Cayo Valerio estaba nervioso, sudoroso, incómodo, mientras esperaba junto a los lictores que custodiaban la nueva tienda del praetorium que el cónsul había hecho levantar para reemplazar los harapos de tela que quedaban en pie del antiguo puesto de mando. Valerio paseaba de un lado a otro en pequeños pasos y meditaba qué decir al cónsul. ¿Por qué le había convocado tan pronto? Bien, era el primus pilus de la V y ante la ausencia de tribunos era el centurión de mayor rango. ¿Pero por qué le había citado a solas y no con Sergio Marco, el otro centurión primus pilus de la VI? Por lo que fuera, el cónsul quería verlo a solas, o, al menos, entrevistarse con cada centurión por separado. Estaría tanteando cómo estaban los ánimos. Sin duda. Más seguro, los pasos de Valerio se tornaron más amplios, pero de golpe le asaltó otro motivo para el nerviosismo: de su uniforme colgaban sus viejas fuleras y torques, sus antiguas condecoraciones de guerra. En aquel sitio, en aquel destierro, parecían fuera de lugar. Veloz, Valerio se quitó todas las condecoraciones pero, ¿dónde guardarlas? Estaba aún pensando en ello cuando le llamó uno de los lictores.
–Centurión, ya puedes pasar. El cónsul te recibirá ahora.
Cayo Valerio apretó las condecoraciones entre los dedos de su mano izquierda y la puso detrás, a su espalda, mientras entraba en la tienda del nuevo praetorium. Valerio se encontró ante Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, pero no a solas, como había pensado, sino que el general estaba acompañado de varios de los oficiales que éste había traido consigo. Valerio aún no conocía sus nombres, pero junto al cónsul, sentado sobre un sencillo taburete, estaban, en pie, Cayo Lelio, Lucio Marcio Septimio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Mario Juvencio Tala y Silano, los oficiales de más alto rango y de mayor confianza de Publio. Valerio, hombre experto en juzgar a oficiales, adivinó con rapidez que entre esos hombres y el cónsul había algo más que una relación militar. Debía ser cauto en sus palabras y no molestar a nadie de los presentes.
–¿Eres Cayo Valerio? – preguntó Publio Cornelio Escipión con voz grave-, ¿el primus pilus de la V?
–Así es, mi general.
–Eso, en las circunstancias en las que ha vivido la V en los últimos años es lo mismo que decir que eres el hombre que ha estado al mando de la V todo este tiempo, ¿no es así?
–Sí, mi general. Desde que Roma no envía nuevos tribunos, he estado al mando de la V.
–Entiendo -dijo Publio mirando fijamente a su interlocutor. Luego guardó unos segundos de silencio durante los que Valerio bajó la mirada al suelo y continuó hablando-. La situación de la V legión no es muy buena, y el estado general del campamento es deplorable.
Valerio fue a hablar, a decir que hacía años que no había reabastecimiento, que sin provisiones para el invierno habían tenido que cultivar ellos mismos o negociar con los granjeros de la región cuando no saquear como hacían los hombres de la VI y algunos de su propia legión a sus espaldas; pensó en decir que sin suministros y sin tribunos era imposible hacer más, que…, pero el cónsul levantó su mano derecha y Valerio se tragó todas sus explicaciones con su propia saliva.
–Pese a todo, centurión -continuó Publio-, te las has arreglado para que varias decenas de tus manípulos aún recuerden lo que es una formación manipular de la legión y que preserven también sus armas en buen estado. Eso te honra. Y me consta también que los hombres de esos manípulos son los que mejor reaccionaron a mi discurso de esta mañana. Todo eso te hace acreedor de cierta confianza por mi parte en tu capacidad de mando, aunque la desorganización general del campamento, la falta de guardias, los saqueos en la región, hacen patente que es necesario reconducir la disciplina de estas tropas y que nuevos mandos son necesarios, ¿estarás de acuerdo en eso? – Sí, mi general.
–Bien -respondió Publio con satisfacción en el momento en que una de las condecoraciones de Cayo Valerio se deslizó entre los sudorosos dedos de su mano izquierda cayendo sobre el suelo, tras su pies, produciendo un gran chasquido metálico. El centurión se quedó firme, pero ya todos habían advertido que algo había caído de su manos.
–¿Qué es eso que ha caído y que escondes tras tu mano izquierda? – preguntó Publio al tiempo que se alzaba y que Cayo Lelio, desenvainando su espada, se cruzaba interponiéndose entre el cónsul y el veterano centurión, pues el sonido era similar al que una daga habría producido al chocar con el suelo. Por su parte, Silano y Mario Juvencio se abalanzaron sobre Valerio y le asieron fuertemente de los brazos. Valerio comprendió que todos temían que se tratara de un puñal, de un intento de agredir al cónsul.
–¡No es nada, mi general, no es nada! – exclamó Valerio entre asustado y avergonzado-. ¡Son sólo mis fuleras y torquesl ¡Condecoraciones de otros tiempos!
Lelio enfundó la espada y recogió la cadena de oro del suelo.
–No miente -dijo-, y en la mano izquierda tiene varias más. Son sólo condecoraciones.
Todos se relajaron. Silano y Mario soltaron al confundido Valerio, que tomó de manos de Lelio su falera caída y la puso con las demás en su mano izquierda.
–¿Por qué escondes tus condecoraciones, centurión? – respondió Publio, más tranquilo, sentándose de nuevo.
–No sé, mi general, siempre las llevo puestas; más por imponer respeto a mis hombres que por otra cosa. Hace tiempo que perdí mi orgullo de soldado, lo admito. Son viejas condecoraciones ganadas contra los galos del norte y los piratas de Iliria, pero de eso hace ya tanto tiempo… y con el discurso de esta mañana, sabiendo de las carcajadas y risas de los hombres de Aníbal, me parecía fuera de lugar que alguien como yo se presentara luciendo condecoraciones, alguien que huyó como un perro de Cannae.
Cayo Valerio hablaba mirando al suelo, desolado, deseando que la tierra se lo tragara allí mismo.
–Yo también huí de Cannae, centurión de la V -respondió Publio Cornelio Escipión.
–Sí, pero por todos los dioses, como dijiste, nos salvaste a todos, nos guiaste, recompusiste nuestras filas para poder escapar. Eso tiene mérito en sí mismo, pero simplemente huir como hicimos los demás… y además, están todas las victorias que has conseguido en Hispania. Incluso aquí se sabe de la conquista de Cartago Nova o de las batallas de Baecula e Ilipa. Estoy ante un general temible, temido, y sólo soy un cobarde más de las «legiones malditas». Por eso escondía mis condecoraciones del pasado.
–Servid una copa de vino a este centurión -ordenó el cónsul dirigiéndose a un esclavo a sus espaldas-, y que traigan vino para todos. Escucha, Cayo Valerio, estos hombres que ves a mi alrededor, todos han sufrido derrotas contra los cartagineses, todos, y ahora, sin embargo, son mis mejores oficiales y creo que, por Castor y Pólux, tú puedes estar entre ellos; ¿te gustaría formar parte de ellos, Cayo Valerio? Veo que asientes, eso está bien. Bien, toma la copa que te ofrece ese esclavo y beberás conmigo, con nosotros, pero ahora necesito respuestas rápidas y sinceras. Sólo me vales si puedo fiarme plenamente de ti, ¿me entiendes?
Valerio volvió a asentir.
–Perfecto, dime, Cayo Valerio, ¿me puedo fiar de los hombres de la V? ¿Es la V una legión leal a Roma?
–Yo creo que sí, mi general. Están desmoralizados y descontentos, pero sólo con la comida que habéis distribuido con vuestra llegada ya tienen otra cara. Desean un general. Son hombres que quieren una oportunidad, sólo que hace tanto tiempo que rogaron por eso que ya no saben ni lo que quieren, pero el nombre del general inspira temor y respeto a la vez. La V será de nuevo una legión de Roma bajo el mando de Escipión. Puedo asegurarlo.
–Bien, Cayo Valerio, lo que me dices resulta muy alentador. La instrucción será dura, voy a imponer pena de muerte por cualquier acto de rebeldía o insubordinación, ¿crees que los hombres resistirán esas normas, esa rigidez?
–Pienso que si se les trata con justicia aceptarán todo.
–¿Y qué es justicia para el primus pilus de la V legión de Roma?
Aquí Valerio meditó un instante.
–Justicia, mi general, es un rancho decente, comida suficiente, ropa limpia, un lecho de paja seca donde dormir y quizás algo de vino de cuando en cuando y… -Aquí se detuvo el centurión.
–Habla, por Hércules, habla, centurión, he de saber qué es lo que hará que estos hombres sean leales legionarios de Roma.
–Bien… está el tema de las mujeres… alguna mujer de cuando en cuando también sosegaría a más de uno. Comida, algo de vino y alguna mujer. Con eso la V aguantará la instrucción más dura. Aguantarán que el que incumpla las normas sea castigado con toda severidad. Y más si saben que existe la posibilidad de poder combatir de nuevo para terminar con el destierro.
–Esa posibilidad existe, Cayo Valerio; esa posibilidad se la daré a todos los hombres de la V, así que difunde esa información entre tus hombres. Y también habrá comida y, ocasionalmente, vino y mujeres. Me ocuparé de ello, pero a cambio tus hombres deben serme fieles hasta el final.
Las últimas palabras las pronunció el cónsul con una intensidad especial en los ojos. Valerio se vio sorprendido por aquel fulgor y, una vez más bajó la mirada, pero se lo pensó dos veces antes de responder. El silencio se prolongó unos segundos.
–Hasta el final, mi general -confirmó en voz firme Valerio, alzando de nuevo la cabeza y devolviendo la mirada al cónsul.
–Bien, sea, entonces bebamos todos juntos por Cayo Valerio,primus pilus de la V legión de Roma, por todos nosotros y por África.
Todos los oficiales del cónsul bebieron, pero el cónsul no, pues se quedó esperando a que Cayo Valerio hiciera lo propio, pero éste, al escuchar el nombre de África, se quedó como petrificado.
–¿África? – preguntó en voz baja Valerio.
–África -repitió con voz potente, decidida, Publio Cornelio Escipión-, África, centurión, África.
Valerio asintió un par de veces despacio, se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo, dos. El vino estaba bueno. Cerró los ojos mientras la palabra África retumbaba en su mente entre trago y trago. La voz del cónsul le hizo volver a despegar los párpados y retirar la copa, ya vacía, de su boca.
–¿Y de la VI, Cayo Valerio, qué puedo esperar de la VI?
Valerio miró a su alrededor. Por un segundo se sintió atrapado, acorralado por todos aquellos poderosos oficiales y por el cónsul. Como si se tratara de una encerrona.
–¿La VI? – repitió dubitativo Valerio.
–Repetir mis preguntas, centurión, no es forma de responderlas. Has brindado con nosotros, eres uno de los nuestros, o vas a serlo pronto; ahora te pregunto por la VI y he de saber con precisión lo que puedo esperar de la VI. Quiero información, Cayo Valerio, la quiero clara, exacta y rápida y la quiero ahora mismo, centurión.
–Sí, mi general, sí… la legión VI, la legión VI es algo distinto… los hombres… los hombres de la VI son buenos hombres, pueden serlo, pueden combatir bien, pero allí la disciplina ha decaído aún más que en la V…
–¿Por qué o por quién, Valerio? – El cónsul interrogaba con tal velocidad que Valerio no veía otro camino que responder tal cual eran las cosas.
–Es Marco, Sergio Marco, el primus pilus de la VI, y Macieno, Publio Macieno, su centurión de mayor confianza…
–A Macieno lo conozco; habíame de Sergio Marco, centurión.
–Marco es un hombre vengativo, valiente, pero ha torcido su vida. Es él el que inició los saqueos de la región cuando los suministros empezaron a escasear, pero se hizo popular entre sus hombres y entre parte de los míos, lo he de admitir, sobre todo al principio, porque con los saqueos conseguía comida, provisiones, trigo y sobre todo vino y mujeres, mujeres que raptaba entre los granjeros, pero ahora todos los campesinos se han recluido en las motañas y en Lilibeo son pocos los que quieren comerciar con nosotros porque no tenemos dinero, de modo que Marco consiguió provisiones un tiempo, pero ahora todo está destruido alrededor de nuestro campamento, en decenas, centenares, miles de estadios entorno a nuestro campamento no hay un alma, ni comida. Marco, o Macieno, sólo consiguen nuevos botines ocasionalmente. Marco mantiene cierta popularidad entre los hombres de la VI, pero los de mi legión están resentidos con él.
–¿Se puede recuperar a los hombres de la VI para la guerra contra Aníbal?
–Es posible, sí, pero con Sergio Marco y Macieno al mando será muy complicado. En cualquier momento pueden montar una rebelión. Las normas estrictas, la pena de muerte por insubordinación pueden ser una forma de asustar a gran parte de los hombres de la VI, pero Marco y Macieno han vivido como reyes durante los últimos años. No creo que quieran volver a ser sólo centuriones. Lo harán de mal grado…
–Termina lo que estás pensando, Valerio.
–Quizá no esté bien… no me gusta criticar a otros… pero Sergio Marco y Macieno siempre han sido y siempre serán un problema, mi general. No son recuperables para la legión, pero… pero son los dos centuriones más antiguos de la VI. Sus hombres tampoco dejarán que se les sustituya por otros.
Publio, que había escuchado a Valerio con el cuerpo echado hacia delante, se retiró hacia atrás y suspiró despacio.
–Bien, Valerio, me has servido bien y me servirás mejor aún en el futuro. Espero grandes cosas de ti. Ponte tus condecoraciones y recupera el orgullo. Un oficial sin orgullo no es nada. Debes seguir como hasta ahora. Tus hombres tendrán el trato del que hemos hablado y a cambio tendré la lealtad de la V legión de Roma. Tenemos un pacto. Pareces hombre de honor. Confío en ti y en tu palabra, ahora retírate y cumple y haz cumplir mis órdenes en todo momento.
–Sí, mi general. – Y, tras llevarse la mano al pecho a modo de saludo militar, dio media vuelta, y Cayo Valerio, primus pilus de la V, salió de la tienda, se puso sus fuleras y torques y se encaminó hacia los oficiales de la V que le esperaban ansiosos por saber de su entrevista con el cónsul de Roma.
V y VI
Pasados unos días, Publio paseaba entre las hogueras del campamento. Los lictores le seguían, pero a una distancia de diez pasos, de modo que la silueta del general vestido con el puludumentum resultaba bien visible para los leginarios de la V y la VI. El cónsul quería que quedara plasmado en la mente de aquellos hombres que, de nuevo, después de once años de destierro, volvían a tener un general, un general que les ordenaba, que les exigía, que era duro, intransigente, pero que a la vez les había devuelto la dignidad, un rancho abundante, bueno y pequeñas recompensas en forma de vino, sobre todo. Sabía que si se dejaba ver a menudo, pronto todos asumirían la existencia del líder al que ahora debían lealtad, una obediencia que unos seguirían por convencimiento y otros por imperiosa necesidad ante los temibles castigos impuestos a los que se rebelaran. Publio no estaba cómodo en aquella situación, pero no había tiempo para dudas. Tenía apenas unos meses para recuperar aquellas dos legiones, para conseguir una flota de más de trescientos barcos y transportes y necesitaba más hombres. Más hombres. Pero el Senado, instigado por Fabio Máximo, había sido contundente: dispondría de las fuerzas deplegadas en Sicilia, excepto las guarniciones para proteger las ciudades, es decir, disponía sólo de las «legiones malditas», y no podía hacer nuevas levas. Tenía sus siete mil voluntarios y las legiones V y VI. Publio se detuvo a veinte pasos de una de las hogueras donde varios de sus oficiales se arremolinaban en medio de la noche. Un pensamiento le amargaba en particular: no tenía caballería, y sin caballería no tenía nada. En Cannae Aníbal destruyó sus flancos, primero el ala defendida por Emilio Paulo y luego la caballería de Terencio Varrón, que, al huir, los dejó desguarnecidos por la retaguardia. El resto fue pura masacre. Publio no podía quitarse esa imagen de la cabeza. No podía permitir que aquello se repitiera, que lo mismo volviera a ocurrirles a los mismos hombres. No, la V y la VI deberían tener un cuerpo de caballería aliada y otro de caballería romana. Sólo así podría tener sentido iniciar la campaña de África. Publio se acercó a los oficiales. Los lictores se mantuvieron a distancia. Alrededor de la hoguera estaban Cayo Lelio, Lucio Marcio, Mario Juvencio, Cayo Valerio y Silano. Terebelio y Digicio estaban comprobando que todos los puestos de guardia tuvieran a los centinelas en posición y despiertos. Desde que se ejecutó a dos legionarios que no habían entregado sus tesserae a la turma de caballería nocturna encargada de recogerlas como modo de comprobar que cada centinela estaba despierto en su puesto de guardia nocturna, no había más incumplimientos, pero tanto Terebelio como Digicio estaban muy interesados en que aquello no volviera a repetirse, especialmente en la VI, y aunque confiaban, como el cónsul y Cayo Lelio, en Valerio y sus hombres, no tenían la misma seguridad con Sergio Marco y los suyos.
–¿Dónde andan Terebelio y Digicio? – preguntó el cónsul acercándose a la hoguera con las manos extendidas. Los oficiales le hicieron sitio.
–Se están asegurando del cumplimiento de las guardias -comentó Lelio.
El cónsul asintió. Un tiempo de silencio siguió en el que todos escucharon cómo chisporroteaban las ramas de olivo y ciprés seco mientras se retorcían en el centro de la hoguera. Algunas pavesas saltaban al aire y ascendían en zigzag hasta desvanecerse en la negrura de la noche.
–Mañana me voy a Siracusa -dijo el cónsul, frotándose ambas manos próximas a las llamas.
Todos le miraron. Lelio asintió. El cónsul añadió algunas explicaciones y órdenes concretas.
–He de preparar una flota adecuada para embarcar las tropas. En Lilibeo tomaré la flota que nos trajo y tantos transportes como pueda reunir. Iré en barco, bordeando la costa norte para evitar encuentros con los cartagineses. Luego está el asunto de la caballería. – Aquí el cónsul calló unos segundos que todos respetaron; el chisporroteo de las pavesas volvió escucharse en el corazón de aquel círculo de hombres-. Por Castor y Pólux, necesito… necesitamos un cuerpo de caballería -insistió el cónsul, y Cayo Valerio asintió con decisión, pero observó que el resto de los oficiales no hacía gesto alguno; más bien parecían sorprendidos. El cónsul los miró a todos de uno en uno, como escrutando sus pensamientos-. ¿Alguien tiene alguna pregunta?
El silencio salpicado por el resplandor de las llamas fue su respuesta.
–Bien. – Publio se giró y volvió sobre sus pasos. Los lictores le siguieron y su figura se perdió entre las temblorosas sombras de las tiendas del campamento.
Cayo Valerio fue el que primero comentó las palabras del cónsul.
–A mí me parece bien lo de la caballería. En Cannae no tuvimos suficientes turmae y eso fue un desastre.
El veterano primus pilus de la V había esperado conseguir un consenso general hacia su comentario, pero en su lugar se encontró miradas de confusión y extrañeza. El resto se miraban unos a otros hasta que al fin Marcio se aventuró a responder a Cayo Valerio.
–El Senado prohibió terminantemente al cónsul hacer levas o reclutar efectivos nuevos en Sicilia. Sólo puede disponer de nosotros, el ejército de voluntarios que consiguió en Italia y de las legiones V y VI.
–Así es -añadió Mario-. El cónsul se está buscando un problema.
–Pero es cierto que necesitamos la caballería, en eso Valerio tiene razón -confirmó Marcio-. El problema será cuando Catón se entere de su intención al viajar a Siracusa para reclutar hombres.
–Y se enterará -continuó Mario-. Últimamente parece como si el quaestor tuviera oídos en todas partes.
–Eso no es difícil en este campamento -explicó Valerio-. Macieno tiene una red de informadores por toda la VI legión y todo lo que sabe se lo pasa a Sergio Marco y creo que Marco a ese quaestor del que habláis, Catón; he observado que han hecho buenas migas, Marco y el quaestor.
Todos, menos Lelio que permanecía callado con su mirada fija en el fuego, miraron hacia sus espaldas. No se veía a nadie, pero las sombras espesas les rodeaban. ¿Podía alguien haber escuchado aquella conversación entre el cónsul y sus oficiales?
–¿Qué piensas de todo esto, Lelio? – preguntó Marcio una vez que todos se volvieron una vez más hacia el corazón de fuego de aquel cónclave.
Lelio parpadeó un par de veces, como si se despertara. Miró a Marcio y luego a las llamas, mientras hablaba.
–El cónsul me ha conferido el mando de la V y la VI, me lo ha comentado antes de que viniera aquí a hacer público lo de su viaje a Siracusa, y tengo obligación de recuperarlas para el combate. Pensaba en la mejor forma de hacerlo y hacerlo rápido. Tú, junto con Mario y Silano, marcháis a Siracusa con él. Aquí me quedarán Valerio, Terebelio y Digicio. De lo que vaya a hacer el cónsul en Siracusa, nada que decir. Él está al mando. Ya tengo bastantes preocupaciones. Si Catón tiene algo que decir ya le responderá el propio cónsul.
Marcio pensó en insistir. Tenía curiosidad por saber qué pensaba realmente Lelio sobre la intención del cónsul de contravenir las instrucciones del Senado, pero desde Baecula, Lelio se pensaba mucho antes de opinar sobre cualquier decisión de Publio. Lelio, desde aquella batalla, se había tornado algo distante y frío, no sólo para con el propio cónsul, sino incluso entre ellos. Todos sabían que la relación entre el cónsul y Lelio no era la misma desde la discusión tras aquella batalla, pero estaban sorprendidos de que el enfriamiento se hubiera estigmatizado, y eso que todos vieron cómo el propio Lelio fue el que más sufrió cuando el cónsul cayó enfermo en Hispania. No obstante, nadie cuestionaba que Lelio era el más veterano de entre todos ellos y el segundo en el mando, especialmente en tiempos de crisis, y toda aquella campaña de Sicilia y África parecía una continua y eterna crisis militar. Silano, Mario y Valerio se despidieron para acostarse. Marcio miró un instante a Lelio. Quizás ese distanciamiento le permitía a Lelio cumplir las órdenes con su acostumbrada precisión, mientras que los demás se implicaban tanto emocionalmente con el cónsul que siempre padecían por todas sus decisiones, en particular cuando éstas podían entrar en conflicto con los mandatos del Senado. Sacudió la cabeza.
–Buenas noches, Lelio -dijo Marcio-. Que los dioses estén contigo.
–Buenas noches -respondió Lelio sin dejar de mirar el fuego-. Que los dioses estén con todos. Nos hará falta.
Marcio asintió y desapareció entre la oscuridad. Cayo Lelio, ahora tribuno al mando de las «legiones malditas», se quedó solo y solo era como se sentía. Publio marchaba hacia Siracusa con expresa intención de contravenir las instrucciones del Senado, que es lo mismo que decir Fabio Máximo. Máximo se enteraría, para eso estaba allí Catón. Las dudas de Lelio se agitaban en su mente al igual que las llamas bailaban en la hoguera. ¿Tendría razón al final aquel viejo y obstinado senador, ex cónsul y ex dictador? ¿Se creía Publio por encima del Senado? ¿Estaba loco? Si el Senado se enteraba de que pensaba reclutar hombres en Sicilia le depondrían del mando de aquella provincia y la campaña de África sería, una vez más, fulminada de los planes de Roma. Quizás eso fuera lo mejor. Lelio suspiró. Tenía un nuevo encargo de Publio: tenía que recuperar la V y la VI para el combate y tenía que hacerlo rápido. Ésa debía ser su preocupación y no otra. Siempre le había ido bien obedeciendo órdenes y era ya demasiado mayor para cambiar de forma de ser. Tenía alguna idea. Hablaría con los legionarios una vez que se hubiera ido el cónsul y precisaría cuál iba a ser el día a día en aquel campamento hasta que estuvieran preparados para embarcar hacia Siracusa. O marchar a pie.
En los ojos de Lelio resplandeció un fulgor profundo. Netikerty entró en su memoria. Ante sí tenía una noche de placer. Esa intimidad, esas caricias, era todo lo que le quedaba.
Cayo Valerio entró en su tienda. Hacía frío, pero la paja del lecho estaba seca. Se quitó la coraza, las grebas y las sandalias, pero se dejó el resto de la ropa. Se acurrucó entre la paja y cerró los ojos. Así que el cónsul iba a reclutar caballería en contra de las órdenes del Senado. Estaba claro que esos senadores no iban a combatir contra los cartagineses en África. Valerio esbozó una sonrisa mientras buscaba el refugio del sueño. Ese cónsul era un rebelde. Si alguien podía liderar aquellas tropas tendría que ser alguien como ese cónsul: dispuesto a todo. Al final se sabría todo en el campamento, como siempre, y los hombres de la V y la VI, en el fondo, lo comentaran en alto o no, agradecerían al cónsul que buscara un cuerpo de caballería que cubriera las alas en los próximos combates contra el enemigo. Pudiera ser que eso irritara al Senado pero, sin duda, encantaría a los legionarios de las «legiones malditas».
Lelio entró en su tienda cansado. Estaba un poco abrumado por la gigantesca tarea que Publio le había encomendado: la instrucción de las legiones V y VI de Roma sería una labor para titanes, casi para Hércules. Eran hombres desesperados, desmoralizados, de vuelta de todo, difíciles de recuperar, pero la magnitud de la tarea hacía crecer en el cansado Lelio una nueva sensación, la impresión de que, de algún modo, el joven cónsul estaba recuperando la confianza en él. No se sentía así desde que recibió la orden de atacar la muralla norte de Cartago Nova, o desde que se pusieron a remar juntos para alcanzar la bahía de Siga antes de que aquellas trirremes púnicas se echaran encima de ellos, y esa sensación era buena, pues con ese espíritu conquistaron Cartago Nova y desembarcaron en Siga; en ambas ocasiones el cónsul se salió con la suya y él estuvo a su lado para celebrarlo.
Lelio esbozó una sonrisa mientras se sentaba en la butaca cubierta de piel de oveja que los calones a su servicio le habían preparado. Al minuto llegó Netikerty, con una túnica ajustada con un cinto por la cintura, de forma que la hermosa complexión de la joven egipcia quedaba dibujada bajo el manto suave de una lana blanca y pura comprada por Lelio a mercaderes que le aseguraron la procedencia tarentina de la misma, aunque siempre decían eso todos los mercaderes cuando tenían lana que destacaba por su pureza. La mejor lana para abrigar al más hermoso cuerpo, pensó Lelio cuando la compró. Lelio, por un momento, se sintió feliz. Netikerty escanciaba vino en la copa que el veterano tribuno sostenía en la mano. Cayo Lelio mantenía la sonrisa. Sí, triunfaba allí donde los encargos parecían imposibles: en la conquista de Cartago Nova, o en la toma de aquella posición en Baecula, pero cuando los encargos parecían más factibles la Fortuna le había abandonado, como con Sífax en Numidia en su primera visita, o, su peor fracaso, cuando no consiguió los refuerzos para la campaña de Hispania cuando el Senado, a la vista de todo lo conseguido por Publio, debería haberlos cedido sin mayor oposición. La figura de Fabio Máximo ensombreció la sonrisa de Lelio y, no obstante, ligada a la persona del temible princeps senatus, estaba el haber conseguido a la bella esclava que ahora le acompañaba de campaña en campaña y con la que se acostaba cada noche y con la que, casi cada noche, hacía el amor con intensidad y fuerza.
–Mi señor parece satisfecho esta noche -dijo con voz dulce Netikerty mientras se arrodillaba a los pies de su amo.
Lelio echó un trago y, relamiéndose, respondió a su esclava.
–El cónsul me ha confiado el mando de las dos legiones. Soy responsable de su instrucción.
Netikerty, mirando al suelo, hablaba despacio, como si sopesara el contenido de cada palabra.
–Ése es un gran honor y una gran responsabilidad para mi señor.
Lelio se entretenía acariciando el pelo azabache y lacio de la muchacha con la mano izquierda, mientras que con la derecha dejaba que el vino reposara en su copa.
–Una responsabilidad honrosa, importante, sólo propia de alguien en quien el cónsul confía por completo. Creo que sus dudas sobre mí se van disipando. Eso es lo que me tiene tan satisfecho.
–Me alegro por mi señor…
Y Netikerty calló dejando su voz en suspenso.
–Di lo que tengas que decir, Netikerty. No me gusta cuando te quedas en la boca palabras que piensas que pueden herirme. Sabes que me gusta saber lo que piensas, no sé exactamente por qué, pero parece siempre que tus observaciones son, no sé, ajustadas, sí, ajustadas. ¿Qué ibas a decir?
La joven esclava alzó suavemente los ojos, miró a su amo con ternura y habló con tiento.
–Es sólo que os veo tan ilusionado y… el mando de estas legiones parece tan bueno como peligroso… he oído que las llaman las «legiones malditas»… no parece un buen presagio.
Lelio la miró un segundo, luego soltó el pelo de la chica y echó otro largo trago de vino. No sabía por qué concedía valor a las palabras pronunciadas por una esclava, por muy complaciente que ésta fuera en la cama, no dejaba de ser una esclava. ¿Qué sabía ella del mando de legiones o de lo que mueve a un hombre como Publio Cornelio Escipión a dar el mando de unas tropas a un veterano como él mismo? Y, pese a todo… las «legiones malditas» era una expresión que le traía a la mente su discusión con Fabio Máximo. «Cayo Lelio, sólo recuerda que voti reus también se expresa como voti damnatus, voti condemnatus. Ése es el camino que has elegido», eso dijo Máximo y esas palabras perduraban en la mente de Lelio como grabadas con punzón y martillo, como cinceladas por un artesano escultor en lo más profundo de su ser. Quizá Publio sólo buscaba un motivo para desilusionarle ya de forma definitiva de él, para desembarazarse de él. Si no era capaz de enderezar el comportamiento de los legionarios de la V y la VI, Publio estaría completamente justificado ante todos, ante Marcio, Mario, Terebelio, Digicio, Silano, ante todos, para apartarlo del mando, para retirarlo de la próxima campaña en África. Sí, quizá todo fuera así de sencillo y aquella esclava que yacía con él cada noche lo presentía y estaba intentando advertirle. Estiró su mano y la puso debajo de la barbilla de la joven tirando hacia arriba, de modo que Netikerty quedó mirando fijamente a su amo. En aquellos ojos Lelio leyó dolor, sufrimiento. Soltó a la muchacha, que volvió a esconder su mirada bajo el manto brillante de su larga melena oscura. El corazón de Lelio palpitaba con fuerza. Si las insinuaciones de la joven esclava eran ciertas… Se sintió triste. La voz de Netikerty penetró en sus oídos como un bálsamo de agua fresca y clara.
–Mi amo ahora se muestra triste. Ya sabía yo que no debía hablar. Mis palabras a veces le causan dolor y eso es lo último que deseo. Ruego que me perdone. Debo hablar menos y rezar más a Isis por mi amo y ahogar en las oraciones mis pensamientos.
Lelio la miró conmovido. Aquélla quizá fuera la única criatura en el mundo que le amaba desinteresadamente. La amistad de Publio se había tornado en una asociación de interés y aquello, como decía Aristóteles, la amistad por interés, ya no era amistad. ¿Había dejado Publio de leer las lecturas que le pasaba al propio Lelio? Netikerty volvió a hablarle.
–Mi amo me mira con deseo. ¿Quiere yacer conmigo el amo?
–Sí, por Hércules, ésa parece una buena idea.
Netikerty se levantó despacio. Tiró del cinto deshaciendo el nudo con una sencillez estudiada. Se quitó la túnica sacándola por encima de su cabeza y quedó desnuda ante Lelio. Estiró la mano y, cuando Lelio se levantó, como a un niño, lo condujo al lecho, sólo que no iba a contarle ningún cuento.
Durante una hora suave y pausada, Cayo Lelio escapó de sus dudas y elucubraciones y los nombres de Publio Cornelio o Fabio Máximo parecieron sólo ser protagonistas de una vida ajena a la suya, protagonistas lejanos de un pesadilla en la que él ya no parecía formar parte. Era libre.
Publio Cornelio Escipión estaba reunido en su gran tienda del praetorium dando las últimas explicaciones a sus oficiales sobre la mejor forma de organizarse antes de su marcha a Siracusa, cuando un tumulto en el exterior le interrumpió de forma súbita.
–Parece que alguien quiere entrar y los lictores se lo están impidiendo -comentó Cayo Lelio. Marcio asintió. El resto, Silano, Terebelio, Digicio, Mario y Cayo Valerio, se volvió hacia la puerta de la tienda. Publio dejó de hablar y con gesto contrariado dio un paso hacia atrás, retirándose de la mesa de los mapas y se sentó en el asiento que tenía a su espalda. Los gritos de Catón desde fuera de la tienda aclararon a todos a qué se debía la algarabía.
–¡Imbéciles, tenéis que dejarme pasar! ¡Soy quaestor de estas legiones, nombrado directamente por el Senado de Roma y tengo que hablar con el cónsul al mando! ¡Por todos los dioses, apartaos de mi vista!
En el exterior, los lictores dudaron ante la seguridad y la vehemencia de Catón, pero pronto prevaleció sobre su ánimo la orden máxima a la que se debían: preservar al cónsul al que servían y obedecerle en todo, y lo último que les había dicho el cónsul es que no entrara nadie en la tienda hasta nueva orden, de tal modo que ninguno de ellos se retiró de la puerta del praetorium. Por otro lado, todos eran conscientes de que aquél era el quaestor, el máximo representante administrativo de las legiones y que le debían un respeto, por eso ninguno de los lictores se abalanzó sobre él para expulsarlo de allí a patadas, que es lo que habrían hecho con cualquier otro, incluido un centurión. Sólo se contenían en sus actuaciones ante los oficiales de máximo rango o ante el quaestor, como era el caso, pero nunca dejaban de cumplir sus órdenes. Incluso si hubiera venido el otro cónsul de aquel año, Craso, en aquel momento en el sur de Italia, no le habrían dejado pasar, no sin antes morir. En el espíritu de los lictores, aturdido por los gritos incesantes de Catón, crecía la esperanza de que la algarabía del quaestor, que no podía pasar ya inadvertida en el interior del praetorium, hiciera que el cónsul tomase una determinación que ratificase su orden de no dejar pasar a nadie o que les indicase lo contrario con relación a aquel impertinente y agrio quaestor que los miraba uno a uno como si quisiera grabarse en la memoria el rostro de cada uno de los legionarios que se estaban oponiendo a su entrada.
Para alivio de los legionarios, Marcio salió de la tienda y se dirigió a los lictores.
–¡Dejad pasar al quaestorl
Marco Porcio Catón se deslizó como una oscura anguila entre los lictores y el propio Marcio irrumpiendo en el praetorium con una habilidad y velocidad que sorprendió a todos. Una vez dentro sus palabras resonaron con estruendo en el interior de la tienda.
–¿Desde cuándo se le prohibe a un quaestor dirigirse al cónsul de las legiones, por Júpiter? ¡Daré cuenta a Roma de cómo se trata aquí a sus representantes!
Todos los tribunos y centuriones dieron un par de pasos atrás, de modo que Catón quedó encarado con Publio, que desde su asiento daba muestras en su rostro de cierto divertimento ante el enfado de su quaestor.
–Mi muy apreciado Marco Porcio Catón -comenzó el cónsul con voz suave, conciliadora-, no me cabe duda de que mis lictores, en un exceso de celo, han malinterpretado mis instrucciones al ordenarles que no se me interrumpiera durante una hora. Evidentemente, esa instrucción no iba dirigida al quaestor de las legiones, para quien siempre estoy disponible. ¿Qué problema administrativo se te ofrece, Marco Porcio Catón? – Aquí el tono varió hacia la ironía-. Disculpa que sea tan directo, pero estoy intentando organizar una invasión contra nuestro enemigo, por mandato del Senado, por mandato de Roma, ¿recuerdas? Tenemos una guerra, estamos en guerra desde hace trece años y algunos trabajamos para darle término, pero claro, si hay algún problema administrativo, supongo que debemos dejar nuestras vanas ocupaciones militares y centrarnos en resolver aquello que tanto preo cupa a nuestro quaestor. ¿Hay alguna cuenta que no te cuadra? ¿El re cuento de los sacos de sal da de menos? ¿Alguien ha escamoteado tri go en el último envío desde Lilibeo? ¿Dime, quaestor, qué es lo que te quita el sueño? – Un segundo de silencio y el cónsul concluyó con un tinte de irritación en el timbre de su voz-. Así podremos volver a ocuparnos de cómo invadir África, derrotar a Aníbal y terminar con esta guerra con una gran victoria para Roma.
Los tribunos y centuriones contuvieron su risa, aunque la mueca de desprecio que se dibujaba en sus rostros no cogió por sorpresa aJ quaestor. Catón no entró a discutir sobre lo pertinente o no de su inte rrupción, ni a justificar la gran importancia de su cargo. Catón fue di recto, como una espada gala en los bosques de Liguria.
–No puedes reclutar un cuerpo de caballería en Siracusa, cónsul
Publio Cornelio Escipión retuvo el aire que acababa de inhalara un instante más de lo normal. Exhaló despació y sin mover una ceja de su rostro, con un tono serio, respondió igual de directo.
–Esperaba tu oposición, pero no la esperaba tan pronto. Está cla ro que las noticias en este campamento vuelan como empujadas por el viento.
–No puedes reclutar más hombres -insistió Catón, en pie, fir me, ante el cónsul-. Es una orden expresa del Senado y yo estoy aquí para velar que se cumplan las condiciones bajo las cuales tienes permi so del Senado para preparar esa maldita invasión.
Publio mantuvo silencio uno, dos, tres segundos y retomó el dis curso mientras sus ojos y los de Catón se escudriñaban mutuamenete.
–El mandato que tengo del Senado es el de gobernar la provincia de Sicilia y preparar, con los recursos de esta isla, como tú bien dices una invasión de África que quizá sea maldita para todos, eso no lo sé. Pero lo que sí sé es que para invadir África necesito caballería. Es im posible una victoria contra los ejércitos púnicos sin caballería. Eso lo sabemos todos.
–Eso es cierto -concedió Catón, para sorpresa de todos, incluso del propio cónsul-, pero tendrás que recurrir a otros medios. En el Senado dijiste que conseguirías aliados entre los príncipes númidas. Que éstos formen tu caballería, pues no está permitido reclutar hombres y menos caballeros ni en Sicilia ni en ningún territorio dominado por Roma.
–Dispondremos de caballería aliada -confirmó Publio-, pero en una batalla hay dos alas que defender y no puedo permitir que ambas estén bajo control aliado. Necesito un cuerpo de caballería romano o filorromano. Los caballeros sicilianos pueden darme ese cuerpo. No puedo presentarme en un campo de batalla con los dos flancos en manos de los númidas. Son inconstantes, como los iberos. Eso sería un tremendo error militar.
–Y reclutar caballeros en Sicilia será un enorme error político, cónsul. ¡No puedes hacerlo y punto, por todos los dioses! – respondió Catón gritando; en el exterior los lictores oyeron el vocerío del quaestor y dudaron si debían entrar, pero sabían que el cónsul estaba arropado por sus hombres de mayor confianza y su orden era la de permanecer en el exterior guardando la puerta. Se quedaron firmes en sus posiciones.
En el interior, Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, se levantó con lentitud estudiada de su asiento, apartó de un estirón brusco la mesa a un lado, volcándola de forma que los mapas quedaron desparramados por el suelo, y avanzó tres pasos hasta colocarse a un metro de Marco Porcio Catón quien, impasible, permaneció clavado en su ubicación, eso sí, con cierto gesto de sorpresa en su rostro y llevándose la mano derecha a la empuñadura de su espada, al igual que estaban haciendo todos los tribunos y centuriones del cónsul.
–Por Castor y Pólux, Catón, soy Publio Cornelio Escipión y soy cónsul. Tengo una misión encargada por Roma y voy a cumplirla y si para cumplirla he de reclutar caballería, reclutaré caballería y ni tú ni nadie podrá impedirlo, ¿hablo con suficiente claridad?
–No puedes hacerlo. Ni tan siquiera un cónsul está por encima del Senado. Incluso en los triunfos, el Senado desfila primero, precisamente para recordar al general victorioso que el gobierno del Senado está por encima de todos.
–No me importan los triunfos, quaestor, sino la seguridad de la misión. Voy a reclutar caballería en Siracusa y no puedes impedirlo.
–Informaré a Roma.
–Haz lo que tengas que hacer, quaestor, y yo haré lo mismo.
Marco Porcio Catón mantuvo la mirada del cónsul durante unos instantes y al final dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta del praetorium. Iba a salir cuando la voz del cónsul habló una vez.
–¡Quaestor!
Catón detuvo su marcha, pero no se giró, dando la espalda al cónsul que se dirigía a él. Publio pasó por alto la impertinencia de Catón y le habló recuperando el tono conciliador con el que había iniciado aquel agrio debate.
–Que los dioses estén contigo…
Catón, sin decir nada, reemprendió su marcha y salió de la tienda con rapidez. El cónsul aprovechó para teminar su despedida.
–… si es que alguno soporta tu compañía -concluyo el cónsul, y todos sus oficiales se echaron a reír.
En el exterior, Marco Porcio Catón, bajo la inquisitiva mirada de un centenar de hombres, atraídos a los aledaños del praetorium por los gritos de la discusión entre el quaestor y el cónsul, escuchó aquellas sonoras carcajadas que a los ojos de todos los presentes no hacían sino acrecentar su humillación. Catón guardó para siempre aquellas risas en el fondo de su alma, en el espacio recogido y prieto que tenía reservado para el rencor. Ahora no podía ocuparse de aquellos oficiales, quizá la guerra lo hiciese por él. Ahora debía concentrarse en redactar su informe para que éste llegara a Roma lo antes posible, pero en el fondo de su alma se repetía a sí mismo, una y otra vez, «algún día, Publio Cornelio Escipión, algún día te has de arrepentir de haberte reído de mí, algún día, Publio Cornelio Escipión, algún día…».
Al amanecer del día siguiente, con los primeros rayos del alba, Publio se dirigió desde un podio de madera levantado frente al praetorium a los hombres de la V y la VI. El pedestal, de unos cinco metros de altura, permitía que el orador fuera visto por todos los legionarios, si bien sus palabras, al no estar arropadas por la ladera de la colina, quedaban a merced del viento. Para asegurarse de que el mensaje llegara a todos, los centuriones lo repetían en voz alta y así el cónsul se aseguraba de que nadie quedara sin entender lo que se había dicho.
Aquella mañana Publio fue conciso. Se limitó a informar a los legionarios que marchaba hacia Siracusa con el fin esencial de reclutar un cuerpo de caballería con el que reforzar y dar apoyo a los manípulos de infantería de las legiones y que, en su lugar, el mando de las dos legiones quedaba en manos de Cayo Lelio, que tenía potestad para llevar la instrucción según le pareciera mejor así como capacidad para ejecutar cualquier tipo de pena disciplinaria, incluida la pena de muerte en caso necesario. El cónsul se encomendó a los dioses, bajó del podio y, al frente de tres mil efectivos de su ejército de voluntarios, desfiló ante las «legiones malditas» saliendo por la porta praetoria en dirección a Lilibeo.
Cayo Lelio reemplazó al cónsul en lo alto del gran pedestal de madera y, mano en alto, saludó al cónsul y sus soldados mientras éstos marchaban hacia el exterior del campamento. Publio le había sugerido que ése era el momento indicado para dirigirse él mismo, como nuevo oficial al mando, a los hombres de la V y la VI. Lelio, tras una primera parte de la noche envuelto en las caricias de Netikerty, había pasado el resto de las horas oscuras meditando qué decir a aquellos hombres. Él no era un orador como el cónsul. Una vez que las tropas de Publio Cornelio Escipión se perdían por la cima de la colina de las proximidades del campamento, Lelio sintió cómo todas las miradas de los legionarios se volvían hacia él. Había llegado el momento. Inspiró profundamente y lanzó sus palabras con potencia.
–Yo no soy un orador como el cónsul. Soy Cayo Lelio, tribuno al mando de las legiones V y VI por orden del cónsul de Roma, Publio Cornelio Escipión. El cónsul marcha a Siracusa para conseguir caballería. Es más de lo que merecéis, pero hoy es vuestro día de suerte porque vuestro destino no está en mis manos sino en las del cónsul, que tiene un alma más joven y más generosa que la mía. Mi forma de actuar es muy sencilla: recibo órdenes y las cumplo; doy órdenes y se cumplen. Así es el ejército y así ha sido siempre. Así funciona. Yo cumplo las órdenes del cónsul y el cónsul las del Senado. Vosotros cumpliréis las mías. La disciplina es la base del éxito en cualquier campaña militar. Pero vosotros habéis olvidado lo que es la disciplina y el consul quiere que seáis de nuevo aptos para el combate en menos de tres meses. Tres meses. No tengo tiempo para instruir a los que no recuerden qué es un legionario de Roma, por eso el que no cumpla no llegará vivo al final de estos tres meses. – Aquí Lelio se detuvo un poco; los hombres le escuchaban con atención; estaba sorprendido. Decidió pronunciar ahora el listado de castigos que había meditado durante la noche-. Por todo esto, por la premura de tiempo más que nada y porque no estoy dispuesto a tolerar tonterías suprimo la castigado y la optio carceris. – Los legionarios iban a gritar de júbilo pero se contuvieron porque preveían algo negativo y porque Lelio hablaba rápido y sus palabras siguientes aclararon el sentido de aquella supresión-. No tengo tiempo para que unos oficiales se entretengan azotándoos o para tener a unos legionarios encarcelando a otros. En su lugar, aquellas faltas penadas con el látigo o la cárcel conducirán directamente a la pena de muerte. El legionario muerto ya no vuelve a incumplir ninguna orden. También suprimo la pecuniaria multa y la munerum indictio. No me interesa quitaros vuestro dinero ni que realicéis trabajos impropios de un legionario. Recibiréis vuestras pagas y haréis tareas de legionario y sólo de legionario, y el que mereciera una pena de este tipo recibirá como castigo la pena de muerte. La ignominia missio queda abolida, porque para muchos sería un alivio ser expulsados de aquí con deshonor pero con vida. De aquí, o se sale legionario o se sale muerto. Así pues, sólo quedan dos penas para vuestras faltas: la gradus deiectio para los oficiales, que serán degradados si no cumplen a plena satisfacción mis órdenes -esto lo dijo mirando directamente hacia las posiciones de Sergio Marco y Publio Macieno de la VI-, y la pena de muerte, que será en la cruz para el resto. ¿Veis la colina pelada frente al campamento? De vosotros depende que no se convierta en un bosque de cruces con vagos y perezosos muriendo de hambre y sed para terminar como pasto de los buitres. Habrá pena de muerte para el que pierda su espada o cualquier otra arma de ataque o defensa, para el que se duerma en una guardia o abandone su puesto sin entregar las preceptivas letterae, para los que desobedezcan o se insubordinen y, por supuesto, para los que promuevan un motín o cualquier tipo de traición. Os lo dije, no soy un orador. Sólo un oficial de Roma. He pasado toda mi vida recibiendo órdenes y obedeciendo, y viendo cómo mis órdenes han sido cumplidas por aquellos bajo mi mando. Así he sobrevivido a innumerables campañas en Italia y en Hispania. Sólo así se sobrevive. Aunque sólo sea eso, eso lo aprenderéis. El cónsul prefiere mil hombres que hayan aprendido esto a veinte mil indisciplinados. Vosotros veréis dónde queréis estar: si en el campamento y vivir como legionarios o en la colina atados a una cruz. En una hora la VI sale de marcha conmigo y con los hombres del ejército del cónsul que no han marchado hacia Lilibeo. La V se quedará en el campamento y, al mando de Cayo Terebelio y Cayo Valerio, practicará el asalto de una plaza fuerte. El cónsul quiere que resistáis largas marchas, que maniobréis bien en campo abierto y que estéis preparados para un asedio. Ahora desayunad y que los dioses os acompañen, porque los vais a necesitar.
Cayo Lelio descendió del pedestal. No estaba seguro de haberse hecho entender pero, al pasar por entre las filas de soldados en busca de su rancho de gachas de trigo, leche y pan observó cómo los legionarios se hacían a un lado con rapidez para dejarle paso. Primero pensó que nadie quería ser crucificado por tropezarse con él, pero luego, mientras engullía su cuenco de comida, pensó que quizás aún pudiera cumplir el encargo del cónsul y hacer de aquellos hombres dos auténticas legiones de ataque, dispuestas para el combate en batalla campal o para tomar la más inexpugnable de las fortalezas. Y si no, al menos lo intentaría. Lo intentaría.
Publio llamó a Emilia a cubierta. Su mujer, con el pelo recogido, apareció rodeada por varios legionarios que la escoltaban por órdenes expresas de su marido. Nadie osaría ni tocar ni tan siquiera dirigirse a la mujer del cónsul, pero Publio era meticuloso con la seguridad de su familia.
–¿Y los niños? – preguntó Publio.
–Duermen. Aún es temprano -respondió Emilia con el semblante relajado y radiante. Le encantaba que su marido, pese a estar absorbido por los complejos preparativos de su plan para invadir África, encontrara momentos para compartir con ella.
–¿Temprano? – Estaba amaneciendo, pero Publio repetía su pregunta-. ¿Temprano? ¿Estamos llegando a la gran Siracusa y los niños duermen?
–Cornelia tiene siete años y el pequeño Publio tan sólo cuatro. Dales tiempo a crecer antes de intentar enseñarles el mundo entero. Publio sonrió.
–Puede ser. Es posible que lleves razón, pero mira. – Y el cónsul señaló al norte-. El Portus Magnus de Siracusa.
En el horizonte se divisaba la gran bahía de la capital de Sicilia. Un inmenso puerto natural para dar cobijo al ingente tráfico mercante de uno de los mayores puertos de todo el Mediterráneo. Emilia se quedó admirada ante la extensión de la bahía natural, el gran tamaño de aquel puerto, el enorme número de naves de todo tipo que acogía y las grandes murallas que rodeaban la ciudad.
–Impresionante, ¿verdad? – dijo Publio satisfecho de que su mujer apreciara el espectáculo.
–No pensé que fuera tan grande…
–Más grande aún que Roma y desde hace mucho tiempo. Marcelo tardó años en rendir esas murallas. En parte por su altura y en parte por las defensas que construyó Arquímedes para mantener a nuestros barcos alejados de la base de las murallas.
–Ya me has hablado de Arquímedes en más de una ocasión. Es ese filósofo griego, ¿no?
–Matemático, filósofo, un sabio. Lástima que uno de los estúpidos legionarios de Marcelo lo matara. Ahora habríamos tenido ocasión de hablar con él, de conocerle… -Publio hablaba con brillo en los ojos, imaginando lo que podría haber sido, pero que ya resultaba del todo imposible-. En cualquier caso -continuó-, he pensado en localizar a algunos de los discípulos de Arquímedes. Quizás uno de ellos podría actuar como tutor de los niños. Como el viejo Tíndaro conmigo y Lucio…
Emilia veía cómo su marido se retrotraía a su feliz infancia, bajo la vigilancia de sus padres, la instrucción militar de su tío Cneo y la tutela en filosofía, geografía, latín y griego del anciano Tíndaro.
–Me hizo aprender, el viejo Tíndaro -añadió Publio-, los nombres de todos los gobernantes de Siracusa… creo que aún me acuerdo: Gelo, Hierón I, Thrasybulus, un período de sesenta años de democracia y de nuevo los tiranos de Siracusa con Dionisio I y Dionisio II, Dion y de nuevo Dionisio II, Callipus, Hipparinus y Aretaeus, Nysaeus, Timoleón, veinte años de oligarquía, Agatocles, Icetas, Toimón, Sosistratus, el rey Pirro del Épiro que conquistó la ciudad y la retuvo bajo su poder un par de años y el gran Hierón II. Sí, es increíble lo de Tíndaro. Aún puedo recordar la lista entera. Luego de Hierón vinieron las luchas internas entre Hieronymus, Andranodorus, Hipócrates y Epycides, unos con la idea de apoyar a Cartago y otros a nosotros. Al final nuestra intervención con la conquista de Marcelo puso fin a todo aquello. La ciudad misma debe de ser aún más espectacular que su puerto…
Emilia escuchó con el interés de una alumna aplicada todas y cada una de las explicaciones de su marido. Si Publio sabía de estrategia militar tanto como de historia y geografía, su plan de África tendría éxito. Emilia mantenía una fe ciega en su marido, aunque por momentos su corazón se afligía cuando a su alrededor escuchaba los murmullos de los esclavos acerca de la imposibilidad de conquistar aquel territorio. Pero Publio seguía hablando.
–Lo primero que haremos será buscar una casa apropiada para ti y los niños en el centro de la Isla Ortygia. Es la zona más segura de la ciudad. Después me ocuparé de los asuntos militares.
–¿Como reclutar caballeros pese a la negativa del Senado?
Publio la miró con un atisbo de sorpresa. Emilia siempre se enteraba de todo, más tarde o más temprano.
–Entre otras cosas -respondió al fin Publio.
–¿Y Catón, y Máximo y el Senado?
Publio sonrió ante la insistencia de Emilia.
–Supongo que tendrán que fastidiarse o enviar una delegación entera de senadores para quitarme el mando. – ¿Y no temes que lo hagan?
–Bueno, es una posibilidad, pero a los senadores no les gusta viajar, y menos en tiempos de guerra. – Y se rio, y con su risa pasó una mano por la espalda de su mujer acariciándola suavemente, sin permitirse más muestras públicas de afecto para no despertar las críticas de sus oficiales más tradicionales.
La mañana siguiente, cercano ya el mediodía, Publio cruzaba la ciudad de Siracusa. Salió de la casa que el pretor de la ciudad le había cedido para él y su familia en el corazón de la Isla Ortygia. Iba acompañado por Marcio, Silano y Mario y escoltado por sus doce lictores y varios manípulos de sus mejores legionarios. Juntos cruzaron la Isla Ortygia de sur a norte. Atrás dejaron el templo de Atenea, el templo de Artemio y la ciudadela de Dionisio y pasaron así por el pequeño istmo que separaba el Puerto Pequeño del enorme Portus Magnus. Giraron entonces hacia el oeste y sus pasos les condujeron a la explanada del gran foro de Siracusa. Allí encontraron una multitud de soldados y de ciudadanos de Siracusa. Por un lado, en el lado norte del foro se encontraban dos mil hombres de las mejores tropas que el cónsul había traído consigo desde Roma y Lilibeo, frente a quienes se situaron Publio, Marcio, Silano y Mario y la escolta del cónsul y, tras ellos, unos trescientos soldados de los manípulos que habían acompañado al cónsul desde la Isla Ortygia y, tras estos últimos, dos mil hombres fuertemente armados de las tropas de voluntarios itálicos. Frente a ellos, en el lado sur del foro y por requerimiento expreso del cónsul de Roma, que ejercía de gobernador de la ciudad mientras permanecía en ella, por encima de la autoridad del pretor, se encontraban unos trescientos jinetes, a pie, junto a sus monturas, caballos hermosos, negros en su mayoría, jóvenes, recios, fuertes. Todos los jinetes eran caballeros de la mejor nobleza de Siracusa. Publio observó con detenimiento a hombres y bestias. Aquellos jóvenes caballeros habían acudido a su cita de forma puntual, tal y como se les había ordenado, y es que el joven cónsul había exigido que todos los nobles de Siracusa presentasen en el foro a uno de sus hijos equipado militarmente y con una montura para pasar a formar parte de su ejército expedicionario a África en calidad de cuerpo de caballería. Publio sabía que aquélla era una medida impopular, además de contraria a las directrices del Senado, pero necesitaba un contigente de caballería para la campaña africana y sabía que los nobles de Siracusa, tras siete años desde la caída de su ciudad en manos de Marcelo, sometidos a Roma y viendo que Aníbal no era capaz de doblegar las legiones itálicas, no se levantarían en armas contra esa orden, por muy terrible y mezquina que les pareciera. No obstante, como medida de seguridad, el cónsul había dispuesto docenas de arqueros y otros legionarios armados con pila por todos los sectores del foro, con la orden expresa de masacrar a los caballeros de Siracusa si éstos montaban en sus caballos y decidían cargar contra el ejército de voluntarios romanos e itálicos. Publio avanzó unos pasos por dos motivos: primero para hacerse visible a los ojos de los caballeros de Siracusa y del resto de los ciudadanos de aquella gran ciudad que se habían congregado en las inmedicaciones del foro aquella mañana para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. En segundo lugar, Publio se adelantó para poder escudriñar las miradas de aquellos caballeros con mayor detenimiento. Entre ellos y el cónsul apenas quedaban cincuenta pasos. Demasiada distancia para mirarles a los ojos. Acercarse más era peligroso, pero necesitaba leer las miradas de esos hombres. Publio se giró hacia sus lictores. No necesitó decir nada. Al instante sus doce escoltas estaban a dos pasos, tras él. Así, arropado por su guardia personal, el cónsul se aventuró a aproximarse a treinta, veinte, diez, cinco pasos de los jinetes de Siracusa. Ahora podía leer en sus rostros. No había miedo. Aquéllos serían excelentes en el campo de batalla si su ánimo les acompañara, pero en sus entrecejos se leía la sombra de la duda, el desprecio y la ira contenidas. Demasiado contra lo que luchar con tan poco tiempo para ganarse el respeto de aquellos hombres para convencerles de que lucharan en tierra extranjera, África, por una ciudad, Roma, que no era la suya, sino la que los tenía sometidos. Demasiado complicado. Pero aquéllos eran buenos jinetes, bien equipados y con excelentes caballos, fruto de los años de guerra en Sicilia y del poder y el dinero de los ricos nobles de la ciudad que habían sobrevivivdo al enfrentamiento primero contra Cartago, sus guerras civiles y luego al asedio de Roma. Algo distrajo la concentración del cónsul. Por el extremo norte del foro llegaba un pequeño grupo de legionarios protegiendo al quaestor de la V y la VI. Publio suspiró. Era de esperar. Marco Porcio Catón había llegado a la explanada del foro de Siracusa. Le había prohibido intervenir en sus acciones, pero era potestad del quaestor moverse con libertad y observar y, como sin lugar a dudas haría, remitir los informes que considerase pertinentes para el Senado de Roma. Publio regresó sobre sus pasos e, ignorando la mirada fija y cargada de ira del quaestor, se situó, de nuevo, al frente de sus tropas encarando a los caballeros de Siracusa. Inspiró despacio y, henchidos sus pulmones de fuerza y ansia a un tiempo, proclamó sus intenciones:
–¡Ciudadanos de Siracusa, caballeros de esta noble ciudad! ¡Habéis acudido aquí esta mañana por mandato mío y vuestra obediencia os honra! ¡Siracusa y sus ciudadanos han sido aliados de Roma legendarios y pese a nuestras diferencias recientes, Siracusa vuelve a estar en el centro de las alianzas de Roma, algo que honra a Roma y algo que repercutirá siempre en el bienestar de esta hermosa ciudad! – El desprecio que había leído en los ojos de los caballeros no descendía. Aquellas palabras de un cónsul romano sonaban a ironía y sarcasmo después de que Marcelo se llevara de Siracusa todas las estatuas de la ciudad para decorar las rústicas calles de Roma. Publio decidió ir al grano-. ¡Nobles caballeros de esta ciudad, os ofrezco la posibilidad de participar en el engrandecimiento de Roma y, por ello, de Siracusa también! ¡Como sabéis, estoy preparando una expedición a África con el fin de castigar a nuestro enemigo común más mortal: Cartago! ¡Cartago os ha atacado en el pasado y la alianza temporal con dicha ciudad os trajo desdicha, sufrimiento y derrota! ¡Ahora yo vengo a ofreceros que os cobréis esa deuda que Cartago os debe: marchad conmigo a África como cuerpo de caballería y allí tendréis derecho a participar del botín y del honor de nuestras victorias; vuestra alianza con nosotros será, como siempre lo fue en el pasado, origen de riqueza para vosotros y vuestra ciudad! ¡Ciudadanos de Siracusa: os ofrezco gloria y venganza bajo mi servicio, victoria y riqueza! ¿Qué decís a mis palabras, caballeros de Siracusa?
El cónsul calló y esperó respuesta, pero sólo obtuvo el silencio total de los caballeros salpicado de los murmullos que se extendían por la explanada del foro entre los ciudadanos que habían acudido a observar el desenlace de aquel reclutamiento forzoso. Publio sabía que sus palabras sonaban a huecas en los oídos de aquellos hombres. Lo había revestido todo de hermosos adjetivos, pero en la campaña de África habría combates terribles, dolor y muerte e, incluso si se conseguía la victoria, ¿cuántos de aquellos jinetes sobrevivirían para contarlo? No querían marchar a África a luchar en una guerra que no era la suya por una causa en la que no creían, bajo el mando de un líder que no era de los suyos. Pero necesitaba a aquellos caballeros, los necesitaba como el agua que bebía, como la lealtad de sus legiones. Publio estaba nervioso y el silencio perfecto de los caballeros de Siracusa, que, pudiera ser que le siguieran por miedo al castigo contra ellos mismos o sus familias si se negaban, era un aguijón en el ánimo del cónsul. ¿Cómo confiar la defensa de un ala en el campo de batalla a hombres tan indispuestos, tan poco proclives a la causa de luchar contra Cartago o, peor aún, poco estimulados para luchar a favor de Roma? Publio les dio la espalda. No quería que los caballeros de Siracusa leyeran en su rostro las facciones que la preocupación trazaba sobre su cara, pero al volverse se encontró con la mirada cínica de Catón, que sin hablar parecía unir su silencio al silencio de los nobles de aquella ciudad. Sabía lo que pensaba: «El Senado no te permite reclutar en Sicilia y aunque lo intentes, contraviniendo esas órdenes, nadie te seguirá a esa campaña de locura y suicidio.» Publio se revolvió de nuevo y se encaró a los nobles de Siracusa una vez más.
–¡Una cosa me queda por añadir! ¡No quiero conmigo a nobles asustados ni nostálgicos de su hogar que se pasen las noches de campaña añorando su amada Sicilia! ¡No quiero conmigo hombres que no estén seguros de querer luchar conmigo contra Cartago! ¡No quiero conmigo jinetes que duden en el campo de batalla! ¡Necesito saber si queréis realmente acompañarme o si sólo estáis aquí porque yo os lo he ordenado! ¡Por todos los dioses, maldita sea, por última vez, hablad, hablad y decid lo que pensáis! ¡Sois caballeros, tenéis valor, se os supone valientes, pues hablad, pues sólo los valientes se atreven a decir lo que piensan! ¿O es que acaso en Siracusa no queda ningún caballero con la osadía suficiente para decirle a un cónsul de Roma lo que realmente piensa? ¿Tan desarbolada, tan desasistida ha quedado la ciudad de Siracusa? ¿Tan cobardes son sus nobles? ¿Tanto miedo me tenéis?
Publio calló de nuevo. Esta vez respiraba de forma agitada y sentía cómo las gotas de sudor, fruto del calor del sol del mediodía y de la intensidad de su discurso, surcaban los pliegues suaves de su frente. El silencio de los caballeros parecía inquebrantable cuando uno de los nobles, joven, alto, moreno de tez y cabellos, con barba incipiente, avanzó unos pasos y habló alto y claro.
–¡El cónsul de Roma no está ante cobardes! – Publio fingió sorprenderse y retuvo en su interior la sonrisa que alimentaba su espíritu; su plan estaba en marcha; el cónsul avanzó hacia el joven caballero hasta situarse frente a él.
–Habla entonces, caballero de Siracusa, habla de una vez.
El joven, ante la presencia próxima del cónsul, sintió que su decisión inicial se debilitaba, pero en aquel momento ya era demasiado tarde para callar sin caer en el ridículo, y si había algo que no podía permitirse un noble era hacer el ridículo. Así que el joven retomó la palabra, con menos vigor que al principio, pero con firmeza.
–¡No somos cobardes…! ¡El cónsul pide nuestra opinión…! ¡Nosotros no… no… yo, al menos, yo, si se me permitiera decidir…! ¡Yo, al menos, no iría a África con el cónsul! ¡Y no sería ni por cobardía ni por falta de preparación! ¡Esta guerra entre Cartago y Roma es una guerra interminable y Siracusa está en medio y hemos sido y podemos volver a ser atacados por los unos o por los otros! ¡Somos vuestros aliados, eso es cierto, pero queremos estar junto a nuestras familias, en nuestra ciudad, para proteger mejor a los nuestros! ¡Os deseamos la victoria en África, pero yo, si pudiera elegir, me quedaría en Siracusa! – Y, bajando la voz, concluyó su diatriba-. Te he hablado con sinceridad porque me pareció que eso es lo que demandabas; ahora haz conmigo, cónsul de Roma, lo que tengas que hacer. Sólo te pido que respetes a mi familia y al resto de los nobles. He hablado por mí; por nadie más.
Publio Cornelio Escipión se mantuvo en pie, sin decir nada, unos instantes, frente a aquel joven noble; unos segundos que para el aristócrata parecieron años. Al fin, el cónsul de Roma respondió con tono sereno.
–¡Has hablado alto y claro y has hablado con sinceridad, como pedía y, con sinceridad, me has dicho que no, me has contrariado, pero has sido honesto y honestidad es lo que yo pedía ahora! – Publio elevó aún más su voz y se dirigió a todos los nobles a la vez paseando su mirada de este a oeste, por toda la formación de jinetes y monturas-. ¡Antes he dicho que con dudas y añorando vuestra casa no me valéis en África y así es, pero necesito un cuerpo de caballería y pienso tener un cuerpo de caballería de una forma u otra! – Entonces se centró de nuevo en el joven caballero que le había hablado y le hizo una propuesta-. ¡No quieres venir conmigo, de acuerdo, sea; acepto tu negativa: puedes quedarte en casa con tu familia y los tuyos para defender tu ciudad en caso de necesidad, pero a cambio te pido que tomes a uno de mis hombres, que lo acojas en tu casa, que lo instruyas en el arte de la caballería, que le enseñes a montar y a luchar como un auténtico jinete y que le entregues tus armas y que en tres meses me lo devuelvas hecho un perfecto guerrero, un caballero para mis legiones! ¡Acepta este pacto y te dejo marchar!
El cónsul se volvió y señaló a uno de los trescientos infantes que estaban tras la línea de lictores. El aludido avanzó hasta la línea de la guardia personal del cónsul que se hizo a un lado para dejarle pasar y, ante la insistencia del cónsul, el soldado se puso frente al caballero de Siracusa con el que Publio estaba negociando.
–¿Qué me dices, noble de esta ciudad, qué dices a mi propuesta? – preguntó de nuevo el cónsul
El joven no lo dudó. Había esperado la cárcel e incluso la muerte y todo lo que se le pedía era el caballo, las armas e instruir a un hombre. En su casa su padre tenía una decena de caballos más y docenas de armas. Era aquél un precio que su padre pagaría a gusto.
–Acepto, cónsul de Roma.
–Sea entonces, por Castor y Pólux. – Y se volvió hacia el resto de los trescientos infantes y les ordenó que avanzaran hasta situarse frente al resto de los caballeros de Siracusa.
–¿Qué me decís, nobles de esta ciudad, qué respondéis a mi propuesta? – gritó el cónsul, y para su sorpresa y alivio, con gran rapidez, uno a uno, los trecientos caballeros de Siracusa empezaron a responder «acepto», «acepto», «acepto», y Publio cerró los ojos y dejó que cada aceptación cayera sobre sus oídos como agua de lluvia tras una larga y penosa sequía de estío. Al cabo de unos minutos, todos los caballeros de la ciudad dejaron el foro, cada uno acompañado por uno de los soldados voluntarios de las tropas del cónsul; junto con ellos, los ciudadanos que habían venido a observar lo que presentían iba a ser un terrible enfrentamiento, se dispersaron relajados y contentos porque se había llegado a un acuerdo aceptable con el cónsul y la explanada del foro de Siracusa quedó en calma y sosiego, pero con la imponente presencia de los dos mil hombres del cónsul que, atónitos y felices, habían presenciado cómo su general en jefe había conseguido reclutar lo que debería ser en poco tiempo un eficaz regimiento de caballería de treinta turmae sin derramamiento de sangre y sin entrar en conflicto con los nobles de aquella ciudad. Estaban admirados y contentos y su interés por alcanzar África bajo el mando de aquel hombre no había hecho sino acrecentarse. Muy al contrario, Marco Porcio Catón caminó hacia el cónsul y una vez frente a él le acusó con más virulencia de la acostumbrada.
–Acabas de incumplir el mandato del Senado.
–No he incumplido nada, quaestor-respondió Publio, y mirando fugazmente a sus oficiales-, y tengo testigos que así lo ratificarán ante el Senado. – El cónsul observó cómo Marcio, Silano y Mario asentían-. No he reclutado a nadie de Sicilia, sino que he conseguido caballos, armas e instrucción apropiada para transformar a trescientos de mis voluntarios en un cuerpo de caballería de apoyo para las legiones. Eso es lo que he hecho y sin coste para el Estado. De hecho, creo que cuando informes al Senado, éste quedará contento de conseguir trescientos jinetes sin recurrir al tesoro.
–Les has engañado, les has hecho creer que podías llevártelos.
Publio dejó su tono irónico y respondió con más contundencia.
–He hecho, quaestor, lo que tenía que hacer y lo he hecho cumpliendo con el mandato del Senado. He aumentado la efectividad de nuestras tropas y eso es bueno para mí, para el Senado y para Roma.
–Escipión -respondió Catón saltándose el tratamiento de cónsul que le debía ante la sorpresa y el enfado de los oficiales y los lictores presentes testigos de aquel nuevo debate entre el cónsul y el quaestor-, te crees por encima de todos, te crees por encima del Senado y el Senado un día, un día el Senado acabará con tu soberbia y tus bravatas. El Senado está por encima de todos y tú te ríes de sus decisiones y las manipulas a tu antojo.
–El Senado existe porque existe Roma y Roma existe, quaestor, porque existen sus legiones y ahora yo y mis hombres somos sus legiones y haré lo que tenga que hacer para preservar a Roma y, con Roma, al Senado; incluso lucharé por preservarte a ti, porque eres parte de Roma, Marco Porcio Catón, quaestor de las legiones V y VI de Roma.
–Pensar que las legiones están en lo alto de la pirámide es el camino equivocado, Escipión, y me ocuparé de que más tarde o más temprano aprendas esa lección.
Publio se encaró entonces con el quaestor y llevó su rostro a un palmo del de Catón.
–A partir de ahora te dirigirás a mí sólo como cónsul y ahora márchate y desaparece de mi vista antes de que mi ira se desate y decida eliminar la vida de un quaestor impertinente bajo la excusa de insubordinación e intromisión en los asuntos que sólo competen a la autoridad del cónsul. Te mataría a gusto, Catón, aquí y ahora, y no me importaría luego tener que excusarme ante el Senado, ante Roma o ante los dioses, porque al menos ya no tendría que volver a aguantar tus impertinencias. Has acabado con mi paciencia y a partir de aquí sólo te queda conocer mi ira incontrolada que sólo reservo para el campo de batalla, pero que si he de usar la usaré contigo como lo hice con los hombres de Suero.
Catón dio un paso hacia atrás. Por primera vez en mucho tiempo recuperó una sensación que tenía olvidada. El miedo. Aquel hombre estaba tan loco, se creía tan superior, que muy bien podía acabar haciendo lo que anunciaba. Catón tragó saliva, dio media vuelta y, protegido por unos pocos hombres fieles a su causa, se adentró por el oeste del foro, en las calles de Siracusa.
–Ese hombre es peligroso -dijo Marcio en voz baja.
–Sin duda -confirmó Mario al tiempo que Silano asentía.
–Sí, pero debemos respetarle -añadió Publio con sosiego recuperado-. Me he dejado llevar. No debería haberle amenazado, pero su insolencia acaba con mi tolerancia. Pero no dejemos que sus palabras huecas nos agüen la fiesta que vamos a celebrar esta noche -continuó Publio con voz más alegre-. Lo esencial es que tenemos en marcha la creación de un buen cuerpo de caballería. La campaña de África cabalga.
Y el cónsul recibió las felicitaciones de sus oficiales mientras, sin poder evitarlo, y traicionando el sentido de las palabras que acababa de pronunciar, no podía evitar sentirse aturdido por la discusión con Marco Porcio Catón. Tendría que ver la forma de deshacerse de aquella nefasta compañía de algún modo, pero por mucho que lo pensaba, no veía cómo hacerlo. Una cosa era discutir con él, incluso amenazarle, pero no podía deshacerse de un quaestor nombrado por el Senado. No, Catón estaba allí para quedarse. Escupió en el suelo.
La boda fue rápida porque el rey Sífax quería abreviar los preliminares e ir directo al asunto que realmente le importaba: Sofonisba, la bella hija de su ahora cartaginés suegro, el general Asdrúbal Giscón. Sífax cruzó entre el mar de tiendas plantadas en los alrededores de Cirta, su capital en Numidia, que constituía el campamento general de su ejército. Un campamento desordenado y caótico, pero inmenso y móvil, lo que le permitía trasladar a su poderoso y cada vez más numeroso ejército de una punta a otra de Numidia para así hacer frente a sus enemigos, en especial, los maessyli de Masinisa. Sólo recordar aquel nombre le revolvía el estómago, pero no aquella noche. Masinisa, el pretencioso joven hijo de la depuesta reina Gaia reclamaba para sí el reino entero de Numidia. Masinisa había pasado de ser un molesto incordio a una auténtica preocupación. El joven príncipe había estado primero bajo las órdenes de los ejércitos púnicos, incluso del propio Giscón con cuya hija se acababa de casar, pero ahora, con el cambio del viento que parecía soplar algo más a favor de los romanos, al menos en Hispania, Masinisa se había aproximado a los romanos, buscando una alianza con la que reunir aliados para atacarle a él y arrebatarle Numidia.
Sífax caminaba con pasos largos gracias a su gran estatura, pero en ocasiones su cuerpo oscilaba un poco de un lado a otro, no mucho, pero lo justo para que sus guardias estuvieran atentos por si su rey tropezaba, y es que Sífax había bebido mucho, pues mucho tenía que celebrar. Tenía un tratado de no agresión firmado con el general romano Escipión y sabía que ese romano cumpliría su palabra y ahora, al casarse con Sofonisba, además de añadir una hermosa hembra a sus varias esposas jóvenes y bellas, se aseguraba una cierta lealtad con el general cartaginés más poderoso en África en ausencia de Aníbal. Era un equilibrio difícil el que Sífax buscaba: no quería enfrentarse ni con los romanos ni con los cartagineses y, por otro lado, tenía fuerzas suficientes para intimidar a cualquiera de ambos bandos y para lanzarse ya muy pronto hacia el nordeste y masacrar a Masinisa, que había regresado de Iberia con sus tropas rebeldes. Pronto todo estaría en su sitio. Numidia sería un reino unido bajo su poder, fuerte e independiente, mientras los romanos y los cartagineses se desgastaban en una guerra que ya duraba más de diez años, que recordara él; no estaba seguro. El vino le embotaba un poco los pensamientos, pero no las ansias. Sofonisba. Tenía también aquella noche el placer de celebrar haber arrebatado a Masinisa la mujer que aquél anhelaba y es que Sífax hacia tiempo que sabía que el joven príncipe númida del norte pretendía a la hermosa hija del general cartaginés. Aquello no le importaba demasiado a Sífax hasta que los cartagineses volvieron a intentar congraciarse con él; por eso no lo dudó cuando Giscón le ofreció a su hija en señal de buena amistad. Sífax sabía que aquella hija del general púnico era pretendida por Masinisa, y Sífax no podía por menos de relamerse de satisfacción pensando en la cara que pondría Masinisa cuando éste se enterase de que la mujer de sus sueños era ya otra hembra más en propiedad de su odiado enemigo Sífax, el gran rey de los númidas. Sífax lanzó una carcajada al aire. Sus escoltas rieron con él, sin saber muy bien por qué reía su rey pero con la intuición que da la experiencia de los muchos años al servicio de un errático monarca, de humor cambiante, que no dudaba en castigar con la muerte al que no seguía sus chanzas o al que se atrevía a dudar de una orden suya. De ese modo, rey y guardias de su escolta llegaron riendo hasta la gran tienda preparada en el centro del campamento para la noche nupcial entre el rey Sífax y la joven púnica Sofonisba.
El gigantesco monarca desplegó con violencia el lienzo de tela que daba acceso a la tienda. Dio dos pasos, entró en el interior de aquella habitación improvisada sobre el desierto y dejó que la cortina volviera a caer de forma que ocultara a la vista de sus soldados tanto su gran figura como la delgada y sinuosa silueta de su recién adquirida esposa. Sofonisba le esperaba recostada sobre un tamiz de mantas suaves de lana. Su cuerpo de tez morena y piel suave parecía estar desnudo, sólo cubierto por una piel de león con cuya cabeza la joven muchacha se entretenía examinando, divertida, las enormes fauces de la fiera muerta. Sífax tuvo la sensación de que aquella joven jugaría con el felino de igual forma aunque hubiera estado vivo, pero rápido desechó el pensamiento como propio de las elucubraciones absurdas del licor. Sífax iba a hablar, pero su joven esposa levantó la mirada, que no la cabeza, y se dirigió a él con una voz melosa que hizo vibrar la espina dorsal del gran rey.
–¿Ves, pequeño león? Te dije que no podría estar mucho contigo, pues mi rey vendría pronto a verme, mi rey, al que debo servir.
Sofonisba terminó sus palabras arrojando la piel de león a un lado. Sus pechos quedaron al descubierto, firmes, prietos, con pezones duros rodeados de una areola pequeña y sobre ellos quedaron clavados los ojos del perplejo rey que había pensado en enfadarse, ¿dónde se ha visto que una esposa hable primero a un rey y menos aún en la noche de bodas? Pero era aquélla una mujer aún más hermosa de lo que había imaginado y su voz susurrante era relajante, agradable.
–¿Por qué no se sienta mi rey, mi señor? – continuó Sofonisba señalando con un largo y estilizado brazo engalanado con varias pulseras de plata y un precioso brazalete de oro que rodeaba hasta cuatro veces la circunferencia de su extremidad culminando en la imagen misma de una serpiente.
Sífax se sentó en una butaca cubierta de pieles de cabra y oveja y disfrutó del paisaje: Sofonisba, a cuatro patas, como una gata, se acercó a él, despacio, haciendo oscilar sus caderas y sus senos con el avance de su grácil cuerpo. Cruzó así Sofonisba la estancia iluminada por decenas de velas de la tienda hasta quedar de rodillas frente a su marido.
–¿Qué desea mi rey de mí? ¿Qué quiere mi rey que haga? – continuó la joven alargando las sílabas y dejando que su lengua paseara por sus labios húmedos al hablar-, pues mi señor ha de saber que soy su mujer y soy suya para lo que desee y que no hay nada que me haga a partir de ahora más feliz que complacer a mi rey en todo aquello que mi rey desee de mí.
Sífax no habló ni dijo nada, pero de debajo de sus túnica roja, de entre sus piernas, emergió una protuberancia que dejó muy claro qué ansias consumían en aquel momento al monarca de Numidia. Sofonisba sonrió y le miró como la madre que mira al niño que por primera vez ha dicho una palabra. La joven cartaginesa tomó con los dedos de sus manos la parte inferior de la túnica real y la estiró hacia arriba con una parsimonia infinita que no hizo sino prolongar la dulce tortura de su señor hasta que la muchacha liberó de su presidio el miembro erecto y viril del rey. Mientras Sofonisba trabajaba en proporcionar placer a su señor, éste observaba el hermoso brazalete que su recién adquirida esposa exhibía con aparente orgullo en su antebrazo. – Ésa es una hermosa joya -dijo el rey.
–Aha -respondió Sofonisba, pues en su boca ya no cabían las palabras.
–¿Regalo de alguien?
La joven asintió sin detenerse en lo que estaba haciendo. El rey empezó a gemir y entre el placer y la satisfacción su pregunta quedó sin respuesta y cayó en el olvido.
Aquélla fue una noche larga y, sin embargo, tan corta para el rey Sífax. Sofonisba le acarició, le lamió, le chupó, le besó, a la vez que se dejaba tocar, besar, morder, poseer, acariciar, pegar, azotar y vuelta a ser besada, tomada, disfrutada… Sífax, veterano en el arte amatorio, descubrió sensaciones, posturas y posibilidades totalmente desconocidas y todo ello guiado por las pequeñas, juguetonas, dóciles y seguras manos de su joven esposa. Fue así como al amanecer, aún despierto, mientras Sofonisba continuaba acariciando su pecho desnudo con fingida pero cuan dulce ternura, que el rey Sífax concluyó que no había adquirido una esposa más, sino que aquella noche se había casado con una reina, la reina Sofonisba que gobernaría con él sobre toda una Numidia reunificada que él levantaría sobre el cadáver de Masinisa y sus rebeldes.
–Mi rey sonríe, ¿mi rey está satisfecho? – preguntó Sofonisba con su dulce voz, tranquila, sosegada, como si no hubiera pasado nada en aquellas largas horas de lujuria sin control.
–El rey está contento, esposa -respondió Sífax complacido-. Recordaba que ese miserable de Masinisa te pretendía y estaba sonriendo pensando en cómo sufrirá cuando se entere de que ahora ya nunca serás suya.
Sofonisba sonrió y mirándose de forma distraída el brazalete dorado que recubría su antebrazo derecho respondió lacónicamente.
–Eso es lo que tienen los rebeldes como Masinisa, mi señor, que están condenados a sufrir.
La respuesta agradó al gran rey Sífax, satisfacción que se unía al hecho de sentirse, por primera vez en mucho tiempo, saciado en su lascivia por completo. Sífax se sintió generoso.
–¿Y en qué piensa mi joven y nueva reina en la noche de su boda con el rey de Numidia? – preguntó.
Cuando Sofonisba escuchó de labios del rey la palabra reina, no movió un solo músculo de su faz, pero en su interior se desató el mismo júbilo que sienten los generales cuando se saben victoriosos.
–Pensaba en cuánto poder tiene mi rey, en cuánto le temen todos, pensaba en que mi rey puede conseguir cualquier cosa.
Sífax se incorporó levemente, se apoyó en un almohadón y, contemplando el cuerpo desnudo, sudoroso e impregnado de todo tipo de efluvios íntimos de Sofonisba, respondió con la seguridad del hombre que se cree lo que escucha.
–Cualquier cosa, así es… -tardó un poco en atar cabos, pero Sofonisba era paciente-, ¿es que…? – empezó al fin Sífax-, ¿es que hay algo que mi joven reina desea? Porque si así es, pide Sofonisba, pídeme lo que quieras.
Y Sofonisba, abrazándose a la piel del gran león, como quien siente vergüenza, con voz baja pero clara, resuelta, zalamera, pidió. Pidió. Pidió.
Plauto estaba sobrecogido. Se había situado en el centro mismo de la escena del gran teatro de Siracusa. Había llegado hasta allí por la invitación que el cónsul Publio Cornelio Escipión le había cursado como respuesta a su carta en la que le solicitaba una entrevista. El cónsul había sido más que generoso: le había ofrecido costearle de su propio bolsillo el desplazamiento hasta Siracusa de él y de toda su compañía de actores. «Quiero ver una de tus comedias representada en el gran teatro de Siracusa.» Así había concluido su carta el cónsul. Cuando la leyó, en casa de Casca, saboreando una de las famosas largas y eternas orgías de su protector en Roma, Plauto pensó con qué grandilocuencia el joven cónsul había empleado la palabra «gran» para referirse al teatro de Siracusa. Ahora, varado allí en el centro mismo de su escena, absorbiendo las dimensiones de aquella construcción, comprendía y compartía el sentido de las palabras del cónsul. Las gradas del teatro se extendían a ambos lados, excavadas sobre la ladera de la montaña, talladas en piedra, en un extensísimo diámetro de 140 metros. Estaban divididas en nueve secciones, nueve cúneos, separados por hasta diez escaleras para facilitar el acceso y la distribución del público por todo el recinto con rapidez. El coro, como era costumbre en los teatros griegos, era un amplio semicírculo para dar cabida a tantos cantantes y músicos como se deseara y la escena era de una enorme amplitud también. Todo en aquel teatro era megalítico, enorme, espacioso. Plauto se sonrió pensando en las estrechas plataformas de madera sobre las cuales estaba acostumbrado a actuar en el foro de Roma. Aquello era otro mundo, otra civilización. Por algo los griegos llamaban bárbaros al resto de los pueblos e incluían a Roma en el calificativo. Pero además de las dimensiones, todo el teatro estaba engalanado con estatuas, inscripciones, grabados en piedra… había paseado por las gradas y había observado cómo en cada pared se podían ver tallados los nombres de diferentes dioses en unos lugares y, en otros, los nombres de los parientes de la familia del gran Hierón II, el tirano bajo cuyo gobierno se construyó aquel teatro hacía ya treinta años.
El público empezaba a llegar. Las puertas de acceso se acababan de abrir. Eran soldados de las legiones V y VI. Plauto sólo había tenido tiempo de cruzar unas palabras con el cónsul.
–Actuarás para mis legionarios -le dijo Publio Cornelio-. Quiero que se diviertan, después de la obra tienen prometido por mí vino y mujeres, o sea que los tendrás bien dispuestos. No espero que mis hombres sacien sus ansias sólo con teatro, pero quiero que se entretengan, Plauto, quiero que se diviertan. La mayoría de estos hombres van, vamos todos a una misión casi imposible. Muchos aún no lo saben, pero caminan directos a la muerte. Merecen un poco de diversión. ¿Crees que lo conseguirás, Tito Macio Plauto?
Plauto no dudó en su respuesta.
–Los hombres de la V y la VI pasarán un buen rato… y espero que el cónsul también.
–Bien, bien, por Castor y Pólux, tu seguridad me da ánimos. Eso está bien… sé que quieres que hablemos con más calma sobre otras cosas, pero hoy no podrá ser. Tengo que ocuparme de otros asuntos relacionados con esta guerra. Sé que lo entenderás. Hablaremos de lo que tengas en mente, pero después de la representación. Eso tiene la ventaja de que si tu obra complace a todos estaré más predispuesto a favorecerte en aquello en lo que me quieras consultar.
Plauto aceptó, porque ¿qué otra cosa se puede hacer ante la sugerencia de un cónsul de Roma? Y se despidió. Estaría mejor predispuesto. Si gustaba la obra. Por el contrario, la misma frase conllevaba la otra cara de la moneda: si la obra no gustaba a los legionarios de la V y la VI, el cónsul ya le estaba anunciando que no esperara generosidad por su parte para sus ruegos o peticiones. Aquellas palabras hicieron mella en el espíritu de Plauto e introdujeron dudas sobre qué obra representar. En un principio había pensado recurrir a Amphitruo, que pese a su polémica mezcla de comedia y tragedia, había cosechado un gran éxito en Roma; luego pensó en traer una obra nueva, con tema militar, algo con un ambiente en el que los soldados se identificaran, pero era una obra demasiado atrevida, demasiado directa y crítica con algunas cosas… claro que en casi todas sus piezas se le escapaban críticas, no tan duras como las del pobre Nevio. Nevio. Seguía encarcelado en Roma. Las dudas crecían. Quiza sería bueno recurrir a la Asiriana, su primera obra, la que le valió el reconocimiento por todo el pueblo de Roma, pero, por otro lado, se había representado tanto que no sólo el cónsul sino que otros muchos la conocían ya casi de memoria. El cónsul esperaría algo nuevo. Nuevo. Plauto, clavado en el centro de la gran escena, confirmó la decisión que había tomado hacía días. Sí, sería su obra militar, el Miles Gloriosas, la pieza que representarían aquella tarde y que había representado en Roma un par de veces, no sin levantar ciertas críticas entre algunos senadores, pero, a fin de cuentas aquello no tenía por qué ser algo negativo: las acciones del cónsul también suscitaban la crítica de los viejos paires conscripti.
Ya habían entrado varios centenares de soldados y aún quedaban muchos más por irrumpir en las gradas que deberían dar cabida a varios miles. Y es que aquellos hombres irrumpían, no entraban, pues aunque el cónsul hubiera prometido vino para después de la representación, era evidente que muchos legionarios habían decidido agasajarse a cuenta de su paga con una degustación previa de los caldos de la región en las tabernas abiertas por toda la ciudad. Aquello, como siempre, era un arma de doble filo, como las espadas hispanas: si les gustaba la obra, por efecto del alcohol, reirían el doble, pero si la obra les aburría, también abuchearían e insultarían el doble. Plauto dio media vuelta y fue en busca de sus actores. Tenía que revisar que todo estuviera preparado.
El cónsul, custodiado por los doce lictores, se abrió paso entre los túneles del gran teatro que daban acceso a las gradas. Lo cierto es que sus guardias no debían esforzarse demasiado para avanzar, pues en cuanto los legionarios veían las fasces de su escolta, no tanto por miedo como por respeto hacia su general en jefe, todos se hacían a un lado y se llevaban la mano al pecho. Publio caminaba saboreando cómo Lelio había conseguido insuflar aquellas fuertes dosis de disciplina militar en unos soldados que todos habían dado por perdidos hace años. Faltaba ver si recordaban también cómo combatir.
Llegaron a uno de los dos cúneos centrales y el cónsul tomó asiento junto a sus oficiales que ya habían llegado. Allí estaban todos, una vez más reunidos: Lelio, Marcio, Mario, Silano, Terebelio, Digicio y Cayo Valerio. Sus hombres de confianza. Con aquellos tribunos y centuriones a su alrededor, Publio sentía que todo era posible. Todo. Emilia no le acompañaba en esta ocasión.
–Demasiados soldados, demasiados militares -había dicho ella-. Es una representación para tus hombres; debes disfrutarla con ellos. Yo me quedaré con los niños. Ya pediremos a Plauto que nos haga una representación en casa.
Publio no insistió. En el fondo llevaba razón. Era un día para estar él junto a sus hombres. Los demás tampoco habían traído a sus esposas. Las mujeres que se veían aquella tarde eran esclavas, libertas o prostitutas. No era aquélla la ocasión para exhibir a una matrona de Roma. Los niños. Ése era un tema que ocupaba la mente de Publio de modo intermitente y que siempre le acuciaba más cuando pasaba unos días con Emilia. Los niños crecían, decía su mujer constantemente, y llevaba razón. Cornelia tenía ya siete años y el pequeño Publio cuatro. Tal y como habían hablado en el barco de camino a Siracusa, había llegado el momento de buscar un tutor para ellos. Uno de los lictores se dirigió al cónsul por la espalda, en voz baja.
–Hay aquí un griego que quiere hablar con el cónsul. Dice que está citado aquí. Dice llamarse Icetas.
Publio asintió sin volverse.
–Que venga, dejadle pasar.
Los lictores se retiraron y permitieron que un hombre alto pero delgado, de unos cuarenta años, pasara entre ellos, hasta situarse frente al cónsul y sus oficiales. Fue Publio quien habló primero.
–Soy Publio Cornelio Escipión. ¿Eres tú Icetas?
–Así es, cónsul -respondió el aludido, e inclinó ligeramente la cabeza en señal de reconocimiento a la autoridad que le hablaba; no demasiado pero lo justo.
–¿Eras discípulo de Arquímedes? – preguntó Publio.
–Discípulo es una palabra muy grande para alguien que apenas llegaba a comprender sus teoremas más sencillos, pero si lo que preguntas es si me beneficié de sus enseñanzas, así es; asistía a sus charlas y debates hasta que los romanos tuvisteis a bien matarlo.
El ambiente distendido se esfumó y todos los oficiales, incluido el propio Publio, tensaron sus músculos.
–Aquello fue un lamentable error -apostilló el cónsul.
–Un lamentable error, sin duda -confirmó lacónicamente Icetas.
Publio pensó en despedir a aquel hombre. Era osado. Atrevido. Por otro lado, era lógico que estuviera dolido por la estúpida muerte de Arquímedes tras el asedio de Marcelo a manos de un soldado imbécil que no supo reconocer al grandísimo matemático griego mientras repasaba sus teoremas dibujando en la arena. El cónsul tomó aire un par de veces antes de volver a hablar.
–Tienes derecho a mostrarte resentido contra Roma por la muerte de tu maestro. Yo también lamento y mucho su desaparición, pero no era de eso de lo que deseo hablar contigo.
El cónsul calló e Icetas intervino.
–¿De qué desea hablar el cónsul con un humilde filósofo de Siracusa?
–Necesito un tutor, un pedagogo para mis hijos. Tengo un hijo de cuatro años… y también una niña. Quiero que ambos sean educados por alguien como tú, especialmente mi hijo. Quiero que aprendan griego, historia, latín, matemáticas, astronomía, geografía, filosofía. Quiero que sepan quién era Alejandro, Aristóteles, Dífilo, Filemón, Menandro, Aristófanes… Arquímedes.
Icetas había venido con la idea de rechazar cualquier solicitud de aquel cónsul, pero estaba sorprendido por la pasión con la que el joven general romano mencionaba los nombres de los filósofos, escritores y líderes griegos. Ante su silencio el cónsul continuó hablando.
–Podría ordenarte que fueras su tutor, pero un pedagogo que va obligado a enseñar sólo puede transmitir resentimiento. Si no puedes aceptar libremente este encargo, no te obligaré a ello. Pero piénsalo, Icetas: soy uno de los hombres más poderosos de Roma, y puedes instruir a mis hijos, puedes hacerles ver la importancia de cosas que ni yo mismo entendería. Respeto tus conocimientos y sólo quiero que mis hijos aprendan un poco de todo lo mucho que tú sabes. Puedes contribuir a que la próxima generación de líderes romanos sea menos… bárbara.
Icetas bajó la cabeza mientras meditaba. El cónsul respetó su concentración. El filósofo alzó de nuevo el rostro y miró fijamente a Publio.
–Eres un cónsul poco común, para lo que yo he oído de los cónsules de Roma. Instruiré a tus hijos, pero si éstos me faltan al respeto o no atienden a mis enseñanzas dejaré el encargo de su educación. Hay muchos que desean que les enseñe a ellos mismos o a sus hijos como para perder el tiempo con quien no tiene interés.
–De acuerdo -respondió Publio-. Te escucharán, te respetarán. Puedes venir mañana a nuestra casa, en la Isla Ortygia, junto a…
–Todo el mundo sabe dónde vive el cónsul de Roma -interrumpió Icetas. El cónsul no se molestó. Aquél era un hombre seguro de sí mismo y si acertaba a transmitir a su hijo esa misma seguridad eso sería bueno. Icetas volvió a inclinar la cabeza y, atravesando la guardia de lictores, desapareció entre la multitud que ya poblaba todas las gradas del gran teatro.
–Emilia estará contenta -dijo Cayo Lelio al oído de Publio. – Eso espero.
–Y seguro que tus hijos le respetan. A mí me daba hasta un poco de miedo. Esos filósofos son seres extraños. Parecen no temer a nada ni a nadie, como si supieran cosas que los demás desconocemos -continuó Lelio.
–Las saben, amigo mío, las saben -concluyó Publio.
Plauto puso la mano en la espalda de un hombre joven. Se trataba de un campano liberto que, a causa de la defección de Capua durante la guerra, se había cambiado el nombre y se hacía llamar Aulo. Pese a su juventud, era veterano en el arte de la representación y Plauto le había confiado la lectura del argumento, al principio de la obra, y el papel central del esclavo Palestrión de la comedia Miles Gloriosas que iban a representar.
–En cuanto terminen los músicos, sales -le decía Plauto al oído-. Sal y habla en voz alta y clara, como tú sabes. Son muchos y tenemos que hacernos con su interés. Si no lo consigues no desfallezcas. Mi entrada les hará callar.
El joven asintió sin decir nada. Estaba un poco nervioso. Nunca había actuado para una audiencia tan grande y menos compuesta toda ella de miles de legionarios de Roma. Aulo se angustiaba pensando qué serían capaces de hacer todos aquellos soldados si se enteraran de que quien estaba ante ellos actuando no era sino un campano de la ciudad que desde el principio de la guerra se pasó al bando cartaginés y que sólo fue recuperada para la causa romana tras un interminable asedio.
Plauto, como si le leyera la mente, intentó tranquilizarle.
–No pienses en otra cosa que no sea la obra. Todo irá bien.
El joven volvió a asentir.
Entre las gradas del teatro Publio intentaba escuchar, en un vano esfuerzo, la música de los numerosos flautistas que desde la escena y el coro interpretaban como obertura introductoria a la comedia que iba a representarse. Era una música que no amansaba a las fieras de sus soldados que, distraídos, seguían hablando entre sí, más interesados por lo que algún fanfarrón contaba sobre sus hazañas bélicas pasadas o sobre sus conquistas amorosas, que sobre lo que estaba ocurriendo en el escenario. Al cónsul le asaltaron varias dudas que se atrepellaban en su mente. ¿Había sido aquélla una buena idea o esa afición suya por el teatro no era más que una manera de perder el tiempo, especialmente cuando se trataba de distraer a sus hombres? Y… ¿eran sus soldados fieras? Más les valía. Más les valía a todos. La inaudible música cesó, o eso pensó Publio, más porque los flautistas desaparecían de la escena que por cualquier señal auditiva al respecto. Un joven actor subía al escenario. Sus hombres seguían, entre risas, ignorando la representación. Plauto tendría que superarse si quería captar la atención de sus hombres.
Aulo se situó en el centro del gran escenario del teatro de Siracusa y con la frente sudorosa cerró los ojos y empezó a recitar su prólogo:
Meretrices Athenis Ephesum miles auebit. Id dum ero amanti seruos nnntiare uolt
Legato peregre, ipsus captust in Mari Et eidem Mi militi dono datust. Suum arecesit erum Athenis et forat Geminis communen clam parietem in aedibus, Licere ut quiret…
[… A una cortesana la llevó raptada de Atenas a Éfeso un militar.
Cuando Palestrión, un esclavo, quiso contarlo a su amo, amante de ella
Pero de viaje como embajador, cae cautivo el esclavo en alta mar
Y lo regalan a aquel mismo militar.
Avisa el esclavo, pese a todo, a su amo de Atenas y perfora En secreto la pared de las dos casas contiguas (la casa del militar ladrón y la casa de al lado), Para que pudiesen reunirse los amantes. Desde un tejado, el guardián de la cortesana los ve abrazándose:
Pero jocosamente le engañan, como si ella fuese otra. E igualmente Palestrión persuade al militar Para que deseche a la concubina porque -le dice- La esposa del viejo vecino desea casarse con él. Pide el militar a la cortesana que raptó que parta y la colma de regalos.
Él, sorprendido en casa del viejo vecino, paga su culpa por adúltero.]*
[* El texto latino y la traducción de referencia para los extractos de la obra de Plauto Miles Gloriosas siguen la edición y traducción de José-Ignacio Ciruelo. Véase la referencia completa en la bibliografía. La traducción ha sufrido algunas modificaciones estilísticas por parte del autor de la novela.]
Aulo dio por concluido su recitado. El parloteo constante del público había decrecido un poco, pero muy poco. Pese a sus esfuerzos no estaba seguro de haberse hecho oír. Las cosas no marchaban bien. O la entrada de Plauto captaba el interés de aquellos legionarios o aquello acabaría mal.
Publio se había concentrado para intentar entender el prólogo de la obra, pero el tumulto de sus hombres, sus carcajadas y su continuo hablar, sólo le habían permitido entender palabras sueltas: esclavo, viaje, cortesana, amantes, militar, viejo, adulterio…
–¿Alguien ha entendido de qué va la obra? – preguntó el cónsul a sus oficiales.
–Parece que va de amantes y adulterios -respondió Marcio, el más culto de entre sus oficiales y, en apariencia, el más interesado por seguir el desarrollo de la obra.
–Esto no interesará a nuestros soldados -añadió Lelio.
Publio guardó silencio. Compartía la visión de Lelio, pero se negaba a admitirlo.
Plauto, vestido ya para interpretar el papel de Pirgopolinices, el militar griego protagonista de aquella obra, recibió a Aulo tras el escenario. Plauto llevaba un escudo pequeño y una gran espada, colgando de su cintura, y estaba rodeado de varias decenas de hombres armados al estilo de los hoplitas de las legendarias falanges macedónicas.
–No te preocupes, Aulo. Lo has hecho bien.
Y sin dar tiempo a que el joven campano le replicara, Plauto irrumpió en escena a paso militar seguido de cerca por una treintena de actores ataviados con el uniforme y las largas picas características de los soldados del rey Filipo. A Plauto le había costado una pequeña fortuna hacerse con aquellas lanzas arrebatadas a los macedonios en Apolonia, la colonia ilírica de Roma, en frontera con el estado del rey Filipo, pero el dinero que el cónsul le había enviado a través de su hermano Lucio en Roma había sido abundante y Plauto quería mostrar que lo había empleado en la obra y no en orgías o fiestas nocturnas.
Los legionarios de la V y la VI, al ver el escenario tomado por treinta soldados macedonios armados callaron de golpe. Al frente de ellos iba un veterano que debía de ser su líder, acompañado por un par de esclavos que se encogían ante su amo. Los legionarios estaban confusos. Plauto no dudó en aprovechar aquel instante dubitativo para hacerse con la escena, con el público, con el gran teatro de Siracusa.
–Cúrate ut splendor meo sit clipeo clarior quam solis radii esse… [Mirad, esclavos, que tenga mi escudo mayor brillo del que los rayos del sol, cuando está el tiempo despejado; que cuando llegue la ocasión deslumbre las miradas de los enemigos en formación. Que ya tengo yo ganas de desenvainar también mi sable para que no se queje ni pierda moral porque ya ha tiempo que lo llevo ocioso; pobrecillo, se impacienta por hacer picadillo a los enemigos. Pero ¿dónde está Artótrogo?]
El esclavo aludido, retorcido, acurrucado en el suelo, como si adorase a su en apariencia poderoso amo, respondía con tono adulador.
–Artótrogo está junto a un hombre fuerte y afortunado y además de regio porte, el gran Pirgopolinices, hasta tal punto aguerrido que no osaría Marte abrir la boca ante él ni equiparar sus méritos a los suyos.
En el silencio que se había apoderado del teatro, las palabras de aquel diálogo llegaban diáfanas a todos los recovecos de la grada y la exagerada alabanza del esclavo no pasó inadvertida para un público que empezaba a sonreír. Plauto, metido en el papel de Pirgopolinices, siguió rápido con la conversación que mantenía con su esclavo en escena.
–¿Acaso no indulté yo a Marte en los campos Curcolionenses, cuando Bumbomáquides Clitimistaridesárquides, nieto de Neptuno, era el general en jefe?
Los soldados de la V y la VI comenzaron a reír por la fanfarronada, por un lado, de que aquel militar se vanagloriaba de haber derrotado a dioses e hijos de dioses y, por otro, por los absurdos nombres que recitaba, inventados y que, no obstante, ellos acertaban a desentrañar con facilidad, pues, aunque ellos no lo supieran, el autor había traducido los complejos nombres griegos a raíces latinas que todos ellos podían reconocer con facilidad, y así todos identifican con rapidez que Curcolionenses se refería a «gorgojo» y que el interminable nombre del supuesto hijo de Neptuno significaba «guerrero que sólo vocea y que es famoso hijo de príncipe mercenario».
El diálogo proseguía con las exageraciones de las supuestas hazañas de Pirgopolinices, el miles gloriosus, el gran soldado fanfarrón.
–Lo recuerdo -le respondía Artótrogo-; desde luego, te refieres al de las armas de oro, cuyas legiones tú dispersaste de un soplido, como el viento las hojas o la veleta de un tejado.
–Aunque eso no es nada, por Pólux -replicaba Plauto situándose en el centro del escenario mientras desenfudaba su espada y daba mandobles al aire como si combatiera contra un enemigo invisible.
–Eso no es nada, desde luego, por Hércules -repetía a su vez el actor que hacía de Artótrogo-, nada entre lo restante que contaré.
–Entonces el esclavo se encaminó hacia un lado del escenario y en un aparte, hablando al público pero como si lo hiciera a escondidas para que su vanidoso amo no le escuchara, distraído como estaba en su exhibición de espada-. 5/ hubiese alguien visto un hombre más embustero que éste o más henchido de fanfarronerías de lo que está éste, poséame, yo mismo me entregaré como esclavo suyo. Pero hay una salvedad: da de comer unas olivas locamente buenas.
–¿Dónde te has metido, Artótrogo? – preguntó Plauto en el papel del miles gloriosus desde el centro de la escena, mientras enfundaba su espada.
–Heme aquí-respondió el aludido retornando hacia el centro desde la esquina del escenario donde se había dirigido al público-. Heme aquí… por ejemplo en… en la India, donde hay que ver cómo le rompiste la pata a un elefante.
–¿Cómo la pata?
–Quise decir el muslo entero.
–Y eso -añadía Plauto- que le di sin fijarme.
Todos reían. Los legionarios de la V y la VI, los oficiales del cónsul, y hasta el propio Publio, aunque la referencia a los elefantes ensombreció su frente con un suave ceño que no fue a más porque uno de sus lictores se acercó y le dijo unas palabras al oído. El cónsul asintió y se dirigió a Lelio.
–Ven. Tenemos unos embajadores de Locri. Algo pasa en el Bruttium.
Cayo Lelio se levantó y siguió a Publio, que ya se había puesto en camino hacia el túnel que daba acceso a las gradas. Tras ellos los doce lictores les escoltaban. Marcio y el resto de los oficiales se miraron entre sí, pero permanecieron en sus asientos a la espera del regreso del cónsul y Lelio.
En el escenario Plauto y sus actores seguían con la representación.
Una vez en los túneles del teatro, Publio, Lelio y los guardias de la escolta del cónsul ascendieron hasta un pasadizo que se encontraba en la parte superior del teatro, excavado casi en la misma piedra y adornado con estatuas de los familiares de Hierón, obras de arte que los hombres de Marcelo olvidaron coger en su saqueo de Siracusa. Allí, entre las sombras de la luz trémula de las antorchas que iluminaban los túneles del teatro, aguardaban dos hombres. El cónsul se percató de inmediato de que no eran soldados y sus manos de dedos delgados adornados con anillos de oro y plata informaban con claridad de que estaba ante hombres de poder e influencia de la ciudad a la que representaban, Locri. Sólo había algo que no encajaba: Locri estaba en manos de los cartagineses.
–Me dicen que venís de Locri, que sois embajadores de esa ciudad. Hablad, decid lo que tengáis que decir.
El tono agrio, brusco, del cónsul no pareció soprender a los embajadores. El cónsul, como representante de Roma, mostraba su rencor hacia una ciudad que se había pasado a su mortal enemigo.
–Gracias por recibirnos, cónsul -empezó el mayor de ambos hombres, de aspecto grueso y lozano pese a sus cincuenta años, alguien que sin duda no pasaba hambre ni tenía intención de hacerlo-. El cónsul se muestra desconfiado y es lógico, pero antes que nada y con los dioses como testigos, quiero que el cónsul sepa que habla con dos leales a Roma desde siempre. Representamos a Locri pero no venimos de Locri, sino de Rhegium, la ciudad en la que nosotros y muchos más ciudadanos locrenses leales a Roma nos refugiamos cuando nuestra querida ciudad cayó en manos de Aníbal. Desde entonces hemos estado allí, esperando, aguardando una oportunidad para recuperar nuestra ciudad y devolverla a la alianza con Roma.
Publio asintió.
–Te escucho entonces con más interés, ciudadano de Locri -apostilló el cónsul invitando a su interlocutor a que prosiguiera con su relato.
El embajador, más seguro, se lanzó a hablar con una voz vibrante. Estaba claro que aquel hombre había esperado ese momento largo tiempo y los nervios que sentía se delataban en el tono tenso de sus palabras.
–Gracias, cónsul de Roma, gracias por escucharnos. Hace unos días, en un combate entre las tropas romanas de Rhegium y las púnicas acantonadas en nuestra ciudad de Locri, cayeron presos unos hombres que nosotros reconocimos enseguida como ciudadanos de nuestra ciudad. Ellos aseguran que trabajan como artesanos para los cartagineses establecidos en una de las dos ciudadelas que hay en Locri. Locri está en el centro y a ambos lados se encuentran las dos fortalezas desde las que se controla la ciudad y el valle. Y estos hombres nos aseguran que a cambio de que se les perdone la vida, podrían proporcionar acceso a las murallas de una de esas ciudadelas. Sería una forma de recuperar, sin gran dificultad, al menos parte del control de la ciudad y estamos seguros de que si el gran Escipión acude en nuestra ayuda, también caerá la otra ciudadela. Tu solo nombre, cónsul, inspira temor entre los cartagineses. Las victorias del cónsul en Hispania sobre los propios hermanos de Asdrúbal o sobre el general Giscón son conocidas por todos. Por eso ya hemos pactado la venta de estos artesanos a los cartagineses de Locri por un rescate, para que no sospechen de su regreso con vida. ¿Nos ayudará el cónsul de Roma? ¿Nos ayudará Publio Cornelio Escipión?
Publio se quedó pensativo. Entonces, en voz baja, el embajador que había permanecido en silencio se dirigió a su compañero.
–No le has dicho lo de Pleminio y sus legionarios.
–Es cierto, es cierto. Cónsul, además he de añadir que el pretor Pleminio de Rhegium, que cuenta con una guarnición en su ciudad de tres mil soldados, está informado de todo y está dispuesto a ayudarnos, pero sólo si el gran Escipión se pone a la cabeza de esta empresa. Tres mil legionarios, cónsul.
Publio asintió, se giró despacio dando la espalda a los embajadores y tomando por el hombro a Lelio se apartó unos pasos. El cónsul y Lelio quedaron en el espacio en sombra entre dos antorchas. En la semioscuridad debatieron en un murmullo inaudible para los impacientes embajadores de Locri.
–¿Qué piensas, Lelio?
–Parece una buena oportunidad, pero Locri está en Italia y ése es el terreno adscrito a Craso, el otro cónsul. No podemos intervenir fuera de Sicilia.
Publio asentía varias veces, despacio.
–Además -añadió Lelio-, Pleminio es un loco. Luché con él en el norte, hace tiempo. Es un irresponsable y un saqueador. No me fío de él. Sólo tiene ambición. Si sale bien se vanagloriará de ser el conquistador de Locri y si sale mal nos culpará a nosotros. Y no dudará en traicionarnos ante el Senado y decir que le obligamos a intervenir. Ese hombre no vale ni lo que una nuez podrida.
–Sí, he oído hablar de Pleminio. Es como dices -respondió Publio, y guardó silencio. Lelio no entendía por qué seguía Publio meditando sobre aquel tema. Era absurdo planteárselo. Al cabo de un minuto, el cónsul se volvió de nuevo hacia los embajadores y caminó hacia ellos. Lelio le siguió de cerca.
–¿Por qué no habéis recurrido a Craso, el otro cónsul? – preguntó Publio al embajador-. Es el que tiene asignada Italia para combatir a los cartagineses.
El ciudadano de Locri en exilio parecía tener respuesta para todo.
–Sólo tu persona nos produce suficiente confianza. Craso… Craso… es… inexperto. Necesitamos al mejor. El mejor es Escipión, cónsul.
Publio tenía claro que aquéllas eran alabanzas exageradas. Craso había sido pretor hacía tres años. No era mal general. Quizá tuvieran razón en confiar más en él, pero como Lelio había comentado, cruzar el estrecho y desembarcar tropas en Italia era ir más allá del poder que le había conferido el Senado. Por otra parte, Locri era una ciudad apetecible, una conquista accesible si lo que contaba aquel embajador era cierto. Una buena forma de comprobar la capacidad de combate de las legiones V y VI. En particular, podría practicar el asedio. El asedio. Aquello era clave. Publio dio la espalda a todos y se alejó solo entre las sombras. Los lictores habían cortado todos los accesos a aquella sección del túnel, de modo que el cónsul podía moverse con tranquilidad y no ser interrumpido en sus meditaciones. Publio se apoyó con una mano en la fría piedra de aquel pasadizo del teatro de Siracusa y cerró los ojos. Locri. Asedio. Las legiones V y VI. Pleminio, un pretor loco. La VI. La VI seguía siendo un problema. Tenía que hacerse. El Senado se le echaría encima. Catón informaría a Roma. Fabio Máximo atacaría en el Senado… pero si conseguía la ciudad de Locri… una victoria siempre apacigua los ánimos de todos. Una victoria daría moral a las «legiones malditas». Era arriesgado. Era peligroso. Era un error.
Publio regresó de entre las sombras.
–Os ayudaremos -dijo el cónsul al embajador, que abría los ojos de par en par como para asegurarse de que no estaba soñando-. En una semana desambarcaré en el Bruttium, cerca de Rhegium, con tropas suficientes para retomar Locri. Uniremos nuestras fuerzas a las de Pleminio y atacaremos. Ahora puedes marchar.
El embajador se arrodilló ante el cónsul y le abrazó las rodillas mientras por sus mejillas fluían lágrimas entremezcladas con emoción y alegría.
–Gracias, gracias, gracias… que los dioses os protejan y os sean siempre favorables… gracias… gracias… gracias…
El otro embajador le imitó y también se arrodilló e inclinaba su cabeza hacia el suelo humillándose. Publio retiró de sus rodillas las manos del embajador que aún seguía llorando, dio media vuelta y se encaminó junto con un confundido Lelio hacia el túnel que daba acceso de nuevo al teatro. Lelio fue a hablar pero un lictor se aproximó al cónsul y le informó de que aún había otra persona más que quería hablar con él.
–¿Quién es? – preguntó Publio.
–No ha querido dar nombre ni decir de parte de quién viene, cónsul. Sólo ha dicho que debe hablar con Publio Cornelio Escipión en persona… y a solas, pero por su aspecto se trata de un númida.
Publio y Lelio se miraron. Lelio aún no había digerido bien lo de embarcar tropas hacia Italia cuando ahora llegaba una nueva sorpresa, esta vez desde Numidia quizá. Publio suspiró.
–Está claro -empezó el joven cónsul- que hoy no veré la obra de Plauto. Lelio, tú regresa al teatro y vuelve con los demás. De momento no comentes nada de lo que se ha hablado aquí. En su momento informaré al resto. Ahora veré a ese enviado tan enigmático.
–Que los lictores no estén lejos -respondió Lelio aún dudando si marcharse o quedarse.
Publio sonrió.
–Aún te preocupas por mí. Eso me alegra. Los lictores estarán cerca. Te lo aseguro.
Cayo Lelio aceptó al final la sugerencia de Publio y volvió sobre sus pasos en dirección al teatro. Mientras se alejaba se giró un momento para ver a Publio rodeado de los lictores marchando en dirección contraria. Lelio sacudía la cabeza al tiempo que caminaba. Italia, Locri, una locura. Una terrible locura. ¿Por qué querría Publio meterse en aquella guarida de lobos, con tropas aún no preparadas del todo como la V y la VI, con otros soldados al mando de un loco como Pleminio, en un territorio que le correspondía al otro cónsul? La gigantesca preocupación de toda aquella empresa hacía que cayera en el olvido de su mente la llegada de aquel otro embajador que deseaba hablar con el cónsul a solas.
De nuevo en el corazón del pasadizo, Publio esperó entre las sombras la llegada del nuevo embajador. Uno de los lictores se anticipó para informar al cónsul.
–Le hemos retirado todas las armas. Llevaba un espada africana y una daga corta. Nos las ha entregado sin oponer resistencia.
–Bien. Traedlo.
Al segundo, el embajador númida, alto, fuerte, musculoso, de tez muy morena, curtida por el sol abrasador del desierto, se presentó, escoltado por dos de los guardias del cónsul, ante Publio.
–Soy Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma. Dicen que querías hablar conmigo. Bien, aquí estoy.
El númida no habló y se limitó a mirar a ambos guardias. Publio hizo una señal a los lictores y éstos se alejaron varios pasos hasta quedar ocultos más allá del fulgor de las antorchas de aquella húmeda gruta en las entrañas del gran teatro de Siracusa.
–Ahora estamos a solas -continuó Publio-. ¿Entiendes mi lengua?
–La entiendo -empezó al fin el guerrero númida-, pero prefiero hablar en griego. Me explicaré mejor y quien me envía dice que habláis bien el griego.
–En griego, pues -respondió Publio cambiando de idioma-. ¿Quién te envía?
–El rey Sífax.
Publio guardó silencio. Sífax. Se esforzó en mantener su rostro inmutable. El númida entregó su mensaje con concisión. – El rey quiere entevistarse con el cónsul. – ¿Aquí?
–No. El cónsul debe ir a Cirta.
Publio ya había visitado a Sífax el año anterior. ¿De nuevo un viaje a Numidia, justo cuando acababa de prometer desembarcar en Rhegium para atacar y recuperar Locri? No podía estar en todas partes. Además, desconfiaba de las intenciones de Sífax.
–Dile a tu rey que no me es posible acudir ahora a Cirta.
–Eso no agradará a mi rey -respondió el númida con sequedad.
Publio pronunció con tiento las siguientes palabras.
–Lo entiendo. Dile a tu rey que no es por mi voluntad que no voy, sino porque como cónsul de Roma, mis movimientos están sujetos a las directrices del Senado de Roma. Yo no soy rey y no disfruto por tanto de la libertad de un rey. Transmite al rey Sífax que lamento no poder acudir en esta ocasión a su invitación pero… -Publio hizo una pausa antes de seguir con la misma parsimonia y autocontrol que antes-, pero dile también que le recuerdo que tenemos un pacto y que tengo su palabra de que será siempre fiel a la causa romana, y que tengo su promesa de no atacarnos nunca, incluso si vamos a territorio africano.
Fue entonces el númida el que guardó silencio antes de responder.
–Yo sólo sé que mi rey me ha insistido en que os diga que debéis entevistaros con él de inmediato. Debo entender que no vais a venir.
–No voy a ir, pero espero que transmitas al rey todo lo que te he dicho.
–Lo transmitiré todo tal y como me lo habéis dicho, pero nada de lo que habéis dicho mitigará su enfado.
Publio se encaró con aquel númida y dio un paso adelante hasta quedar con su rostro apenas a unos centímetros de la faz del guerrero africano.
–Sólo asegúrate de decirle una cosa a tu rey: dile a Sífax que es mejor para todos que sigamos siendo amigos. Sólo dile eso. – Y Publio levantó su mano y como por ensalmo varios lictores emergieron de entre las sombras y rodearon al númida-. Lleváoslo de mi presencia y aseguraos de que esté en un barco en menos de una hora con destino a Numidia.
El guerrero se sacudió las manos de los guardias y sin decir nada les siguió mientras Publio se quedaba acompañado con el resto de los lictores. El cónsul emprendió el camino de regreso a la cavea del teatro, pero se detuvo. Necesitaba pensar. Lo de Locri era una oportunidad… una oportunidad para resolver varios asuntos, pero el último mensajero, el númida, le había dejado intranquilo. Tenía que hacerse todo y todo a la vez. Debía desdoblarse y sólo podía hacerlo recurriendo, una vez más, al único hombre en el que podía confiar para aquella situación. Publio estuvo detenido en el pasadizo central del gran teatro de Siracusa durante varios minutos. Los lictores se mantenían a una distancia prudente, asegurándose de que nadie se aproximara a la posición del cónsul por ninguno de los dos extremos del túnel. Cuando Publio reemprendió al fin la marcha de regreso a las gradas del teatro no tenía clara la noción del tiempo que había pasado entre aquellos pasadizos en penumbra, pero sabía que poco quedaría ya por ver de la obra de Plauto. A medida que se acercaba, se escuchaba una gran algarabía entre el público. Los legionarios de la V y la VI reían con gran estruendo. Parecía que Plauto había cumplido bien la misión de entretener a los soldados. Eso estaba bien. El cónsul sonrió de forma enigmática. Un hombre extraño, Plauto, pensó. Y ya estaba llegando al final del pasadizo, se veía la luz brillante del exterior empapando las paredes de la salida del túnel, cuando el cónsul observó varias personas que se hacían a un lado, apretando sus cuerpos contra la pared, para dejar que el cónsul de Roma pasara sin ser molestado. Entre los que se hacían a un lado, Publio reconoció a Icetas, el que debería ser el tutor de sus hijos. El cónsul se paró frente al sabio griego.
–¿Tan malo es el teatro romano que un griego no lo soporta hasta el final? – inquirió el cónsul mirándole a los ojos. Icetas no se arredró y respondió de modo directo, de la misma forma en que había sido interpelado.
–Como supongo que el cónsul de Roma es autoridad que anhela recibir respuestas sinceras a sus preguntas, deberé responder que he encontrado la obra más tosca y brutal de lo que esperaba, al tiempo que he observado que el texto y la puesta en escena, no obstante, hacen de la misma algo que no deja de proporcionar entretenimiento, un pasatiempo algo mucho menos pulido que las grandes comedias de Aristófanes, pero un espectáculo que no me ha dejado indiferente e indiferencia era lo que esperaba sentir. Me marcho temprano porque el final es evidente y porque me gusta rehuir a las grandes masas de legionarios romanos empujando por los estrechos pasadizos del teatro. Los humildes griegos no tenemos escolta que nos abra camino.
Publio le escuchó con interés. Desde luego, se confirmaba que no era Icetas un hombre apocado ni servil, y eso le gustaba. Un pedagogo con espíritu de siervo transmitiría servilismo a su hijo; un sabio con sentido de su propia dignidad enseñaría autoestima. El cónsul sonrió abiertamente.
–Una respuesta sincera y cargada de significados. Meditaré sobre cada palabra que has dicho, aunque la política me ha mantenido alejado de las graderías y tengo pocos elementos para juzgar sobre la obra.
Icetas asintió e hizo una leve reverencia. Publio dirigió de nuevo sus pasos hacia el exterior. La luz del sol de la tarde era aún intensa y lo inundaba todo. Publio volvió a tomar asiento junto a Marcio, Lelio y el resto de los oficiales. Los legionarios aplaudían y reían. El cónsul miró hacia el escenario: Plauto, en el papel del miles gloriosus, estaba siendo azotado por otros actores, y no sólo eso, sino que uno de los actores que vestía como un cocinero exhibía un largo y afilado cuchillo con el que amenazaba a Plauto.
–¿ Cuándo empiezo a cortar? – decía el actor con el cuchillo en la mano mirando al actor que hacía de su señor mientras con la mano libre buscaba bajo la túnica de Plauto.
–Creo que me he debido de perder muchas cosas -dijo Publio a Marcio, que le escuchó sin dejar de mirar la escena, pero comprendió que el cónsul buscaba una explicación rápida a lo que acontecía en la representación.
–El miles gloriosus, el soldado fanfarrón -empezó Marcio-, ha sido apresado mientras intentaba cometer adulterio con la mujer de ese hombre cuyo cocinero amenaza con castrar al soldado por pretender a la mujer de su señor.
–Entiendo -respondió Publio asintiendo; sí que parecía ser algo brutal la obra; el comentario de Icetas no parecía tan exagerado viendo la representación en directo… pero la mente de Publio retornó a los problemas de la guerra y, mientras Plauto suplicaba en medio del escenario para salvar los órganos de su virilidad ante un enfervorecido público, se volvió hacia el otro lado y habló en voz baja a Lelio-. Debes marchar a África, Lelio. Tenemos que acelerar el desembarco y necesito que explores la costa en busca del lugar adecuado para desembarcar con una flota de casi quinientos barcos. Llévate legionarios de la V. Yo marcharé a Locri con la VI.
Lelio dejó de mirar al escenario, meditó y, con el ceño cubierto de arrugas, planteó una alternativa.
–¿No sería mejor que fueses a Locri con la V? Son más leales.
–No. Es la VI la que debo llevarme a Locri, con Macieno y Sergio Marco incluidos. Tú búscame una bahía en África y, si es posible, haz alguna incursión para atemorizar la región. Debemos alimentar el miedo de Cartago a nuestra llegada.
–Pero juntar a Macieno y Marco con Pleminio puede ser peligroso -insistió aún Lelio.
–Seguramente, seguramente -concedió Publio de modo misterioso, pero con una firmeza que no dejaba lugar a más debate.
Lelio calló y asintió. Los dos volvieron a concentrar su atención por un momento en el escenario. Plauto, en su papel de miles gloriosus, se había librado de ser castrado en público humillándose ante sus enemigos, que no dejaban de reírse de él y, junto con ellos, todo el público. Plauto está tumbado en la escena, de lado, hecho un ovillo, casi llorando. Los legionarios de la V y la VI, al fin, ceden en sus carcajadas y callan. Parece que, por un instante, sienten hasta pena del pobre fanfarrón del que todos han hecho mofa durante toda la representación. Plauto se levanta despacio y mira a un lado y otro del escenario con los ojos nerviosos mientras extiende sus lamentos por todos los rincones de la escena.
–Vae misero mihil Verba mihi data esse uideo… [¡ Ay, mísero de mí! Ya veo que me han engañado. Maldito Palestrión. Él me metió en este engaño. Creo que me lo merezco. Si se hiciese igual con todos los adúlteros habría menos adúlteros; pues tendrían más miedo y menos ganas de meterse en estos lances. Vayamos a casa.] -Y se calla y mira hacia el público y se agudiza el silencio en todo el gran teatro de Siracusa, se queda inmóvil e inspira fuerte y grita con toda la potencia de su voz-. ¡Plaudite, plaudite, plaudite…! [¡Aplaudid, aplaudid, aplaudid…!]
Y como un resorte, todos los legionarios de las legiones V y VI de Roma juntan sus manos y aplauden atronadoramente haciendo que las cavea del teatro de Siracusa tiemblen con el estruendo de sus palmadas.
56 Locri
Locri, sur de Italia, verano del 205 a.C.
Publio se ajustó úpaludamentum para abrigarse. La noche era extrañamente fresca para aquellas latitudes del sur de Italia entrados ya en el verano. Había cenado poco. Quizá fuera eso. Sus hombres, sin embargo, fueron alimentados con una doble ración de gachas de trigo y carne seca de cerdo. Los necesitaba fuertes. Era la primera vez que los hombres de la VI iban a entrar en combate desde la derrota de Cannae. Para Silano y Mario, que le acompañaban en aquella incursión para reconquistar Locri, todo aquello era un error y, una vez puestos a meterse en aquella aventura, así habían denominado la campaña de Locri, habían insistido, al igual que hizo Lelio en el teatro, que habría sido mejor haber contado con los hombres de la V. Pudieran llevar razón. Sólo el pretor Pleminio y sus hombres parecían contentos de todo aquello. Esperaban sacar botín y gloria de todo aquello.
Publio se sentó en un tronco abatido por un rayo. Desde allí, gracias a la altura de la colina sobre la que se encontraba y a la luz de la luna creciente, podía observar con detalle las murallas de la ciudadela de Locri que debían conquistar aquella misma noche. Traerse a la V. Sí, seguramente, pero Lelio ya se había llevado a parte de la V para la misión de reconocimiento de las costas africanas para cuando le entraron al propio Publio las dudas sobre su complejo plan y traerse al resto de la V dejando a toda la VI con los conflictivos Marco y Macieno en Siracusa no era de su agrado. Por eso, definitivamente, se había reafirmado en su idea inicial, y había viajado a Locri con gran parte de los manípulos de la VI, aunque reforzó el contingente de tropas con soldados procedentes de sus voluntarios itálicos, completamente leales a su voluntad. Además, si Locri resultaba una conquista fácil, los legionarios de la VI empezarían a confiar más en él mismo, en Publio Cornelio Escipión, y dejarían de escuchar las insidias de Sergio Marco y Publio Macieno, pero era verdad que desde la colina Publio estaba detectando ciertos problemas en su gran plan: Locri era una ciudad que se extendía por un valle rodeado por dos mesetas encima de las cuales se habían levantado dos imponentes fortalezas. La idea era conquistar mediante traición uno de aquellos dos fortines, pero incluso si eso salía bien, quedaría el segundo por conquistar y éste debería ya de ser tomado a fuerza de sangre y fuego. ¿Estarían los hombres de la VI a la altura?
Mario Juvencio se acercó al general y le indicó con el dedo un punto del horizonte oscuro de la noche. Publio alzó la mirada que, distraídamente, absorto en su mundo de dudas y decisiones confusas, había bajado hasta hundirla en la hierba bajo sus pies. En la distancia, el cónsul de Roma vio una luz intensa moviéndose de lado a lado en lo alto de las murallas de la ciudadela.
–¿Es la señal? – dijo Mario en voz baja, como inseguro, buscando la confirmación de su general antes de atreverse a lanzar un ataque.
–Es la señal -confirmó con serenidad y voz más firme Publio. No dijo más. Mario habría preferido que el general se hubiera mostrado más cauto o inseguro y así poder retrasar el ataque. Se retiró unos pasos caminando hacia atrás y llegó junto a Silano, que esperaba igual de nervioso que él.
–¿Qué hacemos? – preguntó Silano a Mario.
–El general dice que es la señal.
Silano suspiró y a continuación escupió en el suelo.
–Sea entonces, por todos los dioses -añadió-. Vamos allá.
Ambos tribunos descendieron de la colina y fueron al encuentro de los centuriones Sergio Marco y Publio Macieno y los legionarios de la VI.
Publio permaneció en la colina rodeado de sus lictores. Desde allí se veía la masa de soldados avanzar hacia la ciudadela como una enorme serpiente oscura que ascendía lenta pero decidida hacia los pies de la muralla.
Sergio Marco y Publio Macieno tampoco tenían confianza en aquella empresa pero no habían dicho nada a sus hombres. Esperaban que el duro encuentro con la cruda realidad, acompañada de dolor, sangre y muerte, les hiciera entender que estaban bajo las órdenes de un loco. La rebelión sería mucho más fácil tras un infructuoso y estúpido ataque nocturno. Sergio Marco veía a sus hombres con cuerdas y escaleras preparadas para la ocasión como si se tratara de niños estúpidamente ilusionados en una excursión al campo de Marte por primera vez. Sin dificultad alcanzaron el pie de las murallas, pero cuando tanto él como el propio Publio Macieno habían considerado que empezarían todos los problemas, en lugar de pez hirviendo, o flechas o lanzas o piedras, de lo alto de los muros sólo llovieron escalas que caían desenrollándose por toda la extensión de aquellas altas paredes. Por ellas treparon sus hombres sin encontrar ninguna oposición, para ser recibidos arriba por ciudadanos de Locri, amigos de la causa romana, que les indicaban dónde estaban los puestos de guardia cartagineses, quienes, incautos, los habían cedido a aquella hora de la noche, para que vigilaran a unos ciudadanos que no pensaban en otra cosa sino en traicionarles. Sergio Marco y Publio Macieno asisitieron impotentes a la carnicería que con tremenda facilidad llevaban a cabo sus hombres entre los desprevenidos y durmientes centinelas africanos. Además, cuando alguno de los púnicos quedaba herido era rematado con saña por los locrenses. En poco tiempo toda la ciudadela estaba en sus manos y los cartagineses que habían acertado a reagruparse, en lugar de dar batalla optaron por huir abriendo una de las puertas de la fortaleza y buscando refugio en la otra ciudadela de Locri, todavía bajo su poder. Con la luz del amanecer, Marco y Macieno presenciaron la entrada triunfal de Publio Cornelio Escipión en aquella ciudadela liberada y reconquistada. Los legionarios de la VI, los soldados de Pleminio y los voluntarios itálicos le aclamaban.
–Esto ha sido un desastre para nuestros fines -comentó Macieno a Marco en voz baja mientras el general desfilaba triunfante entre los legionarios por las calles de aquella fortaleza.
Marco se mostró frío en su respuesta.
–El trabajo está a la mitad. Queda la otra ciudadela y los cartagineses ya no se verán sorprendidos por más traiciones. ¿Has visto estas murallas o las de la otra ciudadela? Será imposible tomarlas. Veremos cómo de agradecidos están los hombres cuando empiecen a caer uno tras otro y sus cadáveres se apilen bajo las murallas dominadas por los cartagineses del otro fortín. Veremos entonces. Por todos los dioses. Veremos.
Y se alejó ensimismado y maldiciendo, mientras Macieno ponderaba el alcance de aquella premonición.
Pasados unos días, Publio Cornelio Escipión miraba con gesto de preocupación cómo retiraban los últimos heridos bajo las lanzas púnicas de la ciudadela que los cartagineses aún preservaban junto a Locri. Todo empezó bien, muy bien, demasiado bien, con la caída en una noche de la primera fortaleza, pero ahora llevaban más de una semana atacando sin cesar el otro fuerte amurallado y todos los intentos no sólo habían sido completamente infructuosos, sino que habían diezmado las tropas que había traído para la misión. Además, los heridos se contaban ya por centenares. La misión comenzaba a complicarse más allá de lo imaginable. Todo lo contrario de lo que le había sucedido a Lelio en África. Habían llegado informes muy positivos desde Siracusa: Lelio había desembarcado en las costas africanas, en Hippo Regium, y desde allí había asolado los territorios próximos, saqueando, minando las defensas cartaginesas en la región y acumulando un sustancioso botín de guerra con el que impresionar al Senado de Roma. Y no sólo eso, sino que Lelio había aprovechado para entrevistarse con el impetuoso príncipe númida Masinisa, quien había reiterado su promesa de ayudar a los romanos cuando éstos desembarcaran con todas sus tropas en África. Más aún. Masinisa estaba impaciente por la llegada de Escipión y sus legiones. Según dejaba entrever Lelio en su informe, parecía que el joven númida sólo reprochaba la tardanza de los romanos por atacar África.
Publio exhalaba el aire despacio. Buscaba un sosiego que no podía encontrar. Quizá todos tuvieran razón y se había equivocado al ir a Locri. Sólo estaba retrasando la campaña de África que era lo realmente sustancial y encima la resistencia de los cartagineses en la segunda ciudadela estaba transformando aquel ataque en una carnicería. Publio había buscado reforzar la moral de sus tropas con una victoria fácil y, sin embargo, se estaba encontrando con una larga y lenta sangría. Era cierto que entre sus objetivos al atacar Locri había algo más que buscar una fácil victoria, pero para conseguir llevar a buen fin todos sus planes la victoria completa en Locri era necesaria. Tenía que conquistar aquella segunda fortaleza y tenía que hacerlo pronto, antes de que se complicaran más la cosas y Sergio Marco y Publio Macieno azuzaran la rebelión. Esto no había ocurrido ya por haberse traído también los hombres de Pleminio y parte de los voluntarios itálicos, cuerpos de ejército sobre los que el ascendente de los centuriones de la VI era nulo, pero si la carnicería perduraba, las insidias de Marco y Macieno pronto impregnarían las almas de los hombres de Pleminio, tropas poco acostumbradas a la lucha. Sólo le quedaría entonces la lealtad de Silano y Mario y la de los voluntarios de Italia. Publio empezó a considerar la posibilidad de construir una torre de asedio aunque aquello retrasara el ataque final, pero mantendría a los hombres ocupados con un objetivo definido y si levantaban una empalizada alrededor de la ciudadela cortarían toda fuente de suministros a los asediados. Publio era consciente de que por la noche los púnicos habían hecho salidas de aprovisionamiento que sus hombres no habían acertado siempre a impedir por completo. Aquellos cartagineses eran guerreros bastante más curtidos en el arte de la guerra y la lucha por la supervivencia que sus legionarios de la VI. Los púnicos habían luchado en Hispania durante años y habían tenido al mejor de los generales muchos años: Aníbal.
Publio escuchó los cascos de un caballo ascendiendo hacia la colina en la que se encontraba frente a la ciudadela púnica. Junto con él, Silano, Mario y un nervioso Pleminio aguardaban órdenes con las que dar continuidad al ataque sobre la fortaleza. El cónsul de Roma se giró y vio a un legionario sudoroso y cubierto de polvo desmontando de un caballo agotado. Era uno de los exploradores que Publio mandaba siempre para recorrer el territorio próximo allí donde fuera que estuviera realizando acciones militares. Le gustaba estar informado de todo lo que ocurría en las regiones próximas, para evitar sorpresas. Igual que aquellos púnicos, él también había aprendido a guerrear con cierta destreza.
El jinete se aproximó al cónsul pero los lictores se interpusieron en su camino.
–Dejadle pasar. Es de los nuestros. Es de confianza.
El explorador pasó por el estrecho pasillo que le abrieron los escoltas del cónsul.
–Saludo al cónsul de Roma, Publio Cornelio Escipión… -Tomó aire; jadeaba; llevaba horas cabalgando sin parar-. Aníbal, mi general… viene Aníbal… con todo su ejército.
Y no pudo más y se dobló apoyando sus manos en las rodillas para recuperar el aire.
Silano y Mario se miraron con sorpresa y cierto temor. Y Publio percibió una sensación similar entre sus lictores y aún mucho más nítida en la faz del pretor Pleminio. Publio guardó un segundo de silencio que empleó en ordenar sus ideas. Lo de la torre de asedio acababa de desvanecerse. Ahora eran otras las prioridades. Sergio Marco y Publio Macieno, como buitres que olfatean la catástrofe, ascendían por la colina. No se les había pasado por alto la estela de polvo que el galope del caballo de aquel explorador había levantado en el horizonte. Aquel legionario, en su afán de servirle bien y rápido, había levantado el polvo del miedo que pronto salpicaría a todos los hombres de su pequeño ejército desplazado a Locri.
–¿A cuantos días está Aníbal de aquí? – preguntó Publio.
El explorador se reincorporó, ya con el aliento más sosegado.
–Dos días, tres a lo sumo. Llevo cabalgando toda la noche sin parar, pero la mayor parte de sus tropas son de infantería, aunque la caballería númida podría adelantarse y alcanzar Locri mañana.
Publio vio cómo Marco y Macieno llegaban a lo alto de la colina. Sus miradas inquisitivas buscaban saber cuál era el problema.
–De acuerdo -continuó Publio-. Me has servido bien, explorador -y se dirigió a uno de sus lictores-, que den de comer y beber a este hombre, vino si lo desea y buena comida y que se le permita descansar en la fortaleza que dominamos; bajo techo y en un buen lecho. – Luego Publio se volvió hacia Mario, Silano y Pleminio, pero antes de que pudiera hablar, mientras el explorador se retiraba, se escuchó la voz de Sergio Marco desde detrás de los lictores que les impedían aproximarse más al cónsul.
–¿Qué ocurre, cónsul? Tenemos derecho a saber si hay un problema.
Aquellas palabras eran merecedoras de un castigo pero Publio, mientras se giraba hacia el centurión de la VI, cruzó sus ojos con la mirada tensa y agobiada de Pleminio, recordó sus planes iniciales y, como un destello, vio con nitidez confirmada la única forma en la que ahora podría ejecutarlos.
–Dejad pasar a los centuriones de la VI -dijo el cónsul. Una vez más los lictores se retiraron. Marco y Macieno se acercaron despacio.
Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, explicó con concisión lo que ocurría a Sergio Marco y Publio Macieno.
–No ocurre nada especial en una guerra. Los sitiados han pedido ayuda y Aníbal acude con todo su ejército de veteranos y la caballería númida para ayudarles. Estarán aquí en dos días. Eso es lo que ocurre, Sergio Marco.
El general se quedó mirando a los centuriones con intensidad. Sergio Marco tragó saliva. Estaba confuso. Debería alegrarse porque aquélla era una catástrofe aún mayor de la que nunca podía haber imaginado y, algo curioso, en lugar de alegría, sentía un frío gélido que le helaba las venas. Aníbal. Venía Aníbal. Pese a todo guardó la compostura y soltó aquello que tenía pensado decir.
–Por Hércules, esto no es bueno. Deberíamos retirarnos ahora que estamos a tiempo.
–¿Retirarnos? – preguntó Publio despacio mientras rodeaba a Sergio Marco y le miraba girando muy despacio la cabeza-. ¿Quieres decir que los hombres de la VI legión de Roma vuelvan a retirarse ante el ataque de Aníbal tal y como ya hicieron en Cannae y por lo que sufieron años y años de destierro? ¿Es ésa la gran idea del gran Sergio Marco?
El interpelado dudó unos segundos pero se reafirmó.
–Debemos marcharnos. No como en Cannae. Debemos marcharnos antes de que Aníbal comience a masacrarnos. Eso debemos hacer.
–Comprendo -dijo Publio; se frenó en su recorrido alrededor de Marco, levantó la cabeza y habló a gritos y escupiendo saliva y bilis con cada palabra-. ¡Pues escúchame, especie de miserable rata de río inmunda! ¡Por todos los dioses que no nos vamos a retirar! ¡Mientras yo esté al mando, los hombres de las legiones V y VI de Roma nunca, nunca, nunca volverán a replegarse ante la llegada de Aníbal! ¡Ese y no otro fue el principio de todos nuestros problemas y eso va a empezar a cambiar a partir de hoy mismo! ¡Tú no eres más que un centurión, un centurión que por cierto no cumple las órdenes recibidas y cuya incompetencia será juzgada por mí próximamente, y que los dioses se apiaden de ti cuando mi ira se desplome sobre ti y tu estupidez! – Sergio Marco retrocedía y junto con él Publio Macieno le acompañaba, andando los dos hacia atrás. Publio caminaba hacia ellos. Su rostro encendido por la furia, una furia que Silano y Mario recordaban en su general cuando éste se lanzó a luchar cara a cara contra los amotinados de Suero, una furia que el pretor Pleminio desconocía y que le dejó perplejo. El general continuó aullando ante los cada vez más encogidos Marco y Macieno-. ¡Ahora marchaos de aquí y ocupaos de cumplir mis órdenes: trepad por esas malditas murallas y abridme las puertas de esa ciudadela de una maldita vez! ¡Y de Aníbal ya me ocuparé yo, porque por eso vosotros sólo sois unos míseros centuriones de una legión maldita por todos y olvidada por Roma y yo, sin embargo, soy cónsul de Roma! ¡Ya me ocuparé yo de Aníbal y de detenerle como hice en Tesino o como hice con su hermano y sus generales en Hispania! ¡Ahora desapareced de mi vista y hacedlo a buen paso! ¡O por los dioses que ordenaré que os ensarten como a dos jabalíes recién cazados!
Sergio Marco y Publio Macieno se dieron la vuelta y a paso de marchas forzadas descendieron colina abajo. En lo alto de la misma, Publio, más sosegado de ánimo, se volvió hacia Silano, Mario y Pleminio.
–Que salgan mensajeros hacia Siracusa en barco. En dos, no, en tres embarcaciones distintas para asegurarnos de que lleguen las órdenes. Hay que decirles a Marcio y Lelio que vengan en barco lo antes posible con el resto de la VI y con la V legión al completo y con un tercio más de los voluntarios itálicos. Que vengan también Terebelio y Cayo Valerio y Sexto Digicio y el propio Lelio. Que se quede Marcio al mando de Siracusa con el último tercio de voluntarios y las tropas que ya se encontraban allí. Parece ser que las «legiones malditas» se enfrentarán a Aníbal antes de lo previsto.
Silano dudó pero asintió y marchó hacia la ciudadela que dominaban para organizarlo todo. Mario fue a acompañarle pero se detuvo. Mario había sido el hombre que años atrás anunció al joven cónsul la muerte de su padre y su tío. Por eso siempre Publio Cornelio había sido especialmente afectivo con él y le había permitido una proximidad que sólo le había concedido a Lelio, sobre todo al Lelio de antes de Baecula.
–Mi general -empezó Mario en voz baja-, esto puede acabar mal. Los hombres de la V y la VI aún no están preparados para volver a enfrentarse a Aníbal.
Publio no se alteró.
–Eso que dices es cierto, pero tampoco puedo permitir que los hombres de la VI retrocedan ante Aníbal. Eso nunca volverá a ocurrir. Si han de morir, moriremos todos, pero las «legiones malditas» ya nunca retrocederán, esas palabras no son retórica -Publio escudriñó el rostro serio de Mario y el muy pálido de Pleminio, el pretor de Rhegium, y decidió añadir algo más-; pero enviaremos mensajeros también al cónsul Craso y a Mételo, para que sepan de los movimientos de Aníbal. Nosotros seremos el cebo. Las legiones de C^aso y Mételo pueden coger a Aníbal por la retaguardia y así le tendremos rodeado. ¿Eso no suena tan mal, no, Mario Juvencio Tala?
Mario asintió, pero aún tenía dudas.
–Pero al traer las dos legiones de Siracusa estamos incumpliendo el mandato del Senado.
–Sin duda, Mario, pero para ser más precisos, estaremos incumpliendo el mandato que Quinto Fabio Máximo con sus ideas sobre esta guerra forzó en el Senado y con sus ideas esta guerra no ha hecho sino alargarse sin fin. Ahora tenemos una oportunidad, una oportunidad -repitió el cónsul con énfasis- y la utilizaremos. La utilizaremos. Y no se hable más de este asunto.
Mario se llevó el puño derecho al pecho, dio media vuelta y desapareció entre los lictores. Pleminio, sacudiendo la cabeza de un lado a otro, le siguió. Había buscado botín con una victoria fácil y se había metido en la boca del lobo con un general loco por jefe.
Publio Cornelio Escipión se volvió de nuevo hacia la ciudadela dominada por los cartagineses. Qué pequeño parecía ahora aquel objetivo. El cónsul de Roma miró al cielo y cerró los ojos. Existía la penosa posibilidad de que Craso y Mételo, por envidia o por rencor, o por ambos motivos juntos, decidieran no mover sus legiones y dejar que Aníbal masacrara a las legiones V y VI de Roma y con ellos a su impetuoso cónsul, pero Publio confiaba en la ambición de aquellos generales romanos: una posible victoria sobre Aníbal debería empujarles por encima de sus envidias. ¿O no? Si fuera Fabio Máximo abriría los ojos y buscaría en el vuelo de las aves desentrañar los designios de los dioses, pero como no era augur, Publio se mantuvo en aquella posición y rezó, rezó intensa y vehementemente a Júpiter todopoderoso, a Marte, el dios de la guerra, y a Minerva, que siempre había protegido a Roma y guiado los pasos de aquel pobre y humilde cónsul. No solía rezar en privado, sino en público, ante sus tropas, ante el pueblo, ante el Senado, pero aquélla era una ocasión especial. Aquel día, por primera vez en mucho tiempo, desde la muerte de su padre y su tío en Hispania, aquella tarde, con la próxima llegada de Aníbal, con las legiones V y VI divididas y mal preparadas, en aquella ocasión, Publio se sentía desesperado, desamparado y, aún distanciado de Lelio, profundamente solo.
Lelio se encontraba en la proa de la veloz trirreme. Estaba anocheciendo, pero una creciente luna y un cielo sin nubes les ayudarían en la navegación nocturna mientras rodeaban la costa más al sur de Italia rumbo a Locri. Tenían que llegar antes del amanecer o las tropas de
Aníbal dificultarían el desembarco primero y luego la unión con los legionarios de Publio en la ciudadela. No hacía ni venticuatro horas desde que habían recibido el mensaje del cónsul pidiendo que embarcaran al resto de la VI y a toda la V legión y más voluntarios itálicos para unirse con él en Locri ante la inminente llegada de Aníbal. Una vez más Aníbal. Aquello, sin duda, no estaba en los planes del cónsul. ¿O sí? Hacía tiempo que la amistad de tantos años no se veía coronada con el adorno de la confianza ciega y Publio no compartía con él sus planes últimos para cada campaña, aunque luego recurría a él siempre, pero sólo como una herramienta más de su estrategia. Lelio escudriñaba el horizonte marino oscuro mientras pensaba. Él había encontrado consuelo en la joven Netikerty, pero ¿y Publio? Emilia, seguramente, Emilia sería ahora su mejor confidente. Una gran mujer. Pero aun así, ¿cuánto sabía ella de cómo llevar una campaña militar? Las cosas no se habrían complicado tanto si Publio le hubiera consultado. Marcio, Mario, Terebelio, Digicio, Silano, incluso el Valerio de la V, todos eran leales, pero Lelio sabía que Publio tampoco mantenía con ninguno de ellos la misma relación que tuvo con Lelio en tiempos, como cuando le confesaba los auténticos planes para conquistar Cartago Nova. Aquéllos fueron los mejores tiempos. Ahora, sin embargo, el cónsul, impetuoso como siempre, no tenía nadie que le recondujera en sus impulsos. Y pese a todo había conseguido el consulado y luego el mando de Sicilia y el permiso para lanzarse sobre África y hasta había conseguido reclutar una notable fuerza de caballería sorteando los impedimentos del Senado, pero sin control, sin dejarse aconsejar, los había empujado a todos a un enfrentamiento contra Aníbal con unas tropas faltas aún de moral y de adiestramiento y, lo peor de todo, en terreno itálico, contraviniendo el mandato del Senado: Italia era para Craso y Sicilia y África para Publio; y contraviniendo su propio plan de llevar la guerra a África. Ahora tenían que conseguir llegar y desembarcar durante la noche para incorporarse a las fuerzas romanas de Rhegium y de la VI en la ciudadela de Locri que dominaba Publio. Y mañana debían enfrentarse a Aníbal: si caían derrotados sólo les aguardaba la muerte o el tormento si eran apresados; y si, contra toda posibilidad, conseguían una victoria, Publio se vería negado de poder disfrutarla al hacerlo contra el mandato del Senado. Lelio sonrió. Nadie había derrotado a Aníbal, al menos de forma clara. En general, todo era una larga sucesión de derrotas infames ante el ejército del general cartaginés, algún empate quizá, y Claudio Marcelo, el único cónsul que había conseguido hacer huir a Aníbal en alguna ocasión, había sido abatido luego por los mercenarios del cartaginés en una emboscada que éste le tendió. Bueno, sí, quedaba el enfrentamiento entre Fabio Máximo y Aníbal, que se saldó con empate. Pero con empates sólo nunca se conseguiría que Aníbal abandonara Italia. Era todo demasiado complicado y confuso. Aquí era donde Lelio se perdía. Él podía leer con nitidez el desarrollo de una batalla, pero no la lenta progresión de una guerra cada vez más larga y dolorosa para todos. Ahí, no obstante, era donde Publio emergía siempre sin dudas, con decisión, diciendo a todos lo que se tenía que hacer y todos le seguían. Así conquistó Cartago Nova y luego toda Hispania. Hace unos días le dijo que fuera a África de reconocimiento y que él marcharía sobre Locri con parte de la VI, parte de los voluntarios y los hombres del pretor Pleminio de Rhegium. Lo dijo con la misma seguridad de siempre. En África todo marchó bien, mejor de lo que había esperado, pero Locri era un hervidero, un sinsentido hacia el que todos juntos navegaban sin freno.
Los jinetes númidas cabalgaban alrededor de la fortificación de Locri donde se habían refugiado todas las tropas romanas.
–¿Cuántos son? – preguntó Sergio Marco al resto de los oficiales que se habían encaramado junto al cónsul en lo alto de la muralla.
–Varios miles -contestó secamente Silano.
–Unos tres mil -confirmó Mario.
–La mejor caballería del mundo -añadió el cónsul-, pero la caballería vale para combatir en campo abierto, por eso nos refugiaremos aquí, dentro de la ciudadela. Además, los númidas son sólo la avanzadilla del ejército de Aníbal.
Mario y Silano no entendían la actitud del cónsul. Era como si Publio se regocijara en incrementar el temor ya de por sí muy grande de Sergio Marco y Publio Macieno, un miedo que no dudarían en compartir con las tropas de la VI y, en consecuencia, un pánico que se apoderaría de todos los legionarios en cuanto aquellos centuriones descendiesen de la muralla. Y de Pleminio, oculto por alguna esquina de la fortaleza, se podía decir otro tanto.
Aún no había terminado el cónsul de pronunciar aquellas palabras cuando los rayos del sol de la tarde que se arrastraban por la tierra del Bruttium iluminaron la silueta de centenares, miles de soldados que emergían desde detrás de las colinas que rodeaban el valle de Locri.
–¿Aníbal? – preguntó en voz baja Publio Macieno.
–Aníbal -confirmó Mario, y luego miró al cónsul como dudando de si había hecho bien en confirmar lo que por otro lado era evidente, pero el joven general no parecía estar escuchando la conversación que tenía lugar entre sus oficiales. Sus ojos se perdían en la aún lejana maraña de soldados iberos, galos, africanos, renegados de Roma, esclavos liberados y cartagineses que, al mando del temible Aníbal, avanzaba hacia ellos.
–¿Ha venido con todo su ejército? – preguntó una vez más Sergio Marco.
Mario asintió en silencio y fue el cónsul el que habló esta vez, pero no sobre lo que preguntaba Marco.
–¿Cuántas catapultas hay en la fortaleza?
–Dos en buen estado y dos más que necesitan ser reparadas -respondió el siempre eficiente Silano.
–Pues que las reparen rápido. Nos harán falta -continuó el cónsul-. Y las dos que están bien, que las dispongan detrás de la puerta, a unos cincuenta pasos. Ése es el punto más débil de esta ciudadela. Atacarán por ahí primero y luego por todas partes.
Mientras hablaba el cónsul, los jinetes númidas, que hasta ese momento se habían limitado a cabalgar alrededor de la ciudadela, empezaron a aproximarse en pequeños grupos y a arrojar lanzas hacia lo alto de las murallas. Eran hábiles y la mayoría de las mismas sorprendió a los romanos porque pasaban por encima de las almenas cayendo sobre la ciudad como una lluvia intermitente de dardos mortales. Muchas no daban en blanco alguno, pero unas decenas se clavaron en legionarios que no esperaban un ataque tan fulgurante. Los gritos de los que eran atravesados sobrecogieron el alma de todos en la pequeña fortificación de Locri. Pleminio, el pretor de Rhegium, ascendió la muralla buscando al cónsul. Llegó aullando y escupió a los lictores que le impidieron acercarse hasta el general y sus oficiales.
–¡Por Hércules! ¿Qué hacemos aquí dentro con todas las tropas en lugar de salir y acabar con esos malditos númidas?
A una señal de Publio, los lictores dejaron pasar al pretor. Éste avanzó hacia el cónsul con el rostro rojo de ira cuando sus ojos se percataron del ejército de Aníbal aproximándose hacia la ciudad. Eran más de veinte mil hombres, más la caballería númida que los acosaba. En la ciudadela, entre las tropas de la VI y los voluntarios desplazados por el cónsul y los hombres del pretor no habría más de seis mil hombres. Pleminio se quedó petrificado ante el inmenso ejército cartaginés, cada vez más próximo.
El cónsul respondió al pretor con tranquilidad.
–Cuando tú quieras, Pleminio, tienes mi permiso para salir con tus hombres de Rhegium y enfrentarte a Aníbal. Por mi parte, mis hombres y yo mismo nos quedaremos aquí dentro y esperaremos al resto de las tropas que he mandado traer de Siracusa. Pero si tú tienes prisa en salir, no seré yo quien te lo impida.
Pleminio guardó silencio. Todos callaban. En otro momento y circunstancia, Mario y Silano se habrían reído, pero la situación era demasiado grave para chanzas, aunque el cónsul parecía muy seguro de tenerlo todo controlado.
–Que retiren a los heridos y que habiliten un lugar en el centro de la fortaleza donde cuidarlos. He traído a nuestro mejor médico con nosotros. Él se ocupará de organizarlo todo. – El cónsul daba órdenes con la serenidad manifiesta de quien está acostumbrado a hacerlo desde hacía mucho tiempo; todos le escuchaban-. Los hombres de Pleminio, si no tienen interés en salir, que defiendan desde el interior. Que se encarguen de las catapultas y de proteger la puerta. La mitad de ellos en esas funciones. La otra mitad que descanse refugiándose de las lanzas y las flechas. Tendremos que hacer turnos para defendernos. La VI -continuó dirigiéndose a Sergio Marco y Publio Macieno- que se divida también en dos grupos. Un primer contingente a las murallas y el otro que descanse para ser el relevo durante la noche.
Los centuriones de la VI asintieron y se alejaron sin sus habituales impertinencias. Rodeados por el ejército de Aníbal no era el momento de mostrarse locuaces ni de promover una rebelión. Al menos no hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos de aquel asedio.
Silano se acercó al cónsul y le habló en voz baja.
–Habíamos venido para asediar y ahora somos los asediados. – Pero lo dijo sin traslucir reproche en sus palabras, como quien reflexiona entre dientes.
–Así es, Silano -le respondió el cónsul-. Así es. La guerra con Aníbal siempre está llena de sorpresas. Es difícil saber cuáles serán sus reacciones o sus movimientos, pero lo importante ahora es resistir su embestida y confiar en que se sienta lo suficientemente seguro por su superioridad numérica como para no cercarnos por la noche. De esa forma podremos abrir las puertas y dejar que Lelio y sus tropas se unan a nosotros antes del amanecer.
–¿Llegará Lelio a tiempo? – preguntó Mario.
Publio Cornelio Escipión se giró hacia Mario y le miró como quien mira a alguien que ha dicho algo absurdo.
–Lelio llegó a tiempo en Tesino y en Cartago Nova. Llegará a tiempo también en Locri. Siempre lo ha hecho.
Mientras hablaban, Aníbal había dispuesto a todas sus tropas en formación de ataque: iberos v galos al frente, africanos y púnicos tras ellos. La caballería númida, una vez retirada de las murallas en un ala, y el otro extremo, otro fuerte contingente de caballería cartaginesa, aunque algo más escaso en número.
–¿Qué espera para lanzar el ataque?-preguntó Silano.
–Nada -dijo el cónsul y, al pronunriar aquella palabra, los mercenarios hispanos y galos se lanzaron al ataque con un enorme vocerío. No llevaban escalas, sino lanzas, flechas y espadas.
–Tenemos que resistir este primer ataque. Aníbal sólo busca desmoralizar a nuestros hombres. No ha reunido aún material de asedio. Eso lo hará en los próximos días con ayuda de los cartagineses de la otra fortaleza y de todo aquello que pueda coger de la ciudad. Ahora tenemos que resistir.
El cónsul tuvo que terminar su comentario elevando su voz con gran potencia para hacerse oír por encima de los alaridos irrefrenables de los iberos y galos que cargaban contra los muros de Locri arrojando lanzas y flechas en llamas por encima de las almenas y contra la puerta de la fortaleza.
–¡Aseguraos de que se apague el fuego de la puerta! – gritó el cónsul-. ¡Lo demás no importa, pero por todos los dioses, asegurad la puerta!
Lelio veía cómo la costa itálica se dibujaba en la negrura de la noche. Aún les quedaban varias horas de navegación y el viento había amainado.
–¡Remad con más fuerza! – espetó a los oficiales de la trirreme. Los marineros redoblaron sus esfuerzos para compensar las velas inútiles desinfladas ante la ausencia de viento-. ¡Remad, remad, remad! ¡Por Hércules! ¡Hemos de llegar esta noche! – y luego sin gritar ya, para sí mismo, a la vez que se volvía hacia la proa-, hemos de llegar esta noche, esta noche…
En el silencio de un mar sin olas y sin viento, el choque rítmico de los remos contra la superficie del agua de decenas de barcos repletos de soldados acompañó la mirada nerviosa de un preocupado y aturdido Cayo Lelio, abrumado por la responsabilidad a la que le ataba un juramento, proteger siempre a Publio Cornelio Escipión hasta el final de sus días, hasta que la muerte se llevara al propio Lelio por delante, damnatus est, le dijo Fabio Máximo. Damnatus. Sí. Maldito. Igual que aquellas legiones, igual que toda aquella guerra.
Aníbal contemplaba expectante el ataque de sus tropas. Era un tanteo. Sólo quería saber hasta qué punto pensaban resistir esos romanos. ¿Estaba Escipión realmente entre aquellos muros? Le costaba creerlo. Tenía asignada Sicilia. Eran Craso o Mételo los que debían haber atacado Locri. ¿Dónde estaban las legiones de Craso y Mételo? ¿Cuántos hombres había en la ciudadela dominada por los romanos?
Maharbal regresaba de la ciudadela dominada por los cartagineses y que había lanzado la llamada de auxilio a Aníbal.
–Tienen unos cinco mil hombres. Somos cuatro veces más que ellos por lo menos, si no más. Será cosa de tiempo que se rindan -explicó el jefe de la caballería púnica.
–¡Por Baal y Tanit, Maharbal! No tenemos tiempo para un asedio -respondió Aníbal-. Craso o Mételo pueden poner en movimiento sus legiones en dirección a Locri en cualquier momento. Tenemos que entrar en esa ciudadela antes de que lleguen. Sólo entonces podremos asegurar nuestra posición. La puerta parece el punto más débil. Mañana nos lanzaremos sobre ella. Al amanecer.
Una andanada de piedras llovió del cielo. Aníbal y Maharbal estaban hablando a unos doscientos pasos de la muralla, rodeados por una decena de soldados africanos. Varias piedras impactaron sobre tres de los guardias, uno en pie apenas a tres pasos de Aníbal. Los soldados africanos cayeron abatidos por el golpe mortal de las piedras. Sus cuerpos se retorcían de dolor mientras la sangre fluía por debajo de sus cascos abollados. Aníbal levantó la mirada hacia las murallas.
–Tienen catapultas. – Luego guardó un segundo de silencio y se volvió hacia Maharbal-. ¿Se ha confirmado la presencia de Escipión en la ciudadela?
Maharbal asintió al tiempo que respondía.
–Así es, mi general.
Aníbal volvió a mirar las murallas.
–Es raro que haya venido con sólo esos hombres…
–No esperaría que respondiésemos a su ataque trayendo todas nuestras fuerzas.
–Sin duda -concedió Aníbal mientras nuevas andanadas de piedras caían a su alrededor-. Nos retiraremos cien pasos, lejos del alcance de sus catapultas. Veremos cómo de firmes se muestran después de una noche apagando los incendios y amontonando heridos. Y que todos nuestros hombres se mantengan alejados del alcance de las catapultas. Que arrojen flechas en llamas y que se requise en la ciudad todo el material propicio para escalar esos muros. Y difunde entre todas las tropas que si mañana atrapamos a Escipión, vivo o muerto, habrá grandes recompensas para todos.
Aníbal dio media vuelta y se alejó de las murallas seguido por su guardia, que había sido reforzada por nuevos soldados que sustituían a los que acababan de caer. Maharbal se dirigió a la ciudad en busca del material que había solicitado el general. Mañana al amanecer derribarían la puerta de la ciudadela romana y entrarían a sangre y fuego. Se impondrían por la veteranía de sus hombres y por su tremenda superioridad numérica. Habría bajas, eso estaba claro, en todo asalto las había, pero la idea de cazar a Escipión, el general que había derrotado a los ejércitos de Asdrúbal y Giscón, era un gran aliciente y si encima el general prometía recompensas, todos, iberos, galos, númidas y los propios cartagineses, se mostrarían especialmente despiadados y crueles. Cuánto se alegraba Maharbal de no ser un romano bajo las órdenes de aquel joven cónsul de Roma que olía ya más a cadáver pasto de los buitres que a general de las legiones.
–¿Se sabe algo de Lelio? – Era Silano el que preguntaba a Mario Juvencio. Habían regresado a lo alto de la muralla después de una desmoralizadora inspección de la puerta de la ciudad.
–No, no sabemos nada. Ningún mensajero. Nada -respondió Mario-. Parece que se retiran.
–Nos dejarán dormir con nuestro miedo. – Silano hablaba con frialdad, pero incluso en su voz se dejaba entrever una creciente desazón.
–¿Y el cónsul? – preguntó Mario.
–Visitando a los heridos, que son muchos.
–Eso está bien.
–Sí, pero no resuelve nuestros problemas -sentenció Silano.
–¿Y no ha preguntado por Lelio?
–No.
–Es extraño -continuó Mario-. Yo supondría que debe de estar tan preocupado como nosotros, como todos.
–Es posible, pero se esfuerza en no aparentarlo. Lo único que les queda a nuestros hombres es la tranquilidad que da verlo caminando entre los incendios de los almacenes, dando órdenes, animando a unos, escuchando a los heridos… -Silano elaboraba sus pensamientos mientras los pronunciaba-. Es como si luchar contra Aníbal fuera algo normal para él. Todos estamos preocupados, tenemos al mayor de nuestros enemigos a quinientos pasos, con un ejército que nos quintuplica en número y nuestro cónsul se pasea por la ciudadela como si al amanecer estos muros fueran a resistir cualquier ataque. Y las puertas…, ¿has visto las puertas?
–Las puertas están en ruinas -confirmó Mario-. Los cartagineses han arrojado tantas flechas en llamas contra ellas que me sorprende que los hombres de Pleminio hayan conseguido apagar las llamas. No sé qué haremos mañana.
–¿Qué tendrá pensado?
–¿Aníbal? – inquirió Mario confundido.
–No, el cónsul.
Mario tardó unos instantes en responder. Se giró hacia el interior de la ciudadela. Escipión caminaba hacia ellos escoltado por los lictores.
–No lo sé, Silano, pero pronto podrás preguntárselo a él mismo.
En un minuto, el cónsul ascendió la muralla para reunirse con sus dos oficiales de confianza en Locri. Una vez con ellos miró hacia el campamento cartaginés.
–Se han retirado al fin -comentó Publio.
–Así es, mi general… -confirmó Silano, pero su voz quedó colgando; quería preguntar al cónsul sobre qué hacer al día siguiente, pero no sabía cómo hacerlo sin dejar traslucir su preocupación.
–Las puertas, ¿las habéis visto? – comentó Publio Cornelio Escipión a sus dos tribunos. Éstos asintieron-. No resistirán ni media hora. No nos queda más remedio que salir antes de que entren. Atacaremos al amanecer. Preparadlo todo para organizar una salida. Sólo nos queda usar el factor sorpresa. Los cartagineses no esperan que salgamos a campo abierto. Eso nos dará algo de ventaja.
El cónsul dio media vuelta y no hubo tiempo para hacer preguntas. Silano y Mario se miraron entre sí. Luego dirigieron su vista hacia el inmenso campamento de Aníbal. La sorpresa no sería suficiente para sobrevivir a todo el ejército púnico, ibero, galo y númida si la relación era de cinco a uno a favor del enemigo.
Todo estaba preparado para el combate. Aníbal desfilaba por delante de sus tropas dispuestas en formación de ataque a mil pasos de la ciudadela romana. Locri, la ciudad en litigio, se extendía a los pies de aquellas colinas como un testigo mudo a la espera de saber quién de los dos contendientes sería su nuevo dueño. En el otro extremo de la ciudad, las puertas de la ciudadela cartaginesa se habían abierto para dejar salir a sus soldados para unirse al gran ejército de Aníbal, el general temido por todos los romanos, que no había dudado en venir a rescatarlos del ataque nocturno del cónsul Escipión.
Aníbal ordenó que una avanzadilla de trescientos iberos ascendiera directo hacia la puerta cargados con más dardos incendiarios, lanzas y otras armas arrojadizas. En poco tiempo las llamas consumirían el endeble portalón de madera que daba acceso al corazón de la ciudadela. Por el agujero abierto en la protección de la fortaleza el resto de iberos y todos los galos entrarían en tropel y, una vez sembrado el desorden, miles de africanos se lanzarían a escalar unos muros desprotegidos al tener que combatir sus defensores en el interior. Luego vendría la matanza. Tenía curiosidad por encontrar el cuerpo del cónsul, el más joven cónsul que nunca Roma había elegido, y que, sin embargo, había derrotado en el pasado a su hermano Asdrúbal y también a Giscón. Lo de Giscón no le sorprendía. Aníbal no le tenía en gran valía, pero sí le sorprendía que, en Baecula, su hermano no hubiera podido detener el empuje de las legiones comandadas por ese Escipión. Podría él ahora cortar el dedo de la mano del cadáver del joven magistrado y extraer así otro anillo consular romano que añadir a su colección de trofeos que sus dedos exhibían orgullosos, junto con los anillos de Cayo Flaminio, Emilio Paulo y Claudio Marcelo. Anillos deslumbrantes que el general acariciaba con la otra mano mientras observaba cómo la avanzadilla de iberos se acercaba a la puerta de la ciudadela romana. Junto a esos anillos deslumbrantes, el anillo de plata remachado en una turquesa en el que Aníbal guardaba una dosis mortal de veneno parecía una pobre compañía para colegas tan majestuosos como víctimas de la soberbia o de la mala fortuna de sus anteriores amos.
Los iberos estaban a doscientos, ciento cincuenta, cien pasos de las puertas cuando varias andanadas de piedras y grava cayeron sobre ellos lanzadas desde las catapultas del interior de la fortificación. Una decena de guerreros fueron heridos y quedaron atrás, mientras sus compañeros seguían avanzando hasta situarse a escasos setenta pasos de las puertas desde donde arrojaron flechas y lanzas en llamas que se clavaban entre la vetusta madera de los portones de la ciudadela. El incendio empezó y los iberos iban a cantar victoria por haber alcanzado su objetivo con tan poca oposición justo en el instante en que las pesadas y heridas puertas se abrieron crujiendo por sus entrañas desencajadas y medio consumidas y envueltas en el fragor de las llamas y su calor abrasador. Al abrirlas, cada portón quedó bajo sendos andamios de madera, dispuestos al efecto, para que desde lo alto de los mismos arrojaran varios calderos gigantes de agua fresca que amortiguaron el efecto de las llamas en pocos segundos. Los iberos esperaban que las puertas fueran a cerrarse de nuevo una vez apagado el fuego por los romanos tras su hábil estratagema, por lo que sin pensarlo dos veces se lanzaron hacia la puerta abierta de par en par desenvainando sus sedientas espadas de doble filo. No habían alcanzado aún su objetivo cuando de entre el humo de los portones desvencijados emergió un torrente de legionarios armados con sus pila, protegidos por sus escudos, en perfecta formación, que los embistió con furia. El impacto de los hispanos con el inesperado enemigo que, contra todo pronóstico, salía a luchar fuera de las murallas, fue sangriento. Por un lado, los pila se abrieron camino entre las carnes desprotegidas de los valientes pero poco precavidos guerreros iberos y, por otro, desde lo alto de las murallas, lanzas y saetas romanas descendían afiladas y en tropel hacia el corazón de los iberos. Pese a todo, los guerreros traídos por Aníbal desde Hispania resistieron y habrían podido hacer regresar a los manípulos de legionarios que habían salido a luchar para defender la puerta, de no ser porque tras esos primeros manípulos emergieron, como escupidos por la ciudadela, más y más manípulos de legionarios, dos, tres, cuatro, seis, ocho, diez, más de trescientos legionarios ante ellos y seguían saliendo más y más, hasta el punto que se vieron rodeados por romanos en una acción tan rápida como inesperada que los hizo replegarse en un vano intento por escapar de aquella trampa mortal.
Aníbal lo contemplaba todo desde la distancia. Las puertas estaban abiertas, sí, pero ante ellas habían caído muertos más de doscientos de sus guerreros, una pérdida grave en aquella guerra en la que tanto le costaba conseguir refuerzos que apenas llegaban desde África y que ya no podían llegar más desde una Hispania que ese mismo Escipión que ahora le había sorprendido había conquistado cercenando sus fuentes de aprovisionamiento en la península ibérica.
Escipión salió con los últimos manípulos y a paso de marchas forzadas se puso al frente de sus tropas. Junto a él, Pleminio, sudoroso, asustado, a un lado y Mario y Silano al otro, encararon al ejército de Aníbal. Macieno y Marco estaban entre las unidades legionarias.
El general cartaginés les observaba no sin cierta sorpresa.
–Hay que reconocerle agallas a ese romano -dijo Aníbal.
–No tiene nada que hacer -respondió el jefe de la caballería cartaginesa-. Ha sacado todas sus tropas y ha conseguido sorprendernos, pero en cuanto empiece la batalla les masacraremos.
–Así es -dijo Aníbal, pero de pronto una duda le recorrió el cuerpo como si de un escalofrío se tratara-. ¿Sabemos algo de Craso o Mételo?
Maharbal comprendió lo que preocupaba al general. – No se han movido de sus posiciones. Siguen a dos días de marcha al menos. Eso decían los últimos exploradores. Aníbal asintió más tranquilo.
–Entonces no entiendo qué espera ese general romano -añadió mirando hacia la posición de Publio y sus oficiales.
Aníbal respiraba con profundidad. Aquel general romano ya se había cruzado con él en el pasado; cierto que entonces no era cónsul, sino apenas un muchacho, en Tesino y Trebia, o un joven tribuno en Cannae. Luego supo de aquel Escipión por sus batallas en Hispania: la conquista de Cartago Nova, su victoria en Baecula sobre Asdrúbal y luego la batalla de Ilipa donde puso en fuga al mismísimo Giscón. Asdrúbal era demasiado impetuoso pero inteligente y no pudo con el romano, aunque se las arregló para rodearlo y llegar a Italia evitando más enfrentamientos. Y Giscón, aunque siempre vanidoso, era tenaz y hábil para aprovechar los recursos de un buen ejército. No tenía sentido que el general que había conseguido doblegar a todos aquellos líderes de Cartago estuviera ahora dispuesto a suicidarse combatiendo contra un ejército más veterano, mejor preparado y cinco veces más numeroso.
–¿Atacamos? – preguntó Maharbal, presionado por las miradas impacientes del resto de los oficiales-. Los iberos están deseosos de vengar a los suyos. Es un buen momento para dejarlos que se resarzan cortando cabezas romanas.
Aníbal quería asentir pero seguía firme, rígido, tenso. Algo no estaba bien. Entonces, en la distancia, justo detrás de las posiciones romanas, surgiendo desde más allá de las murallas de Locri, ascendiendo desde la playa, apareció un regimiento de caballería romana. No eran muchos, quizá cuatrocientos o quinientos jinetes, pero eso no era lo importante. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían?
–Están llegando refuerzos -dijo Aníbal-. ¿Seguro que Craso y Mételo no se han movido?
–Eso es lo que decían los exploradores -respondió Maharbal-, y aunque lo hubieran hecho, es demasiado pronto. Además, éstos vienen de la playa.
–La playa… -Aníbal comprendió su error en un segundo. Puso las manos en jarras y miró al suelo. Había estado siempre pendiente de Craso y Mételo, que también podrían llegar, pero Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma con tropas asignadas para Sicilia, igual que había llegado a Locri desde aquella isla, había reclamado refuerzos allí mismo, donde tenía control pleno, y estos refuerzos habían llegado por mar. Por mar. Aníbal sonrió. Aquel romano seguía siendo hábil. Ya salvó a su propio padre en Tesino y luego detuvo la persecución de los númidas deshaciendo el puente. Y en Cannae se las ingenió para salir con vida con casi dos legiones enteras…
Cuando Aníbal volvió a levantar la cabeza no se sorprendió, al contrario que sus oficiales. Tras la serie de turmae de caballería romana, venían decenas, centenares de legionarios que se incorporaban a las filas del general romano. Aníbal volvió a sonreír cuando veía que el cónsul ni tan siquiera miraba atrás. Él ya sabía quién estaba llegando.
–Ha traído todas sus tropas de Siracusa -dijo Aníbal a Maharbal-. Dos legiones enteras. Ahora ambos tenemos aproximadamente el mismo número de soldados.
Maharbal asintió, pero se negaba a ceder con facilidad.
–Pero si son las tropas de Sicilia, eso quiere decir que son la V y la VI, las que los romanos llaman «malditas». Son los que huyeron de Cannae. Podemos volver a vencerles y esta vez no dejaremos ninguno con vida.
Aníbal escudriñaba el ejército del cónsul. La idea de Maharbal resultaba de lo más tentadora, pero quién sabía si aquel general romano no guardaba más sorpresas. Ya había tenido dudas en acudir a Locri, y cuando parecía que tenían ante ellos una fácil victoria, todo cambiaba y se transformaba en un complejo reto. Las «legiones malditas». Sí, así las llamaban. Hombres desmoralizados y desterrados y, sin embargo…
–El cónsul que comanda esas legiones no parece un cobarde -dijo Aníbal-, y también huyó de Cannae. No estoy seguro de querer entrar en batalla campal, cuando tenemos a cuatro legiones más a nuestras espaldas sin localizar con exactitud. Craso y Mételo pueden decidir venir en ayuda de Escipión y entonces nos cercarán por delante y por detrás. Todavía tenemos la posibilidad de unir nuestras fuerzas a las que Magón está reuniendo en el norte y volver a hacernos fuertes en Italia. Una derrota aquí terminaría con todo eso. Incluso aunque ganáramos a ese romano, tendríamos muchas bajas y al amanecer, tras la batalla, podrían llegar Craso y Mételo. No, Locri no merece tanto esfuerzo. Quizá sea mejor replegarse, pero no lo sé, he de meditarlo. Manten las tropas en formación de ataque. Si el cónsul quiere batalla la habrá. No puedo permitirme tampoco el lujo de hacer huir a mis hombres ante un enemigo que ataca, pero si el cónsul no se decide, quizá nos retiraremos durante la noche. Envía un mensajero a la pequeña guarnición que aún queda en nuestra ciudadela y diles que esperen instrucciones. En cualquier caso, el viaje habrá servido para ganar refuerzos al recuperar a los soldados que teníamos en Locri. Eso compensará algo las bajas de esta mañana.
–Pero no compensará a los iberos -apostilló un apesadumbrado Maharbal.
–Eso es cierto, por eso necesito tiempo para pensar, pero si cada vez que los galos o los iberos han deseado algo les hubiéramos hecho caso ya no quedaría nadie con vida de nuestro ejército. Hay que saber cuándo la venganza es posible y cuándo ésta debe esperar. Si se muestran rebeldes, diles que les prometo que tendrán mejor ocasión de vengar a los suyos. Mi palabra aún tiene algo de valor entre ellos. Si hace falta, recuérdales que mi esposa es de los suyos. – Aníbal recapacitó un instante y recordó su manifiesta infidelidad con esclavas de toda índole y, especialmente, con la hermosa mujer de Arpi-. No. Mejor de eso no digas nada. Mi palabra deberá bastarles.
Maharbal se retiró para cumplir las órdenes y con él se reunieron los oficiales. Era raro que otro oficial se dirigiera directamente a Aníbal, con excepción de Maharbal. Aníbal se quedó solo al frente de su ejército, rodeado por sus guardias. El recuerdo de sus infidelidades le hizo ir más allá aún y traerle a la memoria su noche de bodas. Imilce fue una joven dócil y hermosa. Nunca planteó problemas. Y, en su momento, fue útil en las campañas de Iberia. ¿Qué sería de ella? Había recibido alguna noticia desde Cartago indicándole que Giscón, cumpliendo con su misión de protegerla, la había llevado consigo a la capital púnica. Si así había sido quizá sus amigos, los pocos que aún le quedaban allí, la protegerían. También había oído que el mismo general romano que estaba ahora ante ellos con las legiones V y VI había ordenado la destrucción de Cástulo, la ciudad de Imilce. La amistad o la unión con él, con el supuestamente gran Aníbal, no parecía ser fuente de grandes premios: su hermano Asdrúbal había muerto y su esposa se había quedado sin ciudad y sin familia. ¿Qué les depararía el destino a Magón, su hermano pequeño, o a Maharbal, que tan lealmente le servía? Miró hacia arriba. El sol estaba en lo alto. Había ascendido en ángulo desde su derecha y bajaría por la izquierda. Si los romanos atacaban, nadie lo tendría de frente. Y no había viento ni se veían nubes que presagiaran lluvia. Era un buen día para una batalla. Bien, todo está en manos de aquel cónsul. Si entraban en combate lo más posible era que derrotaran a esas legiones. El problema vendría luego, si Craso y Mételo venían con rapidez. Aníbal exhaló algo de aire de golpe. Siempre podrían refugiarse en las ciudadelas de Locri y resistir. Era la única solución y pasaba por ensartar con su espada a un cónsul más. La caída de un cónsul, por otro lado, siempre motivaba a sus tropas. Era como un revulsivo. Les hacía sentir que eran superiores. Nadie antes había estado en un ejército que hubiera dado muerte a tantos cónsules de Roma, cuatro al menos si se contaba a Crispino, que murió no en el campo de batalla pero sí por las heridas sufridas contra aquel ejército, su ejército. Además, la muerte del joven Escipión sería un golpe de efecto contra la agotada moral de Roma. Sí, era tentadora la idea de Maharbal de atacar de todas formas, pero algo en su fuero interno le decía que era arriesgarlo todo. Era como dejarse llevar por una posible victoria en una batalla dejando de lado la posible victoria total en la guerra. Quizá debía dar más tiempo a Magón y a la rebelión gala que estaba azuzando su hermano pequeño en el norte, que ya había dado algunos jugosos frutos, como la muerte del hijo de Quinto Fabio Máximo.
Aníbal Barca meditaba bajo el sol de aquel verano. Tras él su poderoso ejército. Frente a él, Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma.
Había anochecido. El ejército romano mantenía sus posiciones. Publio, rodeado de todos sus oficiales, observaba cómo las tropas de Aníbal parecían replegarse para pasar la noche.
–Esta noche ya no atacarán -dijo el joven cónsul, y se llevó la mano al cuello. Hacía media hora que apenas se movía y llevaba varias horas en pie, aguardando, esperando la decisión de Aníbal.
–Seguramente dejarán centinelas toda la noche -continuó Lelio-. Habrán levantado tiendas y pasarán la noche junto a las hogueras. – Y señaló un poco más atrás de donde habían estado situados los cartagineses. Allí se vislumbraban pequeñas hogueras que iban creciendo en número y en tamaño.
–¿Qué hacemos nosotros? – preguntó Silano al cónsul. Publio tardó en responder. Ahora sentía cómo todos estaban algo más tranquilos. La llegada in extremis de los refuerzos de Lelio había apaciguado un poco los ánimos, pero en el fondo seguía percibiendo dudas entre sus hombres. Al menos, recurrían a él. Eso estaba bien. Sólo desde la lealtad podrían salir todos indemnes de aquella situación.
–Mantendremos un fuerte contigente aquí fuera, toda la noche -comenzó al fin el cónsul-. Que enciendan antorchas a lo largo de toda la formación. Quiero que Aníbal sepa que no vamos a retroceder. Que sean los velites de ambas legiones los que se encarguen de esta guardia nocturna. El resto de los hombres que se refugien en la ciudadela y que duerman bajo techo todos los que puedan. A medianoche, que los velites sean relevados por los principes y antes del alba, que éstos sean reemplazados por los hastati. Con el nuevo día saldremos todos de nuevo. Todos. Para luchar contra Aníbal.
Publio miró a sus tribunos y centuriones. Asintieron y se retiraron. A todos les parecía un buen plan. A todos menos a Lelio. Éste, recordando lo ocurrido en Baecula, donde le contradijo en público, esperó a que el resto se marchara y cuando se quedó a solas con Publio le hizo una pregunta.
–¿Por qué Aníbal mantiene a sus tropas al raso y no aprovecha la otra ciudadela para que sus hombres descansen?
Publio miró hacia las hogueras del improvisado campamento cartaginés. Luego se volvió hacia Lelio.
–No lo sé -dijo-. No lo sé… quizá quiera estar preparado por si lanzamos un ataque sorpresa, como hicimos esta mañana, pero no lo sé… -Y ambos se quedaron forzando sus ojos para intentar ver en la negrura de la noche aquello que sus mentes no acertaban a entender.