Campamento general romano junto a Canusium, noviembre del 207 a.C. Un mes antes de que Publio reciba el correo oficial del Senado

Nerón estaba satisfecho consigo mismo. No sólo por la victoria absoluta contra Asdrúbal Barca y todo lo que eso suponía en la larga guerra contra Cartago, sino por el plan que debía ejecutar esa mañana en la que acababa de retornar desde el norte al campamento general romano emplazado frente a los cuarteles de Aníbal y sus tropas, en las proximidades de Canusium. Nerón apenas había dormido un par de horas, pero con la primera luz del alba salió del praetorium y ordenó que trajeran la cesta en la que traía el mensaje para Aníbal Barca. Un centurión trajo la cesta y la puso a los pies de Nerón. El cónsul se agachó para examinar su contenido. Al inclinarse un olor nauseabundo le produjo arcadas.

–Que lancen esta cesta contra el campamento de ese condenado Aníbal. Usad una catapulta. Pero antes exhibid a los prisioneros encadenados delante de las empalizadas. Luego lanzad la cesta. Eso será suficiente -dijo, y se retiró un par de pasos. Vio cómo el centurión le saludaba con la mano en el pecho y cómo se inclinaba para levantar la cesta al tiempo que mantenía su rostro girado para evitar el mal olor.

En un principio Nerón había pensado que todo aquello era innoble; sin embargo, fue la carta de Fabio Máximo la que le persuadió. Para acabar con Aníbal no era bastante derrotar a su hermano, como habían hecho en el Metauro, al norte de Italia, y que el mayor de los Barca lo supiera. No, todos los mercenarios iberos, galos, númidas y africanos debían sentir el oscuro manto de la derrota completa apoderándose de su almas.

Campamento general de Aníbal junto a Canusium, noviembre del 207 a.C, finales

Aníbal descendió de la empalizada de su campamento. No necesitaba ver más. Los romanos se entretenían haciendo que centenares de galos, iberos y africanos cubiertos de cadenas, muchos de ellos malheridos, pasearan por el exterior del campamento romano. Estaba claro lo que eso significaba: Asdrúbal había sido derrotado. Los romanos habían evitado que sus fuerzas y las de Asdrúbal se unieran. Luego habían acorralado a su hermano y derrotado su ejército. Quizá los romanos habían atrapado a alguno de los mensajeros enviados por él para coordinarse con Asdrúbal.

Aníbal aún rumiaba sobre el tamaño auténtico del desastre en el que había incurrido su hermano cuando una especie de piedra cayó del cielo, apenas a cien pasos de donde se encontraba. ¿Iban ahora a atacar los romanos y empezaban usando las catapultas? Eso no les conseguiría victoria alguna. Dispersaría a sus tropas hasta que se les agotaran los proyectiles. Pero no cayeron más piedras. Un negro presentimiento rasgó el corazón del temible guerrero. Aníbal sintió un dolor punzante por lo tenebroso de sus pensamientos. No se atreverían a tanto. ¿O sí? Por primera vez desde que empezara sus luchas en Iberia, Aníbal se quedó petrificado. No se había sentido así de impotente desde la muerte de su padre Amílcar junto al Tajo. Vio cómo Maharbal, que le seguía, le adelantaba y se aproximaba hacia la piedra. Aníbal lo vio acercarse primero y luego perderse entre el círculo de soldados africanos curiosos que habían formado un corro en torno al proyectil lanzado por los romanos. De pronto, se escuchó como un grito ahogado procedente de las gargantas de todos aquellos hombres y luego Aníbal vio los rostros de espanto de los que se alejaban, tomando distancia del lugar donde había caído el proyectil, como quien busca distanciarse de una desgracia que no le incumbe. Aníbal presenció cómo todos los guerreros se iban apartando e incluso impedían que otros se aproximaran murmurando palabras que helaban los rostros de los recién llegados. Sólo Maharbal permanecía arrodillado junto al proyectil. Aníbal se fue aproximando despacio. Primero unos pasos. Luego se detenía. Daba un paso más y volvía a detenerse. Cuando apenas estaba a diez pasos del proyectil Maharbal se levantó y al hacerlo dejó visible lo que parecía ser una manta vieja teñida de rojo de forma irregular, como a manchas. Una amplia pieza de tela que cubría algo… algo que aterrorizaba a todos sus hombres. Aníbal buscó la mirada de Maharbal pero éste, incapaz de mirarle a los ojos, había cerrado los suyos y parecía sollozar del modo más contenido que podía. Aníbal tragó saliva. Sus peores presagios parecían cobrar vida, pero no lo dudó y avanzó un paso, dos, tres, cuatro, cinco, seis, se frotó el rostro con el dorso de la mano derecha, siete, se restregó el ojo sano con el dorso de la otra mano, ocho, inspiró aire, nueve, empezó a agacharse, diez, se arrodilló, tomó la manta y empezó a descubrir aquello que tanto pavor había causado a todos. Con la pesada lentitud del que se sabe curtido por el sufrimiento decidió encarar con decisión aquel horror. Debajo de un pliegue había otro y luego otro, así que al final, tiró con fuerza de la manta para terminar con la tortura de la incertidumbre y, girando, como una piedra redonda, rodó por el suelo la cabeza cortada de un hombre, dando dos, tres, hasta cuatro vueltas y quedar con la faz hacia el cielo, un rostro herido, cortado por varias espadas romanas y podrido por los días de viaje desde el norte, pero pese a las facciones desfiguradas y el rictus hierático de aquella cara, ante sí Aníbal reconoció, con la infinita paciencia del que se sabe dispuesto a sufrir más allá de lo imaginable, el rostro de su amado hermano Asdrúbal. Sólo entonces comprendió Aníbal la auténtica dimensión del desastre que había acontecido junto al río Metauro, donde su hermano se había batido, leal a su causa, a su familia, leal a él, hasta la mismísima muerte. Pero él, Aníbal, siempre enterraba con honor a cuantos generales y cónsules romanos había abatido y cuando los romanos cumplían las leyes de intercambio de prisioneros él también las contemplaba. Había incinerado en enormes piras funerarias los cuerpos de Cayo Flaminio, Emilio Paulo y hasta al propio Claudio Marcelo y, sin embargo, los romanos le devolvían aquellos gestos de nobleza y respeto por sus generales decapitando a su hermano y arrojando su cabeza desde una catapulta.

Los hombres temieron la reacción de su general. Algunos oficiales veteranos recordaban aún el grito desgarrador que Aníbal lanzara en Iberia cuando descubrió el cuerpo de su padre muerto en la batalla junto al Tajo y esperaban escuchar aquel temible alarido, pero los segundos pasaban y Aníbal permanecía arrodillado ante la cabeza de su hermano muerto. Al cabo de un minuto de denso y pesado silencio llegó algo más doloroso aún que la muerte y el horror. A los oídos de todos los cartagineses presentes llegaron las risas, carcajada a carcajada, de las crecidas legiones romanas, y si todas aquellas risas atravesaron sus almas, en la cabeza de Aníbal aquellas carcajadas dejaron para siempre la indeleble marca del odio frío y calculador, más allá de la razón y la lógica. Era aquél un odio que sólo se diluiría con sangre vertida en un momento indicado en un momento concreto, allí donde más daño hiciera al hombre u hombres, no sólo que hubieran ejecutado a su hermano sino también a los que hubieran tomado la decisión de tratarlo con aquella vileza aun después de muerto.

Aníbal toma la cabeza de Asdrúbal y la abraza en su regazo y en silencio, sin que nadie oiga palabra alguna, en secreto, ante los ojos atónitos de sus dioses, Aníbal jura que se tomará la más pérfida de las venganzas contra la mente que hubiera elucubrado semejante humillación.

Algunos dicen que aquella mañana Aníbal, arrodillado, abrazado a la cabeza de su hermano muerto, lloró, pero otros aseguran que no hubo ni una lágrima vertida por el general en jefe de Cartago: sólo silencio, un silencio largo y espeso que oscureció el día. Un trueno resonó en el cielo y en unos minutos empezó a llover. No una tormenta henchida de relámpagos sino una lluvia fina e intensa que lo empapaba todo pero que a la vez parecía limpiarlo todo: los recuerdos, la memoria, el dolor. Maharbal se acercó a Aníbal y, con tiento, le habló al oído. Aníbal asintió y se levantó.

–Que tras la lluvia tomen leña seca de la que tenemos guardada para las hogueras y en cuanto amaine que levanten una pira funeraria y que en ella quemen la cabeza de Asdrúbal, mi hermano, un gran general de Cartago, un leal a nuestra causa, sangre de mi sangre. ¿Te encargarás de que así se haga, Maharbal?

El interpelado asintió y Aníbal le cedió la manta ensangrentada con la cabeza decapitada de Asdrúbal. Maharbal la tomó como el padre que toma un recién nacido por primera vez: con la misma torpeza y con el mismo cuidado. Aníbal le miró a los ojos y supo que sus órdenes serían ejecutadas como había indicado. Siempre había apreciado tener a Maharbal a su lado, incluso cuando discutieron en el pasado, pero ahora más que nunca, agradecía tener a un noble cartaginés de su capacidad y de su lealtad para apoyarse porque, por primera vez desde que comenzara aquella guerra, Aníbal comprendió que todos sus planes se habían quebrado y que ahora nadarían contracorriente, enfrentándose a una Roma más vanidosa y henchida por la sangre púnica derramada en el Metauro. Para cualquiera aquel golpe sería definitivo. Para cualquier otro general aquella muerte, aquella cabeza decapitada, significaría el desplome de su espíritu de lucha, pero Aníbal, mientras se alejaba solo, seguido a distancia por su guardia personal, observado por todos los iberos, africanos, númidas y galos de sus tropas, empezó a maquinar la forma de rehacer sus fuerzas, de contraatacar y de mantenerse en Italia, acechando, combatiendo hasta que se le ocurriese la forma de volver a acorralar a los romanos por un lado, y, por otro, discernir la mejor forma de ejecutar su decidida venganza. De su firmeza nacería de nuevo el pavor en Roma, pues alguien que ha sido castigado como había sido castigado él no debería de poder rehacer su ánimo, pero él, Aníbal Barca, pese a todo y pese a todos los romanos, se reharía y con su reacción, que con toda seguridad no encajaría en lo esperado por Roma, la propia Roma tendría un nuevo temor: Aníbal no es un hombre, no se detiene ni ante la muerte ni ante la tortura de su hermano. Sólo entonces entenderán los romanos que con él sólo había ya una paz posible y aquélla pasaba porque o bien Roma se rindiera o bien Roma le aniquilara, pero a él mismo, no a otro hermano, general, amigo o ciudad. Aquel día decidió Aníbal, al tiempo que entraba en su tienda y se sentaba en su butaca cubierta de pieles de león traídas de África, que incluso si Cartago caía derrotada, eso no sería el final de su lucha. Una Roma que combatía de aquella forma no merecía regir el mundo. Él lucharía hasta el final. Sólo los dioses sabían quién sería más fuerte. O quizá ni ellos mismos lo sabían y se entretenían contemplando la lucha. Aníbal se sirvió una copa de vino. Los esclavos no habían entrado por respeto. Aníbal levantó su copa en alto y brindó mirando al cielo.

–Espero que disfrutéis, dioses del mundo, romanos y cartagineses, espero, Baal, que encuentres gozo y diversión en este combate porque aquí, desde hace tiempo, sólo se siente el cansancio de la lucha y el sufrimiento por los seres queridos perdidos en combate. Primero mi padre y luego mi hermano. Pero ya no me importa. Ya apenas nada importa. – Bebió de la copa con ansia y vació su contenido. Volvió a servirse y volvió a brindar mirando al cielo-. Sentaos todos, divinas criaturas que regís nuestros destinos, porque aunque penséis que esta lucha entre Roma y yo puede estar llegando a su fin sólo os anuncio algo que puede que os sorprenda: esto no ha hecho más que empezar, esto no ha hecho más que empezar.

Y Aníbal volvió a vaciar su copa. Aníbal miró su mano derecha cubierta de anillos consulares, pero se quedó mirando el anillo de plata y con una turquesa que lucía en su dedo meñique. Era diferente a los demás, de plata y rematado en una piedra que podía abrirse para vaciar el polvo que contenía su interior. Aníbal pensó, por primera vez en su vida, en suicidarse, pero la idea pasó y se fue. Quedaba su hermano Magón. Él debería reemplazar a Asdrúbal y atacar por el norte. El plan no había fracasado por completo, sólo se había detenido. En el exterior la lluvia arreciaba torrencialmente. Llovía sobre los vivos como si todos los dioses de Cartago no hicieran otra cosa que llorar y llorar.

27 Ansia

Tarraco, diciembre del 207 a.C.

Publio estaba en pie, con las manos apoyadas sobre la mesa del tablinium de su domus en Tarraco. Por su cabeza paseaba el recuerdo de aquel correo oficial que trajo la noticia de la muerte de Asdrúbal Barca. Eso debía significar un punto de inflexión en aquella guerra, pero ni Aníbal había abandonado Italia ni él había conseguido desbloquear la situación en Hispania. Era cierto que su hermano Lucio había logrado conquistar la ciudad de Orongis con sus minas, y que Giscón se había retirado, pero Publio sentía que todo estaba en una calma extraña, incierta. Cartago no daba señal alguna de agotamiento y todo apuntaba a que la guerra continuaría como si la batalla del Metauro no hubiera tenido lugar. Aníbal estaba sufriendo ahora en sus propias carnes el derramamiento de sangre de su mismísima familia, como años atrás le ocurriera a él, a Publio, cuando padeció la muerte de su padre.

y de su tío a manos del propio Asdrúbal Barca. ¿Cuántos más habrían de morir en uno y otro bando hasta que o bien el Senado de Roma o bien el Senado de Cartago dieran su brazo a torcer? Publio tenía la imprecisa sensación de estar perdiendo perspectiva sobre los orígenes o sobre el fin último de aquella contienda que estalló cuando él tenía apenas diecisiete años y que a sus veintiocho años, con decenas de miles de soldados muertos por ambas partes, seguía dilatándose en el tiempo.

–¿Es cierto lo del decapitamiento de Asdrúbal? – Emilia le hablaba detenida en el umbral del tablinium, su pequeña y delgada figura asomando entre la pared y la cortina que separaba el despacho del atrio. No había tenido tiempo para compartir con ella detalles, como era su costumbre, sobre los últimos informes de Roma desde su llegada del sur. Publio levantó la mirada de los mapas pero no dejó de apoyarse sobre la mesa con las manos.

–Eso parece.

–No creo que haya sido buena idea, cebarse así con el hermano de Aníbal, es decir -y Emilia dudó antes de añadir algo más-, incluso si fue el que mató a tu padre y a tu tío.

–Un error, sí-confirmó Publio con seriedad-. Yo no lo habría hecho. Se equivocan en Roma. Además, Asdrúbal abatió a mi padre y mi tío en batalla. Aquí le han cortado la cabeza después de muerto y arrojarla al campamento de Aníbal no hará sino enfurecer al general cartaginés. La verdad es que prefiero estar ahora en Hispania y saber que así sabrá él que nosotros no tenemos nada que ver con lo de su hermano.

–¿Cómo crees que habrá reaccionado? – preguntó Emilia. Publio meditó su respuesta y frunció el ceño. – No lo sé, pero estoy seguro de que intentará averiguar quién es el culpable e irá a por él. Yo lo haría.

–Dicen que fue Nerón -apostilló Emilia.

–Sí. – Publio dejó de apoyarse sobre la mesa y se sentó en una butaca; Emilia seguía en el umbral-. Sí, puede que le tuviera ganas desde que Asdrúbal lo engañó en Hispania y se le escapara de aquel desfiladero, pero no me encaja. Es algo demasiado retorcido -ahora hablaba ensimismado, como si nadie le escuchara-… demasiado retorcido para ser idea de Nerón… pero no es nuestro problema y la guerra transforma a la gente y llevamos tantos años de guerra…

Emilia sintió que era como si Publio hablara de sí mismo sin saberlo. Desde que había llegado del sur apenas habían hablado. Publio sólo parecía tener tiempo para sus oficiales, para asegurar los suministros de las tropas para el invierno, para organizar los planes de una nueva campaña… Era como si tuviera prisa por acabar con todo aquello y la única forma que hubiera encontrado era la de preparar una gran campaña final contra Giscón. Emilia estaba algo asustada, pero no sabía cómo decírselo a su marido, no sabía si decírselo a su marido.

–¿Cómo va todo? – preguntó al fin en voz baja. Publio enfocó con sus ojos la silueta de su mujer. Era como si viniera de algún lugar lejano.

–Bien. Bien. Voy a mandar a Lucio a Roma con el botín de Orongis y con los prisioneros cartagineses. El Senado debe ver que aquí conseguimos avances, pese a que dejara que Asdrúbal se escapara por el norte cuando aún no teníamos refuerzos suficientes, y además necesito a Lucio en Roma para que me informe de las maniobras de Fabio Máximo en el Senado. Y luego he de organizar un ataque frontal contra Giscón. Esto dura demasiado. Llevamos tres años en Hispania y el objetivo es África. – Aquí Publio se aceleraba al hablar-. África. Todo este tiempo en Hispania nos distrae de lo realmente importante.

Emilia sentía que estaba molestando a su marido, pero el miedo le hacía ser aún más inquisitiva.

–Si envías a Lucio a Roma, ¿contarás con Lelio en la próxima primavera?

Publio la miró con intensidad. Emilia bajó la mirada.

–No -dijo el general romano con dureza. Emilia hizo ademán de irse y Publio se sintió mal con respecto a su mujer, así que completó su seca respuesta con algunas palabras en tono más suave-. No debes hacer caso de mis modales, Emilia. Estoy cansado y nervioso. Quiero terminar con esta guerra y quiero hacerlo pronto. Tú misma me hiciste jurar que acabaría con ella lo antes posible y en ello estoy, para que nuestro hijo no tenga ya que enfrentarse a Aníbal, para que no herede de mí lo que yo recibí de mi padre y de mi tío. Con Lelio no contaré, al menos no en primera línea, porque está extraño, lejano, desde que se enfrentara conmigo en Baecula y, hasta cierto punto, que Asdrúbal llegara a Italia le da parte de razón, aunque sigo pensando que hicimos bien en no seguir a Asdrúbal porque no teníamos bastantes tropas, pero eso es ya el pasado. Tengo a Silano y a Marcio, y a Terebelio, y a Digicio y a Mario. Todos ellos excelentes tribunos y centuriones. Y leales. Con ellos puedo dirigir la campaña de primavera.

Emilia pensó en defender a Lelio y en interceder por él para que el enojo de su marido se redujera. En el fondo de su alma, Emilia estaba segura de que sin Lelio la victoria final sería imposible, pero estaban enfadados el uno con el otro por una estúpida discusión y el orgullo de ambos parecía haber levantado una muralla insalvable para todos. Una muralla que se mantenía como si alguien la alimentara en secreto, pero Emilia no entendía quién podía querer una cosa así y menos aún por qué. Emilia asintió y cubrió su rostro con una sonrisa. Su pequeña silueta desapareció tras la cortina. Publio se quedó sentado, contemplando los mapas, mientras su mente intentaba decidir cuál sería el enclave perfecto donde librar una batalla campal contra Giscón. Estaba ahito de luchar y luchar sin fin. Sus ojos se detuvieron sobre la localidad de Ilipa. Tenía prisa. Hispania le alejaba de África. Prisa. Ansia.

28 Un astuto consejo

Gades, Hispania, diciembre del 207 a.C.

Giscón, sentado frente a su tienda, meditaba. No estaba contento, pero tampoco se sentía derrotado. Orongis había caído y los iberos reclutados por Magón y el ejército del general Hanón habían sido masacrados por los romanos. El propio Hanón había sido apresado y en esas fechas ya debía de estar cubierto de cadenas en el fondo de alguna quinquerreme enemiga camino de Roma. Giscón sonrió. Eso por imbécil. Recién ascendido a general y recién llegado a Hispania, el impetuoso Hanón creía que acabar con el nuevo general romano era cosa de niños. Giscón dejó de sonreír. Eso sí, Magón, como su hermano mayor, se las ingeniaba bien para sobrevivir y escapar. Algo que no había conseguido su otro hermano, Asdrúbal. La derrota del Metauro era un duro revés para Cartago, pero era aún mucho peor para los Barca. Aníbal acababa de perder a uno de sus dos hermanos, los únicos generales en los que Aníbal confiaba realmente, junto con Maharbal. Pero Cartago era más que los Barca. Para empezar, estaba él mismo: Giscón. Pronto los romanos comprenderían que debían temer no sólo por Aníbal, sino por otro general púnico. Con Asdrúbal Barca muerto, su ejército aniquilado, con Magón retirado y casi sin tropas y con Hanón prisionero de los romanos, la lucha contra el joven Escipión en Iberia era cosa suya. Sin embargo, Giscón tenía dudas. Había recibido noticias de Cartago. El Senado púnico estaba dispuesto a realizar nuevas levas y enviar más tropas de refuerzo, esta vez ya sólo bajo su mando, pero aun así eso podía no ser suficiente para enfrentarse con un general romano que cada vez contaba con más y más apoyos entre los iberos. El general cartaginés Asdrúbal Giscón decidió hacer lo que hacía siempre que estaba confuso. Se levantó y fue directo en busca de la tienda de su hija.

Sofonisba le recibió envuelta en una fina túnica de lana blanca de Tarento inmaculada que constrastaba con el tono oscuro de su suave piel. Llevaba el pelo negro largo, recién peinado, liso, brillante. En el brazo izquierdo lucía la preciosa alhaja de oro y rubíes en forma de larga serpiente cobra retorciéndose alrededor de su piel. Masinisa estaría contento si la viera, pero Giscón sabía que su hija sólo se la ponía en privado y que en público, especialmente si el númida Masinisa iba a estar presente, nunca se ponía aquella joya. La joven gozaba aceptando los regalos del joven líder de los maessyli para luego despreciarlos en público. Gozaba torturándole.

–Mi padre busca consejo -dijo Sofonisba con una sonrisa de satisfacción mientras se estiraba entre los almohadones del suelo de la tienda donde yacía medio tumbada, medio sentada-. Me alegro, porque es tan aburrido estar aquí… sola…

–¿Cómo sabes que busco consejo?

–Porque, querido padre, sólo vienes a reñirme si me he exhibido en exceso delante de tus soldados o cuando buscas consejo. Y hoy no he salido. Estaba perezosa. Montar a caballo, el polvo de los caminos… demasiado esfuerzo.

Giscón se sentó en una pequeña silla frente a su hija.

–Sea. Busco consejo.

Sofonisba se incorporó y se sentó recta sobre los almohadones esparcidos por el suelo de la tienda. – Te escucho, padre.

Giscón la miraba. Siempre se sorprendía de volver allí, a comentar a una joven de apenas diecinueve años, sus planes, sus dudas, pero Sofonisba, desde siempre, desde que era una adolescente, parecía tener un don para dar consejos, no importaba de qué se tratara, de estrategia militar o de política y su padre, hombre pragmático donde los hubiera, no tenía reparos ni sentía vergüenza en acudir a ella en busca de alguna idea. Y casi siempre salía de aquella tienda con alguna nueva forma de encarar sus problemas de la guerra, con algún plan en el que no había pensado. Así que Giscón descargó en su jovencísima hija todos los datos sobre la guerra con los romanos en Iberia: las legiones de las que disponía el general Escipión, el reciente desastre de la derrota de Hanón y Magón, la posibilidad de recibir más refuerzos de Cartago, la creciente popularidad del general romano entre los iberos…

–No hace falta que sigas, padre -le interrumpió Sofonisba al tiempo que se reclinaba de lado sobre los almohadones y se miraba distraída la valiosa joya regalo de Masinisa-. Está muy claro lo que debes hacer.

Giscón la miró incrédulo. Estaba acostumbrado a las burlas de su hija y a su constante aire de superioridad. Se lo tenía consentido y eso no le molestaba, pero lo que no veía era qué pudiera haber tan claro en todo aquello que él no acertara a detectar con tanta rapidez. Sofonisba continuó hablando. Sabía que su padre, como todos los hombres, como los niños, necesitaban que lo evidente les fuera explicado despacito.

–Tenías superioridad numérica frente al general romano, pero poco a poco la habéis ido perdiendo: primero se marchó Asdrúbal con gran parte del ejército, para hacerse matar en Italia, luego Magón y Hanón han mostrado su incapacidad y han perdido innumerables tropas, tú, padre mío, al menos, con tu cautela has preservado a gran parte de tu ejército y sobre eso debes fundamentar nuestra victoria. Pero es cierto que el romano es listo y ha sabido granjearse el favor de muchos de los pueblos iberos. Estáis igualados en tropas, aunque con las nuevas levas quizá le superes de nuevo, pero está claro que necesitas lo que él ha conseguido, padre.

Y Sofonisba calló. Giscón levantó las palmas de las manos hacia arriba y como su hija seguía distraída regocijándose en el brillo de su precioso brazalete, Giscón no tuvo más remedio que insistir.

–¿Y qué es lo que necesito?

–Necesitas, padre, más iberos. Tendrás igual o más soldados africanos que legionarios tenga él, pero no puedes permitirte presentarle batalla sin conseguir refuerzos de los iberos. Necesitas más iberos.

–Bien, eso ya lo había pensado yo -dijo un irritado Giscón, aunque no fuera cierto que hubiera concluido que ése pudiera ser su punto más débil-. La cuestión es cómo conseguir esos iberos.

Sofonisba le miró levantado las cejas y suspirando, como quien se esfuerza en ser infinitamente paciente. – Pídeselos a Imilce, padre.

Giscón frunció el ceñó y guardó silencio. Sofonisba apostilló unas palabras más.

–Llevas años cuidando de ella. Que te sea útil al menos una vez en su vida. Imilce es la esposa de Aníbal, Imilce es una princesa ibera, la hija del rey de Cástulo, o de eso se jacta. Si haces que les pida ayuda a sus padres, sus padres no se negarán. Tú no me niegas nada. Seguro que sus padres tampoco, si no por amor a su hija, por temor a ti y, si no, por un temor aún mayor.

Giscón la miró inquisitivo.

–Por temor a Aníbal -concluyó Sofonisba divirtiéndose al ver cómo aquellas palabras herían el amor propio de su padre. Pero Giscón era diestro, a fuerza de experiencia, en encajar las cada vez más hirientes indirectas de su hija sobre su menor valía con respecto a Aníbal. Lo fundamental era que Sofonisba, una vez más, tenía razón. Asintió y, sin decir más, se dirigió a la puerta de la tienda. Sofonisba se levantó entonces de un respingo, como una leona que teme un peligro inminente.

–Padre -dijo, y Giscón se detuvo sin volverse-, mis últimas palabras eran una broma. Pero sé que compararte con Aníbal es de las pocas cosas que te mueven a ser más valiente.

Giscón se volvió hacia ella y afirmó con la cabeza con una expresión algo más relajada. Sofonisba se quedó tranquila. Su padre salió y la dejó de nuevo a solas. La joven regresó a sus almohadones. Debía controlar sus ataques de desdén. A veces tenía miedo de tensar demasiado la cuerda.

Imilce escribía bajo la atenta mirada de Giscón. El general había insistido en que aquellos refuerzos eran fundamentales. En un principio, la joven princesa ibera pensó en resistirse, pero no veía con qué podía argumentar no pedir la ayuda que el general cartaginés le pedía. Giscón insistía en que pidiera aquellas tropas en nombre de Imilce y en nombre de su marido, Aníbal. La joven, al igual que Giscón, sabía que de ese modo sus padres no se negarían y enviarían a sus mejores guerreros y no sólo eso, sino que reunirían hombres de todas las ciudades y pueblos de alrededor. Lo harían por ella. Quizá todo fuera para bien. A lo mejor, aquellos refuerzos, junto con todas las tropas de los cartagineses, consiguieran al fin derrotar al joven general romano, como antaño hicieran, e Iberia estaría libre de los romanos, sometida a los cartagineses, eso sí, pero con su ciudad protegida por la alianza entre ella y su más poderoso general. Y, sin embargo… cuando Imilce alargó la mano con aquella tablilla de cera y vio cómo el general Giscón la tomaba en su mano, Imilce sintió miedo.

–Si no responden como deben lo pasarás mal.

Imilce no dijo nada. Se limitó a ver cómo el general salía de su tienda. De su cárcel. Imilce no temía por ella. Sabía que sus padres responderían con todo lo que pudieran y aún más. Traerían caballos, suministros, armas. Imilce temía por ellos, por todo su pueblo. Tenía la extraña sensación de no haber escrito una simple carta, sino de haber redactado una sentencia de muerte.

29 Algo peor que la muerte

Canusium, Italia, diciembre del 207 a.C.

El frío del invierno se hacía sentir por todo el campamento. Aníbal salió de su tienda y se acercó a una de las grandes hogueras que sus hombres habían encendido para calentarse durante el amanecer mientras se distribuía el desayuno. Al aproximarse Aníbal, el grupo de africanos e iberos que se habían arremolinado en torno a la gran hoguera se distanció de la misma para dejar un espacio prudencial entre ellos y su general en jefe. La dura figura de Aníbal se recortaba entre el resplandor trémulo de las llamas, proyectando una larga sombra sobre la tierra de Canusium. El sol no había despuntado, de modo que el fulgor de las llamas era aún intenso. En otro momento, la mayoría de los soldados que se habían apartado para dejar sitio a su general, habría ido a buscar el calor de otra hoguera, pero en aquellos días de incertidumbre y dolor parecían encontrar más abrigo en observar la resuelta silueta de Aníbal, firme y sereno, frotándose las manos ante los leños ardiendo. Sólo uno de entre todos aquellos hombres se atrevió a aproximarse al gran líder. Maharbal dio varios pasos hasta situarse junto al general, pero siempre guardando un par de pasos de distancia.

–Nerón nos ha enviado a dos de los nuestros, dos soldados que estuvieron en el Metauro. Supongo que quiere que nos cuenten lo que pasó para… -Maharbal se detuvo, pero Aníbal concluyó la frase sin dejar de mirar al fuego.

–Para que sepamos lo completa que ha sido nuestra derrota en el norte, ¿no es eso? – Y se volvió a mirar a su lugarteniente.

–Supongo que eso será. ¿Por qué si no liberar a dos de los nuestros? También nos hemos enterado de que Crispino, el cónsul que acompañaba a Marcelo en Venusia, ha muerto por las heridas de aquella batalla. – Maharbal añadió aquellas palabras con la esperanza de proporcionar alguna información que reconfortara a su general.

Aníbal se giró de nuevo hacia las llamas y asintió antes de hablar.

–Eso son buenas noticias, pero ahora lo importante son los mensajeros de los que me has hablado. Que los traigan. Poco importa lo que tengan que añadir. Nada será ya peor de lo que hemos visto y -de pronto el tono de Aníbal dejó de ser monocorde, cansado y se tornó en un timbre vivo, intenso-… y es posible que averigüemos alguna cosa interesante.

Maharbal empezó a retirarse confuso. Conocía bien el timbre resuelto que acababa de escuchar y le había extrañado descubrirlo cuando el general debía estar aún completamente abatido por la muerte de su hermano y, en especial, por la forma de su muerte. ¿Qué esperaba averiguar el general hablando con aquellos hombres? Si Nerón los enviaba no sería sino para acrecentar más su dolor. Quizá fue la noticia de la muerte de Crispino la que a fin de cuentas le había animado algo. La voz del general se dirigió a él desde la hoguera.

–¿Son africanos, iberos o galos… los prisioneros? – preguntó Aníbal.

–Africanos, mi general.

–Bien. Siempre serán más de fiar que los iberos o los galos.

Maharbal atravesó el campamento envuelto en sus reflexiones. En la puerta principal se encontró con los dos prisioneros africanos. Ordenó que le siguieran. Los cautivos recién liberados caminaron cabizbajos entre las miradas de repulsa de los veteranos de Aníbal. Sabían lo que pensaba cada uno de aquellos experimentados guerreros: «Llevamos aquí once años resistiendo a los romanos y vosotros caéis en el primer combate, ¿ahora qué haremos sin refuerzos?, ¿ahora qué haremos?»

Los dos africanos caminaban con cierto esfuerzo, pues ambos estaban heridos, uno en un costado y el otro en una pierna. Los médicos romanos les habían cosido las heridas de forma rápida y desinteresada. Sólo les preocupaba que sobrevivieran unas horas, las justas para transmitir su mensaje de horror. Lo que les pasara luego les traía sin cuidado. Agotados, llegaron frente a Aníbal.

El sol había nacido y cabalgaba sobre el horizonte mientras la hoguera estaba moribunda tras el general. Aníbal examinó a aquellos soldados: ambos estaban tatuados en brazos y piernas, siguiendo la costumbre de los soldados de su patria, y, de igual forma, de acuerdo con lo habitual en los ejércitos africanos, vestían una larga túnica blanca que abrochaban con un cinturon del que ya no colgaba arma alguna; las cabezas rapadas dobladas hacia el suelo ocultaban la tradicional pequeña barba común en aquellas unidades. Eran hombres que aún preservaban su origen, muy distintos a sus propias tropas africanas quienes, de tanto batallar en Iberia primero y luego en Italia, calzaban y vestían con una amalgama de ropas y armas de ataque y defensa producto de los botines de pasadas victorias. Aquellos derrotados le recordaron de golpe a Aníbal que existía una lejana patria que se llamaba África, pero no había tiempo para la melancolía.

–Decidme lo que ocurrió.

Los dos soldados se miraron entre sí. Al fin, el mayor, de unos cuarenta años, el que estaba herido en el costado, inició el penoso relato, que transmitió de forma entrecortada, pues la herida empezaba a sangrar de nuevo y parecía faltarle la respiración.

–Al principio fue bien, mi general… nuestra falange de africanos, de africanos e iberos, estaba doblegando a los romanos en su flanco izquierdo… y eso que eran más que nosotros, pero… los galos… los galos, los ligures no intervenían apenas… luego dijeron que el terreno era rocoso, complicado… se ve que un general romano, Nerón, eso dicen… estaba frente a los galos y al ver que no había apenas combate en esa zona… se llevó parte de sus hombres y rodeó sus propias tropas por la retaguardia… llegó entonces hasta nuestra falange derecha, la que avanzaba y nos atacó por el costado y por detrás… nos masacró y quisimos retirarnos pero los galos no ayudaban… luego todo fue un desastre… cayeron millares… todo el ejército está perdido, muerto, hecho prisionero o en huida por el norte…

El soldado se detuvo y se dobló hacia delante con la mano en el costado. Aníbal le miró atento. La túnica de lana blanca estaba empapada de sangre roja fresca. Aquel hombre no fingía su dolor.

–¿Y mi hermano? – preguntó Aníbal.

El soldado más joven fue a responder, pero el veterano se había recuperado e irguiéndose retomó el relato.

–El general Asdrúbal Barca luchó con gran valor, mi señor. Estuvo combatiendo en todo momento y en varias ocasiones consiguió rehacer nuestras líneas, pero cuando todo estaba perdido no quiso huir… se adentró cabalgando al galope contra las filas romanas… eso es lo último que vimos de él hasta…

Aquí el soldado interrumpió la narración, pero no porque le faltara el resuello.

–¿Hasta…? – inquirió impaciente Aníbal.

Esta vez el joven tomó el testigo con rapidez.

–Hasta el día después, mi general. Los romanos nos agruparon a todos los prisioneros y vimos cómo al amanecer del día siguiente traían el cuerpo de Asdrúbal, del general quiero decir, y lo dejaron delante de nosotros. Su cuerpo estaba atravesado por un montón de flechas y una lanza. Lo dejaron allí, delante de nosotros para que supiéramos lo que le había pasado…

–Pero no se atrevían a tocarlo, mi general -irrumpió el soldado veterano con vigor renovado-. No sabemos por qué. Yo creo que no sabían qué hacer con él. Así hasta el mediodía. Luego llegaron unos mensajeros de Roma y uno de los cónsules regresó junto al cadáver y ordenó que le cortaran la cabeza. Eso es lo que pasó. No pudimos hacer ya nada. Lo siento mucho, mi general, lo siento…

Y el soldado veterano volvió a llevarse la mano al costado para intentar reducir la hemorragia a la vez que se arrodillaba y repetía con insistencia sus últimas palabras.

–Lo siento, mi general… lo siento… lo siento de veras…

El guerrero más joven no comprendía bien aquello, pero pensó que era mejor imitar lo que su compañero más experimentado estaba haciendo y también se arrodilló y añadió sus disculpas a las de su compañero.

–Lo siento también yo, mi general. Aníbal se dirigió al veterano.

–¿No tocaron el cuerpo de mi hermano hasta que llegaron los mensajeros de Roma? ¿Es eso exacto, soldado? Piénsalo bien, necesito la verdad en ese punto, la necesito por Baal, Tanit y todos los dioses. Piénsalo bien.

El soldado veterano calló un instante y, al fin, levantando la mirada se dirigió al general.

–Eso fue lo que ocurrió. Tal y como lo hemos contado. Y volvió a bajar la cabeza.

Aníbal se giró una vez más hacia la ya inexistente hoguera. El sol iluminaba el mundo. La vida seguía como si no hubiera pasado nada, cuando todo ya había cambiado. El general en jefe de las tropas cartaginesas inspiró y exhaló aire profundamente. Habló sin mirar a nadie, de pie, con sus ojos cerrados hacia el sol.

–Que se lleven a estos hombres y que se les curen esas heridas.

Los dos guerreros se retiraron casi de rodillas dando gracias y pidiendo perdón, solapándose sus voces una con otra. Maharbal se dirigió a Aníbal con un tono de abatamiento completo.

–Ahora ya estamos seguros de que la derrota ha sido absoluta. Eso es lo que Nerón quería y no hemos aprendido nada más. Los hombres, sobre todo el veterano, parecían sinceros.

Aníbal le hizo un gesto con la mano a su lugarteniente y se encaminó a su tienda. Una vez en el interior, lejos de las miradas de todos, el general se sentó en su gran butaca de madera de pino cubierta de pieles de lobo y se permitió un suspiro y un gesto de enorme decepción. Maharbal comprendió que el general no quería que los soldados le vieran así. Fue, no obstante, tan sólo cuestión de unos segundos, pues, al instante, el semblante de Aníbal se tornó adusto y grave, preocupado pero con un remanente de rebeldía, unas gotas de resistencia que alimentaban el ánimo más allá de la desesperación y el agotamiento. Cuando Aníbal empezó a hablar, Maharbal entendió mejor que en ningún otro momento de su vida junto a aquel hombre, por qué Aníbal era quien era, por qué la todopoderosa Roma había estado de rodillas ante él y por qué aún no había nada decidido.

–Hemos perdido una batalla, Maharbal, no la guerra. Los romanos están satisfechos. Es lógico. Ha sido una gran victoria para ellos y una terrible y especialmente dolorosa derrota para nosotros, para mí, pero a medida que el tiempo dilate nuestra retirada, cada día que pase en el que permanezcamos en Italia será un día más que sumar a la angustia desbordada que ya han vivido los romanos. La angustia acumulada produce efectos devastadores. Asdrúbal ha caído, eso es cierto, pero queda Magón en Hispania; incluso queda el ambicioso Giscón. Aún quedan generales y recursos. Aún queda guerra. Los romanos han conseguido alargar la lucha, pero están impacientes por concluir la pugna. A diferencia de ellos, yo ya no tengo prisa alguna. Antes sí. Hubo un momento en que pensé que una guerra rápida sería lo mejor, pero ahora el tiempo, la prolongación de la guerra, juega a nuestro favor. Buscaremos un refugio en el sur y una vez más esperaremos refuerzos, asestando golpes aquí y allá. Mientras la guerra sea en sus tierras, son éstas las que se quedan baldías, son sus granjas las que esquilmamos, son sus ciudades las que sufren los asedios, son sus aliados los que deben decidir a cada momento si siguen leales o ceden a nuestros ataques. – Aníbal había hablado como un torrente. Se frenó un segundo y respiró un par de veces antes de continuar-. Además, yo creo que sí hemos aprendido de las palabras de esos hombres algo más allá de la intención de Nerón.

Maharbal no dijo nada pero abrió los ojos inquisitivo. Su general no dudó en complacer su curiosidad.

–Ahora, sólo ahora, Maharbal, sabemos, sé que no fue Nerón quien ideó la decapitación de mi hermano. No, no me mires con ese gesto de incredulidad. Sé lo que piensas: que Nerón estaba resentido contra mi hermano porque éste se le escapó de aquel desfiladero en Hispania, es cierto, es posible, pero si un hombre se deja llevar por su resentimiento actúa al momento; si Nerón hubiera sido el que quería humillar y vejar el cuerpo de mi hermano habría cortado la cabeza de Asdrúbal nada más localizar su cadáver. Pero ahora sabemos que no fue así, sabemos que pasó un día entero y que sólo después de que llegaran mensajeros de Roma se actuó en ese sentido. Alguien, Maharbal, alquien ordenó a Claudio Nerón, cónsul de Roma, que cortaran la cabeza de mi hermano y que la arrojaran contra nuestro campamento en Canusium.

Maharbal empezó a asentir, pero en su faz todavía se leía cierta duda.

–¿Pero quién puede dar órdenes a un cónsul? – preguntó Maharbal-, ¿el Senado?

–Podría ser… podría ser… a un cónsul cualquiera, en un momento difícil, es posible, pero no a un cónsul que acaba de conseguir una enorme victoria. No, sólo hay un hombre en Roma con el ascendente suficiente para poder ordenar una felonía tan humillante como decapitar a un general enemigo y catapultar su cabeza para que la vea su hermano. Sólo alguien que ha sido cónsul en multitud de ocasiones e incluso dictador de Roma, sólo quien declaró esta guerra en nuestro Senado de Cartago, sólo alguien así de osado puede atreverse a tanto y sólo hay alguien tan poderoso y retorcido en Roma.

–Quinto Fabio Máximo -concluyó con certidumbre Maharbal.

–Quin-to-Fa-bio-Má-xi-mo -repitió sílaba a sílaba Aníbal Barca.

El silencio que siguió fue tenso. Maharbal consideró con tiento sus palabras.

–Podríamos intentar ordenar un ataque contra él, como hicimos contra el cónsul Marcelo, pero Máximo apenas sale ya de Roma y en la ciudad siempre va muy protegido. He oído que su mansión en las afueras es una auténtica fortaleza.

Aníbal asentía despacio.

–Pero eso no importa pues no es su muerte lo que busco, eso no me satisfaría: asesinar un anciano es abreviar el sufrimiento intrínseco que lleva consigo la vejez. No, esa lenta muerte de la edad se la dejo para que la disfrute con deleite. No, Maharbal, hemos de buscar algo que le duela a Fabio Máximo aún más que su propia muerte.

Maharbal empezó a entender el razonamiento de su general.

Aníbal y su segundo en el mando hablaron largo y tendido aquella mañana. Nadie les molestó durante tres horas.

30 Voti damnatus, voti condemnatus

Campamento romano próximo a Tarraco, diciembre del 207 a.C.

En la penumbra de una tienda militar, al amparo de la tenue luz de una vela, Cayo Lelio, tumbado en un lecho de paja cubierto de pieles de oveja, acariciaba el pelo lacio, largo y suave de su fiel esclava egipcia. La respiración sosegada de la muchacha le apaciguaba el mar turbulento de sentimientos en el que su alma parecía zozobrar. Se había pasado la mayor parte de aquella campaña residiendo en el campamento en lugar de en Tarraco. No era querido en el frente. Publio prescindía una y otra vez de sus servicios y, tal y como se desarrollaban los acontecimientos, con las brillantes victorias de Lucio, el hermano del general, y de Silano, el nuevo tribuno incorporado a las tropas de Hispania con los refuerzos que Lucio sí pudo conseguir, estaba claro que el general no precisaba de su ayuda para nada. Era curioso. Aquello desmontaba por completo el argumento que Fabio Máximo utilizara para intentar quebrar su lealtad a los Escipiones. Máximo insistió una y otra vez en que las grandes victorias de Publio se debían a su intervención, como el rescate de su padre en Tesino o la toma de Cartago Nova, pero Lelio había analizado las cosas desde aquella conversación con el viejo cónsul y senador de Roma. No, Publio era el auténtico estratega y no necesitaba ni de su ayuda ni de la de nadie. Publio sólo precisaba de tropas y de oficiales leales. Con eso conseguiría todos sus objetivos. Seguramente por eso Máximo le temía tanto. Quedaba la nueva campaña de la próxima primavera. Publio buscaba un enfrentamiento definitivo con las tropas de Giscón y Magón. Tenía prisa por salir de Hispania. Lo presentía. Publio seguía hechizado con su idea, con la idea de su padre y de su tío de llevar la guerra a África. Una locura según todos. Él… él mismo ya no sabía qué pensar. Publio se había mostrado acertado en muchas cosas. Quizá también tuviera razón en eso. Quizá no y, si así fuera, conduciría a la muerte, a la aniquilación total, a cuantos le siguieran y, si esa circunstancia se daba, él estaría allí, en los barcos que navegaran hacia África, siempre siguiendo a Publio, siempre con él. Netikerty se movió. Se estiraba para tomar una manta y tapar su cuerpo desnudo. Aquello le distrajo. Netikerty. La dulce Netikerty. Había estado haciendo el amor con ella toda la tarde. Estaba exhausto. Netikerty era lo único que le quedaba en la vida que le daba fuerzas. Nunca pensó que padecería tanto con el distanciamiento de Publio, pero le dolía hasta el infinito. Él sólo quiso manifestar que dejar pasar a Asdrúbal Barca hacia la Galia era un error y que el Senado lo usaría contra el propio Publio. Era cierto que cuando lo dijo había bebido demasiado y que se puso en contra del propio Publio en público, delante del resto de los tribunos, centuriones y legionarios. Ahora, todo aquello estaba superado por los recientes acontecimientos: con Asdrúbal Barca muerto, que Escipión le hubiera dejado pasar ya no parecía tan importante. Fue un error enfrentarse a Publio en público, pero el general ni siquiera vino luego a interesarse por él. Nunca. Desde entonces sólo distanciamiento. Había pensado en disculparse él, pero su orgullo se lo impedía y parecía que Publio tenía a su vez el orgullo de los patricios. Ahora, irónicamente, estaba condenado a defender la vida de alguien que apenas le hablaba, de alguien que ya no contaba con él para nada de auténtico valor. Voti damnatus, voti condemnatus. Y lo más curioso de todo es que ahora, lo único que le congraciaba con la vida, la dulce, hermosa y siempre dispuesta Netikerty, era algo que le había proporcionado Quinto Fabio Máximo.

LIBRO IV LA CONQUISTA DE

HISPANIA

206 a.C.

Fortunam insanam esse et caecam et brutam perhibent philosophi Saxoque instare in globoso praedicant volubilei, Quia quo id saxum impulerit fors, eo cadere Fortunam autumant, Insanam autem aiunt, quia atrox, incerta instabilisque sit, Caecam ob eam rem esse iterant quia nil cernat quo sese adplicet; Brutam quia dignum atque indignum nequeat internoscere.

Marco Pacuvio

[La diosa Fortuna es loca, ciega, irracional, dicen los filósofos. Nos la presentan encima de un globo pétreo móvil; dicen que viene a caer allí donde el azar impele al globo de piedra. Dicen que es loca porque es cruel, incierta y mudable; añaden además que es ciega porque no ve adonde se dirige; irracional porque no sabe distinguir al que es digno del que es indigno de ella.]*

* Déla tragedia Paulo del escritor Marco Pacuvio, contemporáneo de Escipión el Africano; traducción de Manuel Segura Moreno, ligeramente modificada por el autor de esta novela. Texto recogido en Manuel Segura Moreno (1989), Épica y tragedias arcaicas latinas, Granada, Universidad de Granada.

31 Ilipa

Primavera del 206 a.C.

Campamento general romano

Faltaban aún dos horas para el amanecer, pero Publio Cornelio Escipión ya había desayunado y sus hombres debían de estar terminando. El general observaba el movimiento de los legionarios yendo y viniendo con los preparativos que había ordenado. Lelio no estaba con ellos. Una vez más había dispuesto otra tarea para él: entrevistarse con el rey Sífax de Numidia, mientras él y Silano reclutaban tropas iberas en ruta hacia al sur para enfrentarse a Giscón; pero el encargo de entrevistarse con Sífax era una misión importante aunque la mirada de decepción con la que Lelio recibió aquella orden mostraba a las claras que el veterano tribuno no lo percibía así. Publio quería ir preparando el camino para la guerra en África. Puede que Giscón le derrotara aquella mañana, pero si no era así y él vencía, tenía que ir poniendo en marcha todas las alianzas necesarias en África. Luego, con el seguro enfrentamiento en el Senado de Roma, no tendría ni el tiempo ni las manos tan libres para establecer esas negociaciones. Los dioses decidirían al final del camino si estaba acertado o equivocado.

Publio sostenía aún su cuenco donde había terminado su doble ración de gachas de trigo con leche de cabra. También había tomado carne de jabalí seca y queso y pan y había sido meticuloso en dar instrucciones para que todos, desde los tribunos hasta el último de los legionarios de la infantería ligera, comiera un desayuno similar. Necesitaba hombres fuertes y bien nutridos, en especial aquel día. Llevaban una semana en aquellas lomas que los iberos de la región denominaban Pelagatos, acampados frente al cuartel general de las tropas cartaginesas concentradas por Giscón en las proximidades de Ilipa. Varios días en los que no pasaba nada que pudiera hacer avanzar la contienda de Hispania. A media mañana, Publio hacía salir a sus soldados, con las legiones en el centro y los aliados iberos en las alas y, como respuesta, Giscón hacía salir a sus soldados púnicos, también en el centro, y en las alas sus mercenarios hispanos. Ambos generales situaban sus respectivas fuerzas de caballería detrás de la infantería de cada ala, y a esto Giscón añadía unos pocos elefantes, insuficientes para desequilibrar un posible combate, en ambos extremos de su formación, pero luego no pasaba nada. Los ejércitos permanecían el uno frente al otro durante el resto del día sin que ocurriera nada. Eso iba a cambiar con el nuevo amanecer. Los legionarios estaban terminando el desayuno y empezaban a salir hacia el exterior del campamento. Primero cada manípulo formaba en la calle central o principia, justo frente al gran praetorium, bajo la atenta mirada de su general, para luego girar noventa grados hacia la derecha y encaminarse hacia la porta principalis dextera. Escipión había conseguido reunir unos cuarenta y cinco mil hombres, al sumarse a sus cuatro legiones diversos contingentes de tropas iberas, en su mayoría guerreros de infantería, pero también un regimiento de quinientos jinetes hispanos. Sin embargo, los cartagineses habían podido sumar hasta setenta mil hombres al reunir las tropas de Giscón junto con las nuevas levas llegadas de África y un elevado número de hispanos llegados de todas aquellas poblaciones donde el poder púnico aún ejercía una notable influencia, muchos procedentes de Cástulo.

Publio estiró su mano y un calón le retiró el cuenco vació y lo sustituyó por un cáliz de plata lleno de agua fresca. Nada de vino o mulsum. Eso llegaría a la noche si es que sobrevivían a lo que debía acontecer aquel día. Silano y Marcio llegaron, cada uno desde un extremo opuesto del campamento. Marcio fue el primero en informar al general.

–Todo estará dispuesto en poco tiempo. Los iberos ya han salido y las legiones lo están haciendo ahora. ¿Es seguro lo del cambio en la formación, mi general?

Publio asintió dos veces, con seguridad, y luego subrayó su voluntad con palabras.

–Atacaremos primero y atacaremos con una formación diferente a la que esperan. Llevaremos la iniciativa dos veces. Son más. Hemos de ser mejores, más fuertes, más inteligentes. Y estoy cansado de esperar. Vamos allá. – Y echó andar hacia la porta principalis dextera sin esperar respuesta alguna. Silano y Marcio se miraron levantando ambos las cejas y, sin dudarlo, siguieron a su general. A medio camino entre el praetorium y la porta principalis, Publio retomó la palabra.

–Yo dirigiré el ataque desde el ala derecha; vosotros conduciréis el ala izquierda y los iberos del centro serán dirigidos por sus jefes. Desde el centro, les resultará difícil abandonar la formación y huir. Por si acaso he ordenado a la caballería que vigile que no retrocedan. – Publio vivía con temor la reacción de los aliados iberos. El abandono de éstos en los ejércitos que comandaban su padre y su tío años atrás fue el factor decisivo que terminó con ellos muertos sobre las praderas de Hispania. Por eso los quería ahora en el centro, donde no pudieran escapar con facilidad. La clave, sin embargo, estaba en las alas. Siguió explicándose-. Les envolveremos. Hemos de doblegar sus flancos.

Campamento general cartaginés

Con la primera luz del amanecer, el general Giscón salió de su tienda. Hacía algo de fresco y se veía alguna nube oscura en el horizonte, pero en aquella parte del mundo aquello podía significar cualquier cosa. Igual podía llover torrencialmente durante horas, como despejar a lo largo de la mañana y hacer un sol radiante. Era un clima extraño el de aquel país. En las hogueras próximas a su tienda veía cómo se estaba calentado comida para el desayuno que aún no se había empezado a distribuir. No había prisa. Hasta el mediodía el romano no desplegaba sus tropas. Tenía sed.

–Traed agua -dijo, mientras un esclavo le traía su coraza y otro se situaba a su espalda para ayudarle a ajustaría bien al pecho anudando con firmeza las correas, cuando desde el ala este del campamento llegó un soldado corriendo a toda velocidad. Se detuvo en seco frente a él y entre grandes aspavientos para recuperar el resuello anunció su mensaje.

–Mi general… los romanos… todos… han formado ya… las cuatro legiones y sus aliados… y avanzan… avanzan hacia nuestro campamento en formación de ataque. Están a sólo cinco mil pasos…

Giscón abrió bien los ojos. Se zafó del esclavo que seguía ajustando las cinchas de su coraza y rechazó el agua que le ofrecía otro sirviente.

–¿Estás seguro?

–Sí, mi general. Todos sus hombres… y avanzan hacia nosotros. Es un ataque en toda regla.

Giscón salió en dirección a la empalizada del campamento cartaginés y a buen paso, en menos de un minuto, se encaramó a lo alto de la fortificación. Allí se topó con Magón Barca, quien advertido por sus propios oficiales, había acudido al igual que él, a comprobar que los romanos estaban realmente lanzando un ataque en toda regla. El soldado no había exagerado. Allí, ante los ojos de ambos generales púnicos, a menos de cinco mil pasos, en una progresión lenta pero constante, avanzaban todas las legiones de Roma desplazadas a Hispania. Giscón se pasó el dorso de su mano por sus labios resecos de la noche y, sin bajar de la fortificación y sin consultar a Magón, se dirgió a sus oficiales que se habían congregado a sus pies, debajo de la empalizada, en la parte interior del campamento.

–¡Que salga todo el ejército! ¡Ya! ¡Ya! ¡Por Baal, no tenemos un minuto que perder o no podremos ni usar los elefantes y la caballería! ¡Sacadlos a todos ya! – terminó gritando y levantando sus brazos. Los oficiales de Giscón desaparecieron y el campamento cartaginés se transformó en un torbellino de ir y venir de hombres y bestias.

Magón le cogió por el brazo y apretó con fuerza. Algunos de los oficiales leales a Magón dudaban en cumplir las órdenes de Giscón sin recibir confirmación del más joven de los Barca, y más aún ante la actitud tensa de su jefe que, en voz baja, discutía con Giscón.

–La formación romana no es la habitual -dijo Magón-. No sabemos lo que está planeando el general romano. Quiere que salgamos. Es mejor quedarse. Defendiendo el campamento desgastaremos sus tropas. Se retirarán y mañana tendremos oportunidad de atacarles sin haber sufrido apenas bajas.

Giscón negaba con rotundidad sacudiendo la cabeza con furia. Si por él fuera, habría arrojado a Magón Barca por encima de la empalizada. Dos razones de peso le hacían controlar sus impulsos: no estaba bien dar una imagen de división ante las tropas y, aunque le dolía admitirlo, no tenía claro que fuera capaz de realizar semejante empresa; no parecía fácil doblegar al joven Magón Barca, el pequeño de los hermanos de Aníbal.

Magón veía cómo era imposible razonar con aquel ofuscado Giscón. Apretó los dientes y, mirando a los oficiales que aun dudaban qué hacer, asintió una sola vez, con claridad y decisión. Lo único que compartía Magón con Giscón era la seguridad de que no podían dar órdenes contradictorias, no podían sacar medio ejército y dejar medio dentro. Eso era suicida. Toda vez que Giscón había puesto en marcha la maquinaria del inmenso ejército cartaginés en Hispania, Magón ya no podía hacer otra cosa sino seguir la corriente y rogar a Baal por su ayuda en medio de aquella vorágine.

La salida del ejército de Giscón y Magón aquella mañana no fue ejemplar, pero sí efectiva. En poco menos de media hora todas las tropas estaban formadas frente al campamento. No tuvieron problemas durante su despliegue por dos motivos: porque formaron a sus tropas de la misma forma que los días anteriores, con los iberos en las alas y los africanos en el centro, sin introducir variaciones. Giscón aún no se había percatado con claridad del cambio en la formación romana al que había aludido Magón, donde las legiones estaban en las alas y los iberos en el centro; y, en segundo lugar, porque salieron a toda prisa sin ni siquiera perder tiempo en distribuir el alimento del desayuno. Además, para sorpresa de todos, el general romano ordenó detener el avance de las legiones cuando éstas se encontraban a tan sólo mil pasos de distancia, aun cuando podría haberse aprovechado del cierto desorden que todavía reinaba entre la formación cartaginesa que no se había podido constituir aún en todas sus unidades. Una decisión la del romano que Giscón juzgó absurda pero que agradeció sobremanera. Los dioses cartagineses estaban con él aquella mañana. Así Giscón, en la retaguardia del centro de su gran ejército, sonreía entre confuso y satisfecho. Les habían intentado sorprender pero habían reaccionado con rapidez, pese a la estúpida duda de Magón, y, para mayor alegría, al final, en el momento clave, el general romano había tenido miedo y había detenido el ataque dando un respiro a sus hombres que ahora ya sí habían podido formar todas sus unidades y regimientos, dispuestos todos para la contienda. Aquel romano no sabía lo que hacía. Peor aún: no sabía ni lo que quería hacer. Igual ni siquiera habría combate. Giscón no tenía prisa alguna. Su ejército estaba muy bien abastecido y los lugares de aprovisionamiento eran ciudades cercanas amigas a su causa, mientras que el ejército romano combatía lejos de su área de mayor influencia, al norte del Ebro, y, si se dilataba la espera antes del gran combate, sus líneas de aprovisionamiento se debilitarían por la larga distancia entre Ilipa y Tarraco. Por eso Giscón no pensaba tomar la iniciativa. Sólo le fastidiaba no haber podido desayunar. La noche anterior cenó mal y bebió algo de más y un buen desayuno siempre le ponía el cuerpo a tono, pero aquello eran minucias que se solventarían en unas horas, cuando el romano volviera a retirar sus tropas, como ayer, como anteayer y como todos los días que habían precedido a aquella mañana.

Ala izquierda del ejército romano

Llevaban una hora en formación de ataque. Silano y Marcio se miraban de cuando en cuando y no decían nada. Volvían entonces sus ojos al otro extremo del ejército, en busca de la figura del general. Éste permanecía quieto, impasible, sin dar la orden de ataque. Ambos tribunos esperaron con paciencia media hora más antes de que Silano se atreviera a plantear una pregunta a Marcio. Silano dudaba porque era un recién llegado; sólo llevaba una campaña bajo el mando del joven general Escipión, mientras que Marcio había luchado varios años primero bajo las órdenes del padre y el tío del nuevo general y luego había estado a su lado en la toma de Cartago Nova y en la victoria de Baecula. Silano temía que su pregunta pareciera inoportuna o fruto de la inexperiencia.

–¿A qué esperamos?

Lucio Marcio Septimio se volvió hacia Silano, le miró un segundo sin decir nada, luego se giró hacia el general y de nuevo miró a Silano. – No lo sé -dijo Marcio.

Y es que ninguno de los dos tribunos terminaba de entender bien a qué venía tanta prisa para levantarse si luego, una vez todos dispuestos, el general había detenido el avance, dando así tiempo a los cartagineses a ponerse en formación, para terminar luego permaneciendo, como cualquier otro día, allí, detenidos, como pasmarotes.

Pasó una hora más. Dos horas. Tres horas. Cuatro horas. Silano y Marcio dieron orden de que se distribuyera agua con frecuencia entre los hombres. El sol del mediodía caía de plano. Fue entonces Marcio el que tomó la iniciativa y se dirigió a Silano mientras montaba en un caballo que había mandado traer.

–Voy un momento a hablar con el general. Voy a preguntarle qué espera para atacar.

Silano asintió.

Retaguardia del ejército cartaginés. Alto mando púnico

Asdrúbal Giscón se quitó el casco y dejó que el aire envolviera su cabeza, pero el viento estaba detenido y el sol pegaba con tal fuerza que chorreaba sudor por los cuatro costados de su ser. Era desagradable aquella espera. Para no hacer nada sería más lógico que el romano hubiera salido al mediodía a formar su ejército y no hacer ese avance que parecía un ataque antes del amanecer. Definitivamente aquel general romano no sabía cómo llevar una guerra. Aquél era un día de sufrimiento inútil para todos.

Ala derecha del ejécito romano

Marcio desmontó de su caballo en cuanto llegó a la altura del general. Lucio Marcio estaba sudoroso, como todos, y cubierto por el polvo que su montura había levantado al galopar. Publio Cornelio Escipión no pareció sorprendido de su llegada.

–Mi general -preguntó Marcio-, por todos los dioses, y con el debido respeto, ¿a qué estamos esperando?

El joven Publio le miró y le respondió con concisión.

–A que tengan hambre. – Y señaló a los cartagineses.

Marcio empezó a comprender. Asintió despacio, pero aún tenía dudas.

–Pero, mi general, nuestros hombres también llevan horas sin probar bocado…

–Es cierto -le interrumpió el general de forma tajante-, pero ¿cómo está tu estómago, tribuno?, ¿realmente estás muerto de hambre o puedes aguantar?

–Puedo aguantar, general, y supongo que el resto de los hombres también.

–Bien, porque ellos llevan desde la noche anterior sin comer nada y el sol es igual de implacable para todos. Pronto empezarán a querer distribuir comida. Entonces atacaremos con todo lo que tenemos. Ataque frontal con los iberos y con las legiones haremos una maniobra envolvente. Quiero rodearlos. Sus elefantes son pocos y los han puesto en los extremos, rodeados de iberos que les tienen tanto o más miedo que nosotros. Nuestras legiones, con el apoyo de la caballería, deberán acabar con elefantes e iberos. Ésas son las órdenes.

Marcio se llevó el puño derecho cerrado al pecho.

–Sí, mi general.

Retaguardia del ejército cartaginés. Alto mando púnico

Magón Barca llegó junto al general Giscón y le propuso repartir comida entre los hombres.

–Llevan demasiadas horas sin comer. Si hay combate estarán agotados -dijo con aire de preocupación.

Giscón no odiaba nada tanto como tener que dar la razón a un miembro de la familia de los Barca, pero el hermano pequeño de Aníbal tenía razón, así que asintió sin decir nada. Magón partió para poner en marcha el avituallamiento de las tropas. A los pocos minutos se abrían las puertas del campamento general cartaginés para que esclavos y siervos de los púnicos llevaran cestas con comida a las diferentes unidades diseminadas por la llanura. Los soldados se alegraron al ver llegar los primeros cestos con pan, carne seca, queso y algunas frutas, pero apenas habían iniciado las unidades de la última línea a hincar el diente en algún pequeño pedazo de pan cuando las cuatro legiones de Roma y sus aliados iberos empezaron a avanzar de nuevo, a buen paso, haciendo que sus espadas golpearan los escudos hasta transformar todo el valle en un ensordecedor trueno de ruido y alaridos de guerra.

Asdrúbal Giscón montó en un caballo y ordenó que se interrumpiera el reparto de comida. No había ya tiempo para eso.

–¡Al ataque! ¡Avanzad! – aulló con todas sus fuerzas; sabía que éste era el choque definitivo; eran más, casi doblaban en número a los romanos. Acabarían con ellos-. ¡Por Baal, por Cartago! ¡Al ataque! ¡Exterminadlos! ¡Que no quede un romano vivo en toda la región!

Ala derecha del ejército romano. Vanguardia

Quinto Terebelio comandaba a los triari de la tercera línea de combate. Éstos permanecían inactivos mientras los hastati de primera línea arremetían contra el gigantesco tumulto de iberos, acompañados de unos quince elefantes, que se les echaba encima, pero los hispanos no estaban acostumbrados a combatir con aquellas bestias entre sus filas y, en ocasiones, entorpecían los movimientos de los paquidermos, anticipándose a ellos, interponiéndose en su camino, o los confundían con su mar de voces guerreras que inundaba todo lo que les rodeaba con la pretensión de infundir temor entre sus enemigos. El resultado era que para cuando los iberos al servicio de los cartagineses llega ban a confrontarse con los hastati, los hispanos de Cartago debían luchar a un tiempo contra los romanos y contra alguno de los elefantes que, en su locura, se había vuelto contra ellos. Por el contrario, los elefantes que sí habían alcanzado a los romanos antes de que se les interpusieran los iberos eran recibidos con diferentes andanadas de armas arrojadizas de todo tipo y, si bien alguno de los elefantes embistió a varios manípulos de la formación romana, en su mayoría fueron repelidos y puestos en fuga con dirección hacia los iberos del ejército púnico. Al cabo de media hora, todos los elefantes habían perecido, unos a manos de los romanos y otros por las lanzas de los mercenarios cartagineses que se defendían de aquellas bestias que no hacían más que impedirles combatir contra las legiones de Roma.

Retaguardia romana, ala derecha

Publio observó cómo se había conjurado el peligro de los dos pequeños grupos de elefantes, no sólo por la confusión de los animales al ser ubicados por Giscón entre los inexpertos iberos, en lugar de con la experimentada falange africana del centro, donde habrían sido más hostiles y operativos, sino porque, además, el terreno en los extremos de la formación de ambos ejércitos era más abrupto y, en consecuencia, menos conveniente para los propios elefantes. Otra cosa hubiera sido si Giscón hubiese dispuesto no de unos venticinco elefantes, sino de cincuenta o sesenta pero, pese a aquella victoria parcial, el enemigo aún le superaba en número y los hastati habían sufrido ya mucho en aquel choque inicial. Publio hizo una señal con su mano derecha a sus oficales.

–Que entren en combate los principes -dijo, con serenidad, sin gritar. Las trompas y tubas de las legiones empezaron a sonar y el general vio cómo en el campo de batalla, sus manípulos obedecían con férrea disciplina, retirándose los hastati y dejando que las unidades de principes los reemplazaran. De ese modo, los soldados que recibían a los iberos de Cartago, que aún estaban aturdidos por el fiasco de los elefantes, eran legionarios frescos y, también, mejor alimentados en las últimas horas que los propios iberos, a quienes los estómagos vacíos empezaban a crujirles en las entrañas. El general dio una orden más.

–Que la infantería ligera de ambas alas rodee al enemigo y ascienda por los extremos apoyados por la caballería. Quiero que empiecen a atacar a esos iberos por los flancos.

Ala izquierda del ejército púnico

Los iberos de Cartago estaban hambrientos, sin embargo, tenían un orgullo guerrero que les hacía combatir con furia; pero los romanos iban sustituyendo las unidades de primera línea por nuevas unidades de refresco de forma continuada, mientras que ellos se veían obligados a combatir a destajo sin una organización similar que les permitiera intercambiarse unos por otros. En su lugar, los iberos de primera línea combatían hasta la extenuación o, en muchos casos, hasta que caían heridos por el enemigo, y entonces eran reemplazados por los que estaban detrás. No era un sistema tan eficaz como el romano, pero aun así podrían haber mantenido las posiciones durante mucho tiempo de no ser porque por su flanco izquierdo llegaron nuevas tropas del enemigo, respaldados por una poderosa carga de la caballería romana. Las bajas en aquel extremo fueron incontables y la confusión inicial entre los iberos sobre el resultado final de aquella batalla empezó a tornarse en profundo temor.

Centro de la batalla. Retaguardia cartaginesa

Giscón contemplaba cómo su bien organizada falange africana contenía a los aliados hispanos de los romanos, aunque aquéllos tampoco cedían demasiado terreno. En cualquier caso estaba satisfecho. Con los iberos siempre era así: resistían una o dos horas y luego empezaban a ceder terreno. Era cuestión de tiempo. Un jinete, escoltado por varios númidas, se acercó hacia la posición del alto mando. Giscón reconoció la inconfudile silueta de uno de los Barca sobre aquel caballo y sabía que si había abandonado su posición en una de las alas de la formación era porque traía malas noticias.

Magón desmontó de su caballo y se dirigió con vehemencia hacia Giscón.

–Hay que replegarse al campamento y atrincherarse allí. Las alas ceden. Los romanos nos sobrepasan por ambos flancos. Algunos iberos comienzan a huir del campo de batalla. Si nos replegamos los mantendremos con nosotros, pero si no, corremos el riesgo de una desbandada general.

Giscón le escuchó sin mirarle, concentrado como estaba en contemplar cómo su falange africana mantenía bien el tipo en el corazón de la batalla. Magón comprendió que Giscón estaba ofuscado.

–¡Lo que tienes delante de tus ojos es sólo un espejismo! – le gritó Magón-. ¡La batalla se está decidiendo en las alas, pero, por Baal, aún podemos evitar el desastre y dejarlo todo en un desenlace confuso! ¡Además, nuestros hombres, incluidos la falange, empezarán a dar signos de agotamiento por la falta de comida antes que los suyos! ¡Hay que retirarse!

Giscón se resistía a dar su brazo a torcer, pero los dioses iban a decidir por ellos. El cielo, que en la última hora de aquella tarde se había ido llenando de nubes, se rasgó en sus entrañas con un potente trueno que estalló encima de cartagineses, númidas, iberos y romanos, ajeno a sus pasiones, a sus odios y a su guerra. El agua se desparramó sobre guerreros y caballos, sobre heridos y cadáveres como un torrente inundándolo todo en cuestión de minutos.

Ala derecha romana. Alto mando

Publio Cornelio Escipión estaba calado hasta los huesos. Con una mano protegiéndose los ojos, apenas si alcanzaba a ver cómo las unidades de primera línea pugnaban por continuar con el combate en medio del fango mezclado con agua y sangre que lo empapaba todo y en donde las sandalias de los legionarios se hundían dificultándoles toda maniobra útil. En los extremos, los caballos, molestos por la intensa lluvia, perdían reflejos y resultaban menos combativos. Publio levantó la cabeza. Quería ver el cielo, buscar si había claros, pero ni tan siquiera pudo abrir los ojos de tanta agua como caía sobre él. Aquello no era lluvia, sino un diluvio brutal. Publio apretó los dientes con rabia. Suspiró y dio una patada en el suelo. Levantó su brazo derecho y hucinatores y tubicines tocaron retirada general. La victoria absoluta había estado tan cerca, tan cerca. No era momento para aflojar. Se retirarían al campamento y atacarían de nuevo en cuanto escampara.

32 La retirada de Giscón

Ilipa, primavera del 206 a.C.

Los romanos, tras la obligada retirada que forzó aquel gigantesco aguacero, no cejaban en su empeño y atacaban a diario y, sin dejar tiempo para el descanso, por la noche lanzaban flechas incendiarias que mantenían a todos los cartagineses e iberos del campamento de Giscón ocupados en apagar los fuegos que prendían por todas partes. Ése era el modo en el que llevaban luchando varios días. Los cartagineses estaban agotados, pero no vencidos. Giscón tenía que admitir que Magón había supervisado con notable éxito el refuerzo de las fortificaciones del campamento, lo que, unido a la posición en alto en la que estaba levantado, hacía del mismo una plaza difícil de conquistar; no obstante, los ánimos entre los mercenarios hispanos estaban calientes y las dudas impregnaban sus corazones siempre vacilantes.

Magón Barca entró en la tienda del general Giscón con aire cansado por las tareas interminables de defensa. Giscón le invitó a sentarse en una silla frente a él. Magón aceptó de la misma forma en la que aceptó el agua que le ofrecía un esclavo. Saciada su sed, empezó a hablar.

–La situación no es buena, Giscón, pero el problema no es ése; podemos aguantar así unos cuantos días, quizá semanas. Tenemos suministros abundantes. El problema es que irá a peor. Los iberos están recelosos. Han empezado las deserciones. De momento en pequeña escala, pero cada vez temo más que amanezca un día y que miles de ellos nos hayan dejado solos. En el campamento corre el rumor de que el general romano perdona a todos los iberos que nos abandonan.

–¿Y qué quieres que hagamos?

–Atacar ahora que aún están con nosotros -respondió Magón rápido.

–Cuando ordené el ataque te oponías, querías que nos mantuviéramos en las fortificaciones, y ahora que estamos dentro, quieres atacar -espetó Giscón desairado.

–Sí, está claro que tú y yo no compartimos cuál es el momento para el ataque y cuál es mejor para defenderse.

Tras el último comentario de Magón el silencio se apoderó de la estancia. El viento soplaba y agitaba la tela de las paredes de la tienda. En el exterior se oían algunos gritos. Había anochecido y los romanos volvían a arrojar flechas que prendían en diferentes puntos del campamento.

–Creo que es mejor que te ocupes de las tareas de defensa -dijo al fin Giscón- y que me dejes a mí la estrategia.

Magón sonrió con desprecio al tiempo que negaba con la cabeza. Se levantó y salió sin decir nada. Giscón se quedó a solas engullendo el menosprecio de su colega en el mando. No podía matarlo porque era un Barca y Aníbal era aún muy poderoso, pero en aquel momento se juró a sí mismo que si la guerra no acababa con aquel joven orgulloso bárquida, sería él quien maquinaría su muerte.

Giscón se levantó a su vez y salió de la tienda. Al salir se le unieron un pequeño grupo de guerreros africanos, su escolta personal, que lo acompañaron en su paseo por un agitado campamento donde brotaban pequeños incendios en distintos lugares mientras centenares de soldados corrían de un lugar a otro dando voces. Aquello era un desatino. Los romanos estaban jugando a volverlos locos y por Baal que iban por el buen camino. Giscón pasó por delante de la vigilada tienda de Imilice pero pasó de largo y continuó caminando unos pasos más hasta plantarse frente a la puerta de la tienda de su hija. Los guardias de la misma le apartaron la cortina de acceso y el general entró en el interior. Sofonisba estaba en una esquina entretenida en leer, a la luz de varias velas, un rollo que parecía escrito en caracteres griegos.

–¿Qué haces? – preguntó su padre mientras se sentaba en una pequeña butaca en el otro extremo de la tienda.

Sofonisba respondió sin mirarle, sin apartar sus hermosos grandes ojos negros del rollo que sostenían sus manos.

–Leo… una comedia de Aristófanes… sobre cómo unas mujeres son capaces de detener una guerra…

Su padre hizo una mueca de desdén que no pasó desapercibida para Sofonisba. La muchacha apartó el rollo y lo depositó sobre el suelo.

–Estoy de acuerdo contigo, padre, en que es una tontería -dijo sonriendo de forma malévola-. Sería mucho más entretenido si esas mujeres manipularan para iniciar una guerra.

Giscón había hecho aquel gesto de desprecio porque no entendía qué utilidad podía tener la lectura de viejos rollos en lenguas extrañas, aunque toleraba aquellas extravagancias de su hija porque la mantenían alejada de pasearse por el campamento exhibiéndose tentadora a los ojos de todos sus hombres. Sofonisba continuó hablando.

–Aunque, padre, con todo ese tumulto constante ahí fuera, es difícil poder leer con tranquilidad.

Giscón se encogió de hombros. Su hija sabía que aquel gesto no era de indiferencia, sino de impotencia. La joven frunció un suave ceño entre sus depiladas cejas y apretó los carnosos labios antes de volver a separarlos para hablar.

–Los iberos nos van a abandonar, padre. Lo leo en sus ojos cuando pasan por delante de mi tienda. Es duro lo que voy a decirte, padre, pero has perdido la guerra en Iberia. ¿Quieres que te diga lo que yo haría?

Su padre asintió despacio.

–Yo me escaparía con el ejército africano, el más capaz, el más leal a ti y, bueno, los iberos que aún quieran seguirnos… siempre hará falta carnaza para ir entregando a ese romano…, pero lo esencial, padre, es que debemos regresar a Gades y abandonar este país. Hay que preparar África para que cuando la guerra llegue allí, estemos en posición de ganarla. El general romano está envalentonado, pero África no será Hispania, no si consigues, si conseguimos a Sífax y los sesenta mil hombres de su ejército númida. Con Sífax a tu lado, el Senado te respetará, ganarás la guerra allí en África, Cartago te reconocerá como su mayor general, podremos reconquistar Iberia y, bien… yo seré reina de Numidia.

Su padre la miraba entre incrédulo y atónito. Era duro, como había dicho ella, aceptar que todo se había perdido en Iberia pero, en el fondo de su ánimo, estaba de acuerdo. Y siempre era mejor una huida ordenada y a tiempo que ser lentamente aniquilado por el enemigo. Asdrúbal Barca optó por la huida tras Baecula y fue capaz de recomponer un gran ejército y poner en peligro a Roma, aunque finalmente la incapacidad de poder comunicarse entre él y Aníbal le llevó a la muerte. Él podía optar por una retirada similar y recomponer su ejército no en el norte de Liguria y la Galia como hizo Asdrúbal, sino en África, con el superpoderoso Sífax. Quedaban, no obstante, un par de cabos sueltos.

–¿Y Magón? ¿Y Masinisa? – preguntó Giscón.

Sofonisba no tenía dudas.

–Llévalos contigo. No hay que confesarles todo lo que tenemos planeado, pero a los enemigos es mejor tenerlos cerca. Así siempre sabes lo que van a hacer.

Cuando Publio Cornelio Escipión fue informado de que Giscón abandonaba el campamento con el ejército que aún poseía, no tuvo dudas y, al contrario que en Baecula, ordenó la persecución de las tropas enemigas. Desde el praetorium dio las primeras instrucciones de forma apresurada, pero no eran órdenes que diera sin haber meditado. Llevaba días, desde que Giscón se encerrara en el campamento cartaginés, ponderando cuál debía ser su reacción en caso de que los púnicos intentaran replegarse en dirección a Gades.

–Que Silano tome el mando de la caballería y que ésta les acose y les salga al paso, que los entretenga -y mirando directamente a Silano-, debes hacer que el ejército cartaginés se detenga o que al menos ralentice su marcha para protegerse de las cargas de la caballería. Eso dará tiempo a las legiones. – Ahora miraba a Marcio, Terebelio, Digicio y Mario-. Avanzaremos a marchas forzadas para cogerles por la espalda y allí donde les encontremos, los masacraremos. Sin cuartel. Si la marcha dura días no levantaremos campamentos fijos por las noches sino que usaremos las tiendas pequeñas de campaña y antes del alba reemprenderemos la marcha para seguirles.

Todos asintieron. Los preparativos de la caza se pusieron en funcionamiento. Publio se quedó frente A praetorium con los brazos en jarras. Aquello no era Baecula: Giscón no era Asdrúbal, no tenía otros ejércitos que pudieran acudir en su ayuda, los iberos empezaban a estar más de parte romana… qué lástima que Lelio no estuviera allí para verlo todo.

33 La deserción de Masinisa

Sur de Hispania, primavera del 206 a.C.

Sólo habían sobrevivido seis mil hombres a la gran masacre de la humillante retirada de Ilipa. Masinisa contemplaba el desfile de soldados cartagineses e iberos heridos ante su tienda y comprendía que aquello significaba el final del poder de Cartago en Hispania y quién sabe si el final de algo más. Ya lo había intuido durante la desastrosa planificación que Giscón había hecho durante la batalla antes de la gran tormenta, pero ahora ya no había dudas: estaba luchando en el bando perdedor. El general romano los había cercado. Les cortó el paso con su caballería y aunque él mismo, Masinisa, con sus valientes jinetes númidas les plantó cara, el cobarde de Giscón, en lugar de darles el apoyo necesario de la infantería africana, continuó con la huida dejándoles solos. Eso los sentenció a todos. Masinisa y sus jinetes contuvieron la caballería romana pero, cuando las legiones se incorporaron, no les quedó más remedio que retroceder y al hacerlo dejaron el camino expedito para que los romanos arremetieran contra la retaguardia del ejército cartaginés en fuga. Masinisa sacudía la cabeza. Giscón no sabía ni huir. El resto fue sangre, muerte, horror. Sólo habían sobrevivido seis mil hombres. Y las deserciones continuaban. Los pocos iberos que aún se encontraban entre las filas cartaginesas aprovechaban cualquier confusión para desvanecerse en pequeños grupos entre aquellas colinas que, a fin de cuentas, ellos conocían mucho mejor que sus aliados púnicos. Giscón y Magón se habían instalado en unos remontes encrespados en la confianza de que lo abrupto del terreno imposibilitara las maniobras de las legiones romanas que persistían en su persecución.

Frente a la tienda de Sofonisba sólo había un centinela. Las circunstancias habían obligado a Giscón a recurrir a sus más fieles para vigilar las deserciones, de modo que ahora sólo un soldado custodiaba la seguridad de la preciosa hija del general. Era un guerrero africano alto y fuerte que llevaba bajo las órdenes de Asdrúbal Giscón desde las primeras campañas de la conquista de Iberia, en aquellos ya lejanos tiempos cuando la presencia romana era del todo inexistente en la península. El guerrero estaba cansado y herido. El corte que tenía en la pierna derecha no era profundo, pero le hacía cojear cuando, para desentumecer los músculos, caminaba de un lado a otro frente a la tienda de la hija del general. Estaba cansado porque había combatido con energía durante la batalla, en Ilipa, luego había tenido que apagar fuegos durante varios días de asedio en el campamento y, para colmo, con las permanentes marchas forzadas para escapar de las legiones romanas, no había tenido tiempo de recuperarse. Decidió sentarse un momento, apoyando su espalda en uno de los postes de madera que sostenían la estructura de la tienda que vigilaba. Cerró los ojos un instante. No debía quedarse dormido. Eso era importante.

Sofonisba dormía un sueño suave. Tumbada boca arriba, sus brazos reposando a lo largo de las dulces curvas de su cuerpo, apenas tapado por una fina túnica de lana blanca, quedaban dibujadas las onduladas colinas de sus pechos. «Qué diferentes a los agrestes montes en los que se escondían», pensó Masinisa mientras se acercaba con el puñal aún ensangrentado goteando líquido oscuro y espeso sobre las pieles ditribuidas alrededor del lecho de la más hermosa de las jóvenes. Masinisa se arrodilló junto a Sofonisba y posó su mano izquierda sobre la boca de la joven apretando con fuerza. La muchacha abrió los ojos y fue a gritar, pero la mano de Masinisa era implacable y ni un sonido consiguió zafarse de aquella férrea presión. El rey en el exilio levantó despacio su mano derecha para que su presa viera el puñal manchado de sangre.

–Un solo grito, un gemido y te mataré -dijo Masinisa y, mirándola fijamente a los ojos, retiró con cuidado su mano de la boca de la muchacha, aunque lamentó dejar de sentir el contacto de la piel de aquellos carnosos labios en la piel de sus dedos gruesos de guerrero. Sofonisba se mantuvo en silencio y se acurrucó en la cabecera del lecho abrazando sus rodillas con sus largos brazos de tersa piel. Masinisa la miraba con deseo. Ella estaba aterrada, pero, por primera vez desde que dejara de ser niña, no sabía bien qué hacer. Aquel hombre estaba loco. Nadie nunca se había atrevido a atacarla. La joven comprendió entonces lo mal que debía de estar la situación del ejército de su padre para que alguien como Masinisa se atreviera a irrumpir por la fuerza en su tienda.

Masinisa miró a su alrededor y encontró lo que buscaba. Se levantó y tomó el brazalete de oro y rubíes que le había regalado a Sofonisba y que yacía sobre una pequeña mesita junto a la cama.

–Póntelo -dijo, y se quedó de cuclillas junto a la cama viendo cómo la muchacha, aterrada y confusa, estiraba la mano para coger el brazalete que le ofrecía su atacante. Sofonisba se puso la joya con la destreza de quien ha hecho ese mismo gesto en muchas ocasiones. Aquella práctica llenó de satisfacción al orgulloso númida. Eso no pasó desapercibido a la aturdida joven, pero aún no sabía bien qué hacer. Eso era lo que más rabia le daba. Estaba a solas con un hombre y no sabía cómo manejarlo.

–Estáis hechos el uno para el otro -comentó Masinina-; esa joya y tú. Las dos sois muy hermosas y las dos sois serpientes, pero aún no sé cuál de las dos es más venenosa, si tú o la cobra.

Sofonisba se aventuró a responder pero sin levantar la voz.

–¿Para eso has venido aquí?, ¿para insultarme? Te tenía por más hombre y por más ambicioso.

Masinisa, que hasta entonces se había mostrado lascivo pero afectuoso, transformó su faz en un horrible entrecejo de furia contenida.

–Crees que lo sabes todo y no sabes nada. – Y la cogió por el pelo y tirando brutalmente la sacó de la cama; la muchacha fue a gritar pero de nuevo se encontró una poderosa mano del guerrero númida tapándole la boca. Estaba de rodillas ante él, con la cabeza a la altura de sus pies, pero él no podía tener la daga, pues con una mano la sostenía por el pelo y con la otra le tapaba la boca. Sofonisba buscaba de reojo dónde había dejado su atacante el puñal ensangrentado.

–Sólo he venido a despedirme, preciosa hija del general Giscón -le dijo Masinisa escupiendo saliva y lascivia en sus oídos-. He venido a decirte que hoy estás de rodillas ante mí por la fuerza, pero llegará el día en que te arrodillarás ante mí por ti misma, en que tú me rogarás por ti, por tu vida, en el que me implorarás. Ese día llegará y ese día empezará el resto de tu vida. Crees que lo sabes todo y no sabes nada.

De un empujón la arrojó sobre la cama. Sofonisba fue a gritar, pero la puerta de la tienda se abrió. Otro númida, uno de los maessyli de Masinisa.

–Mi rey -dijo el nuevo guerrero dirigiéndose a Masinisa-, debemos partir ya. Se acercan soldados cartagineses, de Giscón.

–De acuerdo -respondió Masinisa, y sin mirar ya a Sofonisba le dio la espalda y se dirigió a la puerta. La muchacha vio en el suelo el puñal ensangrentado y como una gata saltó sobre él. Se levantó y se lanzó con toda su rabia y su ira para apuñalar el corazón del exiliado rey númida que la había insultado y humillado en su propia tienda, pero Masinisa, rey de los maessyli del nordeste de Numidia, tenía el instinto guerrero de los mejores luchadores de África y percibió el movimiento de su presa humillada, se revolvió, detuvo con su mano la mano de la muchacha que empuñaba la daga con furia, apretó entonces la tierna muñeca con tal fuerza que la joven abrió sus dedos y el arma cayó al suelo en un segundo. Masinisa tomó entonces a la preciosa hija del general Giscón, la arrimó con el brazo izquierdo contra su enorme cuerpo, y con la mano derecha estirando del pelo de Sofonisba, hizo que el rostro de la muchacha quedara descubierto, sin defensa, vulnerable, acercó su boca a la boca de la joven y la besó larga y apasionadamente y, contrariamente a lo que Masinisa había temido,

Sofonisba ni le mordió ni se mostró indiferente a aquel beso, sino que el cuerpo de la muchacha pareció erizarse, estremecerse con tal intensidad que, cuando ella se vio libre de aquel abrazo, se quedó de pie en medio de la tienda, quieta, con los ojos muy abiertos viendo cómo un sonriente Masinisa se escapaba por la puerta escoltado por dos de sus hombres.

Sofonisba tardó unos segundos en reponerse de lo que había pasado. Salió entonces de la tienda y vio cómo unos jinetes se alejaban por la izquierda en dirección al valle, alejándose de las posiciones del campamento, al tiempo que por la derecha se aproximaba un regimiento de soldados de su padre. De pronto sintió que chapoteaba. Miró al suelo y descubrió el cuerpo inerte del que hasta la fecha había sido uno de los fieles guardianes de su tienda, con el cuello seccionado y su sangre vertida por todo el umbral de la puerta.

Al amanecer los romanos enviaron patrullas de reconocimiento a las agrestes montañas que ascendían desde el valle y se interponían entre su campamento y el mar. No encontraron nada.

–¿Nada? – preguntó un incrédulo Marcio. Detrás de él Publio Cornelio Escipión, sentado en un pequeño taburete, terminaba su desayuno de gachas de trigo.

–Nada, tribuno -repetía el decurión de caballería que traía los informes sobre las colinas que habían examinado aquella mañana-. Se han evaporado. Sólo quedan algunas tiendas vacías, abandonadas, hogueras a medio apagar, armas rotas, restos de un ejército, pero no queda ningún cartaginés. Los exploradores dicen que se han ido rumbo al mar.

Marcio levantó las manos en señal de impotencia. Silano permanecía junto a él, serio, con el ceño fruncido. El general en jefe de las legiones terminó su último bocado y dejó su cuenco en el suelo.

–Que traigan algo de vino -dijo el general. Marcio y Silano se volvieron hacia él. Llegaban también Quinto Terebelio, Mario Juvencio y Sexto Digicio. Todos querían saber si era cierto lo que se comentaba por el campamento. El general les respondió antes de que preguntaran-. Sí, centuriones y tribunos de las legiones: Giscón se ha esfumado. Seguramente habrá huido a Gades, en barco. Debería haber hecho venir la flota para impedirle la huida. Siempre pensé que todo se decidiría en el campo de batalla, pero Giscón se nos ha esfumado. – Publio parecía relajado, como si aquello no fuera con él.

–Una vez más… -dijo Silano.

–No -le interrumpió Publio-. Una vez más, no. Los iberos les han abandonado, y por lo que dicen los centinelas nocturnos, los númidas abandonaron el campamento por la noche. Giscón y Magón acudirán por barco al único bastión que les queda en Hispania: Gades.

–Vayamos entonces a Gades -dijo Marcio.

El general guardó silencio. Trajeron el vino. Publio indicó a los esclavos que distribuyeran copas entre todos sus tribunos y centuriones presentes frente a la tienda del praetorium. Una vez que las copas estaban servidas, el general levantó la suya y todos le imitaron.

–Hispania, tribunos y centuriones de Roma, es nuestra -dijo, y bebió un sorbo. Marcio, Silano y el resto de los oficiales le imitaron, excepto Quinto Terebelio que de un solo trago se bebió la copa de golpe. Luego, sin poder evitarlo, eructó.

–Perdón -dijo, mirando al suelo. El general se levantó y fue junto a su centurión. Le puso una mano en el hombro y le habló con una sonrisa amplia en el rostro.

–Quinto Terebelio puede eructar siempre que quiera en mi presencia -y mirando al resto-, como podéis hacerlo todos. Entre todos hemos liquidado el poder de Cartago en Hispania. Hispania, romanos, es nuestra. Gades es un reducto poco importante. ¿Ir a Gades? – y como si hablara para sí mismo, mirando al cielo un instante-, no sé…

Llegaron entonces nuevos exploradores. Uno de ellos desmontó y, vigilado por los atentos lictores, se posicionó frente al general. Publio le miró e hizo un ademán con la mano derecha para indicar al legionario que hablara.

–Hay unos númidas frente al campamento. Dicen que quieren hablar con el general. Uno de ellos dice que es rey.

–¿Un rey númida? – Publio hizo una mueca de aprobación-. Eso me interesa. Traedlo.

El general volvió a tomar asiento en su pequeño taburete mientras sus oficiales compartían el vino y se miraban intrigados. Aquel númida debía de ser uno de los mercenarios de Cartago que habían abandonado a Giscón por la noche. No tenía mucho sentido hablar con ellos, a no ser que fuera para matarlos, pero todos estaban acostumbrados a las extrañas formas de dirigir la guerra de su general y, a la luz de los éxitos cosechados, nadie podía criticar ninguna de sus estrategias. Si el general quería hablar con esos númidas, pues que hablara.

Masinisa desmontó del caballo en la porta principalis sinistra y siguiendo la via principalis a pie, rodeado por varios legionarios armados, paseó entre las decenas, centenares de tiendas de aquel inmenso campamento militar. El rey númida se quedó impresionado al ver aquella masa ingente de hombres ocupados en tareas de todo tipo: afilando armas, limpiado corazas, reparando lanzas, cocinando, dando de comer a sus caballos, reparando sandalias, cociendo pan… todo estaba perfectamente organizado. No le resultaba tan sorprendente la victoria romana sobre los cartagineses de Giscón. Los legionarios que le custodiaban se detuvieron frente a una tienda mucho mayor que las demás. Frente a la puerta había varios oficiales y en un pequeño taburete estaba el que, por la forma en que todos le miraban, debía de ser el general en jefe. No parecía nadie temible, pero el respeto en aquellas miradas, miradas de hombres rudos y fuertes hacia aquel joven general, advirtieron a Masinisa que no debía menospreciar a aquel hombre, que eso podría ser un grandísimo error.

–Dicen que eres rey -le dijo el joven general, sorprendiendo a Masinisa en medio de sus pensamientos.

–Así es, general de Roma. Soy Masinisa, rey de los maessyli, rey de todo el nordeste de Numidia.

–Entiendo -le respondió el general mirándole con intensidad; le estaba estudiando. Se mantuvo firme-. Entiendo, joven rey de los maessyli, pero parece que el rey Sífax de Numidia no piensa lo mismo que tú.

Se hizo un silencio tenso. Masinisa respondió con sosiego.

–Sífax es un miserable y un usurpador que no reconoce mis legítimos derechos al trono de los maessyli y que sólo ayudado por los cartagineses ha podido subyugar a mi pueblo y obligarme a luchar en el exilio…

–A luchar en el exilio a favor de los mismos cartagineses que apoyan a quien te ha destronado -le interrumpió el general romano-. Eso es extraño, ¿no crees, joven rey?

Masinisa parpadeó un par de veces y miró al suelo. No estaba acostumbrado a que nadie le interrumpiera, pero, al menos, aquel general se dirigía a él como rey, algo que no hacía nadie, salvo sus hombres leales, desde hacía mucho tiempo.

–Pensé -empezó a explicarse Masinisa- que mostrando a los cartagineses mi valor en su guerra contra los romanos me permitirían recuperar mi trono, pero ahora comprendo que he estado equivocado todos estos años.

–Y eso lo has comprendido ahora que los cartagineses están derrotados -apostilló el general.

–Ahora que están derrotados en Iberia sí, pero también ahora que he visto cómo el general romano trata a sus aliados, con lealtad, con generosidad, ahora que he visto que en lugar de enviar preso a mi sobrino Masiva, años atrás, lo liberasteis, pese a que, igual que yo, luchaba contra ti y tus legiones. Eres un hombre extraño, general, pero los iberos te aprecian y no aprecian a los cartagineses. Tú cumples lo que dices y he aprendido que los cartagineses no cumplen sus promesas. Después de tres años luchando con ellos sé que nunca me ayudarán frente a Sífax, pero si tú te comprometes a ayudarme a recuperar mi trono, cuando la guerra llegue a África yo combatiré al lado de tus hombres. Mi caballería es la mejor del mundo.

–¿Cómo sabes que esta guerra llegará a África?

–Eso es lo que se ha debatido varias veces en el Senado de Roma y en todo el mundo se habla de lo que se discute en el Senado de Roma.

Publio Cornelio Escipión se levantó. Aquel hombre le intrigaba. Y era cierto que su caballería podía llegar a ser muy valiosa en un campo de batalla, podía desequilibrar un enfremamiento entre grandes ejércitos y, por todos los dioses, si había algún punto débil en los ejércitos romanos era la caballería. Una alianza con aquel hombre podría ser interesante. Publio se detuvo frente a Masinisa, encarándolo, a tan sólo un paso de distancia.

–De acuerdo, rey Masinisa. Cuando desembarque con tropas en África tú me ayudarás a luchar contra los cartagineses y, a cambio, tras su derrota total, recuperarás la región de Numidia que te pertenece por linaje. Ése es el pacto que te ofrezco y ése es un pacto que cumpliré si tú cumples tu parte.

Masinisa miró al general, luego alrededor, al rostro de cada uno de los oficiales que allí se habían congregado y de nuevo al general.

–Yo cumpliré mi parte.

Publio asintió sin añadir más. El númida dio media vuelta y, escoltado reemprendió la marcha hacia el exterior del campamento. Publio se percató de que el joven rey iba sin espada.

–¿Por qué no lleva espada un rey númida? – Masinisa se detuvo y se volvió para responder, pero uno de los legionarios se anticipó.

–Mi general, le hemos desarmado en la puerta, por seguridad.

–El rey de los maessyli no debe ser desarmado en mi presencia -dijo Publio Cornelio Escipión, y tomando la espada que pendía de uno de los tahalíes de uno de sus lictores se la ofreció a Masinisa. El númida dudó pero alargó la mano y tomó el arma en su mano-. Es una espada romana -dijo Publio mientras el númida la examinaba-. Eso te recordará siempre para quién luchas ahora.