El procónsul caminaba entre sus tropas en silencio, conocedor de que todos sus legionarios observaban sus movimientos con extraordinaria atención. La batalla definitiva iba a tener lugar en pocos días, quizás en pocas horas, y la expectación creciente entre los soldados se concentraba en la figura de su general. Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma con mando de general para las legiones expedicionarias en el norte de África, era consciente de los miles de ojos que analizaban sus movimientos. Y sentía el temor y la duda, el ansia y la expectación, y las decenas de diferentes sentimientos que, intensamente entremezclados, embargaban el ánimo de sus tropas. Por ello, el general caminaba despacio, seguro, firme, invitando a la confianza en sus gestos, al sosiego y a la seguridad de que todo estaba bajo control. Ante ellos, después de casi tres años de campaña en África y después de dieciséis años de guerra o, lo que era más importante para aquellos legionarios, catorce años después de la derrota de Cannae, tenían al fin su oportunidad contra el ejército de Aníbal. La noticia, no por esperada, había dejado de ser recibida con gran sobresalto. Aníbal el invencible, conquistador de ciudades, que había atravesado los Pirineos, el
Ródano, los Alpes y asolado durante años Italia, Aníbal, el destructor de decenas de legiones romanas, el verdugo de cónsules y procónsules, y decenas de senadores y tribunos, Aníbal, el mayor enemigo de Roma, estaba allí. De nuevo. La historia se repetía. La mayoría de los legionarios al mando del procónsul ya se habían enfrentado al general cartaginés, y habían sido derrotados. Y de nuevo Aníbal se cruzaba en su camino. El recuerdo de Locri, con la retirada del general púnico, animaba un poco sus corazones, pero todos sabían que en África los extranjeros eran ellos y que Aníbal no se mostraría tan cauteloso en su patria. Todos sabían que lo de Locri no se repetiría y que Aníbal no se desvanecería entre la bruma de un amanecer extraño. No, Aníbal no se retiraría, no, sino que plantaría cara en una batalla feroz, cruenta, inmisericorde. Sí, Publio percibía el temor en sus hombres. Todo se repetía igual que hace catorce años con dos diferencias: el general al mando de los romanos era otro y ahora se encontraban en África. Por eso los legionarios no quitaban la mirada de su general en jefe. ¿Sería este nuevo general más astuto, más valiente, más inteligente que Aníbal? ¿Será este general el primero con el que consigan la victoria frente a Aníbal?
Estaba a punto de amanecer y, sin embargo, hacía calor pese a ser entrado el mes de octubre. Publio se detuvo en un puesto de guardia y pidió agua a uno de los legionarios. Enseguida se le trajo un vaso y se sirvió agua de un odre de piel de vaca. El general bebió mientras contemplaba desde el puesto de vigía a la entrada del campamento la disposición, a unos diez mil pasos de distancia, de los primeros puestos de avanzadilla que el general cartaginés había dispuesto para vigilar los movimientos de los romanos. Eran pequeños grupos de tropas esparcidos en el horizonte. Nada hacía presagiar un ataque inminente. Aníbal, al igual que él, esperaba el momento oportuno de avanzar con todo el ejército.
Publio volvió sobre sus pasos y se adentró de nuevo por el campamento romano que gobernaba. Las miradas de los legionaros le siguieron mientras su séquito de lictores observaba a su alrededor. Así, acompañado por su escolta, el general llegó a la tienda del praetorium, en el centro del campamento. Dos legionarios descorrieron las cortinas de acceso a la tienda para facilitar la entrada a su general. En el interior le aguardaba reunido todo su alto mando, cuando un joven legionario entró en la tienda escoltado por dos de los lictores que vigilaban en el exterior del praetorium.
Los tres soldados apenas dieron un paso en el interior de la estancia y se detuvieron. El silencio se apoderó de todos los presentes: Cayo Lelio, Marcio, Silano, Mario, Terebelio, Digicio, Cayo Valerio, el resto de los tribunos y centuriones de la V y la VI, los seis praefecti sociorum de las tropas auxiliares, el rey Masinisa, que a los ojos de todos había respondido, sin ilusión pero con disciplina, a la llamada del procónsul, y los decuriones de la caballería romana, que se miraron entre sí sorprendidos. ¿Cómo se atrevían esos soldados a interrumpir el cónclave del estado mayor cuando el procónsul organizaba el ataque contra Aníbal? Sólo Publio Cornelio Escipión permanecía impasible con su mirada detenida sobre los planos de la región que le habían proporcionado sus informadores de África, sin aparentemente prestar mayor atención a los legionarios. Pasó así medio minuto de silencio intenso que nadie se atrevía a romper, ni los soldados recién llegados ni los tribunos y centuriones que rodeaban, a la espera de su reacción, a su líder. Por fin, sin despegar la mirada de los planos, Publio Cornelio Escipión hizo una pregunta.
–¿Qué ocurre?
Fue una pregunta breve, en la que no había nada sobreañadido, pero en cuyo tono seco se percibía una contenida irritación del general en jefe de las tropas alimentada por el cansancio y, también, por la tensión de la última campaña y las recientes confrontaciones con los cartagineses que se negaron a dejar recuperar la flota de abastecimiento encallada en la bahía de Cartago. Un tono que, junto con esas dos palabras, dejaba entrever a los legionarios que más les valía que tuvieran una muy buena excusa para interrumpirle esa mañana; una excusa como que un incendio estaba devastando el campamento o que el general cartaginés había lanzado un ataque por sorpresa aprovechando la endeble luz del alba. Cualquier otra explicación sería insuficiente para mitigar la incipiente ira del general romano.
El legionario más joven avanzó dos pasos hasta quedar a tres metros de distancia de la mesa que rodeaban sus superiores y, dirigiéndose con voz clara pero respetuosa a su general, argüyó el motivo de su en apariencia inorportuna entrada.
–Tenemos unos emisarios de los cartagineses en la puerta del campamento. Dicen que deben entrevistarse con nuestro general. Les hemos dejado pasar desarmados y les hemos dicho que tenían que esperar, a lo que han respondido que traían un mensaje urgente de Aníbal para el procónsul; les hemos insistido en que aun así tenían que esperar; entonces nos han dicho que Aníbal solicitaba una entrevista personal con Publio Cornelio Escipión, general en jefe de las tropas romanas en África y que necesitaban llevar una respuesta a Aníbal esta misma mañana. Hemos dudado, mi general, y hemos pensado que lo mejor era comunicar el mensaje inmediatamente para que se decida si hay que transmitir respuesta rápida o no.
El legionario inspiró aire una vez terminada su explicación y se retiró dos pasos atrás hasta quedar en línea con los otros dos soldados que habían custodiado su entrada en el praetorium. El procónsul de Roma, que había escuchado la explicación del legionario sin levantar la mirada del plano que estaba consultando y sobre el que se había permitido hacer un par de marcas en diferentes lugares mientras escuchaba al soldado, levantó por fin la mirada y exhaló un profundo suspiro. Por un momento había temido seriamente que algún desastre realmente grave hubiera acontecido, algo que desbaratara sus planes. Pero no era así. Aníbal deseaba hablar con él. Aníbal, el general invicto del imperio cartaginés, la joya del poder militar del norte de África, el general que había derrotado en sucesivos combates a los romanos y que había eliminado de la faz de la tierra a más de una docena de legiones de Roma, deseaba, por primera vez, entrevistarse con un general romano. Inaudito.
–Legionario, has hecho bien en transmitir este mensaje. Regresa donde están esos emisarios de Aníbal y diles que esperen. En breve les daré una respuesta que llevar a su general.
–Sí, mi general -dijo, y salió de la tienda. Los tribunos que rodeaban a Publio Cornelio Escipión esperaron una señal del procónsul para hablar.
–¿Y bien? – preguntó Publio-. ¿Qué creéis que debemos hacer?
Lelio, como oficial de mayor edad, incluido el propio procónsul, el lugarteniente del general, el único entre los presentes que le conocía desde su primera batalla en suelo italiano, que lo había acompañado en sus campañas en Hispania y con quien más batallas victoriosas y momentos difíciles había compartido, fue el primero en dar su parecer.
–Puede ser una trampa. Puede que no y que Aníbal desee realmente entablar conversaciones y, si así fuera, lo más posible es que desee negociar un posible tratado de paz. Pero puede ser una trampa para que, o bien pensemos que están pensando en la paz más que en la guerra, para que así nos relajemos y luego atacarnos por sorpresa, o bien… -Pero Lelio no concluyó su frase. Dudó.
–¿O bien? – preguntó Publio.
–O bien es una trampa que persigue el asesinato de nuestro procónsul. Con Aníbal, cualquier cosa es posible.
Los demás oficiales, animados por la intervención de Lelio, aportaron sus opiniones. Marcio, Silano y Mario se inclinaban por la idea de que se trataba de una maniobra de distracción, mientras que Terebelio, Digicio y Valerio estaban persuadidos de que era una conspiración para asesinar al general romano que tanto temían los cartagineses.
–Bien -habló de nuevo Publio tras escucharlos a todos-. Lelio ha resumido con claridad las opciones. A decir verdad, es difícil saber cuál es la correcta. Es difícil… necesitamos saber más. Que den orden de traer a esos emisarios; lo mejor será saber de su boca qué es lo que exactamente entiende Aníbal por una entrevista, las condiciones de ese posible encuentro.
Cayo Valerio salió de la tienda y se le escuchó dar las órdenes oportunas. Publio, entretanto, se sentó en la sella curulis junto a la mesa y volvió a observar con detenimiento el plano. Señaló las marcas que había trazado sobre el mapa y preguntó a Lelio directamente:
–¿Cuál de estas dos colinas crees mejor para un ataque con la caballería númida?
El joven legionario que había interrumpido el cónclave del estado mayor en el praetorium, tras atravesar las interminables hileras de tiendas del campamento romano, llegó a la porta praetoria de la empalizada que protegía al ejército acampado en África. Allí estaban los tres emisarios cartagineses. Eran hombres altos y robustos, de tez oscura. Uno de ellos era, sin duda, el líder; su uniforme de campaña iba cubierto por un manto rojo oscuro, seguramente, un centurión o algún otro importante oficial del ejército de Aníbal. El legionario se dirigió directamente a este hombre.
–Seguidme.
Los cartagineses asintieron en silencio y caminaron siguiendo los pasos del legionario. Unos quince soldados romanos escoltaron a los emisarios púnicos en su recorrido por el campamento. La voz de que Aníbal deseaba entrevistarse con el procónsul ya había corrido por todos los rincones del cuartel. Era un acontecimiento que suscitaba sorpresa y curiosidad, y también un cierto orgullo, ya que nunca antes Aníbal había considerado importante entrevistarse con ningún otro cónsul o procónsul de Roma. Algo estaba cambiando. También había miedo. Muchos de aquellos soldados que ahora veían pasar la comitiva cartaginesa de emisarios de Aníbal habían formado parte de las legiones arrasadas por el cartaginés en Italia. Muchos de esos soldados habían sido ya derrotados por Aníbal y saber que el general cartaginés, al mando de un poderoso ejército, se encontraba a apenas unas millas de distancia, no les resultaba nada tranquilizador. Pero precisamente por eso habían venido. Los soldados de las legiones V y VI estaban allí precisamente por eso, para vengarse, para luchar, para vencer… Y Locri, pensaban, en Locri los cartagineses se esfumaron, se retiraron.
Los tres mensajeros de Aníbal entraron en la tienda del procónsul.
–Cualquier emisario en son de paz es bien recibido en este campamento. Decid esto a vuestro general cuando regreséis -les dijo Publio con estudiada seguridad-. Y ahora decidme, ¿qué es lo que exactamente propone Aníbal, vuestro general?
El oficial cartaginés al mando se adelantó un paso y transmitió el mensaje de Aníbal.
–Aníbal Barca, general en jefe de las tropas de Cartago, desea una entrevista con el procónsul de Roma, Publio Cornelio Escipión, en un lugar conveniente claramente visible para ambos ejércitos desde la distancia. Mi comandante propone que la entrevista tenga lugar mañana al amanecer, pero está dispuesto a considerar otras opciones. También propone que el encuentro sea entre el procónsul y él mismo a solas, con la única presencia de los intérpretes.
Y guardó silencio. Lelio, Masinisa y el resto de los tribunos y oficiales romanos volvieron sus miradas sobre Escipión. Éste no lo dudó e inmediatamente dio respuesta al mensaje.
–Bien, oficial, dile a tu general que Publio Cornelio Escipión, en calidad de procónsul de Roma, acudirá a esta entrevista con Aníbal Barca, general en jefe del ejército cartaginés, mañana al amanecer; para ello propongo que ambos avancemos nuestras tropas a lo largo del día de hoy hasta quedar a unas seis o siete millas de distancia y que justo en el punto central de mayor altura, que sea visible desde ambos lados, nos reunamos. Yo acudiré escoltado por una turma de jinetes, treinta hombres a caballo y sugiero que él haga lo mismo. Una vez que estemos a quinientos pasos de distancia el uno del otro, cada uno de nosotros abandonaremos nuestra escolta y sólo acompañados por un intérprete nos encontraremos. ¿Has entendido bien este mensaje, oficial? – Sí, y así lo transmitiré a Aníbal.
–Bien -y dirigiéndose a los legionarios que custodiaban a los emisarios cartagineses-, que escolten a estos hombres hasta la entrada del campamento y hasta mil pasos de distancia. Que no se les moleste y que se les permita ir en paz sin sufrir daño alguno. Y que se les dé de beber y comer antes de partir, si lo desean.
Tanto los soldados cartagineses como los legionarios se retiraron. Publio quedó de nuevo con sus oficiales.
–Lelio -continuó el procónsul-. Levantamos el campamento y avanzamos hasta esta posición, junto al río -dijo, y señaló en el plano una de las marcas que había realizado-. Acamparemos allí al atardecer. En cualquier caso, que se tomen todas las medidas defensivas necesarias, tanto en el avance como en el nuevo campamento, como si Aníbal pudiera atacarnos en cualquier momento. Y creo que con esto terminamos por esta mañana. Ah… que las tropas coman bien antes de avanzar. Por si acaso… ¿Alguna pregunta?
Se hizo el silencio. No era frecuente plantear dudas al procónsul más victorioso de Roma, pero el cauto Marcio comentó algo.
–Con el debido respeto, mi general, pero ¿es razonable trasladar treinta y cinco mil hombres y un campamento entero para acudir a una entrevista? ¿No sería quizá mejor eludir este tema por completo y concentrarse en la batalla que seguro se cierne sobre nosotros?
Publio Cornelio Escipión se sentó nuevamente, despacio, en su sillón, junto a los mapas. Comenzó a hablar con un tono tranquilo.
–Marcio, sé que me eres leal, lo fuiste con mi padre y con mi tío en Hispania y, desde entonces conmigo, pero estoy cansado de pensar y de meditar. Ha llegado el momento de las decisiones y, Lucio Marcio Septimio, he dado una orden. Cuando digo si hay alguna pregunta me refiero a si hay algo de lo que he ordenado que no se ha entendido bien, no lo digo para que se cuestione esa orden.
Marcio guardó silencio e inspiró aire. Tragó saliva. Miró al suelo. El procónsul estaba más serio que nunca.
–Espero -continuó el procónsul- que eso quede claro para el futuro. – El general hizo una pausa mientras observaba al tribuno y luego uno a uno al resto de los oficiales reunidos en la tienda, deteniéndose en particular sobre la figura del rey Masinisa. Entonces continuó, con el mismo tono tranquilo y pausado-. En cualquier caso, que Aníbal quiera hablar por primera vez con un procónsul de Roma es excepcional y, en circunstancias excepcionales, son aceptables preguntas que en otros momentos no lo serían.
Marcio pareció suspirar lentamente algo aliviado, pero muy en silencio, aún sin levantar la mirada. Se concentró en escuchar al general, que continuó hablando.
–Si el general cartaginés desea hablar conmigo no seré yo quien me niegue, y si para que Aníbal y un procónsul de Roma hablen se han de mover de lugar a treinta y cinco mil hombres y un campamento entero, pues se mueven. Tengo interés personal y, aún más importante, no dudo que es en el interés general de Roma y del pueblo romano, escuchar a Aníbal directamente, sin que su opinión nos llegue filtrada a través de emisarios. No obstante, no vamos a dejar arrastrarnos a una trampa. Como observaréis, en el lugar que he indicado en el plano, nos situaremos muy próximos al río, lo cual nos facilitará el acceso al agua durante el tiempo que estemos acampados allí y durante la duración de la batalla, si ésta tiene al fin lugar. En este avance vamos a mejorar nuestra posición actual si tiene lugar el enfrentamiento. Incluso si Aníbal no quisiera hablar, este movimiento sería indicado, pero aprovecharemos la excusa de la conferencia para que los cartagineses no sospechen que nuestra aproximación al río y a esta posición tiene otros fines que no sean los de parlamentar. En fin, ésa es la explicación. Como he dicho, no suelo extenderme tanto cuando doy una orden pero esta vez quizá sea conveniente. – Se levantó y volvió a dirigirse a todos los presentes-. ¿Hay pues alguna pregunta?
Esta vez el silencio fue completo. Marcio levantó la mirada del suelo pero ya no preguntó nada más. Todos los tribunos y el resto de de los oficiales y el rey Masinisa abandonaron la tienda. Todos a excepción de Cayo Lelio.
–¿Sí? Queda algo, por lo que veo -comentó Escipión.
–Sí -se explicó Lelio-, los dos exploradores que avanzaron para espiar el campamento cartaginés anoche han regresado hace una hora y están esperando para informar. ¿Les hago pasar? He pensado que preferirías recibir su información sin la presencia del resto, por si acaso.
–Sí, sí, Lelio, has pensado bien; que pasen, que pasen. Veamos qué tienen que contarnos.
Publio volvió a reclinarse sobre la sella curulis. Lelio sonrió, se dio la vuelta, salió y dio la orden de que trajesen a los exploradores. Volvió a la tienda.
–¿Te dejo a solas con ellos?
–No, no. Siéntate, Lelio. A ver qué nos comentan los exploradores. Necesitaré tu opinión.
Cayo Lelio se sentó en una sella junto a su comandante. Los exploradores entraron en la tienda. Ya habían oído el rumor que se había extendido por el campamento romano: Aníbal quería hablar con su general, con Escipión. Los legionarios estaban admirados del interés del general cartaginés y, en cierta forma, el suceso no había hecho sino acrecentar la leyenda del procónsul. Aníbal hasta la fecha se había limitado a entrar en combate -y derrotar sistemáticamente- a las legiones romanas. Ahora quería hablar. En ese contexto los exploradores sabían que toda la información que traían para el procónsul de Roma en África era de extraordinario valor. Se sentían importantes y también especiales por la confianza que el general había depositado en ellos. Ya habían servido en operaciones anteriores similares, pero espiar al propio Aníbal había sido, sin duda, su más importante misión. El primero, un legionario romano de la V seleccionado por Valerio, y el segundo, un itálico que se había distinguido en las campañas de Hispania por su valor y que el procónsul se había traído como voluntario para esta nueva aventura militar. Ambos tenían unos venticinco años, pero por su experiencia pasada, eran de plena confianza. El legionario romano es el que comenzó la explicación de lo que habían visto.
–Mi general, el ejército cartaginés es numeroso; sin duda, mayor que el nuestro. A las tropas cartaginesas venidas de Italia y sus mercenarios iberos, se han unido los libios y cartagineses que ha reclutado Giscón; y a éstos se han añadido los soldados del general Magón junto a más mercenarios ligures, otros venidos de la Galia y hemos visto también honderos baleáricos. Tienen caballería cartaginesa y númida. En total calculo que serán unos cuarenta mil.
Publio y Lelio escuchaban en silencio. El procónsul le pidió con un gesto a su lugarteniente que le pasara un ánfora de vino que tenía al lado de su asiento. Lelio se la pasó y el procónsul se sirvió un vaso sin mirar a los soldados. El legionario se iba sintiendo cada vez más pequeño, menos importante, pese a lo clave de su misión y la sin duda gran relevancia de sus informaciones. Estaba ante el procónsul de Roma y su lugarteniente. El procónsul apenas tendría tres o cuatro años más que el propio legionario, pero en su rostro se adivinaba la huella de innumerables batallas, del sufrimiento de una guerra prolongada en la que había visto perecer a su padre y a su tío; el soldado se daba cuenta de que sólo de él dependía la victoria o la derrota y quizás el futuro de Roma; prosiguió con su relato.
–Bien, nuestro ejército son unos treinta y cinco mil soldados, contando con los aliados…
–Soldado, sé cuántos legionarios y tropas aliadas tengo a mi cargo. Limítate a informar del ejército, o ejércitos, de Cartago -interrumpió el procónsul mirando el fondo de su copa.
–Por supuesto, sí, mi general… la caballería cartaginesa es escasa, inferior en número a la nuestra y, yo diría, que menos experta.
–Bien -comentó Lelio-. No parecen noticias preocupantes. Un poco más de infantería pero les dominamos en la caballería. Al final nos saldrá bien eso de tener de aliado a Masinisa. Es un poco el mundo al revés…
Publio levantó la mano y Lelio calló en seco. Con frecuencia Lelio hablaba de más y ésta habría sido una más de esas ocasiones. En cualquier otro, eso habría tenido alguna repercusión. Pero Publio volvía a ser indulgente con los deslices de su general. Eran infinitos años juntos, desde su primera batalla, en la que Lelio, por órdenes del padre de Publio, se cuidaba de que no le pasara nada al joven hijo del cónsul de las legiones, en la batalla junto al río Tesino. De algún modo todo aquello parecía tan lejano. Y la discusión de Baecula parecía haber quedado definitivamente enterrada tras varios años de campaña en África. Publio volvió a beber un sorbo de su copa. Lo que le preocupaba es que presentía que quedaban más cosas que los exploradores aún no habían contado. Había aprendido que los soldados se sentían intimidados por su presencia y siempre eran cautos cuando presentaban sus informes, especialmente con relación a las malas noticias. Las malas noticias siempre llegaban al final. Siempre. Inexorablemente. Y estaban por llegar. El procónsul dejó su copa en la mesa.
–¿Y bien? ¿Algo más que decir, legionario?
El soldado inspiró profundamente y continuó.
–Sí, mi general. Los cartagineses han traído elefantes consigo. Nuevos elefantes que han unido a los que ya tenían… son muchos, mi general…
Lelio iba a interpelar al legionario y preguntarle cuántos son muchos: ¿veinte, treinta, cuarenta quizá? Pero el soldado anticipó la respuesta.
–Hemos contado hasta ochenta elefantes -dijo, y calló y se quedó mirando al suelo.
Lelio levantó las cejas en señal de sorpresa. Ochenta elefantes. Nunca antes habían juntado tantos elefantes los cartagineses. Nunca antes se había combatido contra tantos elefantes. Al menos no en esa guerra. Esto era grave, muy grave. Aunque tuvieran mayor caballería, los elefantes la contrarrestaban de largo. Si Aníbal lanzaba una carga inicial con ochenta elefantes podría destrozar a la infantería ligera de los velites, a la primera línea de los hastati y quizás incluso la segunda de los principes. Si se salvaban los triari como reserva ya sería un éxito. Luego Aníbal lanzaría su infantería sobre las desordenadas líneas romanas. No, el asunto pintaba mal. Tres ejércitos de cartagineses y mercenarios, superior en número a los romanos y ochenta elefantes. No podrían vencer sólo con la caballería, ni aun con toda la ayuda de los cuatro mil jinetes que el rey Masinisa había traído para cumplir con su juramento de fidelidad a Escipión.
El procónsul miró fijamente al legionario y, sin inmutarse ante la información recibida, con una inmensa paciencia, volvió a preguntar.
–¿Algo más que informar?
El legionario, sin levantar la mirada, negó con la cabeza al tiempo que respondía.
–No, mi general; eso es todo.
El procónsul volvió entonces sus ojos sobre el itálico. Este también miró al suelo. Había algo extraño en el gesto, pero el general no sabía bien qué era exactamente.
–Bien, salid y esperad fuera.
Los soldados se volvieron y se dirigieron hacia la puerta de la tienda, pero cuando estaban a punto de salir, el itálico se paró, dudó y por fin giró sobre sí mismo y se dirigió al procónsul.
–Hay una cosa más, mi general…
Publio miró fijamente al soldado.
–¿Y bien…? Adelante, ¿qué más?
El soldado ibero por fin se aventuró a continuar.
–Yo diría que nos vieron algunos centinelas del campamento cartaginés, pero que nos dejaron ir, como si tuvieran la orden de no molestarnos. Es sólo una sensación; no tengo nada para probar lo que digo y mi compañero no está seguro, por eso no lo hemos comentado antes, pero pese a todo yo quería decirlo.
–¿Cuánto tiempo llevas al servicio de Roma, soldado? ¿Seis años?
–Casi siete, mi general; desde sus campañas en Hispania.
–Sí, así es. Y siempre has servido bien como explorador -concluyó Publio-. Has hecho bien en comentar tus sensaciones. A veces la intuición es tan importante como la información cierta. Podéis marchar. Habéis hecho bien vuestro trabajo. Uno de los lictores os conducirá a una tienda. Allí esperaréis nuevas instrucciones.
Una vez solos, Publio y Lelio prosiguieron dialogando y compartiendo vino.
–Estos dos hombres deben permanecer aislados. El resto del ejército no debe conocer nada de los elefantes, o al menos el número exacto, hasta que yo lo decida. ¿Está claro?
–Por supuesto. Me ocuparé de ello.
–Los legionarios esperan encontrar elefantes -continuó explicándose Publio-, pero no esperan ese número. Ochenta elefantes. Eso puede infundir temor en el ejército y eso es lo primero que debemos evitar.
–Aníbal habrá dado orden de que no se moleste a los posibles exploradores que enviáramos. Quiere que se sepa, quiere que nuestras tropas sepan el enorme número de elefantes que ha reunido para la guerra.
–Sí, Lelio; seguramente ése es su objetivo.
–Nos paga con la misma moneda. Nosotros permitimos que sus exploradores de hace unos días entraran en el campamento; eso tuvo gracia; cuando diste órdenes de que los exploradores cartagineses que habían apresado las tropas de la V legión fueran dejados en libertad y que así visitaran el campamento, para que luego se les dejara regresar sin un rasguño.
–Sí; en cierta forma nos paga igual, pero no exactamente. Nuestra estrategia era la de transmitir a los cartagineses nuestra gran confianza y esperar que esa sensación de gran confianza y seguridad en nuestras fuerzas infundiera temor; también quería desinformar, ya que hace unos días aún no habíamos recibido el refuerzo de la caballería de Masinisa y de sus infantes; quería que Aníbal pensara que no disponíamos de esas tropas, pero el combate no se ha producido de forma tan inminente como esperaba; el efecto de esa desinformación puede haberse perdido ya, pues no sabemos si otros espías cartagineses han detectado la llegada de los efectivos del rey númida. Y ahora Aníbal juega a infundir temor con algo mucho más tangible que la sensación de confianza de unos soldados; los elefantes no entienden de sutilezas.
Hay que admitir que en esta partida el general cartaginés nos ha ganado. Además, es muy posible que él también haya aislado a sus exploradores para que no informen de lo ocurrido en su misión. No, Aníbal nos ha ganado en este juego. – Publio, contrario a su costumbre, echó un largo trago de vino y prosiguió-. Ahora nos resta la negociación de mañana. Y más aún, la batalla que seguramente seguirá a la entrevista, pues no creo que podamos alcanzar acuerdo alguno. Es ahí, al final de todas las cosas, donde tenemos que ganar.
–Y ahí al final estarán los ochenta elefantes y sus tres ejércitos, el de Cartago y Libia de Giscón, el de los mercenarios de Magón y el de los veteranos de Italia de Aníbal.
–Y allí estaremos nosotros, Lelio, no lo olvides; allí estaremos nosotros.
–Sin duda. Allí estaremos todos, con las «legiones malditas», las tropas auxiliares, los voluntarios, la caballería de Roma y la que reclutaste en Siracusa poniendo rojo de ira a Catón -y Lelio soltó una pequeña risa-, y las tropas del rey Masinisa. Y todos bajo tu mando. Y siguiendo tus órdenes venceremos a Aníbal. Aunque…
–¿Aunque… qué?
–Aunque hay que reconocer que no nos habrían venido nada mal esos refuerzos que traía el cónsul Tiberio Claudio Nerón. Ya sé, ya sé -dijo rápidamente Lelio viendo la mirada seria de Publio- que a fin de cuentas venían enviados por Catón y que Catón nunca haría nada por ayudarte si no fuera para un objetivo superior que desconozco, pero, qué se yo; con esos elefantes, yo me habría alegrado si esas tropas estuvieran ahora aquí y no junto con las cincuenta quinquerremes que se hundieron en el mar.
–Bueno, Neptuno no quiso que llegaran -dijo Publio, y fue él quien en ese momento sonrió levemente, de forma un poco malévola.
–En fin, quiza fuera el deseo de Neptuno y es curioso, porque siempre te fue propicio.
–Y quizá lo siga siendo, quizá lo siga siendo. Sin esas tropas, si vencemos, el triunfo será nuestro, no de Catón y su jauría de senadores ambiciosos y cobardes. Y, desde luego, ya no estará allí Quinto Fabio Máximo para negárnoslo.
–Eso seguro. Bebamos a la salud del viejo augur,princeps senatus, y todo lo demás.
–Bebamos.
Y bebieron, pero aquí Publio ya sólo tomó un sorbo, un poco por moderarse, un poco por superstición. No pensaba que beber celebrando la muerte de un ex cónsul de Roma fuera algo que trajera buena suerte. Incluso si ese ex cónsul era el que había sido su declarado enemigo durante años y años. Enemigo de su padre, de su tío y luego acérrimo látigo y oposición de todos sus proyectos.
–Bueno, pero dejemos de hablar de política -dijo Lelio-. Ya sabes que yo de política prefiero no hablar. En fin, en cualquier caso, como bien decías, allí estaremos y allí lucharemos y bajo tus órdenes venceremos. Como en tantas otras ocasiones.
–Lelio, se agradece tu infinita confianza, pero me pregunto si no será que el vino te anima quizá ya algo en exceso.
–Sí, eso es posible. Pero no dudo en que, nuevamente, nos llevarás a la victoria, como en otras ocasiones. Insisto. No tengo ni idea de cómo lo harás porque a mí no se me ocurre la forma de resolver este problema de elefantes y tres ejércitos combinados, pero bebo tranquilo porque sé que, o bien ya sabes cómo hacerlo, o bien se te ocurrirá algo esta noche. O…
–¿O…? – preguntó Publio entre divertido e intrigado por las elucubraciones de su fiel y veterano tribuno.
–O será una batalla hermosa y una compañía inmejorable para morir -dijo Lelio, y alzó su copa; a lo que el procónsul respondió con una sonrisa y levantando la suya.
–Por la victoria o la muerte. Lo que los dioses nos concedan -exclamó Escipión.
Así Cayo Lelio, el oficial más veterano de las tropas romanas expedicionarias en África, y el joven general en jefe, procónsul de Roma, Publio Cornelio Escipión, al abrigo de aquella tienda de campaña y de la amistad que les unía, forjada en decenas de batallas y que había superado la intriga y la traición, celebraron lo que debía ser la futura victoria o la próxima muerte de ambos frente al mayor enemigo de Roma. Aníbal Barca ya estaba allí. Ya estaba allí con todo su ejército. Y Zama no sería Locri. No lo sería. Y los dos lo sabían.
–Claro que… -continuó Publio después de dejar su copa a un lado, en el suelo-, siempre nos queda la posibilidad de Utica.
–¿Utica? – inquirió Lelio intrigado.
–Sí, si la batalla va mal, siempre pensé que podríamos replegarnos hacia Útica y hacernos fuertes allí hasta que Roma tuviera a bien enviarnos ayuda -aclaró el procónsul.
De pronto, Lelio abrió los ojos de par en par.
–Por eso insistías tanto en el maldito asedio de Útica, para tener un refugio, por eso era. – Lelio dio una palmada con su mano derecha en su muslo-. Y pensar que todos creíamos que te empecinabas en el asedio por demostrar a las legiones V y VI que había que acabar lo que se empieza…
–Bueno -respondió Publio-, en parte era eso, pero lo esencial, lo estratégico, era tener un lugar adecuado donde refugiarse para resistir si Aníbal sale tras nosotros. Aníbal no se detendría en una mera fortificación improvisada como la que llamasteis todos Castra Cornelia, como hicieron Sífax y Giscón.
–Por eso ordenaste que se reconstruyeran las murallas y las puertas de Útica.
–Por eso -confirmó Publio-, para tener un refugio, para usar Útica como Cartago Nova en Hispania, sólo que allí la conquistamos en seis días y aquí hemos tardado dos años, pero es algo bueno para tener en reserva.
–Sin duda, sin duda. – Lelio le miraba como un niño henchido de admiración. Publio percibió demasiada ilusión por parte de su tribuno.
–Pero Lelio, hay que pensar dos cosas: primero, que los hombres no deben saber nada de esta idea, pues deben acudir al campo de batalla como si no hubiera marcha atrás posible y, en segundo lugar, la derrota puede ser tan brutal que no podamos ni llegar a Útica. Eso también es posible.
–Sí-concedió Lelio algo menos agitado-, sí, lamentablemente, ésa es una posibilidad.
Los dos hombres se quedaron juntos, compartiendo el silencio de dos guerreros antes del combate.
Campamento general cartaginés junto a Zama
Aníbal estaba revisando las condiciones de sus tropas cuando los emisarios que había enviado al campamento romano regresaron con una respuesta. El general cartaginés estaba junto a un grupo de cinco elefantes que estaban perfeccionando su adiestramiento. Los mensajeros se aproximaron hasta quedar a unos pasos de su general. Aníbal se volvió para mirarles. Una de las bestias bramó con inusitada fuerza. Los emisarios y la mayoría de los soldados se estremecieron por la potencia de aquel salvaje grito del gigantesco animal. Aníbal, sin embargo, permaneció en pie, erguido, sin moverse un ápice de su posición, esperando las explicaciones de sus emisarios. Aquellos elefantes le recordaban a Sirius, el elefante sobre el que cruzó las grandes zonas pantanosas del norte de Italia. Aquellos bramidos le traían recuerdos de pasadas gestas.
–El general romano acepta -comenzó al fin uno de ellos-. Mañana aproximarán su ejército para parlamentar.
Y continuó detallando el resto de las especificaciones que había dado Publio Cornelio Escipión para que el encuentro tuviera lugar. El general cartaginés escuchó en silencio, atento a cada palabra, buscando descifrar en ellas el carácter de aquel nuevo general romano que se había atrevido a llevar la guerra a África, el mismo que se le escapara en Tesino y en Trebia y en Cannae y que luego derrotara a su hermano Asdrúbal en Hispania. Parecía que al fin los romanos habían dado con un general diferente. La entrevista, si bien pudiera ser que no valiera para conseguir evitar la batalla, sobre todo a la luz del poco margen que el Senado de Cartago le había dado para negociar, resultaría al menos un debate interesante. Uno de los elefantes volvió a rugir con fuerza. Aníbal se alegró, mientras sus propios soldados se estremecían. Ese temor, ese tremendo miedo que inspiraban aquellas bestias podría decidir la batalla final. Debería hacerlo. Y si no, claro, como en tantas otras batallas, lo harían sus veteranos. Tenía varias armas y las pensaba utilizar todas.
Campamento general romano
Aquel mismo día, por la tarde, tanto las tropas romanas como cartaginesas avanzaron sus posiciones según lo acordado. Publio dirigió sus legiones y las tropas de Masinisa hasta llegar junto a Naraggara, situando el campamento próximo al río que por allí transcurría. Aníbal emplazó su campamento a cuatro millas de distancia, en lo alto de una colina, en una excelente posición, pero algo lejano del suministro de agua que proporcionaba el río. Publio supervisó personalmente el asentamiento del nuevo campamento. Caminaba entre sus tropas siempe seguido por los lictores de su escolta. Éstos le habían ofrecido un caballo, pero el procónsul, fiel a su costumbre, prefirió desplazarse andando entre sus tropas. Era un pequeño esfuerzo adicional, un poco de cansancio extraordinario al tener que desplazarse de una punta a otra del campamento en varias ocasiones, pero era un agotamiento que lo aproximaba a sus soldados. Los legionarios veían a su general en jefe sudando, dando órdenes, apreciando el trabajo bien hecho en las fortificaciones cuando así era o corrigiendo errores y defectos que debían subsanarse en otros momentos, y se sentían próximos a él. Cada soldado sabía que su general estaba allí, al mando de todos ellos, pero con todos ellos, no por encima, no sobre ellos. Y todos sentían, como el propio Cayo Lelio, que en aquella tierra extraña, con su mayor enemigo apenas a unas millas de distancia al mando de un inmenso ejército, que su mejor aval para salir con vida de todo aquello era seguir al detalle las instrucciones de aquel general que tantas victorias había dado a Roma.
Era la madrugada del día señalado en el que Publio Cornelio Escipión y Aníbal Barca iban a entrevistarse. En el campamento romano, todos los legionarios desayunaban con avidez. Presentían el combate y sabían que necesitarían muchas energías para sobrevivir. El procónsul había reunido de nuevo en su tienda a todos los tribunos, centuriones y praefecti de la infantería, a los decuriones de la caballería, a Cayo Lelio y al rey Masinisa. Las linternas y las lámparas de aceite chisporroteaban en su incansable esfuerzo por iluminar la estancia. Todos sabían de la solemnidad del momento y esperaban con nerviosismo las instrucciones de su general en jefe.
–Como sabéis -empezó el procónsul-, Aníbal, como líder de las tropas cartaginesas, desea parlamentar y yo, en calidad de procónsul de Roma en África, he aceptado. Para ello hemos avanzado nuestra posición y lo mismo han hecho los cartagineses. Acudiré al punto de la reunión acompañado por una pequeña escolta. Vendrán los lictores y una turma de caballería romana, y un intérprete. Nos alejaremos de las legiones para acudir al encuentro de Aníbal y, una vez próximos a él, me separaré de la escolta, igual hará el cartaginés, y sólo acompañados por los intérpretes nos reuniremos para parlamentar. Sinceramente, no espero ninguna maniobra hostil. He de ser claro. He llegado a la conclusión de que es muy posible que los deseos de Aníbal de evitar la confrontación sean auténticos, pero sólo aceptaremos una rendición incondicional de Cartago. En fin, en cualquier caso se trata de una maniobra no exenta de peligros. Por ello Cayo Lelio se quedará con vosotros y a él le cedo el mando del ejército en caso de que haya algún enfrentamiento entre las escoltas y en caso de que yo cayera abatido. Quiero que esto quede muy claro ahora.
Publio guardó unos segundos de silencio mientras observaba a Marcio, Silano y el resto de sus oficiales y al rey Masinisa. No encontró en sus rostros ni sorpresa ni disgusto por su decisión en caso de que algo le pasara. Todos respetaban la experiencia de Cayo Lelio. Ya lo hicieron en Hispania cuando el procónsul cayó enfermo. Se trataba de la decisión lógica, pues Lelio era el tribuno de más experiencia y veteranía y, en el fondo, todos respiraban más tranquilos desde que parecía que el general y Lelio habían restablecido la excelente relación previa a su discusión de Baecula. Publio, no obstante, dio tiempo por si alguien quería replicar pues buscaba asegurarse bien de que la orden era bien recibida y aceptada. Un conflicto por el mando de las tropas, con Aníbal como enemigo, sería fatal.
–Sea, entonces -continuó- veo que todos estáis de acuerdo. Me alegra. Estoy seguro de que Lelio llevará, si es necesario, el ejército a la victoria igual que lo haría yo. Ahora sólo resta que dispongáis las tropas en formación de ataque: velites al frente, y las líneas de hastati, principes y triari consecutivamente detrás de la infantería ligera de los velites. La caballería romana en nuestro flanco izquierdo dirigida por Lelio, y en el flanco derecho la caballería númida bajo el mando directo del rey Masinisa. – Publio miró rápidamente al rey númida que asintió con la cabeza sin entusiasmo pero con claridad-. Ahora cada uno a su labor; que empiece el despliegue de tropas. Lelio se quedará conmigo y le daré las órdenes precisas para la batalla si ésta al final tiene lugar y para que, como he dicho, en caso de que yo cayese él pudiera seguir con las maniobras necesarias.
Marcio, Silano, Mario Terebelio, Digicio, Valerio y el resto de los tribunos, centuriones, praefecti, decuriones y Masinisa salieron de la tienda. Lelio nuevamente quedó a solas con Escipión.
–Bien -empezó de nuevo el procónsul, ahora con un tono más bajo, más relajado, pero no carente de vigor-, Lelio, escúchame bien porque te voy a explicar cómo vamos a luchar en esta batalla. Y escucha bien, porque no hay otra forma. He pensado en esos elefantes días, semanas, años, llevo pensando en esa carga desde que era un niño y mi padre me dijo que si alguna vez me veía en campo abierto contra una gran cantidad de elefantes, Lelio, me dijo que lo único sensato era retirarse. Pero nosotros no lo haremos. He soñado con ellos, Lelio, he soñado con esos elefantes toda mi vida. La vez más intensa en Cartago Nova, cuando deliraba por las fiebres. No nos replegaremos, sino que, pese a lo que pensaba mi padre y mi tío y mi viejo tutor Tíndaro, pese a todo lo que dicen los tratados de estrategia militar, Lelio, nosotros no retiraremos nuestras tropas sino que les plantaremos cara a esos elefantes con las legiones V y VI, con las «legiones malditas.» -A medida que hablaba, Publio se emocionaba, especialmente al mencionar a su padre y su tío, pues, por primera vez en su vida, iba a hacer algo que contravenía todas sus enseñanzas, pero era la única forma, la única forma.
Cayo Lelio se acercó a la mesa de mapas donde estaba Publio. Allí, sobre uno de los planos, el procónsul había marcado la disposición de las tropas. Lelio se aproximó aún más y abrió bien los ojos. La forma de distribuir las tropas no era la tradicional. Era algo muy distinto, completamente diferente a lo que se había hecho hasta la fecha. En cierta forma no tenía sentido. De hecho no entendía qué se podía ganar con esa disposición.
–Lo sé, lo sé -comentó Publio nervioso, impaciente ante la faz de incredulidad de Lelio, pues ya había leído el asombro y la duda en los ojos de su veterano tribuno-. Pero no estoy loco, Lelio. No lo estoy. Sólo así podremos hacer frente a los elefantes. Escucha bien. Sólo así.
Y Publio Cornelio Escipión empezó su explicación. Acompañó sus palabras con trazos sobre el mapa mostrando a Lelio las maniobras que debían realizar los velites primero y luego el resto de las líneas. Lelio escuchó en silencio, tomando buena nota mentalmente de cada movimiento. Y pronto todo empezó a cobrar perfecto sentido. Sí, era una apuesta arriesgada pero original; si salía bien se podría neutralizar el efecto de la terrible potencia de los elefantes. Quizá funcionara, quizá.
Pasados un par de minutos, Publio concluyó su explicación. – ¿Y bien? ¿Qué opinas?
–¿Que qué opino? Es un disparate, otra locura más de las tuyas, pero ¿qué he de decir? Las otras salieron bien. Como en Cartago Nova o en Locri. Quizás ésta también. En cualquier caso, así se hará, así se combatirá, sea bajo tu mando o, los dioses no lo quieran, bajo el mío. Te juro por Júpiter que si nos faltas, yo dispondré las tropas de esa forma y las haré maniobrar como dices. Aunque nos vayamos todos al infierno.
Publio sonrió y suspiró, ya más relajado. Por un momento temió que el plan fuera demasiado descabellado. Si Lelio estaba dispuesto a ejecutarlo es que, en el fondo, el experimentado tribuno presentía que aquello tenía, al menos, algo de sentido. El procónsul sintió crecer su seguridad. El criterio de su lugarteniente siempre había pesado en sus planes. Y cuando no dispuso de él en la última fase de las campañas de Hispania siempre lo echó mucho en falta. Aunque no lo admitiera.
–Bueno, pues vamos allá -comentó Publio con voz decidida-. Hay un general cartaginés esperando para negociar. La firmeza en la negociación empieza por ser puntuales en el encuentro.
Sin más palabras, los dos abandonaron la tienda para dirigir las maniobras del despliegue de las «legiones malditas». Quizá su último despliegue. Ambos se adentraron en las primeras sombras que proyectaba el alba. Publio se detuvo un instante y admiró el astro solar emergiendo de entre las entrañas de las dunas del desierto. Quizás éste fuera el último amanecer que admirara y decidió dedicarle un muy breve pero intenso instante.
Lelio regresó a su propia tienda para ajustarse la coraza y el casco que, respladecientes, lucían a los pies de Netikerty. El tribuno había retomado el sexo con ella. Lelio había aprendido a disfrutar de las delicias del cuerpo de la joven sin entrar ya en los entresijos de su alma. Lelio, al fin, había aprendido a tratarla como una esclava. Pensó en solazarse con ella una vez más, quizá la última, antes de partir a reunirse con Publio y el resto de los oficiales. Lo que ansiaba sólo requería cinco minutos.
En el valle de Zama, 19 de octubre del 202 a.C, al amanecer. Media hora después de la última conversación entre Publio y Lelio
Lelio, Marcio, Silano, Mario, Terebelio, Digicio, Valerio y el rey Masinisa, los centuriones y decuriones y todos los legionarios de las legiones V y VI vieron alejarse a Publio Cornelio Escipión, su general en jefe, esta vez sí, a caballo, escoltado sólo por los doce lictores de su guardia personal y una treintena de jinetes de una turma de caballería romana. Los lictores cabalgaban al frente y los jinetes, distribuidos a ambos lados y en la retaguardia. Protegían de esta forma con sus propios cuerpos la vida de su general ante cualquier proyectil que algún mercenario a sueldo de Cartago pudiera lanzar desde la distancia. Junto a todos ellos, al final del grupo, cabalgaba un joven soldado que hablaba la lengua de los cartagineses y que actuaría como intérprete.
Al mismo tiempo, desde el bando cartaginés, Aníbal, acompañado también de una pequeña escolta, se separaba de sus tropas y avanzaba hacia la colina donde se había acordado la entrevista. Aníbal también se aproximó al punto de la reunión protegido por sus hombres, por delante, por los flancos y por detrás. Parecía que ninguno de los dos generales quería permitir el ataque de un asesino o algún loco exaltado del enemigo. En ambos ejércitos había soldados de muy diferentes orígenes y muchos odios acumulados por el dolor de la pérdida de seres queridos durante aquel largo conflicto. Los dos generales eran conscientes de esto y tomaban precauciones. Además, existía la posibilidad de un movimiento traicionero por parte del otro ejército.
Ambas escoltas llegaron junto a la colina. Estaban a unos quinientos pasos de distancia. Aníbal fue el primero en separarse del pequeño grupo de hombres que le acompañaba y comenzar una lenta subida por la ladera del cerro. Publio hizo lo propio y comenzó también a ascender. Cada uno iba seguido tan sólo por su intérprete.
El sol estaba ya fuerte, poderoso, iluminando el nuevo día.
Aníbal y Publio alcanzaron lo alto de la colina casi al mismo tiempo. Estaban apenas a veinte pasos de distancia. Aníbal desmontó del caballo. Publio desmontó. Los intérpretes hicieron lo mismo. Por fin se encontraban cara a cara. Publio miró en silencio y con detenimiento a Aníbal, su oponente, el mayor enemigo contra el que Roma había tenido que enfrentase en sus más de cinco siglos de historia, y le había correspondido a él, a Publio Cornelio Escipión hijo, combatirlo. Y ahora que lo tenía tan próximo no vio nada en aquel hombre que pareciera retorcido o desagradable o villano. Era un hombre aguerrido, sin duda, en el que se observaban múltiples cicatrices en los brazos y piernas desnudos. Destacaba la herida en la parte interior de una pierna, producto de una jabalina lanzada desde las murallas de Sagunto. Llevaba un parche en el ojo izquierdo, para tapar la pérdida de vista de ese ojo al infectársele en los pantanos del norte de Italia. Era un cuerpo marcado por la guerra, por mil batallas en donde quedaba claro que no había eludido el combate personal. Pero el porte, la mirada del ojo sano, los ademanes al desmontar, al volverse a su intérprete y darle las riendas del caballo, no eran sino los de un hombre seguro de sí, firme, decidido, pero no presuntuoso. Aquello le sorprendió al bastante más joven general romano. Escipión, con sus treinta y tres años, había esperado mayor altanería de aquel victorioso oponente que le sacaba más de catorce años de edad. Pero no, Aníbal se movía ante él con aplomo, pero sin desprecio, y avanzó despacio hacia Publio con una agilidad sorprendente en su edad. El procónsul, por su parte, avanzó hacia el general cartaginés unos pasos y se preguntó en ese instante qué sería lo que el invencible cartaginés estaría pensando de este nuevo general romano que se había atrevido a plantarle batalla en África, a unas millas de la mismísima Cartago. Publio era hábil en leer en los gestos o en los ojos qué pensaban sus interlocutores, pero en la mirada de Aníbal encontró un igual, alguien que no sólo no rehuía el escrutinio del general romano, sino que mantenía la mirada firme, sin bajar el rostro. Era éste un combate silencioso que el joven procónsul no esperaba encontrar. Por alguna razón había dedicado mucho tiempo la noche anterior a pensar bien qué es lo que iba a decir al general cartaginés y qué podría responder a sus réplicas, pero no había pensado en cómo actuar si ambos se quedaban mirándose fijamente, como ahora, a apenas cinco pasos de distancia.
Alrededor de ellos estaban los intérpretes, un par de pasos por detrás de sus respectivos generales, y, al pie de la colina, las escoltas de cada uno y a unos mil pasos, en ambas direcciones, cuarenta mil hombres entre las filas cartaginesas y treinta y cinco mil soldados entre los romanos, todos dispuestos para el combate, para la gran batalla final ente Cartago y Roma. Y más alia, el mundo conocido, desde la Galia hasta África, desde Hispania hasta Siria y Mesopotamia, pasando por
Grecia, Tracia, Egipto, Macedonia, Italia y decenas de ciudades, tribus, pueblos y reinos, esperaban intrigados, expectantes, el desenlace de aquel debate entre aquellos dos invictos generales de generales, entre el procónsul de Roma y el general en jefe del imperio cartaginés.
Aníbal mantenía, tenaz, pero tranquilo, 1? mirada en el general romano. Publio no encontró odio, tal y como los senadores de Roma publicaban a los cuatro vientos cada vez que se reunían y apabullaban al pueblo con el tenebroso odio del cartaginés. Quizás estuviera allí, en aquel hombre frente a él, pero no traslucía ese sentimiento en la mirada; sólo, puede ser, parecía adivinarse, en lo más hondo, un cierto cansancio, un hastío infinito, pero tan mitigado por el autocontrol y la seguridad que era difícil saber si eso era así o si simplemente había sido una visión incorrecta, una mala interpretación de los sentimientos profundos de aquel general de generales.
Publio, al fin, aunque le costó, se dio por vencido y echó la mirada a un lado. Se volvió hacia su intérprete y cuando iba a transmitirle a éste lo que deseaba que tradujera, Aníbal, con una voz grave, honda, y, por qué no reconocerlo, agradable, poderosa, comenzó a hablar en un griego algo tosco en la pronunciación pero claro en contenido y forma. El procónsul contuvo entonces sus palabras y su respiración, como un joven legionario en su tienda, y escuchó algo perplejo, con una mezcla de respeto y curiosidad, pues nunca pensó que Aníbal fuera a dirigirse a él en griego.
–Te saludo, Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma, y te ofrezco un pacto de paz. No tenemos por qué luchar hoy. Cartago está dispuesta a reconocer el dominio de Roma sobre todas las islas entre África e Italia y sobre toda Iberia. A cambio, sólo pedimos la retirada de tus legiones de África. Es un pacto generoso, romano. Acéptalo y marcha en paz.
Y calló. Publio le miraba con intensidad. Aníbal había sido breve, había sido directo y había ido al grano. El joven general romano se pasó la palma de la mano derecha por la barbilla que lucía recién rasurada por su tonsor.
–Te saludo, Aníbal Barca, general en jefe de los ejércitos de Cartago. He escuchado tu oferta con interés, pero una paz en esos términos no será posible. La paz para Roma sólo es aceptable si Cartago acepta las cláusulas del tratado de paz que habíamos acordado el año anterior, paz que se quebró al robar Cartago parte de nuestra flota de aprovisionamiento encallada en su bahía. Ya no es suficiente que Cartago reconozca nuestro dominio sobre los territorios que ya ha perdido, sino que además debe devolvernos todos los transportes requisados el año anterior en la bahía de Cartago y hacer frente a los pagos en cebada, trigo y talentos de plata pendientes, además de reconocer a Masinisa como rey de Numidia y, muy importante, destruir la fio… -Publio se detuvo. Aníbal había levantado su mano derecha con la palma extendida hacia el general romano. El procónsul, por prudencia, decidió callar. Aníbal no parecía nervioso, pero estaba claro que no quería seguir oyendo las condiciones tan humillantes que Publio estaba exigiendo.
–Esas condiciones, proncónsul de Roma -comenzó Aníbal-, las conozco bien, pero son condiciones que pactaste con un Cartago diferente. Aquéllas fueron condiciones con un Cartago cuyo general en jefe estaba lejos. Hoy ese general en jefe es el que comanda sus tropas en África y ese general en jefe, procónsul de Roma, te dice que esas condiciones son inaceptables. – Publio fue a hablar, pero Aníbal levantó de nuevo su mano derecha y Publio, una vez más, receló y guardó silencio para seguir escuchando-. Eres joven y noble, general romano, te respeto, por tu valor en el campo de batalla, por tu rango y por la familia a la que perteneces; te vi luchar con osadía en Tesino y en Trebia, incluso en Cannae, pero no confundas mi respeto con temor, no confundas mi franqueza con miedo. Salvaste a tu padre de morir rodeado por mi caballería en Tesino y en el mismo Tesino detuviste el avance de mis tropas y sólo eras un muchacho. Te envidio por ello porque yo no pude salvar a mi padre en Iberia en una situación similar, pero tus dioses te arroparon, y eso es que te aprecian, y tus dioses han seguido protegiéndote todos estos años, en Trebia y luego en Cannae, donde te salvaste por poco, y en cada una de las batallas que libraste en Iberia, pero joven y noble general romano, piensa que puedes tener cansados a tus dioses de tanto protegerte, piensa que la diosa Fortuna que tanto parece resplandecer sobre ti puede un día estar dormida y olvidarse de acudir en tu ayuda y piensa, piénsalo muy bien, porque podría ser que ese día, el día en que tus disoses decidan que ya te han protegido demasiadas veces, piensa que ese día podría ser hoy, de aquí a unas horas. Piensa que tus dioses pueden abandonarte cuando formes tus legiones ante mi ejército. No es algo tan extraño, pues son innumerables los generales romanos que han vivido esa experiencia y que ya no están en este mundo para contarla. – Y levantó su mano derecha revestida de varios anillos consulares y otro de plata rematado en una piedra precisosa turquesa que Publio no sabía de qué o quién podía ser; el resto estaba claro que habían sido los anillos consulares de Cayo Flaminio, Emilio Paulo y Claudio Marcelo. – Uno de esos anillos me pertenece.
Aníbal, por primera vez, se vio sorprendido. Ante la perplejidad del general cartaginés, Publio decidió ser más preciso.
–El anillo que llevas en tu dedo anular, en la mano derecha, era de Emilio Paulo, mi suegro, el padre de mi esposa. Me pertenece. – Y en un acto osado, con el atrevimiento propio de su carácter, Publio Cornelio Escipión estiró la mano como si fuera a cogerlo. Aníbal retiró hacia atrás con lentitud su mano derecha al tiempo que apretaba los dedos formando un puño de hierro, impenetrable, pétreo.
–Me temo, joven general de Roma -respondió Aníbal con la serenidad de los años y la experiencia, con la paciencia del guerrero que todo lo ha visto y oído-, me temo, general de Roma, que eso no va a ser posible. Cada uno de estos anillos los he ganado en buena lid en el campo de batalla. Si los quieres recuperar tendrás que abatirme en el campo de batalla; procónsul, si quieres recuperar el anillo que dices que te pertenece sólo tienes que derrotar a mi ejército.
–Entonces esos anillos serán recuperados para Roma en pocas horas -respondió el procónsul con gallardía, aunque algo vacua, pensó el propio Publio.
Aníbal sonrió.
–¿Tan corto piensas que va a ser el combate? Yo al menos me concedería un día para conseguir detener a mis elefantes, al ejército de Magón, a las tropas de Giscón y, si aún queda alguno de tus legionarios en pie, a mis veteranos de Italia. Al menos, romano, necesitarás un muy largo día para recuperar estos anillos. Puede incluso que se te haga demasiado largo y demasiado doloroso ese día y que se te atragante. – Y Aníbal echó la cabeza para atrás y se echó a reír; los dos intérpretes retrocedieron un par de pasos; ambos estaban nerviosos; no sabían en qué iba a derivar todo aquello; era un debate entre titanes todopoderosos y, aunque estaban siendo testigos de la historia, en aquel momento sólo pensaban en salir vivos de aquella loca entrevista. Aníbal detuvo su carcajada en seco-. Será un día demasiado largo, romano; demasiado incluso para ti -concluyó con un tono frío, distante, cansado. Era como el viejo que avisa al joven de lo inevitable, a sabiendas de que el joven elegirá el camino más peligroso, el camino que conduce sólo a la muerte.
Publio tragó saliva antes de responder.
–Concédeme algo más que el reconocimiento de lo que ya habéis perdido -insistió el procónsul, pero con un tono casi humilde, como el amigo que pide un favor a otro amigo; era casi un ruego-. Admite que Cartago haga frente a alguno de los pagos convenidos y que se devuelvan algunos transportes; debes darme algo con lo que yo pueda persuadir al Senado de Roma y así evitaremos la lucha. Yo no tengo interés en combatir a muerte contra ti y tu ejército más allá de proteger a mi patria. Has abandonado Italia. Ése era mi gran objetivo. Dame algo en lo que basar una defensa de una paz duradera con Cartago y te prometo que haré todo lo posible por persuadir al Senado de Roma para que lo acepte, pero has de ofrecerme algo.
Aníbal sonrío con aire agotado mientras negaba despacio con la cabeza. Al general cartaginés le parecía increíble que aquel brillante general romano aún no supiera interpretar los designios de los oligarcas que gobernaban Roma. Estaba ante un gran militar, pero también ante un ingenuo en política.
–¿Acaso crees que el Senado de Roma desea otra cosa que no sea que te enfrentes a mí?
Publio, que en la vehemencia de su mensaje anterior se había adelantado un paso, retocedió de nuevo a su posición inicial. Las palabras de Aníbal trajeron a su mente con celeridad la imagen del recientemente fallecido Quinto Fabio Máxmo y del ahora omnipresente Marco Porcio Catón. Máximo acababa de morir, pero Catón seguía manipulando el Senado de Roma a su antojo. ¿Hasta dónde era capaz Aníbal de leer el destino de los hombres?
–La política de Roma es algo que es mejor que dejes en mis manos -respondió frío Publio Cornelio Escipión.
–En tus manos la dejo -respondió Aníbal con rapidez y mirando hacia atrás un instante, como valorando la posición de sus tropas. Luego, volvió a encarar la figura del procónsul y decidió dar término a aquella conversación-. Creo que esta entrevista no tiene ya mucho sentido. Tanto tu Senado como el mío sólo consideran que el camino de la guerra es el único posible, como lo han considerado durante los últimos dieciséis años. Para ellos, claro, es más fácil. No tienen que combatir esta mañana. – Carraspeó y escupió al suelo-. Tú y yo sólo somos los brazos ejecutores. Nos veremos en el campo de batalla, joven general romano. Reza por que tus dioses no te hayan olvidado. Por mi parte, yo ya no rezo mucho. Me concentro en la disposición de mis tropas y de mis elefantes, pero tú, joven procónsul, no puedes permitirte un solo día sin su ayuda. Si te fallan tus dioses enterraré tu nombre con tus huesos y lo borraré de la historia.
Y sin esperar respuesta, Aníbal Barca dio media vuelta, se aproximó a su caballo, se encaramó al mismo con gran destreza, pese a sus cuarenta y siete años, y azuzó a su montura que, encrespada por los golpes secos de su jinete en su costado, relinchó, y alzando las patas delanteras, dio media vuelta casi en el aire hasta que, una vez con sus cuatro patas en el suelo, salió disparado como una centella de regreso hacia las posiciones de los ejércitos púnicos. Tras él, el intérprete y los caballeros de su escolta partieron intentando seguir una estela demasiado fulgurante y rápida, pues el galope de Aníbal era veloz como impulsado por las fauces del viento.
No había habido acuerdo entre los dos generales.
Publio había empezado dirigiéndose hacia sus tropas con cierta calma fría, pero, a medida que avanzaba en su discurso, sus músculos se tensaron, las venas del cuello se marcaban con claridad, su rostro se tornó sudoroso y ligeramente enrojecido, henchido de sangre y pasión. Pronto todos y cada uno de los legionarios de la V y la VI no hacían otra cosa sino escuchar a su líder, a su jefe, al único procónsul de Roma que Aníbal había considerado de interés suficiente como para entrevistarse a solas con él. No había habido pacto. Sólo quedaba la batalla y borrar con sangre enemiga la ignominia de Cannae y la vergüenza del destierro de Sicilia, pero el procónsul seguía hablando, seguía hablando…
–¡Parece que tendremos que combatir sin las tropas de Tiberio Claudio! – continuaba Publio Cornelio Escipión desde lo alto de un hermoso caballo blanco con el que se movía despacio, al paso por delante de la perfecta formación de las legiones V y VI-. ¡Tendremos que combatir solos porque los soldados que nos enviaban no sabían ni navegar! – Y el procónsul se detuvo para dejar que los legionarios rieran un poco y rebajaran su tremenda tensión-. ¡Por Castor y Pólux, no sabían ni navegar y los llamaban refuerzos! – Más risas, carcajadas generales en todas las filas, desde los velites de primera línea hasta los veteranos triari, desde los legionarios de menor rango hasta los centuriones y tribunos al mando del ejército: Lelio, Silano, Marcio, Mario, Terebelio, Digicio, Valerio. Todos reían; el procónsul esperó que las risas perdieran fuelle y tornó su semblante en una faz seria antes de proseguir-. ¡Mejor solos! ¡Mejor pocos y fuertes y leales y valientes que muchos y, entre los muchos, demasiados flojos y débiles y cobardes! ¡Estas legiones dicen que están malditas! ¡Es posible, pero en ellas no hay sitio para los débiles de espíritu y de físico! ¡Os reís y eso está bien, pero no penséis que ya lo habéis conseguido todo porque habéis logrado algunas victorias! ¡Es cierto que conquistasteis Locri en Italia y que hemos derrotado al rey Sífax y a los generales Hanón y Giscón! ¡Y es cierto que muchas ciudades se han entregado y han abierto sus puertas por el temor a vuestras armas o por vuestra persistencia en el asedio, como en Utica! ¡Por todos los dioses, sé que hablo a hombres valerosos y de gran fortaleza de ánimo! ¡Las únicas legiones de Roma que han conseguido tantas victorias, una tras otra en suelo africano! ¿Pero sabéis una cosa, sabéis qué sois vosotros para Roma? – Y una nueva pausa en la que el procónsul miraba desde su caballo a los hombres ahora silenciosos que le observaban absortos desde sus cascos ajustados bajo el sol resplandeciente de aquel amanecer, quizás el último que vieran muchos, quizás el último que vieran todos-. ¡Para Roma no sois nada! ¡Nada! ¡Os lo repetiré una vez más: para Roma no sois nada más que la misma escoria que expulsó y desterró a Sicilia para olvidarse, para borrar de los anales de la historia de Roma la más vergonzosa de las derrotas ante el enemigo! ¡Para Roma seguís siendo los vencidos de Cannae, los miserables que huyeron en lugar de morir con dignidad protegiendo su patria! ¡Lo sé, lo sé, mi corazón está con vosotros y sé lo que pensáis, sé que pensáis que eso no es justo, ya no, porque creéis haber compensado aquella grave ofensa con vuestro servicio y vuestra sangre en África, con las victorias aquí conseguidas y, aún más, con haber hecho necesario que Cartago reclamara a Aníbal para que, al fin, después de tantos años de terror, abandonara Italia!
¡Creéis que sólo por eso se os debería conceder el perdón y el derecho a regresar a Roma después de estas duras campañas en África! ¡Pero os he de decir una cosa! ¡Eso valdría con cualquier otra ciudad y con cualquier otro pueblo pero eso no basta para el pueblo romano y para el Senado de Roma, eso no es suficiente! ¡No es suficiente para borrar las seis legiones masacradas por Aníbal en Cannae! ¡Y a decir verdad que si juntáramos todos los muertos enemigos que hemos abatido desde que llegamos a África hace ya casi dos años y medio no juntaríamos un número suficiente de enemigos muertos para igualar el número de legionarios que los soldados de Aníbal degollaron en Cannae! ¡A decir verdad, por todos los dioses, que así es! ¡Así que para Roma no sois nada! ¡Nada! ¡Y Roma no os dejará regresar ni os perdonará nunca! ¡Nunca! ¡Nunca! – Publio Cornelio Escipión miró a su ejército; el silencio se había fraguado poco a poco y parecía que los legionarios fueran estatuas de piedra y que ni tan siquiera respiraran-.Y vosotros me diréis entonces y con razón, ¿y para qué luchamos entonces si no es para volver con los nuestros y para recibir el perdón? ¡Un legionario jamás lucha por obtener un perdón, un legionario nunca buscará ser redimido, un legionario sólo puede buscar la victoria o la muerte! ¿Que por qué lucháis? ¡Yo os lo diré, por Júpiter! ¡Lucháis, lucharemos hoy todos por el triunfo y por la gloria! ¡Las legiones V y VI no buscan el perdón de Roma sino que Roma se arrodille ante ellos! ¡No lucháis por que os dejen regresar sino que lucháis por recibir un triunfo y ser conducidos por mí hasta el mismísimo Capitolio! ¡Lucháis por ser no las «legiones malditas», sino las mejores legiones de la historia de Roma, porque una afrenta tan grave como la de Cannae sólo se puede borrar con una victoria de iguales proporciones, y la batalla de hoy, creedme, será como la de Cannae! ¡Hoy es un nuevo Cannae pero hoy será el Cannae de Cartago! ¡Y a los legionarios que me habéis seguido desde Hispania sólo os recordaré que allí jurasteis seguirme hasta el mismísimo infierno! ¡Sea, entonces: bienvenidos todos al infierno! – Y el procónsul desenvainó su espada y la esgrimió en alto al tiempo que gritaba-: ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! ¡Muerte o victoria! – Y con un último esfuerzo, llorando, salpicando saliva al gritar-. ¡Todos al infierno! ¡Hasta el infierno!
Y los miles de soldados de sus legiones, de las legiones V y VI, desgarraron el aire con un rugido cien mil veces más fuerte que el rugido del más temible de los leones.
–¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno!
Retaguardia romana
Finalizado su discurso, Publio ascendió a la pequeña loma que se elevaba justo detrás de su legiones. Todo estaba dispuesto. El general estaba rodeado por sus lictores y un pequeño grupo de legionarios compuesto por veteranos de sus campañas en Hispania, voluntarios para una guerra en África que el joven procónsul presentía ya de temibles consecuencias para todos ellos. Le habían seguido por lealtad y esa lealtad iba a conducirlos a todos al exterminio. Era contradictorio, pero después de haberlo esperado durante tanto tiempo, el combate definitivo, ahora, cuando había llegado y estaba a punto de comenzar, era cuando más dudaba de la victoria. Publio fue examinando toda la formación. En primera línea, algo adelantados estaban los velites de ambas legiones, esperando la señal de ataque y atentos a los movimientos del enemigo, pues eran la primera línea. Se los veía nerviosos porque miraban hacia atrás de forma incesante. Tras ellos estaban los hastati, al mando de los cuales había puesto a Quinto Terebelio, en la VI, en el flanco derecho desde donde Publio observaba, y a Cayo Valerio que, como primus pilus de la V, comandaba los manípulos que le correspondían. Tras los cuadros que formaban los hastati, venían los manípulos de los principes, que en la VI Publio había puesto bajo las órdenes de Sexto Digicio y en la V, bajo la supervisión de Mario Juvencio. Estos manípulos formaban tras los huecos que los hastati de primera línea dejaban en la formación. De esa forma los principes tapaban esos espacios de modo que ningún enemigo pudiera llegar al final de la formación romana sin encontrar oposición en algún punto. Y, tras los hastati, venían los veteranos triari, con Silano al frente de los de la VI y con Lucio Marcio Septimio al mando de los de la V. En este caso, los triari formaban sus manípulos justo en línea con los hastati de primera línea. El ejército romano dibujaba lo que posteriormente se reconocería como las tres primeras líneas de un tablero de ajedrez, donde los manípulos de legionarios ocupaban los cuadros de piezas negras, dejando los cuadros de las piezas blancas vacíos. Espacios útiles para maniobrar. Las diferentes líneas estaban reforzadas por los voluntarios itálicos y por los infantes númidas.
Luego, en los extremos, la caballería. A su derecha, orgulloso y con su caballo piafando y relinchando, se veía al joven Masinisa. Estaba ansioso por entrar en combate. Como todos. Y en el extremo izquierdo, Cayo Lelio, con aire más controlado, adusto, sin moverse sobre su caballo, como una estatua, mirándole, esperando la señal de ataque. Publio estaba tenso, pero se esforzaba en respirar con regularidad, para que sus propios nervios no transpirasen y se contagiaran de sus dudas los lictores y legionarios que le rodeaban. Eran treinta y cinco mil hombres a su mando, más los dos destacamentos de caballería númida y romana. Publio se pasó la palma de la mano derecha por su barbilla recién afeitada. Levantó la mirada y contempló el infierno.
A mil pasos de distancia de sus velites de primera línea, se encontraba el enemigo: en primera fila lo más aterrador, no por ser lo más temible, pero sí por ser lo más urgente y espectacular. Ochenta elefantes africanos en una larga línea que se extendía de un extremo a otro de la formación cartaginesa. Ochenta elefantes y no había fortificaciones en las que guarecerse, estaban en campo abierto y no había habido tiempo para levantar defensas adecuadas. Aníbal forzaría el combate esa misma mañana, para no dar tiempo a más. Era una de sus grandes ventajas y no pensaba darles oportunidad de protegerse, de prepararse. Publio recordó una vez más las palabras de su padre cuando le comentó en más de una ocasión que si se veía con una gran cantidad de elefantes en formación de combate, si no disponía de defensas, debía retirarse. Retirarse. Publio suspiró. «No puedo hacerlo, padre, no puedo hacerlo, llegados a este punto, no.» Publio apretó los labios mientras contemplaba los imponentes proboscidios moviéndose hacia delante y atrás. A sus propios guías les costaba mantener a aquellas bestias detenidas. Los paquidermos debían de respirar las ansias de todos los hombres que les rodeaban y querían moverse, atacar, pisotear. Y, por si eso no fuera suficiente, tras los elefantes estaban varias líneas de combate enemigas: primero los veteranos del ejército de Magón, el hermano pequeño de Aníbal, luego los restos del ejército de Giscón y finalmente los veteranos del propio Aníbal, sin duda alguna, el cuerpo de ejército más terrible que existía en aquel momento, la máquina de matar más engrasada y perfecta y el auténtico y más mortal peligro de aquellos cuarenta mil soldados que, junto con sus dos destacamentos de caballería, se oponían a Publio y sus legiones. En cualquier caso, aunque los veteranos de Aníbal fueran lo que el procónsul más temía, eran un asunto a ocuparse con posterioridad. Lo primero eran los elefantes. Los malditos y gigantescos ochenta elefantes africanos.
Publio permanecía inmóvil en su altozano. Lelio, Silano, Marcio, Mario, Digicio, Terebelio, Valerio, todos los tribunos, centuriones ypraefecti le miraban. Todos esperaban una orden suya, pero el procónsul estaba como inmovilizado, parecía que ni tan siquiera respirase.
La caballería númida enemiga, comandada por el maessyli Tiqueo, familiar de Sífax, empezó a agitarse y lanzó varios grupos de jinetes contra los númidas de Masinisa. El joven rey miró a Publio. Pero el general permanecía petrificado. Masinisa ordenó por su cuenta que otros tantos jinetes de su caballería recibieran a medio camino al centenar de jinetes enemigos que se aproximaban al galope. Ambos ejércitos observaron cómo los númidas de cada bando se enfrentaban con ferocidad en el centro del campo de batalla. Era una batalla dentro de lo que debía ser una batalla mayor, pero era cruenta y terrible, pues era personal, era entre númidas partidarios de diferentes candidatos a rey. Los golpes de espada resonaban en el aire estancado de aquella llanura y los gritos de los que eran atravesados por jabalinas rasgaban el cielo raso y limpio bajo el que aquellos jinetes se mataban. A una señal de Tiqueo los númidas del ejército púnico se replegaron y Masinisa ordenó lo mismo para sus compatriotas. En el campo quedaron varias decenas de cadáveres, algún herido arrastrándose por el suelo y algunos caballos que, con su jinete abatido, permanecían quietos en medio de los dos ejércitos, en medio de aquel pulso entre Roma y Cartago. De momento sólo habían entrado en combate los subalternos.
Retaguardia cartaginesa
Aníbal lo observaba todo desde un entarimado de madera levantado detrás de sus filas de veteranos. Uno de sus oficiales se aproximó para preguntar.
–¿Seguimos con las escaramuzas de la caballería, mi general?
Eran oficiales leales aquéllos, los que estaban junto a él sobre aquel entramado de madera, pero Aníbal echaba de menos la sensata voz de Maharbal, a quien había tenido que alejar de sí, para que se pusiera al mando de la caballería africana, a su derecha. Estaban escasos de caballería y Aníbal decidió compensar aquella debilidad poniendo a su mejor oficial al mando de la fuerza montada. Por su parte, Tiqueo se las tendría que ver como fuera con el crecido Masinisa. Ése sería un asunto entre númidas, pero le preocupaba. Si la caballería cedía tendría un problema grave. El secreto era hacer que la lucha se desarrollara de forma que la caballería no fuera decisiva. Gran parte de la clave era la carga inicial de los elefantes. Si éstos causaban las suficientes bajas entre la infantería romana, los legionarios desmoralizados, derrotados ya una vez por él mismo en Cannae, empezarían una desordenada retirada y a partir de allí sólo sería cuestión de exterminar con eficacia. Entonces la superior caballería romana sólo valdría para proteger a un ejército en retirada. La carga de los elefantes era crucial. Si eso fallaba estaría el cuerpo a cuerpo y allí también se impondría la destreza de sus veteranos de Italia. Maharbal y Tiqueo sólo tenían que mantener a Lelio y Masinisa ocupados el tiempo suficiente para que fuera el que fuese el desenlace de la lucha entre las caballerías, ya no quedara infantería romana en pie.
–¿Los ataques de la caballería, mi general? – Insistió con cuidado el oficial, algo nervioso-. ¿Seguimos con ellos?
–No -respondió Aníbal-. Los elefantes. Ya.
El oficial púnico asintió varias veces y descendió de aquella improvisada fortificación.
Primera línea de combate romana. Ala izquierda
Cayo Valerio, posicionado en la primera línea de los hastati vio cómo los elefantes del enemigo empezaban a moverse pesada pero decididamente hacia ellos. Respiró varias veces con profundidad. Miró a ambos lados. Sus hombres, al igual que él, tenían los ojos fijos en aquella manada de bestias que se acercaba adquiriendo cada vez algo más de velocidad. Cayo Valerio carraspeó profusamente y escupió en el suelo. Tenía la garganta seca.
–Maldita sea nuestra suerte -dijo en voz baja. Giró su cabeza y miró al procónsul de Roma. Nada. Impasible. Bueno. Cayo Valerio no se movió; inclinó su cabeza hacia la izquierda y luego hacia la derecha. Le dolía el cuello. Había dormido en mala posición y tenía tortícolis. Casi le entró risa por preocuparse de una molestia tan nimia. Los elefantes avanzaban ya a la carrera.
–Maldita sea -dijo en voz normal, y volvió a escupir. Miró de nuevo a sus hombres. Estaban todos con los ojos muy abiertos, los escudos clavados en el suelo, los pila a su lado. Vio que algunas lanzas temblaban en las nerviosas manos de sus hombres. Estaban aterrados. «Maldita sea», pensó. «No van a aguantar. No van a mantener la formación. Por todos los dioses.» Vio la tercera fila de los manípulos, donde los soldados no sostenían arma alguna, sino que iban cargados de tubas, trompas, cornetas y otros instrumentos musicales de los que usaban los romanos para transmitir las órdenes en las legiones romanas. Qué desperdicio de fila, pero eran órdenes directas del general. Cayo Valerio notó entonces una extraña vibración que le recorría la pierna derecha, luego la izquierda. Se volvió hacia el enemigo. Los elefantes corrían hacia ellos. La tierra bajo sus pies temblaba. Cayo Valerio vio cómo vibraban los escudos de sus soldados y cómo las miradas de sus hombres ya no eran de terror, sino de un pavor desconocido, un horror que nunca había visto reflejado en la faz de ningún soldado antes de aquella mañana.
–Mierda, mierda, mierda -repetía mientras salía de la formación y daba uno, dos tres, cinco, diez, hasta veinte pasos por delante de la formación de hastati, superando incluso a los desperdigados velites que de modo casi inconsciente se habían ido replegando ante el avance de los elefantes. Cayo Valerio había leído lo peor que un centurión puede encontrar en el rostro de sus hombres: no iban a mantener la formación; el terror era demasiado poderoso. La tierra se agitaba bajo sus sandalias militares. El tribuno miró hacia los elefantes. Estaban a quinientos pasos. Luego miró hacia sus hombres. Quería que le vieran todos. Él no se retiraba. Él iba a estar allí. Solo, si hacía falta. Si querían huir que vieran antes cómo moría un primas pilas de las legiones de Roma. Mierda, mierda, mierda. Miró de nuevo hacia el procónsul. Nada. Quieto, como una insignia. Y no había órdenes tampoco por tubas. El único ruido era el de la estampida de elefantes pisoteando la tierra de África en su irrefrenable carrera mortífera.
Retaguardia romana
Publio Cornelio Escipión, desde su pequeña colina, vio cómo Cayo Valerio, sin recibir orden alguna, había abandonado la formación y había avanzado unos veinte pasos.
–¿Qué hace ese imbécil? – preguntó el procónsul, pero a su lado no estaba ni Lelio ni Marcio ni Silano ni ningún otro de sus oficiales de confianza. Uno de los lictores que se encontraba más próximo al general, el más veterano entre los hombres de su guardia personal, se atrevió a aventurar una respuesta.
–Creo que teme que los hombres se asusten, mi general… se ha adelantado para que todos le vean… como ejemplo, supongo…
Publio se volvió hacia el lictor que acababa de responderle. Asintió. Se trataba del proximus lictor, el último en la fila de lictores que precedían a un cónsul, y que se situaba justo junto al cónsul. Era siempre un hombre de la máxima confianza.
–Eso debe de ser -dijo el general y, sin dejar de mirar al proximus lictor, añadió una pregunta-. Tu nombre es Marco, ¿verdad?
–Sí, mi general -respondió con sorpresa el lictor.
–Llevas conmigo desde Hispania, ¿verdad?
–Así es, mi general -confirmó con orgullo aquel soldado.
–Bien, Marco, quédate junto a mí hoy más que nunca. Tus opiniones me vendrán bien en esta batalla.
Publio miró de nuevo hacia la llanura. Los elefantes, en una larguísima hilera que lo cubría todo, corrían contra su ejército. Tras ellos una polvareda de dimensiones descomunales se levantaba ocultando los movimientos que pudieran estar haciendo las tropas cartaginesas, pero no era probable que fueran a hacer nada mientras aquellas bestias corrían casi descontroladas contra sus enemigos. Los elefantes estaban a cuatrocientos pasos de los velites y los hastati. A trescientos cincuenta, a trescientos…
Primera línea de combate romana. Ala derecha
Quinto Terebelio, al mando de los hastati de la VI, observó cómo Cayo Valerio se avanzaba al resto de los hombres en la V. Quinto Terebelio, centurión que conquistara las murallas de Cartago Nova junto con Digicio y Lelio, no podía permitir que un oficial de los derrotados en Cannae le superara en valor… o en locura. Además, miró a su alrededor y detectó ese miedo abrumador que embargaba a los hastati que le rodeaban. Estaba claro que había que dar ejemplo… aunque eso significara dar la propia vida.
–¡Por Hércules y todos los dioses! – dijo en voz bien alta, y se avanzó a los hastati hasta ubicarse a la misma altura que Cayo Valerio. Luego continuó hablando en voz baja, para sí mismo, para su alma-. Estamos locos, todos locos.
Retaguardia romana
Marco señaló al procónsul el movimiento de Quinto Terebelio. – Otro loco -dijo Publio, pero no pronunció aquellas palabras con tono de reproche, sino de admiración. El lictor se atrevió a comentar algo más.
–En esa posición tan avanzada, solos, serán los primeros en ser arrollados por los elefantes. Es un suicidio. El procónsul le corrigió.
–No, soldado, no es un suicidio, es una devotio. Una devotio por mí, por las legiones, por Roma. – Marco asintió algo avergonzado de su comentario anterior. No obstante, el general concluyó su valoración con un tinte de tristeza en su voz-. Una devotio que aunque admiro, lamento con profundidad. Son dos de mis mejores oficiales. No pensé que fuera a ser necesario llegar tan lejos. No pensé nunca que fuera a ser necesario. No lo pensé así, no de esta forma… -El procónsul repetía aquellas palabras como intentando perdonarse a sí mismo lo que estaba a punto de ocurrir. Ya no había tiempo para cambiar las cosas. Sólo se podía proceder con el plan y rogar a los dioses. Hasta ese momento no se había percatado realmente de lo que estaba exigiendo a sus hombres.
Primera línea de combate romana. Ala izquierda
Cayo Valerio tragaba la poca saliva que su boca acertaba a producir. Estaba seco y clavado en el suelo de aquella llanura como una estaca olvidada por el tiempo. Una estaca que temblaba por la potencia de las pezuñas de aquellos paquidermos al chocar contra el suelo sobre el que avanzaban como gigantescas catapultas en movimiento. Estaban a trescientos, doscientos cincuenta, doscientos pasos. Era el fin.
Primera línea de combate romana. Ala derecha
Quinto Terebelio repasaba su vida en el poco tiempo que le quedaba ya antes del gran impacto. Sólo encontró peleas y pendencias desde pequeño en las calles de Roma. Una vida dura y sin rumbo hasta que ingresó en el ejército, donde luchar y pelear era un honor. Allí se había forjado una reputación y esa reputación había adquirido casi el grado de leyenda tras las campañas en Hispania bajo aquel procónsul que los conducía ahora a todos contra aquella estampida de elefantes. Gracias al general había conocido el sabor dulce de verse admirado por centenares de hombres. Era un orgullo especial el que le acompañaría el día de su muerte. De modo que si se tenía que morir en aquella batalla por aquel general, se moría. Quinto Terebelio se ajustó el casco, dejó el escudo en el suelo y levantó úpilum con su brazo derecho dispuesto para lanzarlo. ¿De qué protección valía un escudo contra ochenta elefantes? Por Castor y Pólux. Por Hércules y por todos los dioses, ¿qué importaba ya nada?
Retaguardia romana
Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma, levantó su brazo derecho en alto. Cayo Valerio, Sexto Digicio, Mario Juvencio, Silano, Marcio, el rey Masinisa y Cayo Lelio observaron tensos aquel movimiento. El único que parecía pasarlo por alto era Quinto Terebelio, que avanzaba contra los elefantes con su pilum preparado para ser lanzado. Publio le observó sin mostrar expresión alguna en su rostro. Terebelio iba por libre. ¿Era insubordinación o heroísmo? No importaba aquello. Las tubas transmitirían su orden y todos sabían lo que debía hacerse.
El general de las legiones V y VI bajó su brazo derecho de golpe. Una decena de legionarios con tubas que le acompañaban en la colina hicieron sonar sus instrumentos y su sonido se desplegó sobre la llanura hasta alcanzar las primeras líneas de hastati, donde, de pronto, decenas, no, centenares de tubas, trompas y cualquier instrumento que pudiera hacer ruido, resonó no con armonía, sino con el estruendo propio del temor absoluto exhalado por los pulmones de miles de legionarios acorralados. El general había ordenado durante los últimos días recoger todos los instrumentos de música de toda la región y construir más tubas y trompas y los había distribuido entre las primeras filas de sus hastati para hacerlos sonar justo cuando los elefantes llegaran a pocos pasos de distancia. Pero eso no era todo.
Vanguardia romana. Primera y segunda líneas de combate
–¡Mantened la formación, mantened la formación! – gritaba Cayo Valerio desde su posición avanzada mirando hacia atrás a los hastati de la V.
Al mismo tiempo, entre los principes de segunda línea, se recibía una orden diferente.
–¡Maniobrad, malditos, maniobrad, por todos los dioses! – aullaban Digicio y Mario a sus manípulos de legionarios de segunda línea. De este modo, los principes se movieron rápidamente hacia un lado, hasta situarse justo detrás de los hastati y justo delante de los triari, dejando así enormes pasillos descubiertos, sin soldados por toda la formación del ejército romano. Fue una maniobra muy rápida y desconocida hasta la fecha. Extraña.
Retaguardia cartaginesa
Aníbal apretó los párpados de su ojo sano. – ¿Qué hacen? – preguntó, aunque no esperaba respuesta. – Parece que abren como pasillos, mi general -respondió un oficial púnico.
–Ya veo que abren pasillos, imbécil -espetó Aníbal-, la cuestión es ¿por qué?, ¿para qué?
Pero nadie supo qué responder.
Aníbal se había preocupado de que los romanos no supieran hasta el último momento dónde exactamente posicionaría a su ejército para combatir. De ese modo evitaba que pudieran levantar fortificaciones o cavar zanjas y fosos trampa con los que defenderse de la embestida de sus elefantes. Ahora abrían pasillos. Pasillos. Aníbal cabeceó lentamente varias veces. Era una idea bastante buena. Bastante buena. Igual que el ensordecedor ruido de todos aquellos instrumentos, pero la cuestión era si sería suficiente. Aníbal dio un paso al frente y se apoyó con sus manos en la barandilla de la pequeña construcción de madera sobre la que se encontraba. Estaba genuinamente intrigado.
Primera línea de combate romana. Ala izquierda
Cayo Valerio, de espaldas al enemigo, mirando a sus legionarios, se desgañitaba sin ceder un solo paso de su posición avanzada.
–¡Mantened la formación! ¡Mantenedla u os mato a todos! ¡Por los dioses que os mato!
A su espalda escuchó el pavoroso rugido de los elefantes. Se dio la vuelta. La muerte… pensaba recibirla de frente. A cien pasos de donde se encontraba un paquidermo bestial corría contra él. Los colmillos eran largos y afilados artificialmente por sus adiestradores. Un guía conducía la bestia justo contra él. En lo alto del enorme animal, una gran cesta poblada por cuatro arqueros empezaba a arrojar flechas contra los romanos.
–¡Aaaaaaaaaaaaah! – gritó con todas sus fuerzas Cayo Valerio, primus pilus de la V legión, una legión más maldita que nunca, pero al tiempo que el centurión desgarraba su miedo en aquel aullido, centenares de tubas y trompas resonaron a sus espaldas generando un fragor tan inmenso y ensordecedor como el de los rugidos de las propias bestias. Cayo Valerio comprendió entonces las palabras del general. Bienvenidos al infierno. Cerró los ojos y en un acto reflejo los volvió a abrir. Lo que vio le dejó atónito. Algunas de las enormes bestias, confundidas por el sorprendente e inesperado ruido que emitían las legiones, se habían asustado y abandonaban la formación de ataque intentado dar media vuelta. Al girar o detenerse, algunos elefantes chocaban con otros. Así había al menos dos decenas de bestias creando confusión en la gran línea de ataque cartaginés. Eran los elefantes más jóvenes, los menos adiestrados, los más inexpertos, sorprendidos por el ruido de las trompas y las tubas. Pero los guías que los conducían, a gritos y a golpes de maza, un gran martillo que, junto con un escoplo de hierro, llevaban para poder dar órdenes a golpes sobre la testuz de las bestias, se afanaban en controlar a los elefantes enloquecidos. Unos guías conseguían su objetivo con más destreza que otros. Pero, pese a todo, muchos elefantes seguían con su avance, los más veteranos, los más experimentados, sin atender al ruido de las trompas romanas, avanzando, pisando con potencia con sus pezuñas de piel petrificada. Una de esas bestias más experimentadas era la que tenía frente a sí Cayo Valerio. No le sorprendió. Era su destino. Desenvainó la espada dispuesto a clavarla donde fuera mientras era pisoteado, pero la gran bestia que hasta ese momento había caminado en línea recta contra el centurión desde hacía varios centenares de pasos, de súbito varió su rumbo un ápice, de modo que, sin arrollarle, pasó junto al anonadado centurión, sin herirle. Valerio se giró y observó cómo la bestia, pese a las órdenes de su guía, había decidido modificar el curso de su carrera para poder adentrarse por uno de los pasillos que los romanos habían dejado abiertos en su formación. Un elefante pisará y arrollará y machacará cabezas y cuerpos y extremidades si tiene que hacerlo, si no hay otra forma de seguir avanzando, pero si ante sí se abren pasillos donde no hay hombres armados, entonces su instinto, como el de un caballo, le conducirá hacia esos espacios abiertos. Además los velites, según el plan del procónsul, al sonar las trompas, iniciaron un veloz repliegue hacia esos pasillos, de modo que los elefantes sentían que perseguían a sus víctimas que huían despavoridas.
Los elefantes le habían sobrepasado y él seguía vivo. Cayo Valerio se encontró envuelto en un mar de arena y polvo levantado por las bestias, pero seguía vivo. Vivo. Sacudió la cabeza. No se lo podía creer. Era imposible. El fragor de la lucha, los gritos de sus hombres pereciendo al luchar contra los elefantes lo devolvió a la realidad. Recuperó el sentido de la orientación y espada en ristre recorrió lo andado para reunirse con sus hombres y acabar de una vez por todas con esos malditos elefantes o con su vida.
Primera línea de combate romana. Ala derecha
Todos huyen de los elefantes, excepto Quinto Terebelio, que, una vez arrojado su escudo, camina hacia el paquidermo que se le viene encima a toda velocidad. Así mientras los velites se escapan por los pasillos abiertos en las filas romanas, y mientras los hastati aprietan los dientes y contienen la respiración, inmóviles, anclados a la tierra aguardando su terrible final, Quinto Terebelio corre hacia los elefantes. Selecciona a la carrera uno que le viene de bruces y se concentra en él olvidándose por completo de las consecuencias de su acción.
Quinto Terebelio corre hacia la bestia. El suelo sigue temblando bajo sus sandalias sucias por el polvo y la arena. Detiene al fin su carrera al tiempo que lanza su brazo derecho hacia delante una vez más y tras él toda la fuerza de su hombro y de su cuerpo para arrojar su pilum contra el aire. La lanza surca el aire con un silbido agudo, fino, certero. Quinto Terebelio se reincorpora para ver si, con la ayuda de Marte, su pilum alcanza su objetivo. El elefante, encorajinado por su guía africano, avanza temible, brutal, contra el centurión romano. El arma de Terebelio vuela firme y como un misil degüella al guía del animal ensartándolo de parte a parte, entrando por la garganta de aquel hombre, partiendo la faringe, la arteria yugular y saliendo por el cogote con un chorro de profusa sangre caliente. El guía queda atravesado sobre el elefante, pues la lanza culmina su mortal viaje clavándose en la cesta donde van los arqueros cartagineses, de modo que aquel adiestrador de elefantes queda como una marioneta inerme sobre la testuz del gigantesco animal. El paquidermo siente que ya no hay quien le dé órdenes y, al igual que otros compañeros suyos, se percata de los pasillos que se abren ante sus ojos y se encamina hacia ellos desechando el pequeño obstáculo que supone Quinto Terebelio. El centurión siente el impacto del aire que el animal arrastra al pasarle rozando, pero sin pisarle.
Se ha salvado y le entra la risa. Desenfunda la espada y se dirige hacia sus hombres siguiendo al elefante en su carrera. Pero Terebelio se ha desprotegido al dejar caer el escudo para así tener toda la fuerza necesaria para alcanzar con su pilum al guía del enorme animal.
–¡Apuntad a los guías! ¡Por Hércules! ¡Apuntad a los guías! ¡Apuntad…!
Pero no termina la frase. Uno de los arqueros le ha disparado con el mismo acierto con el que él acaba de ensartar al guía del elefante. Un dardo se acerca a toda velocidad y todo lo que puede hacer Terebelio es echarse al suelo, pero no es lo suficientemente rápido y el dardo le alcanza en el hombro.
–¡Mierda! – dice Quinto mientras se levanta-. ¡Por los dioses!
Le habían dado. Una flecha. Se puso en pie. Bien. Sacudió la cabeza. Los elefantes. Ya habían pasado. Unos se perdían por los pasillos. Terebelio vio cómo decenas, centenares de flechas y lanzas caían sobre los animales, sus guías y sus arqueros como una lluvia sin fin. Otros animales habían retrocedido y se volvían contra los propios cartagineses que respondían de forma similar. Pronto todas las bestias estarían muertas por unos o por otros, pero entretanto se llevarían por delante a decenas, quizá centenares de hombres. Terebelio empezó a caminar. El hombro le ardía pero no le impedía andar y no parecía perder demasiada sangre. Ya se ocuparía de la herida al final de la batalla.
–¡Mantened la formación, legionarios de la VI! ¡Mantened la formación y atravesad a esos malditos elefantes con todo lo que tengáis!
Quinto Terebelio gritaba sus órdenes emergiendo entre la polvareda que los elefantes habían levantado a su paso. Los hastati de la VI le recibieron como un espectro que regresa de entre los muertos. Y le obedecían. Le obedecían. Es difícil no obededer a un centurión que te da órdenes en pie, con firmeza, a gritos, cuando éste tiene una flecha clavada en la espalda y sigue luchando como si nada.
Retaguardia romana
Publio contemplaba cómo sus tropas digerían la embestida de elefantes más terrible a la que nunca jamás se habían enfrentado las legiones de Roma. Contrariamente a todo lo esperable, Cayo Valerio y Quinto Terebelio parecían haber sobrevivido a la estampida bestial.
–Terebelio está herido -comentó Marco al procónsul
–Pero no muerto -respondió Publio-. Una flecha no bastará para frenarle -añadió el general con orgullo. Con aquellos oficiales la victoria, la imposible victoria aún era posible.
Los elefantes habían penetrado hasta las hileras de manípulos de principes y triari en segunda y tercera línea de combate. Y allí, bajo las instrucciones de Digicio, Mario, Marcio y Silano, las bestias estaban siendo acribilladas con dardos y pila, aunque los animales tardaban en morir y heridos eran aún más peligrosos. En su dolor los paquidermos se revolvían sin rumbo fijo y embestían a todos los que se encontraban a su paso. Los legionarios caían por decenas, heridos, pisoteados, ensartados por sus colmillos, golpeados por sus trompas, atravesados por los dardos de los arqueros púnicos, aunque éstos cada vez eran más cadáveres inertes sobre las bestias moribundas, víctimas de las armas arrojadizas de los propios legionarios. Al final, algunos animales, medio arrastrándose, cubiertos de sangre suya y de sangre cartaginesa, embadurnadas sus pezuñas hasta las mismísimas descomunales rodillas con sangre romana, alcanzaban el final de la formación romana y se perdían lentamente más allá de los triari.
–¿Qué haremos con aquellos animales que huyen? – preguntó Marco.
–Los dejaremos morir en paz o salvarse, quién sabe. Quizá sean los únicos que sobrevivan a esta batalla. Nosotros ahora tenemos otros enemigos de los que ocuparnos.
Retaguardia cartaginesa
–Los romanos han sobrevivido a los elefantes, mi general -comentaba uno de los oficiales púnicos a Aníbal. El general no respondió inmediatamente. Estaba evaluando. Observó cómo aquellos animales que habían vuelto sobre sus pasos ya habían sido abatidos por jinetes de su caballería y por los guerreros de Magón, situados en la primera línea de ataque cartaginesa. Un precalentamiento para lo que les correspondería hacer a continuación. Por su parte, los romanos se las componían como podían para matar al resto de los elefantes. La maniobra de abrir pasillos en la formación de las legiones había dado unos resultados bastante buenos para sus enemigos. Los elefantes eran cazados entre dos fuegos interminables en largos pasillos mortales y, al final, en su mayoría perecían, pero no sin antes haberse llevado consigo cada bestia a varias decenas de romanos, no sin antes presentar una cruenta lucha.
–Sí, los romanos han sobrevivido a la carga de nuestros elefantes -respondió al fin Aníbal-, pero nuestro ejército está prácticamente intacto mientras el suyo ha sido más diezmado y los que han sobrevivido están extenuados. Cazar elefantes no es algo que se haga sin gran esfuerzo. Veremos hasta dónde llegan las energías de los romanos esta mañana. – Y miró hacia arriba-. El sol aún no está en lo alto. Quedan muchas horas de luz. Muchas. Y hemos de conseguir que sean demasiadas horas para los romanos. Demasiadas.
Otro oficial, sin decir nada, señaló hacia los extremos de ambos ejércitos: las caballerías habían entrado en acción. Primero Tiqueo se había lanzado contra los númidas de Masinisa y el joven rey exiliado había respondido con todos sus jinetes. Sólo el tiempo dictaminaría quién de los dos contendientes resultaría vencedor. En el otro extremo, la caballería romana había atacado a las fuerzas de Maharbal y éste, muy astuto, las combatía pero replegándose poco a poco, alejando a la caballería romana de la infantería de sus legiones. Aníbal sonrió felicitando mentalmente la destreza de Maharbal. Faltaba ver si Tiqueo estaría a la altura de las circunstancias. Para satisfacción del todopoderoso general cartaginés, los númidas de su propia caballería también se alejaban de la llanura arrastrando consigo a los ansiosos jinetes de Masinisa. Ansiosos por derrotar a sus compatriotas númidas. Ciegos, pensó Aníbal.
–Bien -dijo el general-. Por Tanit y por Baal. Dejémonos ya de prolegómenos. Que avancen los mercenarios de mi hermano pequeño. Veamos de qué son capaces esos mauritanos, galos y baleáricos juntos.
Retaguardia romana
–Que se reagrupen. Esto no ha hecho nada más que empezar -ordenó el procónsul de Roma. Las tubas y trompas transmitieron sus órdenes. A sus pies, en la llanura, sus oficiales repetían las intrucciones sin parar.
Vanguardia romana
–¡Reagrupaos! ¡Reagrupaos! – aullaba Quinto Terebelio a los legionarios de la VI con la flecha clavada en el hombro. Parecía que la exhibiera como un trofeo. El ardor parecía haber remitido, pero estaba más cansado de lo normal.
–¡Reagrupaos todos! ¡Por Marte, todos en formación! – gritaba Cayo Valerio, sudando, con sangre en manos y piernas; sangre enemiga, de modo que se movía con agilidad entre los hastati de la V.
Los romanos rehicieron sus filas, dejando pequeñas islas en medio de su formación, allí donde un gigantesco cadáver de elefante yacía inerme, coronado por los cuerpos sin vida de sus adiestradores y de los arqueros púnicos que hasta hacía unos minutos habían estado transportando. No había tiempo para retirar heridos, de modo que éstos buscaban refugio, los que podían arrastrarse, en esas pequeñas islas, junto a los gigantescos cuerpos de las bestias abatidas. Sus compañeros tendrían que luchar por ellos… y vencer, o luego serían rematados por los cartagineses victoriosos. Así era esa guerra. Atilio, el médico griego de las legiones de Publio, se movía de uno a otro de los grandes cadáveres de los paquidermos buscando a los legionarios heridos para intentar asistirles en lo posible. De momento se encontraba con heridos de flecha o lanza y, lo más horrible, con hombres con pies o piernas o incluso el pecho aplastado por el terrible pisotón de alguna de las bestias junto a cuyos cadáveres operaba sin ningún tipo de anestesia ni analgésico. Atilio ya estaba abrumado y sólo era el principio.
El ejército de Roma se reagrupó en pocos minutos. Por el otro lado de la llanura avanzaba hacia ellos un conglomerado de mercenarios que parecían venir de las más diversas regiones del mundo conocido. Eran los guerreros que Magón, el hermano pequeño de Aníbal, había ido reclutando durante años en un intento desesperado por reemplazar al ejército de Asdrúbal exterminado en el Metauro. Las legiones V y VI veían ahora cómo ligures del norte de Italia, galos del sur de la Galia, honderos baleáricos, fornidos mauritanos y hasta un importante contingente de soldados libios avanzaba hacia ellos. Los otros dos grandes cuerpos del ejército de Aníbal, los soldados cartagineses y africanos de Giscón y el cuerpo de veteranos de Italia, permanecían en la retaguardia cartaginesa sin intervenir de momento. Las trompas y tubas romanas resonaron de nuevo. El procónsul ordenaba enfrentarse a los mercenarios de Magón con todos los efectivos. Asi, hastati, principes y triari avanzaron en busca de la primera embestida de la infantería enemiga.
El choque fue frontal, feroz, salvaje.
Retaguardia romana
Publio se percató de que tanto la caballería de Lelio como la de Masinisa se alejaban más y más. Parecía incluso que los númidas de Cartago y los jinetes africanos se batían en retirada y que tanto Masinisa como Lelio salían en persecución de cada uno de los regimientos de caballería que huían. Eso era bueno y eso era malo. Estaba bien que la caballería enemiga no pudiera repetir los movimientos de Cannae, desbordando las alas de la caballería romana para atacar por la retaguardia de las legiones, pero estaba mal que los propios jinetes romanos y númidas aliados se alejaran tanto que tampoco pudieran contribuir al combate que se estaba librando en la llanura. Publio comprendió en aquel instante que sería allí, en medio de aquella llanura, donde debería decidirse todo. Infantería contra infantería, cuerpo a cuerpo. Apretó los dientes y su mano, de modo instintivo, se deslizó hasta la empuñadura de su espada. Se contuvo. El general en jefe no debía entrar en combate. No en una batalla de aquella magnitud. Debía mantenerse en su posición para poder dar las órdenes necesarias. Eran sus hombres los que tenían que luchar, por él, por Roma. Tenía los mejores oficiales. Quinto Terebelio, Cayo Valerio, Sexto Digicio, Mario Juvencio, Lucio Marcio, Silano. Era su turno. Ellos debían combatir. Él había pasado días, semanas, años, diseñando aquella batalla. Él había reunido los recursos necesarios y él había hecho posible que aquella batalla tuviera lugar y, pese a todas las maquinaciones de Máximo y de Catón, que esa batalla tuviera lugar en África. Ahora debían combatir sus hombres. Sus hombres.
Primera línea de combate romana. Ala izquierda
Cayo Valerio aguardó hasta que sus hastati de la V se encontraran a un centenar de pasos de los mercenarios enemigos. – ¡Ahora! ¡Lanzad! ¡Lanzad!
Y todos los legionarios a una arrojaron una andanada depila. Por respuesta recibieron una tanda similar de jabalinas de todas las formas y dimensiones acompañada de decenas, centenares de piedras de los honderos baleáricos. Piedras y jabalinas golpeaban los cascos y escudos de los romanos, y, con demasiada frecuencia, se colaban entre los resquicios de las armas defensivas y se clavaban en rostros, muslos, hombros… Los gritos de dolor emergían por todos lados, pero pronto ya no hubo espacio entre romanos y mercenarios de Cartago. Los diez mil guerreros del antiguo ejército de Magón impactaron contra la línea de hastati. Los romanos interpusieron sus escudos contra el empuje de los bárbaros venidos de mil regiones distintas, adiestrados por Cartago para, una vez más, derrotarles, como en Cannae, pero los legionarios de la V y la VI y los voluntarios itálicos del procónsul no estaban dispuestos a dejarse barrer con tanta facilidad. Los romanos, no obstante, tenían un enemigo adicional con el que no habían contado: el agotamiento. Mientras aquella línea de combate enemiga llegaba fresca, sin prácticamente haber combatido, ellos, sin embargo, habían tenido que vérselas con la carga de los ochenta elefantes, perdiendo a muchos compañeros y, lo peor en aquel instante de reanudación de la batalla, sintiendo ya muchos de ellos el agarrotamiento fruto del cansancio.
Cayo Valerio pinchó por el lateral de su escudo a un mauritano que tenía enfrente. Apartó el escudo un segundo y clavó su espada en el hombro del enemigo, éste se hizo a un lado y el primus pilus de la V aprovechó para empujarle con su escudo y avanzar; entonces otros dos mauritanos vinieron para sustituirle. El centurión planta de nuevo su escudo en el suelo y se refugia tras él. Caen los golpes. Pincha de nuevo por debajo, emerge, clava, empuja, hiere, vuelve a empujar y prosigue con su avance. Con el rabillo del ojo controla sus flancos. Los legionarios le siguen, pero muy a duras penas. Se frena o se quedará solo rodeado de enemigos.
–¡Avanzad, por Júpiter! ¡Avanzad y mantened la formación! – grita sus órdenes en los momentos en los que se refugia tras el escudo. Sus hombres redoblan sus esfuerzos por seguir atacando, pero después de la carga de los elefantes muchos están extenuados y no ha habido tiempo para recuperarse. Valerio ve cómo en lugar de seguirle los hastati empiezan a ceder terreno.
–¡Maldita sea! – dice, y cede terreno a la par con sus hombres. Quedarse solo allí es una locura sin sentido. ¿Por qué no le sustituyen los principes} La segunda fila de manípulos romanos sufrió menos que los hastati durante la embestida de los elefantes. El general debería ordenar ya la sustitución de los unos por los otros. Ya. Nuevos golpes caían sobre su escudo.
Primera línea de combate romana. Ala derecha
Quinto Terebelio se protegía de la ferocidad con la que combatían los galos, medio desnudos, pintados de azul, gritando todo el tiempo. Había matado a dos o tres y herido a varios, pero la flecha del hombro había sido golpeada por la espada de uno de sus enemigos y se había movido en su interior desgarrándole algo, no sabía bien qué, pero apenas sí podía sostener el escudo y si lo soltaba era hombre muerto. Los hastati de la VI se estaban comportando con honor, pero se les veía que no habían tenido tiempo para recuperarse del ataque de las bestias africanas y ahora la furia de aquellos galos y ligures traídos del norte de Italia les hacía retroceder. Terebelio lo veía cuando miraba hacia abajo. Palmo a palmo perdían terreno y lo seguirían perdiendo si los principes no entraban a reemplazarles en primera línea. No era cobardía. Nadie podía acusarle de cobardía. Era necesidad. ¿Por qué el procónsul no ordenaba que les sustituyeran ya?
–¡Aaahh! – Le habían alcanzado por un lateral con una espada. No sostenía bien el escudo por la flecha clavada y eso había permitido que un galo le sorprendiera por atrás. En un ataque de furia producido por una adrenalina suplementaria que su cuerpo generó en aquel instante, Quinto Terebelio empujó con su escudo con bestialidad. Derribó a dos, tres enemigos, bajó la defensa, golpeó, clavó y pinchó con su espada e hirió mortalmente a varios de aquellos galos, luego retrocedió varios pasos para reintegrarse con sus hombres, que parecían retroceder cada vez más rápido. Quinto Terebelio, primus pilus al mando de los hastati de la VI, sangraba por delante y por detrás de un hombro destrozado. Le costaba respirar. Tenía que dar órdenes pero le faltaba fuelle para gritar. Inhalaba aire a espasmos. Escupió en el suelo y vio que por su boca salía sangre. Y los galos no cejaban en su empuje.
–Mierda de batalla -dijo en voz baja, atragantándose con su sangre, que le supo buena. Tenía sed.
Retaguardia romana
Publio Cornelio Escipión veía cómo los hastati retrocedían ante los diez mil mercenarios de la primera línea cartaginesa. Al hacerlo, los manípulos de principes y triari de las líneas dos y tres de combate romanas cedían terreno de forma similar para evitar quedar todos atrapados en una maraña sin formación ni maniobrabilidad. En eso, Digicio, Mario, Marcio y Silano estaban trabajando bien. Era la línea de hastati la que debía oponer más resistencia, pero se veía que no podían. Debía dar orden de reemplazarlos y dar paso a los principes, algo más frescos y menos agotados por la carga de los elefantes, pero Publio se resistía a ordenar aquella maniobra. Aníbal sólo estaba empleando su primera línea de combate mientras preservaba las otras dos de refresco, intactas: diez mil guerreros africanos más en la segunda línea y luego sus veinte mil veteranos. Él no podía cometer la insensatez de emplear todas sus tropas para responder a la embestida de la primera línea púnica, pero los hastati cedían y cedían. Se pasó la palma de la mano por la barba rasurada e, inconscientemente, apretaba unos dientes contra otros. Sentía las miradas de los lictores en su cogote y del pequeño grupo de veteranos legionarios que le acompañaban a modo de guardia personal y de los soldados con las tubas y trompas que debían transmitir las órdenes del procónsul de Roma. Publio se debatía en una tempestad de dudas. Mientras, en primera línea, morían sus hombres. Morían. Y él lo sabía.
Primera línea de combate romana. Ala derecha
Quinto Terebelio veía cómo los legionarios de la VI no podían más. Así no podían seguir o aquello se convertiría en una huida en toda regla. Inspiró aire con todas sus fuerzas y luego soltó un potente alarido.
–¡Mantened la formación! ¡Por Hércules, no se retrocede! ¡No se retrocede! – Y se alzó cubierto de su propia sangre para asomarse por encima del escudo, donde una piedra arrojada por un hondero balear le pasó rozando, pero sin darle. Avanzó hacia dos galos que le encaraban y les atacó con la desesperación de quien se sabe malherido. El súbito cambio de actitud, de retroceder a embestir, sorprendió a los guerreros galos y para cuando quisieron reaccionar se encontraron con la espada de Terebelio seccionándoles la garganta, pero nuevos galos vinieron a reemplanzarles. Quinto Terebelio se batía como un jabato con la espada. Asestaba golpes a derecha e izquierda y se protegía frontalmente con el escudo sostenido en alto por un brazo entumecido que no sentía, pero no veía lo que pasaba tras de sí. Los hombres de la VI habían intentado responder a las demandas de su centurión pero tras una breve reacción inicial, volvían a perder terreno abandonando a su primus pilas a su suerte. Quinto Terebelio sintió cómo le hendían un hierro, podía ser una espada o una lanza, justo en el vértice de su espalda y sintió algún hueso crujir. Comprendió entonces que estaba rodeado. Se volvió ciento ochenta grados y con su espada atravesó el corazón del galo que acababa de herirle traicioneramente, hecho que los galos de la línea de ataque cartaginesa aprovecharon para abalanzarse sobre él. Un Quinto Terebelio fresco y sin heridas habría salido de allí a mandobles, empujones y golpes, luchando como una fiera, pero estaba extenuado por el combate y por la sangre que llevaba perdiendo toda la mañana. Quinto Terebelio sólo acertaba a dar golpes defensivos y a mantener pegado su escudo a su cuerpo. Seis galos le rodeaban. – ¡A mí, la VI! ¡A mí, la VI!
Fue el último grito del primus pilus que sobrevoló la línea de enemigos que le había rodeado y llegó a oídos de los hastati que seguían en retirada. Fuera porque ya no era una orden, sino que eran palabras de un romano agonizando, o porque la llamada de auxilio de su superior les avergonzó, los hastati de la VI legión de Roma reaccionaron y embistieron a plomo a sus enemigos. Éstos se vieron sorprendidos por aquella súbita reacción y cedieron unos pasos, los suficientes como para que los legionarios pudieran recuperar el terreno perdido y alcanzar la posición donde Terebelio estaba luchando, pero para cuando los hastati llegaron allí, su centurión estaba arrodillado en el suelo. Tenía la flecha clavada en el hombro, heridas en brazos y piernas y una lanza que lo atravesaba de parte a parte entrando por su espalda. A su alrededor había cinco galos muertos y uno malherido que enseguida fue abatido por los legionarios y todo era sangre, sangre y más sangre. El centurión les miró con los ojos muy abiertos.
–Mirad que os cuesta cumplir una orden -les dijo al tiempo que salía más sangre por su boca-. Mantened la posición… mantened la posición… -Y cayó de bruces sobre su propias babas y sangre. Dos hombres dieron la vuelta a su cuerpo con cuidado, mientras una docena de legionarios mantenía la línea de combate alejada del centurión. Quinto Tereblio les miraba sin cerrar los ojos y sin parpadear, con la boca entreabierta por la que no dejaba de manar más sangre. Los dos hastati se miraron entre sí y depositaron con cuidado el cadáver del primus pilus de la VI en el suelo, sobre aquel creciente charco de sangre.
Retaguardia romana
Marco señaló el ala derecha de la formación romana. El procónsul asintió. Ya lo había observado. La línea de hastati de la VI había reaccionado y dejaba de retroceder, lo cual era positivo. Cosa de Terebelio, el Terebelio de siempre, el de Cartago Nova, el de Baecula, el de tantas otras batallas, seguro, pero la V seguía cediendo terreno, de modo que toda la línea de combate romana corría el riesgo de dislocarse, de segmentarse en dos. Eso era inadmisible.
–¡Ahora! – espetó el general con rapidez. Todas sus dudas se despejaron ante el peligro de ver la línea de su ejercito partida en dos. No tenía sentido reservar tropas si la batalla se perdía desde el principio.
Las tubas y las trompas resonaron en la llanura.
Segunda línea de combate romana avanzando hacia la primera
Mario Juvencio Tala, al frente de los principes de la V, y Sexto Digicio, al mando de los principes de la VI, ordenaron el avance de sus hombres. Entraban en combate. Digicio miraba y remiraba entre los hastati que, ensangrentados y aturdidos, se replegaban de la primera línea y no veía lo que buscaba. Tomó entonces a uno de los legionarios que se replegaban por el brazo y lo retuvo un momento.
–¿Y Terebelio? – preguntó Sexto Digicio-. Quinto Terebelio, el primus pilus de la VI, ¿dónde está?
El legionario sacudió la cabeza cabizbajo. Digicio le dejó marchar. Su rostro serio palideció. Llevaba combatiendo con Terebelio desde la primera campaña en Hispania. De eso hacía ya siete años. Siete años. Tantas batallas. Quinto Terebelio había caído. No se lo podía creer. Terebelio era para él, para muchos, casi inmortal. ¿Qué batalla era esa en la que se encontraban ahora donde hasta el mejor centurión que nunca había conocido era abatido por el enemigo?
–¡Adelante, por Roma, por el general, por la victoria! – gritó Sexto Digicio a sus hombres. Sus ojos estaban inyectados en una mezcla de furia, rabia y dolor-. ¡Y por Quinto Tereblio, por el mejor centurión de Roma!
La voz había corrido por los manípulos de principes. Quinto Terebelio, el que abrió las puertas de Cartago Nova hacía siete años, había muerto. Su sangre clamaba venganza. Su sangre pedía, exigía sangre enemiga, ríos de ella. Mario Juvencio reafirmó la pasión ciega de aquel odio entre las filas de sus legionarios de la VI a medida que éstos se aproximaban a la primera línea.
–¡Por Terebelio, por Quinto Terebelio, por los dioses y por su memoria!
Mario había conocido a Quinto Terebelio incluso antes que Digicio, antes de que el general llegara a Hispania. Mario lo conoció combatiendo con él bajo el mando del padre y del tío del procónsul y con él aprendió que tenerlo a tu lado en el campo de batalla era garantía de seguridad. Ahora había caído. Mario Juvencio Tala había contemplado derrotas funestas en el pasado, como cuando el abandono de los aliados iberos provocó la muerte tanto del padre como del tío del procónsul. La muerte de Terebelio le traía a su memoria los peores recuerdos, sólo que allí, en medio de aquella llanura africana, no había lugar donde huir. Sólo quedaba la muerte o la victoria. Eso había dicho el procónsul y eso era lo que había. Mario Juvencio desenvainó la espada. Tenía ganas de matar. Como todos sus hombres. Sólo querían matar.
Primera línea de combate cartaginesa
Mauritanos, libios, iberos, galos y ligures tomaron un respiro henchido de gloria al ver a los legionarios hastati retirándose. Los galos dieron saltos y los mauritanos vociferaban. Los libios, más sobrios, aprovechaban para recuperar el aliento, y los baleáricos, cautos y pragmáticos, recargaban sus hondas. Los ligures secaban sus espadas de sangre para evitar que se les resbalaran. Venían más romanos, pero ya habían hecho retroceder a una de sus líneas. Vieron llegar a los principes con el escudo en alto para guarecerse y los pila elevados a la altura del pecho. Cada manípulo era como una tortuga repleta de pinchos en su caparazón. Los mercenarios de Cartago arrojaron algunas jabalinas y muchas piedras. La mayoría golpeaba los escudos sin alcanzar los objetivos de carne y hueso que perseguían. Aquellos legionarios parecían algo más experimentados. Seguían avanzando. Los galos fueron los primeros en arrojarse desnudos como estaban, lanzando alaridos mortales contra aquellas formaciones del enemigo. Muchos cayeron ensartados por las lanzas romanas, pero su empuje irracional consiguió abrir las protecciones cerradas de la conjunción de cientos de escudos como melones que se abren al caer al suelo. El resto, mauritanos, ligures y libios, aprovecharon la ocasión para entrar en batalla cuerpo a cuerpo mientras los honderos, ahora sí, con los romanos luchando ya con sus gladios, lanzaban andanada tras andanada de piedras mortales a velocidades de vértigo. Estaban todos ellos seguros de repetir el mismo éxito y con la misma facilidad que con la línea romana anterior, pero aquellos legionarios que les habían sustituido combatían con un plus de furia que los distinguía de los anteriores. Tenían algo. Tenían odio en las venas. Pero los mercenarios tenían el mismo odio, insuflado en los galos y ligures por siglos de lucha contra el poder de Roma, y en los iberos, mauritanos y libios por la codicia, pues entre las promesas de grandes recompensas de los cartagineses y ellos sólo se interponían aquellos legionarios. Había que acabar con ellos.
Primera línea de combate romana
Digicio y Mario luchaban con destreza, ferocidad y tesón y sus hombres les imitaban. El choque fue bestial y siniestro, por los gritos de sus enemigos en media docena de lenguas diferentes, por el odio con el que todos se atacaban, por la sangre sobre la que se combatía. En un primer momento, los principes de las legiones V y VI de Roma no sólo consiguieron detener el paulatino retroceso en el que la pérdida de fuelle de los hastati había sumido al ejército romano, sino que además consiguieron recuperar diez, veinte, treinta, cincuenta, casi cien pasos, pero llegados casi una vez más al centro de la llanura, la contienda pareció igualarse y los mercenarios de Cartago parecían más dispuestos que nunca a combatir hasta la mismísima aniquilación. Los principes que, aunque no sufrieron tanto la embestida de los elefantes como los hastati, también tuvieron que emplearse a fondo en la exterminación de las gigantescas bestias enemigas, empezaron a acusar el cansancio. La necesidad de un nuevo relevo era creciente.
Retaguardia romana
La muerte de Quinto Terebelio llegó a oídos del general mientras éste contemplaba cómo los principes conseguían recuperar algo del terreno perdido. Publio sabía que Terebelio había caído por sus dudas, por haber alargado demasiado el relevo de la primera línea de combate, pero es que las legiones V y VI seguían aún combatiendo tan sólo contra el primer cuarto del ejército de Aníbal. ¿Qué iba a necesitar? ¿Todos sus hombres, sus tres líneas para hacer retroceder a esos mercenarios? ¿Con qué combatiría luego si empleaba todas sus tropas en aquel primer embate?, que, claro, no era realmente el primero, pues los elefantes habían desgastado las energías de todas sus líneas con aquella terrible carga inicial. Los elefantes habían hecho mucho más daño del que había pensado en un principio. Mucho más.
–¿Y de la caballería, qué se sabe? – preguntó el procónsul.
–Nada, mi general -respondió Marco con cierta impotencia-. Sólo que se han alejado. Luchan detrás de las colinas, más allá de la posición de la retaguardia cartaginesa.
–Necesito saber qué pasa con la caballería -insistió el procónsul algo exasperado.
–Enviaremos mensajeros, mi general.
Publio asintió y volvió a concentrarse en lo que ocurría en la llanura. Los principes se habían estancado y ya no avanzaban más. Necesitaban un nuevo relevo. Podría reutilizar a los hastati, pero éstos debían de estar aún extenuados y desmoralizados con la muerte de Terebelio. No. Lo tuvo claro. Tendría que utlizar a todos sus hombres ya. Acabemos primero con estos mercenarios y luego con lo que venga. Aquella batalla había que lucharla paso a paso. Eso sí, ver a los soldados africanos de la segunda línea cartaginesa, tan tranquilos, y, lo peor de todo, a los temidos veteranos de Aníbal, en la tercera y última línea, asistiendo como espectadores de lujo a aquella mortal contienda, irritaba y aterraba al procónsul. Pero no había más que hacer. Aníbal llevaba la iniciativa desde el principio. Un pensamiento cruzó su mente que lo hizo sudar. ¿Sería capaz Aníbal de aniquilarlos sin tan siquiera utilizar sus veteranos?
–Los triari. Ya. Por Castor y Pólux y todos los dioses. Los triari -ordenó el general en jefe de las «legiones malditas».
Última línea romana entrando en combate
Tanto Lucio Marcio Septimio como Silano recibieron la orden de pasar al ataque con cierta perplejidad. Quedaban más de dos tercios del ejército púnico sin entrar en combate y emplear todos los recursos parecía algo descabellado, pero las órdenes las daba Publio Cornelio
Escipión y con él habían conquistado Cartago Nova y toda Hispania para Roma y con él habían salido vivos de la carga de los elefantes. No era un procónsul cualquiera el que daba las órdenes allí. Era un general invicto que nunca había sufrido una derrota en campo abierto estando él al mando.
Marcio se ajustó el casco y Silano escupió en el suelo. Los triari de ambas legiones se lanzaron al ataque. Pasaron entre los manípulos aún algo descompuestos y repletos de heridos de los hastati, que medio sentados, medio de pie, intentaban recuperarse del feroz combate y llegaron hasta las últimas filas de principes. Éstos, al verlos, abrían grandes pasillos, por donde dejaban que los legionarios más experimentados y veteranos de las legiones V y VI de Roma avanzaran. Los principes los miraban agradecidos al procónsul y en sus ojos podía leerse: «A ver si vosotros podéis con estos mercenarios, por los dioses, a ver si vosotros podéis ya con ellos.»
Los triari no eran legionarios normales. Avanzaban protegidos por sus escudos semiovalados de 120 por 75 centímetros que sostenían con el brazo izquierdo al tiempo que con el otro mantenían en alto, punzante y retadora, sus largas lanzas de tres metros. En su formación manipular, eran como pequeñas falanges, similares a las africanas o las macedonias, pero más móviles, dispuestas para maniobrar sobre el terreno con mayor agilidad. Llevaban además varias lanzas cortas para usar como armas arrojadizas en caso necesario y una espada que el procónsul había procurado que en el caso de los triari fuera para todos de doble filo y terminadas en punta a modo y semejanza de las temibles espadas iberas. Eran los triari en suma los mejor armados, los más duros, los más expertos en el campo de batalla. Por norma general, un general los reservaba para el final, pero el empuje bestial de los mercenarios traídos por Cartago y el agotamiento acumulado en las líneas de hastati y principes por la carga de los elefantes primero y el combate posterior sin pausa alguna, había hecho que su presencia fuera requerida antes de tiempo. Eso a los triari no les concernía. Seguían las órdenes con más disciplina que ningún otro cuerpo y entre sus filas no existían legionarios que cuestionaran las órdenes y menos las órdenes de un procónsul de Roma. Éstos fueron los primeros en recuperar su orgullo de soldado romano al ser rescatados por Publio Cornelio Escipión de su destierro y eran los primeros en querer corresponderle. Las victorias de la campaña africana se debían, en gran medida, a ellos, y lo sabían. Los triari eran los mejores, tal es así que eran menos en número que los legionarios de las otras dos categorías. Eran menos pero conseguían mejores resultados. Eso acrecentaba aún más su orgullo, incluso su vanidad, pero una vanidad ganada a pulso entre ríos de sangre enemiga era una vanidad que pocos criticaban. Por eso, porque esas tropas eran las mejores, Publio puso a sus tribunos de mayor rango y experiencia al mando: Marcio, al frente de los triari de la V, había combatido junto a su padre y a su tío y fue quien contuvo a los cartagineses en Hispania tras la muerte de ambos; era un veterano oficial respetado y admirado por todos los legionarios, y Silano, a cargo de los triari de la VI, más sobrio, casi distante, era gélido en el campo de batalla y de una disciplina tan férrea que nadie osaba hacer bromas ante su presencia.
Mauritanos, baleáricos, ligures, galos y libios vieron cómo habían conseguido poner en fuga a una nueva línea del enemigo. Su moral no podía estar más alta, aunque cierto agotamiento se hacía notar en sus brazos entumecidos de tanto propinar mandobles mortales a diestra y siniestra. Algunos miraron atrás, pero no había señales en la formación de su ejército, con sus hileras de africanos primero y de veteranos de Italia después, inmóviles todos, que hiciera presagiar ningún tipo de reemplazo en la primera línea. Daba igual. No les necesitaban. Pero se habían distraído.
Los triari irrumpieron con sus largas lanzas atravesando a decenas de mercenarios antes de que éstos pudieran tan siquiera rozar a uno solo de aquellos nuevos legionarios. Los mercenarios se afanaban por intentar hacer pedazos aquellas largas picas para así poder llegar a aquellos que las empuñaban con tanta fiereza contra ellos. Apenas si les quedaban armas arrojadizas, de modo que sólo podían usar sus espadas para cortar las lanzas y no era tarea fácil, sobre todo cuando desde las líneas enemigas, mientras unos les atacaban con aquellas malditas lanzas, otros les arrojaban jabalinas ligeras que caían sobre ellos hiriendo y matando. Mauritanos, iberos, ligures, galos y libios no resistieron más allá de unos minutos a los triari. El curso de la batalla cambiaba por completo. Los veteranos de la V y la VI, reforzados por triari del cuerpo de voluntarios que se trajo el procónsul consigo de Italia, recuperaban terreno mientras los mercenarios del maltrecho ejécito de Magón se batían en una retirada cada vez más desordenada, lo cual, además, proporcionaba una ventaja adicional a la capacidad de lucha y destrucción de los triari. Y es que, al conseguir hacer retroceder a los mercenarios ya no luchaban en la mitad de la llanura próxima a las posiciones iniciales romanas, que era donde más sangre, cadáveres y fango se acumulaba, sino que ahora los veteranos de las legiones, con su empuje y destreza, habían desplazado la línea de combate justo a la mitad de la parte de la llanura más próxima al ejército de Aníbal. De esa forma, cuando la mayoría de las largas lanzas ya no era útil porque los mercenarios corrían en desbandada, los triari, casi a la carrera, se abalanzaban sobre ellos desenvainando sus espadas de los tahalíes que colgaban sobre sus muslos derechos y pinchaban, cortaban y herían con saña a todos cuantos encontraban en su camino.
–¡Masacradlos, por Júpiter, Juno y Minerva, masacradlos a todos! – gritaba Silano, en medio de aquel campo de batalla eterno, el único lugar donde su fría personalidad dejaba entrever un atisbo de pasión.
Marcio hacía lo propio, conminando a los triari de la V a ejecutar a la mayor parte posible de mercenarios.
–¡El que matéis ahora ya no se revolverá contra vosotros! ¡Herid y matad! ¡Matad!
Retaguardia cartaginesa
Los oficiales púnicos miraron a su líder. Aníbal sacudió la cabeza negativamente. En aquella batalla ninguna retirada era aceptable.
Primera línea cartaginesa
Los mercenarios corrían en busca de la segunda línea cartaginesa para refugiarse entre los africanos del antiguo ejército de Giscón, pero para su sorpresa, a medida que se acercaban, en lugar de encontrar pasillos por los que situarse tras esa segunda línea para descansar y recuperarse, los soldados africanos levantaron sus escudos y sus lanzas largas y avanzaron contra ellos. Mauritanos, libios, galos, baleáricos y ligures se encontraron no con amigos en esa segunda línea del ejército cartaginés, sino con un nuevo enemigo que se echaba contra ellos para embestirles, como si no existieran, en el avance de la segunda línea cartaginesa contra los triari romanos que les perseguían. Algunos mercenarios no daban crédito a lo que ocurría y pensaban que en el último momento, los africanos abrirían su falange para poder pasar a la retaguardia o para poder incorporarse a ella, pero para su mala fortuna sólo encontraron su muerte en las largas picas de aquella temible línea de soldados africanos. Aníbal había ordenado que se avanzara sin aceptar el ingreso de los que se retiraban. Así se inició una lucha entre la primera y la segunda línea del ejército púnico, entre los que huían del contraataque romano y los que marchaban contra él. Los mercenarios, como esperaba Aníbal, perdieron el pulso en poco tiempo y tras caer por docenas ante los que debían ser sus propios aliados, daban media vuelta y buscaban la única salida que les quedaba: volver a enfrentarse contra los romanos. Parece que ésa era la única ruta que Aníbal les permitía. Si querían sobrevivir a aquella batalla debía ser desbaratando las líneas romanas. En un acto de desesperación límite, los mercenarios supervivientes, toda vez que asumieron el implacable mensaje de Aníbal, se revolvieron una vez más contra los triari.
Avance de la vanguardia romana
Marcio observó el repliegue fallido y el regreso de los mercenarios. Ordenó entonces detener el avance de la V a la vez que resonaban las tubas de la retaguardia indicando tal instrucción. Silano hizo lo propio con los veteranos de la VI. Estaba claro que venía un nuevo ataque cartaginés y era conveniente recibirlos como correspondía.
–¡Picas al suelo! – gritó Lucio Marcio-. ¡Tomad las lanzas cortas! ¡Apuntad, apuntad y por Hércules esperad mi orden!
Los triari abandonaron en el suelo, junto a ellos, las picas largas cogiendo cada uno una lanza corta de las que aún llevaban consigo.
Los mercenarios enemigos, desperdigados y en completo desorden, se acercaban de nuevo tras haber sido repelidos por su segunda línea.
–¡Ahora, lanzad, lanzad, lanzad!
Una lluvia mortal de hierro sembró de muerte la última carga de los mercenarios.
–¡Picas en alto! ¡Por Hércules, firmes con ellas! – Marcio miraba a un lado y a otro. Tenían que repeler no ya a los masacrados mercenarios sino a la segunda línea, la de los africanos, que se les venía encima.
Los pocos mercenarios que quedaban hundieron sus tripas en las picas de los manípulos romanos y los triari, rehuyendo tomar la espada aún, aguardaron tensos, sudorosos, ensangrentados, el nuevo choque.
El impacto contra la falange de los africanos de la segunda línea del ejército púnico fue descomunal. Algunos triari cayeron de espaldas con la pica en alto llevándose consigo a más de un enemigo ensartado. Las lanzas largas no aguantaban la presión y se partían por centenares, por miles. Era el fin de las picas de los triari. Ya no dispondrían de ellas para nuevos embates.
–¡Desenvainad! – aulló Marcio-. ¡A muerte con ellos! ¡A mí la V legión!
Sin picas el combate era cuerpo a cuerpo. Los africanos llegaban frescos, resueltos, pero los triari estaban enardecidos, borrachos de victoria tras haber destrozado la primera línea enemiga de mercenarios. El combate empezó igualado, pero los africanos eran nuevas levas hechas con las prisas de la necesidad y no eran especialmente hábiles en el combate cuerpo a cuerpo. Los triari, aun cansados por el esfuerzo denodado, los mantenían a raya con cierta seguridad, pero, por su propio agotamiento, eran incapaces de ir más allá y ganar terreno. Una vez más, la tierra de aquella llanura empezó a impregnarse de sangre romana y africana, mezclándose en charcos pegajosos, creando un fango espeso sobre el que resultaba complicado luchar.
Las tubas resonaron una vez más, y los triari, con cierto alivio, vieron cómo eran reemplazados en primera línea por las fuerzas combinadas de los hastati y principes que habían dispuesto de un pequeño descanso que les había permitido recuperar algo el resuello. Los africanos veían cómo los romanos sustituían una línea por otra, turnándose en el combate, mientras que ellos no tenían apoyo de la línea final de su ejército, la conformada por los veteranos de Aníbal quienes, sin haber intervenido aún en la batalla, seguían expectantes, pero relajados y frescos, el desarrollo de aquella sangría salvaje.
Tras los hastati y los principes, de nuevo los triari, con renovado ánimo y furia. Las legiones V y VI hacían maniobrar sus manípulos como una inmensa y bien engrasada máquina de matar; se reemplazaban unos a otros, varias veces, y comenzaron a ganar terreno. A la hora del choque inicial y tras dos reemplazos en las líneas romanas donde unos legionarios sustituían a los otros, los africanos comprendieron que su lucha no tenía más finalidad que la de agotar al enemigo, pues seguía sin llegarles apoyo alguno de los veteranos de su retaguardia. Los africanos iniciaron una retirada a toda velocidad y, como antes intentaron los mercenarios que ahora yacían muertos por el valle, los africanos a su vez pugnaron por ser admitidos en las filas de los veteranos de Aníbal. No se sorprendieron demasiado cuando ante ellos no encontraron pasillos para incorporarse a la retaguardia de su ejército, sino las lanzas y los escudos de aquellos veteranos que con indeferencia a sus penalidades, les cortaban el paso a toda huida. Algunos se atrevieron a intentar penetrar en aquella muralla de lanzas, resquebrajando sus carnes contra las picas y siendo rematados por espadas gélidas, mientras que la mayoría, más sensatos, buscaron refugio huyendo por los extremos de ambos ejércitos, corriendo hacia el desierto, alejándose de aquella batalla. Eran africanos y tenían amigos, casas, haciendas, pueblos donde refugiarse, no como los romanos que combatían en territorio enemigo. Así los africanos supervivientes del antiguo ejército de Giscón, rechazados por las filas romanas y despreciados por los veteranos de Aníbal, se deperdigaron por aquellas tierras para no volver nunca ya a aquella llanura maldita.
Los romanos detuvieron su avance y gritaron de júbilo. No era para menos. Habían masacrado a los diez mil mercenarios y habían puesto en fuga a los diez mil soldados africanos. Sólo quedaban los temidos veteranos de Aníbal: veinte mil hombres más, los más terribles, los más fieros, pero todos, incluso cuando sabían que aún les queda lo más difícil por hacer, necesitaban encontrar regocijo en una pequeña victoria, aun cuando en el fondo de sus corazones sabían que dicha victoria podía quedar en nada, pues lo peor aún estaba por venir. Pero así es el ser humano. Así vivieron aquel momento los legionarios de las legiones V y VI de Roma. Estaban malditos, sí, desterrados, sí, pero al menos en medio de aquella batalla, estaban victoriosos, con orgullo, con sus sandalias hundidas en la sangre de sus enemigos y de sus amigos. Pisando un fango de muerte como nunca antes habían conocido.
Retaguardia romana
–¿Cuántos hombres crees que hemos perdido, Marco? – preguntó el procónsul.
–No lo sé. Varios miles… el valle… la tierra… está todo rojo. Es un mar de cadáveres, mi general.
Publio Cornelio Escipión asintió. Era difícil saberlo. Podían haber caído entre cinco mil y seis mil hombres, eso le dejaría con unos veinticinco mil efectivos, quizá más, para luchar contra otros veinte mil soldados enemigos, pero con una diferencia. Sus soldados estaban exhaustos: habían librado ya tres batallas, contra los elefantes, contra los mercenarios y contra los africanos. Era cierto que estaban con la raoral alta porque habían ganado los tres episodios, pero Publio tenía la oscura sensación de que no llevaba para nada la iniciativa en aquel combate. Estaba seguro de limitarse a seguir un plan definido con precisión por Aníbal. Jugaban a su juego, seguían sus normas. Tenía que encontrar la forma de quebrar eso.
–¿Y de la caballería, sabemos algo? – preguntó el procónsul buscando con qué sorprender a su enemigo.
–Los exploradores dicen que siguen combatiendo más allá de las colinas. Que al principio los nuestros parecían llevar las de ganar, pero que ahora la lucha parecía más indecisa.
Publio asintió una vez. Era el plan de Aníbal: lo único en lo que eran superiores, en la caballería, lo había alejado de allí. Si quería derrotarle tendría que hacerlo allí mismo, en la llanura, con una infantería brava, valiente, pero agotada. Publio Cornelio Escipión apretó los labios antes de volver a hablar.
–Que abran las líneas, Marco, que se extienda la formación. – El general se agachó y dibujó con su dedo sobre el polvo del suelo-. Así, que los nuestros desborden su formación por las alas. Hemos de envolverles. Sólo así, si conseguimos atacarles por los flancos, sólo así venceremos. Envía mensajeros a Marcio y Silano. Ellos lo entenderán enseguida. Y que en primera línea empiecen los principes con Mario y Digicio. Los hastati serán pan comido para esos veteranos de Aníbal. Sí, primero las fuerzas de Mario y Digicio. Luego los hastati, con Cayo Valerio… Maldita sea, por todos los dioses, qué lástima no tener ahora a Terebelio con nosotros… -el general parecía aturdido, seguía agachado, y dejó de hablar unos instantes, pero al segundo recuperó el aliento-, Valerio detrás, sí, y los triari una vez más en reserva. Que los mensajeros insistan a Marcio y Silano en lo de los flancos. Eso es vital. Sin desbordar su falange, no habrá nada que hacer. ¿Entiendes, Marco? ¿Entiendes?
–Sí, mi general, sí.
Publio se levantó de nuevo y empezó a rezar a Marte. Avance de los veteranos de Aníbal
Los veteranos de Aníbal, una vez que los africanos que habían intentado penetrar en sus filas ya corrían por el campo alejándose del combate, cargaron sus escudos y emprendieron el avance como quien se pone a anclar después de haberse sacudido unas molestas moscas que lo importunaban. Eran hombres fríos. La muerte era su ambiente natural, las batallas su vida, la guerra su condición. Entre ellos los había que no habían hecho otra cosa en toda su existencia más que combatir y matar y siempre al servicio de su único general. Con él habían luchado en Hispania y la habían conquistado, con él habían arrollado a cuantas tribus en la Galia intentaron impedirles el paso y con él habían cruzado los Alpes en medio del más crudo de los inviernos. Con él habían asolado Italia durante años y con él habían derrotado una tras otra a decenas de legiones romanas. Ante ellos sólo tenían dos legiones más. Era lo acostumbrado. Era su trabajo. Avanzaban con las lanzas en alto y los escudos protegiéndoles el cuerpo. Cuando entraban en combate era sólo para arrasar. Entre ellos había también otros incorporados en las útlimas campañas de Aníbal en el sur de Italia, venidos sobre todo del Bruttium, algo menos diestros, pero a quienes parecía habérseles impregnado la destreza militar de sus scompañeros más experimentados. Todos ellos juntos, veinte mil guerreros, eran el arma más mortífera del mundo conocido y lo sabían. Lo sabían. Ese conocimiento los dotaba de un aplomo que congelaba el alma de sus enemigos. No conocían la derrota. Sabían lo que era retirarse a tiempo, porque su general fue especialmente cauto en las últimas campañas de Italia por la falta de provisiones y suministros, pero no conocían lo que era morder el polvo en el campo de batalla. Sólo sabían que si luchaban y luchaban, al final, sus enemigos siempre morían, caían con los ojos abiertos y sorprendidos ante los filos de sus espadas. Así era siempre. Se ajustaban los cascos, caminaban firmes, una falange final. Sus enemigos, además, estaban agotados. Era cuestión de dedicarle unas horas más a matar a quien ya estaba muerto sin aún saberlo.
Vanguardia romana. Ala derecha
Digicio estaba plantado al frente de los principes de la VI. Miró a derecha e izquierda. Los legionarios de sus manípulos estaban dispuestos. Miró al frente. El ejército de veteranos de Aníbal estaba a cincuenta pasos. Era el momento de lanzar armas arrojadizas, pero apenas les quedaba un pilum. Digicio observó hacia su izquierda y vio que los de la V tampoco tenían mucho que lanzar. Estaban, como ellos, esperando el choque final. Por el contrario sus enemigos detuvieron un momento su avance a tan sólo cuarenta pasos, tan seguros estaban de no recibir jabalinas, para arrojar las suyas.
–¡Escudos en alto! ¡Escudos en alto, por Júpiter! – gritó Sexto Digicio a sus hombres. Los legionarios aún se encontraban alzando sus armas defensivas cuando varias toneladas de hierro afilado cayeron sobre ellos y los diezmaron.
–¡Por Neptuno! – aulló el veterano marinero Digicio cuando su escudo fue atravesado por una jabalina enemiga. Pero no había tiempo para ni tan siquiera evaluar los daños en la formación. Los veteranos, casi al mismo tiempo que sus lanzas, estaban allí mismo. Digicio intentó protegerse de los golpes con su escudo ensartado, pero la jabalina enemiga le impedía manejarlo con soltura, de modo que, como muchos de sus hombres de primera línea, tuvo que soltar el escudo. Sin el arma defensiva quedaba más accesible para recibir los golpes de los veteranos del ejército púnico. Digicio paró dos, tres, cuatro golpes, antes de poder asestar su primer mandoble mortal que, a su vez, fue detenido por un escudo enemigo y entonces, por debajo del escudo, le pincharon en la pierna. Asestó como reacción un golpe con su espada hacia el suelo en busca del brazo enemigo que le había herido, pero al inclinarse fue atacado por arriba, no por uno, sino por dos enemigos que le hundieron sus armas uno cerca del omoplato y el otro en medio de la espalda seccionando parte de su columna vertebral. Este último fue el golpe más doloroso, aunque en ese instante no alcanzó a comprender la gravedad de lo que le había ocurrido. Digicio se revolvió y acertó a herir a ambos con sendos golpes surgidos más de la adrenalina del momento que de la fuerza auténtica que tenía. Los enemigos cayeron hacia atrás pero fueron sustituidos por otros dos. ¿Y sus hombres? ¿Por qué no le apoyaban? Digicio, con el rabillo del ojo, se percató de que se batía solo. A derecha e izquierda sólo quedaban cadáveres romanos casi en su totalidad. Los principes estaban siendo barridos. Los nuevos enemigos le embistieron sin contemplaciones. Uno le clavó la espada en la garganta y el otro en el pecho. Digicio nunca comprendió por qué sus brazos no respondían y por qué sus piernas temblaban. Los enemigos volvían a clavarle sus armas sin que él se defendiera. Sus músculos no respondían pero sentía cómo los rasgaban los filos de las espadas cartaginesas. Vio incluso cómo uno de aquellos soldados limpiaba su puntiaguda arma en su uniforme desgarrado. Luego recibió un puntapié y cerró los ojos. Decenas de hombres armados pasaban por encima de él. La posición estaba perdida. Era cosa ahora de los hastati y, sobre todo, de los triari. Sólo un pensamiento le animó mientras perdía definitivamente el sentido: se iba a reunir con Terebelio en el Hades muy pronto. Aquello le alegró. Cuando encontraron su cadáver vieron que, en medio de aquel charco de sangre, Digicio sonreía.
Vanguardia romana. Ala izquierda
Mario aún estaba ocupado en que se realizara bien la maniobra de abrir los manípulos para poder rodear en los extremos de la formación cartaginesa cuando llegó la lluvia de jabalinas. Al igual que Digicio y los suyos, no les quedaba mucho con lo que responder, de modo que resistieron la andanada lo mejor que supieron y luego entraron al combate directo.
Mario Juvencio Tala combatía con pasión, pero mantenía fijos sus ojos en sus flancos para mantenerse a la altura de sus hombres. Lamentablemente, éstos perdían terreno ante el empuje de los veteranos de Aníbal. Mario no tenía el escudo inutilizado, gracias a los dioses, por ninguna jabalina, y eso le permitía protegerse de los espadazos del enemigo con cierta efectividad, pero la posición se perdía, se perdía…
Retaguardia romana
–Han de entrar ya los hastati, mi general -insistía Marco, junto a Publio Cornelio Escipión-. Los principes solos no tienen nada que hacer.
–De acuerdo -concedió el procónsul de Roma-. Los hastati al frente y enseguida los triari. Y que sigan intentando superarles por las alas. Hemos de atacarles por los flancos. En el cuerpo a cuerpo son superiores. Nos masacrarán si no conseguimos esos flancos.
–Sí, mi general.
Segunda línea de combate romana. Ala izquierda
Cayo Valerio estaba ocupado en procurarse cualquier tipo de lanza que pudiera usarse para responder al enemigo. Todos sus hombres andaban entre los muertos del medio de la llanura arrancando jabalinas y pila de entre las entrañas de los cadáveres de uno y otro bando, cuando la orden de avanzar y reemplazar a los principes resonó en las tubas romanas.
Cayo Valerio se puso el casco que se había quitado para intentar refrescarse. El sol implacable tampoco concedía descanso alguno.
–Vamos allá -dijo el primus pilus y, junto con sus legionarios, inició el avance para reemplazar a los principes. No hubo que andar mucho, pues los soldados de Digicio y Mario habían perdido tanto terreno que el frente de batalla estaba, una vez más, en medio de la llanura, sobre el mayor lago de fango rojo que Valerio hubiera visto en su larga vida como soldado de Roma.
–¡Ahora! – ordenó el centurión jefe de la V, y sus soldados arrojaron todas las lanzas que habían podido recuperar de entre los muertos. Esta andanada sirvió para cubrir la retirada de los principes y para frenar el constante avance de los veteranos. Éstos, no obstante, aún disponían de lanzas suficientes para responder a aquel ataque de igual forma. Y lo hicieron. Los hastati sufrieron una nueva lluvia de hierro mortífero y, una vez más, hubo decenas de heridos y muertos.
–¡Vamos allá! – repetía una y otra vez Cayo Valerio-. ¡Vamos allá! – Estaba cansado de matar y matar, pero aquello parecía no haber hecho más que empezar. Ahora entendía lo que el general quiso decir cuando les dio la bienvenida al infierno. El Hades debía de ser un remanso de paz al lado de aquello. Allí estaban al fin: frente a los victoriosos cartagineses de Cannae, frente a los que les hicieron retroceder y huir y caer en la humillación y el destierro y el olvido-. ¡Vamos allá! – repetía una vez más Cayo Valerio, y con su espada en ristre entró en medio de la línea de enemigos, los mejores soldados de Aníbal -¡Vamos alláaaaa! ¡Por los dioses, por Roma, por el general!
Sí, por el general. Todos combatían por el general que les había devuelto el orgullo. No tenían la experiencia de aquellos enemigos, máquinas perfectas de matar, pero luchaban con un extra de motivación: los veteranos de Aníbal lo habían demostrado todo, eran los mejores, los más fuertes, los más temidos, y también los más soberbios, los que más menospreciaban a sus enemigos romanos, pero ellos, los legionarios de la V y la VI no eran nada, sólo eran los perdidos, los humillados, la vergüenza de Roma, las «legiones malditas». Bien, pues eso se había acabado: muerte o victoria, como dijo el procónsul.
–¡Muerte o victoria! – gritó Cayo Valerio.
–¡Muerte o victoria! – respondieron al unísono decenas, centenares de gargantas de los manípulos de Valerio y todos al tiempo irrumpieron en el combate con tal potencia que los veteranos de Aníbal, por primera vez en años, cedieron unos pasos al empuje del enemigo.
Ultima línea de combate romana. Alas derecha e izquierda
Más atrás, Silano y Marcio hacían avanzar a los triari para reforzar y dar apoyo a la carga de los hastati, quienes, al haber entrado con tanto vigor y ganar unos metros, estaban permitiendo que varios manípulos de los veteranos de la V y la VI pudieran iniciar la maniobra de superar las líneas enemigas para intentar el ataque por los flancos.
Retaguardia cartaginesa
Aníbal Barca, general supremo de los ejércitos cartagineses en aquella guerra eterna, sabía leer una batalla mejor que ningún otro hombre en el mundo.
–Nos van a desdoblar por los flancos -dijo señalando a sus oficiales varios manípulos de triari que intentaban envolverlos-. Hay que evitarlo a toda costa. – Y miró a su alrededor, pero los oficiales no sabían qué decir-. ¡Mi casco! – gritó Aníbal, y un soldado ibero le trajo su casco rematado en un llamativo penacho rojo sangre. Aníbal se ajustó el yelmo protector, lo abrochó mientras no dejaba de mirar hacia ambos flancos de su ejército e hizo lo que llevaba años sin hacer: empezó a andar, bajó de la tarima de madera desde la que había estado dirigiendo la batalla, los oficiales se apartaban sin entender bien qué ocurría, pero le seguían apresurados, hasta que, al ver a su general caminando hacia el centro de la batalla, comprendieron que el mayor general de Cartago, el mejor estratega de todos los tiempos, entraba en combate.
Aníbal alcanzó el centro de la batalla escoltado por su pequeño regimiento de veteranos de Italia que cubrían todos sus movimientos. Fue entonces hacia el ala derecha a paso rápido y, después de hablar con uno de los oficiales que estaban en el corazón del combate y al que ordenó dirigirse al otro extremo de la formación, Aníbal aceleró aún más la marcha, no sin antes proferir órdenes bien precisas.
–¡Oficial, ve al otro extremo de la formación con un regimiento del centro de la batalla y aplasta a esos romanos que nos están desbordando en aquel flanco! ¡Yo me ocuparé del otro flanco!
El oficial aludido partió raudo acompañado de tres centenares de hombres fornidos y ensangrentados por la encarnizada lucha que habían estado librando hasta ser reemplazados por nuevos veteranos.
Aníbal se dirigió al ala derecha de su ejército. Su llegada fue sentida por sus veteranos como un refuerzo extraño: un gran apoyo porque el que les daba ahora las órdenes directamente era el mejor general posible, extraño porque hacía muchos años que Aníbal no descendía a primera línea. En las últimas campañas en Italia, Aníbal se había preservado y rehuyó el combate en primera línea. Nadie tomaba aquella actitud como cobardía, pues todos sabían que de la buena salud del general dependía la victoria en aquellas temibles campañas en territorio itálico. En cualquier caso, ahora, en África, en medio de la batalla de Zama, los gritos del general reavivaron el empuje de sus soldados y éstos, para infortunio de los romanos, con renovadas energías, recuperaron la iniciativa en el combate.
Combate en las alas y en el centro de la formación
Silano y Marcio, en los extremos de la formación romana, intentaban denodadamente que algunos de los manípulos de triari desbordaran al ejército cartaginés, pero aquellos guerreros estaban reaccionando con una fortaleza implacable y los mismísimos triari, los mejores legionarios de las legiones, volvían a ceder terreno. En el flanco izquierdo, Lucio Marcio se adelantó para ponerse al frente de sus hombres y dar ejemplo. Un hispano que llevaba más de quince años combatiendo para Aníbal emergió de entre la formación enemiga directo hacia el experimentado tribuno, que se defendió con el escudo de dos golpes rápidos del ibero. Pero aquel guerrero no cejaba. Lucio Marcio Septimio dio un paso atrás, dos, tres. Para mantenerse vivo tuvo que hacer lo que hacía el resto de sus hombres: retirarse. Resultaba imposible desbordar al enemigo y atacar por los flancos.
A Silano le ocurría lo mismo en el otro extremo y no sólo por el empuje de los cartagineses, sino porque sus dos mejores oficiales, Terebelio y Digicio, habían caído, dejando a toda la VI bajo su mando único y el de los centuriones de segundo rango. En el centro, en una maraña de hastati y principes, Cayo Valerio y Mario Juvencio se esforzaban por matener la formación, pero, al igual que en las alas, seguían perdiendo terreno y más aún en la medida en la que los triari parecían haber concentrado sus energías en atacar por los extremos de la formación del ejército.
–¡Mantened la formación! – Cayo Valerio se desgañitaba-. ¡Prietas las filas, por los dioses!
Pero todo se desbarataba. Los hombres de Aníbal, los que les habían derrotado en Cannae, iban a conseguirlo una vez más.
Retaguardia romana
Publio Cornelio Escipión empezó a considerar con seriedad la posibilidad de ordenar una retirada en dirección a Utica. Podían intentar alcanzar la ciudad y refugiarse tras sus murallas reconstruidas. Eso suponiendo que quedara caballería para protegerles en el repliegue, un asunto sobre el que continuaba sin información alguna. Pasó así un eterno minuto de duda, hasta que el procónsul de Roma, en un repentino ataque de furia y rabia, desdeñó la idea, escupió al suelo y pidió el casco. Un lictor se lo pasó a Marco y éste, rápido, se lo dio al general. Publio se ajustó el casco en la cabeza. Las legiones perdían terreno sin remedio aparente y la maniobra envolvente estaba siendo desmontada por la intervención del propio Aníbal, que había descendido hasta el corazón mismo de la batalla. ¿Qué debía hacer él, quedarse de brazos cruyados, como un cobarde?
–Tendremos que hacer lo mismo, ¿no crees, Marco? – dijo el general mientras se aseguraba que la coraza estuviera bien abrochada y se tentaba la empuñadura de la espada envainada en su tahalí-. El procónsul de Roma tendrá que entrar en batalla -continuaba, y desenvainó su espada de doble filo y la hizo girar en el aire 360 grados con un ensayado giro de muñeca que le enseñara su tío Cneo en el pasado. Era la señal que le había enseñado su tío Cneo cuando apenas podía coger un arma, cuando le adiestraba en las praderas del campo de Marte, en aquellas lejanas mañanas de las primaveras de su adolescencia. Publio Cornelio Escipión trazó el giro de muerte con su espada y empezó a descender desde el altozano en busca no ya de la batalla, sino del propio Aníbal. Tras él, los doce lictores, que habían dejado s\ís fasces y empuñaban también espadas afiladas, y el pequeño grupo de veteranos legionarios de las campañas de Hispania. Un total de unos cincuenta hombres escoltando al procónsul de Roma. En un minuto, alcanzaron el pie de la llanura y pasaron entre los inmensos cadáveres de los elefantes abatidos, pequeñas montañas con docenas de lanzas clavadas sobre la piel dura y gris de los paquidermos, algunos aún agonizantes, resoplando muerte y sufrimiento. El procónsul siguió caminando y empezó a pisar el fango espeso de la roja sangre esparcida por la arena de la planicie: sangre romana, cartaginesa, ibera, baleárica, mauritana, númida, libia, ligur, gala, sangre de una decena de pueblos arrastrados todos por aquella guerra interminable al corazón de una batalla desgarradora. Publio caminó con complicaciones por aquel barro denso y pegajoso, hundiéndose sus sandalias hasta que la sangre le llegaba a los tobillos y salpicaba sus piernas en su constante avance. Entre los cadáveres el procónsul encontró a un hombre sin ropas militares doblado sobre un grupo de legionarios agonizantes. Publio reconoció enseguida la figura de Atilio, el médico de las legiones, intentando cerrar alguna de las miles de heridas abiertas aquella mañana, ya mediodía. No, miró a lo alto. El sol había empezado a descender y seguían luchando. El procónsul llegó a las primeras filas de retaguardia romana, donde grupos de hastati y principes habían buscado refugio para recuperar el aliento. La mayoría estaban doblados, de rodillas o sentados, pero, al ver la figura del general acercarse, todos se erguían e intentaban ponerse firmes y sacar pecho. El procónsul no tuvo que avanzar más. Las legiones habían retrocedido tanto que, en medio de la llanura, Publio Cornelio Escipión encontró la línea de combate. Ante el general sus hombres se separaban y se abría un pasillo por el que el procónsul, arropado por los lictores y su pequeña guardia, pasaban en busca de lo que sólo el general sabía. Y llegaron frente al enemigo. Docenas, centenares de veteranos de Aníbal luchaban, golpeaban, cortaban, empujaban, rajaban con espadas, lanzas, dagas… El procónsul entró en la lucha como uno más. Empujó con su escudo, se hizo sitio a golpes de espada. Tajó a un ibero y luego a dos itálicos renegados. Consiguió avanzar y recuperar unos pasos de terreno y, apoyado por su pequeña guardia, parte del centro de la formación romana empezó a recuperar terreno.
Combate en las alas
En las alas, Silano y Marcio, espoleados por la intervención del propio procónsul, intentaron revertir el retroceso de sus manípulos. Silano se puso una vez más al frente de los triari y lo mismo hizo Marcio, pero ni uno ni otro contaban con el apoyo de una pequeña pero especialmente efectiva guardia personal, como el procónsul, y el apoyo de sus hombres, agotados por las horas de lucha, no fue el mismo. Silano recibió un corte en el bajo vientre y retrocedió herido, sangrando, aturdido. Y fue afortunado, porque Lucio Marcio Septimio, tribuno de la V legión, centurión que defendiera la Hispania romana de los ataques cartagineses tras la caída del tío y el padre del procónsul, vio cómo una espada le cortaba a la altura de la garganta y cómo, igual de rápido que vino aquel filo, el hierro volvía hacia atrás. Ésa fue la peor parte. Al entrar, el filo sólo había hecho un pequeño corte, pero al retirarlo, el guerrero cartaginés se aseguró de hacerlo apretando hacia el cuello de su contrario. Lucio Marcio Septimio fue a gritar pero la voz apenas podía salir y, sin embargo, la sangre brotaba entre sus palabras mudas y entrecortadas. Lucio Marcio Septimio, tras una decena de años al servicio de los Escipiones, cayó de rodillas. Los triari intentaron cubrir al tribuno, pero decenas de veteranos de Aníbal, encorajinados por los gritos de su mismísimo general, se abalanzaron sobre el indefenso Marcio y lo acuchillaron con saña mortal. Lucio Marcio Septimio cayó muerto y su sangre se mezcló con la del resto de los muertos de aquel día luminoso y caliente, de luz cegadora que Marcio parecía mirar sin ya parpadear, con la boca torcida y su mano, fuerte aún, empuñando la espada.
–Por Roma… por el general… -dijo entre tragos de su propia sangre, y el sol quemó las retinas de sus ojos; pero eso ya no importaba, porque en su cuerpo ya no latía el corazón.
cuerpo
Retaguardia cartaginesa
Los oficiales de Aníbal le hicieron ver que el procónsul, el general de los romanos, estaba luchando en el centro de su formación y que su presencia parecía haber frenado el avance de las tropas. Aníbal, próximo al lugar donde un tribuno romano acababa de ser destrozado por las espadas de sus guerreros, se giró despacio.
–¿El procónsul? ¿Estáis seguros?
–Sí, mi general.
Aníbal Barca enfundó su espada y empezó a caminar en dirección al núcleo mismo de la batalla campal que se libraba desde el amanecer. Varios oficiales y dos docenas de veteranos le seguían de cerca. Por todas partes se combatía cuerpo a cuerpo… hasta la muerte.
El centro de la batalla. Ejército romano
Publio Cornelio Escipión veía con orgullo cómo con su presencia se había recuperado la iniciativa en el choque, pero de nuevo todo parecía haberse estancado. De la caballería ya ni se acordaba. En el centro mismo de aquella vorágine la caballería parecía algo ajeno, lejano. Toda su fuerza y su mente estaban concentradas en conseguir detener el avance del ejército púnico, allí mismo, en la llanura empantanada de sangre. De pronto los soldados de Cartago que tenía ante sí se retiraban. Se retiraban. Publio iba a lanzar un grito para que sus hombres aprovecharan y se lanzaran contra el enemigo aún con más energía, pero tras replegarse una parte de los cartagineses de primera línea, emergió la silueta de un oficial púnico con coraza, espada enfundada y un casco rematado en un penacho rojo inconfundible: Aníbal.
El centro de la batalla. Ejército cartaginés
El general cartaginés inspiró aire con profundidad. Por fin tenía ante sí, en un campo de batalla, a su merced, al que cortó las sogas del puente del río Tesino, al que rescató a aquel cónsul en el norte de Italia, al que salvó dos legiones en Cannae, al que había destruido su poder en Hispania, al que le había arrebatado Locri… ahora, por fin, era suyo, por fin, por fin… sabía que el general romano no era el causante directo de la muerte de sus hermanos, pero, sin duda, las acciones de Escipión habían provocado la cadena de acontecimientos que condujo a su desaparición y la muerte de ambos brilló en sus recuerdos, y con esa imagen en su cerebro, Aníbal Barca se abalanzó sobre su enemigo.
En el centro de la llanura, en el corazón mismo de aquella guerra
Publio no lo dudó y avanzó hacia aquella figura. Aníbal le esperó. Publio Cornelio Escipión caminó hasta quedar a tan sólo tres pasos de distancia. Vio cómo Aníbal se llevaba entonces su mano derecha, cubiertos tres dedos por los anillos consulares de Emilio Paulo, Cayo Flaminio y Claudio Marcelo, hasta la empuñadura de su espada. También seguía allí el cuarto anillo misterioso que lucía el general púnico en su dedo meñique, de oro y plata, rematado con una piedra preciosa azul que, decían, era donde Aníbal guardaba una dosis de veneno para suicidarse antes de ser apresado por los romanos. El filo del arma del general cartaginés chirrió al brotar de la vaina de hierro y bronce. Publio miraba la mano que sostenía aquel arma. Uno de los anillos consulares era de su suegro, caído en Cannae. Debía recuperarlo. Pensó en hablar, en decir algo, a fin de cuentas no hacía ni cinco horas que había estado departiendo con aquel imponente enemigo, como hombres libres, racionales, juiciosos, pero Aníbal no venía ya para conversar. Al joven Publio le tocaba conocer ahora el otro Aníbal, el guerrero feroz, implacable, mortal. Así, Aníbal Barca, como sus propios veteranos, entró en lucha con rapidez, sin preámbulos de ningún tipo. Publio tuvo el tiempo justo de levantar su escudo y detener el tremendo mandoble de Aníbal. No fue aquél un golpe normal. El escudo crujió y el brazo del procónsul sufrió por dentro, como si se rompiera, pero Publio observó que sólo era dolor lo que sentía y que el brazo seguía respondiendo. Vino otro golpe más y Publio retrocedió, como habían hecho sus legionarios ante los veteranos de aquel general de generales enemigo. Alrededor de ambos, de Publio y Aníbal, los legionarios y los veteranos guerreros de Cartago se tomaron un respiro para contemplar la pugna directa entre sus generales. Cayo Valerio y Mario Juvencio, próximos al centro de la batalla, asistían también como testigos privilegiados a aquel episodio del combate.
El procónsul reaccionó y lanzó un golpe que Aníbal detuvo sin tan siquiera moverse de su sitio. El cartaginés avanzó y volvió a atacar con su espada en alto, momento que Publio quiso aprovechar para pinchar por debajo, pero en su camino se cruzó el escudo del general de Cartago, y tras el escudo llegó la espada de Aníbal que el propio Publio desvió con su escudo. Empatados, pero el procónsul de Roma se daba cuenta de que había vuelto a dar un paso atrás y Aníbal uno más hacia delante. No sólo la batalla; toda la guerra parecía detenida. Publio escuchaba el sonido entrecortado de su propia respiración. Necesitaba oxigenarse. La espada de Aníbal voló cerca de su casco, pero se agachó a tiempo. La espada enemiga regresaba y la frenó con la suya. El ruido de las dos espadas al chocar resonó en los tímpanos de los guerreros de ambos bandos. Aníbal empujó con fuerza y Publio cayó de espaldas. El cartaginés avanzó y asestó un golpe hacia abajo en busca del pecho de su oponente, pero Publio rodó por el suelo y Aníbal sólo alcanzó a que el filo de su arma cortara a la altura de una espinilla. Las grebas de hierro y bronce protegieron al general romano, que salió indemne de aquel ataque. Publio Cornelio Escipión se levantó y empuñando su espada con la punta hacia Aníbal mantuvo a raya a su atacante unos segundos más. Pensó en cómo poder acercarse a su oponente. Ni tan siquiera le había rozado con su espada. Aníbal permanecía quieto ante él, respirando con sosiego, esperando un error. Publio giró entonces sobre sí 360 grados para sorprender al cartaginés por un flanco y clavar su espada. Fue rápido, veloz, pero cuando, una vez hecho el giro, buscó a su enemigo para herirle no había nadie. Y sin saber cómo, Aníbal emergió por su espalda y apenas hubo tiempo para levantar el escudo. La espada de Aníbal fue medio desviada, pero no del todo y su punta penetró en el muslo izquierdo del procónsul de Roma desgarrando la piel.
–¡Aaaggh! – gritó Publio, y una vez más se hizo hacia atrás. Aníbal le contemplaba sin decir nada. El general romano apoyó con fuerza su pierna izquierda. Aún tenía dominio sobre la misma. La herida física no debía de ser tan profunda como la herida en su orgullo, pero aun así sentía el calor líquido de su propia sangre lamiendo la piel del muslo, la rodilla y rotando despacio, acariciando su gemelo desnudo. Cojeaba un poco pero podía moverse bien. Un ruido le sorprendió. Un ruido que era como muchos ruidos juntos. Publio comprendió que a su alrededor la batalla se reiniciaba. Vio a Aníbal alzando su brazo derecho en alto, al máximo, con la espada manchada de sangre del procónsul de Roma, manchada con su propia sangre, resbalando por el filo hasta mezclarse con los anillos consulares de las poderosas nobles y patricias víctimas que antes habían caído bajo aquella espada púnica. Publio se reincorporó con ánimo de contraatacar y fue a por Aníbal, pero la figura de éste desapareció tras un regimiento de guerreros enemigos que avanzaban contra él, contra el procónsul que ahora sabían herido por su general, los veteranos de Aníbal como buitres ávidos de comer la carroña despedazada, de nuevo, avanzaban contra las legiones. Publio, retrocediendo ante el avance del enemigo, vio el penacho del general cartaginés y aquella espada que lo había cortado en alto y escuchó unas palabras en griego provenientes de aquella garganta que comandaba el más temido ejército del mundo.
–¡Eres hombre muerto, romano! ¡Todos estáis muertos!
Publio no tuvo tiempo de responder. Movido por su instinto de supervivencia retrocedió unos pasos más para reintegrarse con los manípulos de hastati y principes al mando de Mario Juvencio, que era el oficial más próximo al lugar donde había acontecido aquel épico duelo.
–¡Hay que mantener esta línea sin ceder más terreno! – espetó el procónsul a Mario, y este asintió, preocupado, mirando la pierna del general.
–Estoy bien. Es sólo un rasguño -dijo Publio de forma tranquilizadora, aunque su cojera era evidente y el dolor también, pero el enemigo ya estaba allí. Ante los ojos del propio procónsul, dos veteranos iberos sorprendieron a Mario Juvencio Tala y le clavaron una lanza por el costado que lo atravesó de parte a parte. El general asestó con su espada un tajo a la lanza, partiéndola en dos, y revolviéndose hirió a un ibero en el rostro y al otro lo aplastó primero con el escudo y luego le clavó la espada, recién sacada de la destrozada boca del otro hispano, y la hundió en el pecho de quien aún sostenía la mitad desgajada de la lanza que había atravesado a Mario. Los lictores se hicieron con la posición y protegieron al general mientras éste intentaba asistir al tribuno, que se retorcía en el suelo. Había caído boca abajo y no podía respirar. Estaba ahogándose en el fango de sangre. Publio le dio la vuelta y Mario escupió sangre y arena y pudo respirar durante un segundo hasta que sus pulmones partidos por la punta de la lanza dejaron de funcionar.
–Mi general… -dijo Mario Juvencio Tala-, suerte… mi general… -Y dejó de retorcerse en el suelo. Publio le cerró los ojos.
–Hay que retroceder, general… hay que retroceder -era Marco, el proximus lictor, a su espalda-, son demasiados… los hastati y los principes no resisten, y tenemos los triari en las alas; sin su apoyo no podemos…
Publio dejó el cuerpo del tribuno en el suelo. Estaba herido en el muslo, cojeaba, acababa de ver morir a uno de sus mejores oficiales y otros habían caído ya, Terebelio y parecía que Digicio y quién sabe si alguno más. No sabía nada ni de Marcio ni de Silano ni de Valerio. Publio Cornelio Escipión estaba en estado de choque, perplejo, ausente. Los lictores lo tomaron por los brazos y se lo llevaron medio a rastras hacia posiciones más seguras mientras que una desordenada formación de hastati y principes mantenía una línea que permitía cierto orden en aquel repliegue. De pronto un rayo de sentido común invadió la mente del procónsul.
–¿Dónde está la caballería, Marco?
–No sabemos nada de la caballería y no hay exploradores ya a los que recurrir. Los últimos que enviamos para saber de Lelio o Masinisa no han regresado.
El procónsul parecía hundido. Sin la caballería la batalla estaba perdida. Todo perdido. Publio Cornelio Escipión pensó en su padre y su tío y pensó en cuando éstos cayeron en Hispania. ¿Sintieron la misma impotencia, la misma vergüenza? Todo perdido… sólo quedaba el honor…
Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma cum imperio en la expedición de África, general en jefe de las legiones V y VI, las «legiones malditas», enfundó su espada. Con ambas manos se quitó el casco y sacudió la cabeza. No había viento pero la sensación del aire envolviendo toda su cabeza fue gratificante. Respiró hondo. Para reincorporarse al combate no tendría que avanzar; sólo esperar que el repliegue de los manípulos de sus legionarios llegara hasta donde él se encontraba. Volvió a ponerse el casco. Se lo abrochó con firmeza. Desenfundó su espada. Se pasó el dorso de la mano izquierda por la barbilla sudorosa. Tragó saliva. Los hastati y principes estaban llegando a su altura. El general se quedó firme, plantado en la tierra, como una efigie. Dos signifers pasaron a su lado con las insignias de la VI legión. Retrocedían. Los lictores le protegieron para que los hastati y los principes se percataran de su presencia y se replegaran rodeándole. Y tras los legionarios, de nuevo, el enemigo. El general encaró a los guerreros púnicos una vez más, pero ya no había furia, sino contención. Paró golpes y junto a sus lictores se puso al frente de la formación de la VI. Preguntó por Silano, y alguien comentó que estaba herido en la retaguardia. Tomó entonces el mando de toda la VI, confiando en que Valerio o Marcio siguieran aún vivos y reorganizaran las filas de la V.
–¡En formación! ¡Reagrupad los manípulos! – aulló con energía y, para su sorpresa, los legionarios respondieron. Las filas manipulares se rehacían mientras se contenía el avance enemigo, pero siempre cediendo, poco a poco, más y más espacio. Eso parecía ya una constante inevitable en aquel combate. En aquella derrota.
–¿Y la V? – preguntó el general
–Retrocede a la par que nosotros -respondió Marco-. Cayo Valerio está al mando.
–Bien -respondió Publio asimilando lo que eso implicaba: Marcio también había caído-. Resistamos entonces. Resistamos con todas nuestras fuerzas.
Y recibiendo golpes, lanzas que caían intermitentemente, levantando los escudos para frenar las espadas enemigas, intentando detenerse en ocasiones, pero siempre retrocediendo, las «legiones malditas» caminaron hacia atrás, desandando todo lo andado aquella mañana, pasando por encima de los cadáveres del enemigo y por encima de los compañeros muertos o agonizantes. Siempre retrocediendo, siempre hacia atrás. Resistiendo. Perdiendo. Siendo derrotados poco a poco, una vez más por los mismos soldados que ya los derrotaron en Cannae, sintiendo una humillación parecida y un temor aún mayor, pues aquella tarde ya no había adonde huir. En Cannae pudieron escapar y buscar refugio en ciudades amigas, pero allí, en el corazón de África, todo eran enemigos. Utica quedaba demasiado lejos. Para llegar a Útica habrían necesitado el apoyo de la caballería. Sin Lelio y Masinisa huir era morir, o algo peor: caer preso y ser torturado durante días. Era mejor permanecer allí, prietas las filas manipulares, y morir en pie, con el resto de los compañeros. Quizá todo habría sido más sencillo si eso fuera lo que hubieran hecho en Cannae. Resistir hasta morir. Se habría evitado tanto sufrimiento… pero pensó en Emilia y en los niños y, de pronto, dio por buenos aquellos años de prórroga, pero como todas las prórrogas, también aquélla llegaba a su fin.
El general dejó de dar órdenes. No había nada ya que decir. Habían resistido a los elefantes, habían derrotado al ejército de Mágon y luego al de Giscón. Aquellos hombres habían ganado ya tres batallas, pero cómo pedirles que ganaran una cuarta batalla más en un mismo día y contra el mayor y más intrépido de sus enemigos. Aníbal había jugado bien sus bazas. Era sólo cuestión de tiempo. Aquellos veteranos itálicos, iberos, galos, africanos que constituían aquel último ejército de Cartago luchaban con disciplina y tesón. Pensaban masacrar a todos los que tenían enfrente, pero no tenían prisa. No habían entrado en combate hasta hacía apenas una hora, mientras que sabían que los romanos llevaban todo el día luchando.
Publio pensó reconocer en aquel instante el momento en el que su vida llegaba a su fin.
Ala izquierda. La V legión
Al frente de la V legión, Cayo Valerio mantenía la formación en línea, cediendo terreno, siempre sus ojos fijos en la VI, donde el procónsul había tomado el mando. Haría lo que hiciera la VI. Un enemigo se acercó demasiado y Valerio retrocedió como asustado, pero cuando el cartaginés empezaba a sonreír, Valerio detuvo su retroceso y le clavó una daga que empuñaba con la mano del brazo con el que sostenía el escudo. Era un ardid fruto de la desesperación, pero que había dado sus resultados en varias ocasiones aquella mañana. Cayo Valerio tenía los músculos entumecidos y tenía hambre y sed y ganas de orinar. Recordó cómo había matado a uno de sus legionarios por hacer sus necesidades sobre las insignias de la legión. De eso hacía tanto tiempo que parecía otra vida. Ahora las insignias eran las mismas que retrocedían a sus espaldas. Recordó el olor de las algarrobas de los desayunos en el destierro siciliano y las recordó con nostalgia. Iban a morir todos. Mario y Lucio Marcio, los tribunos de su legión, habían caído ya, pero, pese a todo, Cayo Valerio estaba agradecido al general que los había conducido allí: aun en medio de la más terrible derrota, el general había devuelto el orgullo a aquellos hombres olvidados y menospreciados. Puede que fueran a caer todos allí aquella tarde, pero antes habían derrotado a los cartagineses en Locri y frente al mar, cerca de Útica, cuando arrasaron los campamentos de Asdrúbal y Sífax por la noche, y en Campi Magni, y habían capturado al rey de Numidia y conquistado ciudades por toda África, habían hecho varias campañas épicas y su muerte iba a ser ante las tropas de Aníbal… mil veces mejor aquel destino que olvidados en Sicilia, sin provisiones ni sumistros, peleando entre ellos, orinando sobre sus propios estandartes.
Ala derecha. La VI legión
Los legionarios de la VI seguían retrocediendo. Publio pasó a las líneas de retaguardia para descansar un poco mientras los manípulos de primera línea continuaban la lucha. Tenía que reponer fuerzas. Si él se sentía así, cuando apenas había comenzado a combatir hacía una hora, ¿cómo estarían de extenuados sus hombres? El sentido de la batalla estaba decidido. Pensó en algún plan de huida, pero no lo había, no sin el auxilio de la caballería. Todo era desierto o territorio enemigo o ambas cosas a la vez y Útica quedaba demasiado lejos ya para unas tropas agotadas. Habían saqueado la región para generar tanta desdicha que al final Cartago reclamara a Aníbal y lo habían conseguido, pero ahora no tenían un solo lugar donde refugiarse de la embestida bestial de las tropas del general cartaginés. Caerían todos. Debería haber buscado combatir junto a Útica. Ése había sido un fallo imperdonable, pero su vanidad y su orgullo le cegaron: en el fondo de su ser pensaba que podría derrotar también a Aníbal. Ahora comprendía lo que quedaba: una muerte gloriosa, unas legiones que compartirían el destino de las legiones de Régulo en el pasado, destrozadas, aniquiladas por Jantipo.
Publio Cornelio Escipión dio media vuelta encarando de nuevo la línea de combate. Principes y hastati seguían replegándose. Él, de modo instintivo, también daba pequeños pasos hacia atrás. Estaba recuperando el resuello. Pronto volvería a entrar en la primera línea… Chocó con algo duro. Como una pared, como una gigantesca roca en medio de la llanura y perdió el equilibrio, pero sin soltar la espada paró la caída con sus manos. Se dio la vuelta. Había tropezado con uno de los enormes elefantes muertos. Allí, a gatas, en medio de la vorágine de la más bestial de las batallas, Publio se percató de que habían retrocedido tanto que ya estaban donde las legiones se habían enfrentado con los elefantes. Habían perdido toda la llanura. Le faltaba el aire. Estaba agotado, de rodulas, cubierto de sangre y sangrando él mismo. Era la derrota absoluta. Era el final. En un arranque de rabia el procónsul de Roma volvió a levantarse y a ponerse el casco, lo ajustó y, cojeando por la herida en su pierna, se reintegró entre los hastati de primera línea.
–¡No se retrocede más! ¡Muerte o victoria! – gritaba con toda la fuerza de su espíritu y con toda la potencia que sus pulmones le ofrecían-. ¡Muerte o victoria! ¡Esto es el infierno! ¡Vamos a la gloria! ¡Por Roma, por los dioses! ¡Por los caídos en Cannae! ¡Por los caídos en esta batalla!
Y el general embistió como un toro bravo a un brucio que llevaba años con los cartagineses. El brucio recibió un enorme empellón con el escudo del general y para cuando quiso reaccionar, la espada del procónsul le había atravesado la garganta de parte a parte. El filo del arma salió y la sangre salpicó un metro alrededor del brucio, que dejó espada y escudo para llevarse las manos a la garganta en un desesperado intento por frenar la hemorragia letal. Para entonces el general ya le había superado y, sin preocuparse de si le seguían o no sus legionarios, al igual que hiciera en Tesino, fue directo a por más enemigos, como en Tesino, como en Tesino pero… ¿dónde estaba Lelio, Lelio?
Tras el cónsul, los lictores y su pequeño grupo de veteranos abrieron una brecha en el enemigo y como por simpatía, toda la legión VI reaccionó con furia superando el agotamiento total en el que estaban sumidos.
Ala izquierda. La V legión
En el ala izquierda de la formación romana, Cayo Valerio se percató del avance de la VI.
–¡Maldita sea! ¡Por Hércules! ¡Hay que recuperar terreno! – Pero sus legionarios no parecían estar por la labor-. ¡Nenazas! ¿Vais a dejar que los de la VI nos digan luego que los de la V no sabemos luchar? ¿Vais a pasar por eso? – Y no mentó ni a los dioses, ni a Roma, ni la gloria. No hizo falta. Los hastati, principes y triari de la V vieron cómo los de la VI recuperaban varios pasos de terreno y, como movidos por un resorte desconocido e invisible, clavaron sus talones en el fango rojo de la sangre de la llanura, plantaron sus escudos, pusieron sus espadas en ristre y, a una, empujaron contra el enemigo. La V volvía a avanzar.
Retaguardia cartaginesa
–Resisten, mi general -comentó un oficial púnico a Aníbal.
El general cartaginés observaba aquella reacción desde la retaguardia, donde se había vuelto a ubicar para volver a tener una visión de conjunto de la formación de ambos ejércitos. No parecía preocupado por aquel nuevo embate de las legiones. Había visto decenas, centenares de ellos.
–Es el último estertor -dijo-. Los moribundos, antes de morir, tienen a veces un último arranque de rabia. Contenedles y luego… exterminadlos a todos.
El oficial asintió con una sonrisa. Se oyeron entonces los cascos de un caballo. Aníbal se giró. Un jinete de la caballería de Maharbal venía hacia ellos. Aníbal frunció el ceño y borró la sonrisa de su rostro.
Ejército romano
Publio sintió un orgullo especial al ver cómo sus legiones recuperaban terreno, hasta que de nuevo, en medio del fango pegajoso que como arenas movedizas parecía absorber las piernas de cada soldado hacia las entrañas de aquella tierra extraña, las legiones no pudieron más y, exhaustas, no avanzaron más. En ese momento, los veteranos de Aníbal recuperaron la iniciativa.
El general romano comprendió entonces que la suerte estaba echada, pero se le ocurrió que aún podría hacer algo importante antes de morir. Con sus ojos escudriñó por encima de los cascos enemigos buscando el penacho inconfundible del general cartaginés, pero por mucho que lo buscaba no lo veía por ninguna parte. ¿Estaría ahora dirigiendo el combate frente a la V legión en lugar de frente a la VI? Publio ordenó entonces a Marco y a los centuriones de la VI que mantuvieran la posición el máximo tiempo posible y se encaminó hacia la legión V. Caminando por la retaguardia de su ejército, a paso rápido, escoltado por el resto de los lictores, llegó hasta las posiciones de la legión que dirigía Cayo Valerio. Tampoco allí había señales de Aníbal. ¿Dónde estaba el general cartaginés? Sólo quería adentrarse entre los enemigos, abrir una brecha y volver a enfrentarse a él y arrancarle de la mano, siquiera por unos segundos, el anillo de su suegro, y tenerlo él, durante unos instantes, antes de verse rodeado por todos los enemigos del mundo y ser acribillado a cuchilladas hasta la muerte más desgarradora.
Publio apretaba los ojos, pero su búsqueda no cosechaba frutos hasta que en lugar del penacho del general púnico, lo que su vista alcanzó a detectar fue dos grandes polvaredas que se levantaban a ambos flancos, más allá del ejército púnico. Y de entre aquellas inmensas masas de polvo en suspensión empezaron a surgir jinetes, una decena, un centenar, centenares, mil, casi dos mil por cada flanco. Pero aún estaban demasiado lejos como para poder identificarlos.
Sólo la ruta que siguieran sendos regimientos de caballería identificaría si estaban al servicio de Roma o de Cartago: si se trataba de Lelio y Masinisa cabalgarían directos hacia la espalda de la formación cartaginesa, pero si se trataba de las fuerzas de Maharbal y Tiqueo, se abrirían rodeando ambos ejércitos para luego cerrarse de nuevo y atacar a los romanos por la espalda, como hicieron en Cannae. Lictores, centuriones y praefecti supervivientes, hastati, principes, triari, Cayo Valerio, Marco, Silano, herido en la retaguardia, todos contenían la respiración. Incluso los propios cartagineses miraron hacia atrás. El combate se detuvo. Los jinetes iban cubiertos de sangre. Su lucha, como la de la llanura, había debido de ser también cruenta. La misma sangre imposibilitaba atisbar los uniformes, identificar la forma de los cascos o de las espadas. Hasta los caballos estaban rojos. Todo aquella tarde era rojo espeso.
Publio Cornelio Escipión esbozó una sonrisa de incredulidad. Llevaba desde que tenía diecisiete años cabalgado al lado de Cayo Lelio. Podía reconocer su forma de encorvarse sobre la montura cuando iba al galope desde mil pasos de distancia. Era increíble. Una vez más. Como en Tesino, en Cartago Nova o Locri. Lelio. Una vez más.
–¡Rápido! – gritó el general romano-. ¡Los triari, de nuevo, a las alas! ¡Esta vez los rodearemos de verdad! ¡Hastati al centro,prinápes en los laterales y triari en los extremos! – Cayo Valerio estaba cerca y oyó las órdenes. El procónsul le miró un instante. Valerio asintió.
La V y la VI, a la par que los jinetes de Lelio y Masinisa, se aproximaban por la espalda del ejército enemigo, reiniciaron la maniobra envolvente que Aníbal había abortado anteriormente con el mayor empuje de sus tropas.
Caballería romana en la retaguardia cartaginesa
–¡Matadlos a todos! ¡Por Roma, por los dioses, por el general! – Cayo Lelio blandía su espada en alto mientras galopaba sobre su caballo-. ¡Por Escipión! ¡Por Roma!
La caballería de Lelio embistió a los veteranos de Aníbal por la espalda. Decenas de cabezas de mercenarios hispanos, brucios o galos rodaban por el suelo arrancadas por los rabiosos mandobles de los jinetes romanos. El ejército de Cartago dividía sus fuerzas: unos encaraban su retaguardia para detener la brutal carga de la caballería enemiga, otros intentaban mantener a raya a los hastati y principes que reemprendían con nuevos ánimos el combate y apenas tenían ya hombres para cubrir los flancos por donde, una vez más, atacaban los triari. Necesitaban órdenes.
Por su parte, Masinisa atacaba el otro extremo de la retaguardia cartaginesa. Llegaron más tarde porque se detuvieron a rearmarse de jabalinas con las que ahora herían a la infantería africana que, desesperadamente, buscaba a su general. Sólo quedaban unos pocos oficiales en el centro del ejército asediado, rodeado, atacado por todas partes. Aquellos veteranos habían estado en decenas de batallas y tardaron poco tiempo en comprender que su general les había abandonado. Sólo les restaba luchar, intentar abrir una brecha y escapar, pero tenían un problema, incluso si conseguían abrir un pasillo entre la formación enemiga, la rapidez de la caballería haría que fueran alcanzados por la espalda y todos serían cazados como jabalíes en fuga, acosados por los perros. Se dispusieron al fin a vender caras sus vidas y a llevarse a cuantos más enemigos pudieran por delante.
Retaguardia romana
El procónsul de Roma, consciente de que caminaban, ahora sí, hacia una victoria sin precedentes, se concentró en minimizar las bajas de sus legiones. Ordenó que mientras unos manípulos mantenían rodeados, junto con la caballería, al enemigo, el resto recogiera lanzas, jabalinas y pila de entre los muertos para que desde la seguridad de una retaguardia que ya no podía ser atacada al haber sido aniquilada la caballería enemiga, arrojar cuantos más proyectiles mejor. De esa forma, poco a poco, andanada tras andanada, los veteranos abandonados por Aníbal fueron recibiendo lluvias mortales de hierro, mientras que fútilmente pugnaban por defenderse del acoso constante de unos enemigos en cuyas miradas sólo veían el rostro inconfundible del odio. Los mismos que les estaban aniquilando eran los legionarios de los que se mofaron cuando huían de la masacre de Cannae. El círculo del destierro y la venganza se había cerrado.
(…) multa dies in bello conficit unus, Et rursus multae fortunae forte recumbunt, Haudquaquam quenquam semper fortuna secuta est.
ennio, Anales, libro VIII
[(…) en tiempos de guerra, un solo día produce muchos cambios, y por cualquier motivo la suerte varía muchas veces; no hay nadie a quien la fortuna le haya sido siempre fiel.]
El sol languidecía en el horizonte. Los buitres cenaban entre los despojos mortales de los soldados muertos, en su mayoría pertenecientes al masacrado ejército de Cartago, pues los púnicos habían perdido a más de treinta mil almas. Entre los romanos las bajas ascendían a unos cinco mil entre legionarios y númidas aliados. Los soldados de la V y la VI paseaban entre aquella alfombra de cuerpos inertes y agonizantes hundiendo sus espadas de cuando en cuando para asegurarse de que no quedaban enemigos vivos fingiéndose heridos o muertos entre los millares de cadáveres desparramados por la arena.
Cayo Valerio estaba cubierto de sudor, sangre y polvo entremezclados sobre su piel reseca por el sol. Un legionario le trajo agua en un odre de carnero y el primus pilus bebió con avidez. Sus sandalias se hundían en el barro apelmazado de sangre, despojos humanos y tierra. Con la caída del sol empezaba a refrescar. Cayo Valerio devolvió el odre al soldado que se lo había traído.
–Pásalo a otros, legionario -dijo el primus pilus-. Todos se han ganado saciar su sed con agua y con vino, si el general al final así lo dispone.
El legionario se alejó tras saludar al veterano oficial. Cayo Valerio oteaba el espectáculo truculento en el que se había convertido aquel anochecer y, sin embargo, era el olor de la victoria total lo que entraba por sus fosas nasales, pese al hedor y al sabor agrio que el viento nocturno dejaba en sus labios, aquello era la victoria suprema. Así que Cayo Valerio cerró los ojos y se hinchó los pulmones de aquel aire oscuro testimonio de la derrota completa de las fuerzas de Aníbal. Sintió entonces un golpe seco en su espalda y un dolor punzante y agudo que lo congestionaba hasta hacerle toser. Cuando se giró vio a aquel maldito ibero que se había levantado de entre los muertos para clavarle una daga. El primus pilus tuvo aún energía suficiente para clavarle su espada una, dos veces, atravesándolo de parte a parte. El ibero, ya malherido, cayó desfallecido con una horrible mueca de sufrimiento. Cayo Valerio se tenía en pie con dificultad. Por debajo de su coraza brotaba sangre con profusión. – ¡Maldita sea!
El centurión de la V legión se sentó entre los cadáveres. Un par de legionarios se acercó con rostros que mostraban preocupación. E\primus pilus desdeñó la ayuda que los soldados le ofrecían para ponerlo en pie. Desde el suelo Cayo Valerio les habló con la energía propia de un oficial al mando.
–¡Llamad al médico! ¡No! – se corrigió enseguida; era horrible pero era lo que había-. Ya es tarde para eso. Maldita sea mi suerte. Llamad al general. Rogadle… que venga, si puede… si le es… posible…
Le costaba respirar. «Maldita sea. Qué forma tan estúpida de caer en una batalla. Por un enemigo herido, vengativo y traicionero. Me hago viejo para esto. Tendría que haber estado más atento.» Se recostó en el suelo. Varios legionarios se arremolinaron a su alrededor. No podían creer lo que veían. Cayo Valerio parecía herido de muerte. El centurión miraba al cielo raso. Sin nubes, con el sol ya desaparecido, miles de estrellas empezaron a poblar la gran cúpula celeste. «Los dioses son grandes», pensó. Qué espectáculo tan magnífico. Recordó cuando sólo era un niño y correteaba por la calles de Roma en busca de algo que robar entre los puestos del Macellum. La suya no fue una infancia feliz ni una vida fácil y ahora que todo debería empezar a marchar bien, llegaba ese imbécil y le apuñalaba por la espalda. Quizá no fueran las legiones las que estaban malditas, sino él. Pero en la legión vivió con honor. Habría preferido una muerte más gloriosa, durante la batalla, como Terebelio o Digicio o tantos otros. Cuando abrió los ojos de nuevo vio antorchas a su alrededor y la faz conmovida del procónsul de Roma.
–Te pondrás bien, centurión -decía el general-. Aún deberás prestarme, prestar a Roma, muchos servicios.
Cayo Valerio sonrió. El general hablaba con él. De desterrado a ser atendido por todo un procónsul de Roma. Aquello había valido la pena.
–No, mi general. Mis disculpas, pero yo me quedo aquí… Ha sido una gran batalla, un gran honor… gracias por recuperarnos, por sacarnos del destierro… gracias, mi… mi general… siempre…
Publio Cornelio Escipión abrazó a aquel hombre con fuerza y lo mantuvo fuertemente asido a su cuerpo hasta que sintió que el primus pilus de la V aflojaba sus músculos y su cabeza caía de lado, colgando, sin energía. El general depositó el cuerpo de su oficial con cuidado sobre el fango y sin dejar de mirar el cadáver de aquel centurión se dirigió a los legionarios que allí se habían congregado.
–Que laven su cuerpo, que lo limpien, que le pongan un uniforme nuevo y que preparen una gran pira para un gran oficial de Roma. – Publio se levantó entonces y rebuscó entre los que le rodeaban-. ¿Y el resto de los tribunos? Sé que Terebelio y Digicio cayeron, pero ¿y Mario Juvencio y Lucio Marcio y Silano? ¿Dónde está el resto de mis tribunos?
El general sólo encontró silencio como respuesta. Publio Cornelio Escipión se alejó caminando algo encogido, lento. Los lictores, siguiendo las sugerencias de Marco, guiaron al procónsul hasta la tienda de un improvisado praetorium que se había levantado justo allí donde el general había presenciado la carga de los elefantes y las primeras embestidas de las fuerzas de Cartago. Publio se dejó llevar. Lo sentaron en una butaca, junto a una pequeña mesa donde un calón puso una jarra de agua, otra de vino, algo de pan y queso y un cáliz vacío. Luego le dejaron a solas. Estaba agotado. Todos pensaron que el general debía descansar.
Publio miraba el vaso vacío. ¿Dónde están mis oficiales? ¿Dónde está la savia de mis legiones? ¿Quién era él sin ellos? Los había conducido a la muerte. A todos y cada uno de ellos.
La tela de la entrada al praetorium se abrió y Cayo Lelio apareció encorvándose un poco para evitar el contacto con el tapiz. Se detuvo en el umbral. Dudó un instante pero al final se decidió y entró en la tienda. Publio no decía nada. Era cierto lo que decían los soldados: el general necesitaba descansar. Y lo decían de corazón. Le pareció un buen comienzo para aquella conversación.
–Los hombres dicen que necesitas descanso… y eso parece.
Publio tardó unos segundos en responder. Su mirada permanecía fija en la copa vacía.
–Es irónico, ¿no crees? – empezó el procónsul-. Ellos que han combatido todo el día diciendo que soy yo el que está agotado, el que necesita descanso, cuando apenas si he luchado medio día. Yo ni tan siquiera me enfrenté a los elefantes, ni a las dos primeras cargas de la infantería enemiga, yo que he alargado hasta lo indecible el reemplazo de unos manípulos por otros en el principio del combate, dejando que mis mejores oficiales cayeran por mi ofuscación…
–Una ofuscación que nos ha llevado a la victoria y sólo tú luchaste contra Aníbal cuerpo a cuerpo y has sobrevivido para contarlo…
Pero Publio levantó la mano con un gesto de desdén, interrumpiendo a Lelio.
–Y casi me mata. Valiente excusa… y el caso es que, por todos los dioses, estoy exhausto… Lelio, estoy vencido, derrotado… no puedo más…
Lelio buscó algo donde sentarse y encontró un taburete junto a una de las paredes de tela de la tienda. Lo tomó con su mano derecha, lo situó frente al general y tomó asiento. La conversación iba a ser más larga de lo previsto y él también estaba agotado, pero no de la misma forma que Publio.
–No lo puedo entender… -El general empezó a hablar como un torrente-. Soy el más débil de entre todos los que han luchado hoy, el que menos ha combatido y el que necesita refugiarse en su cómoda tienda y encima los soldados me excusan… soy el que ha conducido a la muerte a los mejores tribunos, porque eran los mejores, los mejores oficiales de Roma, Lelio, los más leales y nadie me lo echa en cara, porque lo sabes, ¿no? Marcio, Terebelio, Digicio, Mario, Silano… todos muertos… todos. Y Valerio, Valerio acaba de morir en mis brazos hace una hora. Y ni un reproche. Los cartagineses reharán sus fuerzas y Aníbal, Aníbal regresará con un nuevo ejército. Estas legiones serán masacradas en África más tarde o más temprano. Estas legiones no estaban malditas. Ha sido mi mando el que las ha maldecido, Lelio.
Cayo Lelio le observaba intentando entender. Su mente, también exhausta, comenzó a encajar algunas piezas, pero empezó por lo más importante. Tenía que conseguir que Publio volviera a ver la realidad tal cual era.
–Aníbal no regresará. Esto no ha sido una victoria sin más. Hemos aniquilado… exterminado su ejército. Han caído treinta o cuarenta mil soldados al servicio de Cartago y Aníbal ha escapado con apenas un puñado de hombres. Cartago no tiene posibilidad de reunir ningún nuevo ejército, al menos, en bastantes meses, y para entonces ya será tarde. Y lo saben, Publio, lo saben. Nuestras bajas son unos siete mil, puede que algo más, pero dispones de veinte mil legionarios aptos para la lucha ya mismo, a tu mando, quizás haya que descontar algunos centenares de heridos, pero muchos de ellos recuperables. Y la caballería, la nuestra y la de Masinisa. Casi otros cinco mil más descontando heridos y muertos. Tienes dos legiones a tu mando que te seguirán adonde tú digas. Ellos, los cartagineses, no tienen nada y peor que eso: ya no tienen a Aníbal en Italia, por lo que ahora Roma te enviará todos los refuerzos que pidas. Después de lo que ha ocurrido hoy, nadie en el Senado, ni Catón, se atreverá a decir una sola palabra contra ti. Publio, Publio, despierta. Estás agotado, eso es evidente, y estás más agitado que nadie y te culpas por las muertes de tus oficiales que fallecieron luchando, cumpliendo con su deber, pero tu agotamiento es porque has hecho más que nadie. Tú has tenido que tomar las decisiones por todos, las vienes tomando desde que empezamos las campañas en Hispania y de eso hace más de siete años. Llevas todo este tiempo decidiendo cómo formar las legiones en cada batalla, sobre ti ha caído la responsabilidad de cada choque. Esta mañana, esta mañana, con los ochenta elefantes ante nosotros… si no es por tu estrategia estaríamos todos muertos -Lelio se levantó y señaló hacia la puerta del praetorium-, y eso, Publio, eso lo saben ellos, lo sabe cada uno de esos legionarios de la V y la VI y los oficiales y lo sabe hasta el rey Masinisa, que no sabe si odiarte o admirarte: todos saben que es por ti que están vivos los que están vivos, y los que están muertos han caído en la más épica de las batallas que ha luchado nunca Roma. ¡Publio Cornelio Escipión, despierta de tu pesadilla! ¡Has derrotado a Aníbal! ¡Has exterminado su ejército! Cartago estará de rodillas en unas horas, en cuanto las noticias de lo que aquí ha acontecido lleguen a oídos de su Senado y de su Consejo de Ancianos. Aceptarán todo lo que se les pida y, si no, sufrirán el asedio más terrible y más largo que recuerde la historia, y todo eso es por ti. Por eso tienes derecho a estar cansado y a descansar. ¿Te sientes culpable por la muerte de esos oficiales? Terebelio, Digicio, Mario, Marcio, todos ellos te siguieron por lealtad, como voluntarios se presentaron en tu propia casa cuando propusiste al Senado la campaña de África. Nadie les obligó y todos sabían a lo que se exponían. Ellos querían estar aquí hoy y son ya leyenda, Publio, son leyenda de Roma y lo son por ti, por haberte seguido hasta aquí. Y Cayo Valerio, Cayo Valerio era un centurión orgulloso y honrado injustamente desterrado y le has permitido recuperar tanto su orgullo como su honor de soldado y le has convertido en historia también. Los vecinos de su familia en Roma ya no escupirán a su mujer y a sus niños cuando se crucen con ellos en la calle, sino que se apartarán y les dejarán paso y considerarán un honor que cualquier miembro de la familia de Cayo Valerio les dirija siquiera una mirada. Publio, no has matado a nadie: ha sido esta guerra la que tanto dolor nos ha traído a todos la que los ha matado, pero su sacrificio ha conducido al final de la guerra misma. Cartago no tiene ya con qué luchar, porque tú has destruido a sus aliados, primero en Hispania y luego aquí en África; Sífax está preso, sus númidas masacrados, sus mercenarios riegan con su sangre la llanura y los veteranos de Aníbal están siendo pasados a cuchillo, uno a uno; Cartago, mañana al amanecer, sólo estará contando sus muertos. – Publio le miraba con los ojos abiertos-. Publio, eres procónsul de Roma, general en jefe de las legiones V y VI y eres el único magistrado de Roma que ha derrotado por completo a Aníbal en una batalla campal, el único que ha conquistado África. ¿Sabes cómo te llaman los soldados? – Publio negó con la cabeza-. Te llaman Africanas, el conquistador de África. Lo dicen mientras recogen heridos, mientras se acomodan en las tiendas para pasar la noche, mientras se organizan las guardias; pasaba junto a una de las hogueras que han encendido, porque ya da igual que los cartagineses sepan dónde acampamos porque no tienen ejército con el que atacarnos, así que encienden hogueras para preparar una cena caliente, y los oí hablar del general, de Escipión, de Africanas. Para esos hombres no eres ya un procónsul de Roma, o su general, ni siquiera creen ya que estés bendecido por los dioses, para esos miles y miles de legionarios eres tú mismo un dios. – Lelio volvió a señalar la puerta y en ese justo instante, desde el exterior, empezó a escucharse una enorme algarabía, un griterío que crecía y crecía sin parar, como una ola gigante en el océano, pero sólo se escuchaba una palabra: ¿Africanas, Africanas, Africanas… / Lelio miró entonces hacia la puerta, igual que hizo Publio. El general se levantó despacio y pasó por delante de Lelio, que le imitó y le siguió hacia la entrada. Publio descubrió la cortina y salió al exterior. Lelio cruzó el umbral y se situó a su espalda. Todo alrededor del praetoriam eran hogueras, decenas, centenares de ellas. Y a su alrededor millares de soldados de Roma, y todos gritaban aquella palabra sin cesar: ¡Africanas, Africanas, Africanas! Los lictores se acercaron a Publio y le dieron un larga capa limpia, un paludamentum púrpura. Publio dejó que se lo ajustaran. Con la caída del sol refrescaba de forma sorprendente en aquella tierra desértica. Los lictores trajeron entonces antorchas y le escoltaron mientras empezaba a andar. Cayo Lelio observaba al general y a su enfervorizado ejército y pensó en qué lejos en el tiempo quedaba ya aquel jovenzuelo de diecisiete años que le confesara tener miedo a entrar en combate la noche previa a la batalla de Tesino. Ahora aquel muchacho se había convertido en el mayor general de Roma. Lelio recordó algo importante y acertó a comunicárselo al general antes de que se alejase.
–Por cierto, no todos han muerto, parece que Silano ha sobrevivido. Está herido, pero vivo.
Publio se volvió un momento para responder.
–Eso está bien, eso está bien. – Pero enseguida se alejó para pasear entre sus legionarios, que no dejaban de aclamarle. ¡Africanas, Africanas, Africanas! Era su general, su cónsul y, tal como Lelio había anunciado, su dios.