derrotado, pues eso alimenta en mí algo que creía olvidado.

Maharbal le miró confuso.

–Las ansias de venganza -sentenció Aníbal-. No ahora, no en mucho tiempo, pero la vida es larga y quizás alguna vez, en algún momento, en algún lugar, tenga en mi mano la herramienta con la que causar una derrota a ese Escipión mucho más dura y fatal que la que él me ha infligido a mí. No, no hace bien en vanagloriarse de mi derrota. – Y lo repitió una vez más, como grabándose en la memoria aquellas palabras para recordarlas bien en el futuro-. No, no hace bien. No hace bien. Todos terminamos siendo vulnerables alguna vez. Todos.

95 El final de una guerra

Cartago, noviembre del 202 a.C.

Aníbal llegó a las puertas de Cartago en la muralla del istmo bordeando el lago de Tynes en el sur. Llegaba arropado por sus más fieles oficiales. Maharbal cabalgaba junto a él y, al igual que el resto, iba cabizbajo. Todos tenían aún manchas de sangre en sus uniformes. La estancia en Hadrumentum no había servido ni para recuperar la moral ni para reequiparse con nuevas ropas. Sólo para guarecerse de las crecidas y envalentonadas «legiones malditas». Al abrirse las puertas de la ciudad, Aníbal desmontó.

–Iremos andando. Tengo ganas de dar un paseo -dijo mirando a Maharbal. Éste asintió e imitó a su general y lo mismo hicieron el resto de los oficiales y soldados que le acompañaban.

Eran unos doscientos guerreros, la mayoría cartagineses y áfricanos, leales a los Barca desde tiempos de su padre Amílcar. Habían combatido con aquel primero y luego con su hijo Aníbal en Hispania, la Galia, Italia y ahora en África, compartiendo las más espectaculares victorias y las más dolorosas derrotas. Siempre con Aníbal, allí donde él decía que se debía acudir, aquellos hombres le seguían, como ahora lo hacían en la más dura de las retiradas, en su propia patria, con los romanos siguiéndoles los talones, tras haber perdido todo un ejército apenas a un par de días de marcha de Cartago. Entraron en la ciudad por la puerta de Thapsus y, a buen paso, cruzaron la urbe desde la muralla del istmo hasta el puerto comercial y luego la impresionante bahía militar semicircular de Cartago. Dejando a sus espaldas el monte Tofet, alcazaron la gran plaza del agora, a los pies de la colina Byrsa, donde se levantaba el Senado de Cartago.

El edificio donde se reunía el Senado de la ciudad estaba custodiado por un centenar de soldados púnicos. Aníbal los miró y sacudió la cabeza. Eran jovenzuelos inexpertos incapaces ni siquiera de sostener las lanzas rectas. Estaban orgullosos pero también asustados. El general los veía con los ojos nerviosos fijos en las corazas ensangrentadas de sus veteranos. Aníbal empezó a ascender por la escalinata seguido por sus guerreros. Una docena de aquellos jóvenes guardias se interpuso ante el general justo frente a las grandes puertas de bronce que daban acceso a la sala donde permanecía reunido el Senado de la ciudad. Aníbal se detuvo. Escuchó cómo sus hombres desenvainaban las espadas; entonces levantó su brazo derecho y todos sus veteranos volvieron a envainar las armas. Los jóvenes guardias del Senado apretaron los labios. Sudaban. Había un silencio tenso. Aníbal no tenía prisa por hablar. Al fin, uno de los jóvenes centinelas se decidió a dirigirse a él.

–El Senado de Cartago está reunido. Nadie puede entrar.

Los doce guardias mantuvieron su posición frente al gran general púnico. Aníbal respiró un par de veces, con calma, en sosiego. Los malos momentos los había pasado en el desenlace de la batalla. Ahora vivía en una calma fría que en situaciones tensas le hacía moverse despacio, hablar despacio, respirar despacio.

–¿Tú sabes quién soy yo, soldado? – preguntó Aníbal.

El aludido asintió un par de veces antes de responder.

–Aníbal Barca.

–Bien. Pues ahora apártate y preserva tu sangre para derramarla por la patria, pues tu patria pronto te lo pedirá. – Y antes de que el guerrero pudiera reaccionar, lo apartó con su poderoso brazo derecho, haciéndolo a un lado y alcanzando así las puertas de bronce. El resto de sus hombres le imitó y en un par de segundos los jóvenes guardias rodaban por las escaleras. Aníbal y Maharbal empujaron las pesadas puertas del Senado de Cartago y éstas cedieron a su fuerza. Las bisagras chirriaron como si de ratas asustadas se tratara. La luz iluminó una amplia estancia en penumbra y de entre las sombras empezaron a dibujarse las siluetas de decenas de senadores sentados a ambos lados de aquella gran sala. Aníbal miró hacia atrás y sus hombres comprendieron. Sólo el general y Maharbal cruzaron el umbral. Ambos pasearon con lentitud entre los sorprendidos senadores de Cartago hasta detenerse al fondo de la estancia, frente a dos hombres de mayor edad, sentados en dos grandes butacas de piedra. Los sufetes. Uno de ellos, el más anciano, grueso, pesado y lento se alzó indignado.

–¡Por Baal, nadie puede interrumpir una sesión del Senado de Cartago! ¿Cómo te atreves?

–Vengo a informar al Senado de una derrota importante -respondió Aníbal sin enfado, sin alegría, casi sin sentimiento.

–Que has sido derrotado en Zama es algo que ya sabemos. Ahora debemos decidir cómo continuar la lucha, cómo defender la ciudad, así que sal de aquí y espera órdenes -replicó el sufete. Aníbal vio cómo sudaba por las sienes. Hablar debía de ser ya en sí un gran esfuerzo físico para aquel obeso gobernante. El general cartaginés no se movió del lugar que ocupaba en medio del edificio del Senado de Cartago. Maharbal, sin embargo, había iniciado un prudente retroceso que refrenó al escuchar de nuevo la voz de su general, pero no podía evitar sentirse incómodo enfrentándose al Senado de su ciudad.

–¿Seguir la lucha? – preguntó Aníbal en tono normal al sufete, y luego repitió la pregunta elevando la voz y dirigiéndose a todos los senadores-. ¿Seguir la lucha? ¡Por Baal y Tanit y todos los dioses! ¿Cómo, con qué ejército, con qué generales?

El sufete comprendió que Aníbal no sería persuadido a salir con una simple orden. Como hábil político, decidió cambiar de estrategia y ganarse el favor del general, llevarlo a su terreno, al menos en aquella situación. Luego, ya se vería. Ya se vería.

–Tenemos todo el dinero del mundo, oro y plata; en Cartago hay jóvenes dispuestos a luchar y el oro y la plata atraerán a mercenarios a nuestras filas. Tenemos barcos, una poderosa flota. Cartago es fuerte y… y… y tenemos el mejor general. Tenemos a Aníbal.

Aníbal se volvió de nuevo hacia él. Sonrió con despecho.

–¿Tenéis dinero?

–Sí-reafirmó el sufete con seguridad-. Todo el que haga falta. – Y tenéis jóvenes dispuestos a luchar, como los guardias de las puertas del Senado, ¿es eso lo que me dice el sufete de Cartago? – Así es.

–Y barcos -repetía Aníbal. – Sí. La lucha puede seguir.

Aníbal le dio la espalda, puso los brazos en jarras y suspiró. Por un breve instante estuvo a punto de atravesar con su espada a uno de los sufetes de Cartago. Por respeto a la memoria de su padre, siempre fiel a las instituciones y a su lenta y complicada forma de gobierno, se contuvo. Con parsimonia se giró de nuevo hacia el sufete y le habló con decisión pero con una voz vibrante que no podía ocultar su emoción.

–¿Y teniendo dinero, no me enviasteis el suficiente para satisfacer las pagas de mis hombres en Italia, y teniendo barcos no me proporcionasteis bastantes transportes para traer todo mi ejército a África? Unos barcos más, unos barcos más y habría podido embarcar a todos mis veteranos, los mejores guerreros del mundo, los más fieles, los más feroces en el campo de batalla; tuve que licenciar a centenares, a miles allí, abandonarlos a su suerte, para que fueran devorados por las legiones de Roma y su venganza. Unos barcos más, unos pocos barcos más y habría podido embarcar toda mi caballería y, sin embargo, tuve que sacrificar a centenares de caballos porque no tenía suficiente espacio en las bodegas de los transportes que me enviasteis. Y en Zama he perdido porque la caballería de nuestro enemigo era más numerosa. Unos pocos barcos más y habríamos derrotado entre todos al general romano que ahora es dueño y señor de África. – Hizo una pausa; el sufete fue a decir algo, pero Aníbal, mirando al suelo, levantó su mano y el sufete se detuvo sin atreverse a decir nada. Aníbal continuó con su discurso moviéndose por toda la sala, bajo la atenta mirada de todos los senadores de Cartago-. ¿Seguir la lucha? Dices que tenéis jóvenes dispuestos a continuar la lucha. Si son como los guardias de las puertas del Senado Escipión los tomará como desayuno y luego vendrá a por vosotros como postre. Un ejército no se forja de un día para otro. Yo tenía las mejores fuerzas del mundo en Italia, pero ni me disteis los suficientes suministros ni el suficiente dinero para tener satisfechos a mis mercenarios. Tenía que combatir y al mismo tiempo autoabastecerme en gran medida y ahora resulta que aquí hay todo el dinero del mundo; pues escuchadme bien, escuchadme muy bien todos y atended al significado de mis palabras: ya es tarde. ¡Es tarde! ¡Tarde, tarde, tarde! Publio Cornelio Escipión ha forjado su propio ejército con veteranos de sus campañas en Hispania, con veteranos de la guerra de Italia, con los que ha conseguido victorias en Hispania, la propia Italia y ahora aquí en África. Esos jovenzuelos que tenéis apostados como centinelas por las murallas de nuestra ciudad no son enemigo para esas legiones. Los legionarios de Escipión han resistido una carga de ochenta elefantes en estampida, por todos los dioses, ochenta elefantes, ¿entendéis bien lo que os digo? Han masacrado vuestras nuevas levas y sólo han cedido terreno ante mis veteranos, pero claro, si no tengo suficiente caballería para guardar mis flancos, porque mis caballos yacen sacrificados por vuestra avaricia en las costas del sur de Italia, yo solo no me basto para detener a la caballería romana y númida. Y dices que tenéis el mejor general. – Aníbal volvió a sonreír lacónicamente-. Eso son halagos tardíos también. Vuestro Aníbal no tiene ejército y los romanos, además de su ejército, han encontrado en Publio Cornelio Escipión su propio Aníbal. Y me decís que podemos recurrir a más mercenarios. ¿Dónde, pregunto yo? En dos años de campañas, Escipión ha arrasado a todas nuestras tribus y poblaciones aliadas y nuestro gran aliado, el rey Sífax, está expuesto, cubierto de cadenas frente a la tienda del general romano. Son los romanos los que ahora, por medio del maessyli Masinisa dominan y controlan Numidia. Y no sólo eso. Incluso si conseguimos traer alguna ayuda de Hispania o de Grecia o de Asia o de donde sea, Aníbal ya no está en Italia y, sin mí acosándoles allí, ya no tienen motivo para no desplazar a África a todas sus legiones. Y son muchas, más de dos decenas. Y no veo qué fuerza podamos reunir ahora para oponernos a la potencia descontrolada de la venganza de Roma. Sólo nos resta una salida. – Aníbal ignoraba al sufete y sólo se dirigía ya a los senadores-. Sólo os resta negociar una paz lo menos dolorosa y humillante posible para salvar la ciudad. Luego el tiempo deberá ser, una vez más, nuestro aliado. Habéis de negociar una paz que nos dé una posibilidad en el futuro. Ahora ya no se puede luchar. No se puede luchar.

El sufete dio un par de pasos y se puso junto a Aníbal. Estaba especialmente indignado por que Aníbal hubiera decidido ignorarle mientras terminaba su discurso.

–Pues debes luchar y harás lo que el Senado de Cartago te ordene.

Aníbal se volvió hacia él.

–Lo he hecho durante dieciséis años, he perdido a mis dos hermanos en el campo de batalla y no he conseguido la victoria. Quizá la estrategia del Senado no sea la mejor para derrotar a Roma.

–No importa lo que pienses. Eres un general y debes lealtad a este Senado y harás lo que el Senado te ordene.

Aníbal, en pie, bajó la cabeza y negó un par de veces antes de volver a hablar sin mirar a nadie. Era como si, más que contestar, hablara consigo mismo.

–No, gran sufete de Cartago, no. Aníbal está cansado. Estoy cansado. Primero todas las campañas en Hispania para conquistar un imperio que luego Cartago no supo mantener y después dieciséis años luchando contra las legiones y los cónsules de Roma. No. Estoy cansado. No tengo ejército y no hay propósito en continuar la contienda. Aníbal, gran sufete, se va a descansar. – Y les dio la espalda a todos y se encaminó algo abatido, pero con paso decidido, hacia las puertas abiertas donde sus hombres le esperaban ansiosos.

–¡Detente, Aníbal! – le espetó con furia el sufete-. ¡Debes luchar!

Y Aníbal se detuvo. Dio media vuelta y retornó sobre sus pasos. Maharbal vio cómo Aníbal desenvainaba su espada y temió que el general se condenara allí mismo ante todos los senadores de Cartago. Fue a intervenir, pero el veterano general era ágil como una gacela y para cuando el jefe de la caballería púnica quiso moverse, Aníbal ya estaba con la espada en ristre frente al sufete. El gobernante caminaba hacia atrás sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. Tropezó al retroceder y cayó al suelo. Los senadores se levantaron de sus asientos. Aníbal se abalanzó sobre el sufete, estiró el brazo izquierdo y ayudó a levantarse al grueso y horrorizado sufete. A continuación lanzó su espada al aire, ésta giró y Aníbal la tomó por la punta acercando él la empuñadura hacia el sufete, que no entendía lo que sucedía.

–Aníbal no piensa luchar -dijo el gran general ofreciendo su espada por el mango-, pero aquí tienes mi arma. Es una buena espada. Quizá te ayude. Ha matado a muchos romanos, incluso cónsules. Quizás encuentres en ella la capacidad para enfrentarte a los romanos, aunque lo dudo. No retrocedas más. Tómala. Tómala. – El sufete cogió la empuñadura y Aníbal soltó el arma. El peso de la espada, inesperado para el nervioso sufete, hizo que ésta cayera al suelo resonando con un golpe metálico por toda la sala-. Vaya, por todos los dioses -continuó Aníbai sonriendo-, quizá la espada pesa demasiado para nuestro gran sufete. Es una auténtica lástima. Combatir es fácil, mentecato, es fácil cuando uno está en su propia casa, engordando con festines y banquetes, pero cuando se trata de blandir una espada, las cosas son algo diferentes; pero no es tan complicado, pequeño y gordo sufete de Cartago: basta con esgrimir la espada de uno con más fuerza que el odio del enemigo, basta con blandir la espada con más agilidad, basta con usar la espada con más rapidez. Eso es todo lo que tienes, lo que tenéis que hacer. Yo, ahora, me retiro a mi casa a descansar. – Y Aníbal se dio media vuelta y no parecía ya que ningún senador fuera a interponerse en su camino, cuando de entre las sombras emergió la figura del general Giscón que, en calidad de senador de Cartago, había acudido a aquella sesión. Aníbal, al verle, se detuvo, sin ocultar su sorpresa.

–¡Y por Baal, aquí está el general Giscón! Te felicito, general, éste es sin duda un buen lugar donde esconderse.

Giscón se situó frente a Aníbal.

–Debes escuchar a los sufetes, al Senado, Aníbal, y obedecer y luchar y…

–Yo no recibo más órdenes estúpidas -le interrumpió Aníbal visiblemente enojado-. Y tampoco voy a escuchar a un mal general que perdió primero Hispania y luego África y que lo único que ha sabido hacer es vender a su hija para conseguir poder, un padre que fue tan inútil que hasta eligió mal a la hora de entregar a su hija. – Y Aníbal se acercó hasta poner su frente junto al agrio y torcido rostro de su interlocutor-. Giscón, debiste casar a tu preciosa hija con Masinisa y no con Sífax. Hasta en eso Escipión supo elegir mejor.

Giscón, humillado, quedó sin palabras y no reaccionó cuando Aníbal reemprendió la marcha hacia las puertas del Senado. No había esperado ese ataque tan mordaz y despectivo. Aunque quizá no fuera ni el mejor general ni el mejor padre, había sentido la muerte de su hija y su aflicción le reconcomía las entrañas. Fue allí mismo, en ese mismo instante, cuando juró vengarse de Aníbal. Los romanos ya no importaban.

Al salir, descendiendo las escaleras del edificio del Senado, Aníbal habló a Maharbal en voz baja.

–Vamos a mi casa. Voy a descansar. Allí pueden pernoctar los oficiales y tú ocúpate de que los veteranos tengan alojamiento adecuado en la ciudad, ¿lo harás?

–Por supuesto, mi general.

–Bien, ah, y procúrame otra espada. En esta ciudad de ladrones no es sensato moverse desarmado.

Maharbal reclamó un arma para el general y varios veteranos ofrecieron la suya. Aníbal tomó un gladio de doble filo que le ofrecía un ibero y el hispano se llenó de orgullo. El regimiento de ensangrentados soldados púnicos y mercenarios desapareció por las calles de Cartago en dirección a la residencia de los Barca.

96 El mayor general de Roma

Roma, noviembre del 202 a.C.

El foro de Roma era un hervidero de gentes que corrían de una parte a otra transmitiendo la noticia de la derrota de Aníbal. Los mercaderes descendían por el Argiletum y las estrechas calles entre el Macellum y las tabernae novae. Hasta los sacerdotes habían venido desde los más apartados templos de la ciudad para confirmar que el gran enemigo de Roma había sido derrotado definitivamente. Sólo las vestales del templo de Vesta permancecían en su lugar, preservando la llama sagrada de la diosa. Miles de personas ascendían por el Vicus Jugaritts desde el mercado de verduras próximo al Tíber y por el Viscas Tuscus accedían al foro los que venían desde el mercado del ganado en el Foro Boario y también llegaba una muchedumbre por el Clivus Argentarius pasando entre la prisión y el Comitium para alcanzar así el entonces abarrotado foro de la ciudad. Los senadores confirmaban la noticia a cuantos se atrevían a preguntarles y pronto la felicidad más intensa se esparció por todos los vericuetos de la ciudad latina, capital ahora de un floreciente imperio que extendía sus dominios desde Hispania hasta Italia, desde las fronteras del norte con ligures y galos, hasta la mismísima costa de África, pasando por el dominio sobre las grandes islas del Mediterráneo como Sicilia y Cerdeña y los asentamientos en la costa griega del Adriático. Y todo eso con el mayor enemigo de la ciudad derrotado por el que todos ya aclamaban como el mayor general de Roma: Publio Cornelio Escipión. Un triunfo. Sí. Un triunfo deslumbrante es lo que merecía aquel procónsul que los había liberado del yugo de Aníbal, después de dieciséis años de guerra, años interminables plagados de esfuerzos, dolor y sufrimientos. Escipión llevó la guerra a África y África reclamó a Aníbal, tal y como había predicho Escipión en el Senado de Roma, y luego en África, con las «legiones malditas», con las legiones V y VI, con las legiones despreciadas por todos, ese mismo general Publio Cornelio Escipión había derrotado al mismísimo Aníbal. Elefantes. ¿Ochenta, cien, mil? Las cifras se exageraban o se invertían. ¿Cuantas bajas? ¿Cincuenta mil cartagineses? ¿Cien mil? Y pocos romanos muertos. Cartago sin ejército, con la flota refugiada en su bahía, con Escipión acechando, preparando el asedio final o negociando una rendición incondicional. No había dudas para nadie: Publio Cornelio Escipión era el mayor general de Roma, el mejor, el más hábil, el más poderoso. No había dudas para nadie, esto es, para prácticamente nadie.

Marco Porcio Catón se retiraba del foro ensimismado, rodeado de una pléyade de ex gladiadores, contratados como guardaespaldas, que se abrían camino entre la multitud a empellones. Iba de regreso a su austera casa, donde refugiarse de aquella locura que se había apoderado de la ciudad, pero de camino decidió que aquello no sería suficiente para escapar de aquel gentío y sus gritos. Un carro le esperaba en el Argiletum y con él cruzó por en medio de aquel loco bullicio de Roma y no se detuvo un instante hasta salir de la ciudad y llegar a la antigua villa de su mentor Quinto Fabio Máximo, a quien el Senado había decidido aquella misma mañana concederle una corona post mortem en recuerdo por su gran labor y lucha durante los años en que defendió a la ciudad de Aníbal, pero ¿recordaban a Máximo en el foro de Roma? No. Nadie tenía un instante para rememorar al que fue el más grande de todos, al que todos volvieron sus ojos cuando Aníbal estaba a las mismísimas puertas de Roma cabalgando con sus jinetes númidas, paseándose por las murallas, desafiándolos a todos, cuando todos se escondían asustados, como gallinas, incluido el Escipión al que tanto alababan, todos escondidos, excepto Fabio Máximo. ¿Y ahora? Todo era Escipión, Publio Cornelio Escipión. Cuánta razón tenía Máximo en sus últimas palabras. Hasta aquel día en que toda Roma se llenaba la boca con el nombre de aquel joven vanidoso procónsul, Catón no había llegado a comprender el auténtico alcance de las ominosoas palabras de Máximo en el momento de su muerte: Escipión, el mayor enemigo de Roma.

Catón entró en el recinto vallado de la villa de Máximo, en la que le estaba permitido entrar por deseo expreso de su antiguo dueño y allí buscó algo de paz, un poco de silencio en el que encontrar la fórmula para devolver la razón a Roma y evitar que el Estado se perdiera en manos de un pueblo hechizado por un general afortunado y manipulador. Un esclavo recibió a Catón a la entrada de la villa. Sólo quedaban los esclavos, pues había vendido todas las esclavas. Cuantas menos mujeres en el servicio mejor. Además, fue un buen negocio. Especialmente en el caso de la venta de las dos esclavas egipcias por las que sus intermediarios obtuvieron unas sorprendentes ofertas en el mercado de esclavos. Eso no le importaba. El dinero que obtuvo por la venta, sí. Allá cada uno con la forma de gastarse el dinero. Marco Porcio Catón sacudía la cabeza de un lado a otro. Debía buscar esposa, una joven matrona romana, decente y casta con la que desposarse y dar ejemplo a una cada vez más caótica ciudad sumida en el delirio colectivo, pero no era sencillo encontrar una joven discreta en aquellos tiempos de constante cambio y creciente influencia extranjerizante. Escipión, Escipión, Escipión. Como si sólo ése hubiera sido el único general de aquella larga guerra. El esclavo se acercó para retirar la toga a su amo y ofrecerle una bacinilla con agua para lavarse y quitarse el polvo del camino. Mientras su señor se echaba agua por los brazos, el esclavo tuvo el atrevimiento de hacer una pregunta.

–¿Es cierto, mi amo, que Roma está salvada?

Marco Porcio Catón se sacudió el agua con frenesí, como si al mismo tiempo quisiera sacurdirse no ya el polvo sino los gritos y el tumulto de toda la ciudad.

–No -respondió con furia-. Roma está más en peligro que nunca. Sólo que los muy imbéciles no lo saben, pero yo lo solucionaré; lo prometí y lo haré. – Y se alejó, soltando una carcajada hueca y tenebrosa, dejando al esclavo con la bacinilla llena de agua sucia, la boca abierta y su mente confusa.

97 El rescate de un amigo

Roma, noviembre del 202 a.C.

Plauto se llevó un paño húmedo a la boca y la nariz. El aire era infecto, mucho más que en su última visita a la prisión de Roma. Debía de ser por el calor de aquel extraño y húmedo otoño de días bochornosos. Las paredes de la gruta rezumaban agua sucia procedente de la Cloaca Máxima de la ciudad, cuyo curso transcurría próximo a las galerías subterráneas de la cárcel y los dioses parecían haber encontrado un retorcido entretenimiento en añadir a los males de los presos el espeluznante olor del más antiguo alcantarillado de la ciudad. Y es que el cieno de Roma se filtraba por diminutas grietas y recovecos hasta alcanzar las paredes excavadas en las entrañas de la ciudad utilizadas como prisión para aquellos ciudadanos a los que la metrópoli condenaba a una muerte segura, toda vez que la prisión antigua, la de tiempos de Anco Mancio, se quedó pequeña para albergar a tantos prisioneros como Roma iba acumulando en sus guerras de expansión. Esa prisión más antigua, construida en el remoto pasado de la República y denominada Tullianum, era de condiciones aún más duras, pues en ella sólo se arrojaba a los prisioneros para morir de hambre y sed. En la nueva cárcel, la de los prisioneros de guerra, llamada Lautumiae, las condiciones no eran mucho mejores, y el olor a cloaca incluso peor, pero los que allí entraban tenían aún una mínima esperanza de salir con vida, si el destino y la diosa Fortuna se apiadaban de ellos. Era por las grutas de esta segunda cárcel por donde caminaba Plauto con su paño húmedo en la nariz, sudando, preguntándose en qué estado encontraría a su viejo amigo Nevio.

El legionario que acompañaba a Plauto se detuvo frente a una verja de hierro oxidado diferente a la de la vez anterior. El soldado golpeó el hierro con la espada y pequeños trozos de los barrotes cayeron al suelo encharcado. El chasquido metálico reverberó en las bóvedas de los pasadizos. Se escucharon gemidos de decenas de personas que venían del interior. Los presos, con frecuencia, perdían el sentido del tiempo y de la orientación y decían que muchos dejaban de hablar, limitándose a gruñir como animales. En ocasiones se mataban entre ellos por conseguir un poco más de comida, robándosela a otro preso que estuviera más débil o enfermo. Llegaron otros legionarios y se apostaron a ambos lados de la puerta mientras el primero de ellos hacía girar una rueda en la que engarzaba una gruesa cadena. El movimiento de la cadena tiraba de la parte superior de la verja y ésta se iba abriendo, chirriando por el desuso.

–¡Nevio, el poeta, que venga! – gritó el legionario una vez que terminó de abrir la verja-. ¡Tienes amigos poderosos, poeta! ¡Tienes más fortuna de la que mereces!

De entre las sombras del interior de la celda, un hombre encorvado por los años de encarcelamiento, con el pelo sucio y largo, barba espesa de meses y meses sin afeitado, el rostro pálido y el cuerpo esquelético por la malnutrición, se aproximó a la entrada de la celda. Miraba con los ojos nerviosos de un lado a otro, desconfiando.

–Soy yo, Nevio -dijo Plauto adelantándose a los legionarios que rodeaban la puerta en prevención de que el resto de los prisioneros intentara algún movimiento en falso.

Nevio llegó al umbral y miró a su viejo amigo. Había pasado año y medio desde su última visita y casi cuatro desde que lo encerraron.

–Plau… to… -acertó a decir Nevio con un endeble hilillo de voz.

–Vengo a sacarte, viejo amigo -dijo Plauto con la voz vibrante por la emoción contenida-, el general del que te hablé… derrotó a Aníbal y ha pedido tu liberación. Eres libre, Nevio, ven, ven conmigo. – Y le ofreció su brazo para que se apoyara en él al salir de la celda.

Nevio dudaba.

–¿Salir…?

Pero Plauto fue contundente: le tomó por el brazo y estiró de él hasta sacarlo por completo. Nada más salir de la celda, caminaron unos pasos y se alejaron de la entrada. A sus espaldas quedó la tumefacta verja que descendía lanzando sus aullidos estridentes al rozar las cadenas con la piedra húmeda de la prisión. Se oyeron gritos. Plauto se volvió hacia atrás y vio cómo varios presos pugnaban por salir de la celda. Los legionarios les contenían a empellones, mientras la verja descendía lenta y pesadamente. Demasiado despacio. Dos de los presos se hicieron un hueco y salieron de la celda. Plauto y Nevio se hicieron a un lado del pasillo. Llegaban más legionarios como respuesta a los gritos de sus compañeros atacados. Plauto temió que en medio del tumulto los recién llegados se confundieran y los atacaran también a ellos, pero el legionario que había abierto la puerta se les acercó y dio instrucciones a los nuevos soldados que se incorporaban al pasadizo.

–¡Éstos no! ¡Éstos son libres! ¡Los de la puerta! ¡Rápido, por Hércules! ¡Matad a todos los que salgan de la celda! – Y el oficial cogió a Plauto por el brazo y condujo a los dos escritores por las grutas mal iluminadas del Lautumiae, maldiciendo mientras se oían terribles gritos y golpes a sus espaldas. El oficial caminaba decidido y empezó a hablar en voz baja, como si su voz le acompañara en las entrañas de aquel reino subterráneo que le tocaba gobernar-. Siempre igual, siempre igual. Cada vez que sale alguien tenemos que matar a varios. – Y escupió en el suelo. Se detuvo a mitad de un nuevo pasadizo y señaló el final a Plauto. El escritor asintió y se encaminó hacia allí, ayudando al debilitado Nevio. El oficial dio media vuelta de regreso hacia el tumulto. Los alaridos y golpes habían cesado. Plauto caminó con Nevio hacia donde se le había indicado. Al final empezaba a distinguirse la claridad del exterior, pequeños rayos de sol que se colaban por la puerta de acceso a la prisión.

–Así que tu general ha derrotado a Aníbal… -comentó Nevio, que a medida que se alejaban de la celda parecía ir recuperando el sentido de las cosas.

–Así es.

–Eso es admirable… admirable… -continuó Nevio-. Es una paradoja del destino.

–¿El qué? – preguntó Plauto.

–Fui encarcelado por criticar a un patricio y es otro patricio el que me libera. – Y empezó a toser echando escupitajos de sangre por la boca.

–La vida es contradictoria, eso lo hemos hablado muchas veces -comentó Plauto deteniendo un momento la marcha para que su amigo se recuperara. El aspecto de aquella sangre salida de la boca de Nevio no presagiaba nada bueno. Reemprendieron la marcha.

–Es cierto, viejo amigo. Ha debido de costarte mucho rogarle por mí a ese noble de Roma. – Y Nevio calló y se detuvo una vez más, en parte para recuperar el aliento, en parte para observar los ojos de su salvador.

–Era la única forma de sacarte de aquí -se justificó Plauto. – Y te lo agradezco. De veras.

–Pues sigamos caminando y lleguemos al final de este asqueroso pasadizo.

Nevio sonrió.

–Ha sido mi casa cuatro años, creo; deberías mostrar más respeto hacia mi humilde morada. – Y sonrió, aunque la tos volvió a apoderarse de él y tuvo que apoyarse en la pared una vez más.

Plauto se sintió feliz de ver cómo Nevio volvía a ser el Nevio de siempre, pero la preocupucación por su estado físico era creciente. Al final de la oscura ruta, el demoledor impacto de la poderosa luz del sol hizo que Nevio se llevara las manos al rostro incapaz de mirar en medio de aquel resplandor.

–Deberás guiarme por las calles de Roma -dijo Nevio sin quitarse las manos de su cara-. Creo que seré ciego durante unas horas, al menos.

–No te precupes -dijo Plauto.

Al cabo de unos minutos se veía a dos hombres cruzando el enfervorecido foro de Roma donde millares de personas celebraban las noticias de la victoria de Publio Cornelio Escipión. Uno vestía con dignidad y era el que ayudaba a otro que parecía un miserable ciego al que hubiera recogido en las peores calles de Roma. Era una pareja que cualquier otro día habría llamado la atención de los ttrunviros, lo que habría obligado a Plauto a tener que dar numerosas explicaciones y a mostrar el documento que certificaba la libertad de aquel preso. Pero en aquel momento de júbilo general, la extraña pareja pudo moverse por las tumultuosas calle de Roma sin ser molestada por nadie. Plauto había pensado en comentarle a Nevio que su liberación estaba condicionada a ser desterrado, probablemente a África, quizás a la recién conquistada ciudad de Útica, pues los Mételos habían aceptado liberarle pero bajo la premisa de que fuera alejado lo más posible de Roma, pero Plauto, viendo la debilidad de su viejo amigo, consideró mejor esperar unos días antes de comunicarle las condiciones de su liberación. Tenían una semana para sacarle de Roma. Lo importante ahora era que Nevio se recuperara lo suficiente como para poder emprender aquel largo viaje. La tos parecía haber remitido una vez que salieron del infecto ambiente de la prisión. Había esperanza. Quizás el aire fresco del mar y unos buenos alimentos fueran el camino de una lenta pero progresiva recuperación.

A su alrededor, la gente caminaba como poseída. Mujeres, niños, viejos y hombres de toda condición aclamaban a Publio Cornelio Escipión. Un hombre extraño, pensó Plauto. Un patricio que liberaba a uno de sus mejores amigos pese a que no se reconocía amigo de ellos, pero que decía apreciar sus obras. Un patricio peculiar que cumplía su palabra. Si Roma conseguía gobernantes como aquel hombre quizás algunas cosas pudieran cambiarse aún, pero la vida había hecho de Plauto un ser desconfiado por naturaleza. Aquella ciudad estaba creciendo demasiado y en demasiado poco tiempo y la victoria sobre Cartago parecía haber trastornado a todos. ¿Se contentarían los patricios, los senadores, con dominar África, Hispania, Cerdeña, Sicilia, toda Italia… o querría más? Siempre más.

Los dos escritores se mezclaron entre la multitud, dos pequeños y anónimos seres en medio de la efervescencia de la victoriosa Roma, cuya insignificante existencia habría pasado desapercibida para la posteridad de no ser porque sus palabras escritas sobrevivieron a los siglos que debían sucederles. No pudieron cambiar nada de lo que iba a ocurrir, pese a que lo intentaron, pero pudieron describirlo en sus obras para que otros pudieran entender mejor el pasado de la historia.

98 El rey de Siria

Bosques de Daphne a las afueras de Antioquía, Siria, finales de noviembre del 202 a.C.

Aquella luminosa mañana el rey Antíoco III de Siria paseaba por los bosques de Daphne, cuatro millas al sur de Antioquía, un espacio idílico donde parques, lagos y arroyos se entremezclaban en un paisaje de ensueño. Olía a pino y a agua fresca y clara y el aire era puro y cristalino. Era el lugar donde al rey le gustaba recogerse para reflexionar. Allí mismo fue donde planeó su ataque contra el reino de Egipto para recuperar la Celesiria, y así recuperar las antiguas salidas al mar del viejo imperio, pero aquella guerra fracasó. Egipto se defendió y Antíoco III sólo consiguió recuperar Seleucia de Pieria, el puerto marítimo de Antioquía. Fue algo importante, pero no el objetivo de aquella guerra. En cualquier caso, Antíoco pareció conformarse ante los ojos de los gobernantes ptolemaicos de Egipto y dejó de luchar contra ellos.

Pensó que era mejor que, por el momento, se olvidaran de sus pretensiones. Ya llegaría el día de volverse hacia occidente. Y es que el rey Antíoco III de Siria, señor de todo el antiguo imperio seleúcida, tenía un sueño: recomponer bajo su gobierno el antiguo imperio de Alejandro Magno. Era más que un sueño: era el anhelo vital que le guiaba en todas sus acciones. Después, también en aquel paraje de bosques y lagos fue donde comprendió que lo que debía hacer primero era asegurar el oriente, reconstruir sus fuentes de suministros ancestrales, recuperar todos los territorios desde Siria hasta el río Indo, como hiciera Alejandro, y luego ya volvería hacia occidente y se las vería, de nuevo, con los egipcios. Antíoco planeó entonces su anábasis, su gran marcha hacia el oriente, no sin antes masacrar a sus enemigos en el norte de Asia Menor aliándose con el rey Atalo I de Pérgamo, otro contra el que debería enfrentarse, pero que en aquel momento fue un aliado interesante. Con Asia Menor controlada, a medias por él y por Pérgamo, Antíoco partió hacia oriente: desde el 212 hasta el 205 luchó contra Eutidemo, que se hacía llamar rey de la antigua satrapía bactriana, hasta que el propio Eutidemo aceptó rendir vasallaje a Antíoco. Después, el rey sirio, al igual que Alejandro, marchó hasta el Indo, donde consiguió que el emperador indio de la dinastía Maurya le hiciera entrega de una incalculable cantidad de oro y de un no menos estimable numerosísimo contingente de elefantes asiáticos perfectamente adiestrados para la guerra. Una vez acordado con el reino indio un pacto de comercio que beneficiaría al reino sirio-seléucida del paso de las mercancías de la India con dirección a Egipto, Macedonia, Pérgamo y el occidente del Mediterráneo, Antíoco III organizó su regreso hacia el corazón de su imperio, hacia Babilonia, y decidió hacerlo, una vez más, emulando a Alejandro Magno, por mar, navegando por el Golfo Pérsico. Y después, desde Babilonia, pasando por Seleucia, la impresionante capital oriental de sus reinos, retornó a Antioquía. Había reproducido lo que Alejandro consiguió en oriente, pero para llegar a ser como el gran rey macedonio debía de nuevo reconquistar Egipto, Pérgamo, Macedonia y Grecia. Todo se andaría. Una cosa detrás de la otra.

El rey, escoltado por un nutrido grupo de guerreros sirios, se detuvo ante la entrada del gran templo de Pythian Apolo, levantado en medio de aquel precioso bosque por su antepasado Seleuco I, general que fuera de las míticas tropas del propio Alejandro. Antíoco se adentró en el templo, solo, y se arrodilló ante la hermosa estatua del dios esculpida por el legendario Bryaxis, escultor que antaño trabajara en los monumentos de Atenas. Ante la estatua, atendido por dos sacerdotes y un par de esclavos del templo, el rey Antíoco realizó varios sacrificios y lanzó sus plegarias al dios Apolo. Una vez que hubo cumplido con los ritos ancestrales preservados por su dinastía, salió de nuevo al exterior.

La estancia en el templo parecía haberle ayudado a clarificar su modo de ver las cosas. Lo primero debía ser recuperar las salidas al mar: Celesiria y Fenicia. Ésa era una cuenta pendiente. Luego debería venir la conquista de Grecia, aunque eso conllevara el enfrentamiento con el rey Filipo V de Macedonia, pero así debía ser si quería conseguir su sueño, si quería que todos le recordaran como la reencarnación del propio Alejandro. Antíoco III sonrío con una mueca cínica: paradójicamente había planeado aliarse primero con Filipo para atacar Egipto y recuperar la Celesiria y Fenicia. Hacía semanas que había enviado una embajada a Pella, la capital de Macedonia, para proponer un audaz pacto al rey macedonio y la respuesta debía de estar a punto de llegar; de hecho, mientras caminaba de regreso adonde tenían los caballos, junto a un riachuelo del bosque de Daphne, llegó un mensajero al galope por el camino de Antioquía. Era uno de sus oficiales de confianza, que descabalgó al instante y se postró de rodillas ante su rey.

–Habla, oficial, ¿a qué tanta prisa por verme?

–Ha llegado la respuesta de la embajada al rey de Macedonia, pero, tal y como les instruísteis, los embajadores sólo hablarán ante el rey de Siria y todos los reinos orientales. Esperan en el palacio imperial de la isla.

Antíoco III se volvió hacia el templo de Apolo e inclinó levemente su cabeza. Había que reconocer el trabajo de los dioses y, en especial, cuando éste era tan rápido.

–Vayamos al palacio, por Apolo, y vayamos veloces como el viento.

Y el rey montó sobre su caballo, al que golpeó en los costados con sus talones para obligarle a partir al galope, en dirección al norte, por el mismo camino por el que había venido el mensajero de la capital. Al cabo de unos minutos de galopar, el rey avistó las murallas de Antioquía y redujo la marcha de su caballo a un intenso trote. Antioquía, la capital del imperio seléucida era la segunda ciudad más poblada del mundo conocido, sólo superada por Alejandría, la Alejandría de un Egipto decadente, pensó Antíoco, de modo que eso de ser la segunda ciudad del mundo pronto dejaría de ser así. Antioquía sería pronto el centro de todos los reinos y ciudades, desde Grecia hasta la India, un nuevo renacer de los territorios que Alejandro puso bajo un único gobierno. A medida que se aproximaban a la ciudad, decenas, centenares de soldados apostados en campamentos alrededor de la ciudad, se acercaban al borde del camino real para saludar a su señor. Miles de soldados de todas las regiones del imperio, allí, reunidos, esperando una señal para lanzarse a nuevas conquistas. Desde el regreso de la expedición a oriente, todos aquellos soldados anhelaban nuevos desafíos, nuevas oportunidades donde alcanzar gloria y riquezas y todos sabían que su rey estaba preparando nuevas empresas, nuevas conquistas, hacia Egipto, hacia el Egeo, pero sólo Antíoco III sabía adonde sería el próximo lugar hacia el que marcharía su inmenso ejército. Al pie de las murallas de la ciudad, el propio rey tuvo que detenerse, pues una manada de treinta elefantes cruzaba el camino real conducidos por adiestradores indios que hacían marchar a las bestias gigantes a diario para mantenerlos en forma y dispuestos para el combate. Ése era uno de los diversos regimentos de elefantes que había reunido el rey en sus conquistas de Oriente. Antíoco III no se sintió molesto por tener que esperar: aquellos elefantes, todo aquel tremendo ejército, eran los símbolos nítidos de su enorme poder y gozaba viéndolos marchar ante sí o, en el caso de los miles de soldados, viendo cómo éstos le saludaban y le aclamaban.

Una vez que los elefantes cruzaron el camino, la comitiva real reemprendió la marcha y, una vez más al trote, entraron en la ciudad por la puerta de Daphne cruzando la primera de las murallas defensivas, para al poco tiempo cruzar una segunda muralla por una segunda puerta tras la cual se accedía al corazón de la gran Antioquía: en el interior de aquel complejo de murallas defensivas, macedonios, griegos de diferentes procedencias, muchos de ellos atenienses traídos desde la próxima Antigonia, nativos de la región, muchos judíos y gentes venidas de todas las esquinas de las posesiones del gran Antíoco III caminaban por la gran calle central porticada en ambos lados, quedando a la derecha de aquellos impresionantes soportales la ciudadela levantada en la ladera del monte Silpius y, un poco más hacia el norte, en el mismo lado oriental de la gran avenida, el magnífico teatro griego. Al lado occidental de la avenida, tras los pórticos, se alzaba la vieja muralla que Seleuco I hiciera construir para proteger los antiguos límites de la ciudad, una urbe que había crecido desde los quince mil habitantes de antaño hasta el medio millón de pobladores venidos de todos los rincones del imperio seléucida, una ciudad diseñada por Xenarius imitando los planos de la legendaria Alejandría, urbe a la que cada vez se aproximaba más en esplendor y poder; de hecho, Antioquía era ya conocida como la ciudad dorada, por la enorme cantidad de oro y otras riquezas que fluían por sus calles y avenidas. El rey llegó a una gran plaza, el Nymphaeum, donde giró hacia el noroeste marchando por otra gran avenida que le condujo hasta un puente que cruzaba el río Orontes. Tras el puente estaba la isla: un pequeño islote vadeado por el río Orontes por el sur y por el norte, que el rey Seleuco II Callinicus había empezado a amurallar para anexionar a la ciudad y cuya fortificación había sido terminada por el propio Antíoco III, aprovechando lo inexpugnable de aquel enclave para ubicar en esa misma isla su palacio imperial, al que llegó tras cabalgar por las calles de la isla, donde se levantaban toda clase de edificios para la administración del imperio o para el solaz del rey, como los gigantescos baños reales.

A las puertas de la escalinata del palacio imperial, Antíoco III desmontó de su corcel, y andando, escoltado por sus guardias, entró en el palacio a toda velocidad; ante el rey de Siria las puertas se abrían como por ensalmo ante su presencia, empujadas por esclavos bien adiestrados y temerosos de no estar atentos a las idas y venidas de su amo. Llegó al fin, Antíoco III, a su salón del trono, se sentó en su gran butaca de oro y bronce y, a sus pies, de rodillas, esperaban los embajadores que había enviado a parlamentar con el rey Filipo V de Macedonia. Antíoco III hizo una señal con un dedo y uno de los embajadores, el más mayor, un hombre de casi sesenta años, que doblaba al rey en edad, empezó a hablar con una voz suave, propia del diplomático en el que había convertido toda su persona.

–Gran Rey de Antioquía, Siria y todos los reinos del imperio seléucida, mi señor y dueño…

–No he venido cabalgando al galope desde Daphne para oír mis títulos y tus palabras de adulador profesional. Epífanes, habla y responde tan sólo a esta pregunta: ¿ha aceptado el rey de Macedonia mi propuesta?

Epífanes llevaba toda la vida sirviendo a Antíoco III y antes a sus predecesores. No se sorprendió por ser interrumpido ni se lo tomó a despecho. Respondió a lo que se le preguntaba con precisión.

–El rey Filipo V ha aceptado, mi señor.

–Bien, eso está muy bien, por Apolo y todos los dioses del Olimpo, eso está muy pero que muy bien. Epífanes, tendré al final que recompensarte por tus buenos servicios. – Y el rey bajó de su trono. No tenía ganas de escuchar más por el momento. Ya hablaría más tarde con Epífanes sobre todo lo que se hubiera hablado con el rey de Macedonia. Lo esencial ahora era que Filipo V había aceptado. Egipto iba a ser troceado en pedazos. Las islas del Egeo, de momento, para Filipo, y Celesiria y toda Fenicia para él mismo: su imperio tendría las amplias salidas al mar Mediterráneo que necesitaban para atacar toda Grecia por mar, a la vez que atacaría Asia Menor por tierra. Su ejército tenía ya trabajo. Mucho trabajo por hacer. Una inexorable gran guerra de gloria, riquezas ilimitadas y poder se avecinaba sobre el mundo y nadie podría detenerle. La aquiescencia de Filipo en sus primeros movimientos le permitiría posicionarse dominando las costas de Asia y para cuando Filipo quisiera plantarle cara, su poder sería ya demasiado grande, demasiado inesperado, demasiado irrefrenable. No podrían detenerle, ni Filipo, ni ese niño de seis años, Ptolomeo V, llamado a ser el último rey de la dinastía lágida en Egipto. Y de premio colocaría en una pica la cabeza del tutor de Ptolomeo V, ese astuto Agatocles. Agatocles recurrirá a Roma, le avisaban algunos consejeros, incluso el propio Epífanes, pero otros consejeros menospreciaban a esa desconocida Roma, una ciudad bárbara en el extremo occidental del Mediterráneo que, además, llevaba años y años en una tremenda guerra de desgaste con Cartago. No. Era el momento del gran Antíoco III: Filipo V engañado, Ptolomeo V y su tutor cogidos por sorpresa y las ciudades del occidente enfrascadas en sus propias guerras, agotadas, exhaustas, necesitadas de paz. No le atacarían. No socorrerán a Egipto, porque necesitan reponerse de sus pérdidas, de sus muertos, y para cuando Cartago o esa desconocida Roma quieran reaccionar, si es que alguna vez se atrevían a tanto, sus elefantes, su flota, sus ejércitos, estarán avanzando ya contra ellos. Pronto el mundo entero le rendiría pleitesía. Antíoco III, más grande aún que Alejandro. ¿Qué rey, qué general podía oponérsele?

El rey había regresado paseando hasta las puertas de su gigantesco palacio imperial y se detuvo en lo alto de la escalinata. Desde allí podía observar su hermosa ciudad que se extendía en un diámetro de tres millas entre el río Orontes y el monte Sulpius. Antioquía. El centro de la tierra, sólo que reyes y gobernantes de algunas regiones aún no lo sabían. Habría que hacer entrar en razón a todos con una nueva y definitiva guerra. Eso era: para alcanzar sus objetivos necesitaba un mundo en guerra. Sus tropas necesitaban una guerra, sus consejeros alentaban una guerra, su destino exigía una guerra.

99 Dos almas solitarias

Cartago, noviembre del 202 a.C.

Aníbal entró en la que había sido la habitación de su padre Amílcar. Ahora era suya. Eso es lo que toda una vida de campañas y guerra le había dejado: una gran residencia en el centro de Cartago y, dentro de ella, la austera habitación de su padre: dos ventanas pequeñas por las que entraban los lánguidos rayos del atardecer africano, un lecho limpio en el centro, una mesa con una bacinilla sin agua encima, un taburete y una cortina que daba acceso a un pequeño baño que su padre hiciera construir para relajarse en la intimidad. Eso era todo. Poco. Aníbal se sentó en el borde de la cama. Suficiente. La habitación estaba sorprendentemente pulcra. No había polvo y el lecho tenía dos mantas limpias. Los esclavos de su padre debían de haber mantenido aquellas estancias así durante años. Aníbal lo archivó en su memoria. Tenía servidores leales en aquella casa. Era algo, quizás un principio de algo. Aníbal Barca se levantó, se quitó la coraza y la depositó en el suelo con cuidado. Estiró los brazos. Estaba anquilosado y le dolía el brazo derecho, de combatir, de luchar, de matar. Había estado a punto de derrotar a aquel joven general romano. A punto. Pero a punto no es suficiente en el campo de batalla. Si hubieran enviado aquellos barcos de más… Sacudió la cabeza. El pasado era pasado y no tenía sentido lamentarse. Se hacía mayor. Las energías le abandonaban y no debía perder ni un ápice en pensar lo que habría podido ocurrir, lo que habría podido ser… Su padre le enseñó a ser práctico. Ahora, sin Asdrúbal y Magón, sin sus hermanos, ya nada sería lo mismo. La guerra se los había llevado. Suspiró. Se desató las sandalias. Fue un alivio dejar sus pies desnudos, al aire y mover los dedos mientras se echaba hacia atrás y apoyaba sus manos en el lecho para sostener su cuerpo reclinado.

Pasa así un minuto.

Aníbal Barca, general en jefe de los ejércitos cartagineses, se sienta de nuevo con la espalda recta. Las plantas de sus pies, apoyadas sobre la piedra fría, le dan seguridad al sentir el suelo pétreo. Algo firme, algo sobre lo que sostenerse, nada que ver con las eternas promesas de refuerzos y provisiones que durante años le llegaron de Cartago sin hacerse realidad. Aníbal se lleva despacio la mano derecha al parche que le cubre el ojo izquierdo ciego y se lo quita dejándolo sobre la almohada. Se rasca el ojo muerto con los dedos. Como siempre, no siente nada. Hace algo de frío pero las mantas le arroparán. Se levanta y se desata el cinturón que sostiene la espada. Está dejando el arma sobre la cama cuando se oye un golpe tras la cortina. Aníbal interrumpe su movimiento y desenvaina la espada, dejando sólo la vaina sobre el lecho. Se gira hacia la cortina. Con sus pies descalzos avanza lentamente hacia el baño. No se oyen más ruidos. «¿Tan pronto envían asesinos a por mí?» Se extraña de aquellas ansias por matarle.

Sabía que tenía tantos enemigos en Cartago, en particular Giscón y los suyos, como en un campo de batalla, pero no dejaba de sorprenderle la celeridad en enviar un sicario. Aníbal empuña el arma con fuerza. Matar a un hombre más no era demasiado esfuerzo y así podría ganarse unas horas de sueño. Era peculiar que alguien hubiera podido acceder a aquella estancia. Quizá los esclavos no eran tan leales al fin y al cabo y era fácil comprarlos. El sufete había dejado claro que si algo había en aquella ciudad era dinero.

Aníbal está a unos centímetros de la cortina. Afina su oído. Se escucha una respiración nerviosa al otro lado de la tela. Considera atravesar el tejido con el arma, sin más, pero Aníbal es hombre que gusta de mirar a sus enemigos a la cara antes de matarlos. De un estirón violento arranca la cortina. La tela cae a un lado y las anillas que la sujetaban ruedan por el suelo de piedra desparramándose por las cuatro esquinas de la habitación. Aníbal levanta su espada para clavarla en el pecho de su asesino y encuentra… una mujer.

El general detiene su furia un segundo. Los ojos de la mujer están aterrorizados, pero le miran fijamente, con orgullo. Qué absurdo, piensa Aníbal.

–¿Quién te envía? – pregunta Aníbal en su lengua entre irritado y cansado.

–No me envía nadie. Yo vivo aquí-responde la mujer en la misma lengua, aunque con un acento extranjero. Aníbal baja la espada y suspira.

–No quiero esclavas esta noche. Márchate y no vuelvas a ocultarte ante mi presencia o la próxima vez te ensartaré como a una alimaña.

Aníbal se dio la vuelta. Había dado el asunto por concluido. No esperaba respuesta alguna, por eso le sorprendió escuchar de nuevo la voz de aquella mujer.

–Yo vivo aquí, pero no soy esclava de nadie. Nunca lo he sido y nunca lo seré.

Aníbal se volvió hacia la mujer y la examinó con más atención. Debía de tener unos treinta años. Era mayor para su gusto, pero no dejaba de tener su atractivo. Sus facciones eran suaves y las arrugas, escasas. Su piel mostraba que no era una adolescente, pero parecía suave y sus ojos, una vez que se habían recuperado del terror inicial, transmitían cierto sosiego que Aníbal encontró, por alguna razón que no acertaba a entender, reconfortante. Una esclava exótica, sin duda, pero no recordaba una mujer de ese tipo entre los esclavos de sus padres. Y esa forma de hablar, esa forma de utilizar palabras africanas, la había oído antes.

–Si no eres una esclava, ¿quién eres? Es difícil justificar tu presencia aquí y quizás al final deba terminar ensartándote con mi espada.

–Nadie en todo Cartago se atrevería a tanto. – La mujer replicaba con una seguridad creciente y se movía por la habitación como si estuviera acostumbrada a estar allí.

–¿Que nadie se atrevería a tanto? Yo sí me atrevería. Hace una hora he estado a punto de matar a uno de los estúpidos sufetes de esta ciudad, así que no veo por qué no iba a atreverme contigo. Pero tienes suerte de que esté cansado. Sal de aquí y ya hablaremos más tarde, ya que vives aquí. – En cierta forma Aníbal se estaba divirtiendo. Hablar con una mujer desafiante y, aunque algo mayor, hermosa, alejaba sus pensamientos de la reciente derrota, del fracaso de toda aquella guerra.

–Yo soy Imilce, la esposa de Aníbal, y no creo que nadie se atreva a matarme sabiendo eso. Ahora soy yo quien pregunta: ¿cómo te atreves a entrar en casa de los Barca, en casa de mi señor y amenazarme?

Aníbal se sentó en la cama para digerir aquella información. ¿Imilce? Imilce. Seguía viva. Giscón, después de todo, cumplió con su misión de protegerla. Una propiedad valiosa, aquella mujer, para garantizarse la lealtad de gran número de iberos, por eso la protegería y la traería a Cartago, pero él la recordaba como una adolescente, una preciosa mujer casi niña. Dulce en la cama, tierna y obediente. Nunca le dio problemas. Tampoco le dio un hijo. Imilce.

–Yo soy Aníbal.

Fue entonces la mujer la que buscó asiento en el taburete, junto a la mesa. Aníbal. Le miró con intensidad. El rostro herido, un ojo sin mirada, la túnica ensangrentada. Aníbal, el general en jefe de todos los ejércitos de Cartago, Aníbal, su esposo. Se había hecho mayor, estaba algo encorvado y sucio y desaliñado. No era el apuesto jefe de los cartagineses en Hispania. Era un hombre cansado que regresaba a casa después de años de ausencia y combate. Imilce lamentó no haberle reconocido.

–Entiendo -dijo Imilce. Meditó unos instantes y luego continuó-. Ordenaré a los esclavos que te traigan agua fresca y paños con los que lavarte y un poco de vino y queso y pan.

–Eso está bien -respondió Aníbal sin dejar de mirarla, y añadió una pregunta-. ¿Los esclavos te obedecen?

–Soy la esposa de su señor.

Aníbal cabeceó un par de veces.

–Eso está bien. Y el agua y el vino, lo que has dicho, está bien. Sólo quiero descansar un poco.

Imilce se levantó y se dirigió a la puerta. Se detuvo y sin volverse a mirar a su esposo habló hacia la pared.

–He procurado que la casa estuviera limpia y en orden. No sabía qué otra cosa se esperaba de mí. Espero haber hecho lo correcto.

–Así es, has hecho lo correcto. – Y Aníbal vio cómo abría la puerta-. ¿Por qué no has regresado a Hispania, con tus padres, con tu familia?

Imilce se volvió hacia el general sin separar su mano derecha del marco de la puerta.

–Mis padres murieron, mi familia también, mi ciudad, al menos tal y como yo la conocí, ya no existe. Fue arrasada por los romanos. Perdonaron la vida de algunos, pero mi padre murió en la guerra y mi familia y todos los que les apoyaban fueron asesinados porque… por ser tu esposa.

–Lo siento.

Imilce no iba a responder pero al fin añadió una frase con sumo cuidado.

–Sé que tú también has perdido a tus hermanos en esta guerra. Lo siento.

Aníbal no se sintió incómodo porque Imilce mencionara a sus hermanos muertos. La miró y asintió aceptando aquellas palabras. A fin de cuentas, sus hermanos estuvieron de acuerdo con aquella guerra, mientras que aquella ibera no había podido elegir. La mujer abrió la puerta, salió y Aníbal Barca, entonces sí, se encontró a solas. Era una soledad que había siempre esperado con temor y que, de forma curiosa, el reencuentro con aquella hispana venida de tan lejos había aligerado un tanto. Ambos eran almas en soledad. Eso les unía.

Aníbal se recostó en la cama. Pasaron unos minutos. Llamaron a la puerta.

–Adelante.

Un esclavo joven, nervioso, entró con una bandeja con un jarro de agua, otro más pequeño de vino, una copa, algo de queso y pan y unos paños. Lo dejó todo en la mesa y salió raudo como el viento. Aníbal miraba el techo de su habitación. Había algunas humedades. Debería ocuparse de arreglar su casa. Aún no sabía si permanecería en ella largo tiempo o si su estancia en Cartago sería, una vez más, breve. Ocuparse de las cuestiones domésticas le ayudaría a olvidarse un poco al menos de la guerra y de la política. ¿Sería posible continuar la lucha contra Roma? No desde Cartago. No desde el Cartago actual. Quizá más adelante. ¿Quizás en otro sitio? ¿Había algún rey lo suficientemente osado como para no temer a Roma? ¿Y lo suficientemente fuerte? ¿Quedaba algún ejército que pudiera retar a las legiones de Roma? Filipo V de Macedonia se aventuró a sellar un pacto con él, pero luego resultó ser un pobre aliado sobre el terreno. No. Ése no parecía el camino a seguir. Debía reconstruir la fortaleza de Cartago o aliarse con otro rey extranjero que realmente hubiera reunido algún vasto ejército, lo bastante poderoso como para infundir temor a los romanos. O ambas cosas a un tiempo. Estaba cansado. Llevaba toda su vida, desde la adolescencia, en guerra, contra los iberos primero, luego contra todos los pueblos que se le opusieron en su viaje a Italia y siempre contra Roma. ¿Algún rey extranjero? Egipto estaba en manos de un niño, Filipo no valía. Pérgamo era aliado de Roma y más al oriente no debían de estar interesados en lo que ocurría en el otro extremo del mundo, ¿o sí? Aníbal pensó en lavarse y comer algo mientras aclaraba sus ideas y tenía esa intención, pero cerró los ojos y se quedó dormido.

100 El respeto de los procónsules

Útica, primeros días de diciembre del 202 a.C.

En el puerto de la conquistada Útica, Publio y Lelio supervisaban las maniobras de atraque de una nueva flota de refuerzos y suministros, mientras que mentalmente repasaban la situación en la que se encontraban. Ante aquella vasta concentración de legiones, Cartago debería ceder pronto ya a todas las peticiones de Roma: devolver los barcos apresados durante la tregua, proporcionar trigo a las tropas romanas en África para los próximos tres meses, entregar toda su flota, excepto diez trirremes que conservaría para tareas defensivas únicamente, liberar a todos los prisoneros de guerra y entregar a los desertores romanos para ser ajusticiados según las leyes de Roma; reconocer a Masinisa como legítimo y único rey de toda Numidia, quedando todas las ciudades y territorios de aquel país bajo su gobierno, pagar 10.000 talentos eubocios a plazos a lo largo de los próximos cincuenta años, y presentar ante él mismo cien rehenes cartagineses que actuarían como garantía del cumplimiento de Cartago de todas aquellas cláusulas de paz. Eran unas condiciones durísimas, implacables, que inutilizaban al Senado de Cartago para poder decidir en ningún asunto más allá de sus murallas y que dejaban de hecho sus posesiones en África a merced de la codicia y ambición sin límites del recién instaurado rey de toda Numidia, Masinisa.

–¿Crees que lo aceptarán todo? ¿Tal cual? – preguntó Cayo Lelio, como si leyera los pensamientos del procónsul.

Publio afirmó con la cabeza.

–Lo harán, Lelio, lo aceptarán todo. No tienen ejército y su mejor general, Aníbal, dicen que se ha refugiado en su casa y que se niega a recibir a nadie. Parece que da la espalda al Senado púnico porque considera que los actuales gobernantes de la ciudad no le apoyaron en el pasado.

–¿Y tiene razón?

–Es muy posible, para nuestra fortuna, Lelio, es muy posible que así haya sido. Pero eso ya es el pasado. Yo miro al futuro. – Un gran triunfo en Roma.

–Sí, eso también, pero más allá. – Publio continuaba hablando mientras miraba al mar-. Paz y descanso. Primero, tierras de labor para los veteranos de la V y la VI.

–El Senado te las concederá sin ninguna duda. Los dioses saben que esos hombres se las han ganado.

–En eso confío -confirmó Publio, su mirada siempre fija en el horizonte del mar-. Y luego, paz y descanso, Lelio. Creo que a Roma ya le ha llegado el turno de disfrutar de la paz, de cerrar de una vez las puertas del templo de Jano. Llevamos dieciséis años de guerra ininterrumpida. Eso es insostenible. Con Cartago derrotado, los galos se replegarán al norte y no se atreverán a atacarnos en mucho tiempo y lo mismo Filipo en Macedonia. Roma no tiene ahora ya enemigos de importancia. Podremos descansar todos un poco. ¿No te apetece descansar, Lelio? – preguntó el joven procónsul de Roma y miró hacia su oficial. Encontró a Lelio mirando hacia su izquierda, justo allí donde su esclava Netikerty aguardaba escoltada por dos legionarios. Publio cambió de tema y dirigió sus palabras hacia los pensamientos de su amigo-. ¿Has decidido hacer ya todo lo que te sugerí…? Sobre esa muchacha, me refiero.

–Sí -dijo Lelio con cierto tono vibrante en su voz-. Ya está todo dispuesto.

–Es lo mejor.

–Sí.

–¿Aún te duele su traición, Lelio? – Sí.

–Pudo ser mucho mayor, Lelio. En conjunto, si lo piensas con frialdad, nos ha prestado servicios muy valiosos.

–Aun así me traicionó. Y no puedo pensar en Netikerty con la cabeza fría. No puedo. Me traicionó.

–Hasta cierto punto… en cualquier caso, éste es un debate sin sentido. Lo mejor es hacer lo que hemos dispuesto.

–Sí -confirmó Lelio, y se separó de Publio tras saludarle con una inclinación de cabeza.

Publio lo vio distanciarse, camino adonde la joven esclava esperaba las palabras de su amo, que debía anunciarle su destino. La mirada del procónsul se cruzó entonces con los hombres que se acercaban hacia él y que, a su vez, se cruzaron con Lelio, ante el que se detuvieron un instante, saludaron y reemprendieron su marcha hacia el procónsul. No eran unos oficiales sin más, sino otros dos procónsules, Lucio Cornelio

Léntulo, de la misma gens Cornelia que el propio Publio, muestra del ascendente poder de sus allegados en Roma, y Cneo Octavio, un joven procónsul que ya fuera pretor hacía unos años. Léntulo tenía asignado el mando de la flota que Roma acababa de enviar a África con provisiones y sumisitros para proporcionar a las legiones de Escipión -ya nadie se refería a ellas como las «legiones malditas»- todo lo necesario para la perfecta conclusión de sus, a la vista de todos ya, gloriosas campañas de África. Cneo Octavio, por su parte, tenía el mando de las tropas de refuerzo que debían complementar a las legiones V y VI.

Eran procónsules. Tenían derecho a desplazarse siempre rodeados por sus lictores preceptivos cada uno y, sin embargo… Publio los observó avanzando hacia él y su escolta, pero solos, acompañados tan sólo por cuatro legionarios. Levantó la vista y más atrás vio a los lictores de aquellos procónsules aguardando en medio de los muelles. Los recién llegados promagistrados se acercaban al procónsul de África dejando a sus lictores atrás en señal de reconocimiento y respeto hacia la superioridad incuestionable mostrada por el que todos ya llamaban Publio Cornelio Escipión, Africanas. Publio, durante la conversación con Lelio, se había sentado sobre unos sacos de sal acumulados junto a los barcos que debían zarpar hacia Cartago para empezar el asedio final, pero, impresionado por el gesto de sus colegas, se levantó para recibirlos en pie.

–Te saludo, Publio Cornelio Escipión -dijo Léntulo deteniéndose ante él.

–Te saludo, procónsul, que los dioses te guarden por muchos años -añadió Cneo Octavio.

Publio asintió con la cabeza, sin decir nada más durante unos segundos. Luego se sentó de nuevo sobre los sacos.

–Os saludo a los dos. Espero que hayáis tenido buena mar y que Neptuno haya sido amable durante vuestro viaje. Por favor, disculpad mi informalidad al sentarme, pero estoy… estoy un poco cansado y tengo una herida en este muslo -dijo llevándose la mano a la pierna donde la espada de Aníbal había rasgado su piel y sus músculos- que no deja de dolerme miserablemente.

–El procónsul está herido y debe descansar -añadió Léntulo, y Cneo Octavió asintió. Ambos sabían quién era el autor de esa herida. Era un corte del que un procónsul de Roma podía hablar con orgullo. Publio volvió su mirada al mar. Fue Octavio el que se decidió entonces a hablar.

–¿Cómo crees que debemos conducir el ataque a Cartago, Publio Cornelio?

Nuevos procónsules, y, sin embargo, en lugar de vanidad, Publio encontraba en ellos respeto, con las mismas miradas de admiración que sus propios legionarios de la V y la VI le dedicaban, sólo que estos que le hablaban no eran simples soldados, sino procónsules de Roma, hombres a su nivel y ambos de mayor edad, y, no obstante, los dos se desvivían por mostrarse cordiales y hacer patente que reconocían su mando. Ése fue el momento en el que Publio empezó a ser consciente de lo que había conseguido. No es que hubiera derrotado al mayor de los enemigos de Roma, es que estaba dando término a la guerra más cruenta y peligrosa en la que nunca antes había luchado su ciudad, y más aún: lo había hecho con tropas despreciadas por todos, en territorio enemigo, contra cartagineses y todos sus aliados y contra ochenta elefantes. Todo ello magnificaba aún más aquella tremenda hazaña. A los ojos de millares, decenas de miles, centenares de miles de romanos, él era mucho más que un procónsul, y entre esos admiradores no sólo estaba el pueblo, sino senadores y otros magistrados, como aquellos dos procónsules que aguardaban su consejo para saber la forma más apropiada, a su juicio, para conducir el desenlace de aquella campaña.

–Pienso que lo mejor -empezó Publio- será que Léntulo y yo llevemos la flota de Útica a Cartago y que tú, Octavio, avances por tierra con las legiones. Mi herida no me permite marchar al frente de esos hombres. Lelio regresará a Roma con el botín expoliado a los cartagineses en estos años. Eso es lo que yo haría.

–Sea -dijo Léntulo, llevándose el puño al pecho como quien acaba de recibir una orden, y Octavio una vez más asintió sin manifestar duda alguna. Publio se levantó y puso su mano derecha en el hombro de Octavio.

–Te dejo unas buenas legiones. Cuídalas -le dijo.

–Son buenas legiones. A toda Roma le consta el valor de la V y la VI.

–Bien -concluyó Publio-. Eso está bien. Ahora debo marcharme a poner en orden unas cuestiones de intendencia con uno de los quaestores. Quizás, Octavio, quieras acompañarme.

–Sería un honor, procónsul -respondió el aludido sin ocultar su interés.

–Por los dioses, pues vamos allá, y dejaremos a Léntulo que supervise la preparación de la flota -apostilló Publio, dirigiéndose a Léntulo, que afirmó con la cabeza un par de veces.

Octavio y Publio se pusieron en marcha. El primero, admirado por la cordialidad de aquel procónsul herido que era ya casi una leyenda y el segundo, cojeando levemente, pensando en que pronto Cartago cedería a todas las condiciones impuestas por Roma, pensando en que eso traería la paz a su vida, la paz a Roma, la paz al mundo entero. Publio pensó en qué hermoso podría ser ya vivir en sosiego con su mujer y sus hijos, con la seguridad de saber que ya nunca el tan temido Aníbal, nunca jamás, podría estar en situación de poner en peligro la vida de su joven hijo, pues la guerra contra Aníbal había terminado antes de que el muchacho tuviera edad de empuñar un arma. Publio había dado forma al sueño de su padre y de su tío, había cumplido la promesa a su madre de terminar aquella guerra y había conseguido regresar a Roma para poder decir a Emilia, su amada esposa, que no debía padecer ya por la seguridad del joven Publio. Eso era lo más importante de todo. Había visto morir a su padre y a su tío, y su esposa también había visto caer a su padre, de quien traía de regreso, al menos, su anillo consular. Un pequeño consuelo en medio de toda aquella tempestad, pero un principio sobre el que edificar una vida feliz.

Lo único que le preocupaba era un nuevo sueño que había tenido la noche anterior, un sueño que había sustituido al de los elefantes. Era como un nuevo presagio. En ese sueño Publio había visto lo peor que un ser humano puede ver en su vida: la muerte de un hijo, de su hijo. Era un misterioso presentimiento que en aquellos momentos resultaba absurdo y sinsentido, en especial tras la completa y absoluta derrota de Aníbal, por eso Publio lo apartó de su mente, decidió no darle mayor importancia y se refugió, una vez más, en sus ansias de descanso y paz. Sólo quería regresar a casa.

101 Un extraño adiós