Siracusa, finales de otoño del 205 a.C.

Todo estaba preparado. Publio había ordenado que los barcos de transporte y militares fueran desplazándose en pequeños grupos hacia el puerto occidental de Lilibeo. Las legiones se desplazarían por el interior de la isla a pie. Les iría bien practicar aún más las marchas forzadas. En África el tiempo en trasladar las tropas de un lugar a otro, ya fuera para atacar o para buscar refugio, podría llegar a ser un factor clave. Las legiones V y VI se mostraban razonablemente satisfechas. Incluso los legionarios más rebeldes de la VI, que habían sido nuevamente expulsados de Italia, en esta ocasión de Locri, se mostraban más dóciles después de que sus impertinentes oficiales Sergio Marco y Publio Macieno habían sido despedazados ante sus ojos por orden del pretor Pleminio, quien a su vez había sido depuesto por una embajada del Senado. A aquellos hombres, un nuevo destierro o una campaña en África les parecía algo bueno en comparación con la muerte segura que habrían obtenido de Pleminio si las tropas de Roma al mando del pretor Pomponio no hubieran irrumpido en Locri para imponer orden.

El cónsul estaba contento y daba por bueno todo el episodio de Locri.

–Error político, sí-había confesado a Lelio mientras ultimaban los preparativos de la travesía a África-, error político, pero un acierto militar: el puerto de Locri está en manos de Roma, reducimos así las líneas de aprovisionamiento de Aníbal, y yo me he deshecho de los dos oficiales más desleales de las «legiones malditas» sin tener que enfrentarme con el despecho de sus legionarios.

Publio ordenó que las pequeñas flotillas fueran a Lilibeo bordeando Sicilia por la costa norte, buscando alejarse de las flotas militares púnicas de África. Algunos de sus oficiales percibían todo aquel trasiego como un esfuerzo innecesario y un nuevo retraso de la invasión de África, pero Publio desconfiaba de todos. Sabía que si Máximo había conseguido infiltrar espías hasta entre los esclavos más próximos a él, a través de la esclava de Lelio, ¿qué no habrían intentado los cartagineses? Aquella maniobra de desplazar la flota a Lilibeo parecía retrasar la invasión. Eso es precisamente lo que dirían los espías, y, sin embargo, nada más concentrar toda la flota en Lilibeo saldría con los más de cuatrocientos buques, las dos legiones y su ejército de voluntarios, todos directos a África, mientras en Cartago aún se hablaría de que el cónsul romano en Sicilia no hace más que llevar sus tropas y barcos de un lugar a otro sin atreverse a cruzar el mar. Conseguir ese factor sorpresa era algo clave para sus propósitos. En un territorio infestado de enemigos y sin tan siquiera un puerto amigo o una ciudad en la que refugiarse, la sorpresa debía ser su aliada en conseguir la conquista de algún enclave portuario importante y fortificado. Sí, cuanto más lo pensaba, más claro lo veía. Además, todo hacía presagiar más informes funestos para la invasión. Había salido de su gran domus en el centro de Siracusa camino del Portus Magnus. Una nueva embajada había llegado a la ciudad. Una vez más, Sífax enviaba un mensajero para entrevistarse con él. En la última ocasión se zafó de las miradas curiosas al verse con el enviado del rey de Numidia en las entrañas del teatro de Siracusa mientras todos estaban ocupados en la representación de la última obra de Plauto. Ahora había citado a aquel nuevo mensajero en los almacenes de los muelles del Portus Magnus. El cónsul estaba seguro de que entre el tumulto que a diario se desarrollaba en aquel inmenso puerto, y más en aquellos momentos en los que cada día partían varias decenas de barcos hacia Lilibeo, los movimientos del númida pasarían más inadvertidos. E incluso Publio decidió salir de incógnito, sin lucir una toga púrpura que lo delatara o el paludamentum militar que le correspondía. En su lugar salió vestido con coraza, pero sin casco; armado con una espada, pero sin ningún tipo de aditamento, acompañado por tan sólo dos lictores armados con gladios a los que había requerido abandonar sus símbolos tradicionales. De esa forma, el cónsul, caminando a paso rápido, parecía un centurión más de la V y la VI arropado por dos de sus oficiales.

El encuentro con el mensajero númida tuvo lugar en un almacén de sal, pescado y ánforas de aceite. El olor a pescado ahuyentaba de por sí a muchos curiosos. A las puertas del almacén había una decena de legionarios custodiando la puerta y al mensajero oculto tras ella. Al ver llegar al que tomaron en principio por centurión le dieron el alto, pero al reconocer el oficial al mando de la vigilancia del almacén al cónsul de Roma en Sicilia, enmudeció y se hizo a un lado llevándose la mano al pecho. Publio pasó ante los legionarios en posición de firmes como una exhalación y tras él entraron los dos lictores.

Allí, entre centenares de ánforas, sacos de sal y cestos con pescado en salazón, un hombre negro, alto y musculoso aguardaba. No iba armado porque se había visto obligado a entregar su lanza, su espada y dos dagas a los legionarios que vigilaban la entrada al almacén. Vestía una túnica larga de color arena y por los hombros le colgaban pieles de algún animal que el cónsul no acertó a reconocer. Podría ser un león, pensó, o alguna otra bestia salvaje de África. Publio estudió a aquel hombre con detenimiento antes de decir nada. Había algo evidente: no estaba nervioso. La seguridad en tus posibles enemigos es mal síntoma. Publio se acercó un par de pasos más hasta quedar a tan sólo dos metros del númida. Por complexión parecía el mismo mensajero con el que se entrevistó en los pasadizos del gran teatro de Hierón unos meses atrás, mientras la representación de Plauto tenía lugar y sus legionarios se entretenían a carcajadas. Pero no estaba seguro. En aquella ocasión, la tenue luz de las antorchas y la faz oscura del interlocutor no le permitieron discernir los rasgos del mensajero con nitidez.

–Te escucho -dijo Publio en latín con voz segura pero suave, clara, pero no en alto. Aquélla debía ser una conversación muy privada.

–Me envía Sífax -respondió el aludido en griego. La inflexión de las consonantes, la voz profunda… era el mismo mensajero que la vez anterior. Ahora ya no había duda.

–¿Cómo te llamas? – preguntó Publio; si aquel hombre gozaba de la confianza del rey Sífax como para enviarlo en repetidas ocasiones de embajador debía de ser alguien de importancia y era importante registrar su nombre.

El númida se tomó unos segundos antes de responder. Aquella pregunta le había pillado por sorpresa.

–Mi nombre no es importante, lo importante es lo que vengo a deciros y en nombre de quién vengo.

–Sin duda, pero es la segunda ocasión que el rey Sífax te envía, lo que te hace a mis ojos como un fiel servidor de tu rey. Me gusta conocer los nombres de aquellos que sirven bien a mis amigos.

Publio enfatizó con su voz la última palabra.

–Amigo es mi rey, sí, y por ello me envía para transmitir un aviso: los romanos no deben desembarcar en África. Si lo hacen, mi rey os atacará.

Publio se separó un par de pasos hacia atrás y le dio la espalda. Necesitaba pensar. Sífax había cambiado por completo. De ofrecer un pacto de no agresión a atacar en caso de desembarco había mucho camino recorrido. ¿Qué le había hecho cambiar de opinión de forma tan rotunda? Publio se volvió de nuevo hacia su interlocutor y se aproximó hasta quedar a sólo un metro. El númida no se movió un ápice de su posición.

–Tengo la palabra de tu rey de no atacarme. Me lo dijo a la cara, ¿por qué he de creerte a ti? Es un cambio demasiado grande para no oírlo de su propia persona.

–Si el cónsul hubiera venido a África la última vez que hablamos, Sífax, mi rey, se lo habría dicho a la cara también, pero el cónsul no vino. Eso no ayudó.

–No puedo moverme con libertad y eso lo sabes tú y lo sabe tu rey.

–Es posible, pero ése es el mensaje que tengo.

–¿Y por qué tu rey ha cambiado de opinión?

–Eso tiene respuesta y se me ha dado permiso para informarte: mi rey ha tomado por esposa a Sofonisba, hija del general cartaginés Asdrúbal Giscón, con el que ha firmado un tratado de ayuda mutua. Si los romanos desembarcan en África, mi rey acudirá en ayuda de los cartagineses con un ejército de cincuenta mil hombres y diez mil jinetes y os arrasará. Y lo que he visto en vuestro puerto no me impresiona y no impresionará tampoco a mi rey. El cónsul de Roma no debe ir a África. Mi rey se toma la licencia de avisaros porque os estima, pero su pacto con Cartago es definitivo.

Publio sonrió en su interior en parte. Su plan de trasladar las tropas a Lilibeo daba frutos. Más de la mitad del ejército y de los barcos de transporte y trirremes militares ya no se encontraban en el Portus Magnus de Siracusa. Lo que había visto el númida sólo era la mitad de sus fuerzas, más de lo que vio la primera vez, por lo que consideraría que era el reagrupamiento de los romanos antes de partir, pero mucho menos de lo que en realidad disponía Publio para la invasión. Pero cincuenta mil hombres era una fuerza ya superior a sus legiones, a la que se sumarían soldados de Cartago y, lo peor de todo, diez mil jinetes, diez mil jinetes o más. ¿Mentía Sífax a través de aquel mensajero? ¿Fanfarroneaba de sus fuerzas? Lamentablemente, todas las informaciones de las que disponían los romanos apuntaban en la dirección de que el rey Sífax podía reunir un ejército de esas dimensiones en pocos días; un ejército, además, acostumbrado a trasladarse con velocidad de un punto a otro de la inmensa Numidia y que en poco tiempo podría llegar hasta allí donde los romanos desembarcaran. Publio se encaró con el mensajero.

–Aún no me has dicho tu nombre.

–Búcar.

–Búcar, ¿tu rey ha cambiado de aliados por una mujer?

–Mi rey hace lo que le parece mejor. Yo sólo transmito sus mensajes. Y mi rey, ya que lo preguntas, ha firmado un tratado con Giscón, no con una mujer.

–No te engañes, Búcar; pareces un hombre inteligente. Giscón y yo nos entrevistamos con tu rey y el rey Sífax pactó conmigo. Y ahora, cuando Roma es más fuerte, cuando los cartagineses están retrocediendo en Italia y cuando ya han perdido Hispania, ¿tu rey pacta con Giscón? No, lo único nuevo que hay ahora es una mujer, esa Sofonisba. Búcar, ¿sirves a un rey que obedece a una mujer?

Por primera vez el mensajero tensionó los músculos de su rostro. Publio estaba satisfecho. Había puesto el dedo en la llaga. Eso era exactamente lo que aquel mensajero pensaba pero no se atrevía a reconocer. Debía seguir presionándole.

–Búcar, puedes quedarte aquí y servirme a mí. Tu información me será útil y yo soy un hombre generoso. En Hispania fui muy generoso con los iberos que me ayudaron. Los cartagineses son malos pagadores y unirse a ellos suele traer muerte y destrucción.

Búcar callaba. Miró al suelo. Se pasó una mano por la incipiente barba negra, rizada y recia, que emergía por toda su barbilla. Luego negó con la cabeza.

–Es una oferta interesante, pero he visto ambos ejércitos. Romano, serás cónsul, pero tu país no te ha dado suficientes tropas. Si desembarcas en África morirás. No quiero estar a tu lado cuando mi rey te encuentre y te torture hasta morir. No es una buena oferta la tuya. Los cartagineses ya gobernaban en el Mediterráneo mientras vosotros os las componíais para sobrevivir contra los etruscos o los latinos o los galos. En mi país hemos visto ir y venir a los cartagineses, a veces victoriosos y a veces derrotados, pero siempre están ahí. Las pocas veces que habéis desembarcado en África siempre ha sido un desastre.

–Mi segundo en el mando, Cayo Lelio, desembarcó con éxito y regresó con un buen botín.

–Lelio escapó antes de que los cartagineses y mi rey reaccionasen. Tú quieres ir para conquistar y África no es Hispania. África está gobernada por Cartago y Numidia por mi rey. Ambas unidas os destruirán. Puede que mi rey esté ahora algo cegado por yacer con la joven púnica hija de Giscón, pero eso no cambia las cosas. Puede que no me guste, pero no cambia las cosas: os triplicamos en número y luchamos por nuestra tierra. No volveréis con vida ni uno de vosotros. Moriréis todos y los que no hayáis muerto y caigáis presos, desearéis haber muerto.

Entonces llegó un largo y tenso silencio.

El mensajero se había sincerado. Publio le miraba y el númida mantuvo la mirada con decisión. Publio se dio cuenta de que aquel hombre podría ser comprado pero por alguien que realmente, a sus ojos, pudiera doblegar a su rey. Era desconsolador observar cómo su análisis militar, muy preciso, mostraba a las claras que la misión de África era una total locura. Publio pensó en amenazar con violencia, en gritar, pero luego tuvo la sensación de que aquella guerra se manejaba con demasiadas variables y que lo que hoy parecía blanco al día siguiente podía ser negro, negro como la faz de aquel mensajero. A Publio le quedaba la baza de Masinisa. Era una apuesta arriesgada, pero la única que le quedaba al cónsul de Roma.

–Dile a tu rey -empezó al fin-, dile sólo que se lo piense mucho antes de atacarme. Dile que acudiré a África con mis legiones y que si me ataca… dile sólo que se lo piense mucho.

El númida lanzó una pequeña risa que resultó ofensiva para el cónsul, pero Publio no respondió, ni añadió más. Se sentía impotente, pero no quería sumar palabras de agravio que hicieran crecer la animadversión de Sífax hacia él, una animadversión suculentamente alimentada, parecía ser, por las lujuriosas caricias de una joven mujer. Pero aquella risa merecía alguna respuesta.

–También podría ordenar que te mataran. Así no tendrías ya la posibilidad de informar a tu rey. Y quizás así le llegase a Sífax más claro mi mensaje.

Búcar cerró la boca y apretó los labios. Instintivamente se llevó la mano derecha hacia su cintura, pero allí no había espada alguna, pues ésta había sido requisada por los legionarios antes de dejarle a solas con el cónsul. El númida miró a su alrederor. Todo estaba cerrado. Las ventanas eran pequeños orificios en lo alto de las paredes por las que entraba luz, pero demasiado pequeñas para un hombre. Tras el cónsul estaban los lictores vigilando la puerta en el interior del almacén y fuera había más legionarios. Huir era imposible.

–Eso no haría sino reafirmar el pacto de mi rey con Cartago y harían ciertas todas las cosas que Giscón cuenta del cónsul: que sois un traidor, que no tenéis palabra, que tras luchar contra Cartago lucharéis contra Numidia, que no sois de fiar… -Búcar hablaba rápido. Ahora sí estaba nervioso.

–Es cierto todo lo que dices, pero tu risa me ha ofendido y a un cónsul ofendido se le ofusca la razón y si me dejo llevar por mis sentimientos y no por mi razón, haría que te cortaran la cabeza, la ensartaran en una lanza y que la enviaran mis hombres de regreso a tu barco. Por los dioses que no sé por qué no hacerlo, pues cuanto más pienso en ello más satisfacción siento.

–Sífax ha pactado con los cartagineses, pero si no le dais motivos de ofensa que añadir a las palabras de Giscón, mi rey es un hombre que se forja sus propias opiniones en función de los actos de los demás. Matadme y Sífax ya no dudará en atacaros.

Publio no movió un músculo de su cara, pero en su interior se encendió una pequeña llama de esperanza. Sífax aún tenía dudas, incluso después de haber pactado con Giscón y aun después de haber tomado por esposa a la hija de aquél. ¿Habría pactado sólo para acostarse con aquella joven y luego haría lo que le viniera en gana? Era una posibilidad. Era la única posibilidad a la que poder aferrarse. Estaba, por otro lado, el hecho de que las informaciones del mensajero no serían precisas, al haber visto menos de la mitad de sus fuerzas y eso, como había pensado antes, haría que tanto Giscón como Sífax se sintieran más confiados.

–Márchate y nunca más vuelvas ante mis ojos -dijo Publio dándole la espalda y haciendo una señal a los lictores.

El númida, con grandes gotas de sudor resbalando por sus sienes, salió del almacén custodiado por varios legionarios de confianza del cónsul.

El númida embarcó en media hora y su barco fue escoltado por una trirreme hasta mar adentro. Allí lo perdieron en la distancia del horizonte. El cónsul permaneció en el muelle como si estuviera supervisando el embarco de nuevas tropas y víveres hacia su destino en Lilibeo pero, en realidad, mantenía sus pensamientos fijos en asegurarse de que aquel mensajero no regresaba. Sífax con sesenta mil hombres. ¿Cuántos reuniría Giscón? ¿Veinte mil, venticinco mil? ¿Más, menos? Él apenas conseguiría juntar treinta mil reuniéndolos a todos, a los voluntarios y las «legiones malditas». Y habría elefantes. Habría elefantes. Puede que, después de todo, los cartagineses no necesitaran para nada reclamar a Aníbal. Sífax y Giscón podrían dar buena cuenta de sus legiones sin apenas esfuerzo. Publio Cornelio Escipión se acercó hasta el borde mismo del muelle. Cerró los ojos e inspiró con profundidad. El olor a la sal del mar lo embriagó. Tenía un plan y debía seguir adelante con él. Era un buen plan. Pese a todo. Aunque si Sífax era persuadido para atacar junto con los cartagineses… entonces todo resultaría imposible. La clave era conseguir una victoria rápida en algún punto de África que impresionara a Sífax lo suficiente como para pensarse dos veces acudir en ayuda de Cartago. Necesitaba una ciudad en África. Una ciudad donde hacerse fuerte, desde la que atacar y donde poder refugiarse, una ciudad con puerto para reabastecerse de suministros. Una ciudad como Cartago Nova en Hispania, desde la que iniciar la conquista de toda África. Una ciudad. Sífax dudaría y eso le daría tiempo, el tiempo justo para empezar a doblegar a los cartagineses.

Publio abrió los ojos, dio media vuelta y en voz baja, mientras retomaba el camino de regreso a su domus, masculló dos palabras entre dientes.

–Una ciudad.

66 El manantial de Aretusa

Siracusa, invierno del 205 a.C.

Emilia se dejaba conducir por su marido. Éste la llevó por las estrechas calles de la Isla Ortygia, pasando junto a la imponente figura de las catorce gigantescas columnas laterales del templo de Atenea, hasta descender a la bahía del Portas Magnus, justo donde se encontraba el manantial de Aretusa. Emilia sabía que no era necesario pasar junto al templo de Atenea para alcanzar aquel manantial, pero a Publio le gustaba pasear por Siracusa, especialmente con ella, según decía siempre, y admirar los impresionantes edificios de aquella ciudad. Más de una vez, Publio se había entretenido en explicarle cómo para abrazar una de aquellas inmensas columnas jónicas se necesitaban al menos dos personas. Incluso hubo un día que, ante la mirada de sorpresa de los lictores y de los viandantes de la ciudad, el cónsul se empeñó en demostrárselo físicamente, haciendo que ella abrazara una de las seis columnas jónicas frontales por un extremo mientras él hacía lo propio por el otro lado. Acciones como aquélla eran las que habían dado pie a las críticas de los enemigos de su marido: se pasea por la ciudad como un viajero de visita en vez de ocuparse de la invasión de África, del adiestramiento de las tropas. Emilia sabía que su marido era capaz de atender a sus responsabilidades políticas y militares y, al mismo tiempo, apreciar la belleza de una ciudad griega, de una ciudad cuya cultura respetaba y admiraba, pero aquello era una actitud y un comportamiento demasiado complejos para ser bien interpretados por unos senadores manipulados por las informaciones de Catón y los discursos de Fabio. Y, sin embargo, su marido había sido capaz de revertir, una vez más, el curso de los acontecimientos y persuadir a la embajada del Senado de que todo estaba convenientemente dispuesto para invadir África. El pecho de Emilia estaba henchido de amor y respeto a partes iguales hacia su marido, alguien tan poderoso, tan ocupado y que, contrariamente a lo que pudiera esperarse, siempre la hacía partícipe de todo. Hubo un momento, poco después de su boda, cuando tuvo que luchar con él por que la dejara acompañarle a Hispania, pero al fin él cedió con rapidez. Desde entonces siempre había estado junto a él, en Roma, en Hispania y ahora en Sicilia, pero el silencio con el que ahora paseaba su marido junto a ella, una vez que había conseguido resolver el tema de la embajada de Roma era algo que le preocupaba.

Llegaron junto al manantial. El agua fresca del río, que emergía fundiéndose con la del mar en un escenario rodeado del frescor de las plantas verdes y exuberantes que circundaban el manantial, lo empapaba todo. Era una humedad embriagadora y dulce que se mezclaba con la brisa de sal del mar, un festín para los sentidos. Pese a encontrarse ya en el principio del invierno la temperatura era templada, agradable.

–¿Sabes por qué lo llaman el manantial de Aretusa? – preguntó Publio sin mirarla, con sus ojos puestos en el agua de aquella gran fuente natural.

–No, me has contado muchas cosas de Siracusa, pero ésta no me la has explicado.

Publio la miró y sonrió.

–Aretusa era una ninfa, una ninfa de la diosa Artemisa -empezó a contar Publio, despacio, sus palabras fundiéndose con el ruido del agua al correr hacia el mar-. Alfeo, un río del Peloponeso, en Grecia, hijo de Océano y Tetis como la mayoría de los ríos griegos, se enamoró perdidamente de esa joven ninfa, pero esto enfadó a Artemisa de modo que transportó a su ninfa hasta aquí, hasta la Isla Ortygia y, no contenta con alejarla de Alfeo, decidió convertir a su ninfa en un manantial, el manantial de Aretusa. Desde entonces están separados por esa distancia enorme. ¿Entiendes?

Emilia asintió despacio, pero no estaba segura de entender. Publio prosiguió con su relato cuando Emilia pensaba que ya había concluido.

–Pero convertir a Aretusa en manantial fue el gran error de Artemisa, pues dicen que desde entonces el dios Alfeo empuja sus aguas hacia el mar y viaja cada día hasta llegar aquí y mezclar su agua con la del manantial de su amada y así, al unir sus aguas, se aman eternamente.

Publio pronunció estas palabras mirando a los ojos de su mujer. Emilia no pudo evitar sonrojarse y bajó la mirada. Después giró la cabeza hacia el manantial primero y luego hacia el mar.

–Cuando te pones tan cariñoso es que me vas a decir algo que no quiero oír -dijo ella.

–¿Es que no soy atento contigo normalmente? – preguntó Publio sorprendido por la respuesta.

–Claro que lo eres, pero no así de especial. Así eres cuando me vas a decir algo que sabes que no quiero hacer.

Publio suspiró. A veces se le olvidaba hasta qué punto lo conocía su mujer.

–Seguramente tendrás razón.

–La tengo, para mi desdicha, la tengo -se reafirmó ella sin mirarle, observando el mar en calma de la bahía del Portus Magnus.

Publio se dio cuenta. No iba a ser fácil.

–Bien… en cuanto a África… -empezó el cónsul.

–Quiero ir, igual que te acompañé a Hispania o aquí en Sicilia. Siempre he estado junto a ti, no veo por qué ahora ha de ser diferente.

Publio guardó silencio un momento. Luego tomó la palabra con una decisión casi gélida que mostraba una determinación desconocida para su bella esposa.

–No, Emilia, por Hércules, esta vez sí es diferente. Cuando quise que te quedaras en Roma por primera vez me hiciste ver, y mi madre se alió contigo, que el sitio de una esposa está junto a su marido y así es, así es… pero en Hispania y también aquí, en Sicilia, siempre hemos viajado a territorio fronterizo, sí, pero conquistado, con ciudades fieles a Roma en donde podía darte una seguridad razonable, a ti y a los niños, primero en Tarraco y luego aquí en Siracusa. Pero África es disitinto. En África no tenemos ciudades conquistadas, ni tan siquiera amigas.

–Está Siga, ¿no es ésa la ciudad en la que te entrevistaste con Sífax, el rey de Numidia? ¿No ha enviado Sífax embajadores hace unos días confirmando su alianza contigo? Allí podría estar segura.

Publio resopló. Tomó aire y decidió que no había margen para ocultar nada a su esposa. Si quería que entendiera la gravedad de la situación debía contarle la realidad tal cual era.

–La embajada númida no era para confirmar el pacto de Sífax, eso es lo que dije a todos, excepto a Lelio y Marcio, para que se extendiera ese rumor. Tampoco te lo dije a ti porque no quería que supieras del auténtico peligro de esta misión, no quería preocuparte tanto, pero no puedes acompañarme y si para eso he de hacerte ver lo terriblemente difícil de esta campaña, lo haré. Los embajadores númidas vinieron a comunicarme la defección de Sífax, y lo han hecho en dos ocasiones. Sífax no sólo se niega a apoyarme en la invasión sino que además se ha pasado al bando cartaginés y ha jurado a su mujer, Sofonisba, hija del general Giscón, que si tomo tierra en África, luchará junto a las tropas de Cartago para acabar conmigo. Ésa, ésa y no otra es la situación de la invasión de África: tengo tropas escasas, como en Hispania, pero a diferencia de Hispania, no tengo ni un puerto ni una ciudad amiga; quizá consiga ayuda ahora de Masinisa, el enemigo de Sífax, pero sus fuerzas son menores y tampoco es una alianza segura. No es que no quiera que me acompañes, es que no tengo un lugar seguro donde protegerte a ti y, además, ahora están los niños. Te preocupa la seguridad de ellos, en especial te preocupa la seguridad del pequeño Publio. Me hiciste jurar que acabaría con esta guerra y que evitaría que tuviera que enfrentarse a Aníbal, y así lo haré, pero ahora debes tú pensar en ellos y protegerles yendo a Roma. Podrías quedarte aquí, pero la situación de la guerra es tan volátil que prefiero que regreses a Roma y allí, junto con tu hermano y mi madre, estés con los niños, resguardada de los avatares de esta guerra. En África no tengo ni una bahía en la que atracar los barcos. Todo lo que obtenga tendrá que ser por la fuerza y no tengo ningún plan para tomar una ciudad en seis días como hice en Hispania. Todo será mucho más difícil, más costoso. Sólo cuento con la determinación de mis oficiales y de mis hombres y con la ayuda de los dioses si éstos quieren. En África debo derrotar a Sífax, a las tropas mercenarias que reclute Cartago, que serán muchas, a los generales púnicos que decidan convocar para detenerme, y si consigo superar todas esas pruebas, Emilia, que ya de por sí es muy difícil, los sufetes de Cartago llamarán a Aníbal. En esta campaña no tengo sitio para ti más que en mi corazón, Emilia. No hay otra posibilidad. Debes entenderlo y debes ayudarme protegiendo a los niños. Son nuestro futuro y son el futuro de Roma.

Emilia calló. Publio se quedó algo más sosegado. Al menos su mujer no replicaba. Era un progreso.

–Además -añadió Publio-, me gustaría que acompañaras a mi madre. He pedido a Lucio, mi hermano, que venga conmigo. Necesito de su ayuda, de la ayuda de todos en los que más puedo confiar, y tú puedes ayudarme cuidando de los niños y de mi madre.

Emilia permaneció aún en silencio.

–¿Volverás de África? – preguntó la joven romana al cabo de unos segundos donde el rumor del agua amortiguaba los pensamientos tristes de separación.

–No lo sé -respondió Publio, y con amarga sinceridad añadió-: no lo creo, la verdad es que no lo creo, pero debo intentarlo. Debo intentarlo.

–¿Y no hay otro camino, por Castor? ¿Otra forma de terminar esta guerra?

–Si lo hay no lo veo. Aníbal nunca abandonará Italia a no ser que le obligue su propio Senado y el Senado cartaginés no lo hará si no se ven en peligro inminente, y eso sólo lo puede crear una invasión como la que hemos preparado, incluso si ésta resulta infructuosa.

Emilia dudó antes de pronunciar las palabras que continuaron, pero al final lo hizo muy a su pesar. Estaba luchando por la supervivencia de su marido, de sus hijos, de su familia, de su vida.

–¿Y no sería mejor luchar en Italia, aunque eso sea lo que diga Fabio? ¿No podría tener razón?

Publio no se molestó. Entendía lo que empujaba a Emilia a ponerse incluso a favor, aunque tan sólo fuera por un momento, de las ideas de su mayor enemigo en Roma.

–Regresar a Italia -explicó Publio despacio- es dar agua y vida y tiempo a Aníbal. Es lo que llevamos haciendo durante catorce años sin conseguir derrotarlo. Y Aníbal no es el rey Pirro. Aníbal no cejará hasta que uno de los dos bandos sea derrotado. Aníbal puede seguir acechando a nuestros aliados en Italia durante años y Cartago, ya sea por el norte o por el sur, seguirá nutriéndole de refuerzos, quizá no todos los que Aníbal pide, pero seguirá proporcionándole más y más tropas. ¿Cuántos años más hemos de estar así? ¿Cinco, diez, veinte? Dijiste que no querías que tu hijo luchara contra Aníbal. Ésta es la única forma de evitarlo. Debes elegir entre la seguridad de tus hijos o la mía. No puedes tenerlo todo. No mientras Aníbal siga en Italia. Sé que parece injusto lo que digo, pero la vida, a veces, con frecuencia, es injusta. La diosa Fortuna nos ha sido propicia en innumerables ocasiones, pero esta vez debemos afrontar por separado nuestros destinos. Haré todo lo que esté en mi mano por regresar a Roma y volver a abrazarte. Te lo juro por todos los dioses y por nuestros hijos y por el amor que te tengo, pero ahora debes marchar con ellos a Roma y yo debo ir a África, con mis legiones y con mis oficiales y crear tal confusión en aquel territorio como para que Cartago reclame a su mejor general.

Cuando Emilia respondió, la resignación había germinado al fin en su voz.

–Si alguna vez eso ocurre, y espero que así sea, si alguna vez Cartago reclama a Aníbal, me alegraré porque sabré que has triunfado en la primera parte de tu plan, pero tendré entonces aún más miedo, porque Aníbal acabó con mi padre en Cannae y temo tanto que acabe contigo, lo temo tanto… -Y se echó a llorar. Publio la abrazó. Entre sus sollozos escuchó las últimas palabras que su esposa pronunció aquella tarde.

–Haré lo que dices, contra mi voluntad, pero haré lo que dices. Publio la apretó con fuerza.

–Por las noches, cuando estés en Roma, yo seré Alfeo, navegaré por el mar desde África y me uniré a ti a través del Tíber, en Roma. Piensa en ello por las noches, cuando todo sea temor y distancia piensa en ello, Emilia, y volveré a ti, volveré a ti desde el mismo corazón de África.

67 Un amargo cáliz

Lilibeo, invierno del 205 a.C.

Lelio mandó llamar a Netikerty. La joven esclava egipcia entró en el dormitorio. Por un momento pensó que su amo la reclamaba para yacer con ella, algo que no había hecho desde que fuera descubierta su traición, pero el tono helado con el que Lelio le habló le hizo entender que no era para eso para lo que la había hecho venir.

–El cónsul quiere que transmitas un mensaje a Roma a través de los mensajeros que te envía Fabio Máximo. ¿Sabrás hacerlo, esclava?

Era la primera vez que Lelio empleaba la palabra «esclava» para dirigirse a ella, la primera vez en los cuatro años que llevaban juntos. No le culpó.

–Sí, mi señor. Lo haré.

Lelio no la miraba, sino que fijaba sus ojos de forma casi obsesiva en el cáliz de plata que sostenía. Echó un trago largo. Luego volvió a hablar.

–Has de transmitir que Sífax ha reafirmado su alianza con Roma, con el cónsul, ¿entiendes bien el mensaje, esclava?

La segunda vez dolió más, pero Netikerty asentía al tiempo que respondía mirando al suelo.

–Sí, mi amo. Sífax ha reafirmado su pacto, su alianza con el cónsul. Sífax está con Roma.

–Bien. Pues márchate. Cuando hayas comunicado el mensaje házmelo saber. Hasta entonces no quiero saber nada de ti y procura que no te vea cuando entre o salga de mi dormitorio.

–Sí, mi amo.

Netikerty retrocedió agachada como estaba, sin levantar la mirada del suelo, hasta llegar a la entrada del dormitorio. Allí dio media vuelta y, deslizando sus pies cubiertos por finas sandalias de cuero, desapareció.

Cayo Lelio terminó el cáliz de vino de un lento, largo y amargo trago. Luego se levantó despacio y, de forma brusca, arrojó la copa contra una de las paredes con todas sus fuerzas. El estuco del muro se desprendió en un par de palmos de pared y la copa mellada cayó rodando por el suelo de la habitación con un sonido metálico y agudo que Netikerty pudo escuchar aun cuando ya se encontraba en el otro extremo del atrio. La joven egipcia miró hacia el lugar de donde había venido el ruido. Su corazón la empujaba a regresar, pero su mente se impuso. Sólo el tiempo podría darle otra oportunidad y aun así debería ser infinitamente paciente y esperar. Quizá todo estuviera ya perdido con aquel hombre que la rescatara de la tortura y la esclavitud en Roma.

LIBRO VI

EL DESEMBARCO 204 a.C.

Mundus caeli uastus constitit silentio et Neptunos saeuus undis asperis pausam dedit. Sol equis iter repressitungulis uolantibus; constituere amnes perennes, arbores uento uacant.

ENNIO

fragmento de los Anales que describe el paso de Escipión a África con las legiones V y VI

[El inmenso mundo celeste se quedó en silencio

y el feroz Neptuno calmó las encrespadas olas.

El Sol detuvo la carrera de sus caballos de veloces pies;

Se detuvieron los ríos de continua corriente y el viento

dejó de agitar los árboles.]

seseque eiperire mauolunt ibidem quam cum stupro rediré ad suos populares

NEVIO,

describiendo la resistencia suicida de las legiones de Régulo en África, el único y funesto referente de una campaña romana en África previa a la de Escipión

[Prefieren morir en su puesto

antes que regresar cubiertos de deshonra ante sus

conciudadanos.]

*Ambas traducciones de Manuel Segura Moreno.

68 Rumbo a África

Mar Mediterráneo, entre Sicilia y el norte de África, primavera del 204 a.C.

La navegación sería nocturna en gran parte del recorrido. Por eso Publio pensó en ello mucho tiempo. Desde Lilibeo hasta la costa norte de África necesitaría al menos dos días y dos noches y, con suerte, al amanecer del tercer día avistarían la costa dominada por Cartago y sus aliados. No debían errar en el rumbo, ni marchar hacia el sur, una región inhóspita y alejada de los objetivos de la guerra, ni muy al norte, a costas dominadas por los númidas. Debía conducir toda la flota cerca de Cartago, pero no a Cartago mismo. El promontorio de Apolo, a un par de días de marcha de Cartago, era el lugar escogido por el cónsul.

Lilibeo era un hervidero de tropas, de legionarios cargando bultos, suministros de todo tipo, sacos, ánforas, armas, caballos, ganado. Marco Pomponio, que después de la embajada había recibido la orden del Senado de permanecer como pretor de Siracusa tras la partida de Escipión hacia África, junto con el siempre escéptico Marco Porcio Catón, quaestor de las legiones, supervisaban todo el proceso. Y, por encima de ellos, Publio, enérgico, decidido, iba de un lugar a otro comprobando cada pequeño detalle, abriendo a veces sacos, pasando su mano por el filo de espadas recién traídas desde las herrerías, repasando el número de remos de un barco, las velas de otro, las linternas que había ordenado que cada buque llevara para la navegación nocturna. Le acompañaban Lucio, su hermano, y Cayo Lelio.

–Es una flota excelente -comentaba un admirado Lucio-. No me extraña que convencieras al viejo de Marco Pomponio. – Esto lo dijo en voz baja y mirando a un lado y a otro-. Es la mejor flota que he visto nunca.

Publio le respondió con segundad y orgullo mientras ordenaba que abrieran para él un ánfora de aceite.

–Cuatrocientos barcos de transporte y cuarenta navios de guerra entre trirremes, cuatrirremes y quinquerremes. Es una de las mayores flotas de transporte que ha montado Roma, quizá la mayor, pero tenemos pocos buques de guerra para protegerla. Por eso quiero que naveguemos de día y de noche, sin parar; de hecho, cuanto más naveguemos por la noche mejor. Ni los piratas ni los cartagineses gustan de navegar por la noche; será más seguro.

–Pero los barcos pueden perderse -le respondió Lucio.

–No se perderán -dijo el joven cónsul, ahora procónsul tras recibir la prórroga de su mandato por el Senado, mientras bebía un sorbo del aceite que le habían escanciado en un cáliz. Publio asintió. Estaba bueno. Un esclavo tapó el ánfora y los soldados continuaron con la carga del barco con centenares de ánforas como las que acababa de probar el general en jefe de aquel ejército.

Pasado el mediodía todo estaba preparado, así que Publio no dudó en subir a su nave capitana, una de las grandes quinquerremes de la flota y desde la misma hizo todos los sacrificios en honor a los dioses. Luego, con sus propias manos, vertió las entrañas del buey sacrificado por la borda del buque a las aguas del mar, buscando así congraciarse con las divinidades del mar y las aguas que tan favorables le habían sido en otras ocasiones, especialmentre en Cartago Nova. Los legionarios de las legiones V y VI escucharon absortos las imprecaciones que el procónsul dirigía a los dioses a los que les requería el favor en la guerra y a los que les pedía que les permitieran asestar a los cartagineses el mismo daño y sufrimiento en su tierra con el que Aníbal llevaba años torturando a Roma y sus aliados en Italia. Los soldados estaban sobrecogidos. Iban, por fin, a África. La esperada, la anhelada, la ansiada África.

El mar se llenó de una capa sin fin de buques repartidos en dos grandes grupos: en un ala de la formación naval iban los transportes y los navios de guerra comandados por el propio procónsul y su hermano y, en el ala opuesta, navegaba el resto de los buques bajo el mando de Cayo Lelio y el quaestor Marco Porcio Catón. Pronto Lilibeo se fue desdibujando en el horizonte y todos los barcos quedaron rodeados sólo de las interminables aguas del mar.

Publio miró al cielo.

–Está despejado -dijo desde la proa de la nave capitana.

–Sí -respondió su hermano-; al menos este día y esta noche no debería haber problemas.

Y así fue. El primer día de navegación transcurrió sin mayores incidencias. Al caer la noche, el cónsul ordenó que encendieran las tres grandes linternas que estaban ubicadas junto al corvas de la nave. Publio había ordenado que cada buque de transporte llevara una de esas linternas y que cada barco de guerra llevara dos. Finalmente, la nave capitana, para poder ser identificada por todos en todo momento, encendería tres de esas luces. Eran todas linternas portátiles, pero de gran tamaño, ideales para la navegación en el mar por encerrar la llama de luz entre finas paredes de cuerno unas, Interna cornea, y de vejiga de cordero otras, laterna de uesica.

Paradójicamente, las mejores, aquellas de piel más fina, eran las que provenían de Cartago mismo, donde se fabricaban las mejores linternas, por eso las llamaban «linternas púnicas». Pero Publio pensaba que, al igual que habían copiado las espadas de doble filo ibéricas para armar a muchos de sus hombres, por qué no usar las mejores linternas para guiar a sus barcos en la noche.

Tras la navegación en las sombras nocturnas bajo una luna menguante llegó el amanecer y, para sosiego de Publio y Lucio, vieron cómo a su alrededor estaban todas las naves, surcando el mar despacio pero seguras, como si acabaran de zarpar. Pero todo estaba siendo demasiado sencillo. El segundo día, con la caída de la tarde se levantó una espesa niebla que los envolvió a todos bajo un manto gris y húmedo que apenas dejaba ver a más de treinta o cuarenta pasos. El cónsul ordenó encender entonces las linternas antes de que anocheciera. Las luces cumplieron con su cometido de forma espectacular y, pese a la densa niebla, eran visibles a unos cien pasos.

–Que naveguen todos más próximos los unos de los otros -ordenó el cónsul-. Y que cada barco controle que los que están a su lado no pierdan el ritmo.

Y así hiceron. Mientras los remeros bogaban sin detenerse en toda la noche, siendo sustituidos unos por otros y cuando éstos ya no podían por agotamiento, por los propios soldados, sendos grupos de legionarios observaban a ambos lados de cada barco asegurándose de que las naves del costado mantenían la formación. De esa forma, pese a la niebla y la noche, al amanecer del tercer día, la flota de las legiones V y VI de Roma emergió indemne e intacta para, cuando la niebla se disipó por la fuerza de un fuerte viento que se había levantado proveniente del este, avistar juntos la línea gris en el horizonte del amanecer: África.

Se divisaba una punta de tierra que daba lugar a dos fachadas de roca, una hacia el norte y otra hacia el sur. Era el promontorio de Apolo. Los pilotos no habían errado el rumbo.

–Hacia el sur -dijo Publio.

Las linternas se apagaron, la niebla se alejaba, el territorio enemigo estaba cerca y la línea de costa crecía ante los atónitos ojos de los legionarios de Roma. Sólo algunos habían estado ya en aquel territorio hostil, con el ataque exploratorio de Lelio, pero incluso éstos se veían absorbidos por un mundo especial de sensaciones, pues ahora no iban allí para hacer una rápida incursión y luego partir a toda prisa con el botín incautado. Ahora iban todos en aquellos barcos para quedarse y conquistar aquella tierra, la patria del mayor y más temible de sus enemigos. Iban a desembarcar en África, iban a atacar la tierra que vio nacer a Aníbal.

Quinto Terebelio y Sexto Digicio compartían el viaje en una de las veloces trirremes.

–Eneas estuvo aquí -dijo Terebelio. Era de las pocas cosas de historia de Roma que sabía.

–Y hasta él tuvo que huir -respondió Digicio.

–Sí -concluyó Terebelio.

Eran tribunos valientes hasta el límite, algo que ambos habían demostrado hasta la extenuación en el campo de batalla y aun así… aun así… sus corazones latían con un temor extraño, premonitorio.

A una señal, los remeros detuvieron sus remos. Todos menos los de la nave capitana, que siguió bogando hasta alcanzar una playa al sur del promontorio de Apolo. De pronto, Publio y Lucio sintieron un enorme crujir de maderas. El pesado vientre de la quinquerreme, henchido de armas, ganado y provisiones, había chocado contra la dura tierra de África. Descolgaron una pequeña embarcación y a ella descendieron el cónsul, su hermano y los doce lictores que tomaron el papel de remeros improvisados para conducir aquel bote hasta la misma arena. Publio Cornelio Escipión fue el primero en descender y poner pie a tierra. Sus pesadas sandalias militares se hundieron en el agua que ascendió por sus piernas hasta la altura del muslo. El paludamentum púrpura se extendió flotando a su espalda mientras el procónsul se abría camino hacia la costa. Tras él saltó su hermano y a continuación los doce lictores que empujaron la barca hasta encallarla en la arena.

Publio caminó hasta salir del agua y dejar atrás el mar, las olas y su espuma. Sus sandalias se hundían ahora en la arena húmeda de la costa de África dejando a su paso las huellas de las pisadas de un procónsul de Roma.

69 Los maessyli

Norte de Numidia, primavera del 204 a.C.

El joven Masinisa, rey en el exilio de los maessyli del nordeste de Numidia, cabalgó todo un día y una noche sin apenas detenerse. Llegó a las playas del norte acompañado por su pequeño grupo de incondicionales. Eran apenas cien jinetes surcando la arena de África con sus caballos negros y blancos en las horas tibias del amanecer. Los animales estaban agotados, de modo que Masinisa ordenó aflojar la marcha. Al paso, los jinetes ascendieron por unas elevadas dunas que se interponían entre ellos y la parte sur del promontorio de Apolo. Al llegar a lo alto, Masinisa dio por bueno el esfuerzo de haber cabalgado sin descanso. A sus pies, a lo largo de varias millas de costa, decenas, centenares de embarcaciones permanecían ancladas a pocos pasos de la playa y la arena misma era apenas visible, pues toda ella estaba cubierta de soldados, centenares, miles de legionarios descargando las naves, y distribuyendo todo cuanto sacaban de los barcos en diferentes lugares de la costa. A doscientos pasos del mar, los romanos habían levantado una imponente empalizada con materiales que habían traído consigo y con centenares de palmeras que habían abatido para completar la fortificación. También habían ubicado varios puestos de guardia más hacia el interior, a modo de avanzadilla, uno de los cuales se encontraba muy próximo al lugar en el que Masinisa y sus guerreros se encontraban. El joven rey comprendió que no debía hacer nada, sino esperar.

Y así fue. A los pocos minutos, la empalizada se abrió en su parte central donde al parecer los legionarios habían construido una amplia puerta por la que emergieron más de trescientos jinetes de la caballería romana. Éstos cabalgaron al trote hasta situarse a escasos cincuenta pasos de Masinisa y sus hombres y allí se detuvieron. Era una distancia prudente: en el límite del alcance de las lanzas y con el campo justo para lanzar una carga al galope. Los romanos permanecían quietos, en espera. Masinisa ordenó a los suyos que se quedaran detrás y él azuzó su montura. El caballo condujo al rey númida exiliado, a trote ligero, hasta quedar frente al oficial al mando de aquellas turmae romanas.

–Soy Masinina -dijo el monarca en un latín algo hosco pero comprensible-. Rey de los maessyli, y he venido aquí para reunirme con Publio Cornelio Escipión, general de Roma.

Los caballos romanos piafaron y arañaron con sus cascos la arena de África. El oficial al mando, con su pesado casco cubriéndole la cara, se adelantó con su montura hasta quedar a unos pasos de Masinisa.

–¿No me reconoces, joven rey?

Masinisa le miró con más detenimiento, sonrió y respondió. – Como verás, Cayo Lelio, tribuno de las legiones de Roma, Masinisa ha venido, fiel a su palabra. Lelio le contestó satisfecho.

–Eso te honra. Ahora acompáñame. Tus hombres pueden acampar aquí. Nadie les molestará y les traeremos agua y provisiones. Parece que habéis cabalgado mucho tiempo sin descanso.

–Como sabes, ardo en deseos de combatir a las órdenes del general.

Lelio le miró y asintió. Pronto tendría aquel joven rey oportunidad de hartarse de luchar contra númidas, cartagineses y todo tipo de mercenarios al servicio del imperio púnico. A Lelio, ya veterano y no sólo de aquella guerra sino de otras anteriores, le empezaba a sorprender esa ansia de los jóvenes por entrar en combate; claro que aquél era un rey depuesto por los aliados de Sífax en el nordeste de Numidia y la rabia por recuperar un trono robado era siempre una inagotable fuente de fortaleza y tenacidad. Lelio cabalgaba al lado de Masinisa sin mirarle. Sabía que el joven rey estaba admirado del poder de Roma, pero que al mismo tiempo cuantificaba hombres y bestias y máquinas de guerra en un esfuerzo por confirmar si aquel ejército sería suficiente para doblegar a Cartago y a Sífax.

Publio se encontraba en la tienda del praetorium levantada en el centro de la bahía donde sus hombres estaban desembarcando todas las provisiones, animales y armas que habían traído de Sicilia. Con él estaban Lucio Marcio y Silano. El resto de los oficiales, Quinto Terebelio, Sexto Digicio, Cayo Valerio y Mario Juvencio estaban en diferentes puntos de la playa controlando que el desembarco se hiciera en orden al tiempo que levantaban las fortificaciones necesarias para evitar que un ataque por sorpresa supusiera un peligro para los barcos que aún quedaban por descargar. Catón se mantenía alejado del praetorium aquellos días, algo que todos agradecían, absorbido por sus tareas de quaestor, controlando que no se perdieran suministros ni armas en todo el proceso de desembarco.

Un lictor entró en la tienda y se dirigó al cónsul.

–El tribuno Cayo Lelio regresa, procónsul.

–¿Viene con él Masinisa?

–Así es, mi general.

–De acuerdo… eso son grandes noticias… -pero el lictor completó su mensaje con cierto tono de amargura.

–Sí, mi general, pero Masinisa apenas ha traído consigo cien jinetes.

–¿Cien jinetes? – preguntó incrédulo Marcio.

El soldado asintió y se quedó mirando al suelo. El procónsul le ordenó salir y el legionario dio media vuelta y dejó a Publio a solas con Marcio y Silano.

–Cien jinetes no nos serán de mucha ayuda -añadió Silano.

El procónsul asentía mientras empezaba a hablar.

–Masinisa se ha alzado en armas varias veces contra Sífax y Sífax le ha derrotado en varias ocasiones; incluso le han dado por muerto más de una vez, pero la última ocasión consiguió armar un ejército de cuatro mil jinetes. Masinisa viene con pocos hombres ahora. Escuchémosle antes de juzgarle.

Los dos tribunos confirmaron con la cabeza que estaban de acuerdo con el procónsul. Al poco tiempo entraron en el praetorium Cayo Lelio y el propio rey Masinisa. Este último fue el primero en hablar.

–Me alegra volver a verte, Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma. Con tus legiones y mi pueblo conseguiremos al fin derrotar, juntos, a nuestros enemigos comunes.

Publio le respondió con cierta frialdad. Él, igual que sus tribunos, había esperado… necesitaba más jinetes. La caballería romana era buena pero escasa, pese a sus estratagemas en Siracusa para reforzarla, y los cartagineses tendrían miles de jinetes númidas proporcionados por Sífax. ¿Qué caballería iba él a contraponer contra esas fuerzas? Había confiado primero en que Sífax no le atacaría, algo que parecía que ya no podría evitar, y luego había puesto esperanzas en Masinisa y éste llegaba sin apenas jinetes. El joven rey exiliado empezó a explicarse y Publio dejó de elucubrar para escucharle con atención.

–Sabes que me he enfrentado varias veces contra Sífax para recuperar la parte de Numidia que legítimamente me pertence, pero Sífax, ayudado por los cartagineses, me ha derrotado en dos ocasiones. He perdido muchos hombres, buenos soldados, buenos y leales amigos y patriotas, y, es cierto, me he quedado con sólo un puñado de jinetes. Los maessyli están sometidos por las tropas de Sífax que dominan ahora toda Numidia, pero nadie en mi pueblo le quiere como rey, le ven como lo que es, un usurpador y un tirano. Es cruel y egoísta y maltrata a mi pueblo. Dos veces he conseguido que los maessyli se levantaran en armas contra él guiados por mí y dos veces les he fallado, pero sé que cuento aún con el respaldo y el aprecio de mi gente. Saben que he perdido porque siempre me he tenido que enfrentar a ejércitos mucho más numerosos y mejor armados, pero saben de mi honor y de mi valentía. Sé que si ahora los maessyli ven que tengo el apoyo de Roma, sé que cuando se oiga en los campos y ciudades del norte de Numidia que Masinisa tiene el apoyo de Publio Cornelio Escipión, que ha desembarcado en África, sé que entonces volveré a conseguir más jinetes, un auténtico ejército de caballería para servirte. Sé que ante tus ojos y ante los ojos de tus oficiales no veis ahora más que un pobre exiliado sin apenas poder ni fuerza, pero sabéis de mi honor. Dije que en cuanto desembarcaras en África vendría para ponerme bajo tus órdenes y aquí estoy, aquí me tienes. Un día perdonaste la vida de uno de mis familiares en Hispania. A partir de entonces decidí juzgarte por tus acciones conmigo y no por lo que los cartagineses contaban de ti, y sé que hice bien. Sólo te pido que hagas lo mismo conmigo. Júzgame por lo que veas y no por lo te digan o te cuenten de mí los cartagineses o los hombres de Sífax. Yo he cumplido mi palabra. Sólo te pregunto una cosa, noble procónsul de Roma, ¿ha cumplido Sífax las promesas que te hizo?

Para entonces Publio ya había informado a sus oficiales de que Sífax no estaba dispuesto a apoyarles en su campaña de África y que incluso existía la posibilidad de que les atacara. Aquellas noticias cayeron en su momento como un terrible jarro de agua fría sobre todos los tribunos y centuriones, aunque las digirieron y las aceptaron, pero tener dicha información les hizo apreciar a Marcio y a Silano el auténtico alcance de las palabras del joven rey exiliado por Sífax. Publio puso voz a los pensamientos de sus oficiales.

–Tienes razón en todo lo que dices, joven rey de los maessyli. Tus actos hablan de tu honor y tu nobleza. Has cumplido conmigo y yo siempre cumpliré contigo mientras tus acciones refrenden tus votos de lealtad a Roma. Es sólo que la lucha que se cierne sobre todos nosotros va a ser una tarea de cíclopes y las escasas fuerzas de caballería que nos has traído están muy por debajo de las expectativas que tú mismo nos diste a entender en Hispania.

–Lo sé, pero no es por mi voluntad. Déjame luchar bajo tu mando, dame esa oportunidad y en cuanto consigamos una mínima victoria, por pequeña que ésta sea, decenas, centenares de maessyli se unirán a mí para luchar bajo tus órdenes. Te lo juro por mis dioses.

El procónsul miró a sus oficiales. Éstos asintieron, y Publio respondió al joven rey.

–Al menos, tú, Masinisa, rey de los maessyli, no cambiarás tu lealtad por los besos de una mujer, ¿no?

Esta alusión a Sofonisba pilló por sorpresa al rey númida en el exilio, que bajó un momento la mirada, algo que no pasó desapercibido al cónsul, y, rápido, volvió a alzar su rostro para encararlo con la seria faz del general romano.

–Mi lealtad estará siempre contigo.

Publio le miró de arriba abajo, ponderando el valor de aquella respuesta y el tono de emoción con el que había sido pronunciada. ¿Era lealtad a prueba de todo la que le ofrecía aquel númida? Había algo que le hacía dudar a Publio, pero necesitaba refuerzos, aliados, por pequeños que éstos pudieran ser y despreciar en ese momento a Masinisa no haría sino crearle un enemigo más en África, así que Publio suspiró y respondió ocultando bajo el manto de sus palabras sus dudas y sus preguntas. Sólo los dioses sabrían si estaba haciendo lo correcto.

–Sea, rey Masinisa -concedió al fin el cónsul-. Entras al servicio de Roma. A partir de ahora me servirás como fuerza de caballería de apoyo en las acciones de la campaña que las legiones V y VI de Roma inician para la conquista de África y, como dices, que sean tus actos en la guerra los que me hagan ver que la de hoy ha sido una buena decisión. Y si te muestras valioso en la campaña que emprendemos, yo personalmente te apoyaré para que recuperes la parte de Numidia que te corresponde. Y pongo a Júpiter y Marte y el resto de los dioses por testigo de este pacto.

Luego Publio se acercó a Masinisa y le dio un abrazo que sorprendió al joven monarca exiliado, pero que aceptó con gratitud. Se separaron del abrazo cuando uno de los lictores entró en la tienda.

–Mi general, han atrapado a varios pescadores de las ciudades próximas, quizá de Utica. ¿Qué hacemos con ellos?

Publio miró a su alrdedor. Ni Lelio ni Silano ni Marcio dijeron nada y Masinisa guardó un respetuoso silencio. No quería empezar su servicio al procónsul inmiscuyéndose en asuntos que no le competían. A partir de ahora, al menos durante un tiempo, debía acostumbrarse a recibir órdenes y cumplirlas.

El cónsul fijó sus ojos entonces en el lictor.

–¿Qué han visto esos hombres?

El soldado comprendió que la vida de aquellos hombres dependía de su respuesta, pero aquel hecho no podía menoscabar el cumplimiento de su deber, que no era otro sino el de informar al cónsul con precisión.

–Lo han visto todo, mi general. Los detuvieron al emerger por el promontorio de Apolo. Debían de navegar de regreso hacia su ciudad y se toparon con nuestra flota. Han pasado entre las trirremes, las barcazas de transporte, han visto nuestro ejército, las armas de asedio, las catapultas, el ganado, las provisiones. Lo han visto todo.

–Por Castor y Pólux, entiendo… -dijo el procónsul, y se detuvo pensativo.

Todos aguardaban la sentencia del general, cuando Publio Cornelio Escipión soltó una sonora carcajada.

–Perfecto -continuó el cónsul de Roma-. Soltadlos, dejadlos libres y que cuenten todo lo que han visto. Que siembren el miedo en su ciudad y que de su ciudad se propague a toda África. Que sean nuestros mensajeros del terror que se avecina sobre toda esta tierra hasta que Cartago caiga o se rinda sin condiciones. Soltadlos, que vean hasta qué punto no nos importa que sepan que venimos.

El lictor saludó al cónsul y salió raudo del praetorium. Lelio intervino.

–Creía que la sorpresa era importante -dijo-. Ahora todos nos esperarán.

–Sí -dijo Publio-, todos nos esperarán… en Cartago… pero nosotros, nosotros, Lelio, Silano, Marcio, rey Masinisa, nosotros no marcharemos sobre Cartago.

–¿No? – preguntó Lelio.

–No, querido Lelio. No. Nosotros marcharemos sobre Utica. Mañana. Al amanecer.

70 El asedio de Útica