13 Una carta de Lucio

Tarraco, diciembre del 209 a.C.

Estimado Publio,

Querido hermano, ésta es la tercera carta que envío. Otros dos mensajeros partieron semanas atrás, pero tu última misiva me ha hecho ver que no llegaron, las rutas son peligrosas, los galos están en rebeldía en el norte y los piratas campan a sus anchas por el mar. Sólo temen a nuestros barcos de guerra y éstos deben concentrarse en combatir a la flota cartaginesa. Espero que este mensaje sí que llegue a tus manos. Tampoco he querido recurrir a los mensajeros oficiales para evitar que mis comentarios caigan en manos que los trasladen a nuestro querido enemigo Fabio Máximo.

Lamento tener malas noticias que comunicarte: Lelio no ha conseguido persuadir al Senado para que enviaran refuerzos a Hispania. Tendrás que seguir la lucha sólo con las dos legiones de que dispones. Lelio fue persistente. Es cierto que no es un gran orador, pero realmente la conquista de Cartago Nova, el botín y los prisioneros deberían haber sido causa suficiente para que el Senado cediera pero, como siempre, Máximo insistió en que se necesitan todos los recursos en Italia para mantener a Aníbal alejado de Roma. Como te imaginarás, el miedo hizo el resto. La verdad es que no creo que un orador mejor hubiera podido hacer cambiar de opinión al Senado dirigido por Fabio Máximo, que ya parece ser princeps senatus vitalicio. Sé que Lelio, junto con mi ayuda y la de nuestros amigos, está intentando cargar las trirremes con las que vino con provisiones y armamento para no regresar a Tarraco con las manos vacías. Ayer estuvo en casa para cenar y estaba claro que teme tu reacción. Como te he dicho antes, no creo que se le pueda culpar de la debilidad y el temor de los senadores. Nuestra madre es de la misma opinión y ruega a los dioses para que te protejan en todo momento. Lo hacemos todos. Y no hace falta que te diga lo orgullosos que nos sentimos de ser tu hermano y tu madre. En el foro, para desazón de Máximo, se sigue hablando aún de la toma de Cartago Nova en tan sólo seis días. De ese modo apenas si se alaba la reconquista de Tarento por Fabio y los suyos. Por mi parte, puedo asegurarte que no hay día que vaya al foro en el que no me saluden varios patricios y plebeyos de renombre y me insistan en que te haga llegar su agradecimiento por tu victoria en Hispania.

Ahora recuerdo que también vi a Lelio en el teatro. Supongo que por influencia tuya. Incluso le vi conversando con el propio Plauto tras la representación. Por cierto, Lelio iba acompañado por una muy hermosa esclava egipcia. No me extrañaría que se la llevara consigo a Hispania. Yo lo haría. No sé dónde la ha comprado, pero si lo averiguas házmelo saber.

Que los dioses te guarden con salud y te preserven de la ira del enemigo.

Tu hermano,

Lucio Cornelio Escipión

–¿Y bien? – preguntó Emilia con vivo interés-, ¿qué cuenta Lucio?

Publio dejó la tablilla en la mesa y suspiró. Estaban sentados en el amplio jardín de su domus en Tarraco. Emilia llevaba una túnica teñida de verde y ceñida a su cuerpo. Publio la miró con intensidad. Era increíble lo rápidamente que su mujer recuperaba su aspecto lozano después de un parto. Ya le sorprendió cuando nació su hija mayor, Cornelia, y de nuevo le resultaba admirable aquella pronta recuperación tras el nacimiento del pequeño Publio.

–Dice que Lelio no ha conseguido convencer al Senado para que nos envíen refuerzos. Piensa que no es culpa suya. No sé… quizá no debí mandarle a él. A lo mejor Marcio o incluso Mario habrían sido más convicentes, aunque Lucio opina que da igual a quién hubiera enviado. Lo cierto es que creí que los hechos expuestos con la concisión propia de un militar como Lelio serían más que suficientes para conseguir esos refuerzos, pero se ve que Fabio Máximo hizo prevalecer su opinión: todas las legiones deben permancer en Italia para salvaguardar Roma. Supongo que debemos estar agradecidos de que no nos quiten las legiones que tenemos. No ven que la guerra se ganará si conseguimos sacar el conflicto de Italia, no ven que así luchamos la guerra que Aníbal quiere que luchemos. No lo ven. No lo ven -concluyó Publio, y pegó un puñetazo en la mesa. La tablilla y una copa que había sobre la misma cayeron. La tablilla se partió y la copa se hizo añicos esparciendo su contenido de vino y miel por el suelo.

Emilia le miró con cierta preocupación. Publio no era hombre que se dejara llevar por sus pasiones y menos que dejara salir muestras incontenidas de dolor o frustración. Fue la primera vez en que Emilia se percató con nitidez de que la guerra estaba cambiando a su marido y, con la clarividencia que da el amor, comprendió que aquella transformación no había hecho sino comenzar. Era lenta y sutil, pero estaba teniendo lugar. Poco a poco el objetivo de poner fin a aquella guerra ejecutando el plan de su padre y su tío parecía ir convirtiéndose en una obsesión y cualquier obstáculo que dificultara dicha meta turbaba a su marido sobremanera, de una forma desbocada.

Publio miraba el suelo empapado en mulsum. Un esclavo recogía con una pala pequeña y una escoba los restos del recipiente mientras otro ponía los dos pedazos de la tablilla sobre la mesa.

Publio guardó silencio y su mujer también. Emilia creyó haber visto una pincelada de deseo en los ojos de su marido hacía apenas unos segundos, pero si así había sido ahora ya no estaba aquel anhelo. No, la mirada de Publio se perdía en el vacío. Emilia sabía que estaba calculando, pensando, buscando la forma de derrotar a los cartagineses que le triplicaban en número con las escasas tropas de las que disponía. Emilia prefería la otra mirada, pero sabía que, al menos esa noche, los otros pensamientos tendrían prioridad. La cuestión era hasta cuándo. Pero la voz de su marido la sorprendió al desvelar que su mente no estaba exactamente concentrada en cómo derrotar a los cartagineses sino en cómo sobreponerse a algo peor: los enemigos internos.

–A veces me pregunto -dijo Publio ensimismado, mirando al suelo-, ¿hasta dónde estarán dispuestos a llegar Fabio Máximo y sus seguidores para terminar con todos nosotros?

14 Una noche de fuego

Roma, noviembre del 209 a.C.

Eodem tempore septem tabernae quae postea quinqué, et argentariae quae nunc novae appellantur, arsere; comprensa postea privata aedificia -ñeque enim tum basilicae erant- conprehensae lautumiae forumque piscatorium et atrium regium. Aedis Vestae vix defensa est tredecim máxime servorum opera, qui in publicum redempti ac manu missi sunt. Nocte ac die continuatum incendium fuit, nec ulli dubium erat humana id fraude factum esse…

Tito Livio, Ab Urbe Condita, 26,27,1-4

[Al mismo tiempo, las tabernae septem, que luego fueron cinco, y los puestos de los cambistas, ahora conocidos como tabernae novae, se incendiaron; luego prendieron casas privadas -en aquella época no había basílicas-, luego las canteras, el mercado del pescado y el templo de Vesta. El altar de Vesta se salvó con dificultad gracias a la intervención de trece esclavos que, posteriormente, fueron comprados por el Estado y liberados. El incendio continuó por la noche y el día siguiente y todos estaban convencidos de que se debió a algún acto criminal…]

Lelio se extrañó de encontrar tan poca gente al dejar el foro y enfilar por el Argiletum. Se detuvo en seco, obligando a que sus esclavos se tropezaran entre sí al imitarle. Había pedido a Calino que, a la hora del término de la representación, viniera acompañado con otros esclavos para así, todos juntos, regresar a casa. En caso de un mal encuentro sólo se podía confiar en la lealtad de Calino, pues el resto eran jóvenes esclavos recién adquiridos para tareas menores de la casa, pero el ir escoltado por varios servidores era con frecuencia un modo eficaz de desalentar a los grupos de malhechores nocturnos que, sigilosos, se movían entre las sombras de las calles de Roma. Netikerty, más atenta a todo lo que sucedía a su alrededor, quedó a unos centímetros de su amo y contuvo la respiración. Sin saberlo, ella y su amo compartían la misma sensación de que algo no marchaba bien.

Por la calle bajaban un par de carros que sin duda venían del Macellum, el gran mercado al nordeste de la ciudad. Lelio arrancó de nuevo, pero esta vez dejando la gran avenida del Argiletum y se adentró en el laberinto de callejuelas que se extendía tras las tabernae novae, cruzando por las tabernae septmen. Pensó que por aquellas callejuelas, acercándose siempre hacia el mercado, encontraría el abrigo de los mercaderes, los pescadores y los artesanos que en aquellas horas aún trajinarían preparando las mercancías del nuevo día que habría de venir. Y al principio fue así, pero cuando giraron de nuevo hacia el norte, pasada ya la ubicación del Macellum se encontraron de pronto en una calle completamente desierta. Lelio ya no tuvo dudas. Con rapidez se llevó la mano debajo de su sagum para palparse la espada. Allí estaba. Se alegró de no llevar toga. Aquélla fue una sabia decisión, como probaría el desenlace de aquella noche. La toga siempre resultaba una ropa incómoda para luchar, mientras que el sagum permitía mucha mayor libertad de movimientos. La calle estaba a oscuras salvo las sombras débiles que proyectaba la luna blanca del cielo, hasta que poco a poco, por ambos extremos de la estrecha callejuela, crecieron unas siluetas negras temblorosas a la luz de las antorchas que las mismas sombras portaban. Lelio contó cinco, seis, quizá siete hombres por cada extremo. Demasiados para él, Calino y los dos jóvenes esclavos que traía consigo. Netikerty en aquel momento no contaba o si lo hacía, era más una carga que un aliado. Lelio se pasó el dorso de la mano por la boca. La tenía seca. Pensaba quién podría atreverse a organizar un ataque contra un tribuno de la las legiones de Roma, contra el segundo de Escipión, pues aquello tenía toda la pinta de algo premeditado y no un encuentro fortuito con atracadores y las ideas que le venían a la mente no le tranquilizaban. No podía tratrarse de una banda de ladrones. No era normal que fueran tantos bandidos juntos. Los perseguidores se hicieron visibles por ambos extremos. Lelio, en el centro de la callejuela, con los esclavos a sus espaldas, miraba a uno y otro lado. Buscaba el refugio de una de las paredes laterales. Eran casas de madera lo que les rodeaba, mal construidas, apiladas una contra la otra sin la magnificencia de los grandes edificios del foro que, irónicamente, se encontraba tan próximo y, sin embargo, para Lelio, en aquel momento, tan lejano. Desenvainó la espada. Los dos grupos de atacantes se acercaron hasta quedar a diez pasos por cada lado.

–Soy Cayo Lelio, tribuno de las legiones de Hispania, a las órdenes de Publio Cornelio Escipión. No sabéis lo que hacéis. Por Hércules, retiraos todos antes de que vengan los triunviros y acabéis todos crucificados.

No hubo respuesta por parte de aquellos hombres, sino que se mantuvieron en sus posiciones. No eran bandidos. Aquello habría sido suficiente para disuadir a cualquier banda nocturna de desalmados. En la noche se escuchó una docena de espadas desenvainándose a un tiempo. Por el sonido, inconfundible para sus experimentados oídos, el tribuno reconoció que eran gladios militares. Lelio ya sabía con quién se las veía: antiguos legionarios a sueldo de un particular. No era gente dispuesta a retirarse ante las palabras, no importaba quién las pronunciara. Tenían una misión y un dinero que cobrar que no estaría entre sus manos hasta cumplir las órdenes recibidas. Lelio miró a sus esclavos: estaban aterrados, los jóvenes en especial y Calino, aunque mantenía la sangre fría, estaba igual de asustado, tal vez porque era el único de entre aquellos siervos que comprendía la gravedad de la situación. La muchacha se le había pegado como una lapa. Así no podría luchar.

–Tomad a la chica y protegedla.

No tenía sentido pedir que le ayudaran en aquella pelea. Ninguno sabía combatir, sería como echar carne a lobos hambrientos. Lelio optó por la única estrategia que podía sorprender a sus enemigos: atacar. No estaba dispuesto a dejarse matar en medio de aquel infame olor a pescado rancio que descendía desde las proximidades del Macellum.

Los hombres vieron la sombra de Lelio dando cinco pasos rápidos plantando cara al grupo que le cortaba el camino hacia el norte de la callejuela. Nada más alcanzarles, la espada del tribuno atravesó a uno de los sorprendidos atacantes, pero el arma ya estaba de nuevo fuera del cuerpo ensartado para frenar los golpes de dos de los cinco que quedaban en ese grupo. Lelio detuvo ese golpe, se volvió hacia los otros tres agachándose al girar y segó dos piernas de atacantes distintos. Éstos cayeron aullando al suelo, inutilizados, arrastrándose hacia la pared opuesta, dejando uno de ellos la antorcha que los había iluminado hasta allí, perdida en el suelo polvoriento. Quedaban tres armados. Leiio retrocedió entonces para acometer al grupo que estaba al sur de la calle. Éstos no habían intervenido entre sorprendidos y divertidos por lo que esperaban una rápida caída de su presa, pero al ver que el tribuno se acercaba ellos, dos de ellos le salieron al encuentro. Lelio repitió el movimiento de agacharse para intentar cortar alguna pierna de sus oponentes, o pinchar en ellas, pero se encontró con las espadas de sus enemigos, advertidos ya de la destreza militar de Lelio. El tribuno frenó su embestida y se situó en el centro, junto a la antorcha perdida por el atacante herido. El asunto se complicaba. Aquello empezaba a parecerse demasiado a la toma de las murallas de Cartago Nova, pero ahora no disponía de Sexto Digicio y sus hombres. En ese momento, cuando se acercaban dos por el norte y dos por el sur y Lelio meditaba sus opciones, Calino se puso a su lado, tomó la antorcha y embistió a los atacantes del norte, lo que permitió que Lelio se centrara de nuevo en arremeter contra los del sur, esta vez sin agacharse, sino con estocadas rápidas que se abrieron paso hasta que su espada pinchó el rostro de uno de los atacantes y con el brazo libre golpeó en el pecho del contrario tumbándolo, quien, para su mala fortuna, cuando quiso levantarse se encontró con la espada de Lelio resquebrajando su esternón. Dos menos, pero aún quedaban siete en pie en total, tres a un lado y cuatro al otro. Lelio se volvió y vio que Calino se defendía blandiendo la antorcha con furia, manteniendo a raya a los tres que quedaban en aquel extremo, pero no podría resistir mucho así que partió en su ayuda. Uno de los atacantes cortó de cuajo la antorcha que salió despedida como una bola de fuego y se perdió entre las casas de madera apoyadas sobra las tabernae septem. Aun así Calino acertó a golpear con el asta que le quedaba de la antorcha tronchada clavándola en el hombro de uno de los tres enemigos, pero ni su osadía ni la intervención de Lelio le salvaron de que una gélida espada le rajara por la espalda. Calino cayó sin gritar. Lelio mató entonces a su vez al que había ejecutado a Calino. Sólo quedaban uno al norte, con dos heridos en la pierna, arrinconados, y otro encogido con la mano intentando arrancarse el asta de la antorcha. Era el lugar por donde huir. El sur seguía defendido por cuatro. Estaba decidido. Miró hacia Netikerty, acurrucada en el portal de una de las tiendas de la callejuela. Los esclavos jóvenes habían echado a correr: uno hacia el norte, que escapó, no era el objetivo que los atacantes perseguían, y otro hacia el sur que sí fue ensartado por dos espadas que no gustaban de dejar testigos. La joven esclava había sido más inteligente y se quedó a la espera de ver lo que hacía su amo. Lelio agradeció aquel comportamiento, de la misma forma que se sentía agradecido y sorprendido, por qué no admitirlo, por la valerosa y leal intervención de Calino. Ahora no tenía tiempo para llorar su muerte.

El tribuno hizo una señal a la joven esclava y ésta, sin dudarlo, se levantó y fue hacia él. Lelio se encaró de nuevo con el atacante que quedaba al norte de la calle, ya se ocuparía Netikerty de seguirle para escapar, cuando sintió un dolor punzante en su gemelo izquierdo: uno de los heridos se había revuelto y le estaba rasgando la pierna con su espada. Lelio, furioso, le remató clavando su arma en la cerviz de aquel hombre que se convulsionó como un buey al ser sacrificado y luego quedó quieto. Lelio volvió a encarar al enemigo del norte sin perder de vista el avance de los cuatro oponentes que ascendían por la calle para, entre todos, rodearle a él y a Netikerty, cuando algo ocurrió que les dejó a todos paralizados. De súbito, como una explosión, una de las tabernae septem prendió en llamas. La antorcha perdida había encendido un fuego que con un golpe del aire que bajaba de norte a sur se había avivado culminando en un incendio. Lelio, sobrepuesto de la sorpresa, pudo examinar los rostros de los hombres que le rodeaban a la luz de las llamas. Eran guerreros de mediana edad, veteranos de alguna de las múltiples campañas de Roma, de rostros enjutos en su mayoría, acostumbrados a las penurias, que aún no habían saboreado durante suficiente tiempo la molicie de ser asesinos a sueldo como para hinchar sus panzas y perder destreza con las armas. Una lástima, pensó Lelio mientras cojeaba en busca de su enemigo al norte, pero su caminar era ahora más lento y pronto él y Netikerty se vieron rodeados por los cinco hombres que quedaban en pie. Lelio se pasó la mano por la barba. La joven esclava seguía a sus espaldas. Aquello pintaba mal. Estaba cansado y herido y ya no era posible sorprender a sus atacantes con trucos de viejo militar. Lelio fue retrocendiendo, Netikerty a su lado, hacia la tienda en llamas. Los hombres que los rodeaban se acercaban, espadas en ristre, apuntando a la garganta de su presa. El incendio se extendía y la segunda de las tabernae septem prendió también. El aire llevaba humo y pavesas. Lelio se giró ciento ochenta grados, tomó a Netikerty en sus brazos, volvió a girarse para observar por última vez a sus atacantes que se abalanzaban sobre ellos y empujó con su espalda la puerta en llamas de la segunda tienda incendiada. Ésta, quebrantada por la furia del fuego, se partió y cedió al empuje del tribuno, que con la muchacha en los brazos entró en medio del incendio. Los hombres intentaron seguirles pero una de las vigas de madera cedió a la vorágine de las llamas y les cerró el paso momentáneamente. En el interior, Lelio cruzó las dependencias de la tienda a toda velocidad, conteniendo la respiración hasta salir por la parte de atrás a una especie de atrio que contenía un impluvium lleno de agua. Con la muchacha en brazos se echó al estanque y empaparon sus ropas humeantes y ambos respiraron con profundidad. Pero no había tiempo para detenerse. Todo eran casas de madera y el incendio cobraba cada vez más y más fuerza. Se oían gritos de decenas de personas y las voces autoritarias de los triunviros que, alarmados por la luz de las llamas, al fin habían salido del foro y se habían acercado a las proximades del Macellum. Lelio se abrió camino, más seguro con las ropas mojadas, entre otro grupo de tiendas en llamas y a fuerza de quebrar puertas y de olvidarse del dolor de su pierna herida, emergió con su joven esclava aterrada en el otro extremo de la calle. Ya no se veía a ninguno de los atacantes, sino a soldados de las legiones urbanae, libertos y esclavos, trayendo cubos de agua para intentar detener aquel incedio que se extendía sin freno y amenazaba con acercarse a los edificios sagrados del foro. El tumulto y la confusión arroparon a Lelio y Netikerty, que ya caminaba de nuevo al lado de su amo, en una huida lenta pero tenaz hacia la casa del tribuno herido.

Llegaron a casa de Lelio pasada la medianoche. En las últimas calles Netikerty ayudó al fornido tribuno a caminar. Entraron en el atrio y Lelio se tumbó en el triclinium, boca arriba, mirando al cielo nocturno. Por encima de la casa se veían las pavesas del incendio que el aire transportaba consigo.

–¿Aquí estaremos seguros, mi señor? – preguntó la joven esclava arrodillándose junto a su amo.

Lelio asintió y, como se sentía agradecido hacia Netikerty por su ayuda en los últimos metros de la huida, añadió una explicación.

–El viento… va hacia el sur. Nosotros estamos al norte. Las llamas se propagarán hacia el sur; además allí, hasta llegar al foro, encontrarán más madera. Y toda Roma debe de estar ahora luchando por detener el fuego. Aquí estamos seguros… por unas horas. Asegúrate de que la puerta está bien cerrada y trabada por dentro. Calino ya no está aquí para ayudarnos.

Netikerty fue veloz a la puerta y comprobó que estuviera bien asegurada. Era un portón grueso y pesado de madera reforzada con remaches de hierro.

–La puerta está bien, mi amo.

–Bien. Entonces pasaremos aquí la noche y mañana partiremos de Roma. Esta ciudad empieza a ser más peligrosa que un frente de batalla. En Hispania estaremos más seguros.

Netikerty pensó en preguntar sobre quién creía él que eran los hombres que les habían atacado, pero lo pensó mejor y calló. En cierta forma, estaba segura de que tanto ella como él pensaban lo mismo. Netikerty estaba algo confusa con aquel ataque, aunque nadie la había agredido personalmente, pero le quedaba la oscura duda de qué habría pasado si Lelio hubiera sido abatido. En cualquier caso, ahora no debía preocuparse por eso, sino por cuidar de su amo. La muchacha, de nuevo de rodillas junto al triclinium, se sacó unos rollos de entre su túnica mojada y los depositó con cuidado sobre el suelo.

–¿Están bien? – preguntó Lelio.

–Sí, mi señor -respondió la joven esclava-. Los he preservado del fuego y del agua. Están bien, mi señor.

Lelio se recostó exhalando aire, aliviado. La muchacha levantó despacio el sagum del tribuno.

–Hay que curar esa herida, mi señor.

Lelio se incorporó un poco apoyándose sobre los codos y se miró el corte: no era demasiado profundo pero sí doloroso. Él no sabía mucho de medicina, pero lavar las heridas bien con agua era lo que siempre recomendaba el médico griego de las legiones en Hispania.

–Trae agua y unos paños y limpíala bien. Luego ponme una venda.

Netikerty asintió y en un minuto regresó con todo lo necesario. Puso una bacinilla con agua fresca al pie del triclinium y con un paño limpio fue lavando la herida frotando con suavidad. Sintió cómo su amo tensaba los músculos, cerraba la boca con fuerza y no decía nada. La joven intentó aplicar el lavado con mayor suavidad, pero sin dejar de limpiar la herida bien con el agua y luego secando la sangre con otro paño limpio que había traído. Su amo giró la cabeza hacia un lado y se quedó con la mirada fija en una de las paredes contemplando una larga serie de símbolos latinos en tinta negra la mayoría y algunos en tinta roja que para la joven no tenían ningún sentido. Reconocía largas columnas de letras del alfabeto latino, que debían de seguir algún patrón pero que ella no había acertado a descifrar. Podía leer alguna palabra suelta de latín pero poco más.

–¿Qué son esas letras, mi amo?

Lelio se giró despacio, sorpendido por la pregunta.

–Es un calendario, un calendario romano.

–Ah -respondió la joven muchacha, mientras apartaba el trapo húmedo y se esmeraba ya sólo en secar la herida.

–Es un calendario. En él están los meses, arriba, Ianuarius, Februarius, Martius, Aprilis, Maius, Iunius, Quintilis, Sextilis, September, October, Nouember, December y un mes adicional intercalar… para completar el año. – Hablar le hacía bien, le alejaba del dolor, quizá por eso la propia Netikerty le preguntaba. La muchacha escuchaba atenta mientras seguía secando la herida.

–¿Pero…?

–Sí -invitó Lelio a que siguiera con su pregunta. Sentía curiosidad por las dudas de su joven esclava.

–Pues que si quintilis significa el quinto y sextilis, el sexto y así el resto, no lo entiendo, porque Quintilis es el séptimo mes de vuestra lista y el siguiente el octavo y así… no tiene sentido.

Lelio sonrió. Era cierto.

–Es que antiguamente… sólo teníamos diez meses en el calendario… empezando por Martius, pero como eran insuficientes para el año agrícola y las estaciones… se añadieron dos al principio: Ianuarius y Februarius. Y luego se añadió también el mes intercalar… para completar los días que según los sacerdotes eran necesarios para mantener el calendario de acuerdo con las cosechas y las estaciones… -Lelio detuvo sus explicaciones. Estaba cansado.

Netikerty escuchaba, pero no parecía satisfecha.

–Pero entonces los nombres de Quintilis en adelante han perdido su sentido. Y los nombres deben tener sentido.

Lelio la miró. ¿Los nombres deben tener sentido? Los egipcios eran gente peculiar. La muchacha mantenía la mano con el paño suavemente sobre la herida. El dolor se había disipado en gran medida y sentía el calor de la piel de la joven a través del fino paño. Era un calor vital, igual que la mirada de la muchacha con sus pupilas brillantes e inquisitivas estudiando la pared donde estaba el calendario. Qué extraña era la vida. Acababan de ser atacados por desconocidos en medio de las calles de Roma, a punto de perder la vida, rodeados de un mundo en guerra, en medio de una misión que no había podido cumplir pues había fracasado en su intento de recibir refuerzos para la lucha en Hispania, y en todo lo que podía pensar ahora era en el cuerpo caliente y moreno de aquella esclava.

–Miraba el calendario -continuó Lelio-, porque quería saber cuándo sería un día propicio para partir de Ostia de regreso a Hispania.

–¿Y eso puede saberse mirando esas letras? – preguntó Netikerty bajando su mirada hacia el paño y la herida, y, al ver la tela ensangrentada, cambió el trapo por otro nuevo que fue poniendo alrededor del corte a modo de venda.

–Cada día tiene asignada una letra, desde la A hasta la H. La H indica que es día de mercado. Así van sucediéndose los días del mes. Luego la K indica que son las kalendae, el primer día del mes, y non marca las nonae que es cuando la luna está en el cuarto creciente. EIDVS señala el día decimotercero o decimoquinto de cada mes coincidiendo con la luna llena. Y luego verás que unos días hay una C, una N o una F. La C marca los días comitiales en los que se puede celebrar cualquier acto público, los días N son nefasti y en ellos no es legal hacer nada público pues están reservados para adorar a los dioses, en cambio los días F son los que me interesan, pues son los días fasti, aquellos en los que se permite emprender cualquier cosa. Ésos son días buenos para partir. Para los soldados y las tripulaciones de los barcos que comando estas cosas son importantes.

Netikerty vendaba despacio la herida de Lelio. El tribuno la miraba. Ella, para ir pasando los paños que estaba usando de venda alrededor de su pierna, apoyaba las palmas de sus manos sobre el muslo o sobre la pantorrilla, levantando la pierna de su amo. Lelio sentía la tersa piel de la joven y comprendía que pese a su esclavitud, Fabio no la había usado para trabajos en la cocina o de limpieza. La había preservado de esas tareas para mantener su piel intacta y suave y gozar de ella en otras actividades. La muchacha, aparentemente ajena a las intensas miradas de Lelio, seguía observando la pared de forma intermitente.

–También hay otras palabras en algunos días, ¿no?, como LEMVR o AGON o TUBIL.

Lelio respondió sin dejar de mirarla, sin volverse al calendario.

–¿LEMVR, AGON, TUBIL…? Estás en el mes de Maius, dedicado a la diosa Maia y en él se indican las fiestas principales: LEMVR para referirse a las Lemuria cuando adoramos a los lémures, los espíritus de los difuntos, AGON por Agonium Veiouis cuando sacrificamos un carnero a Veiouis, una divinidad de los infiernos, y TUBIL para referirse al Tubilustrium, cuando purificamos las trompetas de la guerra. Y así con cada nombre que ves en el calendario.

Netikerty había terminado de vendar a su amo. Lelio la veía de rodillas, sus pequeñas manos cruzadas sobre su pierna herida, como queriendo calmar el dolor y, se sorprendió, parecía que así fuera, como si la muchacha absorbiese su sufrimiento.

–¿Y los días en rojo? – preguntó la joven.

–Son días especiales, los primeros de la semana, de cada ciclo lunar o fiestas especiales. Con rojo marcamos aquellos días de particular importancia. Es una costumbre como cualquier otra. No sé cuándo empezó ni cuándo dejará de usarse.

Y no había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando

Lelio alargó su brazo derecho y tomó a la muchacha por la cintura, asiéndola con firmeza pero sin hacer daño a la joven, la hizo levantarse hasta quedar en pie a su lado y luego sentarse junto a él. La miró a los ojos. Ella bajó la mirada pero no quitaba sus manos pequeñas de la pierna de Lelio. Justo allí, en la entrepierna, algo pareció moverse y la muchacha sintió cómo el miembro de su amo crecía de tamaño. No pensó que aquel hombre herido pudiera tener fuerzas para poseerla en aquel momento. Se equivocaba.

15 Catón Y Fabio

Roma, diciembre del 209 a.C.

A Fabio Máximo las noticias le llegaban con rapidez, pero hasta el propio Catón se admiró de que ya tuviera conocimiento de lo que estaba ocurriendo aquella noche en Roma, por eso no pudo evitar que cierta sorpresa se dibujara en su faz cuando el viejo cónsul le lanzó aquella pregunta.

–¿Es cierto lo que he oído, que Roma está en llamas?

Catón asintió y, ante la mirada sostenida de su intelocutor, completó la información con lo que sabía.

–Es un incendio en el barrio del Macellum. Parece que ya está controlado pero han ardido las tabernae septem y dicen que se han visto afectadas las tabernae novae e incluso algo el edificio de la Regia, aunque eso está por confirmar. El templo de Vesta se ha salvado por la intervención de un grupo de esclavos.

–Esos esclavos deberán ser recompensados.

–¿Dándoles la libertad? – preguntó Catón.

–Sí. Eso gustará al pueblo.

–Así se hará. Me ocuparé de ello.

–¿Y se sabe el origen del fuego?

Catón guardó silencio un instante antes de responder.

–No. Incendiarios quizá.

Máximo no preguntó más. Tenía la punzante sensación de que Marco no decía todo lo que sabía. En cualquier caso, el viejo cónsul decidió no indagar más. Hay veces que es mejor dejar la verdad oculta y Catón, con su silencio, parecía compartir aquella visión, incluso Fabio Máximo quiso ver cierto alivio en el rostro de su discípulo político cuando éste vio que no se preguntaba más sobre el tema.

–Voy a ocuparme del asunto de los esclavos -dijo Catón, y partió sin decir más.

Máximo se quedó a solas. Habría que reconstruir lo quemado y con celeridad. Estaban en medio de una guerra atroz y un centro urbano devastado por un misterioso incendio era lo último que necesitaban para animar la moral del pueblo. Y necesitaban al pueblo. Necesitaban soldados.

LIBRO II PUBLIO CORNELIO

ESCIPIÓN IMPERATOR

208 a.C.

Cuius aures veritati clausae sunt, ut ab amico verum audire nequeat, huius salus despernada est.

Cicerón en Laelius, de amicitia, 24, 90

[Aquel cuyos oídos están tan cerrados a la verdad hasta el punto que no puede escucharla de boca de un amigo, puede darse por perdido.]

16 El regreso de Lelio

Tarraco, enero del 208 a.C.

Publio se levantó de su diván y le recibió con los brazos abiertos. Lelio suspiraba de alivio al sentir el abrazo de su general, de su amigo, del joven patricio a cuyo padre había prometido defender y proteger por siempre. Sabía que le había fallado al no conseguir las dos legiones extra que Publio le había solicitado, pero aquel afectuoso abrazo diluía sus dudas y le sosegaba el alma. ¿O es que acaso Publio aún no sabía lo ocurrido? No, eso no tenía sentido porque el propio Lucio le dijo que escribiría a Publio para que tuviera conocimiento de lo acontecido tras aquella pérfida sesión en el Senado. ¿Qué más sabría o no sabría Publio de todo su periplo en Roma? ¿Cuánto debía contarle?

–Pero pasa, Lelio, pasa a nuestra casa y descansa. Pareces aturdido. – La voz de Publio sonaba sincera y pacífica, con una honesta intención de animarle-. Pero dime, ¿cómo está Roma?, ¿de qué se habla? Del Senado ya me ha contado mi hermano por carta pero quiero oírlo de ti. ¿Qué ocurrió exactamente?

Emilia vino al rescate.

–Si no le dejas ni tiempo para respirar, ¿cómo esperas que te responda, Publio?

–Tienes razón, Emilia, como siempre, tienes razón. Ven, Lelio, pasa y siéntate junto a nosotros. – Dirigiéndose a un esclavo que se hallaba en pie en el atrio, junto a los triclinia- y traed vino, vino solo, y mulsum, y por todos los dioses, rápido. Tenemos en casa a un amigo, el mejor de los amigos, que seguro estará sediento después del largo viaje.

Lelio, conducido por un afable Publio, tomó asiento en el triclinium sumus que quedaba a la derecha del anfitrión de la casa y que era el lecho reservado para comer sólo para los invitados de mayor rango. La conversación empezó y Lelio fue dando respuesta a la larga batería de preguntas lanzada por Publio. Narró su fracasada intervención en el Senado, cómo por un momento pensó que se iba a conseguir el objetivo de obtener los esperados y tan necesarios refuerzos para Hispania hasta que intervino Quinto Fabio Máximo haciendo valer su categoría de princeps senatus y su gran oratoria para persuadir a todos de que el verdadero enemigo era Aníbal y que no se podían enviar más tropas fuera de Italia. Publio escuchó con atención asintiendo con regularidad para mostrar su interés y su aceptación de los hechos descritos. Luego Lelio, en un intento por cambiar de tema, introdujo el asunto de Amphitruo, la última representación de Plauto, realizando una muy pobre recreación de los eventos que narraba la obra del popular escritor.

–Había un esclavo, y éste era engañado por los dioses, por Mercurio y también por Júpiter para que así Júpiter pudiera yacer con la mujer del amo del esclavo, o algo así, pero lo curioso es que aunque aparecían los dioses aquello no era una tragedia sino más bien una comedia, o eso me pareció a mí.

–¿Una comedia con los dioses presentes en escena? – le interrumpió Publio incrédulo-, veo que te confundes en el teatro aún más de lo que yo esperaba.

Lelio se defendió con audacia.

–Sabía que si no traía pruebas no se me creería, así que me procuré una irrefutable. Toma y juzga por ti mismo, Publio.

Sacó entonces Lelio de entre los pliegues de su toga los rollos de la copia que el propio Plauto le había entregado. Publio tomó los rollos entre sus manos con admiración.

–¿Un original, escrito por el propio autor? En este caso te has superado, has superado todo lo esperable -comentó Publio mientras desplegaba uno de los rollos con auténtica ansia en la mirada.

Pasó un minuto de silencio en el que tanto Lelio como Emilia respetaron el deleite de Publio sin decir nada. Lelio se decidió a añadir unas palabras.

–Me hice tanto lío con el argumento que tras la representación hablé con Plauto y le pedí una copia de la obra. Al principio se extrañó, pero al decir que era para ti se mostró entre sorprendido y halagado, creo. Bueno, lo esencial es que me dio esa copia.

Publio asentía mientras no dejaba de examinar el primero de los rollos. Lelio, por su parte, omitió la milagrosa contribución de Netikerty para preservar esos rollos intactos de las llamas o del agua en su huida nocturna entre los callejones del Macellum. Al fin, el propio Publio dejó los rollos sobre la mesa, cuidadosamente plegados, luego dudó, los volvió a tomar e hizo una indicación con la mano a uno de los esclavos presentes durante la cena. El aludido se acercó con rapidez a su amo.

–Llevad estos rollos al tablinium y dejadlos allí, sobre mi mesa, y hacedlo con mucho cuidado de rio dañar estos hermosos y muy preciados rollos. – Y mirando a Lelio y su esposa alternativamente añadió-: No es ahora momento para que me solace en la lectura atenta de esta obra y que así compruebe si lo que Lelio nos cuenta, Emilia, es cierto o no, aunque admito que aquí salen dioses y que en el prólogo de la obra detecto un tono sarcástico impropio de una tragedia… pero dejemos esto y sepamos más cosas de tu estancia en Roma, querido Lelio. Me han dicho que no regresaste solo. No trajiste contigo un ejército pero tampoco viniste igual de solo que cuando marchaste a Roma.

Lelio frunció el ceño. No sabía bien a qué quería hacer referencia Publio con aquellas palabras. Pensó en Netikerty, pero le sorprendió que la adquisición de una esclava pudiera levantar tanto revuelo, si bien, admitía para sus adentros, era consciente de que la belleza y sensualidad de su recién adquirida esclava egipcia no había pasado desapercibida entre la tripulación de la quinquerreme en la que regresaron de Roma. Incluso él mismo le prohibió que saliera a cubierta, salvo por la noche para refrescarse un poco, y así no ser vista por todos constantemente. ¿Era posible que la fama de la belleza de aquella esclava hubiera llegado ya a oídos de Publio?

Ante el silencio de Lelio, Publio continuó hablando.

–Me han dicho, nos han dicho -mirando a su esposa-, que has regresado acompañado de una muy hermosa esclava.

Lelio tragó vino de su copa. Era posible. No quería ocultar nada sobre Netikerty pero explicarlo todo parecía algo embarazoso. Quizá pudiera salir de) tema sin tener que precisar el lugar donde la había comprado.

–A Lucio, mi hermano -prosiguió Publio-, le encantaría saber dónde la compraste. Creo que quiere una igual para él.

Lelio se atragantó. Tosió y terminó escupiendo grumos de vino y babas en el suelo. Lelio pidió un poco de agua. No porque la necesitara sino por ganar tiempo. Sin embargo, mientras le traían el líquido, aquello no hizo sino despertar aún más el interés de Publio, pues Lelio nunca pedía agua. No obstante, el general decidió guardar silencio y dar tiempo a que su gran amigo se rehiciera o pensara o decidiera callar sobre el tema. Sabía que Lelio ya había estado muy preocupado con aquel encuentro por el penoso asunto de las legiones que no consiguió del Senado como para agobiarle más con algo que, aunque no lo pensó en un inicio, parecía ser un tema sensible para el más fiel de sus oficiales.

–Es sólo una esclava egipcia. Muy bella, sí, eso es cierto, pero tan sólo una esclava.

Publio sabía que esa explicación merecía una pregunta como «¿y por eso te atragantas?», pero mantuvo su línea de discreción. En el espeso silencio que siguió, Lelio, que se debatía entre sincerarse o callar por completo, decidió que con Publio sólo la honestidad mantenía la fortaleza de su alianza, por ello, tomó de nuevo la palabra y narró con concisión pero con detalle suficiente su salida del Senado, el modo en el que el joven Catón le abordó, la entrevista con Quinto Fabio Máximo en su gigantesca villa, incluyendo la oferta de apoyo político por abandonar a Publio, su propia negativa a dejarse comprar, el episodio de la compra de Netikerty y el ataque nocturno en las calles angostas próximas al foro y el incendio de la ciudad. Lelio narró los acontecimientos como un torrente. Publio y Emilia entendieron con rapidez que su amigo se estaba desahogando y que el desconocimiento por Publio de aquella entrevista le pesaba en el ánimo y que sólo ahora, al verter toda la verdad como una jarra que se vuelca de golpe quedaba su espíritu apaciguado en su interior.

–Y ésa es la historia de dónde y cómo conseguí comprar a esa esclava. Ésa fue mi visita a Roma. Eso es todo.

Publio y Emilia le miraban atónitos. Fue el general el que intervino para dar expresión a sus sentimientos.

–Fabio te intenta comprar, te lo ha ofrecido todo, incluso el consulado, y tú te has negado.

Lelio asintió sin decir más.

Publio le miraba con admiración. Así permanecieron unos segundos hasta que Publio rompió a reír.

–Y no sólo eso -empezó entre carcajadas-, sino que en medio de ese debate por comprar tu voluntad tú le espetas una puja por una de sus esclavas. Fabio Máximo, estoy seguro, no daría crédito a tu propuesta.

Lelio empezó a sonreír.

–Al principio no, pero luego sí; se ve que el dinero le sigue interesando al viejo senador.

–Nunca hay que despreciar el poder del dinero, así es -confirmó Publio, y se echó a reír-. El viejo Fabio te ofrece un consulado y tu pujas por una de sus esclavas. Luego, envía a un montón de asesinos para acabar contigo y tú incendias Roma entera para escapar. Por Júpiter y todos los dioses, Lelio, eres insuperable, insuperable. Levanto mi copa en tu honor y propongo un brindis: estás aquí conmigo, con nosotros y eso es lo único que importa. Cayo Lelio, me eres leal. Lealtad es lo que ofreces cada día y si de todo esto, después de los trabajos que te he encomendado, has conseguido una bella esclava, te la has ganado; que la disfrutes con salud, mi buen amigo. Aún me acuerdo cuando brindamos por nuestra amistad aquella noche junto al río Trebia, ¿lo recuerdas, Lelio?

–Nunca lo olvidaré. Creo que me ata a ti aquel brindis tanto como el juramento a tu padre.

Publio asintió orgulloso.

–Sea pues, bebamos de nuevo juntos por la amistad, Lelio. Creo que cualquier otro que hubiera enviado a Roma, no habría regresado: o bien se habría aliado con Fabio Máximo o bien estaría muerto. – Y alzó su copa recién repleta de vino, esta vez sin miel. Emilia y Lelio le imitaron y los tres bebieron con placer saboreando en sus paladares el deleite de la amistad sincera.

La conversación, conducida ahora por algunas preguntas de Emilia sobre el día a día en la Roma que añoraba, transcurrió relajada mientras Publio se perdía en pensamientos más oscuros. Tenía a su gran amigo junto a él, habiendo superado la tentación del éxito político y el lujo propuestos por Fabio. Era algo de lo que sentirse satisfecho, pero de nuevo la dura realidad de la carencia de tropas suficientes para enfrentarse o, incluso, para defenderse de los cartagineses, le golpeó en toda su crudeza. ¿Cómo es que Fabio Máximo y el Senado no veían la necesidad de detener a los cartagineses allí mismo, en Hispania? ¿Qué pretendía Máximo? De súbito una sensación deslumbradora y trágica a la vez invadió su alma: Máximo estaba dispuesto a arriesgar Roma, a permitir incluso que los cartagineses se apoderasen de Hispania y que avanzaran por la Galia, como había hecho ya Aníbal, si con eso conseguía eliminar a sus enemigos políticos: a él mismo, Publio Cornelio Escipión, y a cuantos le apoyaban. La certidumbre tornó en amargo el sabor del vino, pero Publio mantuvo una sonrisa suave mientras Lelio intentaba, de modo torpe, describir la forma en la que las mujeres vestían y se peinaban en Roma.

–Quizá deba hablar con tu esclava -comentó Emilia divertida ante las inconexas explicaciones de Lelio-; seguramente ella sabrá ser más precisa en todo lo tocante a la ropa y peinados femeninos. ¿Tiene un nombre esa muchacha?

–Netikerty -respondió Lelio con las mejillas ligeramente enrojecidas, quizá por el alcohol, quizá por sentirse azorado ante su incapacidad en aquel tema en el que se le preguntaba.

Publio enarcó una ceja al escuchar aquel nombre y pensar en su significado. Netikerty. Pero no dijo nada. Qué curioso que cosas aprendidas de niño, bajo la tutela de los preceptores griegos contratados por su padre, de pronto, se tornaran interesantes. Siempre entendió la utilidad de hablar griego, pero nunca le vio el sentido a estudiar egipcio y otras lenguas bárbaras. Emilia se dirigió a él entre risas.

–Por Castor y Pólux, Publio, has de pedir a Lelio que la próxima vez que venga se haga acompañar de esa esclava. Tengo que hablar con ella. Necesito noticias frescas de Roma sobre temas en los que claramente tu mejor oficial es bastante poco experto.

Publio asintió sonriendo. Lelio cabeceó también en sentido afirmativo. Todos se sentían bien por estar juntos, aunque a cada uno le palpitaba el corazón con una intensidad especial por motivos diferentes. Publio, olvidado ya el destello sobre el significado de aquel nombre egipcio, seguía en esencia preocupado por la carencia de las dos legiones que tanto necesitaba; Lelio no sabía si había hecho bien en hablar tanto de Netikerty y dudaba de cómo sería tratada por Emilia y por Publio; Emilia, por su parte, estaba llena de curiosidad por conocer a aquella esclava que había cautivado el corazón del más fiel oficial de su marido. Porque algo era evidente en aquella cena, aunque aquellos dos hombres que la acompañaban fueran ciegos: Cayo Lelio se había enamorado.

17 La rebelión de Etruria

Roma, febrero del 208 a.C.

El nuevo año llevó a Marcelo a ser elegido cónsul por quinta vez. Una vez más el Senado buscaba alguien con experiencia para asegurarse una defensa adecuada frente a la incontenible furia de Aníbal. El año anterior dicho cargo había recaído en Quinto Fabio Máximo y ahora se elegía a otro senador que, de igual forma que Máximo, alcanzaba ahora su quinto consulado. La otra magistratura se decidió que fuera para Quincio Crispino, más joven, sin tanta veteranía en la guerra, pero algo necesario: Roma buscaba ir preparando a hombres nuevos que pudieran ir adquiriendo la destreza precisa en previsión de la continuidad de aquel conflicto bélico cuyo principio parecía ya casi remoto y cuyo final nadie acertaba a vislumbrar, ni los augures oficiales ni los auspex más reconocidos.

Aquella mañana el Senado estaba repleto. Poco a poco se habían ido incorporando nuevos senadores para ir reemplazando a todos los que habían ido cayendo en el campo de batalla. Fabio Máximo, en calidad de princeps senatus, observaba desde su privilegiado lugar en la primera fila de bancadas de la Curia Hostilia cómo el resto de sus colegas iba incorporándose a la reunión. Hoy había temas más que importantes de los que ocuparse. Ya se había decidido sobre el reparto de las legiones: dos para cada cónsul para operar en Italia y acosar a Aníbal, o defenderse, según cómo se mire; y el resto de las legiones que debían permanecer en sus posiciones del año anterior repartidas entre las guarniciones de Capua, Tarento, Cerdeña, la frontera con la Galia y las fuerzas desplazadas a Hispania bajo el mando de Publio Cornelio Escipión. A Terencio Varrón se le concedió el mando de las legiones urbanae. Después de su desastrosa dirección en la batalla de Cannae, nadie parecía dispuesto a conceder a Varrón grandes misiones. Fabio observaba a su colega caído en desgracia. Terencio aparentaba dignidad, con su toga virilis bien ceñida; sin duda, esclavos no le faltaban a Varrón aun en medio de su catástrofe. Al menos, pensaba Fabio, el otro cónsul al mando en aquel desastre de Cannae, Emilio Paulo, se inmoló en medio de aquella terrible batalla en lo que todos recordaban como una épica devotio. Si no fuera porque los Emilio-Paulos se habían aliado tan estrechamente con los Escipiones -el joven Publio Cornelio se había casado con Emilia Tercia, hija de Emilio Paulo-, Máximo incluso se habría mostrado más respetuoso con la actuación de Emilio Paulo. De hecho su devotio había lavado la imagen de los patricios ante el pueblo y, mínimamente, salvado el honor del Senado. Fabio miró al suelo. En cualquier caso los temas que debían tratar en ese día eran otros: el asunto de Etruria y la concesión de recompensas a Livio, el centurión al mando de la guarnición de la ciudadela de Tarento cuando la ciudad cayó en manos de Aníbal.

El debate se inició con el asunto de Etruria. Este era un tema importante, desde el punto de vista militar, pues se trataba de una rebelión que se extendía desde Arrentium por toda la región etrusca, donde las ciudades se negaban a propocionar refuerzos a Roma, algo que no se podían permitir en medio de aquella guerra contra Cartago, sobre todo porque había que evitar que dicha rebelión se contagiase a otras regiones, como ya ocurriese hacía unos años con el levantamiento de varias ciudades latinas. Unos defendían que había que negociar, pues no era conveniente enfrentarse militarmente con regiones aliadas. Sin embargo, la oposición de los senadores de Arrentium a ceder más hombres, víveres y suministros a Roma, era cada vez mayor. Todas las regiones que apoyaban a los romanos estaban exhaustas.

Máximo escuchaba y con cada nuevo informe que se leía, comprendía cada vez mejor la sabiduría con la que Aníbal estaba luchando: asediar Roma directamente era una locura y por eso sólo amagó el cartaginés y sólo como distracción para que los romanos trasladaran las tropas que asediaban Capua para defender a Roma; sí, Fabio Máximo hacía tiempo que lo intuía pero ahora estaba claro: Aníbal buscaba derrotar a Roma por puro agotamiento. El cartaginés estaba llevando a todos los aliados de Roma a la mismísima extenuación. De ahí a la rebelión sólo había un paso. Ya habían tenido que aplacar el levantamiento de las ciudades latinas y luego recurrir a enrolar a esclavos y hasta a reos de muerte para proseguir combatiendo al invasor cartaginés y, pese a todos los esfuerzos, Aníbal seguía allí. Y si la diosa Fortuna aún no se había decantado definitivamente a favor del cartaginés era porque éste todavía no había recibido los refuerzos necesarios ya por el sur, desde Cartago, o por el norte, si su hermano Asdrúbal conseguía doblegar las legiones de Escipión en Hispania. Todo estaba por ver. Pero ahora era Etruria. Máximo compartía la opinión de intentar evitar la güera abierta contra Arrentium y toda la región de Etruria, pero también aceptaba que los que proponían mano dura llevaban razón: había que controlar aquella revuelta con rapidez, antes de que se extendiese por toda Italia. Fabio Máximo se levantó, se situó en el centro de la Curia y aguardó que se hiciera silencio. Pronto todos esperaban el consejo del más veterano, del princeps senatus.

–Todos lleváis razón: los que promulgáis que debemos atacar Etruria y castigar la rebelión y aquellos que os mostráis más cautos. Todos lleváis razón y, sin embargo, debemos decidir y decidir rápido, pues la enfermedad que supone un levantamiento se contagia con rapidez de una población a otra y de una región a otra. Esto, sin duda alguna, es lo que desea Aníbal y esto es lo que en modo alguno debemos permitir nosotros que ocurra. ¿Qué hacer? – Y Máximo miró a los senadores girando su cuerpo, dejando que el silencio pesase sobre sus ánimos-. Yo os diré qué hacer. – Máximo disfrutaba tratándoles como niños; su edad y su condición de príncipe del Senado se lo permitía y la admiración de los unos y el temor de los otros fomentaba su actitud paternalista y cínica-. No atacaremos pero enviaremos una legión y esa legión cortará la rebelión sin derramamiento de sangre, o, al menos, sin guerra abierta. La legión tomará rehenes de entre los hijos de los senadores de Arrentium o entre otros prohombres de la ciudad. Ciento veinte me parece un número suficiente para asegurarnos las voluntades de su Senado entero. Rehenes jóvenes, niños mejor. Traeremos a Roma los rehenes y los trataremos como corresponde a su noble origen, con dignidad, incluso con generosidad, pues hemos de hacer entender que Roma paga con generosidad la lealtad, igual que pagamos con crueldad extrema la rebelión. Si Etruria permanece leal, nada habrán de temer los padres de los rehenes y si Etruria se obstina en su defección, primero descuartizaremos a los niños no ya de senadores sino de traidores a Roma y luego… luego exterminaremos Arrentium, pero esto último, esto último seguro que no será necesario. Ya se ocuparán los senadores de Arrentium de que esto no sea preciso y trasladaremos así nuestras preocupaciones por dominar Etruria de nuestro ejército a sus propios gobernantes, liberando así a una legión, o más que serían necesarias para doblegar por la guerra las voluntades etruscas, liberando digo estas legiones para lo realmente importante: la guerra con Aníbal.

Los senadores aceptaron de buen grado el consejo de Máximo. Sólo quedaba por decidir quién se haría cargo de aquella nada memorabie misión: capturar niños para usarlos como rehenes. No había demasiado honor en aquella táctica, por muy eficaz que pudiera ser y que, en efecto, resultó ser. Todos cruzaban miradas pero nadie se postulaba como voluntario. Los patresconscripti miraron de nuevo a Máximo y éste les respondió en silencio, sus ojos fijos en Terencio Varrón. El mensaje fue entendido y Varrón fue puesto al mando de la legión que acudiría a Arrentium. Aquél era un hombre marcado por su desastrosa dirección en Cannae, sin posibilidad ya de carrera política y militar, pues la confianza de todos en él era nula. Raptar niños parecía algo muy apropiado para su nivel de destreza. Se le ofreció el cargo con palabras oficiales y de gran sonoridad y Terencio Varrón se levantó y lo aceptó de buen grado si con ello era útil a su patria. Se tragó la vergüenza. Máximo le había encumbrado hasta comandar ocho legiones y partir hacia Cannae. Ahora le hundía. Y todos compartían ese conocimiento. Así era la política en Roma y así era Quinto Fabio Máximo. En aquellos días, además, todos sabían que Fabio había puesto su empeño en promocionar a su propio hijo Quinto, y a un joven advenedizo que le seguía a todas partes: Marco Porcio Catón. Ambos eran temidos, no por ser quienes eran, sino porque todos sabían que detrás de ellos estaba el mismísimo Fabio Máximo.

El Senado prosiguió su larga sesión de aquella mañana y pasaron a la segunda cuestión por la que se habían reunido aquel día. Este segundo asunto era menor: premiar a Livio, el oficial al mando de la ciudadela de Tarento, pero tocaba el orgullo de Fabio de forma directa y personal, pues Máximo era el que había liberado Tarento del dominio cartaginés y no quería compartir el honor de tal liberación con nadie. De hecho, ya procuró cercenar de raíz el rumor de que sólo había conquistado la ciudad gracias a la traición de un regimiento brucio que desertó del bando cartaginés y se pasó a los romanos abriendo las puertas de la ciudad para que entrasen las tropas de Fabio. Todos daban por hecho que con seguridad algo así habría ocurrido, ya el propio Aníbal usó una estrategia similar para tomar la ciudad, pero sea como fuere, porque aquello era mentira o porque Fabio Máximo fue meticuloso en no dejar testigos, no se había encontrado a nadie que defendiera semejante versión en público. En cuanto a Livio, el caso era particular: estaba al mando de Tarento cuando Aníbal fue ayudado por ciudadanos tarentinos que anhelaban liberarse del yugo de Roma y por ello asistieron al general cartaginés para que tomara la ciudad. Livio resistió lo que pudo, pero al ser traicionado y quedar la puerta Teménida abierta los cartagineses irrumpieron por toda la ciudad. Livio optó entonces por, en lugar de combatir hasta la muerte, atrincherarse en la fortaleza interior de la ciudad, en una pequeña ciudadela en el extremo noroccidental de la ciudad y que controlaba el acceso al puerto. Con aquella maniobra Livio había rendido la ciudad, pero dificultaba en gran medida que Tarento pudiera ser usado por Aníbal como puerto donde recibir refuerzos. El Senado estaba dividido entre los familiares y amigos de Livio, que defendían que aquélla había sido una maniobra inteligente, y un mayor servicio al Estado que si Livio hubiera optado por una inmolación ante el enemigo, pero del otro lado estaban los que interpretaban la pérdida de la ciudad como una funesta derrota que no hizo sino aumentar el poder de Aníbal en el sur de Italia, favoreciendo que multitud de poblaciones brucias y de la Magna Grecia se pasaran al bando cartaginés y que, en consecuencia, Livio no debía ser recompensado por esconderse como una alimaña durante varios años, sino que, muy al contrario, debía ser castigado con severidad. La discusión se prolongó durante varias horas sin que ninguna de las partes cediera en sus posiciones. Al cabo de ese tiempo, como siempre en aquellos casos de duda, los senadores buscaron de nuevo a Fabio Máximo. El viejo senador había estado elucubrando con tiento cuál debía ser su posición. El rumor de que Tarento había vuelto a sus manos por una traición de los brucios era demasiado fuerte para ser ignorado. Si decidía apoyar que se castigara a Livio por cobardía, sus enemigos no harían más que azuzar al pueblo con la idea de que era la envidia la que le movía, que no deseaba compartir con nadie la gloria de recuperar una ciudad tan importante como Tarento. Alimentar esos rumores y habladurías no era positivo. Una posición diferente, la de premiar a Livio, le revolvía las tripas. Y no era fácil encontrar una postura intermedia. Máximo se pasó su arrugada mano derecha por su blanquecino y fino pelo dejando que los dedos lo acariciasen hasta descender por la nuca. No había, no obstante, seguía meditando, que perder el norte de lo que era y no era importante. Llevaba años de guerra empujando al Senado en la dirección que estimaba siempre como más oportuna, y lo que ahora se debatía era, aunque le hiriese en su amor propio, algo muy menor, de nula implicación militar y escaso valor político. Ceder ahora era invertir en el futuro. Sus enemigos perderían fuerza, no podrían describirlo como alguien siempre radical, inflexible. Sus adeptos respetarán lo que decida y aquellos que siempre van de un lado a otro le considerarán un hombre que no se rige por su ambición personal sino por lo que interesa al Estado. Cerró el puño de su mano derecha y asintió para sí mismo. Se levantó y tomó la palabra.

–Llevamos ya un tiempo dilatado dirimiendo sobre lo que es oportuno hacer con relación a la actuación de Livio. Y todos me miráis de reojo, no, no digáis que no. Me miráis así los que soléis coincidir con mi forma de analizar las cosas y los que por el contrario no soléis estar de acuerdo conmigo. – Esbozó una tenue amable sonrisa que, a su vez, extendió sonrisas por el Senado, incluso entre alguno de los Emilio-Paulos presentes, enemigos acérrimos de Máximo-. Y me miráis porque, a fin de cuentas, yo recuperé Tarento. Esto, sin duda, otorga a mi opinión un valor especial. – Guardó entonces silencio; pasaron un par de largos segundos-. Yo estimo que debemos premiar a Livio. – Unos miraban sorprendidos, los amigos de Fabio, otros, sus enemigos, fruncían el ceño entre confundidos y recelosos-. Por favor, por favor, premiad a Livio y hacedlo con todas mis bendiciones y con todas las bendiciones de los dioses, pues sin duda Livio fue clave para la recuperación de la ciudad por mi parte, ya que si Livio no hubiera perdido Tarento en un principio yo no habría podido recuperarla para el Estado después. – Un centenar de carcajadas inundó el interior de la Curia Hostilia procedentes de las gargantas de los aliados de Fabio; por el contrario, en la faz de sus enemigos, las tenues sonrisas desaparecieron-. Es más, por Castor y Pólux, cuanto más le premiéis más dichoso me haréis.

Y Quinto Fabio Máximo se sentó en su banco. Varios amigos se acercaron y formaron un corro en torno a su persona donde las risas iban y venían con facilidad. Pasaron unos minutos antes de que la sesión pudiera proseguir. Se acordó mantener a Livio en su rango militar, concederle el mando de una guarnición y una gratificación económica, asuntos que quedarían por precisar para una futura sesión, pero ya daba igual. Por Roma corrieron las palabras de Máximo como esparcidas por el viento. «Sin duda Livio fue clave para la recuperación de la ciudad pues si Livio no hubiera perdido Tarento en un principio, yo no habría podido recuperarla para el Estado después.» Livio, en efecto, recibió recompensas, pero pocos premios habían generado tanta burla y escarnio público en la ciudad de Roma.

18 El resurgir de Aníbal

Apulia, en las proximidades de Venusia. Finales del invierno del 208 a. C.

Una colina boscosa, alta y oscura a la luz del amanecer. El sol se deslizaba sobre la tierra de Apulia, pero sus rayos de momento sólo lamían levemente la ladera este de aquel promontorio cubierto de verde. Claudio Marcelo, cónsul de Roma por quinta vez, un honor que le igualaba con Fabio Máximo, observaba aquella elevación del terreno. Marcelo se encontraba rodeado por un nutrido grupo de lictores, oficiales y legionarios que le acompañaban en su recorrido por el campamento levantado en las proximidades de Venusia que le había conducido hasta la porta praetoria. Allí se detuvo, contemplando la colina de la que tanto le habían hablado y que parecía interponerse entre ellos y las fuerzas de Aníbal. Y allí, bebiendo un poco de agua, con la frente despejada, esperaba a su colega en el mando, el cónsul Crispino, con el que había unido fuerzas en un intento más de enfrentarse a Aníbal y, de una vez por todas en el campo de batalla, poner fin a esa guerra.

Sabía que todos le observaban. Marcelo mantenía su figura recta, pese a sus cincuenta años, y hacía gala de un porte entre distinguido y terrible que abrumaba a sus oficiales y despertaba la admiración entre los legionarios. Todos le miraban con asombro: era el único general que había derrotado en alguna ocasión a Aníbal, aunque fueran pequeñas victorias pírricas, era el conquistador de Siracusa y era cinco veces cónsul. Ni siquiera Máximo podía igualarle, al menos, en el campo de batalla. Marcelo pensó unos segundos en Fabio Máximo. No lo consideraba pusilánime, como algunos decían, ni débil. No. Máximo, para Marcelo, era un estratega, pero demasiado precavido. Siguiendo sus pautas aquella guerra duraría infinitamente. Por el otro extremo estaban los Escipiones y su osada idea de llevar la guerra a África. En ese punto, Marcelo coincidía con Máximo: la guerra debía ganarse en Italia derrotando a Aníbal de forma rotunda, apresándolo vivo si era posible y, si no, abatiéndolo en el lance de un combate. No, ni la exagerada precaución de Máximo ni la osadía sin límites del joven Escipión eran los caminos a seguir. Marcelo sentía que en él residía la esperanza del pueblo de Roma. Sus pensamientos se recogieron de lo más lejano a lo más próximo y volvieron a posarse sobre aquella colina que se interponía entre los ejércitos consulares y las tropas mercenarias y africanas de Aníbal.

–¿Es ésa la colina? – preguntó el cónsul Crispino al llegar junto a Marcelo. El interpelado se volvió y le saludó con respeto. Claudio Marcelo era escrupuloso con las formas. Luego pasó a exponer su plan.

–Los informes de los grupos de reconocimiento son confusos. Ya no sé si esa colina nos conviene o si es mejor que alejemos el campamento de aquí.

–Entiendo -convino Crispino-, ¿tienes alguna sugerencia? Me inclino a seguir lo que tu experiencia intuya como más apropiado.

Marcelo echó un último trago de agua y arrojó la copa a un lado. Un calón la recogió y la guardó junto con el ánfora de agua que llevaba a sus espaldas.

–Creo que lo mejor sería que fuéramos juntos y la exploráramos. Sólo así nos formaremos una opinión adecuada sobre lo que conviene hacer. Es quizás algo arriesgado, pero no sé qué decisión tomar de otro modo.

Crispino asintió despacio.

–Puede ser lo mejor. Los cartagineses se están quietos. Nadie ha informado de tropas púnicas en movimiento. ¿Cuántos hombres crees que deben acompañarnos?

–Doscientos jinetes serán suficientes para protegernos en caso de un ataque sorpresa y no demasiados para permitirnos movernos con rapidez.

–Sea. Doscientos jinetes. Vamos allá -aceptó Crispino.

Era una mañana con bruma densa. Los caballos númidas piafaban entre los árboles. Sus jinetes se afanaban en calmarlos acariciándoles el cuello y susurrando palabras de consuelo casi mágico. El vacuo sonido del silencio, igual que el vapor espeso del amanecer, envolvía a aquellas sombras sobre sus monturas. Parecían estatuas de otro tiempo, detenidas en el bosque de la colina. Vieron pasar a los caballeros romanos por el camino que serpenteaba hacia lo alto de aquella suave montaña, pero permanecieron impasibles, quietos. Miraban a su jefe de caballería. Maharbal, curtido noble cartaginés, con su caballo ligeramente adelantado a la línea de jinetes númidas, estaba si cabe aún más inmóvil que el resto, como si bestia y hombre estuvieran congelados por un alba fría.

Los romanos ascendían en columna de a cuatro. Una turma ampliada a cuarenta caballeros de Fregellae abría el camino. Les seguían los dos cónsules con los lictores de su guardia personal y luego el resto de jinetes de origen etrusco. Los primeros parecían confiados, los etruscos, sin embargo, recelaban de los bosques: les recordaban sus luchas contra los galos en la región cisalpina y los árboles y las colinas nunca les habían traído nada bueno, pero seguían a sus generales, leales y atentos. Quizá sólo fueran miedos de malos recuerdos. Nada de lo que preocuparse. Y una guerra no se podía luchar como mujeres atemorizadas. Algunos de los etruscos se sintieron avergonzados por sus temores. Otros seguían mirando nerviosos a ambos lados del camino.

–Los cónsules han salido hacia la colina -comentó un veterano oficial africano a su general en jefe. Aníbal se volvió y le miró con aire incrédulo.

–¿Los dos cónsules?

–Los dos, mi general. Así lo confirman sus uniformes púrpura.

–No puede ser tan fácil -continuó Aníbal perplejo. Luego calló. No podía luchar contra los dos ejércitos consulares. De hecho su plan era seguir con las pequeñas escaramuzas y luego retirarse de nuevo hacia el sur, hacia el Bruttium o acosar Locri una vez más, pero los dos cónsules en una avanzadilla… aquello era un regalo de los dioses Baal, Melqart y Tanit juntos.

–Mi caballo, rápido -ordenó Aníbal con decisión-, y quiero mil hombres a caballo en dirección a la colina ya, ¡ya!

El oficial se desvaneció como una centella. Aníbal escuchó el tronar de su caballería despegando del campamento en menos de un minuto. Azuzó a su montura y en un momento estaba con ellos, galopando, y se sintió joven, pese a sus cuarenta y un años. Era el amanecer y pronto entrarían en combate. Si aquello salía bien, sería un duro golpe contra la moral romana. Una estocada certera que atravesaría la yugular del corazón de Roma. Un mandoble temible que dolería más por estar los cartagineses en inferioridad numérica y de recursos. Era lo que necesitaba para resarcirse de los últimos años indecisos y para animar a sus mercenarios a dilatar la contienda hasta la llegada de su hermano Asdrúbal por el norte.

Claudio Marcelo percibió algo indefinido, difuso, en el aire. De pronto comprendió lo que le confundía: el silencio. No era un silencio normal sino denso, pesado, como estancado. Amanecía y no se escuchaban los pájaros, como si hubieran volado asustados por algo o por alguien. Escuchó los primeros gritos en la retaguardia. El general, cinco veces cónsul de Roma, y único miembro de la nobilitas que había puesto en apuros a Aníbal en un campo de batalla, hizo que su montura girara ciento ochenta grados. Los lictores le imitaron y le siguieron cuando, al trote, marchaba hacia atrás en busca de los gritos que habían surgido en la retaguardia de la caballería romana. Crispino y sus lictores le emularon tras ordenar a la turma de Fregellae que permaneciera en vanguardia, vigilante y preparada para la defensa en caso de ataque frontal.

Marcelo alcanzó en veinte segundos la retaguardia romana, que ya no era una formación, sino una batalla en curso donde los jinetes etruscos, cazados por sorpresa desde ambos flancos, habían perdido una decena de hombres mientras otros tantos caían heridos atravesados por dardos y jabalinas. Marcelo escuchó el silbido inconfundible que anunciaba su muerte pero su instinto guerrero hizo que levantara el escudo y agachara su cuerpo pegándose al cuello de su caballo. La lanza chocó lateralmente con su arma defensiva y luego se perdió por encima de él, sin ya casi fuerza, sin herir a nadie. No hubo tiempo para respirar ni para dar órdenes. Dos númidas surgieron de entre las ramas bajas de los árboles contiguos y aullando como salvajes arremetieron contra el cónsul, delatado por el vistoso púrpura de su uniforme. Marcelo los recibió con la espada desenvainada. A uno lo derribó de un golpe y al otro lo esquivó, pero no tuvo tiempo de hacer que su montura girase en busca del que se le había escapado porque tras sus dos atacantes aparecieron tres más. Los dioses se apiadaron por un instante del cónsul y los lictores de su guardia embistieron a los tres nuevos jinetes númidas. Esto le dio unos segundos a Marcelo para mirar a su alrededor. Ya no había formación alguna, sino que toda la columna estaba siendo atacada por la retaguardia y por los flancos. La única salida era hacia lo alto de la colina. Marcelo dudó entre reagrupar sus fuerzas y lanzar a todos sus jinetes supervivientes contra el ataque de la retaguardia en un intento desesperado por acercarse hacia el campamento del modo más directo u ordenar que ascendieran al galope hacia lo alto de la colina y luego descender rodeando la montaña para regresar a la seguridad de las cuatro legiones acampadas apenas a cinco mil pasos de aquel lugar. No era momento para dudas.

–¡Hacia lo alto de la colina! ¡Por Júpiter, replegaos hacia lo alto de la colina! ¡Seguidme todos!

Y cuantos podían se zafaban de sus atacantes y hacían que sus caballos siguieran al gran Claudio Marcelo en su ascenso por aquel camino que parecía conducirlos a todos hacia la supervivencia. Crispino no tenía claro que aquélla fuera la mejor de las maniobras, pero tampoco era momento de discutir ni de dividir fuerzas y siguió a su colega camino arriba.

Los númidas se vieron de pronto sin enemigos contra los que luchar pero azuzaron sus animales y persiguieron de cerca a los caballeros de Etruria y Fregellae, a los lictores y a sus dos cónsules en su desesperada huida.

–¡Seguidles, rápido! – ordenó Maharbal, aunque la instrucción ya estaba siendo ejecutada antes de que su voz inundase la ladera con su anuncio de persecución sin cuartel.

Claudio Marcelo vio el fin de su vida ante sus ojos minutos antes de que ocurriera, cuando al aproximarse a lo alto de aquella nefasta colina adivinó cómo se perfilaba contra el horizonte del amanecer la figura de centenares de jinetes cartagineses, en lo que parecía el grueso de la caballería púnica. No había más remedio que volver a dar la vuelta y luchar contra los númidas que les seguían, aprovechando ahora la fuerza del ataque desde una posición más alta. Era una locura, pero las otras alternativas eran la rendición o la muerte. Marcelo miró a su colega y sin decir más los dos hombres se entendieron en medio de su desgracia sin límites: un cónsul de Roma lucha o muere, pero nunca se rinde.

–¿De nuevo contra los númidas? – preguntó Crispino de forma algo retórica. Ésa había sido la primera idea de Marcelo, en efecto, pero ahora el veterano cónsul se daba cuenta, viendo ascender al galope a los númidas, que aquélla tampoco era la ruta a seguir.

–Por entre la espesura, descendiendo en diagonal. Nos cazarán como a jabalíes entre los árboles, pero quizás alguno sobrevivamos -respondió Marcelo con los ojos brillantes y un sudor frío por la frente.

Crispino le miró asombrado por la frialdad con la que Marcelo hablaba de lo que iba a acontecer. Eran ya apenas unos ciento cincuenta jinetes contra trescientos o cuatrocientos al menos que ascendían por el camino y más de mil que estaban formando en todo lo alto de la colina. Crispino asintió.

–Sea y que los dioses estén con nosotros.

Marcelo no respondió nada. Lo único en lo que podía pensar es que muy probablemente ellos estarían camino del infierno cruzando el río Aqueronte muy pronto.

El descenso entre los árboles fue como había predicho el cinco veces cónsul de Roma: los númidas y los cartagineses se dedicaron a cazar con lanzas y flechas a los jinetes romanos en franca huida. Los caballeros de Fregellae se rindieron sin seguir a los etruscos. De esa forma sólo ciento veinte se adentraron en el bosque. De ésos, fueron cayendo uno aquí otro allá, en el fuego cruzado de dardos y jabalinas. Una lanza hirió al cónsul Crispino, pero éste mantuvo el equilibrio sobre su caballo y continuó cabalgando junto con los únicos seis lictores supervivientes de su guardia. Marcelo hizo por seguirlos, pero una jabalina se clavó en su pierna y otra en la espalda. El caballo continuaba galopando, pero el veterano cónsul sintió un profundo dolor por todo su hombro derecho y una gran debilidad que se apoderaba de él. Soltó las riendas y se aferró a la crin de su montura, pero el animal dio un salto para evitar un tronco seco que se cruzaba en su camino y el cónsul de Roma cayó rodando al suelo. Al rodar, las jabalinas se partieron, y al resquebrajarse se movieron con violencia en el interior del cuerpo de Marcelo rasgando y cortando músculos, venas y piel. Marcelo encontró fuerzas para reincorporarse y, apoyado en un árbol, alzarse aunque algo encogido y con temblores que no podía controlar. Dos lictores pusieron pie a tierra y se situaron a ambos lados del general. El cónsul les miró con aprecio y respeto. El resto de su guardia había muerto. Seis lanzas llovieron de entre los árboles y los dos lictores cayeron ensartados como fruta madura sin haber tenido la oportunidad de defender a su general. Marcelo, herido de muerte, se mantuvo en pie. Era lo único que podía hacer: morir con dignidad. Sólo rogaba a los dioses tener fuerzas para no recibir el último golpe de rodillas. Él no. Una decena de jinetes africanos le rodearon. El que parecía un oficial al mando desmontó y le miró a los ojos. Le vio sonreír. El oficial dijo algo en su lengua y los jinetes respondieron con risas. Claudio Marcelo, cónsul de Roma, se mantuvo firme, apoyado en el árbol. En su interior imploraba porque el fin fuera rápido. No sabía cuánto tiempo más podría resistir, pero aquellos hombres reían y reían y no parecían decidirse a dar la última estocada. Alrededor, el fragor de la batalla se alejaba. Si alguien se había salvado estaría ya lejos. De súbito las carcajadas frenaron y Marcelo vio cómo los jinetes númidas desmontaban y apartaban sus caballos para dejar paso a un hombre cubierto de pieles de lobo. Era un hombre férreo, con una faz seria de poblada barba y con un parche en el ojo izquierdo. Marcelo comprendió enseguida ante quién estaba. Aníbal caminó hasta ponerse delante del cónsul de Roma. El oficial dijo algo y de nuevo los jinetes africanos empezaron a reír, pero Aníbal lanzó un grito potente y seco diciendo una frase en su lengua que Marcelo no pudo entender pero que hizo que todos los hombres callaran. Incluso el cónsul, no sabía si por el agotamiento y la pérdida de sangre, quiso ver que algunos de los jinetes se asustaron al escuchar a su general en jefe. El oficial dijo algo que parecía una disculpa. Marcelo no podía más, así que se dejó caer hasta quedar sentado, siempre evitando caer de rodillas. Sostenía la espada como señal de lucha pero no podía levantarla. La sangre manaba de su cuerpo a borbotones y la vida se le escapaba por momentos. Aníbal se acercó al moribundo cónsul de Roma y le habló en griego.

–Estos hombres… mis soldados… no volverán a burlarse de ti -dijo, y esperó alguna señal de su interlocutor. Marcelo asintió moviendo ligeramente la cabeza como signo de que entendía lo que se le decía. Aníbal volvió a hablarle-: ¿Quieres morir en pie o sentado?

Claudio Marcelo quiso hablar, pero sólo salió sangre de su boca. Entonces, en último esfuerzo empujó con sus pies para intentar alzarse, pero las fuerzas le fallaron y tras haberse levantado apenas unos centímetros del suelo volvió a desplomarse y, al caer, la mano le traicionó y soltó la espada.

Aníbal miró con intensidad a aquel hombre. Se había enfrentado a él en numerosas ocasiones. Era el único general que se había atrevido a plantarle batalla campal cara a cara y que alguna vez le había puesto en situaciones difíciles. El general en jefe de las tropas cartaginesas en Italia dio una orden en su lengua y dos de los jinetes africanos se acercaron y, tomando al cónsul moribundo y desangrado por los brazos, lo alzaron. Luego Aníbal se agachó, cogió la espada del cónsul tomándola por el filo para así acercarle el mango a su dueño. Marcelo, al sentir la empuñadura de su arma en la palma de su mano, cerró con fuerza y la aprisionó con los dedos. Miró entonces a su mortal enemigo y volvió a asentir.

Aníbal desenvainó su arma. El filo chirrió en el nuevo día de una nueva derrota romana y al segundo se estrelló contra la coraza enrojecida del cónsul. Claudio Marcelo dejó de respirar cuando el general cartaginés extrajo su espada del cuerpo del romano. Aníbal miró entonces a los hombres que lo sostenían y éstos, a una señal suya, depositaron el cuerpo de Claudio Marcelo en el suelo del bosque. Aníbal contemplaba el cadáver de su oponente de forma enigmática para sus hombres, con una intensidad y una atención extrañas, como si buscara algo. El general cartaginés se agachó y estiró de la espada del cónsul. Tuvo que tirar con fuerza para desasirla de la mano de Marcelo. Examinó entonces los dedos y no encontró lo que buscaba. Dejó esos dedos y tomó la otra mano del cónsul. Estaba cerrada con fuerza. Intentó abrirla pero no pudo. Giró el puño de Marcelo. No se veía nada. Era extraño. Debía estar allí. Aníbal frunció el ceño y, agachado junto al cadáver de su gran oponente ya abatido, meditó un instante. Se volvió hacia los guerreros africanos que le observaban sin atreverse a decir nada. Les parecía peculiar la actitud de su general, pero nadie osaba abrir la boca.

–Un puñal -pidió Aníbal.

Varios soldados se acercaron con diversos cuchillos en manos nerviosas que estiraban para acercar su arma al gran general de Cartago. Aníbal tomó el que le pareció más afilado y volvió a centrar su atención en el cadáver de Marcelo. Cogió de nuevo el puño cerrado del cónsul muerto con una mano, sosteniendo el brazo del romano por la muñeca, mientras que con la otra mano hundía el puñal entre los dedos del general enemigo. La sangre, aún caliente, pero escasa ya, de Marcelo, empezó a fluir por el filo de la daga. Aníbal se sorprendió al ver que el cepo de los dedos del cónsul no cedía un ápice. El cartaginés hundió con potencia el arma hasta que se clavó una docena de centímetros entre los heridos dedos del cónsul. Una vez asegurado el puñal en el corazón del puño cerrado del cónsul muerto, Aníbal lo giró en un intento por separar los dedos de Claudio Marcelo, pero la hoja del arma se partió y el general cartaginés, sorprendido, se quedó con el mango de la daga en la mano sin haber conseguido su objetivo. Aníbal se sentó y lanzó a un lado el arma rota y ya inservible. Se pasó el dorso de su mano derecha por debajo de la nariz. Hacía algo de fresco aquella mañana y arrastraba un resfriado que le molestaba al respirar. Escupió en el suelo, lejos del cadáver. Pensó en tomar una roca y estrellarla contra el puño pero temió dañar lo que buscaba. Tomó entonces el dedo índice del cónsul con una mano y con la otra apretó hacia abajo la mano del cónsul para hacer más fuerza y tiró del dedo con toda la furia de su alma. El dedo, al fin, cedió, se escuchó un chasquido de las falanges quebradas y el índice del cónsul quedó flojo, como suelto. Aníbal repitió la operación con el dedo anular. Nada. Segía sin ver nada. Rompió entonces otros dos dedos. Fue en ese momento cuando, entre la sangre y los dedos rotos, aún aprisionado por el pulgar firmemente doblado sobre sí mismo, Aníbal vio lo que tanto anhelaba. Quebró al fin el pulgar del cónsul y su trofeo quedó libre. El general cartaginés, con cuidado, despacio, tomó el anillo de oro del cónsul de Roma, el anillo de Claudio Marcelo, empapado en su sangre, se levantó y alzó en el aire la joya para observarla en todo su esplendor: la sangre goteaba por el interior del anillo pero el exterior de oro, ya limpio, resplandeció a la luz del sol. Aníbal bajó el anillo, lo limpió un poco contra las pieles de lobo y sin importarle que aún tuviera restos de sangre de Marcelo, se puso el anillo en el dedo anular. Encajó perfectamente. En el índice y en el corazón de esa misma mano derecha exhibía otros dos anillos similares, los de los cónsules Cayo Flaminio y Emilio Paulo, abatidos en campañas anteriores, que acompañaban a otro anillo de plata más pequeño rematado en una turquesa que lucía en el meñique. Sólo entonces los soldados que le rodeaban parecieron entender lo que había estado buscando. Aníbal les miró con seriedad.

–Os reíais de un hombre que es capaz de luchar aun después de muerto. Si cada uno de vosotros tuviera en su pecho la mitad de espíritu que ese cónsul muerto, hace tiempo que acamparíamos en medio del foro de Roma. – Los hombres bajaban la mirada-. Ahora eso no importa. Coged su cuerpo y llevadlo a lo alto de esta colina y allí haced una pira con leña y quemad su cadáver. Un hombre que ha sido capaz de plantarme cara tantos años en el campo de batalla no merece que su cuerpo sea pasto de los lobos y las alimañas carroñeras del cielo. Al menos mostradle ahora el respeto que no habéis sabido mostrar cuando luchaba él solo y herido contra diez de vosotros.

Cuatro, cinco, hasta seis guerreros africanos hicieron falta para levantar el cadáver de Marcelo. Aníbal observaba cómo lo alzaban cuando llegó Maharbal con noticias.

–Crispino, el otro cónsul -dijo el oficial de la caballería púnica- ha escapado, herido, creo que de gravedad, en una pierna y en el costado, pero ha escapado.

Aníbal asintió. No recibió aquel informe con desagrado.

–No importa. Crispino es un segundón. Lo que importa es que hemos abatido a Marcelo. Roma temblará. Ahora sólo les quedan generales inexpertos y Fabio Máximo, pero este último es ya demasiado viejo para el combate. Hoy es un gran día. Un gran día, Maharbal. Para cuando Asdrúbal llegue por el norte y nosotros ascendamos por el sur, Marcelo ya no mandará sus tropas. Y además… -levantó su mano mostrando los anillos que lucía con orgullo-, además tenemos su anillo.

Maharbal comprendía lo que eso significaba y sonrió compartiendo la alegría de su general.

El cónsul Quincio Crispino yacía gravemente herido sobre un lecho ensangrentado en la tienda del praetorium del campamento romano. Su cuerpo estaba dolorido y su espíritu quebrado. Marcelo había caído. Aquello era terrible, desolador, definitivo. Crispino era consciente de su posición en aquella guerra, en el Senado, en su vida y sabía que no era un gran general. Sabía además algo más: era consciente de que iba a morir. No era sólo el sufrimiento que sentía y la sangre que no dejaba de manar empapando todos los paños con los que los médicos intentaban detener la hemorragia mortal, sino el rostro desencajado de aquellos sanadores del campamento cuyas muecas de desesperanza hablaban por sí solas. Le mentían y le intentaban animar, pero él sabía que ya era tarde para él. De nuevo Aníbal había sabido engañarlos a todos, incluso al propio Marcelo, desconfiado siempre: se confió una sola vez y esa sola vez bastó para que Aníbal le envolviese en una enloquecida emboscada. Las noticias debían llegar a Roma y, más importante aún: a todas las ciudades de alrededor, pues si Aníbal había abatido a Marcelo eso implicaba que tendría su anillo consular, y podría usarlo como sello para falsificar cartas o documentos con los que engañar a las guarniciones romanas próximas, confundiéndolas, sembrando el más completo de los desórdenes. Quincio Crispino sabía que la historia no le guardaba un lugar muy grande, pero tenía una gran virtud romana: era un comandante disciplinado. Se incorporó un poco y ordenó que se convocara a los tribunos de su estado mayor. Aunque fuera lo último que hiciera haría que se enviaran mensajeros a todas las poblaciones cercanas y a la propia Roma. Todos debían estar advertidos de que Aníbal poseía el anillo de Marcelo.

En menos de una hora, las cartas fueron escritas y los mensajeros salían por las puertas praetoria, decumana, pincipalis sinistra y pincipalis dextra en dirección a Salapia, Forentum, Numistro, Luceria, Arpi,

Cannae, Herdonea, Compsa, Geronium, Ñola, Benvenutum, Capua y la mismísima Roma. Luego, Quincio Crispino ordenó que le dejaran descansar y se dedicó a respirar, sólo a respirar. Respirar. Dormir.

19 Baecula

Tarraco, Hispania, primavera del 208 a.C.

El campamento de las legiones romanas a las afueras de Tarrraco era un hervidero de preparativos. A los legionarios, por mandato expreso de Publio Cornelio Escipión, se les había unido la mayor parte de la marinería, pues aquélla iba a ser una campaña de interior, donde la flota no era necesaria, pero donde se precisaba del mayor número posible de hombres. Por eso Publio decidió que los marineros se integrasen en las legiones y que se distribuyera entre ellos el armamento capturado en Cartago Nova. Era una forma de encontrar refuerzos, de suplementar sus tropas con algunos miles de hombres más. Publio Cornelio Escipión había dado la orden de marchar hacia el sur y, en esta ocasión, hacia el interior de aquel vasto territorio. Todas las tropas, legionarios y marineros, animados por la conquista de Cartago Nova durante la campaña del año anterior, se mostraron dispuestos y diligentes en el cumplimiento de las órdenes. Así, cuando Publio y Lelio llegaron al campamento no era de sorprender que los manípulos en perfecta formación recibieran a sus generales golpeando sus escudos con los pila y los gladios.

–La moral de las tropas es alta -comentó Lelio a un emocionado Publio mientras desfilaban ante los manípulos en formación. El general en jefe asintió. Por un lado se sentía abrumado por aquella muestra de lealtad y júbilo ante una nueva campaña, pero por otra parte no podía evitar sentir la pesada carga de la responsabilidad. La energía de todos aquellos hombres le seguiría a ciegas, eso estaba claro. Nadie había conquistado antes una ciudad como Cartago Nova, prácticamente inexpugnable, en tan sólo seis días. Aquello tenía maravillados a sus hombres. Fue sin lugar a dudas una hazaña impresionante, fruto de su inteligencia y de su estrategia, pero también conseguida por el pundonor de aquellos legionarios que confiaron en él por el solo hecho de llevar el nombre de Escipión, por ser hijo y sobrino de quien era. Paseando entre el estruendo de aquellos escudos el joven general tenía la sensación de que aquel clamor de respeto y furia era no sólo para él sino dedicado a su padre y a su tío, muertos a manos de Asdrúbal y sus generales hacía tan sólo tres años. Los legionarios parecían leer en su mente y sabían que esta campaña sería diferente a la del año anterior: era como si supieran que pronto estarían frente a Asdrúbal, el hermano de Aníbal, sus nuevos elefantes, su infantería africana, su caballería númida y sus mercenarios iberos. Cualquiera sentiría pavor de partir hacia su encuentro y, sin embargo, aquellos hombres golpeaban sus escudos y saludaban a su general. De forma espontánea, el grito de guerra que resonó entre las calles de Cartago Nova tras la caída de la misma volvió a resonar con fuerza en el campamento de las legiones de Tarraco.

–¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno! ¡Hasta el infierno!

Hasta allí estaban dispuestos a seguirle. Publio pensó en dar un discurso, pero pronto comprendió que era innecesario. No había ánimos que encender, sino sólo hombres que guiar. El tribuno Lucio Marcio le presentó un hermoso caballo blanco para ponerse al frente de las tropas, pero Publio declinó con palabras de agradecimiento.

–Gracias, Marcio, pero no. Vamos todos al frente. Lelio, tú y los demás tribunos, pero a pie. Marchas forzadas. Al interior de este país. Vamos a barrer a Asdrúbal. Que los legionarios reciban la orden.

Y la orden corrió de boca en boca, de tribunos a primus pilus, y de los primeros centuriones al resto de los oficiales hasta alcanzar a cada uno de los legionarios de las dos legiones. Marchas forzadas. A por Asdrúbal. El general al frente, caminando como ellos, resistiendo la misma velocidad de avance que el resto de las tropas, igual que hiciera el año anterior. Todos los legionarios sabían que ninguno andaría ni más ni menos de lo que anduviese su propio general en jefe. Al sur, al interior, a por Asdrúbal.

Los millares de sandalias levantaron el polvo del camino tortuoso que descendía hacia el Ebro. Una espesa nube de tierra blanquecina anunciaba el avance decidido e inexorable de las legiones de Roma.

Cástulo

Los que traían aquellos informes eran iberos y celtas del noreste de Carpetania. Habían estado apostados junto a los pasos del Ebro. Informes concluyentes. El nuevo joven Escipión marchaba esta vez hacia el interior. No iba a por ninguna ciudad, como en la campaña del año precedente, sino que se dirigía directo hacia las minas de oro y plata de Sierra Morena, hacia Cástulo.

Asdrúbal Barca meditó largo tiempo. Deambuló por las calles de la población y revisó las murallas de la ciudad. Al mediodía tomó una determinación.

–Salimos de aquí -comentó a su estado mayor-. En esta ciudad no podemos hacer uso de nuestra infantería y tampoco de los elefantes, y el terreno es demasiado agreste para una batalla campal. Iremos a Baecula, a las colinas que rodean aquella ciudad. Es un emplazamiento próximo. En unas horas nos podremos instalar allí, tomar una posición de ventaja y dejar que los hombres descansen mientras los romanos se agotan en su rápido avance hacia el sur. A la vez enviaremos mensajeros a mi hermano Magón en Gades y a Asdrúbal Giscón en Lusitania, para que se unan a nosotros según les informé meses atrás. Los romanos tendrán que luchar agotados contra nosotros y, o les vencemos en la primera acometida, o simplemente resistiremos desgastándoles hasta que lleguen Giscón y mi hermano. Entonces, reunidas nuestras fuerzas, los masacraremos. Ese general romano es hombre muerto. Un nuevo Escipión que regará con su sangre esta tierra que nos pertenece desde que mi padre y mi hermano Aníbal la sometieran al poder de Cartago. Luego, restablecido el orden natural en la región, Giscón asediará y recuperará Cartago Nova mientras Magón y yo marchamos hacia el norte a arrasar Tarraco y los aliados romanos del norte del Ebro. Después nos reuniremos los tres ejércitos y organizaremos la campaña sobre Italia para cumplir la promesa a mi hermano de reunimos con él y atacar Roma. Ése es el futuro. En marcha.

Todos los oficiales asintieron con firmeza. Había un nuevo ejército romano que exterminar y un nuevo general, vastago de los anteriores, que ejecutar. Los buitres pronto saciarían su apetito infinito con roja y brillante sangre romana esparcida sobre las colinas de Baecula.

En territorio de los ¡lergetes, al norte del Ebro

Los jefes iberos Indíbil y Mandonio, líderes de los ilergetes y los ausetanos del norte de la península, salieron al paso de las tropas romanas. En esta ocasión el joven general sí aceptó la montura que el tribuno Marcio le ofreció. Así, acompañado por Cayo Lelio y una turma de experimentados jinetes, Publio cabalgó raudo al encuentro con los líderes iberos. En unos minutos quedaron frente a frente: el joven general romano y los dos curtidos y maduros jefes iberos. Los hispanos habían adelantado una veintena de jinetes que arropaban a sus jefes frente a la treintena de caballeros romanos que cabalgaban con Publio y Lelio.

El general romano levantó la mano y la turma de caballeros se detuvo. Desmontó entonces de su caballo y se dirigió a Lelio.

–Ven conmigo, Lelio. El resto de los hombres que espere aquí, pero que estén atentos a nuestras señales.

Lelio asintió y transmitió las órdenes. En el tono vibrante de la voz del general había detectado cierto nerviosismo. Lelio sabía que Publio había pasado el invierno preparando aquella entrevista, pero en el palpitar de la voz del joven general había sentido que Publio no podía olvidar que, al fin y al cabo, aquellos líderes iberos habían formado parte de las alianzas que los cartagineses trazaron para acabar con su padre y su tío apenas hacía un par de años.

A pie, Publio Cornelio Escipión y Cayo Lelio avanzaron hasta quedar a unos pasos de Indíbil y Mandonio, quienes, imitando los movimientos del general romano, se habían adelantado solos y a pie también para parlamentar.

Publio probó primero en griego pero no hubo suerte. Intentó entonces el latín pero los jefes iberos se miraron y no dijeron nada. Luego hablaron éstos en su propia lengua pero ni Publio ni Lelio sacaron nada en claro. El general romano no se desesperó e hizo una señal. Uno de los jinetes de la turma se adelantó, desmontó del caballo y se acercó corriendo. Los jefes iberos no se sintieron nerviosos y esperaron a ver en qué devenía la aparición del nuevo interlocutor.

Lelio observó que se trataba de Mario Juvencio Tala, centurión de la legión, testigo de la muerte del tío de Publio en Hispania y mensajero de las terribles noticias en casa de los Escipiones en Roma. Sabía que era un hombre curtido en la guerra de Hispania y sería posible que supiera algo de la lengua de aquellos bárbaros. Las palabras que Publio dirigió al recién llegado Mario confirmaron las deducciones de Lelio.

–Diles -empezó Publio-, que los romanos no queremos la guerra con los iberos… que los cartagineses son nuestros únicos enemigos.

Mario asintió y tradujo despacio. Al principio los jefes iberos fruncieron el ceño pero se mantuvieron atentos a las explicaciones. Publio prosiguió mientras que Mario iba traduciendo.

–Debéis juzgarme por lo que sabéis de mis actos, no por lo que oigáis que cuentan de mí los cartagineses. Conquistamos Cartago Nova y liberamos a todos los iberos, todos los rehenes quedaron libres y fueron escoltados a sus pueblos… respetamos a todas las mujeres. Y así será siempre con todos aquellos que nos ayuden a echar de esta tierra a los cartagineses. Ellos atacan nuestras ciudades en Italia. Hemos tenido que venir a luchar aquí para debilitarles y obligarles a abandonar nuestra tierra.

Mario terminó con la traducción y tanto Publio como Lelio se quedaron expectantes. ¿Qué efecto causarían aquellas palabras en aquellos rudos hombres hechos a la guerra y desconocidos para los romanos como negociadores?

Indíbil, el que parecía mayor de los dos miró al primero; éste asintió y entonces empezó a hablar. Fue una respuesta breve, tres frases sencillas. Quería hacerse entender. Mario escuchó con atención y tradujo con la mayor precisión que supo.

–Dicen, mi general, que os respetan por vuestros actos en Cartago Nova y durante este invierno, que ellos no quieren ni cartagineses ni romanos en sus tierras, pues son sus tierras y que mientras vayáis a luchar contra los cartagineses, ellos no se opondrán a nosotros y nos dejarán pasar.

–Bien -aceptó Publio-. Diles que cruzaremos este territorio para enfrentarnos a los cartagineses y que luego nos retiraremos, y que sabremos recompensar su neutralidad con generosidad.

Mario volvió a hablar en ibero.

Esta vez los dos jefes iberos se separaron un poco de los tres romanos y hablaron en voz baja. Luego regresaron junto a sus interlocutores e Indíbil planteó sus condiciones.

–Piden caballos -dijo Mario-. Dicen que quieren doscientos caballos como los nuestros. Sólo entonces nos dejarán pasar y no combatirán contra nosotros.

–¡Por Castor y Pólux y todos los dioses! – exclamó Lelio indignado-. ¡Los muy…! – Pero Publio le hizo callar poniéndose delante de él.

–¡Silencio! – dijo Publio, y le cogió del brazo. Lelio se contuvo. Publio se volvió de nuevo a Mario.

–Diles que tendrán no doscientos sino trescientos caballos iguales a los nuestros una vez que derrotemos a los cartagineses.

Mario tradujo. Los jefes iberos abrieron los ojos, luego se miraron entre sí una vez más y se echaron a reír con fuerza. Era una carcajada tenebrosa, potente, temible. Hablaron a Mario y sin esperar nada se volvieron sobre sus pasos.

Publio y Lelio miraban a Mario, tensos.

–Dicen que de acuerdo. Nos dejarán pasar.

–¿De qué se reían? – preguntó Lelio.

–No sé… no han dicho más. Creo que les ha hecho gracia que el general ofrezca más de lo que pedían… o…

–¿O qué? – inquirió de nuevo Lelio. Estaba claro que no se sentía cómodo en conversaciones cuya lengua no comprendía.

Mario fue a responder pero Publio le interrumpió.

–O les ha hecho gracia que dijera «después de que derrotemos a los cartagineses». En cualquier caso, por Júpiter, qué más da. Hagamos como ellos y regresemos junto a los nuestros.

Así hicieron.

Una vez sobre sus caballos, Lelio pareció darse cuenta de otro detalle y le preguntó a Publio:

–¿Y de dónde vamos a sacar nosotros trescientos caballos con los que pagar a esos salvajes?

–De la victoria sobre Asdrúbal.

–Ya… pero… ¿y si no vencemos?

Fue ahora Publio el que se echó a reír.

–Si no vencemos, querido Lelio, los iberos serán el menor de nuestros problemas, ¿no crees? Seguramente ya no estaremos vivos.

El general habló con sosiego, casi con lágrimas en los ojos por su forzada carcajada. Lelio le conocía bien. Aparentaba estar animado, pero tenía miedo. Era un temor profundo el que corroía al joven general, algo diferente a su nerviosismo cuando se acercaban a Cartago Nova el año anterior. Iban a enfrentarse contra el hombre que había segado las vidas de su padre y de su tío. En el caso de este último, fue la espada del propio Asdrúbal la que lo atravesó. Era lógico que estuviera temeroso y era apropiado que ante los legionarios intentara aparentar seguridad. Quedaba por saber qué les preparaba la diosa Fortuna. Lelio miró al horizonte. El sol se ponía en el oeste, justo allí donde se recortaban el perfil de los jinetes iberos que se alejaban al trote.

Baecula

Puestos de guardia cartagineses

El oficial cartaginés observaba desde lo alto de su montura la sinuosa estela que el camino de tierra dibujaba en la distancia. Le había parecido ver polvo en suspensión, una nube que, juraría él, crecía por momentos. A su alrededor el resto de los jinetes a su mando se esforzaban por discernir en el horizonte lo mismo que él buscaba. De momento aún no se veía nada con claridad. Podían ser refuerzos de las tribus iberas aliadas de la región o podrían ser los romanos. El oficial era, por naturaleza, incrédulo ante las acciones sorprendentes. Según todas las noticias que les llegaban, el joven general romano apenas habría salido de Tarraco hacía una semana o diez días. Era imposible que hubiera atravesado ya media Hispania y menos aún con las diferentes tribus iberas hostiles a su causa. Aunque era cierto que los iberos, tras la caída de Cartago Nova el año anterior, parecían vacilar en sus fidelidades. Eran gente inconstante. El oficial los despreciaba. Escupió al suelo. Cuando alzó de nuevo la mirada la polvareda había dado paso a figuras de soldados avanzando. Estaban fuertemente armados, con los pila y los escudos propios de los ejércitos de Roma. Increíble. Aquello no tenía sentido; pero se sobrepuso y reaccionó. El sentido se lo tendrían que buscar sus superiores. Su misión era avisar del avance romano al propio Asdrúbal, detener allí mismo las tropas enemigas y quedar a la espera de refuerzos.

–Tú, rápido -dijo dirigiéndose a uno de sus subordinados-, ve a los puestos de retaguardia y solicita refuerzos y luego sigue hacia Baecula: dile a Asdrúbal que los romanos han llegado.

El jinete azuzó su montura, el caballo relinchó nervioso y salió como si le hubieran clavado una lanza en un costado. El oficial se sintió seguro. En pocos minutos su mensaje llegaría a los diferentes puestos de caballería que Asdrúbal había ordenado distribuir por todos los caminos que llevaban a Baecula para estar informado de los movimientos de ese nuevo joven general romano y, al mismo tiempo, interceptar su avance. Además, los romanos que se aproximaban a pie eran infantería ligera, una avanzadilla de las legiones desplazadas a Iberia y que, sin duda, llevarían días de marchas forzadas. Estarían agotados.

–¡Serán presa fácil! – gritó a sus hombres. Éstos rieron mientras se ponían en dos hileras de veinte jinetes, dispuestos al ataque, extendiendo su formación más allá de los lindes del camino sobre la pradera seca de aquella llanura.

Alto mando romano

–Los hombres necesitan descanso -decía Lelio. Marcio, Mario y otros oficiales parecían estar de acuerdo.

Publio, desde la pequeña colina a la que todos sus tribunos le habían acompañado, oteaba el paisaje. Una pequeña patrulla de jinetes númidas y cartagineses se interponía en el avance de las primeras líneas de velites. Había que decidir qué hacer.

–Los hombres quieren luchar. Lo siento en sus miradas -dijo el joven general.

Los tribunos se miraron unos a otros. Nuevamente fue Lelio quien habló, pero parecía hacerlo por todos.

–Es posible. Los hombres te admiran, tienen fe ciega en ti desde lo de Cartago Nova. Mayor motivo para hacer uso adecuado de sus fuerzas. Es prematuro lanzar un ataque.

–¡Mirad! – exclamó Lucio Marcio señalando hacia donde se encontraban los cartagineses-. Llegan más destacamentos de caballería. Cien, doscientos, quizá junten ya varios cientos de jinetes. Necesitaríamos lanzar a todos los velites, apoyados por tropas auxiliares de infantería ligera y por los hastati si queremos que tengan alguna oportunidad. Nuestra caballería está demasiado retrasada para llegar tan rápido.

Publio asintió. Volvió a mirar al horizonte y lanzó su orden.

–Atacaremos, oppugnatio repentina -dijo, sin levantar el tono de su voz, pero con rotundidad.

Lelio parecía desesperarse y se giró hacia el resto de los oficiales a su alrededor. Encontró miradas cómplices pero nadie se atrevía a secundar sus dudas.

–He dado una orden… -insistió Publio.

–Vamos allá, pues -dijo Lelio, y exhaló un profundo suspiro-. Vamos a por esos cartagineses y rápido.

Publio no se volvió hacia sus oficiales, pero esbozó una suave sonrisa que despuntaba en la comisura de sus labios. Todos llevaban razón en plantear dudas sobre un enfrentamiento contra aquellos destacamentos de caballería púnica, pero había algo por encima de la lógica que todos habían olvidado: la pasión de los hombres. Los legionarios estaban enardecidos por la conquista de Cartago Nova y, desde aquel día, meses atrás, sólo anhelaban el momento de batirse contra las huestes cartaginesas en campo abierto. Bien: aquel día había llegado. Sus oficiales entenderían el descanso y la preparación del combate, pero los legionarios no. Por alguna razón Publio había empezado a sentir que existía un vínculo directo entres sus soldados y su persona que parecía pasar por encima incluso de sus oficiales. Aquéllas eran sus legiones. Harían lo que él dijese. Y lo esencial ahora era una victoria en un primer enfrentamiento que reforzara aún más la confianza ciega de su ejército en él. Era arriesgado: podía perderse mucho. Lanzar aquel ataque improvisado parecía pasión desatada, pero, en realidad, era la fuerza del corazón de los hombres fríamente filtrada por la cabeza y el pensamiento. Ojalá los dioses lo vieran igual. No había tiempo para sacrificios.

Vanguardia de la infantería romana

Quinto Terebelio, centurión, se había adelantado con los velites. No era frecuente ver al primus pilus de la legión entre los infantes más jóvenes, pero, sin duda, impresionaba a aquellos legionarios y daba idea de la importancia de la acción que estaban realizando si el mando de la misma era encomendada a un oficial de tan alto rango.

–¡La caballería púnica se lanzará sobre nosotros! – gritaba Terebelio-. ¡Resistiremos con el pie en tierra, protegidos con los escudos y las lanzas en alto! Tras el impacto de su primer embite lucharemos cuerpo a cuerpo. Herid a los jinetes en las piernas si no llegáis al cuello, y pinchad los vientres de los caballos! ¡Un caballo malherido del enemigo es nuestro mejor aliado! ¡Y, por Júpiter, mantened la formación! ¡Manteneos juntos o nos masacrarán! ¡La vida de cada uno depende del resto! ¡Y por todos los dioses: si alguien se retira, un paso tan sólo, yo personalmente lo mataré al final de la batalla! ¡Si seguimos vivos, claro! – Y aquí el centurión se echó a reír como poseído por alguna de las temidas divinidades infernales.

Los jóvenes legionarios primero sintieron miedo ante aquellas palabras, pero había algo enigmático y contagioso en aquella profunda carcajada gutural del veterano oficial que impregnó sus espíritus y de pronto toda la formación se echó a reír generando un clamoroso estruendo que parecía sacudir el viento.

Vanguardia de la caballería cartaginesa

–No se retiran -comentaba un joven oficial númida al caballero al mando de la vanguardia púnica.

–No importa. Pasaremos por encima de ellos.

–¿Qué es ese ruido que trae el viento? – preguntó intrigado otro de los jinetes.

Todos callaron.

–Se están riendo -musitó el oficial númida, sorprendido.

–¡Así es! – Esta vez el oficial al mando sonó más enérgico-. ¡Pues morirán riendo! ¡Por Baal y Tanit, a la carga! ¡Al galope!

Centenares de jinetes asestaron golpes secos con sus talones a los vientres de sus monturas. Los animales relincharon y como resortes de catapultas salieron disparados hacia su destino.

Vanguardia romana

Los jóvenes velites sudaban bajo el sol. Eran gotas frías fruto del calor de la primavera hispánica y producto de sus nervios. La caballería cartaginesa y númida se lanzaba contra ellos a toda velocidad. La tierra empezaba a vibrar, suave primero y luego intensamente. Las risas cesaron entre los hombres. Clavaron los escudos en el suelo. Se escondieron tras ellos. Desplegaron sus lanzas largas a media altura, buscando caballos y jinetes. Algunos se ajustaban el casco con rapidez. Muchos recordaban a sus familias en Roma; otros rezaban a Marte, a Júpiter o a sus dioses Penates. La silueta del ejército púnico se transformó en una inmensa nube de ruido y polvo donde brillaban las lanzas afiladas de los caballeros africanos y númidas. Algún legionario cerró los ojos.

–¡No os mováis! – Escuchaban todos a Quinto Terebelio desgañitándose para mantener toda la formación sin retrasarse nadie un ápice-. ¡Por Júpiter, no os mováis! ¡Manteneos quietos! ¡Tensad las armas! ¡Asidlas con fuerza! ¡Apoyadlas en el suelo! ¡Protégeos! ¡Ya están aquí! ¡Ya llegan! ¡Por Roma! ¡Por nuestro general! ¡Por Publio Cornelio Escipión! ¡Por todos los dioses! ¡No os mováis! ¡No…!

Su voz seguía escuchándose pero sus palabras dejaron de ser comprensibles. La caballería había llegado. El choque fue terrible. Hombres y bestias impactaron con la fuerza descomunal de la locura colectiva. Los cartagineses, convencidos de que los romanos se replegarían en algún momento, los romanos, decididos a no dar un paso atrás. Fueron apenas dos segundos de impacto. Hombres y bestias volaron por los aires. Montones de jinetes africanos salieron despedidos al quedarse sus monturas ensartadas entre el mar de picas de la infantería romana. Otros tantos legionarios caían barridos por las lanzas de los cartagineses que habían atravesado sus escudos o que habían encontrado huecos entre los mismos. Gritos y horror. En la línea del choque de las vanguardias de ambos ejércitos, decenas de soldados ensangrentados se retorcían, unos intentando zafarse del tumulto, otros arrastrándose dejando regueros de sangre por la tierra del camino, sobre la hierba de la pradera.

La voz de Terebelio, del primus pilus de la legión, resurgió de entre los heridos y los muertos.

–¡Por Júpiter y Marte! ¡Por Roma! ¡Cargad! ¡Cargad con todo lo que tengáis! – Los jóvenes infantes romanos se rehacían como podían, recuperaban escudos, picas, pila, espadas y arremetían contra los cartagineses, confusos por la pertinaz resistencia que habían encontrado, aturdidos por los numerosos compañeros caídos. Los oficiales púnicos se esforzaban en reorganizar las líneas, pero los romanos cargaban con tanta fuerza y a tal velocidad que descabalgaban a muchos de los jinetes, a golpes de espada opilum, o rasgando el vientre de los caballos. Atacaban como poseídos por espíritus malignos. Los númidas desconocían esa furia. Llevaban años de campañas victoriosas por toda Iberia, contra los guerreros de la región o contra otras legiones de Roma. Hasta entonces no habían encontrado nada parecido.

Retrocedieron.

La caballería cartaginesa se batía en retirada. Terebelio mantenía el orden en el avance romano. No quería una desbandada de diferentes manípulos sin control. En ese instante llegó un jinete desde la retaguardia romana.

–¿El primus pilus} -gritó el caballero romano buscando entre los ensangrentados infantes de la legión.

Quinto Terebelio alzó su espada. El jinete se acercó hasta él. – El general dice que detengas el avance. Quinto asintió.

–¡Quietos todos! ¡Deteneos! – vociferó a pleno pulmón. Las trompas de la legión ratificaron sus órdenes. Los velites detuvieron su carga. En el horizonte sólo se veía el mar de polvo levantado por la caballería púnica en su huida hacia al campamento de Asdrúbal. Terebelio se sacudió el polvo y se miró los brazos. Estaban cubiertos de sangre. Se palpó los antebrazos con las manos, sin soltar la espada. No era sangre suya. Bien. Por aquella mañana ya habían hecho bastante. No dijo nada, pero en su fuero interno agradecía la orden del general. Tenía hambre. Se habían ganado comida y algo de vino. Seguro que el general lo tendría presente.

Campamento general cartaginés

Asdrúbal recibió las noticias de la derrota de las avanzadillas de su caballería que había cedido ante la furia y firmeza de la infantería romana. Escuchó sin decir nada y cuando los jinetes, que habían accedido al campamento general en lo alto de la colina próxima a Baecula, terminaron sus informes, el general cartaginés se quedó pensativo. Sabía que sus hombres esperaban una acción de represalia, una respuesta rápida, incluso una batalla campal. Eso los soldados, pero ¿y sus oficiales?

–¿Qué pensáis? – preguntó Asdrúbal a los miembros de su estado mayor una vez que los jinetes númidas abandonaron la tienda del general en jefe.

–¡Yo atacaría!

–Es mejor esperar.

División de opiniones. Atacar o aguardar la llegada de refuerzos. Asdrúbal era cauto. La precaución le sacó de aquel desfiladero en donde Nerón lo encerrara años atrás. Sí, la prudencia sería la mejor política.

–Esperaremos la llegada de las tropas del sur de mi hermano Magón y las tropas de Lusitania del general Giscón. Una vez reunidas todas nuestras fuerzas masacraremos a ese nuevo Escipión y no dejaremos de él ni los huesos para los buitres. Acabaré con él igual que hice con su tío Cneo. – Y desenvainó la espada que años atrás esgrimiera para atravesar el corazón de Cneo Cornelio Escipión. Los oficiales del general cartaginés asintieron admirando el arma que se había empapado en el pasado con la sangre de un general enemigo. Pocos podían exhibir espadas tan cargadas de gloria para la causa cartaginesa. Sólo el propio Aníbal podía superar a su hermano.

Turma romana en misión de reconocimiento

Era una noche clara, con luna llena. La pálida luz del astro nocturno bañaba las praderas de Baecula. El cielo limpio dejaba ver las estrellas. Los jinetes se detuvieron en el último puesto de guardia en la vanguardia del ejército romano. Publio y Lelio desmontaron y dejaron sus caballos en manos de los lictores del general. Avanzaron unos pasos. En lontanaza se vislumbraba la silueta de la colina en la que Asdrúbal había establecido su campamento. Era una meseta con una terraza inferior y una segunda planicie en la que el cartaginés había levantado el campamento.

–Es una posición de fuerza -dijo Lelio.

–Sí, pero defensiva -apuntó Publio-. Desde ahí poco le valen sus elefantes. Para eso tendría que descender a la llanura.

–No lo hará. No lo ha hecho en dos días y seguirá sin hacerlo.

–Eso es cierto -concedió Publio-. Está dispuesto a esperar la llegada de los otros dos ejércitos cartagineses. – Aquí el joven general romano suspiró con profundidad-. Nosotros no podemos esperar.

–Tampoco podemos atacar -interrumpió Lelio-; no mientras siga fuerte, refugiado en esas terrazas que les protegen como murallas.

Publio volvió a examinar con detalle la colina. Habían pasado ya dos días, en blanco, sin batalla. Había arrastrado a sus hombres hasta el corazón de Hispania. Tenían la moral alta. Deseaban atacar, querían luchar. Era ahora o nunca.

–Mañana al amanecer hablaré a los hombres -concluyó Publio-. Mañana atacaremos.

–Supongo que tiene que ser así. Eso o retirarse antes de que lleguen Magón y Giscón.

–Exacto. Eso o retirarse. – Y Publio miró a Lelio, como quien busca una respuesta.

–Atacar -respondió el veterano tribuno.

–Sea, y que los dioses nos acompañen.

Los dos hombres regresaron junto a sus caballos y, escoltados por los lictores, sus figuras se perdieron en dirección al campamento romano.

Campamento general romano

La luz del alba despuntaba entre las encinas del bosque próximo que descendía desde el norte de la colina y se perdía en la distancia. Las sombras eran tenues y alargadas. Un momento casi fantasmagórico del día. Los legionarios vieron la silueta de su general erguida sobre una tarima de maderas y troncos que, apresuradamente, habían levantado un grupo de velites durante los turnos de guardia nocturna. Publio Cornelio Escipión, general cum imperio sobre las dos legiones desplazadas a Hispania en una misión imposible, detener a los cartagineses e impedir que avanzaran sobre Italia, esperaba mientras sus tropas se desplegaban mostrando toda su fortaleza a lo largo de una milla. No podrían escucharle todos, su voz no llegaría tan lejos, pero muchos sí le oirían y harían que su mensaje llegara al resto. Había indicado a Lelio que se levantara una tarima desde la que hablar a las tropas. Quería asegurarse de que al menos todos los legionarios le vieran bien. El desayuno, por orden suya, había sido adelantado dos horas. Los legionarios comieron a la luz de las hogueras una ración doble de gachas de trigo con leche de cabra abundante. Los quería saciados, los necesitaba fuertes. El general miró a sus espaldas, sin girarse, por encima del hombro. La colina donde estaba el campamento cartaginés permanecía en calma. Bien. Así debía ser. Se sabían fuertes y seguros los púnicos. Y así era. Volvió de nuevo su mirada hacia sus tropas. Ya estaban en formación. Pronto los vigías púnicos, cuando la luz del sol descubriese las legiones preparadas para el ataque, darían la voz de alarma y prepararían sus defensas en las terrazas de la elevada colina que los protegía.

–¡Legionarios! ¡Legionarios! ¡Legionarios de Roma!-gritó Publio para reclamar su atención-. ¡Hoy, mientras vosotros desayunabais he hecho un sacrificio a Marte! ¡He sacrificado un hermoso buey y su sangre se ha vertido sobre esta tierra! ¡Sé que los dioses están con nosotros! ¡He soñado con una gran victoria y esa victoria será hoy! ¡Está en vuestras manos! – Publio miró a su alrededor. Los soldados le escuchaban atentos. Tenían interés, pero tenía que darles algo más, algo a lo que aferrarse más allá de los dioses y de su lealtad a Roma. Algo tangible, algo que pudieran sentir cercano-. ¡Nos tienen miedo! ¡Los cartagineses nos… os tienen miedo, tienen miedo de vosotros! – Se detuvo para observar el impacto de sus palabras; iba por el buen camino; hasta Lelio, que estaba al pie de aquel improvisado escenario, se giró para mirarle. Ése era el camino a seguir. A partir de ese momento las palabras fluyeron solas-. ¡Tienen tanto miedo que se refugian en lo alto de una colina, tienen tanto miedo que no se atreven a salir a campo abierto! ¿Y sabéis por qué? ¿Sabéis por qué están tan asustados? – Se detuvo, una pausa retórica, degustó el sabor de la expectación en los ojos abiertos de sus legionarios fijos en su persona-. ¡Os tienen miedo porque nada más llegar derrotasteis a su caballería! ¡Aún más, os tienen miedo porque el año pasado conquistasteis lo inconquistable: tomasteis al asalto su ciudad más segura, su capital en Hispania! ¡Cartago Nova fue vuestra por las armas, cayó bajo el poder de vuestras espadas! ¡Por eso se esconden: os tienen terror! ¡Y Asdrúbal el primero! ¡Se refugian en lo alto de una colina! ¡Y se creen seguros allí! ¡Pero os diré una cosa: tienen miedo pero no son estúpidos los cartagineses, no lo son! ¡Son traicioneros! ¡Están esperando, siempre están esperando que el viento sople a su favor, que sus dioses vengan en su ayuda, pero hoy es el día de Marte, lo he soñado, lo siento en mi corazón y sé que vosotros podéis sentirlo palpitar en vuestro pecho! – Se detuvo un instante e inspiró con fuerza; tenía sed, pero no era el momento, no podía callar ahora-. ¡Los cartagineses esperan refuerzos, aguardan que sus dos ejércitos del sur y del oeste se les unan, porque os tienen tanto miedo que no se atreven a entrar en combate en una batalla de igual a igual, donde las fuerzas estén equilibradas y sea el temple de los brazos y las espadas el que decida el vencedor! ¡No, eso es demasiado sencillo para ellos, y no se arriesgarán frente a quien temen tanto, frente a los conquistadores de Cartago Nova! ¡Anteayer, nada más llegamos aquí, comprobaron el amargo sabor de la derrota cuando su caballería tuvo que retroceder ante el empuje de nuestros velitesl ¡Y éstos son los más jóvenes de entre nosotros! ¿Os dais cuenta? ¿Os imagináis qué podremos hacer si nos juntamos todos a una: velites, hastati, principes, triari, marinería y caballería? ¡Todos juntos podemos pasar por encima de ellos, destrozar sus filas y acabar con todos ellos antes de que caiga el sol de este día! ¡Podemos hacerlo! ¡Debemos hacerlo! ¡Por Roma y por todos los dioses! ¡Ellos sólo saben esperar hasta que sus refuerzos lleguen y cuando nos superen en número, cuando nos tripliquen, sólo entonces, bajarán de su colina para rodearnos y atacarnos, pero yo digo que nosotros no vamos a esperar, no vamos a dejar que eso ocurra y os diré por qué! ¡Sois los mejores hombres, los soldados más fuertes, pero es justo que luchemos de igual a igual y eso es lo que os ofrezco! ¡Os hice marchar a toda velocidad, sin apenas daros descanso para llegar aquí antes de que los cartagineses pudieran reagrupar sus fuerzas! ¡Asdrúbal lo sabe y se ha escondido allá arriba! – Se giró y señaló la planicie de la elevada colina donde se atisbaban, con el despunte del sol, los estadartes de las tropas cartaginesas, sus puestos de guardia, donde se veía cierto movimiento de tropas; Publio comprendió que Asdrúbal estaba preparando la defensa de su fortaleza natural ante el despliegue que había detectado ya de sus enemigos; era lo lógico; Publio retornó hacia sus hombres-. ¡Allí están, preparándose como mujerzuelas asustadas para defenderse de nuestro ataque, esperando que lleguen los que los deban rescatar! ¡Pero lo que vamos a hacer es ir allí y sacarlos a golpes depilum y gladio, con la fuerza de nuestro empuje y de nuestra sangre si es necesario! ¡No quiero que quede un solo cartaginés en aquella colina al atardecer, no quiero que los refuerzos púnicos encuentren a ninguno de los suyos aquí cuando sea que éstos lleguen! ¡Y lo más importante de todo, lo más importante: podemos hacerlo, podéis hacerlo! ¿Acaso no conquistasteis las elevadas murallas de Cartago Nova? ¿Acaso son más escarpadas las planicies en las que se han refugiado hoy los africanos? – De nuevo se giró hacia la colina y señaló-. ¿Son esas terrazas de la colina más inalcanzables que las infranqueables murallas de Cartago Nova? ¿Acaso vosotros no podéis trepar por ellas y echar al enemigo de sus posiciones, matarlo allí mismo, acosarlo en su huida, exterminarlo? ¿O acaso no tengo ante mí a mis legionarios, los conquistadores de Cartago Nova? – Y mirando a sus hombres hinchó su pecho y gritó a pleno pulmón-. ¡Decidme todos, decidme! ¿Rendísteis vosotros Cartago Nova? ¿Lo hicisteis? ¡Respondedme, os digo!

–¡Sí, general, sí, sí!

–¡Fuimos nosotros!

–¡Ya lo creo, lo hicimos!

–¡Por los dioses, lo hicimos!

Las voces atropelladas de las respuestas de los legionarios insuflaron un ánimo especial en el alma del joven general Escipión. A Publio le costaba creer lo que estaba haciendo, y le costaba aún más creer que sus hombres le respondieran con aquella lealtad, con aquella pasión y es que estaba experimentando por primera vez en su vida una sensación extraña a su ser, pero tan intensa, tan poderosa que parecía aturdido igual que el vino bebido en abundancia. Se sentía eufórico: estaba hablando a unas tropas bajo su mando, a soldados que le habían seguido hasta una victoria, hasta derrotar al enemigo y a los que se dirigía para prepararlos ante una nueva batalla. Nunca antes había hablado a legionarios a su mando que ya hubieran servido con él y que ya hubieran vencido con él. Era algo inexplicable: en la voz y en las miradas de aquellos hombres, Publio detectó una fe ciega en su persona, una lealtad más allá de las palabras y los juramentos de los soldados, una conexión casi mística que le empapaba el espíritu: todos eran él y él era todos y cada uno de aquellos soldados. Decidió concluir su discurso.

–¡Por Roma y por todos los dioses! ¡Esos que allí se esconden son los que mataron a nuestros hermanos hace dos años, los mismos que no tuvieron agallas ni para defender su capital, son los que mataron a mi padre y a mi tío, los que masacraron a nuestras legiones al comprar a los iberos para que éstos traicionaran a nuestros generales! ¡Son sólo traidores! ¡Vamos a por esos cobardes, vamos a por los cartagineses y sus númidas y sus iberos y sus baleáricos y todos los que luchan bajo el gobierno de su dinero, y hagamos trizas su alianza y sus tropas! ¡Trepemos por esas laderas y arrastrémoslos por la tierra como animales, porque somos más fuertes, porque nosotros no tenemos miedo, porque Roma nos lo exige! ¡Por Roma, por Roma, por Roma!

–¡Por Roma! ¡Por Roma! ¡Por Roma! – respondieron los legionarios nerviosos, resueltos, ávidos por entrar en combate. Los centuriones mezclaron sus voces con las de sus subordinados, incluidos el primas pilus Terebelio y el oficial al mando de la marinería armada, Sexto Digicio, y hasta los tribunos Marcio, o el propio Cayo Lelio, todos gritando a una, todos impulsados por un joven general que se llevaba la mano al pecho y aullaba con ellos dejando salir saliva por las comisuras de sus labios y lágrimas por los ojos.

–¡Por Roma, por Roma, por Roma!

Publio Cornelio Escipión descendió de forma apresurada, restregándose los ojos con el dorso de la mano. Al pie le recibió Lelio.

–Vamos allá, por Castor y Pólux y todos los dioses -dijo Publio.

–Vamos allá, por Júpiter -respondió Lelio.

Empezaron a marchar rápidos hacia un extremo de la formación.

–Que salgan ya, los velites y los hastati, contra la primera de las planicies -ordenó Publio-; que crucen el arroyo y el río; que vayan los manípulos de Terebelio y los de Digicio, con sus marineros.

Lelio asentía, pero al escuchar las últimas instrucciones, dudó.

–¿Terebelio y Digicio, juntos?

–Sí -aclaró Publio-. Sé que hay mucha competencia entre los marineros alistados de Digicio y las tropas de Quinto Terebelio, especialmente desde lo de Cartago Nova, pero ambos tienen coronas murales, necesitamos de su valor y de la fuerza de los suyos. Su ambición por mostrarse mejor los unos sobre los otros puede ser un acicate para doblegar al enemigo antes.

Lelio aceptó las explicaciones, aunque tenía sus dudas.

–También quiero que Lucio Marcio y Mario Juvencio se lleven varios manípulos de hombres expertos y se atrincheren en los caminos que descienden de la colina por la retaguardia cartaginesa. Hay que controlar sus movimientos por ese sector y evitar una huida cartaginesa sin lucha alguna. Asdrúbal buscaría otro lugar donde esperar a su hermano Magón y al general Giscón y todo nuestro esfuerzo no habría servido para nada.

–¿Quieres que lleven principes y triari}

Publio asintió.

–De acuerdo -concluyó Lelio, y partió hacia los tribunos que esperaban las órdenes de ataque.

Campamento general cartaginés en lo alto de la colina

Asdrúbal estaba desayunando en su tienda cuando irrumpieron los oficiales. Estaban nerviosos y les acompañaba un númida de los puestos de guardia de la planicie inferior. El hermano de Aníbal no necesitó palabras. Dejó su comida a medio terminar y se envainó la espada mientras un esclavo le ajustaba la coraza que ya llevaba puesta.

–¿Es una avanzadilla o el grueso de las tropas? – preguntó Asdrúbal.

–Es difícil de decir aún -empezó uno de los oficiales-. Desde luego han sacado todo el ejército del campamento, pero de momento parece que sólo la infantería ligera está cruzando el río.

–¿Infantería ligera…? Bien. – El general púnico meditó unos instantes. Tenían desplegados jinetes númidas por la planicie que rodeaba el campamento. No sería suficiente-. Honderos baleáricos, todos los que tenemos, e infantería ligera nuestra, africana, que bajen a la planicie. Eso será suficiente para detener el avance romano, eso si llegan a escalar la ladera. Con eso los detendremos. Sólo necesitamos ganar dos o tres días más y llegarán Giscón y Magón y los aplastaremos como ratas.

El general y sus oficiales salieron raudos de la tienda. Una batalla estaba a punto de dar comienzo.

Vanguardia romana. Río Guadiel

A Quinto Terebelio le llegaba el agua por la cintura. Maldijo su suerte.

–¡Por Castor y Pólux! ¡Siempre agua! ¡Este general debe pensar que somos ranas!

Algunos soldados rieron al comprender que el primus pilus recordaba cómo habían tenido que vadear una laguna para atacar Cartago Nova el año anterior. En todo caso, el agua no cubría ya más del pecho y la notable distancia que separaba el río de la escarpada ladera que debían ascender para acceder a la primera planicie dominada por los cartagineses permitía que la operación de vadear el río se realizase sin peligro de ataque enemigo.

–¿Ranas? – Era la voz de Sexto Digicio, que comandaba los infantes de marina alistados en la legión por orden del general-. Más bien patos asustados, eso es lo que parecéis.

Los marineros de Digicio se echaron a reír viendo cómo los hombres de Terebelio parecían adentrarse con miedo y asco en el agua del rio. Ellos, por el contrario, eran marineros acostumbrados al mar y los ríos. Estaban en su elemento.

Terebelio y sus hombres ignoraron las provocaciones de Digicio. A fin de cuentas la ladera era territorio seco y era allí donde se debía evaluar el valor de cada uno.

Vanguardia cartaginesa

Los honderos baleáricos cargaron sus hondas y empezaron a hacerlas girar. Pronto un denso zumbido de centenares de hondas en movimiento, girando y girando para que los proyectiles adquirieran una velocidad mortal, se apoderó de la cima de la ladera. Tras ellos la infantería ligera africana preparaba sus jabalinas y, al fondo, los caballos de los jinetes númidas piafaban y agitaban sus cabezas inquietos. Los animales olían la antesala del combate y tensaban sus músculos.

Vanguardia romana

Los hombres de Terebelio llegaron al pie de la ladera. Miraron un instante hacia arriba, pero un zumbido intenso les hizo protegerse con sus escudos de forma instintiva, agachándose en cuclillas y conteniendo la respiración. Una lluvia de piedras bajó del cielo estrellándose contra sus escudos, cascos y protecciones de brazos y piernas. Algún grito se escapó, pero apenas cayó ningún hombre. Quinto Terebelio observó el ala de marineros dirigidos por Digicio. Hacían lo propio.

–¡Esperad! – gritó Quinto a sus hombres-. ¡Ahora lloverán jabalinas! ¡Esperad, mantened los escudos en alto! ¡Mantenedlos en alto!

Y un silbido cruzó el aire. Las lanzas caían por todas partes. Algunas atravesaron escudos y seccionaron brazos. Los aullidos de dolor se multiplicaron. La andanada de proyectiles cesó. Terebelio sabía que ahora vendrían las piedras de los honderos una vez más. Era mejor intentar ascender contra piedras que contra jabalinas.

–¡Ahora, rápido! ¡Ascended protegidos por los escudos! ¡Los escudos por delante! ¡Ahora!

Los legionarios empezaron a trepar por la ladera, un brazo sosteniendo el escudo en alto y la otra mano agarrándose a los matorrales y los resquicios de roca para poder ayudarse y trepar mejor por aquella escarpada ladera. No era un ascenso especialmente difícil, pero sostener el escudo, resistir la lluvia de piedras y las intermitentes andanadas de jabalinas dificultaban la subida enormemente. Muchos perdían el equilibrio, soltaban el escudo para no caer hacia atrás rodando, pero entonces eran golpeados por varios proyectiles y atravesados por lanzas; caían heridos de muerte rodando en su descenso como troncos recién cortados y arrastraban consigo a varios compañeros de armas. No iban a conseguirlo. Terebelio se detuvo a mitad de camino. La ladera era una acusada pendiente de sesenta grados con unos cuarenta pasos de longitud. Miró hacia Digicio y los suyos. Estaban al igual que ellos enfrascados en medio del ascenso, pero parecían encontrar los mismos problemas. Pero no cejaban. Había que admitir que aquellos marineros tenían agallas.

–¡Por Hércules! – clamó Terebelio-. ¡Esos marineros van a alcanzar la cima antes que nosotros! ¿Vamos a permitir semejante humillación? – Y sin esperar respuesta de sus hombres se lanzó en una larga carrera, asiendo el escudo con energía y trepando como un gato. Varias piedras golpearon contra su arma defensiva y un proyectil, rebotado del escudo de algún legionario que seguía sus órdenes, le pegó en un ojo abriéndole una tremenda brecha. Terebelio se detuvo un instante. Se sintió mareado, pero percibía cómo varios de sus hombres le rebasaban continuando el ascenso. Eran unos valientes. No podía quedarse atrás. Era el primus pilus de la legión. Sacudió la cabeza y recuperó el resuello y la noción del equilibrio. Se alzó de nuevo y lanzando un grito infernal ascendió los últimos pasos hasta alcanzar la cima de la ladera.

–¡A la carga, a la carga! ¡Acabad con todos estos miserables!

La llegada de Terebelio a lo alto de la planicie animó a los pocos legionarios que habían llegado a la cumbre. Se reagruparon y en un instante empezaron una lucha cuerpo a cuerpo, primero contra los confundidos honderos y luego contra los infantes africanos. Los baleáricos cedían terreno con rapidez, lo suyo no era el combate cara a cara, sino el bombardeo a una distancia segura. Esta retirada de los baleáricos fue un grave error para el conjunto de las tropas cartaginesas, pues mientras los honderos eran relevados por la infantería ligera africana, los romanos tuvieron un minuto clave de tregua en su ascenso por la ladera, consiguiendo así que todas sus tropas ligeras accedieran a la planicie y pudieran disponerse en formación ante la infantería africana.

Retaguardia romana

–¿Por qué no usa la caballería númida? – Lelio no comprendía bien las maniobras de las tropas enemigas.

–No tienen espacio para una carga -explicó Publio-. Están encajonados entre la segunda ladera y la línea del frente de batalla al borde de la primera planicie. No hay espacios en la primera terraza para movimientos de gran número de tropas. La caballería, igual que los elefantes, no son de gran utilidad en espacios cerrados como las dos mesetas en las que Asdrúbal se ha atrincherado. Era una posición defensiva, una buena posición defensiva, pero poco adecuada para el contraataque.

–Pues parece que Terebelio y Digicio están consiguiendo el objetivo -apostilló Lelio con orgullo.

–Así es, así es… y ahora debemos ayudarles. Mira. – Y Publio señaló hacia lo alto de la planicie superior donde se encontraba el grueso de las tropas cartaginesas-. Asdrúbal está sacando todas sus tropas del campamento y las está empezando a desplegar.

–Sí, diría que con los africanos, su infantería pesada en el centro y en las alas los mercenarios iberos… -confirmaba Lelio mientras se cubría los ojos para protegerse del sol.

Publio meditó unos instantes. Estaba dudando. Lo lógico sería hacer que sus tropas ascendieran a la primera planicie en bloque para reforzar la línea de ataque frontal que Terebelio y Digicio habían iniciado con éxito, pero eso terminaría en una lucha por tomar la segunda ladera contra las tropas pesadas de Asdrúbal, con los púnicos en lo alto y ellos intentando ascender y, aunque sin la misma eficacia que en una gran llanura, con los jinetes númidas y los elefantes acosándoles por todas partes. Eso era lo que esperaba Asdrúbal. Al cabo de una hora tendrían que retirarse sin poder tomar la segunda ladera, agotados y retirando centenares de heridos. Luego el cartaginés sólo tendría que sentarse en su colina y esperar la llegada de sus refuerzos del sur y del oeste para perseguirlos en una penosa huida de vuelta a Tarraco. Publio tragó saliva. Tenía la garganta seca.

–¡Agua! – exclamó.

Lelio se volvió raudo hacia los lictores que los escoltaban. – ¡Agua para el general! ¡Rápido, por Hércules! ¡Agua para el general!

Un aguador joven, de apenas diecisiete años, apareció a todo correr con un odre de piel lleno de agua. Vertió líquido en un cazo de arcilla, con muescas y una pequeña grieta, que traía para servir al general, y le acercó con brazo un poco tembloroso el vaso. El general asió la copa y bebió con ansia. Luego, antes de devolver el vaso se quedó contemplando las muescas. Nerón, el anterior general en jefe cum imperio en Hispania, sólo bebía de copas de plata u oro, pero Publio había insistido en usar el mismo material de intendencia que emplearan sus hombres.

–Tenemos que mejorar la vajilla de nuestras tropas, Lelio, recuérdame eso después de que hagamos salir a Asdrúbal de su madriguera. Además ese odre pierde agua -concluyó Publio señalando un vértice de la piel de cabra que servía de continente del agua por donde se veía un reguero de gotas viajando por la superficie del recipiente hasta ir cayendo sobre un pequeño charco que se había formado mientras el joven aguador sostenía el odre. El joven muchacho sintió vergüenza y miró al suelo.

Publio fue a decir algo más, pero su mente regresó al campo de batalla.

–Lelio, vamos a llevar el grueso de las legiones a lo alto de la primera planicie, pero no vamos a ayudar a Terebelio y a Digicio en su segundo ataque a la segunda ladera. Tendrán que valerse por sí solos contra las tropas africanas. Una vez que accedamos a la primera planicie nos dividiremos, tú hacia el norte y yo hacia el sur con los principes y los trian. Bordearemos la línea del frente de batalla hasta alcanzar los extremos de la segunda ladera y ascenderemos por los límites laterales para subir a esa segunda ladera confrontándonos contra sus fuerzas auxiliares, no contra la infantería pesada. El despliegue tendrá que ser rápido. Quiero atacar sus flancos. ¿Está claro?

Lelio asentía pero estaba confundido.

–Terebelio y Digicio lo pasarán mal.

–Lo pasaremos mal todos si no hacemos esto.

–De acuerdo.

–¿Y los manípulos de Lucio Marcio y Mario Juvencio están desplegados ya en la retaguardia cartaginesa? – preguntó Publio con cierta tensión. Necesitaba saber que sus órdenes se seguían al pie de la letra. Cualquier confusión sería fatal.

–Sí -confirmó Lelio, meditabundo. Publio parecía querer rodear a los cartagineses y atacarles por todos lados a la vez. Pero los legionarios que se habían llevado Marcio y Mario no eran suficientes para un ataque.

–Bien, envíales un mensajero: que no ataquen y que se embosquen. Si todo sale bien los cartagineses terminarán saliendo por su retaguardia y quiero que les sorprendan.

La nueva orden sosegó el ánimo de Lelio. Eso tenía más sentido, pero era tan improbable que Asdrúbal decidiera retirarse…

Publio se quedó contemplando a Cayo Lelio taciturno, inquieto. Le asió con aprecio por el brazo.

–Vamos a por ellos, Lelio, les haremos salir de allí, ya lo verás. Ten fe en mí. – Y le sonrió. Lelio respondió con una sonrisa un poco forzada pero sincera en sus sentimientos.

–¡Vamos allá, por Hércules! – replicó el veterano tribuno con fuerza-. Es una buena mañana para cazar cartagineses. – Y se volvió hacia las tropas caminado ligero, erguido, pisando firme la tierra de Hispania. Publio comprendió que ya no tenía nada que temer sobre el flanco norte. Ahora quedaba por ver si él era capaz de cumplir con la parte que le tocaba. Tenían que conseguir ascender por los dos extremos a un tiempo. Eso era clave.

Campamento cartaginés, en lo alto de la colina, por encima de la segunda ladera

Asdrúbal estaba algo incómodo. No eran nervios sino molestia. Ese testarudo Escipión había decidido suicidarse aquella mañana y tenía que hacerlo contra sus tropas.

–Que se replieguen los númidas y los africanos, y lo que quede de los baleáricos, que suban todos a la segunda planicie. Si los romanos quieren la primera terraza que la tengan. Eso no cambia las cosas en lo sustancial. Nos haremos fuertes aquí.

Asdrúbal quería todas sus tropas concentradas en lo alto de la colina. Estaban en igualdad numérica con los romanos pero con una posición mejor. Aquel combate que el Escipión había iniciado era absurdo. Su tío Cneo también le sorprendió por su irritante resistencia a morir. ¿Cuántas cargas númidas hicieron falta para abatirle? Y aun así se volvía a levantar, herido, atravesado por una lanza, envuelto en un mar de sangre. Había que reconocer que eran una raza, los Escipiones, que sabía sufrir. Pero nada más.

Asdrúbal, brazos en jarras, desde su posición central en la retaguardia, admiró el despliegue de su infantería pesada en el centro. Aquello era un muro infranqueable. Luego estaban los mercenarios iberos en las alas. Una nota de color. Sonrió. Y siempre quedaba bien parecer más de los que en realidad eran. La fortaleza de su ejército residía en la infantería africana pesada. Hombres rudos y completamente leales a Cartago que no cederían un ápice de terreno sin combatir hasta la muerte. Los romanos chocarían contra ellos y perecerían en aquella segunda ladera.

–¡Vino! – exclamó el general cartaginés. Pudiera ser que el joven romano al mando quisiera fastidiarle el día de descanso que tenía planeado, pero él no iba a dejarse importunar por la locura de un familiar despechado. Era la ira por vengar la muerte de su padre y su tío la que había ofuscado la mente de aquel general romano con toda seguridad. Bien, la ira sin control conduce al fracaso. El vino llegó. Asdrúbal bebió con placer. Aquélla era una mañana que sabía a victoria.

Primera planicie

Las legiones habían accedido por completo a la primera meseta de la gran colina. En pocos minutos, siguiendo las instrucciones de Publio, la infantería pesada de la legión se dividió en dos grandes bloques de manípulos que, a marchas forzadas, se encaminaban en direcciones opuestas, hacia el norte y el sur respectivamente. Los hombres de Terebelio y Digicio se quedaban solos en el centro. Un mensajero a caballo llegó hasta donde se encontraban elprimuspilus y el oficial en jefe de la marinería armada. Sin duda, traía órdenes del general. Centurión y marinero en jefe se miraron extrañados por los movimientos de los legionarios de la infantería pesada. Habían esperado que éstos tomaran el testigo y los relevaran en la lucha por acceder a lo alto de la segunda ladera y ahora veían que se alejaban en direcciones opuestas dejándolos solos. El mensajero desmontó. Era un jinete de la caballería, joven, hijo de algún patricio. Terebelio lo miró con respeto pero no pudo ocultar una dosis de arrogancia y orgullo. El primus pilus sangraba por un brazo y por la sien y tenía restos de piel de algún enemigo desparramados por la coraza. Además, un ojo estaba horriblemente hinchado. Estaba sudoroso, pegajoso y maloliente. Escupió en el suelo, a un lado del mensajero, y no se molestó en excusarse. Digicio no tenía mejor pinta.

–Un mensaje del general. – El joven caballero con coraza impoluta, brillante, el pelo rasurado y limpio y la espada envainada, se sintió un poco intimidado; además el mensaje era incómodo en aquellas circunstancias.

–Habla, te escuchamos. No tenemos todo el día, estamos en una batalla, ¿sabes? – dijo Terebelio, y miró a Sexto Digicio. Los dos veteranos oficiales se echaron a reír. Una carcajada rotunda que se quebró en seco, casi al tiempo, dejando sólo la mirada fría de ambos guerreros.

–El general dice… -el mensajero pensó en suavizar el mensaje, pero recordó la insistencia del general y su voz diciendo «di exactamente esto y no otra cosa», así que tragó un poco de saliva y soltó su mensaje como una andanada de jabalinas enemigas-. El general dice que ha visto nenas asustadas trepar mejor por una montaña y que espera que lo hagáis mejor en esta segunda ladera. Y que os espera en lo alto a media mañana. Ése es el mensaje.

El jinete trepó veloz a su caballo, azuzó al animal y desapareció antes de que los boquiabiertos oficiales de la infantería pudieran reaccionar.

–¿Nenas asustadas? – preguntó en alto Terebelio-. ¿Ha dicho nenas asustadas, por todos los dioses, o he oído yo mal?

–Ha dicho nenas asustadas -repitió Digicio asintiendo con la cabeza.

–¡Maldito sea…! – Y aquí Terebelio se contuvo-. ¿Y adonde va? ¿Tú, marinero, que tan tranquilo estás, adonde va el general con las tropas? ¡Por los dioses!

–Adonde va no lo sé, centurión, pero nos ha dejado claro que tenemos que tomar la segunda ladera.

–Ya sé lo que ha dicho, lo que me revienta es no entender por qué.

–Bueno, él es el general.

Aquí Terebelio se calló unos segundos. Tampoco entendió las órdenes en Cartago Nova y al final todo tuvo sentido.

–Va a ser más difícil que la primera ladera -comentó al fin el primus pilus mirando hacia lo alto de la cima de la colina-. Los cartagineses están concentrando todas sus tropas pesadas en el centro. No podremos. Nos van a matar.

Digicio miró a lo alto.

–Eso parece.

–No pensé yo que moriría esta mañana -continuó Terebelio- rodeado de marineritos.

–Ni yo de soldaditos que trepan como nenas. – Lo de nenas lo ha dicho por los dos. – Puede ser.

–¿Puede ser? – Terebelio estaba a punto de desenvainar su espada.

–Podemos matarnos aquí mismo o dejar que lo hagan los cartagineses -respondió Digicio llevándose la mano a la empuñadura de su arma.

Terebelio se relajó y volvió a mirar hacia lo alto de la cima.

–Sinceramente, marinero, ¿crees que tenemos alguna posibilidad?

Digicio miró hacia la segunda ladera y vio la infantería pesada africana disponiendo las lanzas y las picas en la primera línea, asomando en el borde mismo donde terminaba aquella infinita segunda ladera por la que debían trepar bajo una lluvia de jabalinas y proyectiles enemigos.

–Sinceramante, no, centurión: no tenemos ninguna posibilidad. Terebelio y Digicio se miraron. – ¿Vamos allá entonces? – preguntó el primus pilus. – Vamos allá -respondió Sexto Digicio, y le tendió la mano, sucia; ensangrentada, fría.

Terebelio le miró fijamente.

–El día que le dé la mano a un marinero dejaré de luchar. – Y se volvió sin más hacia sus hombres gritando que formaran, que movieran el culo y que cogieran las armas, que tenían una nueva posición que tomar y que ya estaba bien de descansar mirando al cielo.

Digicio se quedó allí, un poco perplejo por el enorme desprecio que Terebelio mantenía ante los marineros. Se limpió un poco el sudor de la frente con la misma mano que había tendido al centurión y, más despacio que Terebelio, pero con la misma decisión, fue hacia sus hombres.

–¡Por Castor y Pólux! ¡Todos en marcha! ¡Hay que tomar la nueva ladera y no quiero oír ninguna queja! ¡Esta batalla no ha hecho más que empezar!

Campamento cartaginés, en lo alto de la colina

Asdrúbal se había retirado a su tienda unos instantes. Quería relajarse un poco. Si la tozudez de aquel Escipión era similiar a la de su tío estaría atacando y dejando morir a legionarios durante todo el día. Aquello podía terminar resultando tedioso. El general cartaginés sintió el ansia de los hombres y decidió complacerse. Una vez en el recinto cerrado de su tienda hizo que le trajeran a dos jóvenes iberas. Éstas llegaron de mano de cuatro soldados africanos. Los guerreros las empujaron ante su general y éstas cayeron de rodillas ante él. Luego los soldados se retiraron. Las jóvenes apenas tenían quince años. Estaban maniatadas por la espalda. Las dos, arrodilladas, hundían su cabeza en el suelo y respiraban con dificultad.

–¡Miradme! ¡Quiero ver vuestros rostros! ¡He de saber qué tipo de presente me han mandado vuestros padres!

Las dos jóvenes eran regalos de las tribus del interior, hijas de jefes iberos vacceos que buscaban un pacto de amistad con el que daban en llamar el «rey de los iberos». Asdrúbal había dejado que los indígenas de Iberia le concedieran tal título. Al fin y al cabo era él quien gobernaba sus vidas. Y le gustaba oírse aclamado como rey. Como todos, tenía su dosis de vanidad.

Las muchachas temblaban. Eran muy parecidas. Quizás hermanas. Rasgos suaves, labios carnosos, tez morena, ojos oscuros, pelo negro, lacio, piel tersa. El ansia creció en el cuerpo de Asdrúbal. De pronto, un oficial africano descubrió la tela de acceso a la tienda.

–¿Por qué me molestas, imbécil? ¿No ves que estoy ocupado?

–Los romanos, mi general… los romanos están maniobrando… -¿Maniobrando? ¿Maniobrando cómo?

–La infantería pesada se está desplazando por la primera de las terrazas sin atacarnos, hacia los extremos, dividida en dos, como si fueran a rodearnos.

Asdrúbal se atusó la barba con una mano. Las muchachas volvieron a agachar sus rostros.

–¿Hacia los extremos? ¿Estás seguro de lo que dices? ¿Y quién ataca el centro de nuestra infantería?

–Los mismos que lideraron el primer ataque. Sin refuerzos.

Asdrúbal era vanidoso, orgulloso e impulsivo, pero no era imbécil. Saltó del lecho en el que estaba sentado, apartó a las muchachas de un golpe, y salió de la tienda maldiciendo.

–¡Por Baal y por Tanit! ¿Cuánto tiempo llevan con esa maniobra?

El oficial le seguía de cerca mientras el general aceleraba el paso en dirección a la salida del campamento, hacia el frente de batalla.

–Unos veinte minutos. Al principio no sabíamos lo que hacían, pero luego nos pareció extraño. Con los soldados que dejan en el centro nunca superarán a nuestra infantería pesada y las alas están protegidas por los iberos y la propia ladera…

Asdrúbal se detuvo en seco y se giró hacia su oficial.

–Precisamente: el romano busca confrontar su infantería pesada con los iberos en las alas y eludir así el combate contra nuestros africanos, nuestros mejores hombres. Si las alas ceden, y pueden ceder, tendremos un problema serio. Tendremos una batalla campal en toda regla. Aquí arriba, en lo alto de la colina. Y eso no debe ocurrir. No debe ocurrir.

Asdrúbal reemprendió la marcha hacia el frente. El oficial le siguió a poca distancia. Pensó que el general estaba viejo, exageraba. Los flancos del ejército resistirían. Los iberos eran un poco inconstantes, pero ayudados por la ventaja de su posición en la cima de la colina detendrían a los legionarios romanos igual que lo harían los africanos del centro.

Ala derecha del ataque romano, al norte de la colina

Los principes regresaban de su primera acometida contra los cartagineses apostados en lo alto de la segunda pendiente que daba acceso a la cima de la colina. Publio los vio arrastrando algunos heridos por jabalína, muchos ensangrentados, pero con ánimo de lucha en sus ojos. Estaba asombrado de cómo la fe de aquellos legionarios en él mantenía su espíritu de lucha incluso cuando los hacía combatir en una posición tan desventajosa. Sin duda, permanecía en la mente de los soldados romanos el recuerdo del asalto de Cartago Nova, y sus palabras haciéndoles ver que si habían podido con aquellas murallas podrían también con estas encrespadas laderas habían surtido un profundo efecto.

–¡Los triari, a la carga! – ordenó Publio con energía.

Las trompas de la legión subrayaron la orden de su general y los principes que descendían por la pendiente fueron reemplazados por el más lento y pesado avance de los triari. Éstos, protegidos por sus escudos y con sus alargadas picas atadas a la espalda, fueron trepando por la ladera. Primero llovieron las jabalinas, luego una andanada de flechas mezclada con piedras, pero al cabo de unos minutos estaban al borde mismo de la cima. Los triari soltaron entonces los escudos y tomaron las picas con ambas manos. Y gatearon hacia la cumbre de la ladera en un último impulso. Los iberos se esforzaron en detener la acometida romana, pero las picas se abrían camino resquebrajando brazos, piernas, incluso ensartando más de una cabeza hispana. Los triari alcanzaron la cima. Arrojaron las picas o dejaron que éstas se fueran clavadas en sus víctimas que serpeaban por el suelo mutiladas, retorciéndose de dolor y desenvainaron las espadas. Los iberos reemprendieron la defensa de su colina en una denodada lucha cuerpo a cuerpo. Era un combate cruel, despiadado. Los hispanos se defendían con vigor y no cedían terreno hasta que por la cima ya desprotegida asomaron los refuerzos romanos de los principes supervivientes del primer ataque contra la segunda ladera. Los iberos sabían que necesitaban más hombres para frenar a los romanos que ascendían a centenares, pero los africanos del centro no maniobraban para llegar a aquel lugar. Se sintieron solos y sus ánimos empezaron a desfallecer.

Centro del ejército cartaginés

Asdrúbal asistía nervioso al desarrollo de la contienda. El empeño de aquel romano por materializar una batalla campal estaba dando sus frutos. El general cartaginés se dio cuenta de lo complicado de la situación: no había terminado de desplegar aún todas sus tropas, pero la mayoría estaban concentradas en el centro, frente al campamento, en espera de una gran acometida frontal, mientras que el nuevo Escipión había llevado a su infantería pesada a los extremos de la formación cartaginesa. Así, las alas iberas de su ejército cedían por falta de hombres y empuje y los romanos accedían a la colina por ambos lados, norte y sur. En el centro, como era de esperar, sus africanos veteranos resistían, pero tendría que hacerles maniobrar hacia las alas para evitar el desastre. Miró hacia su espalda y de nuevo al frente. No había espacio suficiente entre el campamento y el borde de la ladera para una maniobra de aquella envergadura, y tampoco había tiempo con la presión que los romanos ejercían sobre ambos flancos. Se podría intentar. Quizás aún se podría revertir el curso de la batalla, pero no estaba claro. Lo único que era evidente es que el romano había venido a combatir contra él antes de que llegaran los refuerzos de Magón y Giscón, y lo estaba consiguiendo. Incluso si aquello terminara en una victoria púnica, Asdrúbal comprendía que ésta no se lograría ya sin un enorme coste de vidas. Tendría que emplear a sus mejores hombres. En cambio, si se retiraba ahora, se podía organizar una maniobra de repliegue en relativas buenas condiciones y salvaguardar el grueso de sus tropas. El corazón le pedía luchar, pero su razón y, más aún, el juramento que hizo a su hermano Aníbal de alcanzar Italia y ayudarle desde el norte a atacar Roma, pesaba más que su enfurecido ánimo. Y los elefantes no podían ayudar ya en el ataque, pues la línea del frente era una confusa maraña de soldados romanos, iberos y cartagineses entremezclados en un combate mortal. Las enormes bestias causarían tantas bajas entre los suyos como entre los enemigos. Sin embargo… los elefantes podrían… Asdrúbal asintió para sí mismo.

–¡Coged los elefantes y cargad el tesoro en ellos! ¡Tomad las tropas de reserva que aún están en el campamento y salid por el este de la colina! ¡Nos replegamos! – espetó a un sorprendido oficial-. ¡Y que se ordene el repliegue de la infantería pesada que pasará de estar en la vanguardia del ataque a actuar de nuestra escolta de retaguardia! ¡Si nos salen tropas romanas para impedirnos el paso que los elefantes y la caballería númida despejen el camino! ¡Hemos de salir de aquí cuanto antes! ¡Moveos, por Baal! ¡Moveos, por Cartago!

Los elefantes bramaban mientras sobre sus lomos se apilaba el oro y la plata procedentes de las minas de Sierra Morena. Allí estaba el dinero necesario para pagar a un gigantesco ejército de mercenarios iberos y galos con el que desplazarse hasta el norte de Italia. Era un tesoro que debía salvarse a toda costa. Los jinetes númidas se pusieron al frente de la formación. La infantería africana de la vanguardia empezó a replegarse lo más ordenadamente que podía, salvando así la gran parte de su formación en el centro frontal de la misma, pero perdiendo gran cantidad de iberos en los flancos norte y sur por donde atacaban el grueso de las tropas romanas.

Centro del ataque romano

Tanto los hombres de Digicio como los de Terebelio estaban exhaustos. Tras tres embestidas contra la densa formación cartaginesa habían sido rechazados sin apenas conseguir nada. Estaban sin resuello. Agotados, asustados. Tenían órdenes de seguir atacando hasta tomar la colina pero ambos habían comprendido que era una orden suicida. ¿Qué hacer? Entonces ocurrió algo inexplicable. Los cartagineses empezaban a retirarse. ¿Era una trampa?

Digicio miró hacia donde se encontraba Quinto Terebelio y lo vio dando instrucciones a sus soldados y una patada a un legionario que parecía demasiado cansado para obedecer con celeridad.

–¡Vamos, perros! ¡A lo alto de la colina! ¡Los cartagineses se repliegan! ¡Éste es el momento! ¡Todos arriba, por Hércules! ¡Coged los escudos y arriba!

La voz de Quinto llegó hasta los hombres de Digicio y los marineros se volvieron hacia su oficial en jefe. Digicio se levantó del suelo donde se había sentado para recuperar el aliento y bramó sus órdenes con fuerza.

–¡Vamos allá, por todos los dioses! ¡Hemos hecho lo difícil y no vamos a dejar ahora lo fácil a Terebelio y los suyos! ¡A por la cima! ¡Podemos hacerlo! ¡Por el general, por Roma!

Los marineros se levantaban y raudos seguían a su jefe que ya emprendía el ascenso de la segunda pendiente de aquella maldita colina.

Sector este de la colina. Tropas de Mario y Marcio

Lucio Marcio Septimio y Mario Juvencio Tala habían emboscado sus hombres en torno a los caminos angostos que descendían de la colina cartaginesa por la vertiente oriental de la misma. Los legionarios se ocultaron entre los matorrales del monte bajo, al abrigo de las enciñas desperdigadas que salpicaban la región, entre los peñascos y rocas de aquella tierra escarpada. Desde sus posiciones se escuchaba el fragor de la batalla en lo alto de la colina. Vislumbraron algunos de los efectivos del general ascendiendo por la ladera norte y lo que parecían ser otros legionarios haciendo lo propio por el sur, comandados por Lelio, pero desde la distancia era difícil saber lo que estaba pasando, cómo se estaba desarrollando el combate. Pasó una larga hora de espera e indefinición, hasta que Marcio vio uno de sus exploradores que descendía de la primera pendiente a toda velocidad, como perseguido por los espíritus del Hades. El joven legionario pronto llegó hasta la posición del tribuno.

–Los cartagineses descienden, tribuno. Descienden con sus elefantes y la caballería númida al frente. Detrás viene la infantería. – El soldado terminó su mensaje e inspiró intentando recuperar el aliento. Estaba tenso y agotado por la carrera.

–¿Quieres decir que descienden con todas sus tropas? ¿Que se retiran en esta dirección?

–Así es, tribuno. Eso creo.

Marcio asintió. Dio instrucciones para que se informara a Mario, el otro oficial al mando, y a sus hombres, y ordenó que todos permanecieran emboscados hasta nuevo aviso.

En pocos minutos el bramido tenebroso y gutural de los elefantes empezó a escucharse descendiendo ya por la segunda pendiente. La tierra parecía temblar bajo el peso de aquellas pisadas descomunales. A su alrededor centenares de númidas cabalgaban al trote, escoltando a aquellas gigantescas bestias. Marcio esbozó una sonrisa que quedó más en mueca que otra cosa. Como si esas bestias necesitaran protección. Sería mejor dejarlas pasar junto con los númidas y luego abalanzarse sobre la confiada infantería cartaginesa. Con un poco de suerte, Mario pensaría lo mismo. Ya no había tiempo para comunicar. Los primeros elefantes y jinetes africanos pasaron sin ser molestados, pero cuando llegaba un segundo grupo de paquidermos, los hombres de Mario arrojaron una andanada de pila. El ataque había empezado. Marcio escupió en el suelo.

–¡Por todos los dioses! – Sacudió la cabeza negando con fuerza pero ordenando lo que ya era inevitable-. ¡Al ataque, por el general, por Roma!

20 Salapia

Italia, primavera del 208 a.C.

Un soldado, vestido de centurión romano, hablaba con Aníbal, quien, rodeado de sus oficiales, le escuchaba atento.

–Nos esperan por la noche. Parecen encantados de que el cónsul Marcelo haya seleccionado su ciudad para acantonar sus tropas. Es cosa hecha, mi general.

Aníbal asintió pero no mostró complacencia.

–Seguid adelante. Ve con todos tus hombres, romano, ¿cuántos son?

–Mil doscientos, mi general -respondió Décimo, que así era como se llamaba el centurión renegado, aunque ya estaba acostumbrado a que Aníbal se dirigiera a él con el genérico de «romano», aliñado con un cierto tono despectivo, pero todo eso iba a cambiar, e iba a cambiar pronto.

–Bien, bien. Por Baal, deberán ser suficientes. Salapia no tiene una guarnicición poderosa. Son sus murallas las que les protegen.

Décimo asintió y partió raudo para cumplir con aquella misión. Estaba contento porque la toma de aquella ciudad sería cosa sencilla una vez que hubieran conseguido acceso al interior de la misma al hacerse pasar por una avanzadilla del cónsul Claudio Marcelo. Nada sabrían aún los habitantes de Salapia de la muerte del mismo. La estratagema de Aníbal redactando una carta con el sello del anillo consular de Marcelo había surtido efecto. El centurión aún recordaba la mirada de asombro y admiración de los guardias de Salapia ante aquel sello. Todo marchaba perfectamente. Tomada Salapia, Aníbal confiaría más en su regimiento de desertores romanos. Vería cuan útiles le podían ser para tomar otras ciudades y aquello sólo podía culminar en mucho oro, mujeres y vino para todos. El centurión sonrió con auténtico placer. Esa noche tendría de todo eso, aunque antes debería atravesar con su espada unas cuantas decenas de ciudadanos de Salapia, incautos e ingenuos. Arropado por sus pensamientos, Décimo se encontró frente a las murallas de Salapia a la hora de la cuarta guardia, en medio de una noche plagada de sombras inciertas proyectadas por una luna llena que habría de ser testigo de la caída de aquella ciudad. Al alcanzar la puerta, uno de los hombres de Décimo gritó hacia lo alto.

–¡Gentes de Salapia! ¡Por todos los dioses de Roma, abrid las puertas a las tropas del cónsul Marcelo!

Pasaron unos segundos sin respuesta. Un minuto. El soldado romano volvió a aullar en la noche su requerimiento, pero no parecía que nadie estuviera escuchando desde las murallas. Se giró hacia Décimo. Éste suspiró. No sabía bien qué hacer. El emisario que habían enviado durante el día había confirmado la predisposición de Salapia a recibir las supuestas legiones de Marcelo. ¿A qué venía aquel silencio? Pero cuando más dudas surcaban su mente, un crujido lento y prolongado, sostenido, cruzó el aire nocturno. Las puertas de Salapia se abrían, pesada pero decididamente. Dos enormes paneles de madera que se separaban hacia el interior hasta quedar apoyados contra sus respectivos lados del muro. De la ciudad emergió luz de antorchas que caía sobre el suelo en forma de pequeños cuadros, pues aún quedaba una gigantesca puerta de hierro forjada en poderosas barras que se entrecruzaban perpendicularmente y que, pese a haber abierto las puertas de madera, impedía el paso de los hombres: era una salvaguarda contra posibles ataques que incendiaran las puertas, pues si éstas caían siempre permanecería aquella enorme verja que sólo podía ser levantada desde dentro tirando con varios caballos de dos fuertes cadenas de gruesos eslabones. Un nuevo sonido llegó a los oídos de los romanos renegados formados frente a la muralla a la espera de obtener vía libre para entrar en la ciudad. Décimo comprendió que las cadenas de la gigantesca verja se tensaban primero y, unos segundos después, empezaban a tirar con fuerza levantando los hierros de aquel último obstáculo. La gran verja se alzaba despacio, poco a poco. Unos centímetros, luego el espacio suficiente para que pasara un gato, un niño, y, al fin, se levantó hasta casi dos metros. Quedaba al menos un par de metros más de verja por levantar pero el chirrido desapareció y todo parecía indicar que los hombres de Salapia no iban a abrir más aquella verja. Décimo no concedió importancia al asunto. En cualquier caso, aquélla era toda la altura que necesitaban para que sus hombres pasaran. Décimo dio las órdenes y sus soldados empezaron a desfilar penetrando en el interior de la ciudad. Al cruzar por debajo de la verja, se veían obligados a bajar sus pila que de otro modo no pasarían por debajo de los hierros. Décimo sonrió y miró hacia sus espaldas. Fijó los ojos en una colina lejana, a varios estadios de las murallas, donde se veía un grupo de jinetes que sin duda los habitantes de Salapia tomarían por Marcelo y sus oficiales.

Aníbal, rodeado de sus mejores hombres, con Maharbal a su derecha, todos montados sobre ágiles caballos africanos, contemplaban cómo Salapia abría sus puertas y levantaba la verja que daba acceso a su ciudad.

–Los hombres de Décimo están entrando -comentó Maharbal-. Parece que el romano lo va a conseguir.

–Así parece -confirmó Aníbal en lo que Maharbal intuyó como un tono de alegría contenida, cuando de súbito se escuchó un chasquido seco en la noche al que siguieron gritos lejanos que ascendían desde el valle. Ni Aníbal ni sus hombres necesitaban explicaciones para saber que era el sonido de un combate campal. El general cartaginés enarcó la ceja de su ojo sano. Era demasiado pronto. Los romanos desertores aún no habrían tenido tiempo de entrar todos en la ciudad. Aquello no le gustaba.

La verja de la puerta de Salapia había caído como una guillotina. Varios de los legionarios de Décimo yacían bajo la misma atravesados por sus punzantes agujas oxidadas. Los que más suerte habían tenido habían muerto por el impacto o las heridas mortales de los hierros, pero algunos estaban malheridos y obligados a contemplar cómo por un lado sus compañeros en el exterior intentaban levantar aquellos pesados hierros y cómo, por otro, los que habían conseguido entrar se veían sorprendidos por continuas andanadas de todo tipo de proyectiles: jabalinas, dardos y piedras que llovían por todas partes.

Décimo, aún fuera del recinto amurallado, no entendía lo que estaba sucediendo. En un primer instante pensó que, por accidente, alguna cadena había cedido y por eso se había desplomado la gran verja sobre sus indefensos hombres, pero al acercarse y ver entre los heridos los proyectiles que caían sobre los manípulos que habían entrado en la ciudad, comprendió lo que estaba ocurriendo. Décimo miró a su alrededor. En una rápida evaluación vio que unos quinientos hombres habían entrado pero que el resto, otros tantos, permanecía en el exterior. No serían suficientes. Necesitaban ayuda, pero entonces empezaron a caer proyectiles hacia el exterior de la ciudad también lanzados con furia desde las murallas. Décimo, impotente, vio a sus legionarios batirse en retirada abandonando sus vanos intentos por levantar la verja. Miró hacia lo alto de la colina. Quizá si Aníbal acudiera en su ayuda con la caballería númida aún tuvieran opciones.

Aníbal exhaló aire. Se pasó la palma de su mano derecha por la boca y la nariz. Escupió en el suelo y con su mano izquierda hizo que su montura diera media vuelta.

–El cónsul Crispino ha cumplido con su deber incluso malherido. Son duros estos nuevos cónsules de Roma, más que los primeros. Tardaremos más tiempo del que pensaba en doblegarles. Seguiremos en el empeño pero no en Salapia.

–¿Y Décimo? – preguntó Maharbal.

Aníbal siguió cabalgando sin mirar atrás.

–Son desertores de Roma; los más cobardes y que sobrevivan volverán a nosotros, por el resto no podemos hacer ya nada. Era una buena idea la de usar el sello de Marcelo, pero no ha salido bien. Iremos ahora a Locri. Allí nos necesitan para levantar el asedio de los romanos. Hemos de apoyar a las ciudades que se han pasado a nuestro bando, como Locri.

Maharbal asintió y puso su caballo en paralelo con el de su general. La luna les acariciaba con un manto de luz pálida mientras se alejaban de Salapia.

Décimo vio a Aníbal y sus oficiales alejándose y comprendió que todo estaba ya perdido. Sus sueños de gloria, poder, oro y mujeres se desvanecían esparcidos por el viento nocturno. Buscó su caballo, pero los hombres que debían haber estado esperándole habían huido ya hacía rato. Estaba junto a la muralla y su figura quedaba escondida por la sombra de la misma, pero no podía permanecer allí por mucho tiempo. Estaba sudando copiosamente y las gotas de líquido salado salpicaban su frente. En el interior y en el exterior se escuchaban los silbidos de los proyectiles y los gritos de sus hombres al caer abatidos. Apenas quedaban ya legionarios en el exterior. Todos se habían desvanecido entre las sombras de la noche. Décimo decidió probar suerte y se lanzó a una veloz carrera hacia la colina por donde se había perdido la silueta de los oficiales de Aníbal. Al principio todo fue bien y consiguió separarse casi treinta pasos de la muralla sin ser alcanzado por ningún proyectil. Algunos silbidos pasaron muy próximos pero las flechas caían sobre el suelo a ambos lados de su camino, hasta que de pronto sintió un golpe seco en su espalda y, pese a que siguió corriendo, notó que le faltaba el resuello, así que tuvo que detenerse contra su voluntad. Se desplomó de rodillas. Los aullidos de sus hombres muriendo en Salapia fue lo último que escuchó antes de quedar inmóvil, con los ojos abiertos, tumbado de lado, solo.

21 Imperator

Baecula, Hispania. En lo alto de la colina, primavera del 208 a.C.

Publio accedió a lo alto de la cima rodeado por su guardia personal, sus lictores no oficiales, ya que no era magistrado, sino sólo general cum imperio, aunque en cualquier caso, aquellos soldados seleccionados por Lelio para salvaguardar la vida del general, desvinculados de las tareas ordinarias del campamento y con un stipendium superior, protegían en todo momento al general con sus escudos, con sus armas, con sus vidas si era preciso. Ya lo hicieron en Cartago Nova y lo seguían haciendo desde entonces. Antes por obligación, ahora con orgullo.

El general observó, una vez sobre la meseta de la cima de la colina, el repliegue veloz de las tropas de Asdrúbal cuyos últimos efectivos descendían ya hacia el oriente, en dirección adonde los manípulos de Marcio y Mario estaban apostados. Algunos oficiales miraron al general. Necesitan instrucciones. Muchos esperaban que ordenara que las legiones siguieran a los cartagineses que se retiraban.

–¡Saquead el campamento! – dijo a los soldados bajo su mando, que habían ascendido por el sector norte. Vio entonces a Lelio, que llegaba tras haber accedido a la meseta por el otro extremo de la misma. Venía a caballo para recibir órdenes lo más rápido posible.

–¿Qué hacemos?

–Seguidlos -respondió Publio señalando la infantería cartaginesa en retirada-, pero sólo hasta las posiciones de Marcio y Mario. Haced prisioneros, todos los que podáis, de entre los que caigan en la emboscada al pie de la colina, pero no vayáis más allá. Ya decidiremos qué hacer con el resto del ejército de Asdrúbal más tarde.

–¡De acuerdo! – confirmó Lelio, e hizo que su montura girase para volver con sus hombres.

Al atardecer de aquel día, el campamento de la colina que apenas unas horas antes era el bastión de los cartagineses, se había transformado en un emplazamiento bajo dominio romano. En el centro del mismo los legionarios habían levantado elpraetorium desde el que los romanos habían trazado, derribando tiendas cartaginesas abandonadas por el enemigo a toda prisa o levantando tiendas romanas según procediera, dos grandes calles, una que cruzaba el campamento de norte a sur, la via principalis, y otra que la cruzaba transversalmente de este a oeste, el decumanus maximus. Publio había ordenado levantar un campamento romano completo, para lo cual los legionarios, una vez saqueado el campamento cartaginés, se enfrascaron en la ardua tarea de levantar las empalizadas necesarias para completar la protección del mismo. El general no quería que un contraataque de Asdrúbal, al abrigo de la noche, les sorprendiera sin las medidas necesarias. No era probable que el cartaginés contraatacase, pero no quería pasar riesgos innecesarios y todavía quedaban los refuerzos de Magón y Giscón que aún podrían llegar, seguramente no en una semana, pero era mejor prevenir. Los legionarios estaban exhaustos por la batalla; sin embargo, acometieron la tarea de levantar las empalizadas con cierto sosiego de ánimo por la victoria conseguida. El general, por su parte, había prometido comida extra y algo de vino aquella noche, en cuanto estuvieran terminadas las fortificaciones. Era un incentivo que surtió efecto. Llegado el anochecer, había empalizadas dispuestas en los cuatro lados del campamento, no las definitivas, pero sí unas fortificaciones provisionales razonables, y guardias apostados en la porta praetoria, en la porta decumana y en las puertas principales sinistra y dextera. Los tribunos y los praefecti sociorum de las tropas auxiliares fueron acomodados en tiendas levantadas a lo largo de la via principalis y las tropas legionarias fueron acantonadas entre estas tiendas y la porta praetoria. Las tiendas se diseminaban en filas dobles con decenas de pequeñas calles secundarias que discurrían paralelas al decumanus máximas, tras el que se habían instalado las fuerzas de caballería, divididas según sus turmae, tras las cuales, en orden de dignidad y veteranía estaban los triari, los principes y los hastati. Las tropas auxiliares eran las que acampaban más alejadas del decumanus maximus, más próximas a las empalizadas de la fortificación, junto a las puertasprincipalis sinistra y dextera. Más allá de las puertas del campamento, en el exterior, se levantaban las tiendas de la infantería ligera, los velites, que de esta forma actuaban de puestos de guardia avanzados en torno al campamento. En este caso, el general ordenó que parte de la infantería ligera quedara próxima a las empalizadas del campamento, mientras que otros grupos se apostaran bajando la pendiente superior, instalándose en la primera terraza. Con ello se aseguraba no ser sorprendidos en modo alguno por una incursión nocturna del enemigo.

En el centro de campamento, frente al praetorium se levantó el quaestorium, donde, sub hasta, se arremolinaban centenares de prisioneros cartagineses e iberos a la espera de ser vendidos como esclavos bajo la supervisión del quaestor de las legiones desplazadas a Hispania. El sol ya había caído enterrado en el horizonte pero el general había dado órdenes de empezar aquella misma noche con la venta. Quería saber el número de prisioneros, el dinero que suponían como botín y cuánta fuerza habían restado a Asdrúbal en su repliegue.

A la puerta del praetorium, el joven general Publio Cornelio Escipión repasaba con sus oficiales las acciones a tomar con respecto a los prisioneros por un lado y con relación a los ejércitos cartagineses que acechaban: el huido de Asdrúbal y las tropas de Magón y Giscón, cuyo paradero era aún incierto. El general había hecho traer sellae, pequeños asientos, para sus tribunos Cayo Lelio, Lucio Marcio Septimio, Mario Juvencio Tala y otros y, de este modo, sentados en torno a una hoguera y rodeados de antorchas clavadas en la tierra entre las que se diseminaban los centuriones de más alto rango, como el primípulo Terebelio o el centurión Digicio, y el resto de los oficiales ypraefecti sociorum de las tropas auxiliares, Publio empezó a tomar determinaciones y a recibir informes de sus subordinados. A su derecha, como era costumbre, estaba sentado Lelio, satisfecho, orgulloso, saboreando un vaso de buen vino.

Fue Marcio el que empezó a informar al general de lo acontecido en su posición, en la ladera occidental de la colina.

–Quisimos detenerles al pie de la segunda pendiente, pero resultó imposible, mi general. Llevaban consigo más cíe treinta elefantes y se abrieron camino aplastando a muchos legionarios. Era una lucha desigual en una posición de desventaja. Las bestias descendían azuzadas por sus conductores y protegidas por la caballería. Tuvimos que dejarles pasar. Fue luego, cuando descendía la infantería, cuando pudimos abalanzarnos sobre ellos y, en la confusión, causarles numerosas bajas. Era todo cuanto podíamos hacer.

En la voz de Marcio, el joven Publio adivinaba cierto desconsuelo y una agria sensación de decepción. Marcio, como otros oficiales, quizás el propio Lelio, habrían esperado que se hubiese ordenado que las dos legiones siguieran a Asdrúbal en su huida, sin importarles la dirección que el cartaginés hubiera podido tomar, menospreciando los riesgos de adentrarse por la noche en territorios que desconocían.

Publio asintió, como aceptando por satisfactorio el informe de Marcio. Éste, que se había alzado de la sella, volvió a tomar asiento, un poco más relajado. Aceptó una copa de vino que le ofrecía un calón. El joven general tomó la palabra.

–Hiciste lo que podía hacerse y fue más que suficiente. Tenemos centenares de prisioneros que supondrán un buen botín. No hemos conseguido, sin embargo, hacernos con el tesoro de oro y plata de Asdrúbal. Sin duda, debía de viajar a lomos de esos elefantes resguardados por su fortaleza y por la caballería númida, pero el gran número de esclavos africanos que hemos conseguido hoy nos resarcirá con creces.

El general subrayó con intensidad lo de «africanos», aun cuando habían apresado también a iberos de Carpetania, Celtiberia, baleáricos y de otras regiones de Hispania. No tuvo tiempo de explicarse, pues un torrente de voces, como un mar de júbilo que se arrojara contra un navio en medio de la tempestad, llegó hasta el círculo de oficiales procedentres de la próxima tienda del quaestorium. El general se limitó a mirar un segundo a uno de sus lictores y éste salió disparado para averiguar lo que ocurría. Varios centuriones y tribunos se giraron hacia el quaestorium con mirada inquisitiva. Se veía entre las sombras a varios grupos de hombres entre los apresados que saltaban y gritaban en su lengua bárbara. Al principio todo eran sonidos discordes y entremezclados en un tumulto desordenado de voces, pero al cabo de un minuto, aun desconociendo la lengua ibera, los oficiales romanos comenzaron a discernir que aquel sonido adquiría una cadencia rítmica y repetitiva, como si todos aquellos prisioneros clamaran al unísono una misma frase.

El lictor regresó, se detuvo a espaldas del general y, agachándose, le musitó al oído lo que había averiguado. El joven Publio asintió y esbozó una cálida sonrisa de satisfacción. Decidió hacer público lo que acontecía para tranquilizar a sus desconcertados oficiales.

–Son los prisioneros iberos, o mejor dicho, los que eran prisioneros iberos. He dado orden de que los liberen.

Varios centuriones y tribunos miraron confundidos al general. Sabían de su magnanimidad para con los vencidos. Ya lo demostró en Cartago Nova, pero allí se liberó a rehenes iberos sometidos por los cartagineses y aquello les pareció aceptable, pero ahora estaba dejando libres a guerreros hispanos que habían combatido contra ellos activamente durante aquel mismo día. El general leía en las miradas de sus confundidos oficiales y sabía que debía persuadirlos, que debía hacerles comprender su política en la región.

–¡Escuchadme todos! – Y se levantó para, así, a medida que hablaba, ir ganando el centro del círculo de oficiales-. Somos dos legiones perdidas en un territorio hostil. Tenemos tres ejércitos cartagineses que derrotar con una fuerza que nos triplica en número. No podemos luchar contra cartagineses e iberos a un tiempo. Hemos de convencer a los iberos de que nuestra guerra no es contra ellos, pues además es así; no luchamos contra los iberos sino contra los cartagineses. La liberación de los rehenes de Cartago Nova nos ha permitido ganar aliados entre los bárbaros de este país y que otros nos dejaran libre el paso hasta alcanzar esta colina donde hoy hemos derrotado a Asdrúbal, pero tenemos que afianzar estos lazos y, decidme, ¿cómo nos van a ayudar estos pueblos en nuestra lucha contra Cartago si vendemos como esclavos a sus hermanos? – Publio giró, despacio, trescientos sesenta grados, sosteniendo la mirada de cada uno de sus oficiales. En el resplandor de la hoguera central, la figura del general parecía envuelta de un aura mágica y todopoderosa. En el silencio de sus subordinados llegó hasta sus oídos la cadencia del canto de los recién liberados iberos. Publio se dirigió entonces a Marcio. Era de los más veteranos en la región. – ¿Entiendes qué dicen?

Marcio miró a su general. Dudó. Publio sostuvo la mirada y el tribuno respondió.

–Te aclaman como rey.

El silencio se hizo aún más denso. Las ramas de encina de la hoguera crujieron y se resquebrajaron lanzando al cielo oscuro destellos rojizos de pavesas incandescentes. Marcio añadió algo más.

–Hasta ayer esos hombres aclamaban a Asdrúbal Barca como su rey, pero ahora proclaman su lealtad hacia ti.

Publio estaba digiriendo las palabras de Marcio. Aquello no hacía sino darle la razón. Bien era cierto que las lealtades iberas eran volubles y traidoras. Aquél era un ejemplo más. En su recuerdo brillaba intensamente cómo miles de iberos abandonaron a su tío en medio del campo de batalla pero, en cualquier caso, siempre era mejor que dijeran que se decantaban a favor de uno que en su contra. Estaba, no obstante, el problema de la palabra «rey». Publio advirtió de nuevo recelo entre sus oficiales. Sabía lo que se preguntaban. ¿Luchaban para la república o para un general que se creía rey? ¿Había olvidado el general la revolución del 570 o se creía heredero de Rómulo, Tarquino y el resto de los reyes legendarios? No, no podía permitir que los iberos se dirigiesen a él como rey. Si tal hecho llegaba a oídos del Senado y, en particular, a oídos de Fabio Máximo, aquello sólo podría traerle problemas, recortes en los suministros e incluso una orden de regreso a Roma, pues en Roma, desde el año 244 de la fundación de la ciudad, ya no había reyes y de eso hacía ya más de trescientos años. Ni podría haberlos jamás. Pero los iberos habían decidido aclamarle y no debía tampoco despreciar aquel gesto. Debía darles algún nombre, alguna forma en la que dirigirse a él, pero ¿qué era él? Los pensamientos se agolpaban como caballos desbocados en la mente del joven general. No podía decirles que le aclamaran como cónsul o procónsul porque Fabio Máximo ya se ocupó de que no pudiera ir a Hispania con rango de magistrado o promagistrado, ni siquiera como pretor o propretor, aduciendo su juventud. A Publio sólo se le concedió permiso para acudir a Hispania como privatus, como un ciudadano particular sin rango más allá que algo clave, necesario para llevar su misión: imperium, mando sobre dos legiones. Era imperator del ejército de Hispania. Publio respondió a Marcio.

–El título de rey es inaceptable. Ve al quaestorium y hazte entender entre los iberos. Diles que no soy su rey, que soy su imperator y que sólo así pueden llamarme.

Marcio se levantó, se llevó la mano al pecho y partió con celeridad hacia la tienda del quaestor. Publio se quedó allí en pie. En pocos segundos empezó a escucharse la voz de Marcio gritando, dirigiéndose a las huestes de recién liberados iberos. Publio creía tener la situación de nuevo bajo control cuando Lelio decidió intervenir.

–Y si tenemos el apoyo de los iberos, ¿por qué no salimos en persecución de Asdrúbal y terminamos lo que empezamos esta mañana?

Después de lo de hoy, la moral de nuestros soldados está muy alta y los cartagineses parecían mujerzuelas y niños acobardados -concluyó Lelio con una profusa carcajada a la que se unieron el resto de los centuriones y tribunos.

Publio suspiró. Cerró un instante los ojos y caminó con lentitud en torno a la hoguera. Sabía que alguien iba a sacar ese asunto más bien pronto que tarde en aquella reunión de su estado mayor, pero lamentó profundamente que hubiera sido Lelio. Ahora debía contradecirle y lo último que deseaba era tener que desautorizar a su mejor oficial, a su más leal guerrero, a su mejor amigo, delante de todos, pero no había otra posibilidad. Publio esperó con paciencia a que la risa que se había desatado entre sus hombres se disipara.

–No vamos a salir en persecución de Asdrúbal -dijo Publio, pronunciando cada palabra despacio, sin levantar el tono de voz. Sabía que aquella orden sería impopular.

Lelio se levantó entonces y se situó en el centro del corro de oficiales, encarándose con Publio.

–Sabes que te seguiré siempre, Publio; eres mi general, nuestro general, mi amigo -añadió Lelio volviéndose hacia el resto-, pero en esto no estoy de acuerdo: dejar escapar a Asdrúbal es una muestra de debilidad. Debemos perseguirle y debemos hacerlo ahora.

Publio observó con el rabillo del ojo, sin mover un ápice su rostro, cómo varios centuriones y tribunos asentían en señal de aprobación. Como temía, Lelio no hacía más que poner voz al sentir general de sus oficiales. Tenía que ser cauto y ojalá Lelio no hubiera bebido tanto vino.

–No podemos salir en su persecución porque Asdrúbal se dirige hacia el norte y el interior de este país y no tenemos el apoyo de los iberos de esa región…

–¡Los cartagineses tampoco! – le interrumpió Lelio en público, la primera vez que el veterano guerrero lo hacía desde que estaban en Hispania. Publio no recordaba un enfrentamiento así con Lelio desde la batalla de Tesino.

–Los cartagineses -continuó Publio, aún sin levantar el volumen de su voz- llevan más años en este territorio. Aníbal, el hermano de Asdrúbal, llegó hace pocos años tan lejos como Helmandica o Arbucala en el norte. Allí temen a los cartagineses y poco saben aún de nosotros. Además… -Lelio parecía exasperado, con los brazos en jarras, frente a él. Publio prosiguió-: Además, los otros dos ejércitos púnicos pueden unirse a Asdrúbal en cualquier momento y triplicarnos en número…

–¡Por eso mismo! – volvió a interrumpirle Lelio-. ¡Más a mi favor, por Castor y Pólux y todos los dioses! ¡Por eso mismo debemos asestar un golpe rápido ahora!

Publio estaba poniéndose nervioso, algo poco habitual en él. Si alguien sabía de la importancia de los desplazamientos rápidos de tropas era él. Así había conquistado Cartago Nova y así habían conseguido aquella reciente victoria sobre Asdrúbal, pero hasta esa estrategia tenía unos límites.

–La rapidez sólo vale sobre la base de la sorpresa, Lelio -continuó el joven general, aún controlando su tono-; Magón y Giscón, los otros generales, ya están advertidos de nuestra presencia aquí hace tiempo y deben de estar a punto de llegar con sus tropas; el factor sorpresa se ha perdido, debemos… -Publio dudó un instante-, debemos replegarnos… replegarnos y aguardar mejor ocasión.

–¿Mejor ocasión que ésta? – Lelio insitía-. ¿Cuando vamos a tener mejor ocasión que ésta? Asdrúbal se ha ido corriendo como un perro apaleado. ¡Por Júpiter, ése es el mismo hombre que derrotó a tu padre y que personalmente mató a tu tío Cneo! ¿Y lo vas a dejar escapar?

De pronto los murmullos que habían ido surgiendo cesaron. Sólo se escuchaba el chisporroteo de las ramas ardiendo en la hoguera en torno a la cual estaban reunidos. Publio Cornelio Escipión avanzó despacio hacia Lelio.

–Ya sé que Asdrúbal Barca fue el causante de la caída de mi padre y que mató al procónsul Cneo Cornelio Escipión, mi tío, con su propia espada y no necesito que nadie me lo recuerde y mucho menos tú, Cayo Lelio. Te lo perdono porque sé que es más el vino el que habla por tu boca que tus pensamientos. – Publio hablaba con volumen controlado, algo más fuerte que antes, mucho más intenso, aún sin levantar la voz.

Lelio dio un paso atrás. La insinuación de Publio sobre su posible embriaguez le había pillado por sorpresa. Hizo ademán de girarse y volver a su asiento, pero quizás el vino o quizá la intensidad del momento hicieron que cambiase de opinión y volvió a dirigirse a Publio.

–Cneo lo haría, él habría perseguido a Asdrúbal.

Publio digirió aquella respuesta. Tragó saliva y respondió con sequedad.

–Es probable, pero Cneo está muerto y yo y nadie más es el general en jefe de las tropas romanas en Hispania. Tropas, por otro lado, insuficientes, Lelio. No tenemos bastantes tropas para adentrarnos hacia el norte en persecución de Asdrúbal. Me faltan dos legiones, las dos legiones que tú deberías haber conseguido del Senado y que no lograste traerme.

Publio no necesitó increpar a los dioses ni alzar su voz para desarmar a su mejor oficial. Lelio recibió aquellas últimas palabras como lo que eran: una enorme humillación pública. Sintió cómo el resto de los oficiales no estaba ya con él. Lo que había dicho Publio era cierto. Aquella vez falló él. Debería haber persuadido al Senado pero no hubo forma. Nunca hasta entonces se lo había echado en cara el joven general y ahora, ahora lo hacía y lo hacía en público delante de todos.

–Quizá… -dijo Lelio cabizbajo, entrecortadamente- quizá tengas razón. Tú eres el que mandas… pensaba distinto… eso es todo… seguramente… estoy equivocado. – Lelio retrocedió, llegó junto a su asiento, pero pasó de largo. Varios centuriones se hicieron a un lado y Cayo Lelio se esfumó entre las sombras.

Publio Cornelio Escipión se quedó entonces solo en el centro del corro de oficiales. Hacia él retornaron todas las miradas. Se dirigió a Marcio.

–Que se tomen las medidas de costumbre para la vigilancia del campamento. Además, quiero varias patrullas en las cuatro direcciones: norte, sur, este y oeste. Quiero saber si hay movimientos de tropas. Que salgan de noche. Quiero informes al amanecer. Mañana nos replegaremos hacia Cartago Nova y allí decidiremos sobre el resto de la campaña de lo que queda de primavera y del verano.

Publio se dirigió hacia su tienda mientras los lictores de su guardia le abrían paso entre la multitud de legionarios que se había ido arremolinado en torno a la tienda de\ praetorium. Desde atrás, Publio escuchó cómo centenares de gargantas empezaban a corear una palabra. Al principio no le prestó demasiada atención, pero, poco a poco, el término era tan claro que no pudo escapar a sus oídos.

¡Imperator, imperator, imperator!

Los iberos le aclamaban como su gran jefe. Aquélla había sido una gran victoria y, sin embargo, no se sentía tan solo desde el día en que le comunicaron la muerte de su padre y de su tío. Sí, Cneo habría salido en persecución de Asdrúbal. En eso llevaba razón Lelio. A Publio su corazón le pedía salir en busca de Asdrúbal sin atender a más consideraciones, pero ese deseo se encontraba una y otra vez con las palabras de su padre: «Las batallas se pueden ganar con el corazón, pero las guerras sólo se pueden ganar con la cabeza.» Y su cabeza decía que no tenía tropas suficientes, que debía esperar. Puede que Asdrúbal escapara hacia el norte, incluso que alcanzara Italia, aunque eso era complicado, pues tendría que hacerlo por el interior de Hispania y luchar contra los vacceos o negociar con ellos, pues por el Ebro tendría enfrente a las tropas de Tarraco. En cualquier caso, aun a riesgo de incumplir con el mandato del Senado sobre su obligación de impedir que Asdrúbal alcanzara Italia, no podía perseguirle. No debía hacerlo. Mañana sería otro día. Lelio estaría con resaca pero más sosegado. Sí, ése sería buen momento para hablar con él y hacerle entender. Mañana.

22 Las calles pintadas

Roma, abril del 208 a.C.

Plauto abría los ojos de par en par. Miraba a un lado y otro de cada calle y no podía creer lo que veía. Roma había amanecido repleta de pintadas. Las primeras las había visto en algunos de los puestos de ganado del Foro Boario, pero a medida que avanzaba por el Vicus Tuscus, las cosas no hacían sino empeorar. En paredes sucias, en muros en construcción, en el suelo, en cualquier lado, menos en los templos, se podía leer las palabras que su amigo Nevio había pronunciado en la última cena en casa de Ennio, donde, pese a la negativa del joven poeta a unirse a ellos en una lucha de palabras contra aquella guerra interminable, seguían reuniéndose con frecuencia. En las cenas se empezaba hablando de literatura y se terminaba siempre discutiendo sobre política y sobre la guerra. Nevio, en medio de una de sus tremendas borracheras, se había levantado y pronunció aquel brindis en el que todos rieron, incluso Livio Andrónico, al apreciar el doble sentido de aquel verso saturnio: «Fato Metelli Romae fiunt cónsules.» Y es que si bien aquella frase podría traducirse como «los Mételos son nombrados cónsules en Roma por la ley del destino», a nadie escaparía que ese mismo verso podía significar «es fatal para Roma que los Mételos sean nombrados cónsules». Por la noche todos rieron la gracia con profusión y se bebió abundantemente alabando la ocurrencia de Nevio. Nevio. Plauto sacudía la cabeza nervioso. Estaba llegando al foro. Nevio seguía criticando en público a los patricios que conducían aquella guerra según sus intereses particulares. Había criticado a los Emilio-Paulos y a los Escipiones, al mismísimo Fabio Máximo y ahora la emprendía con la familia de los Mételos por su enriquecimiento durante el tiempo de guerra. Podía tener razón. La tenía, sin duda, pero estaba solo. Ahora alguno de los jóvenes escritores asistentes a la cena, seguramente aún borracho, habría pensado que sería una travesura graciosa pasarse pintando toda la noche, embadurnando las calles de Roma con las palabras de Nevio, rehuyendo furtivamente a las patrullas nocturnas de los triunviros. Nevio no había podido hacer tantas pintadas en una sola noche. De hecho, era imposible que Nevio hubiera podido hacer ni una sola de aquellas pintadas, pues Plauto vio cómo se quedó en casa de Ennio completamente vencido por el poder de Baco. Y lo peor de todo es que, en su creciente inconsciencia y osadía, Nevio no se percataría de lo peligroso de todas aquellas pintadas.

Plauto llegó al foro. Para su mayor desesperanza, no había lugar entre el templo de Vesta y la tumba de Rómulo que no estuviera salpicado con la maldita pintada. Fato Metelli Romae fiunt cónsules. Muchos iban a sonreír aquella mañana con aquellas palabras. Pero los Mételos no. Ellos no.

23 El alejamiento de Lelio

Baecula, primavera del 208 a.C.

Publio se alzó antes de la salida del sol. Apenas habían pasado cuatro horas desde que se recostó en el lecho de su tienda. Un joven esclavo semidormido le asistió mientras se ponía la coraza y le ayudó a ajustarse bien las grebas de las piernas. El general salió rápido de la tienda acompañado por una sorprendida escolta de lictores. En unos minutos dejó atrás eXpraetorium y llegó a la tienda de su oficial de mayor confianza. Había un legionario apostado justo en medio de la entrada. El soldado vio acercarse al general e instintivamente se hizo a un lado, pero Publio se lo pensó un instante y se detuvo sin llegar a entrar.

–Legionario, entra y di a Cayo Lelio que quiero hablar con él -dijo el general. Publio no quería sorprenderlo si estaba disfrutando de la preciosa esclava que se había traído consigo. Por el campamento había corrido ya el rumor de que el veterano oficial estaba enamorado de aquella egipcia, incluso que deseaba manumitirla y casarse con ella. En el fondo de su ser, Publio esperaba que aquello no fuera cierto, al menos la segunda parte. Si quería enamorarse o jugar o lo que sea con aquella esclava, eso no le concernía, pero casarse con una esclava manumitida sería el final de la carrera política de Lelio y eso no podía ser, pero no debía dejarse llevar por sus ideas sobre el matrimonio y la política. No había venido a discutir con Lelio de ese tema, sino a hacer las paces por la agitada bronca de la noche anterior.

–Cayo Lelio no está, mi general -respondió el legionario algo nervioso. Tenía la sensación de que aquello iba a contrariar al imperator de las legiones.

–Por todos los dioses, ¿cómo que no está? Aún no ha salido ni el sol. – Lo sé, mi general -respondió el legionario aún más nervioso-. Marchó hace una hora. Pidió su caballo y partió hacia la porta praetoria del campamento. Eso es lo que me ha dicho su esclava. Debió de salir en el turno de guardia anterior al mío, mi general.

–Entiendo… -Escipión se quedó pensativo. Lelio no quería hablar con él. Le había herido más de lo que pensaba, pero no le dejó margen. Le estaba cuestionando delante de todos. Como si él mismo no quisiera perseguir a Asdrúbal, el verdugo de su padre y de su tío… pero había que mantener la cabeza fría y no dejarse llevar por impulsos. Los impulsos sólo conducirían a la derrota. Publio dio media vuelta. Iba a marcharse cuando de pronto tuvo una idea. Volvió a girar y se dirigió a la entrada de la tienda de Lelio. El guardia que había vuelto a tomar su posición apenas si tuvo tiempo de retirarse para dejar pasar al general que cruzó el umbral como una centella.

En el interior de la tienda de Lelio sólo había un lecho grande cubierto de pieles de lobo, una mesa pequeña en el centro con una jarra grande de vino, dos sellae, un triclinium y tres baúles abiertos. En uno se veían espadas, dagas y otras armas. En el segundo había una toga virilis y otras ropas de Lelio y un cofre pequeño donde seguramente guardaría joyas y otros bienes preciados procedentes de los botines de guerra. En el tercer baúl había ropa de mujer. Lelio se acercó despacio a la mesita. La jarra estaba vacía. En la esquina vio varias ánforas apiladas. Una yacía aparte, rota. Publio sintió una presencia y se giró desenvainando la espada de forma instintiva. De entre las pieles surgió el rostro de tez morena y facciones suaves de Netikerty. Al lado del lecho se veía una túnica blanca de mujer. La muchacha, que abrazaba fuertemente las pieles para cubrirse, debía de estar desnuda. Publio la miró un segundo. Y nerviosa. El general envainó la espada. – Busco a Lelio -dijo secamente.

Netikerty, al contrario de lo que podría esperarse de una esclava, le miró fijamente mientras respondía. No era, no obstante, una mirada impertinente, sino curiosa, inquisitiva y, en gran medida, embriagadora. Publio recordó los ojos oscuros de Emilia cuando la conoció en el jardín del cónsul Emilio Paulo.

–Salió hace más de una hora -explicó la muchacha.

–¿Dijo adonde iba?

–A salir en una misión de reconocimiento, dijo algo de que había que vigilar que los cartagineses no organizaran un contraataque.

–Comprendo -dijo Publio. Se sintió cansado. Tomó asiento en una de las sellae vacías junto a la mesa.

–¿Puedo ofreceros algo, mi señor? – preguntó Netikerty.

–Algo de agua estaría bien, pero no sé si Lelio guarda agua por aquí.

–Tenemos agua, mi señor -dijo Netikerty, y se sentó en la cama cubriéndose con las pieles. Quería ponerse la túnica, pero era tarea imposible sin soltar en algún momento las pieles y dejar al descubierto su cuerpo desnudo. Por otro lado era una esclava y no podía pedir a un patricio y menos aún al general en jefe de aquel ejército que se volviera. Publio pareció leer en sus pensamientos y se dio media vuelta. Rápida, dejó las pieles y se vistió con la túnica, fue detrás de la cabecera del lecho y tomó una jarra con agua y un vaso limpio. Puso el vaso en la mesa y escanció el agua. Luego se separó del general un par de pasos. Publio bebió con avidez.

–¿Estaba enfadado, Lelio quiero decir, estaba enfadado? – preguntó dejando el vaso vacío sobre la mesa, junto al que Lelio había usado durante la noche para beber vino.

Netikerty callaba.

–Tú le conoces, muchacha. ¿Estaba enfadado… conmigo? Habla.

Netikerty dio un paso hacia atrás. Estaba claro que no le gustaba aquella conversación.

–Nervioso, mi señor, estaba nervioso. Pidió vino y bebió más de lo que acostumbra. Luego…

–¿Luego…?

–Luego… estuvo conmigo y se durmió. Se levantó hará poco más de una hora y me dijo lo de la misión de reconocimento. Es cuanto sé, mi señor.

Publio la miró detenidamente. Había llegado a una conclusión. Aquélla era una mujer hermosa, algo que saltaba a la vista, pero también inteligente. Entre otras cosas no había respondido a su pregunta.

–No me has respondido a lo que te he preguntado -insistió el general-, ¿estaba Lelio enfadado conmigo? Y no me digas que no habló del tema. Tú no necesitas que él te hable para saber lo que piensa. Sólo respóndeme lo que crees. Dímelo y me marcharé. No quiero molestarte; Lelio te estima y sólo por eso te mereces que no te trate mal, pero no me iré sin que me respondas a esa pregunta.

Netikerty asintió despacio, en señal de que comprendía la situación. Así también ganaba unos preciosos segundos con los que organizar sus pensamientos.

–Lelio, mi señor, en mi opinión, estaba muy nervioso y aunque no habló sobre nada en concreto actuaba como alguien que se siente traicionado por una persona a la que aprecia mucho y sé que la persona a la que más aprecia es al general en jefe de estas legiones, mi señor.

Publio la miró y digirió cada palabra. Eran sólo las conjeturas de una esclava pero coincidían tanto con su propia lectura de la reacción de Lelio que casi le daba miedo, miedo por tanta coincidencia, miedo al ver sus peores sensaciones confirmadas.

–Bien -comentó el joven Publio-. Bien. Me marcho. – Y se levantó y encaminó sus pasos hacia la puerta, pero cuando alcanzó el umbral se detuvo y se volvió de nuevo hacia Netikerty que, inmóvil, le contemplaba en silencio-. Dile, cuando vuelva, dile a Lelio que me pasé por aquí, para hablar con él… para… disculparme, para explicarme, que sé que él no tiene culpa de lo de las legiones de refuerzo que no trajo, ¿de acuerdo?

Netikerty asintió dos veces.

–Bien. Que los dioses… que tus dioses velen por ti. – Y el general

Publio Cornelio Escipión salió de la tienda. Netikerty se acercó a la mesa y tomó el vaso de agua en su mano. Se quedó meditando unos segundos. Se giró y caminó hacia la cabecera de la cama y depositó el vaso donde lo había cogido. Luego se quitó la túnica despacio y, desnuda, volvió a meterse en la cama. Lelio volvería pronto y le gustaba encontrarla desnuda en la cama. Preparada, decía él. A ella no le importaba. Desde que estaba con él nadie la golpeaba. Apenas sí tenía que trabajar y todo dependía de hacer feliz a aquel hombre. Se sentía cómoda en aquella situación, pero la vida era tan complicada. Tan complicada. Hundió su cabeza en la almohada y se echó a llorar.

Publio regresó al praetorium con la primera luz del alba. Marcio les estaba esperando frente a la puerta junto con varios legionarios que custodiaban a un joven númida de mirada nerviosa. Publio se paró un segundo y observó al númida un instante; luego entró en el praetorium seguido de Marcio. Publio tomó asiento mientras Marcio, en pie, comenzó a hablar.

–Ese númida dice llamarse Masiva y asegura que es sobrino de Masinisa.

Publio consideró el tema con atención, aunque su mente no dejaba de dar vueltas al asunto de Lelio. No debería haberle echado en cara lo de las legiones, pero los dos se pusieron nerviosos y una cosa llevó a la otra.

–¿Mi general…? – La voz de Marcio devolvió a Publio al tiempo presente. Masinisa era el rey de los maessyli, en disputa con Sífax por el trono de Numidia, alguien importante en África; alguien cuya confianza podía ser importante en el futuro.

–¿Le crees? – preguntó Publio-, ¿crees que es el sobrino de Masinisa?

–Varios iberos lo han confirmado. Parece que Masinisa no quería que viniera a Hispania a luchar pero vino de incógnito y se puso al servicio de Asdrúbal. Sé que siempre quieres estar informado de los nobles que caen prisioneros, por eso he pensado en informar.

–Y has hecho bien -confirmó Publio con rotundidad. Macio era leal y con un sentido más sutil del deber y la responsabilidad, mucho más que Lelio. Si su padre hubiera hecho jurar a alguien como Marcio que velara por él, en lugar de a Lelio, todo sería más sencillo. Sin embargo, Cayo Lelio era invencible en el campo de batalla, pero luego carecía de visión global, de perspectiva política y estratégica-… Que lo liberen, a Masiva, al sobrino de Masinisa, que lo liberen, Marcio -añadió el general con determinación-; y que salgan mensajeros hacia el norte, al Ebro, para informar a Indíbil de que pronto tendrá sus trescientos caballos prometidos.

Marcio asintió y salió de la tienda. Publio se quedó a solas con sus reflexiones. Debía proseguir con esa política de intentar estrechar vínculos con todos los pueblos de Hispania y, si se le daba la oportunidad, con los pueblos de África. Todos debían ver que los enemigos de Roma eran los cartagineses, ni los iberos ni los númidas, sólo Cartago.

Cayo Lelio tardó más de lo esperado pero al fin regresó. Desplegó con energía la cortina de la puerta de la tienda, entró y se sentó en una de las sellae junto a la mesa. Netikerty se había dormido pero sintió la llegada de su amo y se incorporó en la cama. No se tapó, de modo que al sentarse sus senos quedaron descubiertos.

–¿Quieres vino, mi amo? – preguntó la joven.

–No. Ayer bebí demasiado -dijo Lelio. Netikerty quedó a la espera de recibir instrucciones de su amo, sentada en la cama, medio desnuda.

–Ha venido el general… buscándote, mi amo -dijo la esclava egipcia.

Lelio se levantó de su asiento. – ¿Y qué ha dicho?

Netikerty recitó la respuesta que había elaborado y memorizado entre lágrimas.

–El general no ha dicho nada. Sólo que os buscaba. Nada más. – ¿Nada más?

–Eso es cuanto ha dicho, mi amo.

–Entiendo. – Y añadió Lelio-: Entonces sí, ponme algo de vino.

Netikerty se levantó y, desnuda, sin ponerse la túnica, tomó un ánfora y vertió parte de su contenido en la jarra de la mesa. Luego tomó la jarra y sirvió a Lelio. Éste la tomó por la cintura y la sentó en su regazo. Ella no opuso resistencia.

–Menos mal que te tengo a ti. – Y la cogió del pelo tirando de su cabeza hacia atrás. Lelio besó el cuello de piel suave que Netikerty se veía obligada a dejar al descubierto. Primero fue brusco, pero la mansedumbre de Netikerty al recibir de buen grado aquel tratamiento le apaciguó un poco, pero aún tenía demasiada ansia en su ser. La tomó entonces en sus fuertes brazos y la llevó a la cama, donde la depositó de golpe. La muchacha quedó boca arriba, quieta.

–Vuélvete. Ya sabes lo que quiero -dijo Lelio con voz dura.

Netikerty se volvió y se puso a cuatro patas sobre la cama de espaldas a Lelio. El rudo oficial se desnudó con rapidez. Netikerty escuchó el ruido de las armas al caer sobre el suelo de la tienda; golpes metálicos amortiguados por las pieles que rodeaban el entorno del lecho. De pronto sintió a Lelio en su interior, sin avisar, poderoso, empujando con fuerza, al tiempo que las grandes y ásperas manos del guerrero la asían por la cintura. Netikerty cerró los ojos y se dejó poseer y más, pues cuando al cabo de unos minutos el empuje del oficial romano pareció aflojar, ella tomó la iniciativa e hizo algo que sólo hacían las putas, y pagando bien, pues ninguna mujer romana que se preciara se atrevería a humillarse de esa forma. Netikerty se arrodilló a los pies de su amo, tomó el miembro viril de su amo con sus manos suaves, lo introdujo en la boca y empezó a mover la cabeza rítmicamente hacia delante y hacia atrás, complementando la falta de energía de su amo con sus propios movimientos. Lelio, tumbado, sudoroso, agradeció la entrega de la muchacha y se quedó en reposo. Ahora era ella la que dirigía, pero a Lelio no le importó. El veterano tribuno mantenía los ojos cerrados meditando por qué las romanas se negaban a entregarse de esa forma.

Netikerty se empleó a fondo. Lelio empezó a gemir y ella hundió su rostro en el regazo de su señor sin dejar de moverse, aunque ahora ya más despacio, alargando los dulces instantes. Ya que no podía entregarse a su amo, al que quería, en alma, Netikerty decidió entregarse por completo en cuerpo.

En la puerta de la tienda, un legionario vigilaba y sonreía.

LIBRO III LA SANGRE DE

ANÍBAL

207 a.C.

Iucunda macula est ex inimici sanguine

PUBLILIUS SYRUS [Deja una mancha agradable la sangre del enemigo]

24 Orongis

Orongis, Hispania, diciembre del 207 a.C.

Estaban en las proximidades de Orongis. Publio estudiaba las murallas de la ciudad desde un altozano. A unos pasos estaba su guardia personal. La campaña militar del nuevo año estaba siendo provechosa pero no decisiva. Publio se sentó en una roca y repasó los últimos acontecimientos. Necesitaba ubicarse. Lucio, su hermano menor, había venido ese año y había conseguido traer refuerzos, dos legiones, las dos legiones que no consiguió Lelio. Había que entender que la victoria de Baecula había hecho cada vez más difícil que Máximo pudiera mantener una constante negativa del Senado a enviar tropas a una región en la que no hacía Publio otra cosa que obtener importantes victorias. Los refuerzos fueron una gran noticia que agradó a todos, pero que hundió aún más a Lelio en su melancolía. De un tiempo a esta parte se mostraba cada vez más distante, y que su joven hermano hubiera conseguido lo que él no había podido hacer le debía de haber desmoralizado aún más. Para colmo, Silano, un recio oficial que había venido de Roma con los refuerzos de Lucio y que Publio había enviado como avanzadilla con parte de las tropas, había conseguido una sonada victoria sobre los cartagineses apresando a uno de sus comandantes, un tal Hanón, que ahora tenían preso en Tarraco. Publio sabía que Lelio había esperado recibir el encargo de esa misión y, sin embargo, tuvo que ver cómo él prefería dar el mando a un recién llegado, a un recomendado de su hermano. Publio carraspeó y escupió en el suelo. No se puede confiar en quien está ofuscado y distante y, además, la victoria de Silano había confirmado que su decisión había sido la correcta. Luego vino lo más difícil: partir junto a su hermano para reunirse con Silano y con todas las tropas, cuatro legiones, para marchar contra Giscón y así acabar de uiuVez por todas con los ejércitos púnicos en Hispania, pero, una vez miS) dejando a Lelio al mando de la retaguardia. En la cabeza de Publio persistía el rostro impasible de Lelio recibiendo las órdenes.

–Necesito alguien de confianza en la retaguardia, por si pasa un desastre. Si caemos derrotados necesito que cuides las fronteras y, si es necesario, que lo organices todo para que mi mujer y mis hijos regresen seguros a Roma.

Lelio había isentido con la cabeza, pero Publio necesitaba una confirmación.

–¿Te encargar4s de eso, verdad?

–Siempre he cumplido tus órdenes -respondió un lacónico Lelio-. Me debo a un juramento. – Y se dio media vuelta para alejarse, pero se detuvo un segundo y añadió una frase-: Tu familia estará segura, por Hércules, de eso no debes preocuparte. – Y partió.

Aquellas palabras reconfortaron algo el ánimo de Publio. No tanto por su contenido, pues estaba claro que Lelio defendería a su familia de todo mal con su propia vida si era preciso, sino por el mero hecho de que Leli0 las pronunciase. Publio se debatía en la forma de poder reconciliarse con él y sabía que sus decisiones durante la nueva campaña, oponunas desde el punto de vista militar, no habían ayudado a corregir el enfriamiento de su relación desde la discusión de Baecula. Sólo quedaba pendiente el asunto de Asdrúbal Barca, quien después de Baecula, tras reunirse con Giscón y Magón, había pactado con los otros dos generales cartagineses que éstos permanecerían en Hispania mientras él cruzaba los Pirineos y la Galia para atacar Italia por el norte. Si eso ocurría, el Senado no se lo perdonaría nunca y todo sería aún mucho más difícil para él. Pero ahora debía ocuparse de lo que estaba en su mano: Giscón y Magón, y que Roma se ocupara de Asdrúbal Barca si llegaba a Italia y, si no, haberle enviado refuerzos antes de Baecula… Eso no le dejaba dormir por las noches… La voz de su hermano Lucio irrumpiendo en su mente hizo que Publio regresara a la realidad que le rodeaba: Orongis, Hispania y la lucha contra Giscón y Magón.

–¿ Has decidido ya qué debemos hacer? – Era la voz de su hermano menor, Lucio, que había llegado junto a él pasando entre los lictores que no habían dudado en hacerse a un lado para dejar paso al hermano de su general en jefe.

Publio le miró hacia arriba, desde su improvisado asiento.

–Algo he pensado, sí, hermano. Creo que debemos replegarnos.

Lucio le miró intrigado. Giscón estaba apenas a unas jornadas de marcha tras los poderosos muros de Gades. Publio decidió completar su comentario con una detallada explicación para que su hermano comprendiera el porqué de su decisión.

–Giscón ha repartido su ejército por las ciudades de toda la Bética. Los cartagineses están atrincherados en diferentes fortalezas. No tenemos tropas para asediarlos a todos, incluso con los refuerzos que has traído, y ellos no quieren combatir en campo abierto, no después de la derrota de Hanón de este año. Están agazapados, esperando mejor oportunidad. Así que concentraremos nuestros esfuerzos en tomar una sola de esas ciudades, como mensaje para el resto de las poblaciones que aún les apoyan. Será ésta, Orongis, la que asediaremos, mejor dicho, la que asediarás tú, hermano, con dos legiones. Yo me retiraré al norte con las otras dos legiones. Si detectas movimientos de tropas cartaginesas, retírate al norte sin dudarlo. Yo debo buscar nuevas alianzas con los iberos y afianzar nuestro dominio en el este y en la región del Ebro. Si dejamos a Lelio con pocas tropas mucho tiempo los iberos pueden rebelarse. Por tu parte, ocúpate de Orongis. Es una de las fortalezas más accesibles de todas las que han usado los cartagineses para refugiarse y desde Orongis tendremos el control de algunas de las minas de plata de la región. Eso agradará al Senado. Eso es lo que haremos. Tengo que hacer algo para compensar que Asdrúbal Barca se nos haya escapado.

Lucio estaba asintiendo cuando un mensajero a caballo llegó levantando el polvo del camino. Por sus ropas sucias y su faz sudorosa parecía que aquel jinete llevaba días sin parar de cabalgar. Venía escoltado por otros jinetes que se habían detenido a cien pasos de distancia. Parecía traer noticias de vital importancia. Publio se situó delante de su hermano, de Silano y del resto de los oficiales. El jinete desmontó y se puso frente al general en jefe de las tropas romanas en Hispania. Parecía nervioso, feliz, orgulloso, una mezcla confusa de sentimientos. Publio le estudió con atención mientras el soldado alargaba la mano con unas tablillas con el sello del Senado. Un correo oficial.

25 El encarcelamiento de Nevio

Roma, diciembre del 207 a.C.

–¡Imbéciles! ¡Hoy me detenéis a mí y mañana seréis más carnaza para esta guerra! – Nevio luchaba por zafarse de los fuertes brazos de los dos triunviros que lo arrastraban hacia la puerta. Estaban en casa de Casca, el patricio que financiaba las obras de Plauto, quien se lanzó contra los legionarios para socorrer a su amigo, pero el propio Casca, ayudado por dos de sus esclavos, se interpuso entre el comediógrafo y los legionarios. Nevio seguía gritando. A Plauto, aunque la irrupción de los triunviros le había sobresaltado, no le sorprendía que Nevio fuera finalmente prendido. Desde que Roma apareciera cubierta de pintadas con los ingeniosos versos de Nevio contra los Mételos, éstos no habían cesado en solicitar la detención del escritor. En un principio, todo pareció que iba a quedar en anécdota, pues a las pintadas de Nevio, parecía que los Mételos sólo responderían con más pintura: dabunt malum Metelli Naevio poetae, que dependiendo de cómo se interpretara malum, como manzana, símbolo de regalo, o como mal, daba lugar a lecturas muy distintas: «los Mételos darán un regalo al poeta Nevio» o, lo que sin duda querían decir, «los Mételos darán su merecido al poeta Nevio». Hasta el propio aludido concedió a sus colegas escritores que los Mételos habían estado elegantes en la respuesta, pero Plauto no compartía la ligereza con la que Nevio y el resto de los amigos interpretaba aquellas palabras. La irrupción de los triunviros en casa de Casca, cogiendo con violencia a Nevio y llevándoselo preso con dirección, muy probablemente, a las horribles cárceles de Roma, era una contestación mucho más acorde con lo que Plauto había estado temiendo en las últimas semanas.

–¿Sabías tú algo de esto? – preguntó Plauto a Casca con una mirada furiosa, asido aún por los esclavos del patricio.

–No, te lo juro por los dioses.

Nevio desapareció por la puerta. Plauto se deshizo entonces del abrazo de los esclavos de Casca y salió al umbral. Nevio había cedido y caminaba rodeado de media docena de triunviros. Se volvió y al ver a su amigo en el dintel de la puerta le lanzó una petición.

–¡Llévame al menos algo para escribir! ¡Y comida!

Giraron la calle para perderse por el camino sagrado que transcurría junto al templo de Júpiter Státor. Plauto comprendió que tendría que terminar pronto una nueva obra para con el dinero de la misma obtener los recursos necesarios para sobornar a los guardias de la cárcel y poder visitar a su amigo. Se sintió impotente, iracundo, traicionado. Los dioses volvían a cebarse en cualquier hombre que se dijera amigo suyo.

26 El mensaje más cruel