El destino es a veces curioso. En la porta decumana Masinisa se cruzó aún a pie con un jinete que irrumpió en el campamento al galope. Los legionarios de guardia se hicieron a un lado para dejarle pasar, pues ya estaban advertidos por los exploradores que patrullaban los alrededores de la fortificación de que un correo oficial se acercaba procedente de Cartago Nova. Masinisa miró a aquel jinete con curiosidad, un poco perplejo porque se le dejara pasar sin oposición alguna, pero no le concedió mayor importancia. En la puerta se reunió con el grupo de maessyli que le habían acompañado. Los legionarios, siguiendo las instrucciones del general, les devolvieron las armas y los caballos. El rey de los maessyli montó sobre su corcel negro y sus hombres le imitaron y con la destreza de su ágil arte para montar se alejaron del campamento galopando en dirección a poniente.
El correo oficial desmontó frente al praetorium y entregó unas tablillas al general que le recibió en pie.
–Vengo de Cartago Nova, de parte del tribuno Cayo Lelio, mi general.
Publio tomó las tablillas, asintió, se dio media vuelta y echó a caminar hacia la entrada de) praetorium. Era el momento de saber qué había respondido Sífax a Lelio.
Sífax se alzó contra los cartagineses, recibió ayuda en forma de asesoramiento militar de centuriones de su padre y su tío pero, en aquella ocasión, los cartagineses, con Asdrúbal Barca al mando, y Masinisa a su lado, le derrotaron; pero de aquello hacía ya tiempo y desde entonces Sífax se había rehecho y, aprovechando la lejanía de los ejércitos púnicos, desplazados a Hispania e Italia, y la ausencia también del propio Masinisa, también en Hispania, había recuperado el noreste de Numidia, el territorio de los maessyli expulsando a todos los leales a Masinisa, cuando no matándolos sin piedad. Sífax era ahora, sin lugar a dudas, no ya más poderoso que Masinisa, sino el hombre fuerte de aquel inmenso país y, como los cartagineses no querían abrir otro frente de guerra en África mientras luchaban contra los romanos en Hispania e Italia, habían aceptado las conquistas de Sífax como un nuevo statu quo, tal y como el propio Masinisa había lamentado hacía apenas unos minutos ante la misma tienda del praetorium. Cartago quería a Sífax como aliado y Publio también, por eso envió a Lelio a negociar con él. Aquellas tablillas desvelarían en un minuto cuál había sido el resultado de la entrevista. Sífax debía de estar disfrutando al ser ahora tan temido como deseado por todos. Masinisa no parecía ya nadie tan importante, pero Publio había estimado conveniente aceptar el ofrecimiento del rey exiliado, ya que cualquier refuerzo de caballería podía venir bien y Masinisa combatiría con ansia a favor de los romanos con la esperanza de recuperar así su reino perdido. Lo que parecía más complicado era cómo ganarse la confianza de Sífax, conseguir su ayuda o al menos su neutralidad y, al mismo tiempo, recuperar parte de Numidia arrebatándosela para dársela luego a Masinisa. Publio se encontró a solas en el interior del praetorium y se sentó en una pequeña sella. Cada cosa a su debido tiempo. De momento tenía la alianza de Masinisa. Un pacto con Sífax sería jugar a dos bandas al mismo tiempo, pero en aquella larga guerra todo era incierto.
–Veamos qué cuenta Lelio -dijo en voz alta, como para sacudirse el torrente de pensamientos que se acumulaban en su cabeza.
Publio Cornelio Escipión, Imperator de las legiones de Hispania
He hablado con Sífax, rey de Numidia, en el puerto de Siga. La entrevista fue corta. Se mostró ofendido. Insistió en que él es rey y que sólo negocia con reyes, sufetes o generales cartagineses o con cónsules romanos o generales de Roma investidos con el grado de Imperator. Dijo que, si Publio Cornelio Escipión quiere algo de él, debe ir en persona a negociar. No hubo forma de hablar más. En mi opinión, Sífax ha vendido ya sus servicios a Cartago. Estoy sorprendido de que nos dejara regresar con vida.
Cayo Lelio, tribuno
Publio dejó la tablilla sobre sus rodillas. Estaba sentado en su taburete, a solas. Necesitaba pensar. Lelio siempre tan parco en palabras. ¿Ir a Numidia? ¿Cruzar el mar en medio de una guerra? ¿Abandonar Hispania para ir a negociar con un rey loco? Y, sin embargo, Sífax permitió el regreso de Lelio. Había varias posibles razones: para que el mensaje le llegara alto y claro o porque no quería, en el fondo, dar razones para que Roma tuviera motivos para atacar Numidia directamente. De hecho, si Sífax hubiera matado a Lelio ahora tendría un motivo que presentar al Senado de Roma como causa justa para enviar legiones a África. La muerte de un tribuno enviado como negociador sería algo que muchos senadores considerarían un ultraje que no podía quedar sin respuesta. Publio sintió una sensación amarga en su estómago. Por un instante era como si hubiera deseado la muerte de Lelio.
Marcio y Silano entraron en la tienda, despacio, y se detuvieron nada más cruzar el umbral. Publio los vio y les habló con determinación.
–En una semana debemos estar en Cartago Nova. Allí embarcaremos en unas quinquerremes.
–¿Regresamos a Tarraco por mar? – preguntó Marcio. Publio, mientras, se pasaba la palma de la mano por la barbilla.
–No -respondió-. Tú iras a Tarraco y Silano permanecerá en Cartago Nova.
Los dos oficiales se miraron entre sí.
–¿Y qué va a hacer el general? – inquirió Silano.
–Yo iré a África.
Habían llegado órdenes del Senado de Cartago. Magón Barca parecía agitado, pero resuelto a ponerse en marcha. Debía partir hacia Baleares y de allí, una vez reclutado un ejército de mercenarios, desembarcar en el norte de Italia. El plan inicial de Aníbal parecía seguir obteniendo algo de apoyo entre los senadores púnicos. Quedaba sólo un asunto pendiente.
Magón se presentó ante Giscón que, a su vez, había recibido también instrucciones del Senado cartaginés de regresar a África. El joven Barca encontró al veterano general enfrascado en los preparativos para embarcar las tropas rumbo al sur.
–Las calles de la ciudad están revueltas -empezó Magón sin esperar a que el general de mayor edad le dirigiera la palabra.
Giscón engulló la ofensa, una más de los vanidosos Barca que se apuntó en la memoria.
–Saben que nos vamos -respondió sin mirarle, fingiendo estar ocupado en revisar las tablillas que contenían los inventarios de las provisiones para el tránsito de regreso a África.
–Saldré para Menorca con la próxima marea -anunció Magón.
–Sea -concedió Giscón sin mirarle.
–Queda una cosa pendiente.
Giscón levantó los ojos de las tablillas. Aquellos Barca le irritaban. – ¿Y bien?
–Imilce, la esposa de mi hermano. No puedo llevármela conmigo, pero tampoco nos interesa que se quede aquí y caiga en manos de los romanos.
Giscón inundó su rostro con una amplia sonrisa. – No me parece que Aníbal la tenga en gran estima. Ni siquiera ha escrito preguntando por ella. Magón negó con la cabeza.
–No se trata de algo personal, sino de una cuestión política y de poder. Imilce es la esposa de un general cartaginés. Puede que ya no nos sea útil, pero no podemos abandonarla a su suerte.
Giscón frunció el ceño. Odiaba que los Barca tuvieran razón. Decidió dar término a aquella conversación.
–Sea -dijo-. Se quedará conmigo y me acompañará a África. Será custodiada como esposa de un general cartaginés, como hasta ahora.
Magón asintió un par de veces. Dio media vuelta y se marchó.
Asdrúbal Giscón arrojó las tablillas al suelo. Una se quebró en varios pedazos. Un esclavo se acercó para recogerlas, pero el general le espetó un grito y éste se alejó corriendo dejando solo a su amo.
Lelio estaba en la proa del barco. Habían avistado trirremes enemigas, pero desde cubierta aún no eran visibles. Era la segunda vez en poco tiempo que hacía la misma ruta. Una vez más de regreso a las costas de Numidia. La travesía había sido convulsa. Publio había decidido navegar sólo con dos quinquerremes. No quería llevarse toda la flota y desproteger las bahías de las ciudades hispanas, especialmente de Cartago Nova, por su valor estratégico, y de Tarraco, porque Emilia y sus hijos estaban allí. Aún recordaba Lelio las palabras de Publio al embarcar ante su mirada de preocupación por partir con tan sólo dos naves.
–Así iremos más rápidos. Una flota siempre es lenta.
En el horizonte empezaron a vislumbrarse los mástiles y las velas desplegadas de los barcos enemigos. Dos, cuatro, seis… siete en total. Siete trirremes contra dos quinquerremes. Las naves romanas eran de mayor envergadura y opondrían gran resistencia si eran alcanzados, pero el mayor número y la mayor capacidad de maniobra de las ligeras naves púnicas no presagiaban nada bueno. Si una de las trirremes conseguía embestir por un flanco, abriría una gran vía de agua y estarían condenados al naufragio o, aún peor, a caer presos.
–¿Qué ocurre? ¿Por qué me habéis despertado…? – empezó a preguntar Publio, que se había situado en la proa a la espalda de Lelio, pero no terminó de hablar. Las trirremes cartaginesas eran ya bien visibles. Hubo unos segundos de silencio hasta que el propio Publio volvió a preguntar-. ¿Y la costa? Debemos de estar ya cerca.
Lelio miró hacia su derecha. Habían navegado mar adentro precisamente para evitar las patrullas de barcos cartaginesas que costeaban toda Numidia y África. De hecho la presencia de aquellos barcos debía de ser también anuncio de que se acercaban a su destino.
–Sí, debemos de estar cerca -confirmó Lelio-, pero nos alcanzarán antes de que lleguemos a Siga.
Publio miró a su alrededor. El barco estaba repleto de provisiones y armas. Miró hacia arriba. Las velas apenas estaban infladas por el viento.
–No hay viento casi -dijo entonces Publio, y empezó a hablar con rapidez-. Eso es bueno. Ellos tampoco tendrán viento. Se trata de la fuerza de nuestros remos contra la suya.
–Pero estos barcos son mucho más pesados -replicó Lelio.
–Eso es cierto… es cierto… tendremos que remar más fuerte. – Publio volvía a mirar a su alrededor-. Que arrojen todas las provisiones al mar. Todo lo que no sea un arma que valga para defendernos en caso de abordaje. Todo lo demás al mar. Y luego a los remos. Todos.
El mar empezó a recibir ánforas repletas de aceite o agua, sacos de trigo, grandes cestos con carne seca de jabalí, cestos de pescado envuelto en sal, todo por la borda. Y, acto seguido, todos acudieron a los remos. La segunda quinquerreme recibió las órdenes a gritos y, aunque algo incrédulos, al ver cómo desde la nave del general se arrojaban todos los víveres, siguieron el ejemplo de la nave capitana sin plantear dudas.
Los marineros bogaban al máximo de sus fuerzas, pero no era suficiente. Las trirremes cartaginesas se acercaban. Publio se desesperaba: tenía más hombres que remos. Ordenó entonces que los legionarios embarcados relevaran a los marineros cuando éstos empezaron a flojear. De esta forma consiguió un ritmo uniforme y poderoso que durante unas millas marinas mantuvo a los cartagineses a una distancia constante, pero fue un espejismo, porque al cabo de dos relevos, las trirremes volvían a recuperar distancia. El general tomó entonces una decisión insólita: en el siguiente relevo ocupó el lugar de uno de los legionarios y se puso a remar con todas sus fuerzas para dar ejemplo.
Lelio hizo lo propio y se sentó al lado del general. Los fornidos brazos del veterano tribuno y las musculosas y más jóvenes extremidades de Publio se estiraban y contraían a un ritmo brutal que el resto de los legionarios se esforzaba en seguir a duras penas. Pronto emergió el sudor en la frente del general y del tribuno. Lelio le miró un instante y, entre los entrecortados resoplidos de su agitada respiración, dirigió un comentario al hombre que los había puesto en aquella situación. – Estás más loco de lo que yo pensaba.
Publio sonrió sin dejar de remar. No había ironía ni cinismo en las palabras de Lelio. Era lo que el veterano tribuno opinaba de verdad.
–Es cierto… -respondió Publio-, pero me reconocerás que conmigo no te aburres…
–¿Que no me aburro…? ¡Por los dioses…! – Y se echó a reír.
–No te rías, que pierdes fuerza -apostilló el general.
Pero la risa de Lelio era contagiosa y pronto se extendió entre todos los legionarios y marineros por igual aunque, al cabo de unos segundos, el continuado esfuerzo de los que remaban y la persistente preocupación de los que vigilaban en cubierta, mientras recuperaban el resuello antes de volver a reemplazar a los remeros, hizo que las carcajadas fueran remitiendo. Pronto sólo se oía la voz del general.
–¡Remad! ¡Remad! ¡Remad!
La línea de costa se vislumbraba al fin, acercándose, pero también lo hacían las trirremes púnicas.
Publio y Lelio fueron reemplazados en el siguiente relevo y ambos subieron de nuevo a cubierta.
–Se están separando -dijo Lelio.
–Quieren embestirnos y van a aproximarse por ambos flancos -comentaba Publio en voz baja. Calló un segundo y luego empezó a dar órdenes a gritos, como para que le oyesen también en la segunda quinquerreme, que a duras penas se las arreglaba para navegar en paralelo con ellos-. ¡No hay más relevos! ¡Marineros a los remos, legionarios a las armas! ¡Preparad los corvusl ¡Si se acercan los abordaremos! – Y de nuevo, en voz baja, a Lelio-: Si nos embisten y abren una vía de agua, abordaremos una de las trirremes y la usaremos para llegar a Siga.
Leho asintió con los ojos repletos de asombro. Publio no parecía estar dispuesto a darse por vencido nunca, pero algo llamó su atención y señaló hacia la costa. Publio se volvió: Siga, la bahía de Siga, el gran puerto de Numidia se aparecía ante ellos, repleto de pequeñas embarcaciones de transporte y de decenas de barcos de pesca, los muelles, donde marineros y pescadores descargaban mercancías y donde al menos un centenar de soldados númidas custodiaban las instalaciones que alimentaban de pescado y otras mercancías al inmenso ejército de Sífax acampado en las proximidades.
–Siga -dijo Publio-. Estamos allí, estamos allí. Remad. ¡Por todos los dioses, remad! ¡Remad! ¡Remad! ¡Remad!
–¡Se detienen! – gritó Lelio.
Publio se giró para observar las trirremes. El general asintió mientras apostillaba lacónicamente.
–Eso es o porque temen a Sífax o porque ya tienen algún pacto. Sea lo que sea, lo averiguaremos pronto.
El rey Sífax aceptó recibir al imperator romano de las legiones de Hispania. Su piel negra y su gran altura, evidente pese a estar sentado en su pesado trono dorado, impresionaron al joven Publio quien, no obstante, no se arredró un ápice y se situó frente al rey. Sífax fue el primero en hablar usando un griego más o menos aceptable.
–Parece que has tenido una travesía complicada, joven general romano.
–Estamos en guerra y en las guerras hay sobresaltos, pero agradezco la protección de tu hospitalidad y tu consideración al aceptar recibirme.
Sífax sabía que aquellas muestras de respeto sólo buscaban congraciarse con él, pero las recibió de buen grado. Le gustaban los aduladores.
–Puedo ofrecerte comida y bebida y un lugar donde descansar hasta que decidáis reemprender el viaje de regreso, pero, romano, es difícil que pueda ofecerte nada más.
Publio aceptó el vino que se le ofrecía y Lelio, muy agradecido, hizo lo propio. Sólo estaban ellos dos ante el gran Sífax. El resto de los legionarios que les habían acompañado desde el barco había tenido que permanecer fuera de aquel palacio real de adobe y piedra donde Sífax gustaba recibir últimamente a todos los embajadores que buscaban conversar con él.
Publió mojó los labios en el vino y devolvió la copa a una hermosa esclava que permanecía de rodillas junto a él.
–Te agradezco la comida, la bebida y el alojamiento pero, aunque te sea difícil, vengo a pedir algo más.
–¿A pedir? – El rey Sífax puso en pie sus dos largos metros de estatura y repitió una vez más, elevando su voz hasta que ésta retumbó por toda la estancia-: ¿A pedir?
Publio respondió con serenidad.
–A pedir, sí, a pedir que el rey Sífax de Numidia sea neutral en esta guerra entre Cartago y Roma.
Sífax quedó confuso. Aquel joven general no parecía haberse visto intimidado por haber desatado su furia.
–Debería ordenar que te mataran ahora mismo -amenazó, y los guardias númidas que estaban tras el trono avanzaron unos pasos situándose entre su rey y los altos oficales romanos.
–No harás tal cosa, noble rey -dijo Publio manteniendo aún un tono sereno-, porque el rey Sífax no quiere la guerra con Roma y matar a uno de sus generales no será considerado como un gesto muy pacífico por el Senado de Roma. He venido a negociar.
Sífax se contuvo y tomó de nuevo asiento en su trono. Los guerreros númidas se hicieron a un lado.
–Di lo que tengas que decir y márchate -apostilló el rey, aún visiblemente enfadado.
–Roma respeta a Sífax y Roma sólo quiere la amistad de un rey tan noble y poderoso como Sífax, pero Roma está en guerra con Cartago y, tarde o temprano, las legiones de Roma desembarcarán en África. Sólo te propongo que el rey Sífax permanezca neutral durante este enfrentamiento. Una vez derrotados los cartagineses, el rey Sífax podrá ampliar sus fronteras hacia el este, tomando bajo su poder gran cantidad de ciudades que ahora están gobernadas por los designios de Cartago. Es un buen premio por no hacer nada.
Sífax calló primero y luego se echó a reír. Carcajadas grandes, graves, hondas que terminaron en seco. Nadie más rio en la sala. Publio y Lelio se miraron con miradas confusas.
–¿Y si los romanos son derrotados? – preguntó entoces el rey-, ¿debo esperar entonces premios de los cartagineses o quizás hacer frente a su ira por no ayudarles?
–Ésa es una derrota que no va a ocurrir y, ¿desde cuándo el rey de Numidia tiene miedo de los cartagineses?
–¿Miedo de…? – El rey volvió a reír, esta vez de modo más relajado, más natural-. Tienes agallas, romano. Las tienes de verdad. ¿Neutralidad es lo que pides? Sea, romano. Tendrás mi neutralidad, pero no porque tú me lo pidas. Ésta no es mi guerra y tampoco quiero regalos de Roma. Cuando quiera ampliar las fronteras de mi reino lo haré como siempre: por la fuerza de las armas de mi ejército.
–De acuerdo, ¿tengo entonces tu palabra? – insistió Publio arrugando la frente.
–Sí-respondió Sífax, que acompañó su respuesta con una señal; los guardias rodearon a Publio y Lelio-. Ahora márchate de aquí y, lo antes posible, abandonad Siga. No quiero romanos en Numidia, ni ahora ni nunca.
Publio y Lelio dieron media vuelta y volvieron sobre sus pasos. El rey levantó su mano derecha y todos los guerreros númidas salieron del salón real. Sífax habló al aire.
–Ya puedes salir. No es necesario que te sigas ocultando, Giscón.
Y el general cartaginés apareció por detrás de las largas cortinas que se levantaban detrás del trono.
–El general romano te engaña, ¿por qué has tenido que darle tu palabra? – empezó Giscón-. Te promete recompensas si no ayudas a Cartago, pero si Cartago cae, Numidia será el siguiente objetivo de sus legiones. La ambición de Roma no conoce límites.
Sífax se reclinó dejando caer el peso de su pecho sobre su brazo izquierdo apoyado en el posabrazos real.
–La ambición de Giscón también parece no tener límites, pero en cualquier caso mi palabra, como mi voluntad, es voluble -respondió Sífax-. Admito que es posible que el romano esté mintiendo.
–Es seguro -insistió Giscón ignorando el comentario anterior sobre su ambición-. Rey de Numidia, él sólo te ofrece palabras. Yo te ofrezco algo más tangible, algo que tú mismo puedes palpar y… disfrutar. Y una alianza permanente con Cartago, Cartago, que dominaba el mar antes de que Roma tuviera una sola colonia y que al final de esta guerra volverá a regir el destino de todo el Mediterráneo occidental. Sífax, no te equivoques al elegir.
El rey Sífax se levantó y echó a andar hacia la gran puerta que daba acceso al salón.
–No te preocupes, Giscón, que no me equivocaré al elegir. Nunca lo hago -dijo mientras salía, sin mirar al general cartaginés que quedaba a su espalda-. Ahora ve y tráeme mi regalo. Luego… luego, ya veremos.
Tito Macio Plauto caminaba con los hombros encogidos y la mirada hundida en el suelo sucio de las calles de Roma. Regresaba del Aventino, de casa de Ennio, donde había cosechado una negativa más. Ennio tampoco se atrevía a ayudarle. Nadie osaba interceder ante los poderosos senadores de Roma en favor del encarcelado Nevio. Ennio se había mostrado más comprensivo, más atento, más compasivo hacia la preocupación de Plauto por su amigo que el resto, especialmente que el distante Livio Andrónico, pero, en definitiva, la negativa había sido la misma. Plauto llegó al Foro Boario y allí, rodeado de decenas de mercaderes y centenares de compradores de todo tipo de ganado, entre los balidos de ovejas a punto de ser sacrificadas, de carneros descuartizados, de sangre de centenares de animales impregnando el aire de un olor que le hacía recordar el de un campo de batalla tras el combate, Plauto se sintió más abandonado que nunca. Todos los que llegaban a hacerse realmente amigos de él durante su complicada vida terminaban muertos o, peor, encarcelados, como ahora Nevio. Enfiló por el Clivus Victoriae para escapar de aquel hedor de muerte en venta y también para evitar la peste de la Cloaca Máxima, que contaminaba la otra avenida paralela, el Vicus Tuscus, que además estaría ya lleno de maricones ofreciendo sus servicios al mejor postor. Ya tenía bastante miseria inundando su ánimo como para añadirse más sufrimiento con los malos olores de aquella ciudad y la prostitución que parecía palpitar entre la sangre de animales muertos y la putrefacción de sus cloacas. Roma. La gran Roma. Plauto llegó al foro por el este, dando un rodeo, entrando en la gran explanada pasando junto al templo de las vestales. Allí se detuvo. Quizás el único lugar puro de toda la ciudad. Qué pena que fuera él tan poco religioso, tan sacrilego y que no conociera ni a sacerdotes ni sacerdotisas. En aquellos años de guerra, religión y superstición entremezcladas eran temidas por el pueblo y usadas por los senadores para manipular a todos a sus anchas. En eso Máximo era muy hábil, utilizando sus supuestas facultades de augur para predecir nefandos horrores si no se le hacía caso. Pero todos los patricios usaban la religión de igual forma. Escipión también. Quizá con algo más de sutileza, pero con la misma finalidad. Las vestales. Si conociera a una vestal, ésta podría interceder por Nevio y conseguir su libertad con más facilidad aún que el propio Quinto Fabio Máximo. Una vestal que se conservara pura a ojos del pueblo era sagrada y tenía la potestad de liberar a un hombre incluso de ser ejecutado si se cruzaba con él por las calles de Roma y su espíritu así la impulsaba. Plauto reemprendió la marcha. Eran sueños pueriles. Las vestales estaban vigiladas de cerca por elpontifex maximus y por legionarios de las legiones urbanae. Si quería ayuda, tendría que conseguirla entre los patricios, tendría que encontrar algún patricio que estuviera dispuesto a enfrentarse al resto para liberar a un despreciable escritor. Todo parecía imposible. Cruzó el foro, inmaculado de pintadas. Desde el encarcelamiento de Nevio, los meses pasaban y nadie se atrevía a plasmar sus ideas en las otrora frecuentes calles pintadas de Roma. Roma estaba en guerra y ni tan siquiera el disenso anónimo en una pintada era permitido. Llegó a las puertas de la cárcel de Roma y, tras el consabido soborno, los centinelas de la prisión le dejaron pasar. Plauto penetró así en las entrañas de la ciudad, hundiendo su figura en los túneles de la cárcel, sintiendo cómo la humedad que se filtraba por las angostas paredes de aquel lugar de perdición consumían el aire y asfixiaban toda esperanza. A cada paso que daba se plasmaba en su rostro el pavor de tener que confesar a Nevio que no había conseguido nada, que nadie les iba a ayudar. Comprendió que eso era demasiado cruel. Sólo quedaba una posibilidad: mentir. Mentir y dar falsas esperanzas y luego salir de allí y buscar la forma de que esas mentiras se hicieran realidad. Sólo conocía un patricio lo suficiente como para suplicarle ayuda, Publio Cornelio Escipión, y estaba en Hispania y también había sido objetivo de las críticas de Nevio, ¿y qué senador no lo había sido? Plauto se detuvo un momento para recuperar el resuello. Era casi imposible respirar allí. Se alegró de llevar un stilus para que Nevio pudiera escribir, un frasco de attramentum, una tinta espesa negra, varias velas y un grueso fajo de schedae, hojas sueltas de papiro. Sobornando a los guardias con regularidad conseguiría que Nevio tuviera un suministro regular de velas. Escribir le ayudaría a pasar las horas, los días, los años quizá, sin perder la razón. La luz de las antorchas era escasa y ante la falta de oxígeno las llamas eran trémulas, como cansadas de arder entre aquellas grutas del final del mundo. ¿Arderían bien las velas? Escipión. Sí, pensó Plauto. Sintió cómo el legionario que le acompañaba para indicarle dónde estaba la celda de Nevio se impacientaba. Plauto reemprendió la marcha. Escipión. Sí, pese a todo era su mejor opción, pero ¿regresaría vivo aquel patricio de Hispania? De momento llegaban buenas noticias de aquel frente de guerra, pero la Fortuna era tan voluble, tan voluble…
Habían terminado los juegos que Publio había ordenado que tuvieran lugar para festejar su triunfo absoluto sobre los cartagineses en Hispania y sobre los propios iberos, pues desde su regreso de Numidia, había conquistado las últimas ciudades iberas que se resistían al dominio romano. Entre otras, había sido especialmente cruel, contrariamente a su política general, con Iliturgis y Cástulo, dos poblaciones que había ordenado arrasar por su pertinaz lealtad a los cartagineses, primero, y luego por su permanente resistencia a reconocer el poder de Roma establecido en la región. Después llegó la rendición incondicional de Gades, toda vez que abandonada por Giscón y Magón, no disponía ni de tropas ni de recursos suficientes para resistir un asedio. Aquí, Publio fue, de nuevo, generoso, pues evitar un asedio suponía un ahorro de legionarios y recursos que vendría bien para las futuras campañas que estaba diseñando en su mente.
Cartago Nova estaba tranquila aquel amanecer después de varios días de festejos. Escipión se levantó temprano. Tenía ganas de emprender el regreso a Tarraco y abrazar a Emilia y a sus hijos, Cornelia y el pequeño Publio. Al salir del palacio del gobernador de la ciudad, encontró a Cayo Lelio y los lictores y un caballo. Todo dispuesto. Un manípulo de soldados estaba en formación en la plaza. El resto del ejército esperaba acampado en el istmo, junto a las murallas. Publio subió a su caballo.
–Buenos días, Lelio.
–Buenos días, mi general. Una mañana hermosa. Los dioses desean facilitarnos el regreso -respondió Lelio con respeto pero aún algo distante.
–Hemos cumplido bien nuestra labor -dijo Publio haciendo como que no percibía la frialdad del recibimiento de Lelio. El episodio del viaje a Numidia, remando juntos para salvarse de las trirremes cartaginesas les había vuelto a acercar, pero aún no parecía olvidada por ninguno de los dos la discusión de Baecula-. Los hombres han cumplido bien -añadió en voz bien alta de forma que muchos de los soldados allí reunidos oyesen sus palabras de satisfacción. Aquéllos eran soldados que habían venido con él desde Italia hacía ya cuatro años y que habían conquistado ciudades y derrotado a varios ejércitos bajo su mando. Aquellas tropas veían a su general y sentían el valor en sus venas. Con cada victoria sobre los cartagineses y sobre los diferentes pueblos de Iberia que se les habían opuesto se había creado una química especial entre aquellas legiones y Publio Cornelio Escipión.
Empezaron a cabalgar. Muchos ciudadanos de Cartago Nova se asomaban a las ventanas para despedir al que era ahora el indudable dueño de la ciudad. Publio erguía su cuerpo como solía hacer cuando montaba, aunque aquella mañana le costaba algo más que de costumbre. Se encontraba algo cansado, como dormido. Y tenía algo de frío. Una sensación extraña que no encajaba con el cálido sol que despuntaba en el horizonte. Lelio dijo algo sobre los juegos y los combates que habían tenido lugar, pero calló al observar que el general no estaba predispuesto a la conversación. Parecía que las cosas seguían algo difíciles entre ellos. No pensó más en ello. Además, de cuando en cuando, Escipión pasaba algunos días meditabundo y silencioso. Cayo Lelio había aprendido a respetar aquellos silencios, incluso ahora que estaban más alejados el uno del otro. Si él hubiera tenido que pensar en cómo conquistar una región tan vasta como Hispania, cómo apoderarse de diferentes ciudades y cómo derrotar a tres ejércitos cartagineses y sus aliados en apenas cuatro años, habría necesitado infinitas horas de reflexión para, sin duda, no alcanzar ni la mínima parte de los éxitos que aquel joven general había logrado. Es cierto que le humilló en Baecula. Aquello era algo no resuelto entre ellos. Ninguno lo comentaba, pero ninguno de los dos lo olvidaba. Lelio recordó la entrevista con Fabio Máximo y cómo quiso convencerle de que él, Lelio, era el gran artífice de las victorias, intentando despertar su vanidad para alejarlo de aquel hombre. También recordó la profecía del viejo cónsul:
«Escipión no regresará vivo de Hispania y los que le acompañen alimentarán con sus cuerpos a los buitres de aquella región sobre un desolado campo de batalla.» Después de las victorias de Baecula, Ilipa, la toma de Iliturgis y Cástulo, después de la derrota infligida a cada uno de los tres ejércitos cartagineses, con Giscón en África, Magón oculto en alguna isla del Mediterráneo, y habiendo conseguido sendos pactos con Sífax y Masinisa y celebrada la gloriosa victoria con los juegos de la semana pasada, aquellas palabras sólo parecían el rencor innoble de un viejo sin sentido. Lelio lamentó más que nunca que las palabras del viejo Fabio hubieran, en algún momento pasado, alimentado sus dudas, especialmente tras la decisión de Publio de no adentrarse hacia el norte después de enfrentarse con Asdrúbal. Ahora ya parecía tarde para pedir disculpas.
Llegaron a la puerta de la ciudad, fuertemente custodiada por decenas de soldados. Ni con dos legiones a las puertas ni con los ejércitos cartagineses derrotados, Escipión nunca bajaba la guardia. Su meticulosa cautela le había otorgado victorias y supervivencia allí donde nadie pensaba que un general romano podía triunfar y no pensaba ahora cambiar su estilo de actuar. Además sentía que los propios soldados habían aprendido a valorar aquellas normas estrictas y se sentían más seguros siguiéndolas y siéndoles ordenado que las siguieran. Cruzaron la puerta y pese a que el sol ya apuntaba poderoso desde el mar, el frío que sentía desde que se levantó se transformaba en punzadas intensas de dolor que azuzaban su frente. Publio se llevó la mano a la cabeza y notó gotas de sudor recorriendo su piel. Y, sin embargo, persistía la absurda sensación de frío. No, definitivamente no se encontraba bien. Quizás alguna cosa que hubiera comido la noche anterior, alguno de esos manjares del mar, las pesadas salsas, demasiado garum, o simplemente tantas cosas diferentes y, por supuesto, el vino. Observó de reojo a Lelio cabalgando a su lado. Estaba perfectamente, contento y satisfecho. Era increíble el vino que aquel hombre podía ingerir una noche y luego estar tan resuelto al día siguiente. Publio sonrió en su interior, pero vigiló que su sonrisa no llegara a asomar en su rostro. De pronto sintió un mareo extraño y perdió la noción del espacio. Era como si se balanceara en el caballo. Había perdido el sentido del equilibrio. No quería caer allí, delante de los lictores y los tribunos de las legiones, que ya estaban allí formados. Así que tiró de las riendas y detuvo al caballo. Los lictores y Lelio pararon. El mareo persistía y una sensación de querer vomitar, pese a haber desayunado frugalmente, y más sudor frío. Ahora sentía las gotas deslizándose libremente por el rostro, pero no podía secarlas porque sin saber cómo se había abrazado al cuello de su caballo para mantenerse sobre la montura y no caer; apenas tenía ya fuerzas y no sabía por qué, de forma que se rindió sin querer y soltó los brazos. Su cuerpo resbalaba despacio, cayendo hacia un lado del caballo. Lelio saltó de su montura y se situó junto al general y cogió su cuerpo a medida que se desvanecía cayendo hacia la derecha del caballo. Antes de que los propios lictores reaccionaran Lelio había recogido el cuerpo desvanecido y sudoroso de Publio y lo sostenía en sus brazos. Los lictores, los oficiales Silano, Marcio, Terebelio, Digicio y Mario, a quienes el general había vuelto a reunir en Cartago Nova para las celebraciones de aquellos días, y otros centuriones se aproximaron para ayudar, pero Lelio no permitió que nadie le tocara. Su voz resonó con fuerza.
–El general se encuentra indispuesto. ¡Abrid paso! – Y acto seguido, con Publio en brazos, entró andando de regreso a la ciudad. Los lictores rodearon a Lelio, abriendo camino. Los soldados del manípulo de escolta recibieron órdenes de Marcio de proteger a Lelio, que ya marchaba de regreso al palacio.
Cayo Lelio sentía temblar sus brazos por el peso del general pero en ningún momento pasó por su mente pedir ayuda. También luchaba por borrar de su rostro cualquier signo externo de preocupación. Un mareo, una indisposición la puede sufrir cualquiera. No había que dar más importancia a aquello que no la tenía. Los soldados eran gente supersticiosa y pese a encontrarse en una situación idónea en la Hispania en la que ahora se hallaban, era mejor no mostrar debilidad de ningún tipo desde los mandos. En unos minutos llegaron al palacio. Dentro, Lelio, una vez seguro de que las puertas estaban cerradas y que sólo estaban los lictores y él, ordenó a dos de aquellos que llevasen el cuerpo del general a su habitación. Una vez liberado del peso del cuerpo desfallecido de Publio, ordenó a otro que fuera raudo en busca de los médicos de la legión.
–¿Qué hacemos con las tropas? – preguntó Marcio. A su lado Silano, Terebelio, Mario y el resto de los oficiales miraban a Lelio nerviosos.
Cayo Lelio respondió con precisión y seguridad.
–El general necesita descansar. Las legiones se quedan en el campamento junto a la ciudad hasta nueva orden. – Y miró a todos los que le rodeaban. Marcio asintió y tras él el resto de los tribunos. Lelio se separó y con una señal invitó a Marcio y a Silano a que se acercaran. Marcio y Silano le entendieron. Los tres hombres parlamentaron separados del resto.
–He mandado llamar a los médicos -dijo Lelio en voz baja.
–Me parece bien -respondió Marcio en el mismo tono susurrante-. Quizá no sea nada.
–Eso pienso yo. Una indisposición. A todos nos ha pasado alguna vez -añadió Silano.
–A todos, sí-confirmó Marcio.
–Quizá bebió demasiado vino -concluyó Lelio, aunque sin convencimiento.
Marcio y Silano callaron. Publio nunca bebía demasiado y además era comedido con la comida. Aquel desmayo era extraño, pero no tenía sentido pronunciarse hasta escuchar la opinión de los médicos.
Al cabo de media hora, el médico de la legión, Atibo, nacido en Roma pero de familia tarentina y formación griega, salía de la habitación donde reposaba el general en jefe de las tropas de Hispania, acariciándose la barba con su mano derecha. Era un hombre de mediana edad, respetado en su profesión y curtido en las enfermedades de los legionarios tras varias duras campañas en Hispania. Atilio era un hombre apreciado entre los oficiales y los soldados por igual que en momentos de necesidad, tras un combate, tras una intensa batalla, se desdoblaba para acudir allí donde sus servicios eran requeridos. Desde que en la batalla de Cartago Nova ayudara en la recuperación de las heridas de Cayo Lelio, el general Publio Cornelio Escipión siempre se había portado con él con enorme generosidad. Ahora, al ver al propio general postrado y enfermo, Atilio se sentía apesadumbrado.
–Por todos los dioses, ¿qué tiene? – preguntó Lelio.
Atilio levantó la mirada y vio a todos los tribunos de las legiones congregados a su alrededor. Meditó un instante antes de responder.
–El general ha enfermado de unas fiebres que ya he visto en varios de nuestros hombres. La cercanía de la laguna al norte de la ciudad quizás influya. Estas fiebres son más frecuentes en zonas pantanosas, no sabemos por qué, pero es así. He visto a otros legionarios caer abatidos igual que el general. He recomendado que no se beba agua de allí sino de los pozos y las fuentes que usan los iberos.
–Ya, pero eso ¿qué significa? – insistió Lelio.
–Los otros hombres -intervino Marcio-, ¿se han recuperado todos?
Atilio miró al tribuno con aire preocupado.
–Unos sí, pero otros no. Y los que más tiempo llevan recuperados aún tienen ataques febriles intermitentes, pero éstos parece que van remitiendo. Los que no se han recuperado han… han… han muerto.
El silencio se apoderó de la asamblea allí reunida. Marcio y Silano miraban al suelo.
–¿Qué se puede hacer? – preguntó al fin Lelio.
–Bueno…, sugiero que el general beba mucha agua clara, de las fuentes de Cartago Nova, e infusiones con manzanilla. Convendría que algún esclavo de confianza estuviera siempre junto al general y le refrescara la frente y los brazos con paños húmedos, sobre todo si la fiebre sube, y es probable que lo haga. Es posible que tenga delirios. El general es un hombre fuerte y tiene voluntad de vivir. Tengo esperanza pero ésta es una batalla que el general tendrá que luchar solo. Nosotros no podemos hacer mucho más. Rezar a los dioses por él y ofrecerles sacrificios. Siento no poder proporcionar más ayuda, pero estas fiebres son nuevas para mí. El agua y las infusiones ayudan, pero pueden no ser suficientes.
Nadie criticó a Atilio. Todos sabían de su aprecio por el general y de su buen hacer siempre que podía ayudar. Los tribunos despidieron al médico, quien marchó indicando que volvería en un par de horas para ver cómo evolucionaba el enfermo, a no ser que hubiera cualquier crisis, en cuyo caso se le llamaría al instante.
–Yo me ocuparé de que el general esté debidamente atendido -dijo Lelio dirigiéndose a Marcio-. Ocúpate tú de las legiones.
Marcio asintió y acompañado por Silano y el resto de los oficiales desapareció descendiendo por la escalinata del palacio. Lelio se quedó con los lictores. Se dirigió a uno de ellos, al próximas lictor, el de más confianza.
–Marco, ve a mis aposentos y trae a mi esclava Netikerty. Ella atenderá al general.
El legionario salió diligente en busca de la joven esclava. Lelio intentaba organizar sus pensamientos mientras entraba en la alcoba donde yacía Publio, enfermo, tendido sobre la cama, con los ojos cerrados. Era la misma habitación que ocuparan tiempo atrás los anteriores generales en jefe cartagineses en Hispania, incluido el propio Aníbal. En aquel momento, sin embargo, era el hospital improvisado de un general romano. Varios esclavos habían traído ya toda suerte de bacinillas con agua fresca y un par de ánforas más que habían dejado de reserva. Había una mesita junto a la cama y una solium con respaldo para la persona que fuera a velar por el general. Sobre la mesita se habían apilado varias decenas de paños limpios. En el otro extremo de la habitación se había encendido el fuego de la chimenea y se había dispuesto un horno con hierro forjado y una cazuela de barro. Junto a la chimenea se había dispuesto un par de frascos de vidrio con especias. Manzanilla proporcionada por Atilio. Lelio estaba examinándolo todo cuando oyó a sus espaldas la voz de Netikerty. – Me has hecho llamar, mi señor.
Lelio se volvió y contempló a Netikerty entre la penumbra de las sombras de la habitación. El próximas lictor, cumplida su misión, había desaparecido. Lelio sabía que los doce guardianes estarían apostados a la puerta de la habitación impidiendo que nadie no autorizado pudiera acercarse al general. Publio estaría seguro. Ahora faltaba que lo cuidaran bien, pero los soldados no valían para eso. Por eso había hecho llamar a la joven Netikerty.
–Te necesito, Netikerty -dijo Lelio-. El general está muy enfermo. No sabemos bien lo que es. Tiene mucha fiebre. Quiero que estés a su lado día y noche, que no te separes de él ni un momento. Has de humedecerle la frente y los brazos con agua y darle infusiones de manzanilla. Si tienes cualquier duda puedes hacer llamar al médico y siempre que necesites algo sólo tienes que pedirlo.
Netikerty se acercó despacio a la cama. Lelio la observó mirando al general. Parecía inquieta. La muchacha empezó a hablar y lo que dijo no satisfizo a Lelio.
–Creo, mi amo, que es mejor que busquéis a otra persona de más experiencia. Alguna otra esclava mayor. Saben más de cuidar enfermos y el general es alguien tan importante… No sé si seré yo la persona más adecuada para…
Lelio la interrumpió. Hasta ese momento Netikerty nunca se había negado a nada. Nunca había manifestado la más mínima de las dudas y ahora que la necesitaba como jamás había necesitado a alguien se encontraba con esta respuesta… y de una esclava.
–Eres una esclava y es una orden. Cuidarás del general y no vuelvas a replicarme nunca. Nunca.
Netikerty abrió la boca pero no dijo nada. Comprendió que era inútil oponerse, que no haría otra cosa sino enfurecer aún más a un ya muy preocupado amo. La joven asintió y se quedó mirando al suelo.
Lelio, más apaciguado, adoptó un tono más conciliador.
–Netikerty, sabes que te… que te aprecio mucho. No confío en nadie más como confío en ti. El general… bueno, estamos algo distanciados ahora, no sé, son cosas que pasan -Lelio hablaba pasándose la palma de la mano derecha por detrás de la nuca-, pero el general es mi vida. Buena o mala, pero es mi vida. Una vez… hace tiempo… juré… bien, juré a su padre que le protegería siempre. Ahora he de ir y hablar con Marcio, Silano y los otros tribunos. Hemos de hablar de la campaña y las legiones. No me iré tranquilo si el general se queda en manos de cualquier esclava que no conozco. Sé que tú me aprecias y sé que cuidarás bien de él. El médico irá viniendo, incluso puede que se quede, pero para velarle tengo más confianza en ti que en nadie. Qué sé yo de ese Atilio. Su familia es de Tarento. Una ciudad que ha pasado de unos a otros tres veces en esta guerra. No sé. A ti te conozco. Tú y nadie más estará al lado del general. Y se pondrá bien. Se pondrá bien. – Esto último lo dijo Lelio mirando al suelo, como queriendo convencerse a sí mismo.
Netikerty empezó a llorar. Lágrimas brillantes chisporroteaban por sus mejillas morenas. El sollozo semisilencioso de la muchacha atrajo la atención de su amo.
–¿Por qué lloras? – preguntó Lelio.
Netikerty se limitó a sacurdir la cabeza. Lelio exhaló aire de golpe. No entendía a las mujeres, y a una mujer esclava aún menos. Tampoco le había ordenado nada tan terrible. ¿A qué tanto negarse primero y luego llorar? No era una tarea tan terrible… ¿la responsabilidad?
–Escucha -aclaró Lelio-. Tú sólo tienes que cuidarle. Es posible que se recupere o no, pero eso no te afectará, ¿entiendes?
Netikerty continuó mirando al suelo y sollozando, pero asintió.
Lelio volvió a suspirar.
–Bien, por todos los dioses, entonces todo aclarado. Ahora humedece esos paños y refréscale.
Netikerty se giró hacia la mesita y empezó a empapar varios paños en una de las bacinillas. Lelio la miró un instante y luego partió raudo en busca de Marcio.
Publio se agitaba incómodo entre las sábanas de la cama. Sentía un calor asfixiante y de pronto un frío gélido que le recorría las entrañas. Se incorporó un poco y echado a un lado contrajo su cuerpo movido por las arcadas que le punzaban en el estómago. Vomitó dos, tres, cuatro veces. Una voz suave le hablaba.
–Recuéstate, mi señor, y descansa.
Una voz dulce de mujer y una mano de piel tersa que se posaba en sus sienes.
–¿Emilia? – preguntó Publio.
–No, mi señor. Soy Netikerty. Me envía Lelio.
–¿Netikerty? – A Publio le costaba respirar. Y hablar-. ¿Dónde estamos? ¿Qué día es hoy?
–Estáis en vuestro palacio, en Cartago Nova. Está anocheciendo. Lleváis unas horas enfermo. Tenéis fiebre. A veces deliráis. Tomad. Debéis beber esto.
La mano se posaba en su espalda, un brazo firme y joven que le ayudaba a incorporarse. Publio se sentó y recostó su espalda en unos almohadones que surgían sin saber bien de dónde venían. Veía sombras. Estaba agotado. La muchacha le acercó un cuenco con una infusión caliente. Publio bebió tres sorbos largos. El líquido sosegó su ánimo. Se durmió.
Lelio salió aquella misma noche y en un altar levantado en honor a Júpiter mandó que se sacrificaran diez bueyes y diez corderos. Supervisó que los soldados dieran con eficacia el golpe de gracia a las reses y los corderos antes de degollarlos, para evitar quejas y lamentos del animal mientras se desangraba en honor del dios supremo. Y todo fue bien, hasta el último cordero. Éste, fuera porque hubiera sido testigo del destino de sus compañeros, o porque era él el destino, movió la cabeza para evitar el golpe, que debió de ser menos fuerte de lo que era necesario. Los soldados que ejecutaban la maniobra no se percataron de que el animal estaba despierto y tenso, de forma que cuando Lelio hundió el cuchillo de sacrificar en el cuello del animal éste se revolvió y baló de dolor al tiempo que se agitaba y salpicaba de sangre a todos cuantos le rodeaban. Aquél no fue un buen sacrificio y no auguraba nada bueno. Sin embargo, ya nada podía hacerse. Lelio elevó sus súplicas a Júpiter.
–¡Oh, Júpiter Óptimo Máximo! ¡A ti te imploro que no abandones a nuestro general y que le ayudes en esta oscura pugna suya contra la enfermedad! ¡A ti y al resto de los dioses ruego que le ayudéis en este trance! – Y ya en voz baja, de forma que no se oían sus palabras, continuó-: Ayudad a mi general y ayudadme a mí, pues yo ya no sé ni qué hacer ni adonde recurrir. Y si… si en algo os hemos ofendido, llevadme a mí al Averno y dejad al general con vida, si eso sirve para aplacar vuestra ira.
Lelio bajó del altar cabizbajo y derrotado. No tenía demasiadas esperanzas en aquel sacrificio terminado con aquellas malas maneras con el último animal. Ni en que los dioses quisieran tomar su vida en lugar de la del general. Lelio estaba desolado por la inmensa sensación de impotencia. Si se tratara de luchar contra un millar de enemigos a solas, pese a lo imposible de la empresa, sabría reunir fuerzas y acometer aquella locura. Él sabía combatir contra ejércitos, pero ante aquel enemigo invisible que atenazaba al general sentía que sólo hacía que dar palos al aire, era como luchar contra el viento con la espada desnuda. Y ¿quién puede herir al viento? De nuevo las palabras de Fabio Máximo resonaron en su mente: «Escipión no regresará vivo de Hispania y los que le acompañen alimentarán con sus cuerpos a los buitres de aquella región sobre un desolado campo de batalla.» Aquél no era, no obstante, un campo de batalla pero, a menudo, los augurios son imprecisos; lo que importa es el fondo que transmiten, y desde luego, en lo sustancial, aquel mal presagio, aquella maldición que Fabio había anticipado, se estaba cumpliendo. Pero Lelio, en su fuero interno, se rebelaba contra aquel desatino: Publio Cornelio Escipión no podía morir así, como un perro, enfermo en una esquina del mundo, sino combatiendo al frente de sus legiones, derramando su sangre para derrotar al mayor de los enemigos de Roma.
Netikerty llevaba una hora inmóvil. Era difícil tomar la decisión pero aún más horrible parecía no hacer nada. El general dormía plácidamente. Seguía con fiebre alta pero resistiría. No podía esperar más. Pensó que quizá la enfermedad decidiera por ella, pero aquel patricio romano al que tanto admiraba su amo Lelio tenía una voluntad férrea que aquellas fiebres no acertaban a doblegar. Fue entonces cuando, muy despacio, Netikerty se levantó y a pequeños pasos alcanzó la puerta que daba acceso a la estancia. Abrió la pesada puerta de madera, que crujió sobre sus viejas bisagras de hierro, y se asomó. Como imaginaba, allí, apostados a ambos lados del umbral, había varios lictores. Dos a cada lado de la puerta. El resto estaría vigilando en el pasillo y en el acceso principal al palacio desde la plaza del foro. Uno de los soldados, el proximus lictor, se giró al verla aparecer.
–Necesito algo más de agua, un ánfora llena. Y más paños -dijo Netikerty.
El soldado asintió.
–Y un cuchillo… bien afilado -añadió Netikerty cuando el legionario estaba a punto de marchar a por lo que había solicitado. Los cuatro lictores se volvieron hacia la chica. El que iba a partir la miró fijamente.
–¿Un cuchillo?
Netikerty respondió con un tono tranquilo.
–Sí. Lo necesito para trocear algunas hojas de manzanilla. Para que se diluya mejor y haga más efecto para aliviar al general.
El proximus lictor estuvo quieto un instante.
–Bien. Ahora te traeremos lo que pides. El imperator… ¿está mejor?
Netikerty dudó antes de contestar, pero al fin se atrevió a aventurar una respuesta.
–No soy el médico, pero diría que el general está mejor, sí; pero aún necesitará bastante tiempo, creo, para recuperarse por completo.
–Bien -respondió el legionario con más seguridad que al principio, dio media vuelta y marchó a por lo que la joven esclava había solicitado pero, de camino a las cocinas del palacio, donde esperaba obtener todo lo requerido, se detuvo en el aposento de Cayo Lelio. Era media tarde y el tribuno estaría descansando. El lictor llamó a la puerta. La voz de Lelio se escuchó potente.
–Adelante.
El legionario entró.
–Por Hércules -empezó Lelio levantándose del triclinium en el que estaba recostado-, ¿hay algún problema, Marco?
–No, no es eso. El imperator parece encontrarse mejor, según nos dice la joven esclava.
–Por Júpiter Óptimo Máximo. Eso son excelentes noticias. Es fuerte el general. Fuerte.
–Sí, tribuno. Así es -añadió el lictor sin decir más pero sin marcharse.
–¿Y bien?
–Es la joven esclava.
–¿Netikerty? – preguntó Lelio frunciendo el ceño-. ¿Qué pasa con ella?
El próximas lictor no sabía si hacía bien en plantear sus dudas. Sabía, todos sabían lo mucho que el veterano tribuno apreciaba a aquella joven esclava egipcia, era muy hermosa, pero… ¿un cuchillo?
–La esclava ha pedido agua y más paños…
–Llevádselos.
–… y un cuchillo.
–¿Un cuchillo? ¿Para qué? – indagó Lelio, pero despejando el ceño de su frente.
–Dice que es para cortar mejor las hojas de manzanilla y que se diluyan mejor en el agua o algo parecido, tribuno.
Lelio respondió con rapidez.
–Pues llevádselo entonces. Ya tardas. Todo eso debería estar ya en manos de esa esclava.
–Voy enseguida, tribuno. Siento haber dudado.
Pero Lelio lo despachaba ya con un gesto de su mano derecha indicándole que partiera raudo a por todo lo que la muchacha había solicitado. Una vez que se quedó a solas, Cayo Lelio se sentó en un lado del triclinium. El general estaba mejor. Mejor. Y contuvo una lágrima mientras en silencio agradecía el favor de ios dioses.
El próximas lictor entró en la habitación y dejó los paños y el cuchillo sobre la mesita junto a la cama del general pero se quedó con el ánfora en la mano izquierda.
–¿Y esto?
Netikerty señaló la chimenea. Estaba entretenida volcando sobre un plato de barro el contenido de uno de los frascos que el médico había traído. El soldado vio cómo un montón de hojas secas, pequeños tronquitos de ramas y flores amarillentas se repartían por todo el plato y vio tomar el cuchillo a la muchacha y trocear aquellos pedazos hasta conseguir casi un picadillo donde ya no se distinguía lo que eran hojas, rama o flor. El soldado dejó a la joven esclava sola con el general.
La puerta se cerró dejando escapar un chasquido seco que retumbó en la penumbra de la habitación. El sol de la tarde apenas entraba por la ventana, pues Netikerty había corrido la espesa cortina de lana gruesa. Se filtraba el aire y corría una refrescante brisa por la sala, pero la luz era tenue. Netikerty continuó cortando las hojas y flores de manzanilla hasta reducirlas a polvo y cuando ya sólo eran polvo siguió pasando el cuchillo por encima sin detenerse, como asustada de acabar con aquella tarea. Las lágrimas brotaron de sus ojos y se deslizaron por su rostro hermoso pero contraído. Ahogó un gemido de sufrimiento. «Tenía que hacerlo, tenía que hacerlo», se decía una y otra vez. Había hecho todo lo posible por evitarlo, por no estar allí, por esperar, pero ya no quedaba más tiempo. El general se restablecía. Aquello nunca debía haber pasado. Todo marchaba más o menos bien hasta que el general enfermó. Luego todo se había complicado. Todo. Netikerty se volvió hacia el general con el cuchillo en la mano.
Publio Cornelio Escipión, general cum imperio sobre las legiones romanas desplazadas a Hispania, respiraba con más firmeza que hacía unos días, pero aún de modo agitado. Movía la cabeza de un lado a otro. Estaba soñando. El calor era infinito. El sol demoledor caía sobre todas sus tropas. Estaban en una tierra extraña y el enemigo había lanzado el ataque. Las legiones estaban dispuestas para resistir la acometida pero de pronto el suelo parecía temblar. Los elefantes bramaban con tal furia que el estruendo de sus salvajes gritos resultaba atronador. Él desenvainó la espada para dar la señal, y, de forma sorprendente, el sol se reflejó en la hoja de su gladio cegándole los ojos. Giró la cabeza y cuando volvió a mirar, la espada era un cuchillo y el cuchillo no lo sostenía él sino otra persona. Era una mano pequeña, de mujer. Pensó en Emilia, igual que hiciera hacía unos días, cuando deliraba, pero pronto se acordó de que estaba enfermo y que era la bella Netikerty, la esclava de Lelio, la que le cuidaba.
–¿Netikerty? – Publio pronunció su nombre despacio. El cuchillo permanecía en alto, apenas a unos centímetros de su rostro. Los pensamientos de Publio aún se confundían unos con otros. Se preguntaba qué hacía ahí ese cuchillo pero estaba intentando a un tiempo entender el significado de su sueño, atormentado aún por el bramido de los elefantes, ¿o quizás aún seguía dormido? A la vez, se sentía contento porque había recordado al fin algo que buscaba en su memoria de cuando era niño y estudiaba con Tíndaro, su tutor griego.
–Netikerty -volvió a decir hablando despacio y mirando al cuchillo que le parecía ver y que se acercaba lentamente-. Ahora recuerdo… lo que significa tu nombre… me lo enseñó el viejo Tíndaro… insistía siempre en que todo nombre egipcio… tiene un significado especial… el tuyo también…
El cuchillo se detuvo y, poco a poco descendió, pero no sobre el general sino sobre la mesa. Netikerty, con la mano temblorosa, lo depositó despacio. Esperó unos segundos a que el temblor desapareciera. Poco a poco. Más en calma, tomó el plato con la manzanilla cortada, triturada y la volcó en el cuenco de barro.
–Tiene razón, mi señor -respondió Netikerty en voz baja, susurrante-. Todos los nombres egipcios significan algo.
Netikerty se levantó y puso el cuenco de barro sobre el hornillo de hierro dispuesto en la chimenea encendida en el otro extremo de la habitación. Ya no lloraba. Sentía una paz extraña. Ya nunca conseguiría lo que anhelaba, lo que era justo, pero no podía ser porque no podía hacer lo que tenía que hacer.
–Sí, mi señor -repitió Netikerty desde la chimenea-. Todos los nombres egipcios significan algo.
Publio giró con lentitud su rostro hacia la chimenea. Vio a la muchacha calentando la infusión al fuego de la lar. Ahora debía de estar despierto y no antes. Entre ellos, no obstante, sobre la mesa, respladeciente, había un cuchillo tumbado sobre la madera, impasible, inmóvil. El general no sabía distinguir lo que había sido sueño y lo que había sido realidad. Todo era confuso. Netikerty regresó junto a la cama con un cuenco caliente.
–Bebed, mi señor. Esto os hace mucho bien.
Publio se incorporó en la cama hasta quedar medio sentado. Se sentía más fuerte, así que tomó el cuenco con sus propias manos y bebió a sorbos pequeños.
La luz del sol le cegó los ojos. Publio se protegió de la intesidad de aquel resplandor llevando su mano derecha hacia la frente, usándola a modo de visera. Se detuvo en el umbral del palacio que antaño fuera de
Aníbal en el corazón de Cartago Nova. Era la primera vez que salía desde su enfermedad. Le parecía que habían pasado años y, sin embargo, sólo habían sido unas semanas las que había estado postrado a causa de aquellas fiebres que hicieron que su cuerpo se debatiera entre la vida y la muerte durante días. Hacía calor. Hizo bien en haber bebido abundante agua, como le sugirieron los médicos. En su mente se dibujaba la constante presencia de Netikerty a su lado, atendiéndole en todo momento. Aquélla era una extraña esclava. Era atractiva y servicial, inteligente pero discreta. Era normal que Lelio se sintiera atraído por ella y era de agradecer que el propio Lelio hubiera dispuesto que fuera ella la que le atendiera durante su enfermedad en todo momento. Pero ¿qué veía aquella esclava en Lelio? Desde su lecho, aturdido por la fiebre, Publio tuvo mucho tiempo para meditar sobre la guerra, su familia, sus amigos, sus enemigos, Lelio, el mundo, Roma… Aquella esclava, en las pocas palabras que habían intercambiado esas semanas, o en otras ocasiones, destilaba auténtico aprecio por Lelio y algo más. Publio no acertaba a ver el fondo de aquella mujer y eso le incomodaba. Seguramente ella albergaba la esperanza no sólo de ser manumitida sino incluso de casarse con Lelio, algo del todo inaceptable. Intuía que Lelio pensaba algo similar y que no se atrevía a compartirlo con él. Sabía que él nunca aceptaría eso. Publio observó el praetorium, levantado justo enfrente del palacio, sede del general de Roma en Hispania. Sus pensamientos abandonaron las pequeñas historias personales y retornaron sobre lo acuciante: la guerra, Cartago, Aníbal.
Publio descendió las escaleras despacio, acompañado por los lictores de su guardia personal. Frente al praetorium había un par de jóvenes legionarios en pie, sudorosos, firmes pero exhaustos. Habrían pasado toda la noche castigados, firmes frente a la tienda de mando por alguna falta menor. La disciplina era esencial. Publio ignoró su presencia y entró en el praetorium. Estaba satisfecho consigo mismo. Antes de caer enfermo sabía que había cumplido sus objetivos: había derrotado a los cartagineses por completo y los había expulsado de Hispania, primero con la conquista de su capital en la región, Cartago Nova, y luego en las cruciales batallas de Baecula e Ilipa. Por eso esperaba encontrar caras felices entre sus oficiales al entrar en el praetorium, contentos por todo lo conseguido y satisfechos con la recuperación de su general en jefe. Por el contrario, Publio, nada más entrar, comprendió que algo no iba bien: Lelio, Marcio y Silano, con aire de preocupación, sentados tras una mesa, escuchaban a un mensajero cubierto de polvo hasta las cejas; y en sendos lados de la tienda el resto de los centuriones de primer rango, como Mario Juvencio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio y otros, miraban al suelo apesadumbrados. Lelio y Marcio se levantaron enseguida al ver entrar a Publio. Él les lanzó una mirada inquisitiva. Lelio guardó silencio y fue Marcio el que empezó a hablar.
–Los dioses nos envían a nuestro general de regreso. Ésta es sin duda una gran noticia.
Publio asintió sin decir nada. Marcio comprendió que el general no buscaba cumplidos sino una puesta al día rápida sobre los acontecimientos en Hispania desde su enfermedad, algo que explicara la preocupación en el semblante de todos los allí reunidos. Marcio se aclaró la garganta y añadió algunos comentarios a su escueta bienvenida.
–Tenemos problemas, mi general. En el norte Indíbil y Mandonio se han rebelado y acosan a nuestras fuerzas del Ebro. La región es insegura.
Publio se sentó en un robusto solium que Terebelio y Mario le aproximaron. Lo agradeció porque aunque procuraba aparentar que se encontraba plenamente restablecido, en realidad aún se sentía débil. De hecho había abandonado el lecho contra el parecer de los médicos.
–¿Es eso todo? – La voz de Publio fue clara, seria, adusta. Marcio sabía que el general era hombre sagaz. Sin duda, la rebelión de los iberos era un problema de compleja solución pero no algo que justificara tanta preocupación entre los oficiales, especialmente toda vez que los cartagineses se habían retirado de Hispania y el general tampoco debía temer por su familia porque había suficientes fuerzas en el norte para hacer de Tarraco un bastión que resistiera hasta la llegada de las legiones de Cartago Nova.
–Hay un motín -añadió Lelio mirando fijamente a los ojos a Publio-. La guarnición de Suero ha expulsado a los tribunos militares y se ha levantado en armas. No reconocen ningún mando. Controlan la ruta de abastecimiento entre Cartago Nova y Tarraco y no sabemos si piensan unirse a las tropas de Indíbil y Mandonio. Eso es lo que nos preocupa.
Un motín. Por todos los dioses. Publio comprendía entonces la tremenda magnitud de los acontecimientos.
–¿Cómo ha ocurrido eso? – preguntó el joven general. Su voz era menos firme. El impacto de la noticia se hizo patente en el vibrar de sus palabras. Y no era para menos: un motín sería usado por sus enemigos en el Senado para cuestionar toda su campaña, algo que añadir a su decisión de permitir que Asdrúbal escapara de Hispania. Publio se imaginaba a Fabio Máximo frotándose las manos. Un motín podía suponer el final de su carrera militar y política. Más aún: el final de su proyecto de conducir la guerra a África. ¿Cómo iba el Senado a apoyar a un hombre en una campaña tan arriesgada si ni tan siquiera era capaz de mantener el orden entre sus propias filas?
–Parece ser que ha habido retrasos en las pagas. – Era Marcio ahora el que retomaba las explicaciones-. Se quejaron de que hubiera dinero para los festejos en Cartago Nova y que, sin embargo, no lo hubiera para pagarles. Además, se sienten menospreciados por no haber participado activamente en las batallas de Baecula e Ilipa, por estar siempre en la retaguardia. Luego el rumor de que… -aquí Marcio dudó unos segundos; tragó saliva y prosiguió-, el rumor sobre la muerte del general, el mismo rumor que alimentó la rebelión de los iberos, hizo que varios centuriones de Suero se levantaran contra los tribunos y tomaran la decisión de amotinarse. Parece que han decidido empezar una guerra por su cuenta, una guerra de saqueo en la región que controlan para resarcirse de los retrasos en las pagas.
–¿Es cierto lo del retraso en las pagas?
–Sí -intervino Lelio, y se detuvo un instante para continuar, esta vez bajando la mirada-. Me dejaste al mando… había muchas decisiones que tomar, estábamos todos preocupados por tu salud… todos los trámites administrativos se retrasaron… estuve… estuve negligente en mis funciones.
El silencio se hizo espeso. Nadie miraba a nadie. Sólo Publio observaba a Lelio. Fue el general el que quebró el ruido del aire que se filtraba por entre las telas de la tienda del praetorium.
–Un retraso justificado en todo caso: es lógico que la enfermedad del general en jefe conlleve a su vez una serie de retrasos en la toma de decisiones.
Todos exhalaron un suspiro. Con aquellas palabras el general estaba exonerando de responsabilidad en lo sucedido a Cayo Lelio. Publio sintió que la faz de los presentes se relajaba. Lelio era muy apreciado por todos y había demostrado valor al no ocultar su parte de responsabilidad, pero a su vez todos sabían de la tirantez de las relaciones entre aquellos dos hombre que, sin embargo, tan bien combatían juntos. Ningún tribuno ni oficial de los presentes quería que aquel perfecto tándem se quebrara. Con aquellos dos hombres unidos se sentían capaces de enfrentarse a cualquier crisis, pero su distanciamiento les había llenado de dudas y todos habían temido la reacción del general al ser informado de los últimos acontecimientos, en particular del motín de Suero.
–Además -continúo el joven Publio-, ningún retraso en el cobro del stipendium puede justificar la rebelión: el motín es el peor de los crímenes que un legionario puede cometer. Es traición a Roma. Peor aún: es traición a mí.
Publio vio cómo todos le miraron con cierta sorpresa, con algún ceño fruncido. Era la primera vez que Publio parecía ponerse por encima de Roma, pero lejos de corregirse, reafirmó sus palabras.
–Ninguna guarnición romana se ha rebelado nunca contra un Escipión, y mucho menos contra mi padre o contra mi tío. Nadie se rebela contra un Escipión. Nadie. Eso es una ignominia que no puedo tolerar y que no toleraré. – Y lo subrayó de nuevo levantándose de su asiento-. Nadie.
Publio estaba iracundo, nervioso, tenso.
–¿Quién encabeza esta rebelión? – preguntó el joven general, su rostro sudoroso, enrojecido por los nervios.
–Cayo Albio Caleño y Cayo Atrio Umbro son los que los lideran -dijo Silano-. A éstos se les han unido unos treinta o treinta y cinco oficiales más. Luego el resto, hasta unos ocho mil hombres, les siguen como cegados por la locura.
Publio asintió varias veces con la cabeza antes de dar su primera orden tras su grave enfermedad.
–Quiero a esos dos hombres vivos… aquí, ante mí… no, quiero a esos ocho mil hombres aquí, en el foro de Cartago Nova, vivos, todos, y quiero oír de sus bocas cómo me reclaman los pagos atrasados y cómo justifican su traición. En menos de un mes, los quiero aquí a todos. Es una orden. Tomo de nuevo el mando. – Miró a Lelio. Éste asintió con la cabeza. Publio se volvió hacia todos los presentes-. Dos mensajeros: que salgan raudos hacia Suero. El general en jefe está vivo y quiere hablar con Cayo Albio y Cayo Atrio. – Todos se soprendieron de la facilidad con la que el general parecía haber grabado los nombres de aquellos dos hombres y nadie pensó que aquelio presagiara nada bueno para esos dos oficiales en rebeldía.
–Y… -Era la voz de Marcio. Publio se volvió hacia él.
–¿Y…?
–¿Y los iberos?
–¿Los iberos? – Publio trazó la pregunta como quien recuerda algo ya lejano en el tiempo-. Los iberos ahora, Marcio, no importan. Traedme a los amotinados de Suero. Una vez limpia nuestra casa ya entraremos en la de los demás. Tarraco tiene suficientes fuerzas para resistir. Y no se atreverán a atacar Tarraco. Y cuando regrese al norte no se atreverán a volver a rebelarse contra mí.
Y con estas palabras Publio Cornelio Escipión abandonó el praetorium. A la salida se le unieron sus lictores. El general caminaba deprisa, pero de súbito se detuvo ante los legionarios castigados frente a la tienda de mando. Publio se dirigió a uno de ellos.
–¿Cuál ha sido vuestra falta?
El legionario, sorprendido, respondió entrecortadamente.
–Nuestro centurión… vio que… le pareció… no teníamos las armas bien limpias, mi general, eso es todo.
–¿Eso es todo? ¿Te parece excesiva la munerum indictio} -preguntó el general.
–No, mi señor, no. El castigo es justo.
–Bien, ¿qué has aprendido esta noche en pie frente al praetorium} -Que debo mantener mis armas limpias.
–Las armas son todo en la vida de un legionario. Deben estar siempre preparadas. Nunca se sabe cuándo atacará el enemigo. ¿Le guardas rencor a tu centurión?
–No, mi general.
–¿Quién es tu centurión?
–Quinto… Quinto Terebelio, mi general.
–Un hombre valiente. Es posible que más de una vez te salve la vida en el campo de batalla. Debes respetarlo. – Así lo haré, mi general.
–Bien, legionario, bien. – Publio se sintió de pronto agotado. Debía regresar al lecho lo antes posible y descansar un poco. No debía jugar con sus escasas fuerzas ni desvanecerse de nuevo ante todos. La debilidad nunca es respetada. El general se retiró sin volver la mirada atrás.
Los dos legionarios castigados frente al praetorium estaban más firmes que nunca. Hasta se sentían orgullosos de haber sido castigados. El general había hablado con ellos.
Mario Juvencio, centurión y experimentado mensajero, escoltado por varios jinetes, partió aquella misma tarde desde Cartago Nova hacia Suero. En dos días a caballo, tras largas jornadas cabalgando, alcanzaron el destacamento junto al río Suero. Antes de poder cruzar el río les salió al encuentro una turma de caballería romana cuyos caballeros, con espadas desenvainadas, hicieron que se detuvieran.
–¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? – fueron las palabras, pronunciadas con un tono que destilaba desconfianza y nerviosismo, con las que recibieron al mensajero y su escolta.
Mario hizo que su montura avanzara un par de pasos antes de responder.
–Soy Mario Juvencio Tala, centurión de las legiones de Hispania, bajo el mando de Publio Cornelio Escipión, quien me envía para saber de vuestras reclamaciones y por qué habéis expulsado del campamento a los tribunos militares elegidos por el pueblo de Roma. Vengo para ordenaros que os presentéis ante el general Escipión en Cartago Nova para reclamar vuestras pagas.
Las palabras de Mario cayeron como un helado jarro de decepción.
–¿Entonces… -empezó, esta vez con tono menos hostil, el que parecía actuar como decurión de aquella turma-… el general está vivo?
–El general Publio Cornelio Escipión está vivo y esperando respuesta al mensaje que os acabo de expresar.
El decurión asintió varias veces.
–Seguidnos entonces. – E hizo girar a su caballo. Todos cabalgaron al trote en dirección al campamento de Suero. Mario se sintió bien. Los amotinados aún no estaban seguros de que el general hubiera sobrevivido a su enfermedad. Ahora era cuestión de esperar a que la noticia se propagase entre las tropas rebeldes y observar quién de entre todos aquellos hombres se mantenía firme en su actitud de rebeldía. ¿Aceptarían presentarse frente al general? Tendrían que estar o muy locos o muy ofuscados para ello, pero los hombres que caen en la traición son capaces ya de cualquier cosa.
Las tropas amotinadas llegaron a las puertas de Cartago Nova. Cayo Albio y Cayo Atrio, pese a las instrucciones recibidas por Mario, habían retrasado su llegada a Cartago Nova hasta asegurarse por medio de sus exploradores de que Cayo Lelio había partido hacia el norte con el grueso de las legiones de Escipión. Eso les daba superioridad numérica, una situación en la que Cayo Albio, el cabecilla de aquel motín, se sentía a gusto. La enormidad de aquella fortaleza, no obstante, impresionó a aquellos soldados que apenas habían participado en las campañas de Hispania. Muchos habían oído hablar de la capital púnica de aquel vasto territorio que su general, Publio Cornelio Escipión, el mismo general contra el que se habían rebelado, había conseguido conquistar en tan sólo seis días. Admirando los elevados muros que resguardaban el acceso a Cartago Nova desde el istmo, el único punto de tierra firme que conectaba la ciudad con el resto del territorio, a todos les parecía imposible aquella conquista. La mente de los soldados rebeldes se llenaba de dudas y temor. ¿Quién era realmente aquel hombre contra el que se habían amotinado? Repasando las campañas pasadas, todos sacaban cuentas: aquel general con sólo cuatro legiones y sus tropas auxiliares, junto con alguna ayuda adicional, pero inconstante, de ciertas tribus iberas, había derrotado y expulsado de Hispania a tres ejércitos cartagineses comandados por los hermanos del legendario Aníbal y por el general púnico Giscón. Al tiempo que los amotinados cruzaban las puertas que se abrían de par en par para dejarles el paso libre, muchos se planteaban hasta qué punto había sido sabia su decisión de respaldar a Cayo Albio, Cayo Atrio y el resto de los cabecillas de aquella rebelión. «El general está muy enfermo -dijeron-, el general va a morir y ésta es nuestra ocasión para resarcirnos y cobrarnos nuestras pagas y nuestro botín de guerra por las penurias pasadas durante estos años de carencia y sufrimientos.» Entonces aquella manera de pensar pareció tener sentido, pero ahora, ascendiendo por las calles de Cartago Nova, en dirección al foro de aquella fortaleza, a punto de ver al propio general, todo aquello ya no parecía estar tan claro.
–Leo dudas en el rostro de muchos de los hombres -dijo Cayo Atrio en voz baja.
–Puede ser -respondió Cayo Albio-, pero las legiones de Escipión estarán ya lejos, cerca del Ebro, y el general sólo tiene una pequeña guarnición en Cartago Nova. Les quintuplicamos en número. Mientras los hombres vean que somos muchos más que los soldados de los que dispone el general no hay nada que temer.
Atrio asintió, sin mucha seguridad.
–Quizá debiéramos decirles algo de todo esto… -añadió.
Cayo Albio le miró unos segundos. Cabeceó y sin esperar más comentarios por parte de su compañero de rebelión empezó a hablar en voz alta y potente dirigiéndose a los soldados amotinados bajo su mando a medida que éstos pasaban delante de ellos.
–¡Ánimo, soldados! ¡Esta misma tarde cobraréis todos vuestras pagas atrasadas! ¡Habrá dinero y con él conseguiréis mujeres y vino y días de descanso merecido! ¡Hoy es el día en que nuestras justas demandas serán atendidas! ¡El general nos otorgará lo que es justo, lo que es nuestro o nosotros lo tomaremos con nuestras manos! ¡Somos los hombres de Suero y somos muchos! ¡Ánimo, soldados! ¡Hoy será un gran día para todos!
Albio no era un gran orador pero sus palabras impregnaron de esperanza los corazones de los soldados, ávidos por cobrar el dinero por el que se habían rebelado, ansiosos por descansar y beber y yacer con una mujer. Apenas habían entrado en combate, sólo en pequeñas escaramuzas. Para la gran mayoría, aquella marcha desde Suero hasta Cartago Nova era lo más duro a lo que se habían enfrentado. Albio tenía razón. Sus reclamaciones eran justas y si aquel general había perdonado incluso a los propios enemigos, pues de todos era conocida la generosidad de Escipión para con los iberos derrotados, más aún sería su generosidad para con ellos, legionarios de Roma, soldados a su servicio, sólo en rebeldía para demandar lo que era justo: sus pagas y un mayor reconocimiento a su trabajo y a su participación en aquel conflicto manteniendo las líneas de abastecimiento entre Tarraco y el sureste de Hispania. Y además, eran muchos más. El general apenas se habría quedado con un pequeño destacamento, quizás unos mil hombres, pues las legiones que marchaban hacia al norte, con las que se habían cruzado a más de un día de marcha de Cartago Nova, iban al completo, con su infantería ligera de velites, los hastati, principes y los veteranos triari. Más de uno de los oficiales próximos a Escipión había comentado que si hubiera habido alguno de estos veteranos quizá la rebelión no hubiera tenido lugar y, sin embargo, Cayo Albio y Cayo Atrio, los líderes del motín, eran triari.
Publio Cornelio Escipión contemplaba el atardecer sobre el foro de Cartago Nova. Las sombras del antiguo palacio de Aníbal y de los templos se extendían pesadas y alargadas sobre la extensa explanada del centro de la ciudad. Las calles que daban a la gran agora estaban desiertas y en el mismo foro sólo se veía a los legionarios de la guarnición que el general había ordenado que se quedaran en la fortaleza para vigilar la población, defenderla de ataques enemigos y, en este momento, recibir a las tropas amotinadas de Suero.
Publio estaba sentado en una amplia y confortable cathedra con respaldo ligeramente curvo. Era un asiento que en invierno solía cubrir con pieles de lobo, pero que en aquellos días de estío dejaba desnudo a excepción de un par de cojines en la parte trasera de sus ríñones. El hecho de que hubiera pedido que se sacara esa cómoda silla en lugar de una simple sella sin respaldo parecía enviar a todos un mensaje de que el general pensaba que aquel asunto iba para largo. Junto al joven Publio se encontraban de pie, firmes, Lucio Marcio Septimio, que, con Lelio desplazado al norte, ejercía de segundo en el mando, Silano, con su mente fría y calculadora, y Quinto Terebelio, que como primus pilus actuaba de centurión al frente de las tropas emplazadas en el foro: doscientos hombres armados a espaldas del general y diferentes manípulos en cada una de las esquinas de la plaza. Hombres seleccionados con cuidado por el propio Terebelio y por Cayo Lelio, antes de su partida, pero en cualquier caso insuficientes, no importaba su demostrado valor, si las negociaciones con los sublevados se transformaban en un enfrentamiento civil entre tropas romanas.
Terebelio había advertido a sus hombres de lo peligroso de la situación y había solicitado al general la posibilidad de reducir la guardia de la puerta y de la muralla para así poder disponer de más hombres en el foro, pero el general había desestimado tal opción en todo momento insistiendo en que necesitaba estar seguro de que el control de la puerta sería de los legionarios leales. El veterano primus pilus ya había aprendido, a veces a las duras, que el general siempre tenía sus razones para actuar como lo hacía, de modo que no insistió más y puso hasta quinientos hombres, algo más de la mitad de todas sus fuerzas, controlando la gran puerta en el sector este de la muralla de Cartago Nova. ¿Por qué era la puerta tan importante cuando no había ya cartagineses en la región ni iberos en rebeldía?
Cayo Albio entró al fin en Cartago Nova con los últimos manípulos de sus tropas amotinadas. Se sentía seguro. Ocho mil hombres bajo su mando habían accedido a la ciudad. El general apenas disponía de mil. La situación estaba bajo su control. Negociaría en una posición de fuerza. Quizá podría plantear no sólo el pago de las pagas atrasadas y el perdón por la sublevación, algo que ya daba por hecho, sino un porcentaje del botín de guerra obtenido en aquellas campañas en las que ellos mantuvieron abiertas las líneas de abastecimiento.
–Deberíamos poner hombres en la puerta. – Era la voz de Cayo Atrio a sus espaldas-. No me gusta que sean ellos, los hombres del general, los que decidan cuándo abrir o cerrar las puertas.
Cayo Albio miró hacia lo alto de la muralla. Decenas de legionarios de la primera legión desplazada a Hispania se asomaban apostados entre los recovecos de la muralla y junto a las almenas próximas a la gran puerta de entrada a la ciudad.
–Que cierren las puertas si quieren -espetó Cayo Albio con desprecio y en voz alta. Un manípulo de los amotinados se había detenido junto a Albio y Atrio, que debatían sobre la cuestión del control de la puerta. Albio se percató y decidió sacar provecho de la situación-. ¡Pues sea, por todos los dioses, por Marte y Júpiter, si quieren cerrar las puertas que las cierren! ¡No tenemos miedo a quedarnos encerrados con los hombres del general!
Y Albio lanzó al aire una poderosa carcajada que pronto fue arropada por las risas de los legionarios de aquel último manípulo de los legionarios amotinados. El viento hizo su trabajo y elevó las risas hacia el cielo y en su vuelo regaron los corazones de los legionarios leales a Escipión en lo alto de la muralla de odio y desprecio, pero también de algo de temor. Pero Albio no tuvo bastante con las palabras y se plantó con los brazos en jarras y las piernas abiertas separadas, clavadas, frente a las puertas.
–¡Venga, cerradlas de una vez, malditos! ¡Cerradlas y quedémonos a solas vuestro general y yo, sus hombres y los míos!
Hubo dudas entre los legionarios en lo alto de la muralla, hasta que el centurión de guardia asintió con la cabeza y sendas decenas de legionarios empezaron a tensar las cadenas que hicieron crujir los goznes de las inmensas puertas de Cartago Nova. Al cabo de un pesado minuto de chirriar de bisagras sucias por su escaso uso, las gigantescas puertas de Cartago Nova quedaron selladas. Publio Cornelio Escipión se había encerrado con unas tropas sublevadas que le sobrepasaban ocho veces en número.
Un mensajero llevó raudo la noticia del cierre de ias puertas a Terebelio y éste, con el ceño fruncido, pasó la información a Marcio, quien, a su vez, con voz seria, lo transmitió al general. Publio Cornelio Escipión asintió despacio.
–Bien, los dioses están con nosotros, ellos velarán por los que les son fieles y no transgreden los juramentos sagrados -fue la respuesta de Publio.
Marcio, Silano y Terebelio habrían agradecido palabras menos sacras y una acción más audaz. El general parecía convencido de que los dioses, al igual que lo ayudaron a conquistar Cartago Nova contra los cartagineses, les ayudarían ahora a preservarla de las tropas sublevadas, pero antes de que ninguno de los dos pudiera decir algo, los primeros manípulos de los amotinados empezaron a irrumpir en el foro de la ciudad. Lo hacían de forma ordenada, como queriendo mantener la apariencia de disciplina, de ejército romano. Y lo conseguían. A medida que entraban en la gran explanada iban tomando posición de ataque, infantería ligera al frente, hastati y principes detrás y al fondo los manípulos de los triari. Tanto Terebelio como Marcio y Silano hubieran deseado mayor indisciplina y desorden. Cuanto más próximos al ejército romano en su organización y actitud, más compleja sería la situación. Iban formando los manípulos dejando un pasillo en el centro del foro, como si dicha disposición de las tropas hubiera sido prediseñada por sus mandos en rebeldía. No reconocían a Escipión como general en jefe pero reconocían algún mando. Marcio y Silano miraron a Publio. El general permanecía impasible, observando la exhibición de orden militar de aquellas tropas rebeldes sin mostrar emoción, atento, pero contenido. ¿Cómo pensaba el general resolver aquello? ¿Cediendo a todas las peticiones? Quizá. De hecho en el actual estado de cosas ésa parecía ser la única salida, pero eso no haría sino animar la indisciplina y la sublevación en cuantas guarniciones romanas había diseminadas por Hispania. No podía hacerse semejante cosa, pero ¿qué otra salida quedaba? El enfretamiento contra un número tan superior de tropas era en todo punto suicida. ¿Estaba realmente bien el general? ¿Se había restablecido por completo de su enfermedad o le habían quedado secuelas, no en su cuerpo, que parecía recuperado, sino en su mente, allí donde los ojos de los hombres no alcanzan?
Por el pasillo central que habían dejado las tropas amotinadas, entraron en la plaza del foro de Cartago Nova Cayo Albio y Cayo Atrio, como generales en un triunfo, aclamados por sus tropas que gritaban sus nombres como subditos que aclaman a sus reyes.
Publio, sentado en su cathedra, aguardaba sin decir nada.
Cayo Albio y Cayo Atrio, respaldados por un nutrido grupo de unos treinta hombres, el resto de los cabecillas de aquella rebelión, se aproximaron hasta quedar a unos diez pasos del general. Los hombres de Escipión que actuaban como lictores fueron a adelantarse y situarse entre el general y los oficiales rebeldes, pero Publio Cornelio Escipión alzó la mano y los lictores se detuvieron en seco.
–No es necesario que me proteja, ¿verdad? – dijo Publio mirando a Cayo Albio directamente a los ojos.
Albio meditó un segundo su respuesta. Se había visto sorprendido por la rápida interpelación del general.
–Venimos en son de paz -dijo al fin.
–Entiendo -dijo Publio, se relajó en la cathedra y tras un gesto de su mano los lictores se replegaron y quedaron junto al general, pero a sus espaldas. Entre Publio y sus interlocutores sublevados sólo había diez pasos y nadie interponiéndose entre ellos. El general habló de nuevo.
–Habla entonces, te escucho.
Cayo Albio hinchó sus pulmones y se preparó para soltar el largo discurso de reclamaciones, demandas y justificaciones a sus actos que tenía aprendido y preparado desde hacía días. Cada jornada de marcha desde Suero la había dedicado a redactar de memoria ese discurso. Ahora era el momento de exponerlo en voz alta y clara. Sabía que todos sus hombres, sus compañeros de rebelión, le escuchaban atentos, ansiosos.
–¡Venimos aquí… venimos aquí porque…!
–Disculpa -le interrumpió Publio-, pero, exactamente, ¿con quién hablo?
Cayo Albio le miró confundido. Publio se levantó despacio y habló con un tono resuelto y potente que resonó entre las últimas casas al fondo mismo del foro.
–¡Me explicaré! ¡Yo soy Publio Cornelio Escipión, general cum imperio sobre todas las tropas romanas desplazadas a Hispania, con mandato directo del Senado de Roma para expulsar a los cartagineses de esta región! ¡Soy el conquistador de Cartago Nova, la ciudad en la que ahora os encontráis porque yo la arrebaté antes a los cartagineses, y soy el vencedor sobre los ejércitos de Asdrúbal y Magón, hermanos de Aníbal, y sobre el ejército de Asdrúbal Giscón en las batallas de Baecula e Ilipa, y soy también el conquistador de cuantas ciudades iberas se encuentran entre el Ebro y la ciudad de Gades, tengo bajo mi mando varias legiones completas con sus tropas auxiliares y también la guarnición de Suero! ¡Sin embargo… -aquí el general rodeó caminando en un semicírculo en torno a la figura de Albio, que estaba adelantado al resto de sus compañeros de motín-, sin embargo, no reconozco con quién tengo el gusto de hablar! ¡Por Castor y Pólux, he de admitir que veo que en tu mano están las fasces, los símbolos de mando de un tribuno militar, y, es curioso, no reconozco en ti a ninguno de los tribunos militares que el pueblo de Roma escogió para estas funciones entre las tropas que tengo bajo mi mando! – En este punto, Escipión se detuvo, quedando en diagonal con respecto a la posición de Cayo Albio, mirándole al girar levemente la cabeza hacia un lado, como quien contempla algo extraño que no acierta a interpretar, o como quien observa a un ser deforme y siente cierto asco-. ¡Por eso, soldado, pregunto con quién estoy hablando, porque no lo sé y eso… eso… de momento me… cómo te diría, por Júpiter, eso me perturba!
Cayo Albio escuchó primero confundido las disquisiciones del general, luego con cierto desprecio y finalmente con ira contenida.
–¡Yo soy Cayo Albio! ¡Cayo Albio, el que tiene actualmente a su mando la guarnición de Suero, los ocho mil hombres armados que están a mis espaldas y que vienen a reclamar lo que es suyo!
–Cayo… Albio… -dijo despacio el general sin dejar de mirarle con la cabeza ladeada-; he ahí un nombre que no olvidaré.
Albio no supo bien cómo interpretar esas últimas palabras. Parecían una amenaza. Algo absurdo. Ellos tenían ocho veces más hombres en Cartago Nova que el general. En cierta forma la ciudad estaba en su poder, sólo quedaba la cuestión de arrebatárselo a ese testarudo y estúpido general si no se atenía a razones. Sus hombres, todo el regimiento de Suero, estaban ansiosos por cobrar dinero y resueltos a conseguirlo de una forma u otra. Aquella actuación del general era una pantomima absurda. En cualquier caso, Albio había olvidado ya su discurso.
–Vienes a pedir lo que es justo. – La voz del general volvió a cogerle por sorpresa mientras Albio sopesaba si seguir hablando con aquel fantoche o lanzar la orden de ataque y hacerse con toda la ciudad de Cartago Nova. Aquélla era una magnífica fortaleza. Podrían ejercer el poder con seguridad durante años. Roma estaba demasiado ocupada en la guerra con Aníbal como para ocuparse de ellos. Podrían ser unos nuevos mamertinos y vivir en el lujo y la opulencia el resto de su vida-. ¿Qué es lo justo, Cayo Albio? – La voz del general seguía allí, interrogándole, aturdiéndole.
Albio habló por fin como un torrente cuando se levanta un dique y el agua sale a chorro, con furia desatada.
–¡Lo justo es cobrar nuestras pagas atrasadas de este último año y recibir una parte razonable del botín conseguido en estas campañas porque ha sido con nuestro esfuerzo con el que se han mantenido las líneas de abastecimiento abiertas! ¡Eso es lo justo, eso es lo que pedimos y eso es lo que queremos ya!
El general escuchó de pie. Dejó, despacio, de ladear la cabeza y caminando con irritante lentitud volvió a su catbedra y se sentó de nuevo. Contempló a los cabecillas que acompañaban a Cayo Albio. Tras él se adelantaba otro supuesto oficial algo más que el resto. Sin duda sería el otro líder de la rebelión del que ya le habían hablado: Cayo Atrio. A este otro se le veía algo mayor, más veterano, más cauto. Lo tendría presente. El otro, Albio, el que hablaba, era un peligro, pero un peligro estúpido. Publio observó cómo los soldados de las primeras líneas de los amotinados, hasta donde alcanzaba su vista, asentían a la perorata de demandas de Cayo Albio. Aquello fue lo que más le pesó en el corazón. ¿A cuántos debería dar muerte para terminar con aquella sublevación? Se dio cuenta de que nunca antes había derramado sangre romana. Al menos no directamente. Es posible que hubiera habido algún condenado a muerte en las legiones bajo su mando por dormirse en las guardias o por no estar a la altura en el campo de batalla, pero eran casos que nunca habían llegado hasta él. Siempre se habían resuelto por sus tribunos o, como mucho, por Lelio o Marcio. Pero ahora era distinto. No había intermediarios entre el crimen cometido, sus criminales y él como juez.
–¡Llevas razón, Cayo Albio, llevas razón! – dijo al fin Publio Cornelio Escipión. Las palabras del general pillaron por sorpresa tanto a Albio y al resto de los sublevados como a los lictores y los legionarios que se encontraban a espaldas del general. Sólo Lucio Marcio, Silano y Quinto Terebelio mantuvieron su adusta expresión sin mostrar sentimiento alguno ante las explicaciones de Escipión.
«¡Llevas razón, Cayo Albio! – repitió el general, y se alzó nuevamente de su cathedra para que todos le vieran-. ¡Deberíais haber tenido participación en el botín de guerra tras vuestros grandes trabajos de protección de las líneas de abastecimiento y es sólo por negligencia mía y de mis mandos que se ha retrasado el pago de vuestro stipendiuml ¡Todo esto debe remediarse! ¡Espero que entendáis que la negligencia se debe a mi enfermedad y que esto ha sido lo que ha retrasado vuestras pagas, pero todo puede y debe arreglarse!
Albio y Atrio se miraron extrañados. Ninguno de los dos había esperado que el general cediera con tanta facilidad. Albio concluyó que el general había atendido a lo obvio: la total superioridad numérica de sus hombres y de ahí ese repentino cambio de actitud por parte de Escipión. Atrio, más desconfiado, miraba a su alrededor, pero sólo alcanzaba a ver a las centenas, millares de soldados de Suero que los acompañaban, frente a los cuatro o cinco manípulos de legionarios que el general había distribuido por los extremos del foro. Albio retomó la palabra.
–¡Queremos también que, una vez satisfechas nuestras demandas, no se tomen medidas de castigo contra ninguno de nosotros! ¡Sólo así reconoceremos de nuevo el mando del general! ¡Ningún castigo! – Y aquí Albio alzó las manos con la espada desenvainada volviéndose hacia los sublevados-. ¡Ningún castigo!
Los soldados amotinados golpearon sus escudos con los pila y repitieron las palabras de su líder como hombres resueltos y decididos a conseguir lo que exigían.
–¡Ningún castigo, ningún castigo, ningún castigo!
Publio esperó, suspirando despacio, a que la inmensa algarabía cediera poco a poco. Cuando los soldados sublevados callaron, Albio se giró de nuevo hacia él esperando respuesta.
–Bien, por todos los dioses -espetó Cayo Albio-, creo que todo está dicho.
–Sí, así es. Todo está dicho -respondió el general-. Lo oportuno será que paséis por escrito la cuantía exacta de vuestras demandas a Lucio Marcio y Silano. Es tarde, el sol está cayendo en el horizonte y estoy cansado, y vosotros debéis de estarlo aún más. Durante la noche repasaré con mis oficiales las demandas formuladas por escrito y mañana al amanecer nos veremos para satisfacer, una a una, todas vuestras peticiones. Entretanto, podéis acampar aquí, será una noche cálida, agradable, y ordenaré que distribuyan comida y vino entre tus hombres para que puedan relajarse y recuperarse. Mañana todo quedará resuelto. ¿Satisface esto vuestras reclamaciones, Cayo Albio?
Albio miró a los suyos. Los cabecillas se miraban entre sí, algo confusos, pero contentos por las palabras del general. Uno a uno iban asintiendo con rapidez. Atrio fue el que más tardó en conceder con su cabeza mientras miraba al general que, como distraído, alzaba sus ojos hacia el cielo del horizonte rojo de aquella tarde.
–¡Estamos de acuerdo! – dijo Albio al fin-. En una hora entregaremos nuestras peticiones a Marcio y mañana esperamos la satisfacción de las mismas.
–¡Sea! – respondió el general, y saltó como propulsado por un resorte de su cathedra y sin decir más se volvió en dirección al palacio. Los lictores se hicieron a un lado y, una vez que el general les hubo superado, todos le siguieron. Publio se detuvo junto a Marcio, Silano y Terebelio, que se habían acercado para recibir instrucciones. Publio les habló en voz baja, apenas un suave murmullo de órdenes precisas.
–Marcio, con Silano, recoged las peticiones de estos hombres y que reciban comida y vino, bastante más vino que comida. – Marcio y Silano sonrieron y asintieron; el general se volvió entonces hacia Terebelio-. Quinto, ¿tus hombres siguen controlando las puertas?
–Así es, mi general. Tal y como ordenaste.
–Bien. Que eso siga así. Estamos encerrados entre serpientes. Será una noche peligrosa, pero el amanecer nos traerá un nuevo día. Montad guardias en torno a los sublevados. Que no abandonen la explanada del foro. El que quiera salir, persuadidlo con más comida, con dinero, con vino, con mujeres si es necesario.
Marcio, Silano y Terebelio asintieron una vez más. El general les devolvió el saludo y se retiró hacia el palacio escoltado por los lictores, cuyas hachas afiladas resplandecieron al reflejar los últimos rayos de aquel sanguinolento sol del atardecer.
Mientras el astro solar languidecía en un horizonte entre rojo y añil, los legionarios leales al general empezaron a llevar grandes cestos con comida para las tropas amotinadas acampadas en el foro de la ciudad. A los amotinados empezó a derretírseles la boca cuando sacaban la comida de los cestos: estaban llenos de panes con su cresta superior empapada de huevo, granos de anís y comino y partidos en sus quadrae al más auténtico estilo romano; hacía años que no habían tomado pan semejante. Publio había solicitado la ayuda de todos los panaderos de la ciudad para preparar raciones extra de pan, primero para proveer a las legiones que partían hacia el norte y luego para recibir a los amotinados de Suero con abundantes manjares con los que calmar sus quejas.
–No nos confiemos -dijo Cayo Atrio cuando los primeros cestos llegaron a manos de los cabecillas de la rebelión-. El general sólo busca ablandar nuestros corazones con un poco de comida y bebida.
–Puede ser -respondió otro de las oficiales-, pero hace años que no comía al modo romano y no me importa lo que pretenda el general. Además, mira, hay circuli y laganum.
Y el oficial hundió sus manos en una enorme canasta repleta de roscones hechos con agua, harina y queso, mezclados con otras pastas de diversas formas preparadas con una base de pasta de harina puesta a remojo con vino, aceite, miel y leche. Aquello no era comida, sino auténticos manjares para unos hombres que junto con la ausencia de sus pagas habían sufrido una carencia notable de provisiones durante los últimos meses, pues los suministros pasaban de largo en dirección al sur, allí donde fuera que estuvieran combatiendo las legiones del general.
–¿Y si está envenenada… la comida? – dijo Atrio mirando al resto de los líderes de la rebelión. Con sus palabras muchos dejaron de comer. Fue entonces Albio el que intervino con rapidez.
–¡Que cojan los nuestros a varios de los legionarios del general y que les fuercen a comer!
Se montó entonces una algarada en una de las esquinas, la más próxima a Albio y sus oficiales cuando decenas de soldados amotinados empezaron a obligar a legionarios del general a que comieran de los cestos de comida que estaban distribuyendo. Lucio Marcio, que junto con Silano estaba supervisando la distribución de comida a los amotinados, se hizo oír por encima de los gritos de los unos y los otros.
–¡Por Castor y Pólux! ¡Silencio! ¿Qué ocurre aquí?
Varios legionarios leales le informaron de las dudas de los amotinados con respecto a la comida. Cayo Albio y Cayo Atrio, con las espadas desenvainadas, se habían aproximado ya al lugar donde Marcio intentaba mantener el orden.
–¡Si esa comida es buena, tribuno, come de ella! – dijo Albio mirando a Lucio Marcio. El tribuno, lugarteniente de Escipión en Cartago Nova, hizo un ademán alzando la mano para que sus legionarios depusiesen la actitud de enfrentamiento y se retirasen.
–¿Es eso entonces lo que os preocupa? ¿La comida? – preguntó Marcio.
–¡Come y calla! – dijo Albio blandiendo la espada amenazadoramente hacia Marcio. El tribuno asintió cabeceando un par de veces. Dio dos pasos y se situó junto a uno de los cestos de comida. Una cincuentena de soldados leales y varios centenares de amotinados observaban sus movimientos con ansiedad. Marcio se agachó hacia un lado, lentamente, y hundió su mano entre los panes amontonados. Extrajo uno y se lo llevo a la boca. En el intenso silencio que se había creado se escuchó el crujido de la corteza del pan quebrado por las mandíbulas del tribuno, Marcio masticó y tragó. Luego fue a otra cesta y tomó uno de los circuli. Repitió la operación y engulló el roscón en dos bocados grandes, y lo mismo hizo con otros cestos con carne seca de jabalí, queso y uva.
–Es mejor comida de la que merecéis. Si por mí fuera no os daría ni algarrobas, pero tenéis la inmensa suerte de beneficiaros de la generosidad y benevolencia del general -espetó Marcio con la boca aún llena, escupiendo comida mientras hablaba. Se acercó entonces adonde sus hombres habían amontonado varias docenas de ánforas.
–¡Un vaso! – pidió el tribuno alargando la mano a la espera de que uno de sus hombres cumpliera la orden. En ningún momento el tribuno dejó de mirar a Albio y a Atrio. Un legionario trajo un vaso. El propio tribuno se sirvió vino y lo bebió de un largo trago. Luego rompió el ánfora en el suelo.
–Me puedes obligar a que coma y beba para que estéis tranquilos y todo porque el general ha dicho que se os respete y se os alimente, pero nunca consentiré compartir un ánfora de vino con rebeldes como vosotros. De donde yo he bebido ya no beberá ninguno de vosotros-. Y se giró a sus hombres.
–Dejad la comida y la bebida aquí. Si quieren que coman y beban y si no quieren que se pudran ellos, la comida y el vino. – Y Lucio Marcio Septimio se abrió paso entre sus legionarios y dejó a los cabecillas de la rebelión a solas con las decenas de cestas de pan y pastas y las docenas de ánforas de vino.
–Comamos y bebamos -dijo Atrio.
Y centenares de soldados se abalanzaron sobre la comida y el licor. Lo que había comenzado siendo una ordenada distribución de víveres se transformó en un trifulca caótica donde el primero que llegaba a una cesta cogía de sus manos todo cuanto podía, pero ni Albio ni Atrio ni el resto de los líderes se preocuparon por el tema. La mayoría de los oficiales se dedicó a reclamar más comida y más vino y los legionarios del general se limitaron a satisfacer la petición trayendo más provisiones. Albio por su parte estaba entretenido en vanagloriarse de su hazaña.
–¿Habéis visto quién manda aquí? Pero, por Júpiter, ¿lo habéis visto? – decía-. El tribuno hacía todo lo que le pedíamos. Están más atemorizados de lo que pensaba. Mañana obtendremos todo cuanto pidamos y aún más… y aún más…
Dejó de hablar porque Atrio le pasó una pasta de laganum y una jarra de vino.
–Brindemos por mañana -propuso Atrio.
–Sí, brindemos -aceptó Albio. Y tres docenas de jarras alzadas por los cabecillas de la rebelión chocaron en el aire para festejar con júbilo el principio de sus tiempos de abundancia y recompensa.
–De todas formas -dijo Atrio tras el brindis-, deberíamos controlar que los hombres no beban en exceso. Y nosotros tampoco.
–En eso llevas razón -confirmó Albio. Y con el resto de los cabecillas acordaron que los soldados comieran cuanto quisieran pero que tuvieran cierto comedimiento con el vino. Las órdenes fueron transmitiéndose de un manípulo a otro, pero los soldados, aunque asentían a las órdenes, cogían cuanta comida y bebida podían y daban buena cuenta de ella sin atender a una disciplina que hacía meses estaba ausente entre sus filas.
El amanecer trajo un rocío fresco. Los soldados amotinados dormían despreocupados. Albio y Atrio habían conseguido, a duras penas, que un pequeño grupo se contuviera en la bebida e hiciese guardia durante la noche en torno al improvisado campamento del foro.
–Es posible que el general haya querido debilitar nuestra determinación a la hora de reclamar lo que nos pertenece con esta comida -empezó Cayo Albio dirigiéndose a su compañero en el mando, Atrio, mientras éste se desperezaba aún medio dormido-, pero se equivoca si cree que con un poco de pan y vino vamos a ceder en nuestras reclamaciones. Esto es sólo una pequeña muestra de lo injusto que ha sido hasta ahora el reparto entre sus legiones y nosotros.
Cayo Atrio asintió mientras se rascaba un ojo. Albio continuaba hablando, como enardecido por las horas de espera mientras aguardaban la decisión final del general sobre sus peticiones. Estaba decidido a no aceptar más dilaciones.
–O el general empieza el reparto de las pagas esta misma mañana o tendrá problemas.
–Me parece bien -confirmó Atrio, y luego, mirando hacia el palacio, añadió-: el general y sus oficiales… salen ya.
En efecto, Publio Cornelio Escipión, escoltado por su guardia personal y en compañía de Lucio Marcio Septimio, Silano y Quinto Terebelio, salían del palacio y descendían por las escaleras del mismo en dirección al foro. En ese momento, los cuatro manípulos leales al general formaron con rapidez en cada una de las esquinas de la gran explanada. Una vez que Publio quedó frente a las tropas amotinadas, desde las cuatro esquinas, sus hombres hicieron sonar las tubas con fuerza, como si estuvieran en el campo de batalla. El estruendo de las trompas, con su juego de ecos entre las casas colindantes, resultó atronador y los soldados amotinados vieron interrumpido su descanso de forma abrupta. La mayoría desenvainó las espadas pensando que estaban siendo atacados, pero en cuanto se dieron cuenta de que eran sólo los pocos hombres que el general había distribuido en las esquinas del foro metiendo ruido, pronto pasaron del miedo a la irritación. Sin embargo, no tuvieron tiempo de quejarse, ni siquiera tuvieron sus jefes, Albio o Atrio, tiempo de decir nada, pues el general, desde los primeros peldaños de la escalinata del palacio, empezó a hablar.
–¡Soldados de Suero, pues no sé de qué otra forma dirigirme a vosotros, pues ni sois legionarios, ni ciudadanos de Roma ni enemigos! ¡No sois legionarios pues habéis roto todos vuestros juramentos al levantaros en armas contra vuestros mandos legítimos, ni sois ciudadanos de Roma pues habéis traicionado las leyes de esta ciudad, y no os puedo llamar enemigos porque sois mil veces peores que el peor de nuestros enemigos! ¡Pero basta ya, por todos los dioses, de palabrería! ¡Ya he tomado mi decisión con respecto a vuestras peticiones, Cayo Albio y Cayo Atrio! – añadió el general mirando fijamente a los dos líderes de la rebelión, confusos e irritados por el tono áspero del discurso del general, el cual, no obstante, continuó hablando-. Pero antes de avanzar más en la que será vuestra sentencia, Lucio Marcio os expondrá el actual estado de cosas.
Y con ello se separó de Marcio, al que dejó en la escalinata, y se sentó en la cathedra que su guardia nuevamente había traído consigo. Lucio Marcio observó la multitud en armas de los amotinados: ocho mil soldados dispuestos a todo, nerviosos, casi todos con resaca, muchos con las espadas en la mano, ávidos por acabar con aquellas negociaciones y dispuestos a tomarse la justicia por su mano y apoderarse si era necesario de aquella ciudad pasando por encima del general y sus hombres. Marcio nunca había tenido ante sí una muchedumbre armada de romanos tan hostil y peligrosa, pero las órdenes del general eran precisas y todo estaba saliendo según lo diseñado por Escipión. Comenzó su breve parlamento.
–Hace dos días, hombres de Suero, os cruzasteis con las legiones que marchaban hacia el norte para enfrentarse a la rebelión ibera de Indíbil y Mandonio. Lo que no sabéis es que esas legiones tenían la orden explícita del general de girar y volver sobre sus pasos una vez que al cruzarse con vuestra marcha hubierais quedado fuera de su campo de visión. De esta forma, Cayo Lelio, siguiendo las órdenes del general, os siguió durante un día, acampando a cincuenta estadios de la ciudad, mientras vosotros entrabais en Cartago Nova. Y esta madrugada, apenas hace una hora, mientras dormíais en el foro, las puertas de la ciudad han sido abiertas de par en par por los legionarios bajo el mando de Quinto Terebelio. Así las dos legiones comandadas por Cayo Lelio y leales a Publio Cornelio Escipión, único general cum imperio en Hispania, han accedido a la ciudad y esperado la señal de las tubas con la que os habéis despertado. En este mismo momento, más de quince mil hombres armados leales al general ascienden por las calles que dan acceso a esta explanada y, al tiempo que termino, estas tropas rodearán el foro, cerrando todos sus accesos y tomando los tejados de todas las construcciones que hay levantadas en torno al mismo. ¡Los dioses están con Roma y Roma en Hispania es Publio Cornelio Escipión! ¡Salve, general!
Y, como de forma mágica, las palabras finales de Marcio fueron subrayadas por el estruendo de miles de sandalias que se escuchaban desde todos los extremos del foro. Y desde cada esquina los soldados de los cuatro manípulos respondieron al grito de Marcio envalentonados por saberse ahora arropados por dos legiones de compañeros leales a su misma causa.
–¡Salve, el general! ¡Salve! ¡Salve!
A decenas primero y en un instante a centenares, entraban legionarios por todas partes, resueltos, perfectamente armados con sus hastas, pila y espadas, protegidos por escudos, cascos, corazas y grebas relucientes, frescos, decididos, hombres que habían dormido temprano, cenado ligero y desayunado bien, sobrios, fieles, en tensión de guerra, expertos en el combate cuerpo a cuerpo, conquistadores de ciudades, vencedores contra los cartagineses y los iberos, unidos a su general, obedientes a Roma. Por los tejados de las edificaciones contiguas al foro, asomaban arqueros preparados con sus saetas en los arcos, aguardando todos la orden de un único hombre, que, al pie de la escalinata del palacio, frente a las tropas amotinadas del centro del foro, sentado en la cathedra, se palpaba el pelo de su cabeza con parsimonia. Sólo el gesto serio del rostro dejaba entrever una intensa emoción de poder y desprecio entremezclados que se debatía en una lucha interna de inimaginables proporciones.
Publio Cornelio Escipión deja de acariciarse la cabeza. Su mano cae despacio hasta alcanzar la empuñadura de la espada, se levanta y se acerca lentamente hacia Cayo Albio y Cayo Atrio que, estupefactos, retroceden intentando difuminar sus cuerpos entre la multitud de amotinados. Entretanto, Cayo Lelio ha llegado hasta la posición de Marcio y consulta con él las órdenes que ha dejado Publio. Marcio le responde en voz baja sin dejar de mirar al general. Este último sigue caminando en busca de Albio y Atrio. Los oficiales rebeldes siguen retrocediendo, pero no alcanzan al grueso de sus tropas amotinadas, porque éstas, a su vez, se están replegando desde todos los puntos de la plaza, apiñándose en el centro de forma desordenada, cediendo así terreno a las legiones que van cerrando cada vez un cerco más estrecho sobre los hombres en rebeldía.
–¿Adonde vas, Cayo Albio? – dice el general al tiempo que desenvaina la espada y traza un arco en cielo girando trescientos sesenta grados con el arma, el mismo giro que le enseñara antaño su tío Cneo, el mismo gesto con el que indicaba a sus hombres que entraba en combate, un giro que, sin embargo, nunca antes había exhibido contra un romano. Albio se detiene. Está de espaldas a Publio porque busca por dónde adentrarse entre el mar de amotinados que ahora, preocupados por salvar sus propias vidas, se olvidan de él y lo dejan solo ante la ira del general. Cayo Albio se vuelve y, al ver a Publio Cornelio Escipión apenas a cinco pasos, blandiendo su espada, desenvaina su propia arma. Lelio, Marcio, Silano y Terebelio contemplan la escena desde la escalinata del palacio. Lelio lanza una rápida mirada a la guardia personal del general. El oficial al mando de los lictores, confuso, pues el general no ha indicado nada, interpreta con rapidez la mirada de Lelio y ordena a sus hombres que vayan en ayuda del general, pero no han empezado a aproximarse con sus espadas en ristre para defender al imperator cuando el propio general alza su mano indicando que se mantengan a distancia.
–¡Tranquilo, Albio! – La voz de Publio confirma a todos que aquel lance es algo personal-. ¡No necesito de mi guardia personal para hacer lo que tengo que hacer! ¡La escoria como tú no merece la atención de tantos hombres! Pero ¿por qué dudas ahora, Cayo Albio? Ayer por la tarde te mostraste muy decidido en tus demandas y también lo fuiste cuando obligaste a que mis oficiales comieran de la comida que os serví. ¿Crees acaso, infame miserable, que alguna vez contemplé otra posibilidad que no fuera la de ensartarte con mi espada? ¿Y creías acaso que me importa más resolver una sublevación ibera que un motín de mis tropas? Cayo Albio, eres aún más estúpido que vil. Traidor, corrupto, desertor de Roma. ¿Envenenarte con la comida? No, no, eso no saciaría para nada mis deseos. Tengo que verte atravesado por mi espada, y pronto, y luego iré a por todos y cada uno de los cabecillas de esta rebelión. ¡Uno a uno os voy a matar a todos, yo en persona! – Aquí el general eleva el tono de voz para que todos le oigan bien-. ¡Quiero que todos sepan lo que les ocurre a los que se amotinan estando bajo mi mando! ¡Quiero que lo sepan bien y quiero que lo cuenten, los que sobrevivan, si es que dejo que alguno sobreviva! ¡Venga, Albio, no retrocedas más, por Júpiter y todos los dioses, éste es tu momento de gloria! ¡Si alguna vez alguien te recuerda será porque te alzaste contra mí y ahora me ocuparé de que te recuerden por tu muerte y la de todos los que te siguieron!
Cayo Albio marca la distancia entre él y el general con el brazo estirado y la espada en el aire, algo temblorosa. Publio, por el contrario, habla con los brazos relajados, con el arma junto a su cuerpo, sereno pero en tensión, como un león al acecho, a punto de lanzarse sobre su presa. Albio mira nervioso a su alrededor pero nadie sale para ayudarle. Atrio se ha agrupado con el resto de los compañeros de rebelión y queda lejos igual que queda lejos el día de ayer, cuando los acontecimientos parecían desarrollarse a su favor. ¿Cómo ha cambiado todo en tan poco tiempo? ¿Las legiones dieron media vuelta y les siguieron? ¿Y la rebelión de los iberos? ¿Acaso eso no importa al general? ¿Quién es ese hombre que deja que los iberos se hagan con el norte de Hispania para concentrarse en atacarles? No tiene sentido, no tiene sentido, pero preocuparse ahora de todo eso no ayuda en nada. El general se acerca y lanza su espada contra la suya. Albio la detiene. Ambos luchan sin escudos, da un paso atrás, el general vuelve a atacar, esta vez por la derecha y Albio vuelve a parar el golpe pero acto seguido Escipión le está atacando por la izquierda. Demasiado rápido. Albio gira pero demasiado lento por una fracción de segundo. Un corte seco en la entrepierna izquierda hace que la sangre brote cálida. Le duele al pisar con su pie izquierdo, pero como experimentado triari sabe que no puede ni debe mirar su herida o en ese instante llegará el golpe fatal. Es un traidor, pero Albio sabe luchar. Aquel maldito general vuelve a atacar. Es tan rápido. Está por todas partes. Albio para un golpe que de nuevo viene por su izquierda y luego otro por la derecha y se prepara para uno más por la izquierda, pero Escipión ha cambiado de estrategia y repite dos golpes por el mismo flanco derecho. Un nuevo corte esta vez en su brazo derecho hace que su mano quede sin fuerzas y la espada cae al suelo. Está desarmado. El general se acerca.
–¡No puedes matar a un hombre herido y desarmado! – exclama Albio retorciéndose de dolor, medio encogido, retrocediendo, pero sabe que todo es en vano. Cierra los ojos. Percibe el olor de la sudorosa piel del general cuando éste se aproxima para hundir su espada en su pecho. Albio siente cómo el filo del arma le parte la carne, los músculos, el corazón. Cayo Albio inspira aire y se atraganta. No sabe con qué hasta que empieza a escupir sangre sobre el cuerpo de su verdugo. Siente cómo el general gira la espada en su interior mientras la saca despacio.
–Es cierto -le dice Publio Cornelio Escipión al oído-, no puedo matar a un hombre herido y desarmado, pero, querido Albio, tú… Albio, no eres un hombre, sólo eres un traidor; los hombres, Albio, honran sus juramentos. – Y Albio ve la espada salir de su cuerpo y con ella sus últimas fuerzas, un borbotón de sangre y la vida, la luz, la plaza, el grito de los amotinados, las voces de los oficiales del general, el olor de aquel hombre, todo se desvanece y cae derrumbado como había visto hacía años caer a los piratas de Iliria que, vencidos y presos, eran despeñados desde lo alto de la Roca Tarpeya en el mismo corazón de Roma.
Publio Cornelio Escipión giró ciento ochenta grados sobre los talones de sus sandalias. Fue un giro veloz, con la espada desenvainada, salpicando sangre fresca a su alrededor. A unos pasos encontró lo que buscaba. Cayo Atrio, el rostro pálido, sudorosa la frente, retrocediendo hacia sus hombres. El general le señaló con el dedo. Tras el gesto de Escipión los amotinados parecían encogerse dejando a Cayo Atrio solo en un círculo vacío de hombres. Atrio comprendió lo que venía. Pensó con rapidez. Desenvainó su espada.
–¡Un escudo! – gritó, dirigiéndose hasta los que no hacía más que unos minutos se decían sus hombres, pero nadie le lanzó el arma defensiva que solicitaba. El general tampoco llevaba escudo. Era un combate igualado. Para Lelio, Marcio, Silano y Terebelio, los lictores y el resto de los legionarios de las dos legiones leales, aquello era mucho más de lo que merecía aquel traidor.
Atrio no retrocedió más ni volvió a clamar por el escudo. Con el dorso de la mano libre se secó las gotas de sudor que se deslizaban por su frente coronada con un profundo entrecejo. Atrio caminó hacia el palacio.
Publio entendió el movimiento. Su oponente quería evitar combatir contra el sol. Publio sintió desazón en su alma. Eran buenos guerreros aquellos y, no obstante, debía matarlos a todos. A todos. Uno a uno. Exterminarlos para erradicar la rebelión y la indisciplina. No había otra solución. Dio varios pasos hacia Atrio. El oficial rebelde mantenía su espada en alto. Estaba en guardia. Era un oponente más cauto que Albio, más sagaz, más atento. El general contuvo la respiración y lanzó su ataque. Fue un avance fulgurante. Dos golpes secos que Atrio detuvo con la espada, un nuevo giro, esta vez completo, para atacar por el lado contrario que de nuevo Atrio detuvo. El general inhaló aire, retrocedió y dejó espacio entre él y su contrincante. Atrio avanzó despacio, pero estaba claro que dudaba en cómo lanzar su ataque. Publio decidió simplificar la toma de decisiones de Atrio. Raudo se abalanzó sobre el oficial rebelde y golpeó, al igual que había hecho antes, con su espada la espada de Atrio. Éste mantuvo tenso el brazo con el arma esperando un segundo golpe pero éste no llegó por arriba sino que el general, rodilla en tierra, pinchó en el muslo justo donde terminaba la greba protectora de Atrio. Éste gimió al sentir el filo penetrando en su piel. Se tambaleó, pero mantuvo la espada firme en su brazo para protegerse de una nueva acometida. Cerró, no obstante, un breve segundo los ojos para digerir el dolor de la herida abierta y cuando los abrió sintió el hierro frío del arma del general como una caricia extraña paseándose por la piel de su cuello. Atrio observó cómo el general se alejaba, dándole la espalda, como si buscara ya otro hombre al que enfrentarse, y no lo entendía. Se alzó y pensó en arrojarle su espada por la espalda. Podría herirle así y luego aproximarse rápido y rematarlo antes de que los lictores se acercaran para defenderle. Sí, eso debía hacer. Luego vendría una batalla campal. La espada pesaba tanto. Era extraño. Se sintió mareado. No veía bien. Fue a hablar. Escupió sangre. La espada. La oyó caer sobre el suelo. El general se alejaba sin mirarle. Se llevó las manos a la garganta. La sangre brotaba a raudales, desbocada, sin rumbo. Cayó de bruces. Su cuerpo convulsionó un par de veces y luego quedó quieto, inerte, inmóvil.
El general caminaba en busca de más cabecillas de la rebelión a los que matar. Necesitaba sangre. Uno a uno. Todos.
Lelio, desde la distancia, pensó en intervenir, pero Publio se había mostrado preciso y persistente en las instrucciones. No quería que nadie interviniese. ¿Cuántos hombres más debería matar antes de que la reciente enfermedad de la que apenas se había recuperado le hiciera entrar en razón? Lelio sacudió la cabeza. A su lado Marcio, Silano y Terebelio compartían en silencio su confusión.
Escipión apuñaló por la espalda con su espada a un oficial rebelde que huía. Eran alimañas. No importaba cómo matarlos. Sólo importaba acabar con todos. Pero aquello era demasiado lento, tedioso. Tenía sangre en la empuñadura del arma, entre los dedos, en las manos, en los brazos, por la coraza, en la frente, en sus sienes, por las piernas. Sangre de traidores a Roma, de traidores a su persona.
–¡Por todos los dioses! – clamó Publio Cornelio Escipión con todas las fuerzas de las que disponía después de haber matado ya a tres hombres-. ¡Coged a todos los cabecillas! ¡Apresadlos a todos!
Y el general se quedó quieto. A su alrededor, decenas de legionarios de las legiones leales se lanzaban sobre los treinta oficiales rebeldes supervivientes a sus ejecuciones en combate personal. Algunos intentaban esconderse entre la gran masa de soldados amotinados, pero éstos cada vez con más despecho empujaban a los que antes habían elegido como oficiales y los devolvían hacia los legionarios del general.
Publio Cornelio Escipión caminó despacio hacia la escalinata del palacio. Ascendió varios escalones y se detuvo en el centro, volviéndose hacia los amotinados. En las primeras filas había remolinos de hombres que luchaban. Unos a la caza de los cabecillas de aquella rebelión, éstos intentando escabullirse sin éxito entre la ingente maraña de rebeldes y estos últimos replegándose cada vez más.
–¡Miserables de Suero! – La voz de Publio Cornelio Escipión sobrecogió a todos. Era terrible, implacable y con un vibrar temible en cada palabra. Todos le escuchaban, amotinados y leales, legionarios y centuriones-. ¡Sois miseria! ¡Y estúpidos! ¡Por todos los dioses!, ¿habéis olvidado lo que ocurrió con la legión que se rebeló en Rhegium? ¿No lo recordáis? – Aquí Escipión se detuvo para dejar que la memoria de los rebeldes encendiera su terror-. Sí. Lo veo en vuestros ojos. Muchos empezáis a recordar. Se alzaron en armas y bajo el mando del tribuno Décimo Vibelio se mantuvieron diez años en rebeldía sin reconocer la autoridad de su patria, de Roma, a la que, como vosotros, debían obediencia absoluta por nacimiento y por juramento. Y esos hombres al menos no negociaron con los enemigos de Roma, no pactaron ni con Pirro, ni con los samnitas ni con nuestros enemigos de Lucania. Se atrincheraron en esa ciudad y pretendieron vivir allí para siempre. Un anhelo absurdo. ¿Dónde están ahora todos ellos, dónde?, os pregunto. – Un breve silencio y la cruda verdad a continuación-: ¡Muertos, todos muertos, apresados, juzgados y ejecutados uno a uno en el foro de Roma, la ciudad a la que osaron traicionar! ¡Nadie traiciona a Roma y vive para contarlo! Y yo os pregunto, traidores, ¿no es más terrible aún vuestro crimen cuando vosotros no sólo os rebelasteis contra la autoridad de Roma, sino que además habéis negociado y pactado con Indíbil y Mandonio, nuestros enemigos en tierra enemiga? ¿O creéis que no sé de las negociaciones de Albio y Atrio con ellos? Veo que algunos me miráis extrañados. ¿Es que Albio y Atrio no compartían con vosotros la profundidad de su traición a Roma? Me da igual que lo supierais o no, me da igual todo, todo salvo castigar la rebelión con la muerte, pues, ¿qué otra sentencia sería justa ante tales crímenes? ¡Dioses, decidme qué debo hacer! ¿Qué debo hacer?
Publio alzó los brazos en alto, con su espada desenvainada apuntando al cielo. La sangre de los cabecillas atravesados por su arma recorría su piel como si se hubiera bañado en sangre de sacrificios. Para los legionarios leales de sus legiones aquél era un hombre ungido por los mismos dioses. Para los amotinados era la peor de sus pesadillas.
Pasados unos segundos, dos esclavos, por orden de Lelio, le trajeron una pequeña sella, una bacinilla con agua y una toalla. El general aceptó la sella y se sentó, dejando caer el peso de su cuerpo agotado, pero declinó usar el agua y la toalla. Lelio y Marcio se acercaron. Fue Lelio el que le informó.
–Todos los líderes de la rebelión están en nuestras manos. ¿Qué hacemos?
–¿Cuántos… cuántos son?
Lelio miró a Marcio y Silano. Marcio preguntó a Terebelio, que acababa de llegar, algo sudoroso pues él mismo había atrapado personalmente a más de uno de los oficiales rebeldes. Terebelio dio una cifra.
–Treinta, rni general. Treinta miserables.
–Que los maten a todos -sentenció Publio sin dudarlo un instante-; crucificadlos.
Terebelio iba a partir para cumplir las órdenes recibidas cuando el general continuó:
–Pero crucificadlos en el suelo, con clavos. Quiero oír cómo quebráis sus huesos al clavarlos a la tierra y quiero que sufran.
Terebelio asintió y se deslizó veloz hacia donde sus legionarios tenían presos a los condenados.
Lelio observaba al joven general. Respiraba entrecortadamente. No estaba plenamente recuperado. Combatir contra aquellos rebeldes no había sido una buena idea, o quizá sí. Los amotinados estaban aterrorizados y cuando empezase el suplicio del resto de los cabecillas aún lo estarían más y con razón. Parecía que el general no guardaba más que odio y rencor para cada uno de ellos. Rencor merecido, pero Lelio estaba nervioso. Nunca había visto tanta violencia reflejada en la faz de Publio. En otro tiempo habría intervenido. Era mejor rendir las tropas rebeldes y luego, con más sosiego, decidir qué hacer. Publio parecía, contrario a su costumbre, obrar a impulsos. Los aullidos de los primeros crucificados irrumpieron en su mente. Lelio se giró hacia los amotinados. A veinte pasos de donde se encontraban estaban clavando a varios rebeldes en el suelo. Pataleaban como cobardes que eran. Algunos rogaban increpando o maldiciendo a los dioses.
–¿Qué vamos a hacer con el resto? – preguntó Marcio mirando al general-. Son más de ocho mil hombres.
–Más de ocho mil. Sí. Son muchos. – Publio respondía así, mirando al suelo.
Marcio dudó antes de preguntar de nuevo, pero al fin se decidió. – ¿A todos? ¿Los matamos a todos?
El silencio en el cónclave de altos mandos se veía sazonado por los alaridos de los crucificados. Terebelio retornó y volvió a informar.
–Todos han sido crucificados. El sol y el hambre harán el resto. Agonizarán durante días. – Terebelio parecía satisfecho.
–Que los decapiten -contestó Publio todavía mirando al suelo-. Necesito silencio… para pensar.
–¿Decapitarlos? – Terebelio parecía contrariado.
Lelio intervino con rapidez.
–¡Todos decapitados, ya, Quinto! ¡El general no quiere escuchar más aullidos! ¡Esos perros tienen hoy su día de suerte!
Terebelio se llevó el puño firmemente cerrado al pecho y partió para cumplir las órdenes. Con él se llevó a dos de los lictores armados con hachas. Los dos guardianes del general, convertidos en verdugos, fueron de crucificado a crucificado dejando caer sus pesadas hachas sobre los cuellos desnudos de aquellos infelices. Hasta treinta veces se escuchó el chasquido inequívoco de un cuello seccionado por el poderoso filo de las hachas. El silencio se propagó por el foro manso, mientras la sangre de los recién decapitados regaba la tierra de Cartago Nova.
–Ocho mil hombres y muchos buenos guerreros, otros no, pero muchos podrían ayudarnos. – Publio parecía no escuchar a nadie, hablaba solo-. Necesitamos a esos hombres para atacar a Indíbil y los suyos y, sin embargo, debemos matarlos.
Silano aventuró una posible solución.
–Podríamos diezmarlos.
Publio alzó la mirada.
–¿Diezmarlos? – Miró entonces a Lelio-. Tú tienes más experiencia. ¿Qué te parece la idea de Silano?
Lelio se sintió sobrecogido. Era la primera vez, desde Baecula, que Publio preguntaba por su parecer. Quizá la enfermedad hubiera borrado parte de la distancia que los había separado en los últimos años.
–Diezmarlos. Es una buena idea -concluyó Lelio.
–Supongo que así es -aceptó Publio-. Necesitamos hombres. Incluso estos miserables nos pueden ser útiles para acabar con la rebelión de Indíbil y Mandonio. – A medida que hablaba, Publio parecía convencerse de la idea-. Diezmadlos y los que sobrevivan los usaremos de primera línea de combate. Así, los que tengan valor, redimirán su crimen… al menos, en parte.
Lelio, Silano y Marcio asintieron.
–Estoy agotado -continuó Publio, y se levantó despacio-. Que me traigan agua al palacio. Voy a descansar. Terminad con las ejecuciones lo antes posible. Mañana partiremos al alba, dirección norte, a Tarraco y allí decidiremos qué hacer con los iberos. Ya nos hemos retrasado bastante.
Y el general ascendió pesadamente las escaleras que le restaban flanqueado por los lictores de su guardia personal. Lelio, Marcio y Silano se miraron.
–Creo que te corresponde a ti dirigirte a los hombres -dijo Marcio mirando a Lelio.
–De acuerdo -respondió Lelio; se puso firme, carraspeó y escupió en los escalones, y desde allí mismo pronunció la sentencia, una sentencia que nunca jamás pensó que pronunciaría en su vida, una sentencia con la que condenaba a ochocientos hombres, uno de cada diez de ¡os rebeldes, a morir ejecutados en las próximas horas-. ¡Traidores de Suero, el general Publio Cornelio Escipión, en una muestra de magnanimidad fuera de lo común, ha decidido que vuestro destacamento va a ser diezmado! – Lelio observó cómo muchos de los rebeldes suspiraban y cómo otros, más precavidos, mantenían la respiración pues aún no se había indicado quién iba a ser ejecutado y quién no-. ¡Para ello pasaréis a formar ahora mismo según vuestros manípulos! Lma vez formados os numeraremos y uno de cada diez, a partir del punto en el que empecemos a contar, será ejecutado sin misericordia. Si alguien intenta cambiar de posición una vez que empecemos la cuenta, será ejecutado también. Los demás, los que sobreviváis aun sin merecerlo, me seguiréis para integraros en la fuerza de castigo que partirá mañana hacia el norte para enfrentarnos con los iberos. ¡Y dad gracias a los dioses por vuestra suerte!
Desde su habitación, Publio escuchaba los alaridos de los hombres a los que la Fortuna había abandonado durante el mortal sorteo, los soldados que debían ser diezmados; unos eran gritos de terror que se mezclaban con las súplicas infructuosas de otros. Así, lento y doloroso, fue pasando el resto de la mañana, del mediodía y de la tarde. El sol del anochecer acarició la tierra con los últimos rayos acompañando las ejecuciones finales de aquella sangrienta jornada. Publio no recibió a nadie en aquellas horas. Permaneció encerrado en su habitación. Se sentó primero en un solium, el mismo que usara Netikerty cuando le veló en su larga enfermedad, luego en el triclinium y finalmente en su lecho. Allí, se acurrucó como un niño, abrazando sus rodillas con sus manos y, sin que nadie lo viera, lloró en sollozos silenciosos pero convulsos. Estaba aturdido y cansado. Aquel castigo ejemplar era necesario, se decía, pero el gemido de ochocientas gargantas romanas seccionadas martilleaba en su ser como si estuviera preso en la mismísima fragua de Vulcano. Así, agitado y con remordimientos y dudas, su mente se adentró en un tortuoso sueño que le hizo moverse de un lado a otro de la cama durante varias horas, hasta que ya entrada la madrugada, de alguna forma, su alma encontró cierto sosiego, una paz endeble pero que su cuerpo recibió con ansia.
Publio Cornelio Escipión nunca más volvió a sufrir un motín.
A los pocos días de resolver el motín de la guarnición de Suero, Publio congregó a las legiones en el istmo de Cartago Nova y arengó a los legionarios con gran vehemencia.
–¡Legionarios de Roma! ¡Habéis conquistado esta ciudad inexpugnable, y habéis derrotado a Asdrúbal Barca en Baecula y a Giscón y Magón en Ilipa! ¡Bajo el poder de vuestras armas han caído las últimas ciudades iberas que apoyaban a nuestros enemigos! ¡Deberíamos poder decir que Hispania es nuestra, pero no es así! ¡Por Júpiter Óptimo Máximo, no es así! ¡Hemos sido clementes con los iberos! ¿Y qué ha ocurrido? Yo os lo diré. La mayoría de los pueblos de todo este vasto territorio nos han jurado lealtad, pero de entre todos estos innumerables pueblos, los iberos liderados por Indíbil y Mandonio se han rebelado de nuevo contra nosotros! ¿Y sabéis por qué? – Aquí detuvo su discurso mirando a sus tropas desde el estrado de madera desde el que les hablaba-. ¡Yo os lo diré! ¡Porque me creían muerto! ¡Y yo os pregunto, yo os pregunto alto y claro! ¿Estoy muerto, os parezco un general muerto? – Y los soldados replicaron a miles.
–¡No, no, no!
–¡No, no estoy muerto, pero eso daría igual porque lo que importa es que no estáis muertos vosotros y vosotros sois los que gobernáis este país ahora! ¡Hispania es vuestra y los que se rebelan deben perecer bajo vuestras armas porque vosotros sois Roma y Roma gobierna en Hispania y los que no lo entiendan o se nieguen a aceptar ese hecho sólo merecen morir! ¡Morir! ¡Morir!
Y las legiones replicaron con potencia.
–¡Muerte, muerte, muerte! – Mientras, su general, con las manos en alto, ordenaba que se sacrificara doce bueyes para que los dioses bendijeran la nueva campaña.
Publio Cornelio Escipión, completamente restablecido de su enfermedad, se puso al frente de sus cuatro legiones y ascendió desde Cartago Nova hasta alcanzar el Ebro en unos pocos días de tremendas marchas forzadas. De ese modo, días antes de lo que podían esperar los líderes iberos en rebeldía, el general romano avanzaba contra ellos. Publio no se detuvo ante nada y no sólo eso, sino que ordenó, una vez cruzado el Ebro, que sus tropas lo arrasaran todo, granjas, pequeñas poblaciones, plantaciones, todo, quemando, destruyendo, y confiscando el ganado y el grano. Indíbil y Mandonio no tuvieron mucho tiempo para pensar en una estrategia. Siempre pensaron que el general romano, siempre tan avenido a negociar con ellos, haría, una vez más, lo mismo, y cuando vieron que las legiones lo arrasaban todo a su paso, no supieron bien cómo reaccionar, más allá de plantarles cara lo antes posible para intentar detener toda aquella destrucción.
El primer enfrentamiento fue bestial. La infantería ligera de las legiones no se detuvo cuando Indíbil y Mandonio plantificaron su ejército enfrente, sino que arremetieron repitiendo el ataque al asalto de Baecula. Los iberos lucharon con bravia, hasta el punto que los velites padecieron un incalculable número de bajas, hasta que la caballería romana comandada por un Lelio enfervorizado al verse de nuevo en el centro de un ataque de las legiones, intervino haciendo retroceder a los hispanos. La noche sorprendió a todos y el combate se detuvo. Sin embargo, al amanecer los iberos no habían disminuido su ansia por combatir contra las legiones y una vez más plantaron todo su ejército frente a las tropas romanas, pero cuando Publio vio que en su incapacidad como generales, Indíbil y Mandonio habían mezclado su caballería con la infantería, comprendió que aquello era sólo cuestión de unas horas. El general romano ordenó que las cuatro legiones avanzaran frontalmente contra la infantería y caballería ibera. El enfrentamiento estuvo igualado durante una hora, hasta que, una vez más, la caballería romana de Lelio emergió por la retaguardia ibera, una vez que hubo rodeado las posiciones hispanas. Los iberos, que debían combatir en dos frentes al mismo tiempo, fueron perdiendo terreno y el combate terminó en una de las mayores masacres que Publio Cornelio Escipión dirigiría en aquella interminable guerra.
Al anochecer, Indíbil y Mandonio estaban ante el praetonum del campamento provisional que Escipión había levantado junto al Ebro. El general recibió sentado a sus nuevos prisioneros. Les habló con despecho:
–De rodillas -dijo en un tono sereno y, como fuera que los orgullosos iberos no se humillaban, el general se alzó y bramó su orden con furia brutal-. ¡De rodillas!, he dicho, ¡de rodillas!
Y, sin que los legionarios que custodiaban a los iberos tuvieran que intervenir, Indíbil y Mandonio, seguros ya de su próxima muerte, sin saber bien por qué, se arrodillaron, quizá con la fútil esperanza de que aquel gesto pudiera aún contribuir a salvar sus vidas.
Publio Cornelio Escipión se levanta de su sella y se acerca a los dos jefes iberos que tienen sus rostros casi hundidos en la tierra de Hispania. Les habla no ya con rencor, sino con amargura.
–Os traté bien, os di hasta trescientos caballos de regalo, respeté vuestras tierras y, ¿qué hacéis vosotros? ¿Qué hacéis? Por todos los dioses. Os levantáis contra mí, os rebeláis contra mi generosidad y ahora, sin embargo, ahora que he arrasado vuestros campos y aniquilado vuestro ejército, os arrodilláis ante mí. ¿Es esto lo único que entendéis? Me habéis tenido como amigo y ahora me tenéis como enemigo. Decidme, los dos, decidme alto y claro, ahora que me habéis conocido como amigo y como enemigo, ¿cómo me preferís, iberos?
Indíbil y Mandonio se miran entre sí, confusos. Es Indíbil el que aventura una respuesta.
–Como amigo, imperator, como amigo.
–Como amigo -repite Publio asintiendo de forma exagerada con su cabeza-. Y ahora lo veis. Y, digo yo, ¿no creéis que es un poco tarde para daros cuenta de eso? ¿No lo creéis? – Y calla para entretenerse viendo el sudor frío que se desliza en pesadas gotas por las frentes de los dos jefes iberos-. Debería mataros a los dos, aquí y ahora. Debería crucificaros y dejaros morir de inanición lentamente. Eso me complacería y sé que complacería a mis hombres. – Y vuelve a callar; ve cómo Indíbil y Mandonio miran al suelo de su patria, arrodillados ante él, tragando saliva y miedo-. Pero no lo haré. Os perdonaré y os daré una segunda oportunidad si me juráis aquí y ahora lealtad absoluta para siempre. ¡Juradlo! ¡Juradme lealtad y seréis libres!
–Lo juro, imperator -dice Indíbil, rápido. – Lo juro, imperator, lo juro, lo juro, por mis dioses -añade Mandonio.
Publio se vuelve hacia el praetorium y habla a los lictores de su escolta, dando la espalda a los jefes iberos arrodillados ante él.
–Liberad a estos hombres y lleváoslos de mi presencia-y lúego, mirando a Lelio, Marcio, Silano, Terebelio y el resto de los tribunos y centuriones-, y vamonos de aquí. Es hora de regresar a Roma.
Dos noches después, Publio yacía en la cama de su domas en Tarraco. No podía dormir. A su lado podía escuchar la respiración suave y rítmica de su esposa. Pensaba que estaba dormida. Se alegró de que al menos uno de los dos pudiera conciliar el sueño con sosiego.
–¿Estás bien? – le preguntó su esposa en un dulce susurro.
–Pensaba que dormías -respondió, girándose de costado para verla mientras le hablaba.
–¿Qué te preocupa? – insistió Emilia.
–Creo que debo presentarme a cónsul en las próximas elecciones, este año.
–El pueblo te apoyará -respondió Emilia, nada sorprendida por la idea de su marido-, aunque tendrás más de medio Senado en contra, con Fabio Máximo al frente.
–Lo sé -dijo Publio-, pero debo intentarlo.
–Lo conseguirás. Después de tus victorias en Hispania no podrán negarse. Ni siquiera Máximo podrá oponerse a eso, pero…
–¿Pero…? – preguntó Publio.
–Pero Máximo se negará a que te den permiso para invadir África con un ejército consular.
Publio calló. Emilia tenía razón. De todas formas, debía intentarlo. Quizá pudiera persuadir al Senado si, investido como cónsul, le dejaban exponer sus razones a todos los senadores en una reunión plenaria en la Curia. Se podría hacer.
–Los niños y yo te seguiremos siempre, donde quiera que vayas. Eso debes saberlo -añadió Emilia para intentar animarle. Publio sonrió. La lealtad inquebrantable de su mujer, después de batallas, asedios, motines y rebeliones, era como una bahía en la que refugiarse en medio de la interminable tempestad en la que se había convertido su vida.