42 El templo de Bellona

Roma, invierno del 206 a.C.

Publio ascendió por la pequeña escalinata que daba acceso al templo de Bellona, diosa de la guerra. Pasó entre las columnas y se quedó en pie frente al altar de la vieja deidad romana. Allí, en medio del campo de Marte, fuera del recinto de la muralla servia, hacía casi un siglo que Apio Claudio el Ciego levantó aquel templo. En el silencio del interior Publio se recogió con sus pensamientos. Buscaba sosiego y calma para debatir con Máximo, que pronto llegaría presidiendo la comisión del Senado que debía recibirles. Afuera esperaban sus más fieles oficiales, Cayo Lelio, Lucio Marcio Septimio, Sexto Digicio, Mario Juvencio, Silano y el siempre intempestivo Terebelio, entre otros. Todos anhelaban que se les concediera el honor de celebrar un triunfo por las calles de Roma. Habían luchado duro, con enorme tenacidad y contra adversidades ante las que la gran mayoría habría sucumbido y, sin embargo, aquellos hombres, con sus legiones, todos bajo su mando, habían invertido el curso de los acontecimientos y de la guerra en Hispania. Llegaron a una región bajo control cartaginés y regresaban de un territorio que ahora quedaba regulado por las leyes de Roma. Merecían un triunfo. Lo merecían, pero Fabio Máximo se opondría. ¿Hasta qué punto, con qué saña? Eso es lo que no sabía Publio. ¿Sería posible negociar con el resto de los senadores o todos seguirían al viejo princeps senatus como corderos asustados? Según le había informado su hermano Lucio se haría lo que Máximo aconsejara. Tal era su control y su poder en Roma. Publio esbozó una sonrisa lacónica. Lástima que contra el viejo Fabio no se pudieran emplear las armas. Funestos pensamientos. Sin duda insuflados por la diosa de la guerra en cuyo templo se encontraba. Quizás aquél no fuera el mejor lugar para encontrar el autocontrol que precisaba para un nuevo debate con Fabio Máximo. Estaba cansado de aquel hombre. Todo empezaba en él y todo terminaba en él. Cuando Publio era niño aquel hombre ya era cónsul. Había conquistado toda Hispania y aquel hombre seguía controlando Roma. Era el mismo hombre que negó los refuerzos que su padre y su tío reclamaban, y su padre y su tío perecieron al tener que buscar los hombres que les faltaban en volátiles alianzas con los siempre volubles iberos. Fue Máximo el que se opuso a que se le concediera luego el mando sobre las legiones de Hispania y cuando Publio, pese a todo, lo consiguió recurriendo al pueblo, pasando por encima del Senado, fue de nuevo Máximo quien maniobró para evitar que fuera a Hispania con el rango de magistrado proconsular; a instancias de Máximo, Publio quedó con el imperium sobre las legiones, para evitar enfrentarse con el pueblo que le respaldaba, pero despojado de la nobleza de la promagistratura. Ése sería el punto donde Quinto Fabio Máximo se centraría y Publio, con desazón, no por él sino por ver truncada la justa aspiración de recompensa de sus oficiales y legionarios, no veía defensa posible. No la había. Habría que saltarse la ley y eso implicaba saltarse a Máximo y eso, sencillamente, en el corazón de la mismísima Roma, era imposible.

Publio salió algo más sereno que cuando entró en el templo. Desde el pórtico del santuario observó a sus oficiales arremolinados entre las columnas del espacio enlosado que se extendía a unas decenas de pasos del templo de Bellona. Aquella pequeña plaza, cubierta en uno de sus extremos y descubierta en otro, rodeada de viejas pero firmes columnas, era uno de los tres senaculum erigidos en Roma. Eran espacios que se usaban a modo de salas de espera para importantes invitados. Había uno junto al edificio de la Curia, que los propios senadores usaban como antesala y donde a menudo se reunían en pequeños grupos antes y después de las sesiones, y había otro junto a la puerta Capena, al sureste de la ciudad. El tercero era donde se encontraban Lelio, Marcio y Terebelio con el resto de los oficiales, esperándole y esperando a su vez a la comitiva de senadores que debía recibirles después de aquella tan exitosa serie de campañas militares en Hispania. Publio vio cómo Lelio señalaba algo a Marcio en dirección sur, el general fijó su mirada en el horizonte y vislumbró la comitiva de senadores que se recortaba contra las paredes del templo de Apolo. Estaban a doscientos pasos de distancia. Los senadores caminaban despacio. Todos seguían al anciano pero todopoderoso Quinto Fabio Máximo.

Los senadores se habían dado cita frente al edifico de la Curia Hostilia. Quinto Fabio Máximo dio las órdenes con concisión.

–Bien, por todos los dioses, vamos a recibir a esos oficiales de Roma.

Al usar el plural con «esos oficiales» diluía el protagonismo de Escipión. En la ciudad, no obstante, no se hablaba de otra cosa que no fuera la llegada de Publio Cornelio Escipión, victorioso tras derrotar en repetidas ocasiones a los cartagineses en Hispania. Fabio lo sabía y a conciencia evitaba nombrarle.

Era una comitiva de quince senadores, en su mayoría proclives a las ideas más conservadoras. Fabio ya se había preocupado de hacer la selección adecuada. Sabía que el joven Escipión insistiría en obtener un triunfo y si había algo que Fabio Máximo tenía claro era que aquel joven general sólo obtendría un triunfo en Roma pasando por encima de su cadáver.

Todos los senadores seguían al anciano pero firme princeps senatus, escoltados por una veintena de legionarios armados asignados de las legiones urbanae y por un puñado de esclavos con agua, vino, bacinillas para aseo personal y algo de comida. Cruzaron la explanada del Comitium hacia el suroeste y ascendieron la cuesta que daba al Vuca-nal. Fabio se detuvo ante los dos grandes árboles que, como vigías del tiempo, presidían aquel amplio espacio dedicado al dios Vulcano. Se trataba de un gigantesco, alargado y altísimo ciprés que se cimbreaba en su copa mecido por el viento. A su lado estaba el antiquísimo lotus plantado por el mismísimo Rómulo si la tradición no mentía. Fabio, sin embargo, admiraba más la estilizada e imponente figura del enorme ciprés. Allí estaba aquel árbol presenciando el devenir de los años, los siglos, las guerras, los hombres, a Roma entera mientras ésta crecía en gloria y poder y también en aquellos días, cuando la ciudad pugnaba por sobrevivir a Aníbal. Fabio se detuvo y señaló al enorme ciprés.

–Roma crecerá junto con este árbol y un día, cuando se sienta dueña del mundo y crea que nada le puede ocurrir, el árbol sufrirá y con él toda la ciudad. Lo presiento. Lo veo en su forma de mecerse, lo siento en la profundidad de sus raíces y lo leo en el vuelo de los pájaros. – Y señaló a una bandada de gansos que surcaba el cielo. Luego, por unos segundos, el viejo senador cerró los ojos. Parecía como transportado a otro mundo, a otro tiempo. Al fin, reemprendió la marcha. Era un vaticinio. Todos le miraron con respeto. Máximo era augur permanente y sus opiniones en todo lo que tenía que ver con el futuro, incluso si se trataba de un futuro lejano, eran respetadas con gran profundidad. Ninguno sabía que aquel ciprés aún había de vivir dos siglos y medio más. Lo miraron uno a uno, cada senador al pasar a su lado, calculando al observarlo la altura de aquel ser vivo clavado en el centro mismo de Roma. Un árbol que vería el desenlace de la guerra contra Aníbal, la conquista de Grecia, Egipto, Asia Menor, el Egeo, África, la mismísima Galia, los Balcanes; un ciprés que asistiría impasible a las guerras sociales, al enfrentamiento entre Mario y Sila, y a la lucha contra Espartaco y su ejército de esclavos sublevados; un ciprés que se mecería bajo el viento cuando Julio César pasease por el foro, un árbol bajo el que Cicerón repasaría sus discursos contra Catilina; un vigía que sería testigo de las cruentas guerras civiles y del final de la República, que disfrutaría de la paz de Augusto, cuando el emperador cerró las puertas del templo de Jano, y que presenciaría el advenimiento de Tiberio, su impetuoso reinado al que le sucederían los desmanes y las locuras de un perverso Calígula; un ciprés que vería partir al emperador Claudio para conquistar Britania y que, finalmente, un día caería consumido en las terribles llamas de un incendio que arrasaría el corazón de Roma bajo el reinado del emperador Nerón. Del lotus, el viejo senador no dijo nada, aunque aquel árbol sobreviviría al nefando incendio y perduraría más allá incluso de los tiempos de Trajano. Pero de todo esto nada sabían aquellos senadores, preocupados más por el inmediato presente que por los vaticinios de aquel intuitivo augur que los guiaba sobre un futuro ignoto. Tenían otros asuntos más urgentes de los que ocuparse.

Tomaron el Vicus Juganus dejando a su derecha el templo de Júpiter Capitolino en lo alto de la colina que nunca había sido conquistada por los enemigos de la ciudad ni en sus tiempos más antiguos. Alcanzaron la puerta Carmenta y cruzaron la muralla servia. Allí se les unió un manípulo completo de soldados que los escoltó en su ruta hacia el templo de Apolo y luego, cuando cruzaron el campo de Marte en dirección al senaculum levantado al pie del templo de Bellona.

Fabio ascendió despacio la pendiente sobre la que se había construido el senaculum hasta quedar frente a aquel joven general Escipión que esperaba rodeado de sus fieles oficiales.

–¡Salve, Publio Cornelio Escipión! – dijo con voz rotunda Fabio Máximo-. Roma te saluda, a ti y a tus oficiales y os está agradecida por vuestros leales servicios al Estado.

El princeps senatus navegó entonces con su mirada escrutando los corazones de los oficiales más próximos al general: Terebelio, un hombre recio, un buen centurión en las manos adecuadas, sin lugar a dudas; Marcio, un astuto tribuno, buen soldado, leal por oficio; Sexto Digicio, curtido en el mar, disciplinado; Silano, un tribuno callado, introvertido; Mario Juvencio, otro centurión, atento, con la mirada del viajero, y Cayo Lelio, valeroso al límite, y fiel por convicción más allá de la razón, un loco al que se le ofrecía una magistratura y respondía pujando por una torpe esclava. Fabio no olvidaba aquella entrevista del pasado. En él detuvo el viejo Fabio su mirada un segundo más hasta que su interlocutor visual cedió y bajó sus ojos. Vino entonces el momento de mirar al joven Escipión. Fabio vio sus peores augurios confirmados. Ambición y arrogancia sin límites y algo… algo peculiar: una fe en sí mismo descomunal, más allá de toda lógica, ¿alguien que se cree ungido por los dioses? No estaba claro. Fabio comprendió entonces qué era lo que le ponía nervioso de aquel muchacho: había heredado la misma destreza que su padre, la habilidad de hacer difícil que otro supiera lo que pensaba. En Fabio, acostumbrado a mentes más débiles, aquello despertaba una profunda ira.

–Debéis de estar agotados -continuó Fabio con la más conciliadora de sus persuasivas voces-. Traemos algo de vino y comida, algo frugal, fruta y carne de ave, y agua para lavaros. Siempre encuentro el polvo de los caminos enojoso…

–Gracias por pensar en nuestra comodidad, Quinto Fabio Máximo, princeps senatus de Roma -le interrumpió Publio-, pero ya habrá tiempo para lavarnos y para comer más tarde. Se trata ahora de saber si se nos concede lo que con nuestro esfuerzo nos hemos ganado en el campo de batalla.

–Ya -respondió seco Fabio; no le gustaba que le interrumpieran; eso lo sabían todos, hasta el propio Escipión-. ¿Y qué es eso que tanto os habéis ganado, si puede saberse?

–Un triunfo.

–¿Un triunfo} -espetó Fabio levantando los brazos y volviéndose hacia la comitiva de senadores-. Ya os dije que vendría con esas pretensiones -y de nuevo mirando a Escipión-, ¿un triunfo} Por Castor y Pólux y todos los dioses. Un triunfo no es posible, mi querido oficial.

Publio no se arredró y alegó sus méritos, los méritos de todos los que le rodeaban.

–Fuimos a Hispania con sólo dos legiones y con ellas y las que luego trajo mi hermano Lucio conquistamos primero Cartago Nova y luego cuantas ciudades se opusieron a la ley de Roma. Y derrotamos a tres ejércitos cartagineses, uno tras otro, pues no podíamos luchar contra los tres a un tiempo al no tener más refuerzos y suministros -aquí miró fijamente a Máximo para luego proseguir dirigiéndose al resto de paires conscripti, pasando sus ojos por encima de los hombros del anciano senador-, y a todos los derrotamos. Hemos expulsado a los cartagineses de Hispania y apaciguado a los iberos para que…

–¡Pero no detuvisteis a Asdrúbal Barca en su avance hacia Roma! – interrumpió uno de los senadores de la comitiva. Publio vio cómo Máximo miraba al suelo para ocultar una sonrisa.

–¡No teníamos fuerzas suficientes, por Júpiter! – exclamó Publio visiblemente nervioso. En aquel momento sólo tenía dos legiones.

–¡Pero ésa era vuestra orden! – exclamó otro senador.

«Una orden suicida», pensó Publio, pero se contuvo. Inspiró profundamente y exhaló aire antes de continuar.

–En cualquier caso -prosiguió con el sosiego retomado-, la cantidad de ciudades conquistadas, las derrotas infligidas a cartagineses e iberos, el número de enemigos abatidos, todo ello nos hace merecedores a mis hombres y a mí, nos hace merecedores de un triunfo y lo sabéis. Lo sabéis. ¡Lo sabéis!

–Es una pobre retórica la que recurre a la repetición y a elevar el tono -dijo Fabio Máximo reincorporándose al debate-. Sé que eres capaz de mucho más a la hora de argumentar, mi querido general. La cuestión no reside en lo que habéis hecho o no, en lo que habéis conquistado o no. El quid es que no has conseguido estas victorias o conquistas como cónsul o procónsul en ninguna de estas campañas en Hispania y la ley es taxativa: sólo aquel general que, ejerciendo una magistratura o una promagistratura consular y que haya sido excepcionalmente victorioso contra el enemigo, puede disfrutar de un triunfo por la calles de Roma, como, por ejemplo, fue lo que ocurrió en uno de mis varios consulados tras mi exitosa campaña contra los ligures. Ya torcimos la ley al daros el imperium sobre las tropas de Hispania y fue positivo porque fue en beneficio del Estado, pero torcer ahora la ley de nuevo sólo redunda en tu propio beneficio. Las leyes sólo pueden flexibilizarse por algo más importante que para satisfacer la ambición personal de un ciudadano.

Era la ley. La ley sibilinamente interpretada por Máximo. Publio calló unos segundos. Para sus adentros, sonreía lacónicamente: Fabio obtuvo un triunfo al machacar a los ligures, pero con qué habilidad el anciano senador omitía el detalle de que eran sólo tribus sublevadas y desorganizadas; mientras que él, Publio Cornelio Escipión, había conquistado ciudades defendidas por guarniciones púnicas y derrotado a tres ejércitos regulares de Cartago y, no obstante, por un subterfugio legal, se le negaba el triunfo.

–¿Qué merecen entonces, a vuestro juicio, estos hombres? – preguntó Publio con sequedad.

Fabio enarcó una ceja. ¿No iba a insistir más el Escipión sobre el asunto del triunfo} Aquello era peculiar.

–Puede desfilar por la ciudad una selección de tus tropas -respondió Fabio con cautela, frunciendo sus dudas en el entrecejo de su rostro ajado por las grietas del tiempo-. Y puedes exhibir el botín con el que desees contribuir al tesoro del Estado.

–¿Eso es todo? – preguntó Publio, serio, distante.

–Eso es lo justo -dijo Fabio con serenidad.

–Quiero tierras para mis veteranos. Las han ganado con sangre -insistió Publio.

–¿Tierras? – preguntó Máximo con desconfianza. En una Italia arrasada por años de guerra las tierras de labor útiles escaseaban.

–En Hispania, en el sur, en Itálica -añadió Publio con rapidez.

Fabio Máximo ponderó la petición con cautela. Era mucho ceder, pero también era mucho lo que le había quitado: no habría triunfo, eso era lo esencial, y lo de las tierras en Hispania era inteligente y estúpido por parte de Escipión. Era inteligente, porque Publio Cornelio sabía que había escasez de tierras apropiadas en la Italia actual, con las tropas de Aníbal aún acechando cada ciudad, cada granja, cada villa… y era estúpido porque si el Senado aceptaba ceder terrenos a los veteranos de Escipión en Hispania, éstos se irían allí en poco tiempo, alejando de Roma a gran número de ciudadanos que podrían votar a favor de los Escipiones en las numerosas elecciones que se celebraban en la ciudad. Máximo asintió despacio mientras respondía.

–Sea. Terrenos en Hispania, en esa ciudad para tus veteranos.

Publio asintió también y se alejó unos pasos mientras le seguían sus oficiales. Fabio se volvió hacia los senadores.

–Un general que consulta a sus subordinados -dijo iluminando su faz con una amplia sonrisa, mezcla de desprecio y aparente sorpresa.

En un extremo del senaculum quedó la comitiva de senadores, y en el otro ángulo Escipión con sus oficiales.

–Es una vergüenza que no se nos conceda el triunfo -dijo Lelio en lo que él entendía que era voz baja.

–Es una lástima -continuó Marcio-. Los hombres se sentirán desilusionados, pero lo de las tierras es bueno.

–Nunca les prometí un triunfo -dijo Publio mientras exhalaba aire.

–No, pero los hombres lo esperaban. Lo merecen -se reafirmó Lelio.

–Lo merecemos todos, pero no podemos… no debemos insistir y, como dice Marcio, los lotes de tierra los agradecerán más a medio plazo. Hay debates más importantes en los que oponerse a Fabio y los suyos -añadió Publio de forma enigmática. Se percató de que había captado la atención de Lelio, Marcio, Mario, Silano, Digicio y hasta el propio Terebelio. Todos le miraron con respeto.

–Lo que decidas estará bien -dijo Lelio con seguridad, y añadió más-. Tú siempre ves más lejos que los demás y creo que ahí hablo por todos.

El resto asintió.

–Bien -aceptó Publio con satisfacción interna por su parte. En gran medida, la confianza ciega de sus oficiales era de por sí el mayor de los triunfos. Escipión se volvió raudo hacia los senadores que esperaban y, sin tan siquiera acercarse a ellos, respondió desde donde se encontraba.

–¡Sea! ¡Mañana entraré en la ciudad con unos manípulos de mis mejores hombres y ofreceremos al tesoro más de catorce mil libras de plata, para todos, para Roma! – Giró ciento ochenta grados de nuevo y, envuelto en su capa de general, desapareció en dirección al templo de Bellona rodeado de todos sus oficiales. Tras él quedaban unos estupefactos senadores admirados por la gigantesca cantidad de libras de plata que Escipión había anunciado donar al tesoro de Roma. Lelio se detuvo un instante, dejando pasar al resto de los oficiales de Publio por delante y aprovechó para mirar a Fabio Máximo.

El viejo princeps senatus estaba en pie, firme, erguido como un centinela de guardia, con la expresión fría, meditando. Cayo Lelio se incorporó con rapidez a los suyos y, dando pasos rápidos, llegó hasta la altura de Publio. El general guiaba a los suyos hacia el norte, bordeando la muralla servia, en busca de la Via Flaminia que los conduciría hasta el campamento donde estaban esperando las tropas.

–Fabio se huele algo, por Júpiter-dijo Lelio.

–Lo imagino -respondió Publio sin dejar de caminar velozmente.

Todos callaron manteniendo el paso rápido del general hasta que Marcio se atrevió a preguntar lo que todos querían saber.

–¿Cuál es el debate que te interesa, en el que todos debemos enfrentarnos a Fabio?

Publio Cornelio Escipión se detuvo en seco. Casi tropezaron unos con otros ante lo inesperado de la reacción del general. Publio miró a Marcio y pronunció una única palabra.

–África.

Todos callaron.

–¿Invadir África? – quiso aclarar Lelio.

Publio afirmó con la cabeza. Los miraba valorando su reacción. ¿Le seguirían?

–Pero antes debo ser cónsul -añadió Publio como quien añade que quizá llueva aquella tarde.

–Por todos los dioses, por eso has mencionado la enorme cantidad de dinero que aportamos al tesoro, ¿verdad? – preguntó Marcio.

Publio sonrió.

–Pero Fabio -intervino Lelio- se ocupará de que no se difunda el dato.

–Y nuestros amigos de lo contrario, Lelio -explicó Publio-. Mañana al amanecer, toda Roma no hablará de otra cosa y no sólo eso, sino que, además, sabrán que se nos ha negado el derecho al triunfo. El Senado puede que no lo controlemos, pero el pueblo, querido Lelio, el pueblo estará con nosotros. Seré cónsul y no pediré combatir ni en Cerdeña, ni en Italia, ni en la Galia. Pediré África. África.

Uno a uno, cada uno de sus oficiales asintió despacio. Lelio, el último, pero quizá Publio sintió mayor firmeza en el gesto. Estaban con él. Mientras aquellos hombres le siguieran, todo era posible. Ahora quedaba hablar con Emilia. Necesitaba su apoyo, su comprensión… y su intuición.

Quinto Fabio Máximo regresaba hacia Roma. No habló mucho durante el camino de vuelta hacia el Comitium. El joven general no había insistido en el asunto del triunfo. Era extraño. De pronto Fabio lo comprendió todo. Las piezas del rompecabezas encajaban poco a poco, pero necesitaba más información. En el Comitium se separó del resto de los senadores, de los que se despidió con un breve gesto de su cabeza y, rodeado por varios esclavos de su confianza que lo escoltaban, se dirigió al foro pasando entre los Rostra y la Graecostasis. Una vez en el foro, junto al Lapis Niger, la tumba de Rómulo, Marco Porció Catón le aguardaba. Máximo se sintió más seguro. Necesitaba de algo de juventud a su lado. Las fuerzas, aunque se negaba a admitirlo públicamente, empezaban a escasearle y con su hijo Quinto en el frente, Catón era su apoyo inmediato en las intrigas de Roma. En cualquier caso, si el joven Escipión creía que ya tenía el camino expedito hacia sus últimos objetivos se equivocaba de medio a medio. La guerra se lucharía en Italia, nunca en África, y sabía que para ello contaría con el apoyo del Senado y con algo más valioso: con el persistente miedo de Roma.

LIBRO V • CÓNSUL DE ROMA

205 a.C.

Quod quisque possit, nisi tentando nesciat.

PUBLILIUS SYRUS

[No se puede saber de lo que cada uno es capaz si no se pone a prueba.]

43 Duelo en el Senado

Roma, enero del 205 a.C.

Roma era un hervidero. Dos nuevos cónsules habían sido elegidos: C. Licinio Craso y Publio Cornelio Escipión; pero eso no era lo que comentaba la gente en el foro. El pueblo, los patricios, hasta los libertos y esclavos no hablaban de otra cosa que no fuera sino la intención de Escipión de invadir África. El nuevo y joven cónsul quería desembarcar en las costas dominadas por Cartago con uno de los ejércitos consulares que le correspondían ese año y obligar así a que Aníbal abandonara Italia al tener que acudir en ayuda de su ciudad y los suyos. No era un plan sorprendente. Ése fue de hecho el primer plan del propio Senado al estallar la guerra, cuando enviaron al cónsul Sempronio Longo a Sicilia para preparar aquel desembarco en África mientras que el padre de Escipión intentaba detener el avance de Aníbal en la Galia. La imposibilidad de frenar al gran general cartaginés obligó entonces, en el primer año de aquella interminable guerra, a reclamar el ejército consular de Sempronio, quien tuvo que olvidar sus preparativos para conquistar África y acudir a toda prisa hacia el norte de Italia. Desde entonces, nadie había planteado de nuevo con decisión la vieja idea de atacar el corazón del enemigo, de asestar un golpe allí de donde provenían todos los males de Roma. La política romana había sido la de defenderse. Sólo los Escipiones, apoyados por los Emilio-Paulos, habían proseguido con la guerra en el exterior como un objetivo útil para conseguir derrotar a los ejércitos de Cartago. El pueblo había visto cómo el joven Publio Cornelio Escipión, ahora cónsul, siguiendo el ejemplo de su padre y de su tío, conseguía terminar lo que sus progenitores iniciaron: la conquista de Hispania, desalojando a los cartagineses de aquel país y recortando así los suministros, provisiones, oro, plata y mercenarios que tanto habían alimentado las huestes de Aníbal en Italia. El pueblo también había visto cómo el Senado le negaba un triunfo al joven Escipión apoyándose en la letra de la ley: un no magistrado no puede celebrar sus victorias, por muy impactantes que éstas fueran, con un triunfo. Se aceptó aquello porque la ley era la ley, pero el Senado no podía impedir que la figura de Escipión, recién elegido cónsul, despertara una intensa simpatía, un sentimiento que hacía ver con buenos ojos cualquier plan que aquel hombre propusiera, e invadir África era algo que a los ojos de los exhaustos ciudadanos de Roma parecía un dulce sueño que les era difícil no anhelar. Publio, a sabiendas de aquellos sentimientos de la plebe, había aprovechado su recién adquirida condición de magistrado para convocar al Senado. De forma ordinaria, sólo un cónsul o un pretor podía convocar al Senado y, extraordinariamente, un dictador, un magister equitum, los decemviros legibus condenáis, es decir, para redactar leyes, un tribuno militar consularipotestate, o sea, con autoridad excepcional consular, un interrex o magistrado provisional en período de elecciones, o el praetor urbanus. Y no era nada sencillo conseguir uno de esos cargos, de modo que Publio vio en su consulado la posibilidad de conducir el destino de Roma en la dirección que tanto tiempo atrás soñaran ya su padre y su tío. Decidió empezar pisando con fuerza, usando su poder para convocar al Senado.

Publio era sensible a las sensaciones positivas que emanaban de la plebe con relación a un ataque a África cuando salió aquella mañana fresca de marzo de su gran domus en el centro mismo de la ciudad, entre el templo de Saturno y las tabernae veteres. Caminaba acompañado por su hermano Lucio y por Cayo Lelio, Lucio Marcio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Mario Juvencio, Silano y otros oficiales de su confianza, todos veteranos de los combates en Hispania. Para el pueblo, ver a aquellos hombres andando por el foro de su ciudad era como un desfile casi triunfal: eran esos y no otros los tribunos, oficiales y el imperator que habían derrotado a Asdrúbal Barca, Asdrúbal Giscón y Magón Barca. Publio sabía de lo importante de los gestos públicos, por eso hizo que todos ralentizaran el paso, cuando cruzaron entre el senaculum y la Graecostasis para acceder a la gran plaza del Comitium frente a la Curia Hostilia, sede del Senado. Publio se detuvo un momento junto a la Graecostasis y saludó con respeto a los embajadores de Sagunto que habían acudido a la ciudad para mostrar su agradecimiento a Roma por haber recuperado su ciudad y devuelto a los supervivientes del asedio de Aníbal los dominios de aquella región. Los embajadores le contaron algo que él ya sabía, pero Publio les escuchó con atención y paciencia durante unos minutos mientras éstos le relataban cómo habían ofrecido y regalado al Senado y a Roma una hermosa corona de oro para el templo de Júpiter en atención por todo lo que Roma había hecho por ellos y cómo se encontraban abrumados al haber recibido del Senado de Roma no sólo el permiso para visitar las ciudades italianas que desearan, sino por haberles entregado la cantidad de diez mil ases a cada uno de ellos como recompensa por la lealtad de Sagunto. Publio se despidió al fin de los saguntinos y prosiguió su camino atravesando la plaza del Comitium de sureste a noroeste. Pasó junto a la estatua del legendario augur Atto Navio, dejó a otro lado el puteal que encuadraba el espacio donde se suponía que Navio había enterrado la piedra y la navaja de afeitar con las que mostró su poder al incrédulo rey Tarquino, y pasó por fin junto al Picus Ruminalis, una moribunda higuera partida por un rayo bajo la que se suponía que la loba amamantó a los gemelos Rómulo y Remo. Frente a aquel lugar se erigía la estatua de plata que rememoraba aquel legendario acontecimiento levantada apenas hacía diez años, para sustituir el ya muy deteriorado memorial de bronce. Publio miraba de reojo todos aquellos monumentos del pasado de una ciudad centenaria y sentía que le arropaban. ¿Sería él un nuevo augur con el mismo poder que Atto Navio? ¿Le pediría Fabio Máximo, como hiciera el rey Tarquino antaño, que mostrara su poder cortando una piedra húmeda por la mitad usando tan sólo una navaja de afeitar? No. Con toda seguridad Fabio Máximo pensaría que sus palabras, demoledoras como siempre, serían suficientes para persuadir al Senado y quitarle el apoyo necesario para emprender la conquista de África.

Finalmente, el joven cónsul pasó bajo la Columna Maenia levantada para celebrar por siempre la victoria de Maenio sobre los latinos y que supuso el principio del dominio de Roma sobre la Italia central. Pubho saludaba a todos los que se le acercaban, siempre rodeado por sus oficiales y bajo la atenta mirada de Cayo Lelio, pues desde el ataque que él mismo sufriera en Roma apenas hacía cuatro años, todos los amigos de Publio se afanaban en proteger la vida de su joven líder, ahora cónsul, del ataque de un sicario, pues una mañana en la que iba a enfrentarse con el todopoderoso Quinto Fabio Máximo, cualquier cosa era posible. Pero fuera porque había demasiada gente en el foro y el Comitium, o porque Publio iba bien protegido, o quizá porque los seguidores a ultranza de Fabio Máximo, como el joven Catón, confiaban aún plenamente en la capcidad del viejo princeps senatus para desarbolar al nuevo Escipión en el Senado y dejarlo sin casi seguidores, sea por lo que fuera, nadie se acercó a Publio Cornelio Escipión sino para felicitarle y agradecerle sus trabajos y esfuerzos por proteger y engrandecer Roma. Y Publio saludaba a unos y a otros y recibía con una amplia sonrisa las muestras de aprecio y las continuas imprecaciones a los dioses a los que los romanos rogaban que le preservara sano y salvo por mucho tiempo o, al menos, hasta que el terror de Aníbal desapareciese por siempre de sus vidas. Tantas debieron de ser las oraciones aquella mañana, pronunciadas por tantos miles de gargantas, que más de un dios decidió aquel día ligar el destino de aquellos dos generales, Aníbal y Escipión, en vida y en el momento de la muerte.

El Senado estaba reunido en pleno. Ya se había celebrado el sacrificio preceptivo de un buey; así lo había solicitado Escipión, que quería subrayar con el tamaño de la bestia seleccionada la importancia que concedía al asunto que se iba a tratar. Las entrañas habían sido analizadas por los augures y nada extraño se había descubierto en ellas. El Senado podía reunirse y tomar las decisiones oportunas. Publio permaneció en la escalinata de acceso a la Curia Hostilia. No quería dar sensación de tener prisa.

En la gran sala aún nadie había tomado asiento; los senadores estaban dispersos en diferentes grupos, donde se consideraba cuál podía ser la posición más adecuada a tomar. Ya se había decidido en una sesión anterior el reparto de las provincias: Sicilia para Escipión y el sur de Italia, en especial la región del Bruttium, donde se encontraba atrincherado Aníbal, para Licinio Craso. Algo en lo que Craso había estado de acuerdo, porque al deber compatibilizar su magistratura consular con el puesto de pontifex maximus de Roma, era indispensable para él no alejarse de Italia. Como, por otro lado, Escipión no deseaba sino lo contrario para preparar una invasión de África, Sicilia se ajustaba perfectamente a sus fines. Hubo acuerdo entre las partes y no se hizo el tradicional sorteo para adjudicar a cada cónsul una provincia, sino que el Senado aceptó el pacto entre ambos magistrados. Pero Escipión había llevado para muchos senadores demasiado lejos su idea de que al tener asignada Sicilia eso implicaba el permiso, más aún, el encargo del Senado y del pueblo de Roma, de atacar África. En eso gran pane del Senado no estaba de acuerdo y, en particular, si había alguien que consideraba aquella idea como descabellada, ése no era otro que Quinto Fabio Máximo. El joven cónsul Publio Cornelio había hecho correr por la ciudad su idea de que iba a invadir África. Por su parte, Fabio Máximo había trabajado con intensidad en que por cada calle, por cada tienda, por cada barrio de Roma, se supiera que Quinto Fabio Máximo y con él el Senado, aquella mañana, iban a explicar al joven Escipión por qué aquello no era posible y cuál, con precisión, era el encargo y las órdenes que el Senado y el pueblo de Roma tenían para el cónsul. El enfrentamiento estaba servido. Gran parte del pueblo estaba con Publio, como la muchedumbre que lo arropaba en su camino al Senado demostraba, pero la opinión de Fabio Máximo pesaba aún, y mucho, sobre los romanos: fue él, a fin de cuentas, el viejo princeps senatus, el que salvara a Roma en sus horas más bajas, cuando Aníbal llegó hasta las mismísimas puertas de la ciudad cuando nadie sabía ya qué hacer. Sólo él preservó la calma, la cabeza fría y supo tomar las decisiones necesarias para salvaguardarlos a todos. Por eso los romanos, si bien sus corazones se decantaban por el joven Escipión, y hacia él volcaban su afecto, tenían sus sentimientos divididos y el alma repleta de dudas. En su fuero interno, todos compartían el sentir de los senadores más veteranos: había que escuchar a Máximo y también dejar hablar a Escipión y que luego senadores y tribunos de la plebe tomaran la decisión final. Ellos eran más sabios. Ellos sabrían qué era lo conveniente.

Publio había llegado a las puertas del Senado embriagado por el calor del pueblo de Roma, pero no tanto como para no percibir las dudas que también acuciaban a aquella gente y que sus planes, la invasión de África, dependían de lo que se decidiese aquella mañana en el Senado, más allá del fervor del pueblo hacia su persona por las victorias de Hispania. Tenía que enfrentarse a Fabio Máximo, el más experimentado y hábil político de Roma, contra el que ya había perdido en otras ocasiones: cuando fue elegido procónsul para ir a Hispania, Máximo, con su majestuosa oratoria, manipuló al Senado para que se le despojara de la magistratura y así, aunque se le concediera el imperium sobre las legiones de Hispania, si vencía no podría celebrar un triunfo. Ley que Máximo había sabido esgrimir con maestría justo tras su regreso de Hispania. Dos derrotas flagrantes las que ya le había infligido el viejo ex cónsul y ex dictador. Publio luchó en la primera ocasión y perdió la promagistratura; en la segunda ocasión, para sorpresa de sus oficíales y del propio Máximo, en el templo de Belona, Publio no planteó batalla, sino que se reservó, pero ahora debía volver a plantar cara a Máximo. Roma esperaba, anhelaba aquel combate dialéctico. Querían saber quién tenía razón: si la experiencia de Máximo o la osadía de Escipión.

Publio se despidió de sus oficiales de confianza a la puerta del Senado, abrazándolos uno a uno. Al pueblo le conmovía el aprecio que el general sentía por sus hombres. Luego dio media vuelta, inspiró profundamente y, acompañado tan sólo por Lucio, su hermano y Lucio Emilio Paulo, su cuñado, entró en el Senado de Roma.

Así como en su paseo por las calles colindantes al foro Publio había sentido el calor del pueblo, entre los espesos muros del Senado de Roma, el joven cónsul sintió el peso del silencio, pues nada más aparecer él junto con su hermano y su cuñado todos los senadores callaron y se dirigieron a sus sitios en las gradas de la gran sala dividida en dos amplias secciones de bancos en línea ascendente, separados por un amplio pasillo que los oradores podían usar para hablar y desplazarse con libertad mientras se dirigían a sus colegas si así lo deseaban, aunque muchos preferían permanecer de pie en su lugar sin moverse. Los senadores no tenían un escaño asignado fijo, sino que se sentaban según su costumbre y podían cambiar de sitio si lo deseaban, aunque la tradición y las afinidades habían hecho que a un lado de la sala se acumularan todos los partidarios de Fabio Máximo y enfrente se sentaran los que solían estar o bien a favor de los Escipiones o, al menos, con posturas más moderadas, los que oscilaban y votaban a favor de los unos o de los otros en función de las razones que se expusieran en cada debate. Solamente algunos senadores y representantes tenían espacios fijos asignados: los cónsules ocupaban cada uno una sella curulis, sin respaldo pero con patas curvas de marfil que se cruzaban para poder cerrarse como una tijera y así facilitar su transporte allí donde fuera cada cónsul, y los tribunos de la plebe, que tenían la posibilidad de asistir siempre, un banco específico para ellos. Otros magistrados que asistieran debían sentarse entre los senadores libremente, fueran ediles, cuestores o censores. Junto a la sella curulis ocupada por Publio se sentaron su hermano y su cuñado y, alrededor de ellos, un nutrido grupo de partidarios de los Escipiones y los Emilio-Paulos. Fabio Máximo se sentó en el extremo opuesto, en su asiento de siempre, el que gustaba ocupar en calidad de princeps senatus, que, si bien no tenía por qué ser el mismo sitio siempre, nadie se atrevía a ocupar, de modo que incluso si el anciano Fabio Máximo, por enfermedad, no podía asistir al Senado, el asiento quedaba vacante, como una señal de que aunque aquel día Máximo no hubiera acudido, su presencia, de algún modo, seguía allí, vigilante. Claro que, bien pensado, eso no ocurría con frecuencia. La fortaleza de la salud del viejo ex cónsul y ex dictador que ya rondaba los setenta y ocho años era un asunto de legendaria discusión entre los ciudadanos de Roma.

Pero aquel día, Quinto Fabio Máximo ya estaba sentado en su lugar, en la primera línea de asientos, con su cuerpo ligeramente grueso, arrugado por los años, y su mirada aguda, encendida y segura. Era la mirada que nadie desea ver en un enemigo. Publio sostuvo con sus ojos un breve pulso visual con el viejo senador mientras se acomodaba en su sella curulis, más o menos frente a él, pero en el otro extremo de la sala, pero al fin fue el propio Publio quien cedió y bajó la mirada. Publio parecía turbado y eso era exactamente lo que quería parecer. Sabía que Fabio se sentiría más seguro, que atacaría aún con más fuerza. No importaba. Publio tenía preparada su respuesta y sería tan fulminante que ni la más depurada y punzante de las diatribas de Fabio podría contra sus razones. Esa jornada el Senado debería ceder. Tendría que ceder. Cederían a su voluntad. No importaban las acusaciones que Máximo desparramara por su boca. Y serían muchas. De eso no tenía Publio la menor duda.

De pronto, desde el fondo de la sala, encaramado en un podio, Cayo Léntulo, elpraetor urbanus, encargado de presidir aquella histórica sesión, carraspeó con profundidad dando a entender que ya era hora de iniciar el debate. Estando los cónsules en la ciudad lo lógico es que aquel de los dos al que le correspondiera por turno -turnos que cambiaban de mes en mes-, presidiera la sesión. Le correspondía a Publio presidir, pero en un acto en el que buscaba congraciarse no ya con la facción de Fabio Máximo, algo a todas luces imposible, sino al menos con aquellos senadores más moderados dispuestos a analizar cada palabra, cada gesto, cada propuesta con detenimiento, y que sólo en función de esos datos tomarían decisión última sobre el sentido de su voto, había decidido ceder la presidencia al praetor urbanus, Léntulo en ese momento, quien normalmente sólo la ejercía cuando los cónsules estaban ausentes de la ciudad. Era una cesión importante, pues el presidente concedía la palabra a cada interviniente y controlaba el orden en el Senado; también era obligación del presidente de la sesión enunciar la relatio, es decir, la descripción concisa pero clara del asunto sobre el que se iba a deliberar. Léntulo no era hombre de Máximo, como era lógico si lo había nombrado Publio ejerciendo su poder, pero tampoco era un claro seguidor de los postulados de los Escipiones. Una nueva concesión del cónsul en su política de conseguir el mayor número de adeptos a su propuesta de invadir África. Así, Léntulo, praetor urbanus de Roma, se levantó en su podio y aclaró una vez más su garganta. Los lictores, que en todo momento rodeaban al presidente de la sala, se pusieron firmes, tensos: una sesión del Senado de Roma iba a dar comienzo. Las puertas de la Curia Hostilia, no obstante, permanecieron abiertas de par en par. No era una sesión secreta y aquélla era una señal de que los senadores velaban por los ciudadanos y los ciudadanos podían escuchar lo que allí se hablaba. De hecho, la plaza del Comitium, frente a la Curia, estaba repleta de una muchedumbre de ciudadanos ansiosos por saber lo que se diría y, más aún, lo que se decidiría. Ante el estado de cierto nerviosismo y la división entre los que defendían la idea de la invasión y los que preferían que las legiones se concentraran en Aníbal, el praetor urbanus había ordenado que dos manípulos de las legiones urbanae formaran ante la sede del Senado para, en caso de necesidad, mantener el orden e impedir que ningún ciudadano no autorizado entrara en el edificio de la Curia Hostilia pero, eso sí, las puertas, según mandaba la tradición, debían permanecer abiertas por completo. El Senado exigía respeto a sus deliberaciones pero no ocultaba lo que allí se discutía.

Léntulo, al fin, con el prestigio y la veteranía de sus cincuenta años, empezó a hablar y su voz resonó profunda. Comenzó pronunciando la fórmula acostumbrada para abrir cualquier sesión del Senado de Roma.

–Quod bonum felixque sitpopulo Romano Quiritium referimos ad vos, paires conscripti… [Referimos a vosotros, padres conscriptos, cuál es el bien y la dicha para el pueblo romano de los Quintes.] El asunto que nos compete en esta mañana es el siguiente: una vez asignadas las provincias, la región próxima al Bruttium por un lado, y Sicilia por otro, a cada uno de los cónsules, que el magistrado que tenga asignada Sicilia no sólo se ocupe de asentar por completo nuestro poder en dicha provincia sino que se le permita preparar desde allí un ataque a África con el supuesto fin de perturbar el abastecimiento de provisiones y refuerzos al ejército de Aníbal y, si le es posible, con el fin incluso de atacar a cuantos ejércitos púnicos o aliados de los púnicos se le opongan durante dicha acción militar. – Léntulo se tomó un respiro tras enunciar la relatio. Habría agradecido un vaso de agua, pero no era el momento. Todos estaban tan pendientes de él que debía concentrarse en su tarea. Prosiguió-. En función de mi cargo de presidente de esta sesión me corresponde además precisar quién propone esta moción ante el Senado y quién, si es el caso, se opone a la misma. Bien. Es el cónsul electo Publio Cornelio Escipión el que presenta por voz mía ahora esta moción ante el Senado de Roma para su deliberación y votación que, si procede, regularé en su momento. Y es Quinto Fabio Máximo, princeps senatus, el que ha transmitido a esta presidencia su total y absoluta oposición a esta moción por razones y motivos que expondrá a continuación. A mí me corresponde ahora callar y conceder la palabra a los que deseen expresarse a favor o en contra de esta moción y que el Senado se pronuncie de ea re quid fieri placeat, sobre el asunto y diga qué es lo que desea hacer. Ahora, Quinto Fabio Máximo, en honor a su rango de princeps senatus, tiene en primer lugar el uso de la palabra durante el tiempo que estime necesario para exponer su punto de vista.

En el silencio de la sesión y con la respiración de muchos de los presentes contenida aun sin saberlo ellos mismos, Quinto Fabio Máximo, cinco veces cónsul de Roma y un dictador de la ciudad, princeps senatus y augur vitalicio, se levantó y dando un par de pasos al frente, para que su figura fuera bien vista por todos y para que su bien templada voz, pese a los años, resonara clara y vigorosa en aquella sala, en aquel templo de las decisiones de Roma, en aquella que el sentía, más que ninguno, como su propia casa.

–Gracias al presidente de la sala, praetor de esta gran ciudad, por su concisa pero muy exacta relatio y gracias por concederme la palabra como, efectivamente, me corresponde por años, experiencia y rango en el Senado de Roma. Algunos quizás esperen de mí un largo preámbulo, pero ése no es mi estilo. Otros quizá penséis que haré una larga exposición antes de entrar en el asunto que nos ha reunido aquí, pero todos sabéis que ése no es mi estilo. Sé que muchos me acusan de retrasarme a la hora de atacar en el campo de batalla, aunque luego mis estrategias son las que han preservado a Roma en esta larga guerra mejor que la impetuosa arrogancia de otros inexpertos generales, pero si hay una ocasión en la que no concedo espacio a los circunloquios es cuando se trata de decidir sobre el futuro y la seguridad del Estado, y ésta es una de esas ocasiones. Y es que, estimados paires et conscripti de la patria -a Fabio Máximo le gustaba marcar la diferencia entre \os paires patricios, miembros del Senado desde tiempos inmemoriales, y los recién elegidos senadores entre otros ciudadanos libres de Roma ajenos a la nobleza, denominados conscripti; los había que usaban el término paires conscripti para referirse a todos de forma genérica, como había hecho Léntulo en su relatio, pero a Máximo le gustaba dejar claras las diferencias mientras hablaba-, Roma está en peligro, en peligro mortal. Muchos pensáis, lo leo en vuestros ojos, que no os descubro nada, pues Aníbal sigue aquí en Italia, pero no lo digo por eso, que también, sino porque teniendo a nuestro peor y más vil enemigo en nuestro territorio hay quien de entre nosotros alberga la absurda idea de llevarse decenas de miles de nuestros soldados fuera de Italia, lejos de Roma para embarcarlos en un desventurado e imposible proyecto, especialmente en las actuales circunstancias: atacar e invadir África. – Aquí surgieron los primeros comentarios en voz baja, especialmente entre las filas de los que apoyaban a Escipión, pero Léntulo les dirigió una mirada fulminante y el silencio pronto volvió a reinar en la magna sala-. África. Por eso estamos aquí todos reunidos. Porque tenemos dos cónsules y uno de ellos, en lugar de querer luchar contra Aníbal, lo que plantea, y no abiertamente, sino haciendo que sus ideas se propaguen entre la plebe en forma de murmullos y rumores, es invadir África con el ejército consular que le corresponde: dos legiones más todas sus tropas auxiliares. Una locura. Una temible idea impregnada de fracaso y dolor para todos, para nosotros, para el pueblo, para Roma. Ya se decidió hace tiempo que esta guerra se combatiría aquí en Italia, pese a nuestro sufrimiento, pues es aquí donde ha venido el enemigo, donde se encuentra Aníbal. Cuando el rey Pirro del Épiro nos atacó pasando a Italia, le derrotamos aquí, aunque nos costara. A nadie de nuestros insignes antepasados, cuyas estatuas adornan nuestras calles, se le ocurrió la descabellada idea de atacar el reino de este rey, sino que nos defendimos aquí y aquí, al fin, le derrotamos, hasta que el osado rey extranjero tuvo que huir vencido y humillado. No, Roma no quiere reyes extranjeros que la gobiernen. Lo mismo debe ser, lo mismo debe ocurrir con Aníbal. ¿O es que acaso nosotros no podremos estar a la altura de nuestros antepasados? – Fabio se detuvo, por un lado para inhalar aire y recobrar fuerzas, y por otro para permitir que desde las filas de los que le apoyaban se escucharan voces de asentimiento con sus últimas palabras. Léntulo les miró, pero como eran voces surgidas desde las propias filas de Máximo y el propio Máximo parecía agradecerlas, permaneció en silencio. Cuando los comentarios, una vez más, remitían, el anciano princeps senatus, decidió continuar-. Claro, diréis algunos, incautos y cegados por seguir los impulsos de nuestro joven electo cónsul Publio Cornelio Escipión, diréis «lo que ocurre es que el viejo Máximo es cobarde», o pensaréis «lo que pasa es que Máximo no quiere que nadie le supere en méritos y por eso desea detener el proyecto de invadir África». Ingenuos. Vuestra ingenuidad me deja perplejo. ¿Cobarde alguien que ha luchado en repetidas ocasiones contra Aníbal? ¿Cobarde alguien que ha sido cinco veces cónsul y una vez dictador de Roma? ¿Cobarde quien supo tener la sangre fría para dirigir la defensa de esta ciudad cuando el propio Aníbal llegó hasta las mismísimas puertas de Roma? Son éstas, entiendo yo, preguntas que se responden por sí solas. Sin embargo queda pendiente dar respuesta al otro razonamiento, más sutil, más retorcido: «el viejo Máximo desea evitar que otro alcance más gloria que él al, por ejemplo, invadir África». Pero, por Júpiter Óptimo Máximo y por todos los dioses, ¿hay alguien en esta sala que realmente piense que este viejo anciano tiene por qué competir con un recién elegido cónsul por primera vez que es incluso aún más joven que mi propio hijo? Yo ya he salvado a Roma de Aníbal y la he salvado para que otros puedan proseguir haciendo de Roma una Roma aún más grande, fuerte y poderosa. Sin mi intervención y la ayuda de los dioses quizás hoy ya no estuviésemos ninguno aquí. ¿Creéis que busco honor más grande que haber salvado a esta ciudad? ¿Qué puede haber más grande? No, yo no deseo más. Otros sí. Son jóvenes, ambiciosos y, por edad, les corresponde crecer en la política y en el campo de batalla; a mí, a mis años, sólo me resta una pequeña pero cuan noble tarea: velar por el Estado, velar por que lo que se haga, sea quien sea el brazo ejecutor de lo que designe esta noble reunión de senadores, sea para bien de todos, no para bien de uno o de unos pocos y he aquí, paires et conscripti, que invadir ahora África mermando las fuerzas de las que disponemos en Italia para protegernos y luchar contra Aníbal no es algo que vaya a favor del bienestar y la seguridad de todos los aquí presentes y de los miles y miles que esperan anhelantes nuestra decisión sobre este asunto. – Fabio se detuvo una vez más, sólo un segundo, lo suficiente para sentirse a gusto consigo mismo por tener a todos los senadores, incluido el propio Escipión, pendientes de sus palabras; retomó su discurso-. Pero veamos: nuestro noble joven cónsul desea, dicen los rumores extendidos por la ciudad, mediante su plan de invasión de África, dar término a esta guerra. Bien. Pero yo os digo, os pregunto, si el que empezó esta interminable guerra es Aníbal y Aníbal está aquí, atrincherado en el Bruttium, ¿por qué ir a buscarlo adonde no está? Que nuestro joven, fuerte y vigoroso cónsul derrote aquí y ahora a Aníbal y luego, si quiere, que invada África para castigar a los que han financiado a nuestro enemigo mortal. Ése debe ser el orden natural de las cosas. Lo contrario es querer hacerlo todo al revés. Lo contrarío carece de sentido. Pero por si éstas, que son las razones que el sentido común nos proporciona para saber discernir entre lo oportuno y lo absurdo, por si estas explicaciones aún no han sido suficientes para todos aquellos que, imbuidos de una pasión por vuestro joven líder, aún creéis que el orden debe ser otro, primero África y luego Aníbal, examinemos entonces, tan siquiera por un momento, la imposibilidad de vuestro proyecto. Veamos por qué invadir África es una completa locura. Vayamos por partes. En primer lugar, no disponemos de recursos suficientes para semejante empresa y, al mismo tiempo, mantener la lucha sin cuartel contra Aníbal en Italia. No. Para atacar África tendríamos que utilizar todas nuestras fuerzas y eso es algo que, hoy por hoy, con Aníbal agazapado, no podemos permitirnos. ¿O acaso deba recordaros que no hace ni tres años, cuando veíamos a Aníbal acorralado, éste se las ingenió para emboscar y asesinar a los dos cónsules de aquel año, a Claudio Marcelo y Quincio Crispino? Aníbal, como todas las fieras, es aún más peligroso cuando está acorralado y lucha por su supervivencia. Un zarpazo suyo, incluso en su agonía, podría conllevar tremendos males para Roma que sólo podemos impedir manteniendo el grueso de nuestras fuerzas en Italia, o en Sicilia, pero no en la hostil África. Pero hay más. En segundo lugar, invadir África es invadir territorio extranjero que luchará a muerte con una saña aún desconocida por nosotros. Y son infinidad los fracasos que la historia nos cuenta de reyes que intentaron invadir territorios extranjeros y vieron sus planes truncados, sus supuestas victorias malogradas, sus soldados muertos: los atenienses en Sicilia, el propio Pirro aquí en Italia… -se detuvo, se giró y señaló a Escipión-, tu mismísimo padre y tu tío en Hispania. – Y se giró de nuevo para evitar confrontar la mirada del aludido-. Invadir un país extranjero es tarea que suele concluir en el mayor de los desastres. No se puede acometer sin primero reunir todos los medios necesarios y un año no da margen para tal tarea y menos cuando aún estamos siendo atacados por Aníbal. Pero sé… sé -y elevó el tono de su voz para acallar los murmullos que habían surgido entre los seguidores de Escipión, aunque Publio permanecía callado, eso sí con lo que a todas luces era una mirada enfurecida pero aún contenida, por la alusión directa a su padre y su tío-, ¡sé! – y gritó aquí a pleno pulmón Máximo haciendo callar a todos-, ¡sé que me diréis que luego lo consiguió el joven Escipión, doblegar a nuestros enemigos en Hispania, y que ahora busca hacer lo mismo al invadir África! Pero, amigos míos,paires et conscripti de la patria, parece que todos buscan olvidar algo que resplandece como una hoguera en una noche sin luna: África, senadores de Roma, África os digo, no es Hispania. – Y se volvió de nuevo hacia Escipión; Publio le miraba con intensidad, los labios apretados, un rictus serio de formidable entereza frente al ataque al que estaba siendo sometido; pocos recordaban una crítica tan dura contra un cónsul electo desde hacía años-. No, África no es Hispania -espetó Máximo mirándole a los ojos-. En Hispania navegaste por las aguas amigas de nuestra Italia y las colonias griegas del sur de la Galia; arribaste al puerto amigo de Emporiae, encontraste una base segura en Tarraco y tropas disciplinadas ya acantonadas por todo el norte de aquel territorio, con una frontera delimitada en el Ebro, luego tomaste una capital, Cartago Nova, que los tres ejércitos púnicos decidieron no defender y sí, veo que tus amigos aquí consideran que conquistaste y derrotaste a los cartagineses, pero, pregunto yo, ¿qué victoria fue esa que permitió que el más temible de aquellos generales allí establecidos, Asdrúbal Barca, hermano de Aníbal, consiguiese zafarse de tus tropas y acudir en ayuda de su hermano aquí en Italia? ¿Es así la forma en la que Escipión va a protegernos siempre, atacando allí donde le place, sin preocuparse por los enemigos que le rodean y vienen a destruirnos? ¿Y más cuando ahora sabemos que es posible que sea Magón, el hermano pequeño de Aníbal, el que quizá nos ataque de nuevo por el norte? – Máximo escuchaba de nuevo los murmullos creciendo a su alrededor y cuando Léntulo iba a intervenir para pedir silencio, Máximo soltó una sonora carcajada que partió la sala y todos callaron confusos-. Sí, me río porque a veces la locura de nuestro joven cónsul me conmueve tanto que hasta me hace gracia: con su estrategia un día este joven se hará merecedor de un triunfo, no lo dudo, sólo los dioses saben qué ciudades conquistará para merecerlo, pero lo gracioso es que para cuando nuestro victorioso general regrese a Roma sólo encontrará ruinas y cadáveres ante los que desfilar, pues todos los enemigos que le hubieran sobrepasado ya habrían llegado hasta aquí para hacernos pagar con nuestra sangre y nuestro sufrimiento su osadía y altanería. Su triunfo sería un desfile entre muertos. – Aquí se levantaron los senadores del bando de Escipión, con su hermano Lucio y su cuñado Emilio Paulo a la cabeza, profiriendo gritos mezclados con decenas de imprecaciones a los dioses.

–¡Por Júpiter Óptimo Máximo, eso es inaceptable!

–¡Esto es una afrenta miserable, por Castor y Pólux!

–¡Infame!

–¡Mentiras!

–¡No se puede dirigir así a un cónsul de Roma!

Pero Publio no se levantó. Veía cómo Fabio Máximo disfrutaba al conseguir sacar de sus casillas a todos los que le apoyaban. Máximo sonreía a placer, paseándose con los brazos en jarras por en medio de la sala, viendo cómo le señalaban, le gritaban y le amenazaban con los puños. Era una altercatio como pocas veces había conseguido levantar en el Senado. Máximo estaba feliz. Miró por un lado a un impotente Léntulo, que gritaba desde su podio de presidente exigiendo silencio y, por otro, observó al joven Publio levantar las manos y dirigirse a los suyos pidiendo que obedecieran las indicaciones del presidente. Aquello contrarió ligeramente a Máximo, pero fingió, con una leve inclinación de su cabeza, agradecer el gesto de su oponente en aquel debate y decidió continuar con sus razonamientos. Léntulo pudo también sosegarse y sentarse de nuevo tras su podio. Con un paño empezó a secarse el sudor que le corría por la frente. Aquélla iba a ser una sesión dura de dirigir. Ya lo había imaginado, pero ahora veía hasta qué punto iba a resultar compleja su tarea.

–Veo -continuaba Máximo- que la verdad descrita en su completa desnudez solivianta a los que te apoyan, joven Escipión, pero admiro tu frialdad al recibir mis críticas -y para sus adentros, Máximo pensó a un tiempo, «veremos si te mantienes igual de sereno para cuando termine con mi exposición»; y continuó hablando-, pero he descrito Hispania. ¿Qué hay de África? Os lo diré en pocas palabras: en África no hay aguas tranquilas, sino trirremes púnicas, en África no hay ni un solo puerto o bahía en la que atracar sin ser atacados, en África no hay aliados, ni siquiera aliados dudosos como los iberos… ah, pero veo que algunos se levantan de nuevo… entiendo… mencionáis a Sífax y a Masinisa. Cierto, cierto. Nuestro joven cónsul ha pactado con ambos, pero parece que todos olvidan que ambos, Sífax y Masinisa, se odian a muerte pues ambos pugnan desde hace años por ser el único y todopoderoso rey en Numidia; decidme, pues, ¿cómo va a ser que dos enemigos mortales luchen del mismo lado? Sin duda, uno de los dos se pasará al bando cartaginés nada más desembarcar nuestras tropas y es muy posible que otro se recluya hasta que nuestros legionarios sean masacrados para luego emerger y volver a su lucha anterior, la que les interesa: Numidia, no Cartago. Además, ¿qué garantías puede ofrecer alguien que viene de una familia que vio cómo nuestras legiones eran derrotadas al ser abandonadas por las tropas con las que habían establecido una alianza, como es el caso de los Escipiones y los iberos? Así fue como murieron el padre y el tío de nuestro joven y ambicioso cónsul. – De nuevo las voces y los gritos desde los bancos de Escipión se hicieron escuchar, pero a ellos se enfrentaron voces de apoyo a Fabio y, emergiendo sobre todo aquel escándalo, la voz firme del anciano princeps senatus lanzó una nueva y aún más mortífera acusación-. ¿Y cómo, puede saberse, pregunto yo, por todos los dioses, cómo hemos de fiarnos de unas alianzas establecidas por un joven e inexperto cónsul al que incluso sus propias tropas se le amotinaron en sus campañas de Hispania, en Suero, patres et conscripti? – El escándalo se apoderó de toda la sala; Fabio Máximo caminó despacio hacia su asiento, los insultos y las amenazas surcaban el Senado como saetas cargadas de veneno. Sólo dos hombres parecían ajenos a aquellos gritos: Publio, serio, con el semblante casi hierático, como ausente, sentado en su sella curulis, y Fabio Máximo, de espaldas a él, caminando despacio hasta alcanzar su asiento, donde pasó una mano para sacudir el polvo de uno de los almohadones que traía a la Curia para evitar el frío de la piedra en sus cansados huesos. Léntulo, una vez más, se desgañitaba desde el podio de la presidencia, al fondo de la gran sala de la Curia Hostilia.

–¡Silencio, silencio, silencio! ¡Ordenaré que abandonen la sala aquellos que no guarden silencio! ¡Por Júpiter que lo haré!

La advertencia del presidente surtió efecto y los gritos fueron deshaciéndose como la lluvia se diluye tras una tormenta de verano, pero cuando todos habían pensado, incluido el propio Léntulo, que Máximo había terminado, el viejo senador se levantó de nuevo y habló otra vez, aunque en esta ocasión sin separarse ya de los suyos, como por si acaso, temiendo quizá que el efecto de las que iban a ser las últimas palabras de su bien meditado discurso pudiera hacer que de las amenazas se pasara a los golpes.

–África ahora es inconquistable. Aníbal esta aquí, entre nosotros.

Si el joven cónsul quiere acabar con esta guerra, me parece bien, pero que lo haga aquí, en Italia, derrotando a Aníbal. Si quiere tanta gloria para sí, sea: ahí la tiene, al alcance de su mano. Pero no en África, abandonándonos a todos, al Senado y al pueblo, y lo digo mirando fijamente a los tribunos de la plebe aquí presentes en representación de todos los ciudadanos libres de esta gran ciudad; ir a África es abandonar Roma, y debo deciros tan sólo una cosa más. Sólo una cosa más: cuando se es cónsul de Roma se es cónsul para servir, para cumplir órdenes, para salvaguardar la patria, no para decidir por uno mismo qué ciudades atacar o qué pueblos conquistar. No, no según nuestras leyes. Cuando se es cónsul de Roma hay que servir al Estado y hoy por hoy se sirve al Estado, se sirve a Roma, se sirve al pueblo, luchando aquí en Italia contra Aníbal y, querido joven cónsul de esta ciudad, debo recordarte tan sólo algo que pareces haber olvidado: Publio Cornelio Escipión: eres cónsul de Roma… -un segundo de pausa-, no su rey. No eres rey.

Lo que siguió ya no eran gritos normales, ni insultos habituales en una clásica altercatio de las muchas que las intervenciones de Fabio Máximo habían provocado en el Senado. Aquello era algo más. El presidente tuvo que intervenir a voz en grito, ayudado por sus lictores, para devolver el orden a una sala que, primero entre las filas de los Escipiones y luego, como respuesta, entre los bancos de los partidarios de Máximo, parecía haberse vuelto histérica. La sesión se había transformado de tal forma que no era ya otra cosa sino una contienda verbal de gritos, agravios y otras afrentas donde la distancia entre las simples palabras y los actos violentos quedaba ya muy reducida. Los gritos de Léntulo, con una nueva amenaza de desalojar a los que no respetasen el silencio, los propios gestos llamando a la calma del propio Publio y la presencia de los lictores fueron consiguiendo el objetivo de devolver al Senado a un cierto estado de calma: la calma que precede a una tempestad.

Al fin el presidente del Senado tomó de nuevo la palabra desde la profundidad de la sala.

–Tiene la palabra el cónsul Publio Cornelio Escipión, igual que en el caso anterior, sin límite de tiempo.

Publio no se levantó inmediatamente. Permanecía sentado con las palmas de sus manos sobre los muslos. Estaba mirando al suelo, digiriendo aún el último y más vil de los insultos de Fabio Máximo y considerando cuál sería la mejor forma de comenzar su discurso. Lo tenía todo pensado y había preparado una entrada en la que exponía una a una todas las razones por las que convenía al Estado la invasión de África, pero los ataques directos de Máximo hacían que aquel enfoque no quedara a la altura adecuada como respuesta a una crítica tan feroz como la que los senadores acababan de escuchar. No. Necesitaba algo más directo, algo diferente. Se levantó al fin de su sella curulis y, despacio, fue aproximándose hacia la pared próxima a la entrada de la Curia, justo a la zona conocida como ad tabulam Valeriam, pues allí Valerio Mésala ordenó que se pintara una de las paredes del Senado para conmemorar su victoria sobre Hierón de Siracusa. Publio se quedó junto a la enorme pintura. Un gigantesco haz de luz solar entraba por las puertas abiertas. El cónsul se situó justo bajo aquella poderosa exhibición de luz. Los senadores veían al magistrado, de pie, rodeado de una gran nube de minúsculas partículas de polvo en suspensión, mirando al gran cuadro de Valerio, sin decir nada, como si estuviera solo, transportado quizás a la batalla que allí se representaba. Pasaron así unos segundos. El presidente estaba a punto de intervenir para preguntar al cónsul si deseaba exponer ya su argumentación frente al discurso de Fabio Máximo, cuando, sin moverse de donde se encontraba, Publio, aún mirando el cuadro, empezó a hablar con una voz grave y seria, pero a su vez henchida de la poderosa energía innata de la juventud, que se elevaba por las paredes del edificio hasta alcanzar a cada uno de los senadores.

Patresconscripti de Roma, a vosotros me dirijo, con la venia del presidente de esta sesión del Senado, contemplando una hermosa pintura que viene acompañando nuestras reuniones desde hace más de cincuenta años, cincuenta y nueve años para ser exactos si mi memoria no me falla. – Se volvió entonces hacia los senadores y, caminando con lentitud ensayada, fue acercándose hasta quedar en el centro del gran pasillo que dividía los dos grandes grupos de bancos de piedra, tomando la posición que minutos antes ocupara Fabio Máximo-. Una pintura que recrea nada más y nada menos que nuestra victoria sobre un extranjero en el extranjero, el gran rey Hierón, que gobernaba Siracusa y con ella la práctica totalidad de Sicilia. Hoy, sin embargo, Sicilia es romana. Nuestro querido princeps senatus ha tenido a bien recordarnos cuan peligroso puede ser intentar una conquista en territorio extranjero y nos ha puesto diversos ejemplos de pueblos y reyes que lo intentaron y fracasaron, los atenienses, Pirro y otros. Es cierto. No lo niego. Tiene razón: sin duda, conquistar un territorio extranjero entraña aún más dificultad que proteger y defender el territorio que durante decenios ha pertenecido a Roma, como es el caso de Italia y las ciudades aliadas a Roma, pero al fin, si nuestros antepasados nunca hubieran luchado por conquistar y ampliar los territorios sobre los que hoy día gobernamos, Roma nunca sería lo que hoy es. Siracusa y Sicilia, allí representadas -y señaló al gran cuadro de la entrada pero sin mirarlo, sino manteniendo sus ojos sobre los senadores-, eran territorios extranjeros y hoy son parte de Roma, una provincia de Roma sobre la que vosotros, paires conscripti, decidís quién gobernará durante el próximo año. La cuestión no es si invadir África, territorio bárbaro para la Roma de hoy, es o no una empresa difícil; nadie mejor que yo, que he meditado durante días, semanas, años, sobre esta empresa, sabe a lo que me puedo tener que enfrentar allí; no, no, ésa no es la cuestión; el punto clave es qué Roma tenemos cada uno de nosotros en la cabeza, el asunto es en qué Roma creemos cada uno de nosotros. Se ve -y aquí se giró ciento ochenta grados para mirar a Máximo- que los hay que creen en una Roma con sus actuales dimensiones y fronteras. Sea, es una visión razonable: preservar lo que nuestros antepasados nos legaron ganado con sudor y sangre en el campo de batalla. Pero, queridos paires conscripti, queridos senadores de Roma -y fue girando sobre sí mismo para dirigirse a todos-, los hay que creemos en una Roma aún mucho más grande, una Roma donde las fronteras actuales no tienen por qué ser las mismas que nosotros heredamos de nuestros gloriosos antepasados, los hay que pensamos, como Valerio Mésala, los hay que pensamos que se puede atacar y conquistar aquello que aún no se había atacado o conquistado antes y más aún cuando se tiene causa justificada por ser África el territorio del que se nutre de fuerzas nuestro mortal enemigo Aníbal. Y si en el fondo de vuestro espíritu no pensarais de esa forma, si en el fondo de su ánimo nuestros antepasados no hubieran pensado de este modo, ¿sobre qué gobernaríamos? ¿Sobre nuestras siete colinas? ¿O sólo sobre el capitolio? Pensad y pensad bien: ¿en qué Roma creéis: en la Roma pequeña, asustada y encogida que nos presenta Quinto Fabio Máximo, o en una Roma grande y poderosa que rija los designios del mundo? – Desde las filas de los partidarios de Máximo empezaron los primeros gritos. El presidente tuvo que intervenir por primera vez desde que Publio había tomado la palabra para pedir silencio. Pronto callaron todos y el cónsul pudo proseguir con su discurso. Publio estuvo a punto de bajar un poco el tono furibundo con el que había empezado a defender su estrategia de invadir África, pero las palabras hirientes de Máximo recordando la muerte de su padre y de su tío aún retumbaban en su cabeza-. Máximo nos ha recordado a todos cómo mi padre y mi tío murieron en Hispania. Es cierto. Fabio siempre utiliza datos exactos. Datos exactos, sí, pero los envuelve con palabras ajenas a los hechos mismos. Mi padre y mi tío murieron en Hispania luchando por esa Roma grande, épica, en la que mi familia y todos los que me apoyan creen con toda su alma y su cuerpo. Pero no seré yo quien devuelva alusión personal por alusión personal. De la familia de nuestro insigne princeps senatus sólo conozco personalmente a su hijo, pues luché junto a él en Cannae. Sé de su valor y su templanza, porque sólo en el peor de los desastres conoce uno la auténtica valía de los hombres. No aludiré, por mi parte, a nadie más de la familia de mi noble oponente hoy aquí en la sagrada Curia de Roma. – Ningún seguidor de Máximo se atrevió a decir nada, por miedo a parecer desconsiderado ante lo que de modo directo eran elogios hacia el hijo de su líder, claro que, de modo indirecto, el cónsul había recordado a todos que, si bien él mismo había combatido en Cannae, la más vergonzosa de las derrotas romanas de toda la historia, el hijo del princeps senatus también. Era un velado y sutil ataque que Máximo recibió con el rostro serio y los labios apretados, pero sin mover un ápice ni un solo músculo de su anciano y curtido cuerpo. Publio proseguía. El princeps senatus tenía curiosidad por ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar el joven cónsul en su réplica-. Pero sigamos con todo lo que aquí hoy se ha expuesto: se me acusa de cobarde, de tener miedo a enfrentarme a Aníbal. Bien, ya llegaré a ello, al asunto de mi supuesta cobardía, pero vaya por delante que yo no creo que el princeps senatus sea cobarde. Queda, por otro lado, lo que comentabas -y nuevamente aquí Publio miró fijamente a los ojos de Máximo- sobre el hecho de que el pueblo considere que intentas detenerme en mi carrera política y militar al impedirme invadir África. No, no creo que te opongas a ello por envidia, aunque algunos lo puedan pensar; no, insisto en mi argumentación anterior: te opones a que ataquemos África porque crees en una Roma débil mientras que yo creo en una Roma fuerte. Tú crees que Roma sólo tiene fuerzas para hacer una cosa cada vez: primero Aníbal, luego África; y yo creo en una Roma capaz de ambas empresas al tiempo. Me dirás, me diréis: dividir las fuerzas de uno en ocasiones puede ser un error. Creedme, por todos los dioses, que cuando recuerdo la muerte de mi padre y mi tío, que dividieron sus fuerzas y murieron en el campo de batalla, comprendo muy bien el sentido de las consecuencias de ese tipo de error. No, no necesito que nadie me recuerde lo peligroso que esa estrategia puede resultar en según qué circunstancias. Pero juzgadme por mis acciones y no por lo que oigáis decir de mí. Varios años estuve en Hispania y prácticamente nunca dividí mis fuerzas, y ¿por qué? Porque las circunstancias no lo recomendaban, porque durante mucho tiempo sólo disponía de dos legiones para luchar contra tres ejércitos enemigos a un tiempo, por eso no dividí las fuerzas hasta recibir algunos refuerzos que trajo mi hermano aquí presente. Pero Roma es más grande y poderosa que las fuerzas expedicionarias que dispuse bajo mi mando en Hispania. Roma tiene en la actualidad más de veinte legiones en activo para hacer frente a los galos en el norte, a los movimientos macedonios en el Adriático, para mantener nuestro recién adquirido dominio sobre Hispania y nuestro control sobre Cerdeña y Sicilia, para asediar las ciudades italianas que se han pasado al bando cartaginés y para proteger aquellas que siguen con nosotros y, por fin, para atacar y acosar a Aníbal. Roma, como veis, es muy capaz de hacer más de una cosa al tiempo. Y si no, pensad de nuevo con detenimiento en cómo nuestros padres del pasado constituyeron la Roma en la que hoy vivimos: una república no con un cónsul, sino con dos; una Roma no con un ejército consular anual, sino con dos, porque en el origen de la sabiduría y el poder de nuestras leyes está grabado de forma clara e indiscutible la utilidad que en ocasiones tiene dividir nuestras fuerzas para acometer objetivos distintos a un mismo tiempo. Lo que planteo, invadir África a la vez que luchamos en Italia contra Aníbal, no es contrario al interés del Estado sino que encaja perfectamente con la forma en que nuestro Estado está organizado. No hay que recurrir a torcer ninguna ley o a promulgar una nueva, no hay que crear una magistratura nueva, simplemente basta con usar las magistraturas y las leyes que nos legaron nuestros antepasados en su impresionante conocimiento. Y, sin embargo… sin embargo, se propone hoy aquí tratar a Aníbal como si fuera alguien diferente a todos los enemigos contra los que hemos luchado. ¿Es que contra Aníbal no valen las estructuras legadas por nuestros mayores? ¿Es que contra Aníbal todo ha de ser diferente? ¿Es que contra Aníbal no se pueden emplear dos ejércitos consulares en acciones diferentes como tantas veces se hizo en el pasado? Se me acusa de tener miedo a Aníbal. ¿Y no será, digo yo, que contra Aníbal hay otros que sí tienen miedo, tal terror que no quieren que se le combata como en el pasado? Y yo os digo, por Júpiter Óptimo Máximo, que contra Aníbal hay que combatir sin miedo y con osadía, pues esa y no otra es la forma en la que él combate contra nosotros. Pero hay más, hay más… -Publio se pasó la mano por el pelo de la cabeza que, al volver a Roma, había vuelto a cortar para no llamar la atención con su larga y profusa melena que durante un tiempo luciera en Hispania y que aún le hacía parecer más joven de lo que era-. Hay más. Sí. Quinto Fabio Máximo me acusa por un lado de tener miedo, pero luego me acusa de ser un loco por proponer algo que para él es completamente imposible: atacar África con éxito, y pasa a enumerar todos los obstáculos e impedimentos con los que me encontraré en mi camino. ¿Miedo? Dice que tengo miedo a Aníbal y por lo que describe luego parece que invadir África es aún peor. Estimados paires conscripti, creo que nuestro princeps senatus debe decidirse: o tengo miedo o soy un loco, pero creo que ambas cosas a la vez no se sostienen. – Aquí surgieron algunas risas entre los bancos de los que apoyaban a Escipión; por su parte, Máximo permanecía serio, contenido, intrigado aún por dónde iba a terminar toda aquella larga perorata de su contrincante: el cónsul se defendía pero, de momento, Máximo estaba convencido de que su discurso aún pesaba más en el ánimo de los senadores. Publio continuó hablando-. Por todos los dioses, senadores, llevamos catorce años de guerra y no hemos atacado África, cuando la primera vez que estuvimos en guerra con Cartago y la lucha era en Sicilia, no en Italia, no hicimos otra cosa más que acechar las costas africanas con constantes ataques e incursiones y ahora, ahora que nuestro enemigo asóla nuestras tierras, ahora que deja yermos nuestros campos y masacra a nuestros aliados, ahora, sin embargo, elegimos no acercarnos a las costas africanas. Eso es absurdo. Más aún: es una vergüenza para con nuestros mayores, una indignidad, una cobardía. Esto no puede, no debe seguir así por más tiempo. Paires conscripti, ¿no es hora ya de que África sienta en su propia carne las ásperas heridas de la guerra que lleva catorce años financiando? ¿No es momento ya de que sean los campos de África los que queden baldíos? ¿No es ya hora de que sean las ciudades de África las que sufran los asedios, el hambre, la miseria de esta guerra? – De entre los bancos de Escipión emergieron gritos a su favor que el presidente intentaba acallar.

–¡Por Castor y Pólux, la guerra debe ir a África!

–¡África, África, África!

–¡Invasión, sangre, todo en África!

Una vez más, pasado un minuto, la voz de Léntulo se hacía con el orden en la sala y el cónsul prosiguió con su intervención, más firme, más seguro de sí mismo, aunque la impenetrable mirada de Máximo no dejaba de hacerle sentir que no había conseguido derrotarle. Debía ser aún más agresivo. Más.

–No hay recursos, dice Máximo. Yo no pido más que los de un ejército consular, lo que me corresponde con relación a mi cargo. No hay puerto donde desembarcar, dice Máximo. Esto no es un viaje de placer. Si no hay amigos en la costa, tomaré la costa por la fuerza. No hay aliados o los que he conseguido son de poca confianza. También se decía que todos los pueblos de Hispania eran unos inconstantes y hoy mismo hemos recibido la mejor prueba de lealtad por parte de los embajadores saguntinos que he podido saludar antes del inicio de esta sesión. Sagunto, una ciudad que prefirió ser arrasada antes que pasarse al bando de nuestros enemigos. Está claro que Sífax o Masinisa son aliados inseguros, pero quizás alguno de ellos se pruebe tan valioso como los saguntinos u otros pueblos iberos que me ayudaron a terminar con el poder púnico en Hispania. En cualquier caso, es un riesgo que estoy dispuesto a asumir, pues ninguna gran empresa se ha conseguido sobre una base de completa seguridad. Además, si hasta Aníbal encontró apoyos entre ciudades itálicas que creíamos completamente fieles a nuestra causa, ¿por qué no voy yo a poder encontrar algunos pueblos de África o Numidia que se decidan a apoyarnos a nosotros? Muchos son los rencores que el poder de Cartago ha sembrado entre sus vecinos. Pero se insiste en que África es un territorio peligroso. Por supuesto. Hemos sido derrotados en África antes. Desde luego, pero también fuimos derrotados antaño por los pueblos del Lacio, de Etruria, de la Magna Grecia, por los epirotas, por los galos o los iberos y ahora todos están sometidos o mantenidos alejados de nuestras fronteras. ¿Por qué África ha de ser diferente? Quinto Fabio Máximo dice que un cónsul debe servir al Estado. Estoy de acuerdo, pero hoy al Estado se le sirve mejor atacando África. África es la llave del fin de esta guerra. África es el camino de nuestra victoria. África es la ruta para derrotar a Aníbal. – Estaba cansado, sudoroso. Publio se detiene. Inspira un par de veces. Empieza a dar pasos pequeños de regreso a su sella curulis, junto a los suyos, pero a mitad de camino se detiene, levanta de nuevo la mirada y dirigiéndose a todos, dando un círculo completo, termina su discurso-. Máximo se ha esforzado en minimizar y hasta menospreciar mis conquistas y mis victorias en Hispania.

–Habla muy despacio; quiere que cada una de sus últimas palabras permeen en las mentes de los senadores-, yo podría hacer lo mismo con las campañas de Quinto Fabio Máximo, pero no lo haré. Al menos, aunque sólo sea en humildad, en algo superaré al princeps senatus. Yo he nacido para servir a Roma. Soy cónsul y como tal sé que debo aún más servir a Roma. Soy cónsul, no rey. Lo que ocurre es que quizás haya entre nosotros quien de tanto ser cónsul y hasta dictador de Roma se crea él rey y piense que los demás sólo somos sus subditos.

Con esa frase final, Publio dio por concluida su respuesta y se sentó al tiempo que desde los bancos de los partidarios de Máximo le llovían las amenazas, los insultos y los ataques de todo tipo. Léntulo se desgañitaba desde su podio sin conseguir que la paz regresara a la gran sala de la Curia Hostilia. Fabio Máximo navegaba con su mirada entre los bancos donde se sentaban los senadores más moderados y que, como en tantas otras ocasiones, tenían la llave de la decisión final del Senado. En su mayoría permanecían sentados y con el rostro tenso. Aquello relajó a Máximo. Tuvo que controlarse para no dejar escapar una sonrisa, un gesto inapropiado para el momento. Si los moderados estaban nerviosos era porque no les había convencido el discurso del joven cónsul y, ante la duda, Máximo sabía que muchos de ellos se decantarían por la opción más conservadora, más tradicional, más segura. Además, aquello de que Publio le hubiera devuelto el insulto de rey había sido algo poco elaborado, demasiado simple, hasta incluso torpe, pues Máximo, con setenta y ocho años, ya no estaba en edad de promover una revolución para hacerse con el control absoluto de Roma; en cambio, su contrincante, el joven cónsul, sí que podría tener esas pretensiones. Aquello era lo que los senadores estaban meditando. Al final, Quinto Fabio Máximo había conseguido lo que se proponía: alejar de la mente de los senadores el asunto central del debate, la invasión de África, la guerra contra Aníbal, y hacer que todos pensaran en el miedo que despertaba la infinita ambición de aquel joven cónsul. En eso pensarían los senadores cuando votaran y en nada más. Tenía la votación ganada, pero quedaba algo por resolver, quedaba algo clave. ¿Se atendría el joven e impetuoso cónsul a lo que allí se decidiera? El tumulto proseguía y los alaridos de Léntulo intentaban dominar la situación aún sin conseguirlo. Máximo se giró y habló con un viejo senador que se sentaba a su lado: Quinto Fulvio, quien fuera cuatro veces cónsul y una censor, otro de los senadores más veteranos y respetados de la cámara. Fulvio le escuchaba atento. Asintió un par de veces.

–Cuando se calme el ambiente -respondió al fin Fulvio- intervendré yo.

–De acuerdo -dijo Máximo-. Tenemos que terminar con esto aquí y ahora. El árbol está ya maduro para ser talado. – Y le lanzó una mirada llena de satisfacción. Fulvio le sonrió asintiendo de nuevo.

Léntulo volvía a intervenir para encauzar el debate.

–Bien, paires conscripti, llegados a este punto y rogando a los dioses por que nos concedan sabiduría a la hora de decidir, una vez expuestas las opiniones del cónsul Publio Cornelio Escipión por un lado y del princeps senatus por otro, nos corresponde votar sobre lo aquí debatido. La votación será nominal…

–Un momento, presidente, con su permiso, con la aquiescencia de los dioses y con la venia de mis colegas, desearía añadir algo -dijo rápido el anciano Fulvio, alzándose de su banco.

Léntulo parecía molesto. Aquella sesión parecía no tener fin. Debería haber declinado presidirla, pero, por otra parte, no todo el mundo era elegido para presidir una sesión; era un honor difícil de rechazar. La vanidad, ahora lo veía claro, le había puesto en aquel trance.

–Si el ilustre Quinto Fulvio -empezó Léntulo- desea intervenir antes de la votación, no seré yo quien me oponga a ello.

Fulvio permaneció en pie sin moverse de su banco, junto a Fabio Máximo.

–Gracias, presidente del Senado en la sesión de hoy. Tengo… me siento en el deber de solicitar que el cónsul Publio Cornelio Escipión aclare ante todos y ante los dioses cuál es su auténtica intención al presentar la moción de no sólo obtener el mando de la provincia de Sicilia, algo que ya tiene, sino también de la de África para así tener la posibilidad de atacar aquel país. Me explicaré: todos hemos oído en el foro, vamos, en Roma no se habla de otra cosa, que nuestro joven cónsul piensa atacar África con o sin el consentimiento del Senado y que si el Senado no le concede el permiso, presentará entonces su moción directamente al pueblo ante los tribunos de la plebe aquí presentes. Por eso, por eso, por Castor y Pólux, por eso me niego a votar si antes el cónsul no se compromete a obedecer lo que aquí se decida. Si sólo nos está sondeando para luego dirigirse a los tribunos de la plebe y al pueblo, que sea a ellos desde un principio a los que les plantee la moción. Si el Senado no gobierna ya Roma, si es eso lo que piensa nuestro cónsul, que lo diga con claridad. De forma que solicito formalmente que los tribunos de la plebe me amparen a mí y a cuantos senadores nos neguemos a votar hasta que el cónsul aclare si va a obedecer o no al Senado. Los tribunos de la plebe están para defender al pueblo de decisiones injustas que pudieran emanar de aquí contra el pueblo romano, pero no para gobernar en lugar del Senado. Así ha sido siempre y así debe seguir siéndolo.

Una vez más quejas y amenazas surgían de entre los bancos de unos y otros. La algarabía era tal que Léntulo decidió operar esta vez de forma diferente. Mientras dejaba que sus lictores se esforzaran en rebajar la tensión y hacer que los senadores se callaran, el presidente bajó de su podio y caminó hasta donde se encontraban sentados los tribunos de la plebe. Alrededor suyo se formó un corro de senadores, la mayoría favorables a la visión de Máximo y Fulvio. Publio permanecía sentado en su sella curulis. Su hermano Lucio le habló al oído.

–Con esto no contábamos.

–No -respondió Publio entre nervioso pero contenido.

–Léntulo y los de Máximo están con los tribunos, les están presionado -añadió Lucio.

–Ya veo. Nada bueno saldrá de ahí para nuestros intereses -confirmó Publio entre cansado y confuso. Máximo le estaba ganando la batalla. El joven cónsul veía que había caído en el más viejo de todos los errores posibles: había infravalorado la capacidad de oposición de su enemigo. Publio había considerado la posibilidad de perder el debate ante el Senado, pero tenía pensada la alternativa de presentar la moción de invadir África ante los tribunos de la plebe si los viejos senadores no tenían agallas para respaldar aquel plan. Sin duda, Fabio Máximo era el más formidable de los enemigos, puede que no en el campo de batalla, pero sí en el Senado. Máximo había intuido su estrategia y se le había adelantado. Así de simple y así de sencillo: se le había adelantado. Le había superado en oratoria, o aunque hubieran estado igualados, Publio debía haber sido mucho más persuasivo para que los acoquinados senadores se atrevieran a votar en contra de los postulados de Fabio Máximo. Y encima, su segundo plan, recurrir al pueblo, estaba en jaque.

Léntulo retornó a su podio. El resto de los senadores y los tribunos de la plebe hicieron lo propio regresando a sus respectivos asientos. El presidente tomó la palabra una vez que la algarabía quedó reducida a murmullos.

–Quinto Fulvio ha planteado una duda importante antes de proceder a la votación y en este punto parece lógico escuchar lo que tienen que decirnos los tribunos de la plebe, a los que les concederé la palabra en esta sesión de forma excepcional y luego, si lo desea, podrá hablar también el cónsul Publio Cornelio Escipión -concluyó Léntulo mirando al aludido. Publio asintió. Léntulo suspiró algo aliviado y concedió la palabra a los tribunos.

Cneo Bebió Tánfilo, el tribuno de mayor edad, se levantó y sin alejarse de su asiento empezó a hablar. Publio le miraba como si sus ojos pudieran atravesarle. Cneo Bebió midió sus palabras. Navegaba entre dos aguas: entre la tumultuosa tempestad de los Escipiones y la profundidad insondable de Fabio Máximo.

–Como se ha dicho y se ha dicho bien, los tribunos asistimos aquí para velar por que no se vulneren los derechos del pueblo. La proposición sobre si se le permite al cónsul Publio Cornelio Escipión la posibilidad de atacar o no África es una cuestión que entendemos que no atañe de modo directo a los derechos del pueblo. Por ello pensamos que debe ser el Senado el que decida y si el Senado decide en sentido negativo a lo propuesto por el cónsul… -aquí el tribuno se detuvo un instante- y el cónsul acude a presentar de nuevo dicha propuesta ante nosotros, los tribunos de la plebe declinaremos aceptar toda moción que sobre el respecto ya haya sido debatida y votada en el Senado. De este modo amparamos al senador Quinto Fulvio según ha demandado públicamente ante los paires conscripti… ahora bien -y se hizo un silencio de un par de segundos en los que todos clavaron sus miradas en Cneo Bebió, en particular, tanto Fabio Máximo como el joven cónsul Escipión-, ahora bien… si el cónsul retira la moción del Senado y si esta moción, la de la invasión de África, llega ante nosotros sin haber sido votada por los senadores, entonces los tribunos de la plebe… sí que darán su opinión sobre la misma.

El tribuno se sentó. Léntulo miró al cónsul. Publio sentía cómo los murmullos habían emergido en ambos lados de la Curia, pero no había gritos. El cónsul, con las palmas de sus manos sobre los muslos, miraba al suelo. En un extremo de la gran sala, Máximo, que se mordía la lengua con sus afilados dientes de viejo lobo, a través de Fulvio, había creído cercenar de cuajo su estrategia de acudir al pueblo en caso de fracasar en el Senado, pero las últimas palabras del tribuno abrían la posibilidad de una crisis institucional, un enfrentamiento entre el tribunado y el Senado, entre el pueblo y los representantes de la Curia. En el otro extremo, Publio percibía cómo el fracaso de la propuesta de la moción en el Senado se palpaba ya en el ambiente. Era muy improbable que su discurso hubiera convencido a la mayoría necesaria de senadores para conseguir sus objetivos. La voz de Léntulo le llegó como si viniera desde otro mundo.

–… el cónsul de Roma debe dirigirse ahora a todos y responder a la cuestión planteada: ¿reconoces o no, Publio Cornelio Escipión, la autoridad del Senado para decidir sobre la asignación de las provicias a cada cónsul, así como la capacidad del Senado para delimitar las acciones a llevar a cabo por cada cónsul en cada una de esas provincias? ¿Reconoces esa autoridad o no? ¿O decide el cónsul retirar la moción y presentarla, y aquí he de ser claro, contra mi parecer y estoy seguro que el de la gran mayoría de los senadores, decide, digo, presentar la moción sólo ante el tribunado de la plebe? Y he de insistir: nunca antes el tribunado de la plebe ha decidido sobre las acciones militares de un cónsul. El magistrado Publio Cornelio Escipión tiene la palabra, pero, como presidente de esta sesión, debo advertirle que sus palabras deben ser mesuradas pues, de lo contrario, pueden conducir a Roma a una crisis de instituciones como no se ha conocido jamás.

Todos miraban a Publio y él lo sabía. Su hermano iba a decirle algo pero Publio levantó su mano izquierda separándola levemente de su pierna y Lucio guardó silencio, mientras veía cómo su hermano mayor, cónsul de Roma, se levantaba para dirgirse una vez más al Senado.

–Creo que la sesión de hoy ha sido ya muy larga y llena de demasiadas tensiones innecesarias para debatir sobre el bien del Estado. Pido un día de reflexión para responder a esas preguntas.

Desde las bancadas de Máximo emergieron una vez más los gritos, pero Fabio levantó sus manos y sus seguidores callaron inmediatamente. El princeps senatus bajó las manos y se limitó a mirar hacia donde se encontraba Léntulo y asentir una vez. El presidente asintió también y decidió levantar aquella pesada y compleja sesión, al menos por aquel día.

–El cónsul ha pedido un día de reflexión y es potestad mía como presidente concederlo. Entendiendo que la reflexión siempre es buena y más aún si ésta puede impedir un enfrentamiento entre el tribunado de la plebe y el Senado, entre el pueblo y los paires conscripti. De modo que levanto la sesión hasta mañana a la misma hora, nihilvos teneo, no tengo nada más que tratar con vosotros.

Y todos los senadores de Roma fueron saliendo en pequeños grupos del edificio de la Curia Hostilia. La sombra de la Curia se desparramaba alargada y en diagonal por la gran plaza del Comitium. La muchedumbre rodeaba a los senadores que salían de la maratoniana sesión y preguntaban a los paires conscripti. Así se extendió, boca a boca, el resultado aún incierto de aquel debate. Del Comitium los comentarios viajaban entre los Rostra y la Graecostasis y el senaculum y alcanzaban a una multitud aún mayor congregada en la enorme explanada del foro. En menos de una hora, en toda Roma no se hablaba de otra cosa: el joven cónsul Publio Cornelio Escipión había defendido una y otra vez la necesidad de invadir África y Fabio Máximo se había opuesto por completo. No había tenido lugar aún votación alguna y se murmuraba que el cónsul podría retirar la moción y presentarla directamente ante el pueblo dirigiéndose a los tribunos de la plebe. Bebió había dicho que si el cónsul la retiraba del Senado considerarían la moción. Era un enfrentamiento entre el Senado y el pueblo. Entre Máximo y Escipión. Los unos defendían a Fabio Máximo, a su sabiduría que los salvó del ataque de Aníbal, y defendían la autoridad del Senado. Otros, hartos de la guerra interminable, estaban con Escipión: que los cartagineses tomaran algo de su propia medicina, que la guerra llegara a África. Fue en medio de aquel tumultuoso anochecer cuando Publio, rodeado de miles de personas, unas que le aclamaban y otras que le increpaban, escoltado por su hermano, su cuñado, Lelio y sus oficiales, llegó a su domus en el extremo sur del foro. Varios esclavos, apostados a la puerta de su casa, abrieron las puertas de la residencia de par en par para facilitar el acceso a toda la comitiva que acompañaba al señor de la casa en su regreso del Senado. Una vez que Publio y su séquito de familiares y amigos hubo entrado, los esclavos cerraron las grandes puertas, y anclaron los cierres de la misma con un enorme travesano de madera de roble reforzada con remaches de bronce. En su interior, su familia y amigos. La casa de Publio Cornelio Escipión estaba cerrada ya para todos los demás, fueran clientes, curiosos, viajeros o senadores, daba igual su condición o su necesidad. Publio no recibiría a nadie en toda aquella larga y lenta noche. Ésas eran sus instrucciones. Los esclavos quedaron apostados a la puerta. No se debía molestar al amo con ningún requerimiento de nadie.

44 Una visita inesperada

Roma, enero del 205 a.C.

Emilia, ayudada por Pomponia, la madre de Publio, dispuso que en el atrio se distribuyeran divanes suficientes para acoger a su marido Publio, su cuñado Lucio, a su hermano Lucio Emilio, a Cayo Lelio y al resto de los oficiales amigos del cónsul. Como algo excepcional, permitió que la pequeña Cornelia de siete años y el benjamín de la casa, Publio hijo, de sólo cuatro, jugaran entre los amigos de su padre, junto al impluvium. Las obligaciones de su marido, siempre en campaña todos estos años y cuando estaba en Roma, siempre ocupado con el Senado y luego con los centenares de clientes plebeyos que se aproximaban a la casa de los Escipiones a pedir ayuda o consejo, no permitían que Publio pudiera disfrutar de un mínimo tiempo con sus hijos; por eso, siempre que éste estaba en casa, Emilia facilitaba que los niños permanecieran cerca de su padre, aunque eso implicara saltarse los horarios de dormir que, de otro modo, Emilia hacía que ambos, Cornelia y Publio hijo, cumplieran de forma escrupulosa. Los niños estaban encantados cuando su padre estaba en casa.

–Hay que acudir a los tribunos, no hay otra solución -comentaba Lelio con vehemencia.

Publio le miraba y asentía despacio pero era evidente que tenía grandes dudas. Miró a su hermano, reclinado en el triclinium a su derecha.

–No sé… -respondió Lucio dubitativo.

Publio miró entonces a su cuñado, Lucio Emilio Paulo, hermano de su esposa, hijo del gran cónsul Emilio Paulo, de quien siempre valoraba y mucho sus opiniones sobre las decisiones políticas, y aquélla, sin duda, era la decisión política más importante que debía tomar en su vida.

–Pienso como tu hermano, Publio -comenzó Emilio Paulo-; saltarse al Senado, retirando la moción ya presentada para acudir a los tribunos… será un enorme conflicto. Fabio Máximo puede echar mano incluso de las legiones urbanae, exigir una nueva dictadura para reinstaurar el poder del Senado si considera que se está vulnerando la capacidad decisoria del Senado en política exterior y asignación de legiones. Publio, el pueblo está contigo en su mayoría, pero a medida que Fabio Máximo recurra a más estratagemas políticas e incluso a la fuerza, el apoyo popular decrecerá. Y lo cierto es que ante Aníbal, necesitamos unión. Eso también lo valora el pueblo. Fabio Máximo hará correr el bulo de que sólo buscas poder y gloria a costa incluso de saltarte las leyes. Creo que es mejor dejar que la moción se vote en el Senado… tu discurso fue bueno y que aceptes someterte al Senado lo verán bien muchos de los senadores moderados y los predispondrás a tu favor. Pero la votación será complicada. ¿Alguien ha calculado cuántos votos…?

–Yo -dijo Lucio, el hermano de Publio-. Siendo optimista no tendremos más de ciento diez o ciento veinte. Máximo cuenta seguro con más de ciento cuarenta. Unos pocos más y tendrá el control completo. Y los indecisos caerán muchos de su lado. Es una votación perdida. África tendrá que esperar o tendremos que enfrentarnos con el Senado y…

–¿Y…? – preguntó Publio.

–No me gusta la idea -concluyó su hermano.

–A mí tampoco -confirmó Publio-. ¿Alguien tiene otra opinión?

Publio paseó su mirada entre sus oficiales. Lelio no dijo nada, pero ya había dejado claro que él estaba por la labor de no cejar en el empeño de invadir África. El resto, Marcio, Silano, Mario, Terebelio y Digicio, callaba. No sabían bien a qué atenerse. El poder del Senado era sagrado en cuestiones militares, pero ellos estaban con Publio hasta la muerte. Si Publio decidía enfrentarse al Senado le seguirían, pero no eran capaces de promover esa idea por sí mismos. Publio comprendía sus sentimientos y no les culpaba por sus dudas.

En medio del denso silencio, resonaron varios golpes secos y firmes sobre la gran puerta de la domus de los Escipiones en el corazón de Roma. Publio no le prestó mayor atención aunque los golpes se repitieron un par de veces más. Ya se ocuparían sus esclavos de deshacerse del inoportuno o inoportunos visitantes. Publio bajó la mirada mientras seguía meditando qué hacer. Todos callaban. Lelio bebía algo de vino aunque los nervios no le permitían degustarlo como acostumbraba. Lucio y Emilio Paulo tomaban algo de uva, más por entretener el paso de los segundos que por hambre, y Marcio, Silano y el resto de los oficiales no se atrevían ni tan siquiera a echar mano de la fruta que se les ofrecía. De pronto, uno de los esclavos de la puerta, el atriense, que en razón de su cargo era a quien le correspondía dirigirse al amo en aquellas circunstancias, apareció junto al impluvium donde los pequeños, ajenos a las pugnas políticas de Roma, jugaban con pequeños barcos de madera que habían confeccionado con su tío la tarde anterior, aunque percibían una sensación extraña diferente a otras reuniones que su padre había celebrado con todos aquellos hombres. Nadie reía.

Publio miró al atriense con claras muestras de irritación y es que, aunque el cónsul contuviera sus impulsos, estaba especialmente tenso aquella noche y cualquier desliz de un sirviente podía desatar su ira y a punto estuvo aquel esclavo de ser objetivo de la furia del cónsul, que se levantaba despacio, dispuesto a hacer azotar a aquel imbécil, cuando el sirviente se arrodilló y habló rápido mirando al suelo.

–Sé que habéis dicho que no se os moleste, lo sé, mi señor, pero es… Quinto Fabio Máximo. – Y el esclavo se arrodilló como un ovillo junto a los niños que lo miraban sorprendidos. Nunca habían visto a aquel hombre tan asustado. Miraron a su padre. El cónsul, en pie, reflejó en su faz un cambio de expresión: de la ira pasó a la confusión y de la confusión a su innata curiosidad. Todos le miraban.

–¿Le has dejado pasar? – preguntó Publio.

El esclavo respondía con su rostro hundido en el suelo.

–Está en el vestíbulo, mi amo, en el vestíbulo. – La voz le temblaba. Había incumplido la orden de su amo, pero no podía ser que su amo incluyera en su orden al propio princeps senatus.

Publio se sentó.

–Has obrado bien, atriense. Puedes estar tranquilo. El esclavo suspiró aún sin atreverse a mover un músculo de su encogido cuerpo.

–Hazle pasar -apostilló el cónsul, y el esclavo partió casi gateando desde el impluvium en dirección al vestíbulo de la casa. Publio no añadió más de momento y se limitó a mirar a su alrededor. Todos compartían la confusión y la incertidumbre en el rostro por aquella inesperada visita.

–No te fíes -le dijo su hermano Lucio al oído-. Máximo no dice dos frases seguidas que sean verdad. Publio asintió.

Con estudiada lentitud y paso en apariencia débil entró Quinto Fabio Máximo en el atrio de la casa del más mortal de sus enemigos políticos. Se acercó al impluvium y, al tener su mirada en alto, estudiando el cónclave de hombres allí reunidos, no vio al pequeño hijo de Publio con el que tropezó. El niño se apartó y se puso tras su hermana. El anciano senador trastabilló, pero con agilidad extraña para su edad se mantuvo en pie apoyado sobre su lituus, el viejo palo de augur que con frecuencia portaba consigo para recordar a todos su capacidad de leer el futuro. Máximo se detuvo y miró hacia el pequeño. Sin decir nada sonrió en lo que intentó que fuera una mueca afable y su boca exhibió una dentadura decrépita de dientes afilados por el uso y de su labio inferior emergió aún más su pesada verruga por la cual lo apodaban el Verrucoso. El pequeño Publio de cuatro años, en un gesto que conmovió a su padre, no se arredró ante aquel acontecimiento sino que reapareció de detrás de su hermana y se plantó ante ella, como intentando protegerla, recto en su escaso metro de estatura, tieso, serio. Máximo, que no vio su sonrisa correspondida, enarcó las cejas y se dirigió hacia el señor de aquella casa. A dos pasos de Publio, se detuvo y le saludó como correspondía a su condición.

–Te saludo, joven Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, y te pido disculpas por mi intromisión en tu vida familiar a estas horas de la noche y más aún después de una tan larga jornada en el Senado.

–Te saludo, Quinto Fabio Máximo. El princeps senatus es siempre bienvenido a esta casa -respondió Publio con cordialidad, al menos en la superficie de su expresión.

–Eso está bien -replicó Máximo-, que en esta casa se reconozca la autoridad del Senado y sus humildes representantes.

A nadie pasó inadvertida aquella indirecta. Lelio casi rompe la copa de apretarla con la mano. Máximo le dedicó una rápida mirada. Lelio bajó los ojos, pero el viejo senador ya había leído todo cuanto juzgaba necesario en la faz del veterano tribuno.

Por su parte, Marcio y el resto de los oficiales allí reunidos miraban a Máximo con desprecio que procuraban ocultar, pero todos reconocían que tenía agallas aquel viejo. Estaba allí solo, en medio de todos ellos, y, en apariencia, desarmado. Aunque seguramente tendría una poderosa escolta a la puerta, pero allí estaba solo. Claro que, ¿quién en Roma podría atreverse a tocar un solo pelo de aquel hombre? Un ataque a Fabio Máximo supondría una condena de muerte automática para todos los implicados, sin importar su condición. No, Máximo era valiente, pero no un loco. Sabía medir hasta dónde arriesgarse y, en cualquier caso, aquél era el mismo hombre que declaró la guerra contra Cartago hacía años en el mismo Senado de Cartago rodeado de centenares de enfurecidos senadores púnicos. No iba a tener miedo entonces de un puñado de oficiales romanos.

–He venido a advertirte, Publio Cornelio Escipión. – Máximo se irguió mientras hablaba-. No te atrevas a soslayar la autoridad del Senado. La moción sobre la invasión de África debe ser decidida en el Senado y sólo en el Senado.

–¿Es una amenaza? – preguntó Publio con frialdad.

–Es un consejo, cónsul de Roma, un consejo de un anciano augur…

–A mí me predijiste que Publio no volvería vivo de Hispania y aquí estamos todos -interrumpió Cayo Lelio, que tenía enquistado en las entrañas a Fabio Máximo desde aquella hostil entrevista en su villa de las afueras de Roma.

Fabio Máximo se giró y se encaró al veterano tribuno. Le respondió sin un ápice de nervios en su voz bien atemperada y controlada.

–Por lo que he oído, Cayo Lelio, poco faltó, muy poco, pero la diosa Fortuna decidió interceder y devolvernos a nuestro joven cónsul de las horribles manos de la enfermedad, de lo que me congratulo, pero mis augurios se cumplen y se mantienen en su sustancia. – Máximo examinaba una vez más el iracundo rostro del tribuno al tiempo que hablaba despacio. La mente de Lelio se había hecho más compleja, más proclive a la duda-. Quizás el cónsul haya regresado vivo, pero parece haber perdido la razón y querer llevarnos a todos a la muerte y la destrucción. Eso es casi como estar muerto -concluyó mirando ya a Publio.

La tensión se podía cortar con un cuchillo. La dulce y suave voz de Emilia emergió salpicando de calma la tempestad de sentimientos confrontados.

–El princeps senatus pensará que hemos olvidado nuestros modales romanos. ¿Puedo ofrecer algo de comer o de beber a nuestro insigne visitante?

Máximo se volvió hacia la señora de aquella casa y se inclinó levemente mientras le respondía.

–Veo que hay aquí quien mantiene el orden y la tradición romana y eso me hace albergar esperanzas de que la cordura pueda volver a reinar entre estas muy nobles y respetables paredes. Las de los Escipiones y los Emilio-Paulos son familias de gran renombre y linaje y sólo anhelo que reencontremos el acuerdo general para acabar con nuestro enemigo común: Aníbal.

Una pausa en la que Emilia hizo que un esclavo llevara algo de agua al viejo senador, la cual aceptó enjugando los labios y la prominente verruga en el líquido fresco y transparente que se le ofrecía en un cáliz de plata. En todo momento, los ojos de Publio seguían fijos sobre la figura de piel seca y arrugada por el tiempo que permanecía plantada ante él, en medio de sus amigos y su familia, como un espino incómodo que crece en el mejor de los jardines.

–Pasemos al tablinium -dijo Publio en pie señalando hacia la cortina detrás de donde se encontraba ubicado su triclinium-. Hablemos en privado.

Quinto Fabio Máximo volvió a mojar sus labios en el cáliz de plata. Necesitaba un segundo para pensar. Esa estrategia no la había esperado. ¿En privado? ¿Quería el cónsul decir cosas que no quería que ni los suyos oyeran? Eso podía ser bueno. Podía estar dispuesto a ceder. Eso le interesaba. Cuando alguien quiere retractarse es más fácil hacerlo en privado que ante familiares y amigos. ¿Quería atentar contra él y que no hubiera testigos? Improbable y absurdo y, sobre todo, eso pondría fin a todo plan de invadir África. Si así ocurría, al menos su muerte sería cumpliendo con el bien del Estado. Y Quinto Fabio Máximo no tenía miedo y mucho menos de un Escipión. Se palpó con la mano izquierda la daga que llevaba oculta bajo su toga, mientras que con la derecha depositaba su copa de agua en una bandeja que sostenía un esclavo.

–Sea. – Y Quinto Fabio Máximo, pasando entre Emilia y el triclinium vacío de su esposo, pasó siguiendo a Publio Cornelio Escipión que, apartando la cortina del tablinium, aguardaba la llegada del princeps senatus. El viejo senador entró en el despacho y tomó asiento en un sobrio solium junto a la mesa. Publio corrió la pesada cortina y ambos hombres quedaron a solas.

Pese a la quietud de aquella estancia, a través de la cortina llegaban los murmullos de los que habían quedado fuera, y más aún, se escuchaba el tumulto permanente de la noche romana.

–Te respeto, Publio Cornelio -empezó Máximo-, por mantenerte viviendo en el centro de Roma. A mi edad necesito reposo y mi sueño débil y demasiado ligero es incompatible con el ruido constante de las calles romanas por la noche. Por eso vivo en mi villa desde hace años. Algún día deberías venir y visitarme.

Publio se sentó en otro solium al otro extremo de la mesa, que, situada entre los dos, parecía representar el muro que separaba a ambos hombres, por muy educados que ambos quisieran mostrarse. El cónsul tardó en responder al comentario de su interlocutor y Máximo no mostró prisa alguna. Publio fue directamente al asunto.

–No quiero recurrir a los tribunos, pero lo haré si no me dejas otra opción.

–¿Y qué otra opción puedo dejarte, cónsul de Roma? – Máximo se echaba sobre la mesa al hablar-. No puedo permitir que por tu locura el Estado, en medio de esta cruenta y larga guerra, pierda dos legiones recién armadas y adiestradas, con todas sus tropas auxiliares y sus suministros, todo un ejército consular en una descabellada aventura cuyo único final es el mismo que padeció Régulo hace años: la aniquilación en África. Eso es lo único que hay en África.

Publio inspiró profundamente. Para conseguir el mando de la misión en Hispania ya tuvo que ceder ante Fabio Máximo. En aquella ocasión aceptó no ser nombrado procónsul y eso, aunque consiguió la victoria absoluta en la península ibérica, le privó del merecido triunfo por las calles de Roma. Publio veía que si quería conseguir que Fabio aceptara la idea de la invasión, una vez más, debería volver a ceder algo… ¿pero qué?

–¿Y si los ejércitos consulares se quedan en Italia, los dos, el de Licinio Craso y el que me corresponde? – preguntó Publio de forma enigmática-. ¿Permitirías entonces que se aprobara en el Senado mi moción de invadir África?

Fabio Máximo se reclinó hacia atrás. Aquello era absurdo.

–¿Y con qué, si puede saberse, con qué tropas invadirías África? ¿Tú solo? No te sabía tan fuerte. – Y sonrió con cinismo.

Publio no se arredró y mantuvo la compostura.

–Con voluntarios, con los que me quieran seguir, no reclutados por levas, sino sólo aquellos que me quieran seguir y con las tropas que ya tenemos acantonadas en Sicilia.

Fabio Máximo ponderó el asunto. ¿Cuántos voluntarios podría conseguir el cónsul para aquella empresa? No muchos. África inspiraba terror. Sólo los muy leales a los Escipiones le seguirían. Quizás unos pocos miles. Insuficientes para la invasión, una insignificancia, teniendo en cuenta que los cartagineses podían juntar con facilidad treinta mil o cuarenta mil hombres en pocas semanas y que podrían tener de su parte el poderoso ejército de Sífax, de más de cincuenta mil hombres. Eso para empezar. ¿Y en Sicilia, qué había?

–En Sicilia no hay tropas, más allá de pequeñas guarniciones para la defensa de Siracusa o Lilibeo y otras pequeñas ciudades -respondió Máximo a la conclusión de sus pensamientos.

–Están las legiones V y VI -dijo Publio y, nada más decirlo, su estómago se le hizo pequeño, como si al pronunciar aquel nombre estuviera ratificando un pacto secreto que lo acercaba más y más al reino de los muertos.

–Ésas son «legiones malditas». Son tropas que no existen, que no cuentan en esta guerra.

–Por eso -defendió Publio con vehemencia-. Si no cuentan para nadie, si Roma no las quiere, que Roma me deje usarlas. O hago de ellas tropas adecuadas para una invasión o moriré al poco tiempo con todos ellos nada más desembarcar en África. Cedo mucho, Quinto Fabio Máximo, cedo mucho, cedo todo mi ejército consular, pero no pienso ceder en la idea de la invasión de África. Es esto o los tribunos de la plebe.

Quinto Fabio Máximo se levantó despacio y le dio la espalda mientras pensaba. En aquel despacho sólo se veían rollos y más rollos con caracteres en griego. Tanto griego había hechizado a aquellos Escipiones. Los había trastornado por completo, corría en su sangre decadente, pero el pacto que le ofrecía el cónsul era bueno. Bastante bueno, aunque podía ser aún mejor. Podía ser perfecto. Máximo se giró ciento ochenta grados y volvió a sentarse.

–De acuerdo -empezó-, la senatumconsulere será la siguiente -y calló un instante mientras ponía en orden sus palabras; Máximo había usado el término de senatumconsulere en lugar de relatio, porque el segundo era genérico aplicable a cualquier moción presentada por el pueblo u otros magistrados, pero la relatio que se iba a votar era por petición de un cónsul y el término exacto era senatumconsulere, y la precisión para Máximo era clave tanto en las formas como en el contenido, y el contenido era el que ahora buscaba su aún ágil mente-: sí… el presidente propondrá votar que se te conceda permiso para invadir África desde Sicilia con los voluntarios que consigas aquí en Roma y los recursos que obtengas sin tocar un solo as del tesoro público, lo que implica que tendrás que conseguir tu propia flota y armas para transportar a esos voluntarios hasta Sicilia y, eso sí, una vez en la isla podrás sumar a tus tropas expedicionarias las «legiones malditas» si tanto aprecio les tienes, pero no podrás sumar ni las guarniciones de las ciudades ni hacer levas en la isla. Eso y sólo eso estoy dispuesto a apoyar ante todos los senadores. Tú tendrás el camino libre a África y no presentarás la moción de hoy a los tribunos.

Publio tragó saliva. Decir que con aquella moción tenía el camino libre a África era una clara hipérbole, pero era eso o recurrir a los tribunos y generar una gran fractura social en Roma de consecuencias incalculables. Además, existía la posibilidad de que los tribunos se vieran tan presionados por Fabio y los suyos que, en el último momento, tampoco se atrevieran a apoyar la invasión y entonces lo tendría todo perdido. Sería cónsul para nada. Poco a poco Publio asentía aún sin decir nada, como para convencerse a sí mismo de que hacía lo correcto, mientras repasaba de cuánto dinero disponía su familia para poder costearse una flota y no terminaba de verlo claro, pero no había margen para la negociación.

–De acuerdo -dijo, cuando todavía no tenía bien hechos los cálculos, pero ya lo había dicho. Ya estaba.

Quinto Fabio Máximo se levantó satisfecho.

–Sea -confirmó el anciano princeps senatus-, sólo una condición más.

Publio le miró con incredulidad. No podía exigirle nada más. Fabio moduló su discurso. Era un buen pacto lo conseguido y tampoco quería estirar la cuerda más allá de lo necesario.

–Realmente no es una condición más, sino una forma en la que el Senado se asegure de que se cumplen las condiciones impuestas en el senatumconsulere que aprobaremos mañana.

–¿Qué es…?

–El Senado nombrará al quaestor de la expedición, que ejercerá de quaestor de las legiones de Sicilia y de los voluntarios que alistes en Roma. Sólo así aceptaré que se apruebe la moción.

Ciertamente, no era una nueva condición, pero sí un inconveniente añadido. Un quaestor hostil a la idea de la invasión sería como intentar hacer avanzar un carro con palos entre las ruedas. Además, Publio ya había estado pensando en cómo saltarse alguna de aquellas limitaciones de la compleja relatio que había propuesto Máximo, pero si el quaestor era nombrado por el Senado…

–De acuerdo -aceptó seco, frío, ahito de aquel hombre.

Quinto Fabio Máximo se irguió con su orgullo henchido. Otra victoria que sumar a su dilatada carrera política. Cuando se despidió de Escipión se contuvo, pero sentía que despedía a alguien que ya nunca más iba a volver a ver. Su intuición de augur así se lo dictaba. Y no solía equivocarse: Escipión había regresado en cuerpo con vida de Hispania, pero su mente estaba tan entregada a la locura, que aquel cónsul era sólo pasto para los buitres.

El cónsul, todavía sentado en su solium, vio salir a Máximo del tablinium, corriendo de un tirón la cortina, y cruzar entre sus invitados sin apenas entretenerse en los saludos reglamentarios. Publio se quedó con la extraña sensación de haber negociado mal. Más tarde, cuando, rodeado por todos, en medio del atrio, fue desglosando las condiciones del acuerdo, su intuición se vio ratificada por los rostros apesadumbrados de sus familiares y amigos, en especial la sombría faz de su madre, aunque Pomponia, siempre discreta, se cuidó mucho de criticar la estrategia de su hijo mayor, y menos aún en público.

Publio percibía que, pese a todo, muchos le seguirían en su epopya a África porque le eran leales hasta el infinito, pero era evidente que nadie pensaba que aquella invasión pudiera tener éxito alguno, no sin un ejército consular, sin suministros apropiados y menos aún si el cuerpo central del ejército expedicionario tenía que ser las «legiones malditas».

45 La votación

Roma, enero del 205 a.C.

Al día siguiente, un nervioso y aún no del todo recuperado Cayo Léntulo,praetor urbanus, presidiendo una vez más la continuación de la sesión interrumpida el día anterior, se alzó en su podio y modulando su voz se dirigió, una vez más, al cónclave completo de senadores de Roma.

–Quod bonum felixque sit populo Romano Quiritium referimos ad vos, paires conscripti… [Referimos a vosotros, padres conscriptos, cuál es el bien y la dicha para el pueblo romano de los Quirites], una vez más. Hoy vamos a votar una moción modificada que el cónsul, después de sus horas de reflexión, me ha presentado corregida en varios puntos, una moción que parece haber sido consensuada y que quizá pueda ser aceptada por los paires conscripti, quiero decir por los paires et conscripti aquí reunidos, una senatumconsulere. – Y aquí Léntulo miró un instante a Fabio Máximo, mirada que no pasó desapercibida para Publio; estaba claro que la visita de Máximo a su casa no fue la última visita nocturna del princeps senatus la pasada noche. Publio se preguntó si aquel anciano descansaba alguna hora del día o de la noche, pero Léntulo seguía hablando-. Bien, la moción que ha de ser votada será la siguiente: Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, con mando de las tropas en Sicilia, cede su derecho a disponer de un ejército consular propio que quedará en Italia para que estas tropas sigan en su lucha contra Aníbal o contra cualquier otro enemigo que nos ataque en Italia y… -Voces indignadas emergieron entre las filas de los partidarios de los Escipiones y Emilio-Paulos. Publio se levantó con las manos en alto con las palmas extendidas hacia abajo haciendo el gesto mediante el que reclamaba silencio a sus seguidores. Éstos, aunque confusos y enfadados, enmudecieron. Cayo Léntulo pudo proseguir con la lectura de la moción-. Bien, bien… agradezco la intervención del cónsul… a ver si es posible que terminemos hoy con esto. Veamos…, ¿por dónde iba? Sí, el cónsul Publio Cornelio Escipión recibe el mando de Sicilia, pero sin ejército consular, que queda en Italia, aunque a cambio el cónsul podrá contar con todos aquellos voluntarios que le quieran seguir y con la flota que él mismo, por sus medios, pueda procurarse sin recurrir al Estado. Una vez en Sicilia el cónsul Publio Cornelio Escipión tendrá la potestad de lanzar un ataque contra África si lo estima oportuno, pero para ello no podrá sumar a su ejército de voluntarios ni las guarniciones allí acantonadas para proteger las ciudades sicilianas ni podrá tampoco realizar levas; en su lugar, y de modo excepcional, aunque estas tropas están desterradas y apartadas de la contienda, el cónsul podrá emplear las legiones V y VI para esta empresa -y aquí la voz de Léntulo, una vez más, se desvaneció bajo un mar de gritos e improperios de los seguidores de Publio-, esas legiones, esas legiones -aulló Léntulo casi dando saltos en su podio-, esas legiones que llaman las «legiones malditas». – Publio volvió a alzarse de su asiento y reclamó silencio una vez más. A regañadientes los senadores proclives a su causa acataron sus órdenes, pero cada vez estaban más enfadados y confundidos, pues no veían a qué conducía todo aquello sino a votar una absurda moción que prácticamente reducía a cero las posibilidades de que Publio Cornelio Escipión pudiera llevar a cabo un ataque contra África con unas mínimas garantías de éxito. Una vez restablecido no ya un silencio, sino un nivel de murmullos que permitía la expresión en voz muy alta, Cayo Léntulo retomó la palabra.

»Y para terminar, el Senado se reserva el derecho de nombrar el quaestor de las legiones V y VI que velará por que estas condiciones se sigan al pie de la letra. Y por último y muy importante -ahora se dirigió al viejo senador Fulvio-, el cónsul me ha manifestado su firme voluntad de aceptar la votación del Senado como definitiva y de no recurrir a los tribunos de la plebe para presentar ninguna moción alternativa a la que acabo de exponer. Y esto es lo que hay que votar.

Y Cayo Léntulo tomó asiento y dejó que durante unos minutos los gritos, insultos, amenazas e injurias fueran proferidas por los unos y los otros hasta que el cansancio mismo de los que gritaban fue haciendo mella en los paires conscripti. La votación debía tener lugar a continuación, por ello en esta ocasión el praetor urbanus decidió tomarse todo el tiempo necesario hasta que se hizo el silencio en la sala. Cuando los unos y los otros se cansaron de gritar y retomaban sus asientos haciendo al fin caso a los gestos de Lucio Emilio Paulo, los seguidores de Publio, y del viejo Fulvio, los partidarios de Máximo, pues ni el cónsul ni el princeps senatus se levantaron más de sus asientos, sino que se mantenían quietos, inmóviles, estudiándose con sus ojos el uno al otro, como si quisieran leerse el pensamiento mutuamente y comprender quién de los dos estaba a punto de ceder y aceptar una locura. Máximo estaba persuadido de que ése no era otro que el impulsivo joven cónsul, y el propio Publio, toda vez que la reacción de sus seguidores, igual que la noche anterior en su propia casa con sus familiares y amigos, había sido de tanto rechazo hacia lo que él mismo estaba dispuesto a aceptar, empezaba a pensar que tanta gente no podía equivocarse y que, seguramente, el único que estaba ganando algo en aquella sesión no era otro, una vez más, sino el viejo y eterno Quinto Fabio Máximo. Léntulo se alzó de nuevo y se dirigió a todos desde su podio.

–Sea, toda vez que la moción ha sido definida y hecha pública, procederemos a la votación, que será en voz alta y nominal utilizando las formas de respuesta tradicionales, uti tu rogas, como solicitas, o, en este caso, consentio Scipioni, de acuerdo con Escipión, para el que esté de acuerdo con la propuesta del cónsul, o nequáquam ita siet, que de ningún modo sea sí, para el que esté en contra. Empezaré, como no puede ser de otra forma, relcamando el voto del más veterano de todos nosotros, del princeps senatus. Así que le llamaré por su nombre. ¡Quinto Fabio Máximo!

Y el viejo Máximo se levantó. Todos tenían bastante claro que Máximo aceptaría aquella propuesta que dejaba al cónsul prácticamente desprovisto de medios con los que ejecutar su plan de África y sólo entre los seguidores de Publio había algunos que alimentaban la esperanza de que, en su ofuscación por negarse a todo lo que provenía de Escipión, el mismísimo Máximo se negara también a esta propuesta y así, por su tozudez, salvara al joven cónsul de un consulado inoperante en el mejor de los casos y, en el peor, de un destino abocado a la muerte. Pero eran vanas esas esperanzas. Quinto Fabio Máximo se levantó y, ponderando muy bien la elección de las palabras, evitando decir el nombre de Escipión, en lugar de emplear la opción de consentio Scipioni, optó por la más impersonal de las fórmulas.

–Uti tu rogas -dijo, y lo dijo en voz casi baja, como un susurro, pero que retumbó en los tímpanos de todos, pues tal era el silencio que se había apoderado de la gran sala del Senado de Roma ante la expectación por saber la opinión de Máximo-. Uti tu rogas -repitió, y se sentó despacio en su asiento.

Tras el voto favorable del princeps senatus llegó la cascada del resto de los votos favorables de los seguidores del viejo senador así como de unos abatidos partidarios de Publio Cornelio Escipión, que no entendían por qué un tan valiente general aceptaba una tan humillante condición para su primer consulado.

Publio, por su parte, comprendió, al ver tan sumamente satisfecho a su eterno enemigo y al contemplar las sonrisas de Fulvio y el resto de los senadores próximos al anciano princeps senatus, que, sin duda, una vez más, Quinto Fabio Máximo le había derrotado en el Senado, como ya hiciera en el pasado, cuando le arrebató el título de procónsul antes de partir para Hispania. Y ahora le dejaba ser cónsul, pero le había quitado el ejército, le había prohibido hacer levas y sólo le dejaba el mando de unas tropas despreciadas por todos, por inútiles, cobardes e inservibles. Publio supo en aquel instante que, una vez más, debería recuperar en el campo de batalla todo lo que había perdido en el Senado, sólo que esta vez tendría que ser ante el mismísimo Aníbal, y que bajo su mando sólo tendría las legiones V y VI. Tragó saliva mientras la votación seguía su curso implacable. Tenía la garganta seca. Llegó el último voto. Era un partidario de Máximo.

–Uti tu rogas.

Todos favorables.

Cayo Léntulo, el agotado presidente de aquella sesión, dio por terminado el cónclave de los senadores.

–Ahora sí -dijo-, al fin, que los dioses estén con todos y os acompañen, nihil vos teneo. – Y no se sentó, sino que se derrumbó en su asiento, casi incrédulo de que al fin hubiera podido dar término a aquel galimatías de votación.

Por su parte, mientras todos salían de la gran sala, incluido Quinto Fabio Máximo, un concentrado Publio se mantenía sentado en su sella curulis, meditando. Su destino había quedado, para bien o para mal, unido al de las «legiones malditas».

46 La larga espada de la venganza

Quin ut quisque est meritus, praesens pretium pro factis jeras.

Nevio

[Por cuanto que cualquier hombre merece el premio que sus obras merecen.]

Roma, febrero del 205 a.C.

Fabio Máximo estaba cómodo en su inmensa villa a las afueras de Roma. Era cierto que el pueblo no dejaba de sorprenderle en su afán por apoyar la aventura del joven Escipión, la absurda idea de invadir África, y que el cónsul estaba consiguiendo reclutar varios miles de hombres entre ciudadanos y aliados de las ciudades latinas. Había conseguido un ejército de siete mil almas. Siete mil. Máximo sonreía mientras bebía un largo sorbo de vino. Siete mil locos. Siete mil cadáveres. De hecho, Escipión se llevaba consigo a todos sus oficiales de confianza, a Lucio Marcio, aquel tribuno de Hispania que contuvo a los cartagineses tras la muerte del tío y el padre del cónsul actual. Y también se llevaba a otros fieles a su causa y a su familia: Mario Juvencio, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Silano… y, por supuesto, a Cayo

Lelio. Lelio. Eso era lo mejor de todo. Pese a lo debilitada que estaba esa amistad. Fabio había visto la distancia que les separaba ahora a Escipión y a Lelio, lo había leído en la mirada fría de Lelio cuando visitó al cónsul en su domus próxima al foro: aquélla ya no era la mirada ciega de antaño; aún había notable lealtad, pero se había sembrado cierta duda en el ánimo de Lelio que había germinado en Hispania, aunque aún estaba por dar mayores frutos. Tiempo al tiempo. No, aquélla ya no era aquella indisoluble amistad, aquel lazo incorruptible. De hecho, Fabio Máximo había considerado volver a dirigirse a Cayo Lelio para intentar una vez más alejarlo por completo de Escipión, pero luego lo pensó con más calma pasados los intensos debates en el Senado y tuvo un momento de sórdida lucidez. La iluminación que a él más le gustaba: era mejor dejarlos juntos. Dos amigos que han visto deteriorarse su amistad son sujetos debilitados, susceptibles al error fácil, siempre desconfiados el uno del otro, obsesionados por ello y más aún cuando se esfuerzan en hacer como si su amistad permaneciera intacta al devenir del tiempo y los acontecimientos torcidos de la guerra; sí, ofuscados por sus propios sentimientos confusos, hasta el punto de que, con frecuencia, no ven la red de enemigos que les acecha desde dentro y desde fuera de su círculo de relaciones. No. Estaba claro que era mejor dejarlos marchar juntos. Todos a Sicilia y luego a África. Incluso el Escipión le había hecho el grandísimo favor de decidir llevarse consigo a su propia mujer con sus hijos. En una sola campaña la gens Cornelia vería cómo su rama Escipión quedaba cercenada de cuajo, todo su árbol genealógico arrancado de raíz, muerto, sobre las arenas de África.

Fabio bebía y en cada sorbo saboreaba con deleite el suave dulzor de la victoria que se forja día a día, poco a poco. Ver hundirse a tu mayor enemigo político en la locura y en la más total de las autodestrucciones era un placer que le sosegaba el alma. Las dos esclavas egipcias estaban a sus pies, como siempre medio desnudas. Era un momento adecuado para disfrutar de otros placeres.

–Trae el látigo -le dijo a una de las muchachas. La joven se levantó mirando a su amo con horror-. El látigo, he dicho, ¿o es que además de azotaros deberé mataros a las dos aquí y ahora? – La joven partió a por el látigo corriendo, sus pies descalzos casi resbalan sobre la fría piedra-. Debería haber preguntado al estúpido Lelio si no querría también compraros a vosotras. Así habría salido ganando algo tras sacaros de las manos de los piratas de Iliria.

Fabio Máximo puso su mano izquierda arrugada bajo la barbilla de la otra esclava egipcia obligándola a levantar la cara. – Abre la boca.

La muchacha, más sometida que su compañera, entreabrió los labios. Fabio vertió entonces el contenido de su copa sobre la boca de la esclava. La joven empezó a beber el vino, pero el princeps senatus volcó más la copa de modo que el vino caía con demasiada rapidez como para poder ser ingerido por la muchacha. El licor resbalaba por la barbilla, el cuello y la piel de la chica hasta impregnar la fina tela que cubría sus senos. Los pezones quedaron marcados y la muchacha, instintivamente se llevó una mano a los pechos para cubrirse.

–Quieta -dijo Fabio Máximo con una voz gélida que heló el corazón de la esclava-, me gusta ver cómo cae el vino sobre tu piel. Tu compañera parece tardar demasiado en traer el látigo. El retraso le costará, os costará varios azotes extra a cada una. Parece mentira que las esclavas nunca aprendáis. Hoy, pequeña -y dejó de verter vino sobre la muchacha-, hoy vamos a hacer muchas cosas juntos, los tres, ¿qué bien, verdad? Hoy gozaremos a la salud de los dioses… los dioses romanos, por supuesto. Los dioses egipcios, está claro, hace tiempo que se olvidaron de vosotras.

La otra esclava llegó con el látigo solicitado. Fabio Máximo estiró el brazo derecho y tomó el flagelo. Se levantó despacio. No tenía que hablar. Las dos muchachas se arrodillaron a sus pies y, en un último intento por conseguir clemencia, se abrazaron a sus rodillas. Fue así como recibieron los primeros cintarazos de aquel día.

Liguria, norte de Italia

Liguria estaba agitada. Los galos de la región y de los pueblos vecinos esperaban que un nuevo hermano de Aníbal llegara al norte de Italia. Pese al desastre del Metauro, los cartagineses no parecían ceder y entre los galos no se hablaba de otra cosa: Magón, el hermano pequeño de Aníbal, llegaría al norte de Italia en cualquier momento.

Quinto Fabio Máximo hijo cabalgaba a lomos de su precioso caballo negro. Tras él, sesenta jinetes de las dos turmae con las que exploraba la región de Liguria. Había aceptado aquella misión por consejo de su padre.

–Aníbal está en el sur; por eso tú debes ir al norte; cuando Roma se canse de enviar a insensatos a luchar contra el cartaginés, propondré tu nombre y el Senado lo aceptará, por necesidad, incluso por convencimiento. Eres un general respetado y tu nombre, hijo mío, pesa ya mucho en Roma.

–Pesa por ti -le había replicado él, pero su padre fue contundente en la respuesta.

–Pesa por nuestra familia entera, pesa porque los Fabios llevamos siglos preservando las tradiciones de Roma; pesa por mi experiencia, pero pesa también por tu valentía. Tú mismo fuiste cónsul hace ocho años y te comportaste con dignidad, sin perder ninguna legión en los enfrentamientos contra Aníbal ni caer en ninguna de sus múltiples emboscadas que a tantos otros han sorprendido, incluido al que consideran legendario Marcelo. Y cuando fuiste pretor el año precedente, lo mismo. Sí, el Senado apreciará que en mi propuesta hay una buena posibilidad de derrotar a Aníbal. Y así será, hijo mío, así será. El secreto está en esperar el momento adecuado. Aníbal aún no es fruta madura, aún le falta un poco para ser cosechada. Por eso debes marchar al norte. Marcelo se equivocó y quiso cortar el fruto del árbol demasiado pronto y el árbol acabó con él.

–De eso hace tres años, padre.

–¿Tres años…? ¿Tanto tiempo? Bien, puede ser, pero debemos esperar que pase este consulado. Los Escipiones están demasiado fuertes, son demasiado populares. El joven Escipión será cónsul, querrá seguir adelante con su locura de invadir África. Le dejaremos, hijo, le dejaremos y perecerá allí. Eso desalentará al pueblo y confundirá al Senado. Entonces llegaremos nosotros, padre e hijo: la salvación de Roma, los Fabios, como debe ser. Así lo auguro, hijo, así lo quieren los dioses.

–¿Por eso debo marchar al norte?

–Por eso -terminó su padre de forma concluyente. El le abrazó, como hacía siempre, por respeto y por aprecio. Sabía que era una de las pocas personas que realmente estimaban ya a aquel anciano. Su padre era respetado, temido, odiado, admirado, pero apenas era querido. Su carácter distante, su forma fría de presentar los acontecimientos, su enorme poder, lo alejaban del amor de todos. Su padre estaba preso de su propia leyenda. Era un anciano todopoderoso que vivía en la más absoluta de las soledades. A veces temía volverse como él. Pero siempre había seguido sus consejos políticos, pues nadie mejor que su padre sabía desentrañar el futuro de la vida política en Roma y especialmente ahora, en medio de aquella lucha sin fin contra Cartago. Aceptó acudir al norte, a patrullar la región y velar porque los galos no reavivaran las llamas de la guerra animados por falsas esperanzas en la llegada de refuerzos africanos. Era una misión en cierto modo humillante para alguien de su nivel y alcurnia, pero era lo que su padre quería.

–No importa lo que piensen de ti, no importa que piensen que huyes o que te escondes de Aníbal; la mayoría, hijo mío, la gran mayoría de todos los que piensen y murmuren en ese sentido habrán muerto en el sur antes de que acabe el año. Entonces llegarás tú y sobre sus cadáveres conseguirás el gran triunfo que mereces, que merecemos.

Los galos ligures, nerviosos por los rumores de una próxima llegada de Magón Barca, acechaban a las poblaciones fieles a los romanos. Aquella mañana, Quinto Fabio Máximo hijo tenía la misión de explorar treinta millas ascendiendo el curso del río Trebia desde Placentia en dirección a Genoa. Llevaban toda la mañana sin detenerse. Ningún decurión se había dirigido a él solicitando descanso, pero Quinto era un hombre experimentado y sabía combinar la disciplina con el sentido común. Levantó la mano derecha y toda la columna se detuvo en pocos segundos.

–Que los jinetes desmonten y que den de beber a los caballos. Descansaremos unos minutos -dijo Quinto Fabio Máximo hijo a uno de los decuriones.

Los caballeros romanos obedecieron con agrado y, caminando junto a sus animales, se acercaron al río. El Trebia bajaba lleno de agua fresca y clara. Los caballos piafaban de satisfacción mientras bebían. Algunos hombres se arrodillaron y hundían la cabeza en el agua del río para limpiarse el sudor y saciar su sed. Fabio Máximo hijo se agachó y formó un cuenco con sus manos. Se echó agua fría por el cogote y luego bebió dos veces. Un caballo relinchó. Al principio no le dio importancia, pero algo, en el fondo de su cabeza, se quedó intranquilo. Se levantó y miró a su alrededor. Los caballos bebían y los hombres se lavaban. De pronto comprendió lo que le perturbaba. Aquel relincho había venido de la otra orilla del río. Se puso la mano sobre la frente para protegerse del sol y poder escudriñar mejor el otro lado del Trebia. Fue entonces cuando cayeron las primeras flechas.

Catón irrumpió con furia en la domus de su mentor. Los esclavos que hacían guardia se apartaban ante la rauda figura del enjuto romano que se abría paso sin mirar a nadie ni atender a las llamadas que alguno de aquellos hombres le hacía. Al llegar al gran atrio de la mansión de Fabio Máximo vio a dos esclavos apostados frente a una de las puertas que daban al atrio. Catón dirigió sus pasos hacia allí cuando uno de los esclavos se interpuso entre él y la puerta.

–El amo está descansando. No se pasa -dijo el esclavo.

–Aparta de ahí, imbécil, si no quieres que te deslome a golpes -respondió Catón con una mirada asesina en su rostro. El esclavo empezó a sudar sin moverse de la puerta; sin embargo, su compañero, a sus espaldas, comenzó a alejarse. Catón, sorprendido por la obstinada persistencia del esclavo, movió con agilidad sus manos y debajo de su larga toga extrajo una daga.

–Es tu última oportunidad de seguir con tu miserable existencia, esclavo, o te apartas de ahí o por Júpiter que regaré este suelo con tu sangre innoble…

La advertencia de Catón se vio interrumpida por el chasquido de un látigo y el gemido desgarrado de una voz femenina. Luego siguió un sollozo ahogado y la carcajada inconfundible del anciano Quinto Fabio Máximo. El esclavo que permanecía en la puerta vio la punta de la daga que sostenía el brazo de Catón aproximarse hacia su pecho. El esclavo fue separándose de la puerta hasta que dejó el camino despejado. Catón dio tres pasos rápidos y entró en la estancia donde estaba el viejo princeps senatus.

Marco Porcio Catón suspiró al contemplar la escena que encontró en el interior. Fabio Máximo sostenía una copa de vino en su mano izquierda mientras que en la derecha blandía un largo látigo cuya cinta estaba enrojecida de sangre. Frente al ex cónsul y ex dictador de Roma dos jóvenes esclavas yacían arrodilladas y desnudas, mirando hacia la pared con la piel de su espalda cruzada por decenas de cortes finos y profundos por los que emergía un cálido líquido rojo que navegaba por los muslos de las muchachas hasta salpicar el suelo de piedra.

–¡He dicho que no se me moleste! – rugió el princeps senatus con una potencia aparentemente ajena a sus setenta y ocho años volviéndose para condenar con su mirada al inesperado intruso que le interrumpía en su diario disfrute de las esclavas de su propiedad-. Pero si es nuestro querido Marco Porcio Catón… como ves estoy ocupado. – Pero pese al vino y a que la mente de Máximo estaba centrada en menesteres muy mundanos y, como observaba en los ojos de su joven discípulo, claramente condenados por un Catón siempre tan pulcro, tan puritano, tan aburrido, el viejo senador no dejó de percatarse de que Catón, contrariamente a su costumbre, se había presentado por sorpresa, interrumpiéndole en su descanso y en sus entretenimientos y, lo que era aún mucho más sospechoso, había llegado sin afeitar, con polvo en los pies y con la toga mal ajustada-. ¿Pasa algo, mi buen Catón, algo que deba saber y que sea tan urgente como para interrumpirme y como para que salgas de tu casa sin afeitarte?

Catón, que ya había ocultado su daga bajo la toga, se llevó la mano derecha al mentón. Tal había sido su urgencia que ni siquiera había reparado en ese detalle. Por su parte, Máximo arrojó el látigo al suelo y dio instrucciones a sus atormentadas esclavas sin dejar de mirar a Catón.

–Marchaos, las dos. Esta noche proseguiremos con nuestro juego.

Las esclavas salieron agachadas casi a gatas, y no pararon hasta llegar a las cocinas, donde una a la otra fueron limpiándose las heridas con agua caliente y paños limpios, ambas con una terrible mueca de asco, dolor y odio plasmada sobre su rostro, hasta el punto que ningún otro esclavo o esclava se atrevió a acercarse a ellas, ya fuera para ayudarlas o para preguntarles qué quería aquel enfurecido Catón que había osado interrumpir al amo.

En el patio, Fabio Máximo hizo un gesto con la mano invitando a su joven discípulo a que hablara de una vez. Catón parecía dudar. Los dos hombres se encontraban frente a frente, en pie, junto al impluvium en el centro del atrio.

–¿Vas a decirme ya a qué debo esta inesperada actuación por tu parte? – insistió Máximo-. Marco, tú siempre eres un hombre retraído y mesurado en tus acciones. Tu porte y tu forma de entrar en esta casa no son propias de ti.

–Quizá… deberías… sentarte… -empezó un aún muy dubitativo Catón.

Fabio Máximo sacudió la cabeza.

–No, Marco -respondió con firmeza el viejo senador-. De pie, de pie he recibido siempre todas las grandes noticias de mi vida, las buenas y las malas: el nacimiento de mi hijo, la concesión por el Senado de mi primer consulado, el permiso para disfrutar de un gran triunfo, la caída de Sagunto, la llegada de Aníbal al norte de Italia, las derrotas de Tesino, Trasimeno, Trebia y Cannae, mi nombramiento como dictador y el posterior humillante nombramiento de Minucio

Rufo como mi igual; la llegada de Aníbal a las puertas de Roma, el acceso al consulado de mi hijo, sus victorias, la conquista de Tarento, la muerte de Marcelo, todo lo he escuchado firme y sereno y ahora no ha de ser diferente. Pero tú, querido Marco, tú que me conoces tanto… leo duda en tus ojos y… -Máximo frunció el ceño y arrugó los ojos como indagando en la mente de su interlocutor-. Marco, no sabía que en tu ánimo cupiera ese sentimiento sólo propio de los débiles: miedo. Hay miedo en tu mirada. Eso, eso sí me sorprende.

Catón decidió desparramar sus noticias como quien vuelca un cántaro repleto y ve cómo el recipiente se quiebra en su caída y vierte todo su líquido por todas partes, sin freno, sin control.

Princeps senatus, tu hijo ha muerto. Ha caído abatido por las flechas en una misión de reconocimiento contra los ligures, junto al río Trebia.

Quinto Fabio Máximo, ex cónsul, ex dictador, el hombre más poderoso de Roma, el más experto, el más temido, el que declaró el principio de aquella guerra ante el mismísimo Senado de Cartago, el que acababa de derrotar en el Senado al popular Escipión, enmudeció. Toda su rica y elevada oratoria, toda su pericia en las palabras zozobró como una flota entera engullida por el furor del dios de las aguas. Máximo sintió los latidos de su corazón por todo su cuerpo, largos y pesados al principio y de súbito rápidos. Giró la cabeza y buscó dónde sentarse. Encontró un triclinium y fue a ayudarse de su mano izquierda pero todo ese brazo parecía haber muerto, haberle abandonado. No lo sentía. Entonces empezó el dolor agudo, punzante desde el brazo, que subía por el pecho, alcanzaba su cuello y luego se deslizaba cruel de regreso por el brazo inerme. Se ayudó del brazo derecho, que sí le respondía. Una vez sentado abrió la boca para respirar. Le faltaba el aire. Marco se había acercado a su lado y le había puesto una mano fría en la frente y hablaba, pero no le podía escuchar. Sólo quería respirar. Pasaron así varios segundos que a Fabio Máximo le parecieron una dolorosa y profunda eternidad, pero cuando pensaba que iba ya camino del reino de los muertos, cerró los ojos y concentrado en su respiración encontró que el aire volvía a entrar en su cuerpo, y que el dolor, aún fuerte y agudo, parecía remitir en su crudeza.

–¡Traed agua! ¡Rápido!

Máximo vio movimiento de esclavos a su alrededor y oía la voz de Marco dando órdenes a los mismos. Sintió agua fresca por su rostro. Su ánimo se fue sosegando. El corazón latía regularmente. Respiraba mejor. Sí. Se incorporó un poco. Estaba en el suelo, ahora apoyado con su espalda en la pared. Debía de haber caído del triclinium sin darse cuenta. Levantó un poco su mano derecha.

–¡Apartaos todos! – gritó Catón-. ¡Dejad espacio para que respire, por Castor y Pólux y todos los dioses!

Máximo agradeció tener a alguien con sentido común a su lado en aquel momento. Luego entró en su ser la rabia y la sensación de humillación, ahí caído, en el suelo, ante sus esclavos.

–Que… que… se vayan todos… todos… -fueron las primeras palabras que acertó a pronunciar. Catón las amplificó y en un minuto quedaron solos el viejo senador y su discípulo, solos maestro y alumno.

–Ayúdame a levantarme.

Catón pasó un brazo por detrás de la espalda del viejo ex cónsul y estiró hacia arriba. Quinto Fabio Máximo consiguió erguirse. Luego se zafó con cierta brusquedad del brazo que le había ayudado. Catón se separó del ex cónsul. No se sintió ofendido. El viejo senador tenía derecho a su espacio, a su momento de debilidad, a su duelo. Su hijo había muerto. Sus esperanzas, Catón lo sabía, estaban todas puestas en él y Quinto hijo se había mostrado como un fiel y disciplinado vastago, lo que sin duda en aquel momento no hacía sino incrementar el dolor del princeps senatus. Catón le vio caminar hasta uno de los divanes, recostarse y cerrar los ojos.

–Ya has cumplido con tu misión, querido Marco, ya has entregado tus funestas noticias. No te culpo por ellas. Eres sólo el mensajero, pero ahora necesito estar solo. Sé que tú lo entenderás. Y agradezco que fueras tú quien viniera con semejante infortunio. Has evitado los rodeos absurdos. El golpe ha sido duro para un viejo como yo pero no podía ser de otra forma.

–Lo sé, mi señor -respondió Catón, y dudó antes de continuar pero al fin se decidió a añadir algo-. Daremos con los que han osado organizar ese ataque en Liguria contra tu hijo y sus turmae y te traeré su cabeza.

Fabio Máximo escuchó con pesadumbre aquellas palabras pues sabía de lo incierto de su cumplimiento. Era una promesa vana.

–No prometas, querido Marco, aquello que está más allá de tus posibilidades.

Catón insitió en su oferta.

–Se puede hacer: organizaré partidas expedicionarias hacia el norte. Daremos con ese grupo de galos. Se puede hacer. Se puede hacer, princeps senatus. Especialmente, lo he pensado ya mientras venía hacia aquí, si hacemos correr la voz de que habrá una buena recompensa a quien nos dé información de su paradero, de sus cabecillas, del líder que ordenó la matanza… no sería la primera vez que los galos se traicionan entre sí por un poco de oro.

–No, Marco, no. – Fabio, todavía reclinado sobre el triclinium, continuaba hablando sin abrir los ojos-. Quien ha ordenado este ataque tan preciso no está a tu alcance. Ni al alcance de ningún romano, por lo que se ve, de momento. Dime, Marco, ¿ha habido otros ataques similares en los últimos días, semanas quizá?

Marcó arrugó la frente mientras pensaba.

–No, lo cierto es que no, por eso esta emboscada es aún más sorprendente. Los galos esán agitados. Quizá sea el principio de la revuelta a mayor escala que están preparando para unirse a Magón si al final éste desembarca en el norte.

–Ya. ¿Y ha habido más ataques desde esta emboscada?

–No. No los ha habido.

–¿Y no te parece algo peculiar todo eso? – Y Fabio abrió al fin los ojos.

–Peculiar… sí. Algo extraño, pero es difícil entender a esos bárbaros.

–No tanto, Marco, no tanto. Es un ataque premeditado para acabar con la vida de mi hijo. Hay alguien en este mundo, Marco, que ha sabido causarme más dolor del que me hubiera producido si me hubiera matado. Ese ataque no es trivial ni espontáneo. Y sólo hay alguien que puede haber acumulado tanto odio contra mi persona en estos años de guerra.

De súbito, Catón lo comprendió todo, pero como no podía asumir lo que su mente se esforzaba en hacerle entender, su respuesta se transformó en pregunta. Necesitaba la confirmación de su mentor.

–¿Aníbal?

Fabio fue capaz de esbozar una tibia sonrisa de satisfacción por tener un interlocutor medianamente inteligente con el que debatir.

–Sólo Aníbal me odia tanto, Marco, bueno, y quizás el joven Escipión, pero Aníbal en particular, especialmente desde la ejecución y decapitación de su hermano a instancias mías. El ejecutor fue Nerón, más vale que se cuide, por cierto, pero el instigador fui yo. Mi error fue jactarme de ello en el foro y en el Senado. La soberbia, la vanidad siempre nos pierde. Podría haber mantenido en secreto mi acción, mi consejo de ser implacable e innoble con el cuerpo caído de Asdrúbal, pero la vanidad me pudo. ¿Quién no querría apuntarse ese éxito ante el Senado y ante el pueblo? La cabeza de Asdrúbal rodando hasta llegar a los pies de Aníbal. El pueblo estuvo feliz, yo me pavoneé ante todos y eso, de algún modo, ha llegado a oídos de Aníbal, y ahora Aníbal me devuelve su venganza, bien fría, dos años después. Es toda una lección. Vete, Marco, necesito estar a solas con mi dolor y con mi fracaso.

Nunca antes Fabio Máximo había sentido la necesidad de suicidarse, pero en aquel momento lo consideró una opción razonable. Ya había vivido demasiado. Los padres deben morir antes que sus hijos. Ese era el orden natural. Aníbal había sabido asestar el golpe en su punto más débil, más aún, en su único punto débil. Aquel pensamiento le hizo reflexionar. Ahora ya no tenía más puntos débiles y tampoco le importaba ya vivir o morir. Sólo le había quedado ilusión por ver a su hijo reelegido cónsul una vez más, y luego censor, y disfrutar de verle desfilar tras un gran triunfo sobre Aníbal. Aníbal. Todo volvía al fin siempre al mismo nombre: Aníbal. Pero para terminar con Aníbal debía controlar Roma, preservar Roma y gestionar sus recursos con inteligencia y no permitir que un loco como Escipión dilapidara legiones y provisiones en ataques absurdos. Quinto Fabio Máximo se levantó. Su hijo había muerto. Era un mal día. Era el peor de los días, pero él era el princeps senatus y Roma, como siempre, le seguía necesitando. Y ya sólo luchar por Roma era lo único que podía dar sentido a su existencia. En consecuencia, debía aplicarse a la tarea con más esmero que nunca.

Catón caminaba hacia atrás. Aún dudaba de la salud del viejo ex cónsul, pero era la segunda vez que éste le rogaba que se marchara. No podía, no debía insistir en contrariarle. Estaba llegando al vestíbulo cuando la voz de Máximo le llamó.

–Marco, no te vayas -dijo el viejo senador, y Catón detuvo su marcha, dio media vuelta y regresó junto a su mentor-. Marco, ya velaré luego mi pérdida, pero Roma no puede, no debe esperar. Roma, Marco, aprende esto bien, apréndelo bien, Roma, Marco, está siempre por encima de todo. Sólo a ella debemos fidelidad eterna. Y esa fidelidad nos obliga a cuidar de la seguridad de Roma: Marco, quiero que seas el quaestor de las legiones V y VI de Sicilia. Has de controlar a ese maldito Escipión, has de controlar que no quebrante las precisas instrucciones que el Senado ha dictado con referencia a la invasión de Africa. Hemos de hablar de ese asunto largo y tendido. Siéntate, Marco, siéntate mientras recompongo mi mente y apaciguo mis pensamientos.

Marco Porcio Catón le miraba sin parpadear y boquiabierto. Ahora era él el que recibía las malas noticias: iba a embarcar en un viaje sin regreso posible como quaestor de las «legiones malditas».

47 Las «legiones malditas»

Lilibeo, costa occidental de Sicilia, finales de marzo del 205 a.C.

El aluvión de generosidad con la que no sólo los romanos, que alistaron a varios miles de voluntarios, sino de todas las partes del Lacio y las regiones vecinas, emocionó a Publio. Desde Caere llegaron grano y provisiones que pudieran servir de alimento para las tripulaciones y los soldados que se habían adherido voluntariamente a la expedición con destino a Sicilia primero y luego a la temida África. Pero hacían falta tantas cosas. El cónsul vio admirado cómo llegaba hierro para forjar centenares de nuevas armas enviado desde Populonium y la flota para transportar a sus soldados la pudo construir con telas para los velámenes procedentes de Tarquinii y madera cedida por Volaterrae, desde donde también se envió más trigo. Pero es que llegaban armas procedentes de todas los rincones de Italia: tres mil escudos, tres mil cascos y hasta cincuenta mil lanzas, jabalinas y pila enviadas desde Arrentium, y desde otras ciudades llegaban centenares de hachas, palas, picos y todo tipo de herramientas con las que poder construir barcos y que luego podrían emplear para levantar los campamentos de las tropas expedicionarias. Y se enviaba más madera desde Perusia, Clusium y Rusellae. Y, lo que más ansiaba Publio: llegaron algunos centenares más de voluntarios desde Umbría, Reate, Amiternum y el territorio de los sabinos. Desde Camerinum se presentaron seiscientos soldados perfectamente armados y dispuestos para el combate. Publio puso a sus hombres a trabajar día y noche con la supervisión de sus oficiales, de Lelio, Silano, Marcio, Terebelio y Digicio; en tan sólo cuarenta y cinco días, se contruyeron veinte quinquerremes y diez cuatrirremes. El día siguiente partieron rumbo a un viaje en el que todos tenían puestas mil esperanzas, pero en el fondo de sus corazones todos sabían que, pese a la generosidad de muchas ciudades y pueblos de Italia, la expedición era reducida en número de barcos y efectivos. Publio, mejor que nadie, sabía que tenía bastantes armas y unos pocos hombres ilusionados, pero estaba seguro de que, sin las legiones V y VI fuertemente armadas, bien dotadas y, sobre todo, bien predispuestas para entrar en combate, la expedición navegaba rumbo al más estrepitoso de los fracasos. Pero debía intentarlo. Se lo debía a su padre y a su tío, se lo debía a toda su familia, al pueblo de Roma y a todas aquellas ciudades y regiones de Italia que confiaban en su idea de invadir África para alejar de una vez por todas la destrucción, el saqueo y el pillaje permanente al que Aníbal Barca los tenía sometidos. Todos necesitaban a las legiones V y VI, las necesitaban como el aire para respirar, las necesitaban por muy malditas que éstas fueran.

Publio desembarcó en Lilibeo con los siete mil voluntarios que se habían unido a su causa. El cónsul examinaba la silueta de sus oficiales recortada en un extremo de cubierta mientras admiraban la bahía del puerto más importante al oeste de Sicilia: Lucio Marcio Septimio, reflexivo e inteligente; Mario Juvencio, leal y valiente; Quinto Terebelio, fuerza bruta y decisión disciplinadas hasta sus últimas consecuencias; Sexto Digicio, siempre intentando hacer valer que los marineros de Roma eran tan o más valientes que los legionarios; Silano, hábil y seguro, un gran combatiente, y Cayo Lelio, aún algo distante, todavía dolido por haberse visto relegado por él en las últimas batallas de Hispania y, sin embargo, allí estaba. Y haría lo que se le pidiera, como siempre, y de hecho fue el que primero reaccionó cuando cayó enfermo en Cartago Nova. Allí estaban todos. Todos bravos, firmes, preparados, pero eran pocos, insuficientes para la magna empresa que Publio deseaba acometer. Todos sus pensamientos daban círculos para volver a lo mismo: Necesitaba las dos legiones acantonadas a pocas millas de Lilibeo. Necesitaba las legiones V y VI de Roma y las necesitaba tan leales, tan preparadas y tan dispuestas como los siete mil hombres que ahora le acompañaban en el desembarco en aquel puerto en el extremo occidental de Sicilia. A su pesar, a las dudas sobre la disposición de las «legiones malditas», había que añadir la presencia entre los oficiales de Marco Porcio Catón en calidad de quaestor. La última artimaña de Quinto Fabio Máximo, quien, no satisfecho por haber mermado las fuerzas de las que Publio disponía para poner en marcha su plan de atacar África, había introducido a su más fiel pupilo como quaestor de aquellas fuerzas. Publio podría haber luchado por impedir que Catón fuera el seleccionado para esa cuestura, pero era lo que había pactado con el propio Máximo y ya no había marcha atrás. Tenía sólo un año para, al menos, reunir un ejército fuerte, adiestrarlo y desembarcar en África. Publio sorprendió a todos cuando no puso ninguna oposición a la presencia de Catón entre sus fuerzas.

Si el plan de Máximo era embarcarlo en disputas largas y manipuladas con el inoportuno quaestor, él debía estar atento a no dejarse llevar por esa estrategia y no perder nunca el objetivo final de aquella campaña: África. Y si lo que Máximo buscaba con la presencia de Catón era intimidarle, también fallaría. Publio estaba decidido a hacer lo que fuera necesario para invadir África, independientemente de la acusadora y siempre entrometida mirada de Marco Porcio Catón.

Todo estaba tan en contra del éxito de su empresa que Publio, cada vez que surgía un nuevo impedimento, no hacía sino pensar que ya nada podía empeorar las cosas. En esos momentos sentía que se estaba equivocando y, al mismo tiempo, para su sorpresa, seguía estando seguro de que desembarcaría aquel año en África. De lo que ya no estaba tan seguro era del desarrollo final de aquella campaña una vez que las sandalias de sus legionarios pisaran aquella inhóspita y hostil tierra.

Publio había pasado la mañana saludando a los mandatarios de Lilibeo y organizando la estancia de su mujer y sus hijos en aquella ciudad, pues había decidido que éstos debían quedarse en Lilibeo hasta que se asegurara de cuál era la situación real de aquellas dos legiones por tantos años desterradas de Roma. Emilia aceptó quedarse en Lilibeo con la misma docilidad que su obstinada resistencia a quedarse en Roma. Su mujer sabía distinguir la frontera entre estar junto a su marido siempre que fuera posible y suponer un riesgo para que su esposo desempeñase los objetivos que se había marcado. Nadie sabía exactamente la posición de las legiones V y VI, ni nadie garantizaba que fueran a aceptar ya mando alguno procedente de una Roma que los había condenado a un ostracismo durante once largos y eternos años. Así de concluyentes se mostraron las autoridades del gobierno de Lilibeo.

–Que los dioses velen por ti -fueron las únicas palabras que dijo Emilia al despedirse de él, sin abrazos, sin besos, pues estaban rodeados por todos los oficiales de Publio.

El cónsul respondió mientras se alejaba hacia la puerta de la domus que le habían cedido las autoridades de la ciudad con palabras llenas de afecto pese a su brevedad.

–Y que os cuiden a vosotros. Volveré en unos días.

Y el cónsul partió. Comenzó a andar por las calles de Lilibeo buscando la puerta oriental. Tras él caminaban todos sus tribunos, Lelio al frente, y luego Marcio, Mario, Terebelio, Silano y Digicio. Catón caminaba tras todos ellos, deprisa, mirando siempre a un lado y a otro, como si quisiera escudriñarlo todo, como si tomara nota de cada gesto, de cada palabra del cónsul.

A la puerta de Lilibeo, había apostados varios caballos para el cónsul y sus oficiales, pero Publio, siguiendo su costumbre, los descartó y prosiguió la marcha a pie, en lo que, como no podía ser de otro modo, le imitaron todos sus oficiales, pero si alguien pensaba que aquello retrasaría el avance, al menos lo hizo mucho menos de lo que podía imaginarse. Publio marcó un paso acelerado, similar al que había usado en sus rápidos desplazamientos en Hispania previos a la toma de Cartago Nova o al de la batalla de Baecula. Sus oficiales, acostumbrados a aquellas agotadoras marchas, igual que la mayoría de los voluntarios que ya habían luchado con el joven cónsul, asumieron la ardua tarea con una mezcla de resignación y orgullo: pocos eran los que entre las legiones de Roma podían resistir unas marchas forzadas como aquéllas. Además, los tribunos encontraron un deleite especial al percibir el sudor que poblaba la frente de un sorprendido Catón, más acostumbrado a los desplazamientos en cuadriga o a caballo que a las largas y penosas marchas legionarias envueltos en una nube de polvo y arena, pues polvo y arena fue lo que les envolvió en poco tiempo a todos. Los campos por los que pasaban, donde antaño se cultivaban abundantes cosechas de trigo que luego se exportaban rumbo a Roma, estaban yermos, vacíos, convertidos todos ellos en un infinito erial ocre de tierras desnudas, semidesiertas. El sol de finales de marzo era poderoso anunciando la llegada de la primavera y el cielo despejado de nubes incrementaba su inclemente azote sobre los esforzados soldados. Catón sufría de forma desmedida y ya estaba seguro de que al final del día tendría ampollas en los pies, pero se cuidó mucho de ni tan siquiera musitar la más mínima palabra de queja. No le daría él esa satisfacción al engreído cónsul. Además, Catón estaba seguro de reír el último, pues al final de aquella absurdamente veloz marcha no encontraría el cónsul otra cosa que hastío, desesperanza y el final de todos sus planes, pero no dijo nada: quería disfrutar presenciando cómo el cónsul descubría por sí mismo lo imposible que resultaba ya para ningún general rescatar de la vergüenza y el abandono a aquellas dos legiones de cobardes y miserables derrotados de Cannae.

Publio, seguido de sus oficiales y de su ejército de voluntarios, continuó avanzando hacia el interior de la gran isla. Los terrenos baldíos les rodeaban cada vez más mientras se adentraban en Sicilia. Se veían pequeñas chozas quemadas y casas de piedra y adobe más grandes semiderruidas. No había ganado ni animales salvajes. Los árboles habían desaparecido, muchos talados años atrás para construir parte de las flotas romanas y cartaginesas de la anterior guerra púnica. Los unos y los otros habían contribuido al desgaste de aquel territorio, pero Sicilia era una tierra rica y productiva en otras regiones de la isla. Allí, por el contrario, sólo se percibía vacío, abandono, olvido. Publio miró al cielo y se detuvo un momento.

–Descansaremos un poco -dijo quitándose el casco y pasándose una mano por su cabello empapado de sudor. Luego miró al cielo. Había algo que le tenía intranquilo-. No hay pájaros.

Nadie se había percatado, pero al decirlo el general todos se dieron cuenta de que en efecto así era: desde que habían dejado Lilibeo atrás, no habían visto pájaro alguno. Al detenerse la marcha, el silencio se hizo aún más evidente. Todos callaron para escuchar mejor, pero no había nada. Ni siquiera viento.

–No es buen augurio -dijo Terebelio, el más supersticioso de los oficiales; también el más osado en el campo de batalla. Marcio y Lelio le echaron una mirada de reprobación, pero el general seguía mirando al cielo. Parecía que no había escuchado aquel comentario, pero sus palabras mostraron hasta qué punto el cónsul estaba atento a todo y a todos.

–No es ni un buen ni un mal augurio, Quinto Terebelio -dijo Publio-. Sin pájaros no tenemos augurio que leer, ni bueno ni malo, ¿no crees? – Y se echó a reír. El resto de los oficiales acompañó a su general en aquella risa contagiosa y cálida con la que siempre sabía relajar el ánimo de los suyos. Terebelio sonrió mientras se rascaba la cabeza metiendo los dedos por debajo del casco. Catón permanecía unos pasos atrás y pensó en decir algo sobre lo incoveniente de hacer bromas sobre asuntos religiosos, pero se contuvo y encontró alivio pensando que el final de aquella jornada supondría una decepción completa para las vanas pretensiones de aquel cónsul de encontrar en las «legiones malditas» tropas preparadas para la guerra. Era obvio que los mal llamados legionarios de la V y la VI se habían dedicado al pillaje y el saqueo de toda la región, un territorio supuestamente amigo de Roma. Hombres así ya no eran romanos, ni siquiera soldados, sólo bandidos sin disciplina inhabilitados para el combate, en otras palabras, inútiles para Escipión.

Las risas terminaron y el denso silencio volvió a rodearlos con su pesado manto de ausencia de todo. El general ordenó reanudar la marcha. El ruido de las miles de sandalias pisando la arena de Sicilia ahuyentaba el vacío del viento inexistente, de los pájaros que no había y del miedo de todos a no encontrar lo que andaban buscando, lo que tanto necesitaban.

Los dos se arrastraban por el suelo. Eran un niño de doce años y su hermana mayor de trece. Estaban aterrorizados, pero el hambre es aún más poderosa que el miedo. Habían descendido desde las colinas, desde las cuevas en las que sus tíos se ocultaban junto con el resto de los granjeros supervivientes al ataque de los demonios de la VI legión. Sabían que eran la VI legión porque lo repetían en cada ataque. El último fue el definitivo. Hasta ese momento se habían conformado con robar el ganado, el trigo y las verduras, pero la última vez lo arrasaron todo: incendiaron la granja, se llevaron todo lo que había para comer y mataron a sus padres. Ellos habían sobrevivido escondidos en un agujero en el suelo del establo que su padre había preparado para ocultar comida, como había hecho con otro zulo similar bajo la casa de piedra.

Los dos niños reptaban arropados por las sombras del atardecer, pero todavía había demasiada luz.

–Esperaremos a que anochezca -dijo la muchacha en la lengua local que hablaban salpicada de palabras fenicias y griegas y, más recientemente, con algún vocablo latino aprendido a sangre y fuego, como far, grano, o puls, gachas de trigo, o pañis militaris. Antes ésas eran palabras asociadas a un próspero negocio: la venta de comida a los cuestores de las legiones allí atrincheradas; pero los soldados cada vez tenían menos dinero y el hambre era la misma. Primero pedían prestado, luego robaban por la noche y al fin venían en bandas organizadas de unos veinte hombres, armados hasta los dientes, con sus corazas, cascos y gladios. Su padre fingía que le robaban todo pero escondía siempre comida debajo de la casa y en el agujero del establo. Un día descubrieron el hueco de la casa y, como castigo, violaron y mataron a su madre. Su padre no resistió más y cuando montaban en sus caballos negros, tomó un cuchillo y se lo clavó en la espalda al líder de aquellos miserables. No pudo matarlo pero le dejó malherido. Los otros legionarios se revolvieron y asesinaron al padre también. Ellos lo vieron todo escondidos en el establo. Al caer la noche vinieron sus tíos y les condujeron a las cuevas de las colinas. Allí, los niños encontraron decenas de familias como ellos: arruinadas, diezmadas, destrozadas. Se consolaron en esa compañía tragando el dolor de su desdicha, pero llegó un día que el hambre reclamaba algo más que llanto y tristeza. Los dos niños sabían que quedaba comida escondida bajo el establo, así que, sin decir nada a nadie, al atardecer, se deslizaron entre los hombres y las mujeres dormidos de la cueva en la que se refugiaban y se adentraron en la espesura de los matorrales. Tenían hambre. Hambre.

–En una hora o dos será de noche -continuó la muchacha-. Entonces iremos al establo. Allí encontraremos comida.

Su hermano no decía nada pero asintió. Su hermano no hablaba desde que mataron a sus padres, pero ella sabía que él entendía. La muchacha se alegraba de que su pequeño hermano estuviera allí con ella. Pese a su duro silencio era una compañía reconfortante. Y, además, juntos podrían transportar más comida de vuelta a la cueva. La niña se deleitaba pensando en la cara de felicidad que pondrían sus tíos y el resto de ios granjeros al ver el queso y el jamón, las hogazas grandes de pan, todas escondidas bajo la casa, en tinajas grandes volcadas para ocupar menos espacio; y podrían traer al menos un saco o dos de harina. Con eso podrían aguantar un poco más. Luego… cerró los ojos. Había que pasar el día a día, el día a día. Quizás ir todos juntos, unidos, para defenderse mejor, a Lilibeo. Eso era lo que habían hecho otros, pero la niña tenía miedo de alejarse de allí. No conocía otra vida, otro sitio.

–Por Hércules, mira lo que he encontrado. – La voz del centurión resonó como un trueno que anuncia la peor de las tempestades.

Los dos niños intentaron echar a correr, pero el gigantesco centurión se abalanzó sobre ellos y cogió a cada uno con una mano. El niño le mordió el brazo así que el centurión lo lanzó al aire y el pequeño cuerpo del muchacho se estrelló contra las piedras del suelo. Se oyó el golpe seco al caer el niño contra el suelo. Se quedó quieto. Sin moverse. Su hermana, sobrecogida, entró en pánico y comenzó a gritar.

–¡Calla, mujerzuela! ¡Por los dioses, calla o te mato! – Y el centurión reventó la cara de la muchacha con un sonoro bofetón. La niña dejó de gritar. El dolor era lo de menos. Su hermano parecía haber muerto. Pronto aparecieron más soldados. Los legionarios formaron un corro en torno a la joven. En sus rostros la niña leyó las mismas miradas que había visto en los hombres que habían matado a su madre. El instinto le hizo entender lo que le esperaba.

–Primero yo -dijo el centurión mientras se quitaba la coraza.

–¡Siempre igual! ¡Por los dioses que no es justo! – replicó uno de los legionarios. El centurión se giró hacia el que replicaba sin soltar a la chica, que se acurrucaba en el suelo, a sus pies.

–¡Publio Macieno es el centurión al mando y si tienes algo en contra te lo tragas o por Hércules que te atravieso aquí mismo! – Y se llevó la mano a la empuñadura del gladio. Los legionarios retrocedieron un par de pasos. El centurión, más tranquilo, se centró de nuevo en su ya dócil presa. Iba a disfrutar de lo lindo antes de matarla. La soltó.

–¡Desnúdate, puta! – espetó Macieno escupiendo saliva que llovió sobre el rostro aterrado de la joven. La muchacha, aterida por el horror, obedeció sin musitar palabra alguna. Su cuerpo quedó desnudo en apenas unos segundos al dejar caer su túnica de lana gris y sucia sobre la tierra de Sicilia. Se cubrió su delgado cuerpo como pudo, un brazo cruzando los pechos y una mano sobre su vello púbico. El fresco de la incipiente noche que reptaba desde las colinas la abrazó y sintió un escalofrío. El centurión avanzó hacia ella. La muchacha se arrodilló y llevó sus manos a las rodillas de aquel soldado. Quería implorar pero no tenía voz. Fue otra voz la que habló.

–¿Quién está al mando de este… grupo de… de esta expedición?

Macieno, centurión de la VI legión, se enfureció. Pensaba disfrutar de aquella muchacha con auténtica parsimonia y si para ello tenía que ensartar el corazón de varios de sus hombres no dudaría en hacerlo. Macieno desenvainó la espada y se giró hacia su inoportuno interlocutor. Al volverse vio la figura alta y joven de un soldado desconocido cubierto con una toga púrpura, la toga propia sólo de un cónsul. Macieno detuvo su espada. Un sol agónico se arrastraba por detrás de aquella silueta y le confundía los ojos. No podía ver bien a quién le estaba hablando.

–¿He de repetir mi pregunta, centurión?

–¿Quién eres tú? ¿Por qué no os deshacéis de él? – dijo Macieno dirigiéndose hacia sus hombres. Éstos desenvainaron las espadas. Aparecieron entonces algunos oficiales detrás de la extraña silueta púrpura que volvió a hablar.

–Ya que lo preguntas, te diré quién soy, pues yo no tengo por qué ocultar mi persona, como parece que debes hacer tú. Hablas con Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, y estos que ves a mis espaldas son mis doce lictores y mis oficiales.

Macieno tragó saliva pero no se arredró. Estaban nivelados en cuanto a número. ¿Un cónsul de Roma? ¿Después de tantos años? Aquello parecía una broma.

–No ha llegado mensaje alguno al campamento sobre un cónsul de Roma en Lilibeo -respondió Macieno, y se sacudió a la joven muchacha que, llorando, gateó hasta acurrucurse bajo un gran olivo a unos pasos de donde tenía lugar aquel extraño encuentro.

Publio Cornelio Escipión no respondió a Macieno y se limitó a mirar la espada que éste blandía en alto.

–Es tarde para enviar un cónsul aquí -añadió Macieno-. Hace tiempo que no reconocemos el mando de Roma sobre nosotros.

–Entiendo… -dijo Publio, y dudó antes de continuar. Tras de sí estaban sus oficiales y también estaría Catón disfrutando ante la osadía de aquel centurión-. Ya veo, ¿y eso impide también saber con quién hablo?

–Soy Publio Macieno, centurión de la VI legión, segundo en el mando después de Marco Sergio, primus pilus de la legión.

Escipión ponderó las ironías y contradicciones de aquella respuesta: primero aquel renegado llevaba su mismopraenomen y luego, pese a no reconocer el mando de Roma, apelaba a la jerarquía propia de las legiones romanas para justificar su mando. Publio Cornelio Escipión miró a su alrededor y detuvo la mirada en la muchacha. Sin dejar de observarla, volvió a hablar.

–¿Y qué haces, Macieno, tan lejos del campamento?

–Buscamos comida. Roma hace tiempo que no envía suministros.

De súbito la niña lanzó un grito mirando al cónsul.

–¡Tmtu, tintu, rapi, rapi! – Y calló y miró al suelo volviendo a acurrucarse.

–¿Coméis carne humana ahora? – preguntó Escipión. Macieno fue a responder, pero el cónsul se había cansado de hablar. Dio la espalda a Macieno y se dirigió a los lictores y sus oficiales.

–Por Castor y Pólux y todos los dioses, acabad con todos, menos con ese estúpido centurión. – Y se retiró unos pasos caminando hacia la niña asustada. Los lictores dejaron sus fasces en el suelo mientras desenvainaban las espadas. Entretanto Marcio, Lelio, Terebelio, Digicio, Mario y Silano, arropados por una docena de legionarios, ya se habían echado encima de los hombres de Macieno. La contienda no fue heroica. Los legionarios de la VI apenas opusieron resistencia más de dos golpes de espada antes de empezar a arrojar sus gladios y pedir clemencia. Los oficiales se volvieron hacia Escipión y éste negó con la cabeza. Las espadas atravesaron uno a uno el corazón de todos los hombres de Macieno. Publio estaba entonces junto a la niña y pidió que llamaran a alguien que entendiera a aquella chica. El centurión superviviente de la VI permanecía rodeado de los lictores del cónsul. Empezó a llorar. Se arrodilló.

–Por favor, por favor… -empezó a gimotear-, tengo familia e hijos… tenemos hambre… no hay suministros…

Lelio llegó junto a Publio con un joven de Lilibeo, un voluntario recién añadido al ejército del cónsul. Escipión había hecho correr la voz de que cualquiera que quisiera luchar y conseguir riquezas y gloria podía unirse a sus tropas. Muchos dudaban de aquella promesa, pues todos pensaban que sólo encontrarían la muerte en África, pero algunos, desesperados y abandonados de la diosa Fortuna, se habían unido a las tropas del cónsul. El joven se acercó y escuchó a la niña que volvía a hablar repitiendo las mismas palabras que había dicho antes y que ahora subrayaba señalando a Macieno.

–¡Tintu, tintu, rapi, rapi!

–Habla en la lengua local, mi general -dijo el joven que habían traído como intérprete-. No sé exactamente lo que quiere decir, pero tintu es un insulto, como perverso, malvado y creo que lo otro significa robar. Es todo cuanto puedo decir, mi general.

Escipión asintió.

–Dile a la niña que no tenga miedo, y hazle entender si puedes que ya no habrá más ataques a las granjas.

Publio dejó entonces a la niña hablando con el joven nuevo voluntario y se acercó a Macieno, que no dejaba de aullar entre sollozos y gemidos. Se dirigió a él empleando el mismo tono que había usado al principio de aquel encuentro, como si no hubiera ocurrido nada.

–Publio Macieno, centurión de la VI. Soy Publio Cornelio Escipión, cónsul de Roma, con mando en Sicilia y África. Vengo a tomar el mando de las legiones V y VI de Roma. Ahora ve al campamento e informa a tus superiores, al primuspilus de la VI y también al de la V… ¿hay primuspilus en la V?

–Cayo Valerio -musitó Macieno mirando al suelo, henchido de pánico.

–Bien, pues informa a ambos, a Marco y a Valerio, ya que tribunos no hay, de mi llegada. Diles también que espero más disciplina y más reconocimiento a mi mando del que he encontrado aquí. Puedes ilustrarles sobre el efecto de la rebeldía a mi persona explicándoles con detalle lo que ha pasado aquí. Llegaré al campamento mañana al mediodía, cuando el sol esté en lo alto del cielo.

Macieno no daba crédito a su suerte. Gateó para abrazarse a las rodillas del cónsul, pero Publio dio un paso atrás. Macieno se detuvo en su avance y habló mientras se incorporaba despacio.

–Por supuesto, mi general. Mañana al mediodía. Los hombres estarán formados a las puertas del campamento. Las dos legiones. Todos… esperando al cónsul… gracias, cónsul de Roma, no defraudaré al cónsul…

Publio Macieno tomó la espada que le tendía un Lelio que ardía en deseos de patear a aquel miserable, pero que se contenía por disciplina; Macieno envainó el arma y echó a andar sin mirar atrás. Despacio primero y luego corriendo como perseguido por los lobos.

–Allá va un cobarde -dijo Terebelio.

Publio le miró y Terebelio no añadió más. En ese momento apareció Catón que, por cautela, se había quedado en la retaguardia mientras tenía lugar la refriega entre los legionarios rebeldes de la VI y los hombres del cónsul. Marco Porcio Catón contó los cadáveres antes de hablar.

–Diecinueve muertos. Veo que el cónsul de Roma tiene una forma curiosa de ampliar su ejército. – Y sonrió con amplitud antes de sacar sus conclusiones-. A este paso conseguirá el cónsul un gran ejército de cadáveres.

Lelio fue a replicarle, pero Publio le tomó por el brazo y Lelio se contuvo, una vez más. Catón se alejó por donde había venido. Estaba satisfecho. Las cosas iban mejor de lo que nunca había imaginado. El cónsul tendría que combatir con cobardes o con muertos. Ninguno de los dos serían grandes aliados una vez desembarcados en África. Aquélla era una empresa abocada al más estrepitoso de los fracasos. Su sonrisa desapareció. Tendría que ver la forma de escabullirse de la misma antes de que fuera demasiado tarde. Eso era lo único que le quitaba el sueño, pero ya encontraría un subterfugio con el que retirarse de África cuando las cosas empezaran a torcerse definitivamente para el engreído cónsul. Volvió a sonreír. Mañana al mediodía, había dicho el cónsul. Eso significaba que descansarían esa noche. Sus pies lo agradecerían.

Publio se quedó con sus oficiales. Sabía que las palabras de Catón habían sembrado dudas sobre su actuación, pero no tenía ganas de dar explicaciones. Tendrían que confiar en él, como hacían siempre.

–¡En marcha todos! – ordenó Publio.

–¿Pero no has dicho que llegaremos mañana al mediodía al campamento? – preguntó Lelio-. Los exploradores dicen que estamos a menos de siete u ocho horas de marcha. Podemos hacer noche y llegar mañana al mediodía como has dicho a ese centurión, hay tiempo de sobra…

–Eso he dicho, Lelio, pero seguiremos la marcha y llegaremos allí de madrugada. La V y la VI se van a levantar más pronto de lo que suelen hacerlo.

Y con esas palabras el cónsul echó a andar y tras él su escolta de lictores con las fasces en alto, seguidos por los tribunos y, poco a poco, los miles de voluntarios.

Marco Porcio Catón estaba descansando sentado junto a unas piedras de lo que había sido un muro de una granja cuando observó que el ejército seguía con la marcha. Se había quitado las sandalias para aliviarse pero, maldiciendo su suerte, empezó a abrochárselas de nuevo a toda prisa.

La niña vio cómo los legionarios se alejaban con aquel extraño jefe al mando. Salió del abrigo del olivo y fue corriendo en busca de su hermano. Lo encontró tumbado sobre las piedras en las que había caído. Le llamó por su nombre un par de veces. El niño abrió los ojos y sonrió. Hermano y hermana se abrazaron. Parecía que la esperanza retornaba a sus vidas.

Era noche cerrada aún cuando bajo la tenue luz de una tímida luna menguante, Publio y sus oficales avistaron el mítico campamento de las «legiones malditas». La luminosidad escasa no dejaba que uno se apercibiera del mal estado de las empalizadas, pero, incluso en medio de la noche, los veteranos mandos del ejército de Publio vislumbraban algunos huecos que los legionarios de la V y la VI no habían tapado con nuevos troncos. Asimismo, el foso, a medida que se acercaban descendiendo por una larga colina próxima al campamento, se hizo visible con zonas de poca profundidad. Posteriormente el mal olor de esas zonas hizo comprender a los hombres del cónsul que el foso estaba siendo utilizado de vertedero. Y lo más lamentable era que apenas si se veían hogueras encendidas y guardias. El ejército de voluntarios del cónsul de Roma se había acercado a quinientos pasos de las empalizadas y ningún centinela había dado la voz de alarma. Las «legiones malditas» dormían. Publio detuvo el avance de sus hombres. Miró a su alrededor. La faz de sus oficiales era seria. Sabía lo que pensaban. Catón, por el contrario, parecía el hombre más satisfecho del mundo. Si atacaran ahora a aquellos hombres, aun siendo el ejército del cónsul menos de la mitad en número de efectivos, podrían acabar con aquellas dos legiones antes del amanecer. Además, quedaba por saber cuántos de los legionarios de la V y la VI se habían acostado ebrios. Era evidente que las «legiones malditas» no esperaban ni temían a enemigo alguno. Se sentían olvidados, más aún, sentían que ellos eran el olvido mismo. Y los pobres granjeros asustados que se escondían entre los peñascos de las colinas no eran amenaza para aquellos veinte mil legionarios y tropas auxiliares transformados en bandidos. El desánimo en Publio no vino por todo lo que estaba observando, sino que provenía de otro origen. En su esperanza por convertir a aquellos hombres en soldados de Roma de nuevo, pensó que encontraría algo más de reacción tras la llegada del centurión al que habían perdonado la vida aquella tarde para que informara de su llegada, pero si había regresado al campamento y notificado el avance del cónsul, aquello no parecía haber alterado en lo más mínimo el devenir decadente de las legiones V y VI. No se inmutaban ni aunque tuvieran a un cónsul a medio día de marcha. La mirada brillante en el rostro de Catón era algo demasiado hiriente para el joven cónsul. Tendría que ser más duro con aquellas legiones de lo que había planeado. Tendría que ser implacable.

Cayo Valerio dormía siempre con un sueño ligero, un duermevela que se quebraba ante el más mínimo chasquido. Aquella noche se acostó preocupado. Macieno había regresado solo de su batida habitual para saquear las granjas del contorno. Cayo Valerio lo había visto cruzar el campamento al atardecer con su coraza manchada de sangre. Estaba claro que alguien les había atacado, pero Macieno no dijo nada y su figura se desvaneció en la tienda de Marco Sergio, el primus pilus, de la VI. Sea como fuere, Valerio sabía que no tendrían información sobre lo ocurrido. ¿Bandidos? Era extraño, porque no había más ladrones en aquella región de Sicilia que ellos mismos. ¿Se habrían armado los granjeros? Era posible, pero ¿cuántos campesinos harían falta para acabar con una turma de la VI? Más de un centenar, y aun así, era muy extraño que fueran capaces de acabar con todos menos con uno. ¿Cartagineses? ¿Un desembarco en Lilibeo? Las autoridades de la ciudad habrían enviado algún mensajero. Incluso siendo las «legiones malditas», era mejor dirigirse a ellos que dejarse arrasar por los cartagineses. ¿O tan mala era ya la opinión de los ciudadanos de Lilibeo que ni amenazados por tropas enemigas se dignaban recurrir a la V y la VI? Cayo Valerio se despertó de su medio sueño, medio vigilia y se sentó pasando los brazos por encima de sus rodillas. La paja seca del lecho era el mayor confort al que podían aspirar en aquel infinito destierro. No. Si estuvieran amenazados por tropas enemigas, Macieno y Marco Sergio habrían advertido al resto, a todos, y habrían hecho poner centinelas. En su cobardía y su miedo recurrirían a todos. Era otra cosa la que había ocurrido. ¿Una pelea entre ellos mismos, por algún botín? O también cabía otra posibilidad completamente distinta: quizás habían encontrado algo realmente interesante y el resto se había quedado guardando lo requisado, quizás un buen lote de ganado, mientras Macieno había regresado para solicitar refuerzos a Marco. Sí. Cayo Valerio empezó a asentir con fuerza cuando el mayor estruendo que nunca jamás había escuchado le hizo dar un respingo y ponerse en pie, desenfundando su espada, todo al tiempo. Aquello eran cornetas y tubas, decenas de ellas, en plena noche. Les atacaban.

Cayo Valerio salió de su tienda con la espada desenvainada, nervioso pero resuelto al tiempo, decidido a vender cara su piel. Casi estaba contento de poder luchar, aunque fuera para morir. En el exterior le recibió el caos más absoluto. Miles de legionarios corrían de un lugar a otro sin orden, como poseídos por las deidades infernales. Uno de sus hombres se dirigió a Valerio. Le habló como pidiendo consejo, buscando alguien a quien seguir en medio de aquel desatino.

–¡Mi centurión, dicen que hay mensajeros en todas las puertas! ¡Dicen que ha venido un cónsul de Roma!

Cayo Valerio le miró con incredulidad. ¿Un cónsul de Roma? Y el caso es que aquello sería lo único que podía dar sentido a aquella situación absurda: ningún enemigo despierta a sus oponentes antes de matarlos. Si eran víctimas de un ataque sorpresa, ¿dónde estaban los proyectiles y las flechas y las lanzas? El cielo estaba raso y plagado de estrellas. Era una buena noche para haberles atacado, como tantas otras, pero sólo se escuchaban tubas y trompetas. Y el correr de miles de soldados aturdidos, confundidos. Para desazón del legionario que acababa de dirigirse a Cayo Valerio, éste le dejó atrás y echó a andar hacia la puerta decumana. Tuvo que abrirse camino a empujones, pero su corpulencia y el tener un propósito definido le hizo avanzar rápido entre los legionarios perdidos y sin mandos. Observó que muchos empezaban a dirigirse a las empalizadas para observar así, de primera mano, lo que estaba ocurriendo en el exterior del campamento. Eso mismo quería él. Así se plantó en cinco minutos en la porta decumana y allí vio a un grupo de unos treinta legionarios bien armados y perfectamente uniformados al otro lado del foso. Demasiado pulcros y organizados como para pertenecer a las desvencijadas V o VI. Eran soldados recién alistados, aunque por su edad aparentaban veteranía. Una combinación peculiar. Parecían venidos ya de otro mundo, un mundo que Cayo Valerio había casi olvidado por completo: Roma. Uno de aquellos hombres parecía repetir un mensaje una y otra vez, rodeado por sus compañeros que, espadas en mano, estaban preparados para protegerle por si era atacado.

–¡Legionarios de la V y la VI, el cónsul Publio Cornelio Escipión de Roma ha venido a tomar el mando de estas legiones y el cónsul de Roma os ordena formar frente a la porta praetoria del campamento antes de que despunte el alba!

Callaba unos instantes y volvía a repetir el mismo mensaje. Cayo Valerio no comprendía por qué los legionarios seguían tan interesados en observar desde las empalizadas, por eso siguió avanzando hasta que sus ojos pudieron vislumbrar desde el suelo lo que otros ya admiraban desde lo alto de las semiderruidas fortificaciones del campamento. Tras los mensajeros, a unos quinientos pasos, en la ladera de la gran colina que se extendía frente al campamento de la V y la VI, se discernía un millar de antorchas distribuidas por toda la colina. Estaba claro que el cónsul no había venido solo, arropado por unos pocos hombres y confiado en una carta del Senado que persuadiera a los hombres de la V y la VI de sus obligaciones para con el general que reclamaba asumir su mando. Cayo Valerio siguió andando hacia el mensajero que repetía la orden del cónsul hasta que quedó frente a él apenas a unos diez pasos. Se detuvo cuando varios de los legionarios que acompañaban al mensajero se interpusieron entre él y el heraldo.

–No es necesario que repitas más tu mensaje, centurión -dijo Cayo Valerio dirigiéndose al mensajero e identificando su rango al hablarle-. Dile al cónsul que la V y la VI formarán frente al campamento de inmediato.

Valerio no dio tiempo a que el centurión interpelado respondiera. Tampoco éste sabía bien qué decir, pero dejó de repetir el mensaje y al poco ordenó al resto de los hombres que le acompañaban que se retiraran con él para volver con los suyos.

Cayo Valerio regresó al campamento con el ánimo encendido. Eso es lo que le había pasado a la turma de Macieno. Y no le habían informado de la llegada de un cónsul. La ira de Valerio iba en aumento. El cuerpo le pedía ir adonde Publio Macieno y su superior, Marco Sergio, y ensartarlos como salchichas, pero aquélla no sería la mejor forma de presentarse ante el cónsul. Valerio, reconcomiéndose sus ansias, llegó hasta su tienda en el centro del campamento y a voz en grito empezó a dar las órdenes precisas.

–¡Hombres de la V! ¡Todos a formar delante de la porta praetoria, ya, por Hércules, Júpiter y por todos los dioses, o voy a mataros uno a uno hasta que me hagáis caso! ¡A formar todos, por Hércules!

Los hombres le miraban y empezaban a enfundar espadas, buscar cascos olvidados, corazas desparramadas por el suelo, grebas, los que disponían de ellas, lanzas desperdigadas entre las tiendas… los hombres de la V habían seguido practicando la instrucción militar bajo el mando de Valerio, pero nerviosos como estaban, no les resultaba una tarea fácil organizarse y más, en medio de una noche, con apenas hogueras en el campamento. Mientras, los hombres intentaban uniformarse.

Cayo Valerio encendió una antorcha y con ella en alto se dirigió al centro mismo del campamento frente al abandonado praetorium, clavó la antorcha en el suelo y, cuando estuvo seguro de que varios centenares de sus hombres le observaban, tomó con ambas manos la insignia de la V legión de Roma, que llevaba once largos y lentos años clavada en aquel lugar, y tiró de ella con todas sus fuerzas. Para asombro de todos los legionarios de la V y sorpresa del propio primus pilus, el asta hundida de la insignia pareció resbalar por las entrañas de la tierra de Sicilia y, casi sin oponerse, salió suave, desclavándose de aquel punto quedando así firmemente asida por el centurión, quien exhibió la insignia en alto y volvió a repetir las órdenes, esta vez con un punto vibrante en su garganta desconocido para todos:

–¡Todos a formar, por Júpiter! ¡Ha llegado un cónsul de Roma!

Publio estudiaba la salida de las legiones V y VI de su campamento. Pronto el desánimo más completo se adueñó de su espíritu, pero mantuvo la cara altiva y el semblante serio, casi inexpresivo, con el fin de no acrecentar la incipiente sonrisa que adivinaba de reojo en el rostro ácido de Catón. De sus hombres percibía una honda preocupación: aquellos soldados que estaban formando de modo desorganizado y sin prisa eran los contigentes de tropas que debían reforzarles para la campaña de África. Sus oficiales, al igual que el resto de los legionarios del ejército de voluntarios venidos desde Italia, estaban desolados. Empezaba a entender que la campaña dependería de ellos y sólo de sus propias fuerzas. Nada podría hacerse con aquellos vividores, desaliñados, sucios y torpes que salían del campamento, una vez ya seguros de que no les atacaban, entre risas y con aires de desdén hacia el recién llegado cónsul. Publio Cornelio Escipión tragó saliva. Aquello era mucho peor de lo que había esperado encontrar. Era como si ante sí tuviera las tropas de Suero de nuevo, pero más envalentonadas por el largo período de tiempo que habían pasado sin mandos efectivos. ¿Cómo recuperar aquellos hombres para el combate, para la causa de Roma, de una Roma que los había desterrado y condenado al olvido? ¿Por qué debían ahora luchar de nuevo por aquella ciudad? Publio repasaba en su mente las palabras que había pensado pronunciar para presentarse ante aquellos hombres, pero se daba cuenta de que el discurso que había diseñado no infundiría ni ánimos ni interés en aquellas tropas acantonadas durante once años en una esquina remota de Sicilia. La guerra para ellos era ya algo distante, indiferente, ajeno.

Publio Cornelio Escipión no pudo evitar un profundo suspiro mientras se pasaba la mano derecha por el mentón y bajaba la mirada hacia el suelo. Las legiones V y VI eran incapaces hasta formar sus manípulos; simplemente salían del campamento como quien sale de una visita en una villa en el campo. Había pensado que las antorchas, la oscuridad, el ser despertados en medio de la noche, les infundiría temor, pero aquello sólo había durado unos minutos, hasta que los legionarios desterrados habían entendido lo que estaba ocurriendo. Parecían hasta molestos porque el cónsul les hubiera interrumpido el sueño. Y, sin embargo, aquéllos eran los mismos hombres que habían solicitado, rogado, implorado al cónsul Marcelo que intercediera en el Senado para permitirles de nuevo luchar y rehabilitar así sus nombres y ganarse de ese modo el derecho a regresar a Roma y volver a ver a sus familias y amigos. Pero eso, claro, fue al principio de su destierro. Fabio Máximo se opuso entonces a conceder tal posibilidad a los derrotados de Cannae, a las «legiones malditas». Y ahora hasta el cónsul Marcelo había caído abatido por Aníbal. Publio dibujó una sonrisa extraña e irónica. Viendo a los legionarios de la V y la VI deambulando por delante de su campamento, con algunos centenares de ellos sentados en el suelo, contraviniendo las órdenes de formar, Publio empezó a entender por qué Fabio Máximo había aparentemente cedido en la negociación en su casa y le había dejado el mando de estas tropas. Máximo, siempre tan informado, debía de estar al tanto de lo inútiles que eran ya aquellos hombres, de lo inservibles que resultarían en una campaña militar, y más aún en una campaña militar en nombre de Roma, de la misma Roma que los había castigado.

En medio de la más profunda desazón que embargaba el ánimo de Publio, Cayo Lelio se acercó entonces por detrás y señaló hacia el ala izquierda de la V legión. Publio agudizó la mirada y allí, en la penumbra de un amanecer escondido aún tras las colinas, divisó tres, cuatro, no, cinco, seis, varias decenas de manípulos en perfecta formación de combate: se distinguía perfectamente a las tropas ligeras, los velites, en primera línea, preparados para marchar, y detrás de ellos los hastati, principes y triari, todos dispuestos, con uniformes no impecables, pero sí razonablemente dignos y, lo más importante, todos armados hasta las cejas, pero no con los pila de las nuevas legiones itálicas o las falaricas iberas que llevaban muchos de sus voluntarios veteranos de las campañas de Hispania, sino con viejas armas arrojadizas, como el verutum o el gaesum gálico, las mismas que se usaron en Cannae y que poco a poco se habían ido reemplazando por las romanas durante aquella larga guerra en las nuevas legiones. Aquellos manípulos estaban en perfecta formación como parados en el tiempo. Por un momento Publio pensó estar de nuevo junto a las ruinas de la fortaleza de Cannae, con Emilio Paulo, su suegro, en medio de la infinita formación romana, a la espera de las órdenes del enloquecido Terencio Varrón que los condujo a la más horrible de las derrotas. Esos hombres habían formado con exquisita corrección, como si hubieran estado practicando durante todo el destierro esperando aquel momento. Eran sólo unos quinientos hombres de los veinte mil que allí había, pero eran algo: eran una semilla.

Publio asintió sin volverse hacia Lelio, pero éste comprendió que el cónsul había identificado lo mismo que él había detectado: un remanente de pundonor en medio de tanta desidia.

–Es un principio, Lelio, esos hombres son un principio. Empezaremos por ellos, esta misma mañana -comentó el joven cónsul-. Entérate de quién está al mando de esos manípulos. Quiero verlo cuando termine de hablar.

Lelio asintió y desapareció entre los oficiales. Habían hablado en voz baja, de modo que ni Catón ni el resto pudo apercibirse bien de sus palabras, pero todos, al igual que Lelio y Publio, habían obervado con alegría aquellos manípulos que aún parecían recordar lo que era pertenecer a las legiones de Roma. Todos menos Marco Porcio Catón, que no dejaba de estar sorprendido por aquellos recalcitrantes derrotados que se empeñaban aún en intentar hacer creer al resto que eran legionarios; pero eran muy pocos, demasiado pocos hombres aún fieles a la legión y muchos millares de insatisfechos, villanos, bandidos, corruptos y cobardes. Catón escupió en el suelo en dirección a los manípulos del ala izquierda de la V legión.

Publio Cornelio Escipión inspiró aire con profundidad y dio varios pasos hacia delante. Los doce lictores de su escolta le rodearon con antorchas llameantes, resplandecientes en el albor de la madrugada. El cónsul de Roma avanzó unos quince pasos hasta ubicarse en lo que parecía ser un lugar al azar, pero que en realidad era el punto desde el que su voz, aprovechando la caída suave de la colina, se proyectaba mejor hacia todos los hombres de la V y la VI. De algo le tenía que valer todo lo que había leído sobre los teatros griegos y su forma de aprovechar la acústica natural de las laderas de las montañas. Tendría que hablar a voz en grito, pero al menos su esfuerzo valdría para que su mensaje llegara a todos aquellos desaliñados que antaño fueran legionarios. De alguna forma, la desorganización casi total de aquellas tropas era su aliada, pues al no guardar la distancia preceptiva entre un legionario y otro, los millares de hombres de la V y la VI ocupaban mucho menos espacio del que habría sido necesario para su perfecta formación manipular. Eso era un desastre militar, pero una gran ventaja para hacerse oír por todos.

Los legionarios de la V y la VI vieron al cónsul, rodeado de su escolta de antorchas, situarse frente a ellos. Todos esperaban un discurso pomposo y espeso del que no pensaban hacer el más mínimo caso. Además, la luz del día empezaba a hacer visibles las auténticas fuerzas que acompañaban al cónsul y los legionarios de la V y la VI eran más. Eso les hacía sentirse seguros.

Publio había pensado muchas veces cuáles podrían ser sus primeras palabras ante aquellos hombres con los que antaño combatiera y con los que compartiera una humillante huida del campo de batalla, pero al verlos allí, desastrados, distraídos y muchos de ellos pertinazmente sentados sobre la tierra de aquella isla, la ira se apoderó de su ser.

–¡En pie, malditos, en pie, por Hércules! ¡En pie todos o lanzo ahora mismo a todos mis hombres contra vosotros y regaremos todos con nuestra sangre esta mañana! ¡En pie, por Júpiter, en pie! ¡Prefiero morir matando a cuantos pueda de vosotros antes que permitir que permanezcáis sentados ante un cónsul de Roma! ¿Estáis vosotros también dispuestos a luchar hasta la muerte por permanecer con vuestros culos pegados al suelo? ¿Lo estáis?

Ningún hombre de la V o la VI esperaba esas palabras. Los que estaban en pie tensaron los músculos, y los que estaban sentados, unos empezaron a levantarse y otros, los más rebeldes, se miraban entre sí sin saber bien qué hacer. Entre ellos estaba el propio primus pilm de la VI, Marco Sergio, y su centurión, segundo en el mando, Publio Macieno.

–¡Por última vez: en pie todos o empezamos una batalla campal aquí mismo! – repitió el cónsul de Roma-. ¡Yo estoy acostumbrado a luchar pero creo que a vosotros os va a costar responder a nuestro ataque! ¡En pie, malditos de los dioses, en pie!

Marco Sergio y Publio Macieno se alzaron al fin, con desgana, pero se levantaron y con ellos los últimos reacios a ello. El cónsul no había conseguido mucho de momento, pero al menos tenía dos cosas: primero a todos los legionarios en pie, y, segundo, había despertado el interés y la curiosidad en muchos de aquellos hombres, por la extraña forma de empezar a dirigirse a ellos.

–¡Me debéis la vida, todos y cada uno de vosotros me debéis la vida! – gritó Publio Cornelio Escipión-. ¡Incluso esta miserable existencia en el destierro me la debéis! ¡Yo lideré las tropas que salieron vivas de Cannae, junto con otros tribunos, pero yo fui uno de esos hombres y por esos tribunos y por mí hoy estáis vivos, aunque viéndoos ahora me pregunto si no habría sido mejor para todos, para vosotros, para Roma y para mí, haberos dejado allí para que Aníbal y sus hombres os ensartaran como alimañas, para que os dejaran heridos agonizando en el campo de batalla durante días hasta que los buitres os sacaran los ojos, o, mejor aún, para que una vez presos por Aníbal sus hombres se hubieran entretenido haciéndoos luchar entre vosotros hasta que unos a otros os sacarais las entrañas para su divertimento, que es lo que les ocurrió a todos aquellos que allí se quedaron, a todos aquellos que no salieron de la masacre de Cannae! – Aquí Publio detuvo unos instantes su discurso para tomar aliento y para pensar, pues estaba improvisando, dejándose llevar, por primera vez en mucho tiempo, desde el motín de Suero, por sus sentimientos; pero la pausa le sirvió también para comprobar que con sus palabras encendidas había captado la atención de los legionarios desterrados de las «legiones malditas». Más seguro del terreno que pisaba, pensando con mayor frialdad, pero manteniendo la intensidad emocional, prosiguió con sus palabras-. ¡Y vosotros os lamentáis y sentís lástima de vuestro destierro! ¡Miserables, miserables y mil veces miserables! ¡Se os perdona la vida y pagáis con desdén y rebelión la compasión de Roma! ¡Doblabais en número a vuestro enemigo y tuvisteis, tuvimos, que salir huyendo! ¡Todos deberíamos haber muerto aquel día! ¡Todos! ¡Pensáis que Roma es injusta, lo leo en vuestros ojos y no entendéis nada! ¡Roma es severa, estricta, implacable, pero nunca injusta! ¡Roma nunca lucha una guerra injusta y Roma nunca es injusta en sus castigos! ¡Lleváis años acumulando odio y desprecio hacia Roma cuando vuestro verdadero enemigo, el que os humilló, el que os condujo a esta situación, cabalga libre por las ciudades itálicas, asóla a nuestros aliados, acecha las propias murallas de la ciudad natal de vuestros padres, madres, hermanos, esposas, hijos… todos los que queríais y amabais y habéis dejado atrás por vuestra incapacidad en el campo de batalla… todos perdidos pero no por Roma, sino por Aníbal y sus hombres; sí, los hombres de Aníbal, sus veteranos de guerra! – Nuevamente aquí Publio se contuvo durante unos segundos; el silencio era intenso, sus palabras resonaban enormes en aquella ladera, las legiones le escuchaban-. ¡Sí, los hombres de Aníbal! ¡Iberos, galos, africanos y númidas que se reúnen en las noches cálidas de Italia y, al abrigo de sus incontables victorias, narran sus hazañas, se ríen mientras rememoran cómo os hicieron huir, cómo herían a vuestros compañeros, cómo decapitaban a vuestros amigos, y cómo corríais asustados, cómo corríamos todos aquel día para escapar de sus espadas, de su odio! ¿Os duele lo que os digo? ¿Os duele saber que hay miles de hombres que se ríen de vosotros? Lo veo en vuestros semblantes serios. ¿Es dura la verdad? Quizás en el destierro os habéis esforzado en ovidar de dónde venís, pero mi deber como cónsul, mi primer deber al tomar el mando de las legiones V y VI de Roma es el de recordaros quiénes sois: no os importa ser la vergüenza de Roma, eso ya lo he visto, pero yo me pregunto, ¿tampoco os importa ser el hazmerreír de los veteranos de Aníbal? ¿No os importan los chistes, las bromas que se cuentan unos a otros, no os importan las carcajadas de esos galos, iberos, númidas? ¿No los oís en la distancia? Yo creo que si por las noches no os acostarais ebrios, escucharíais en vuestros oídos las carcajadas siniestras de los hombres de Aníbal pavoneándose de su victoria aplastante sobre vosotros y haciendo leyenda de su valor y de vuestra cobardía. ¿O quizá sí las oís y por eso bebéis, para ocultar en el sueño de la bebida el horror de esas risas que os despiertan en mitad de la noche? No sois la vergüenza de Roma porque Roma ya os ha olvidado. Ha enterrado vuestra derrota bajo infinidad de combates contra los veteranos de Aníbal, unas veces con batallas indecisas, otras con grandes victorias y otras también con derrotas, pero derrotas sin la humillante huida de sus legiones. Vosotros no existís ya para Roma, estáis enterrados en el olvido. Por eso no os llegan provisiones ni suministros ni os llegarán nunca. Nunca. Nunca si no es bajo mi mando. Vosotros sólo sois los personajes de las narraciones divertidas de los hombres de Aníbal, sus personajes favoritos: sus cobardes preferidos. Y yo os pregunto: ¿queréis ser eso, protagonistas cobardes y miserables de las historias que vuestros enemigos cuenten a sus hijos y a sus nietos, o queréis otra oportunidad? ¿Queréis ser miseria o queréis otra cosa? ¿Queréis ser miseria o queréis venganza? – Y Publio elevó el tono de su voz mirando al cielo azul del amanecer, gritando con todas su fuerzas-. ¿Queréis miseria o venganza? ¿Miseria o venganza? ¿Miseria o venganza?

Y calló y cerró los ojos, esperando durante uno, dos, tres, cuatro largos segundos de silencio que alguien de entre las «legiones malditas» rompiera aquel pérfido vacío, hasta que desde el ala izquierda el primus pilus de la V, Cayo Valerio, hinchó sus pulmones y respondió a gritos:

–¡Venganza, venganza, venganza, mi general, venganza, por todos los dioses!

Publio mantuvo los ojos cerrados, levantando despacio sus brazos extendidos hacia el cielo como si rezara al mismísimo Júpiter, mientras decenas, centenares, miles de gargantas de las «legiones malditas», empezaron a gritar al unísono.

–¡Venganza, venganza, venganza!

Sólo unos pocos, entre perplejos y sorprendidos, callaban y miraban extrañados lo que ocurría a su alrededor: Marco Porcio Catón, entre las filas de los hombres del cónsul, y los centuriones Marco Sergio y Publio Macieno de la VI, entre las legiones, quienes, con aire confundido, miraban a izquierda y derecha sin entender bien lo que allí estaba ocurriendo.