78 Una batalla nocturna

Norte de África, primavera del 203 a.C.

Castra Cornelia

En el campamento romano tocaron a retreta. El sol había caído por el horizonte, pero aún se adivinaba un leve resplandor por occidente, tierra adentro, justo detrás de donde se levantaban los inconmensurables campos de tiendas númidas y púnicas. Entre los romanos se había distribuido una cena robusta, sin vino, pero con abundante líquido y rica en carne, frutos secos y pan. El cónsul los quería fuertes y sobrios. Los bucinatores y tubicines insistían en repetir el toque de retreta, pero en las tiendas de los legionarios nadie se retiraba a dormir, era de las pocas veces en las que hacer caso omiso de lo que indicaban las tubas era la forma de obedecer las órdenes; en su lugar, en vez de retirarse a descansar, todos se equipaban con espadas, lanzas, flechas, arcos, dagas… nada de provisiones. No era una marcha larga. Sólo debían llevar todo lo necesario para incendiar y matar. Fuego y muerte. Y si fracasaban, nunca tendrían ni tiempo ni ocasión de comer los víveres que hubieran cargado. El enemigo habría acabado con ellos mucho antes. Sólo armas. Y agua, eso sí, que transportarían los aguadores en grandes odres de piel de oveja y carnero, aunque siendo como debía ser un enfrentamiento nocturno, el calor del sol tampoco haría especialmente preciso el servicio de los aguadores, pero tampoco sabía el general cuánto iba a durar aquella batalla. Había, no obstante, dos productos que los legionarios cargaron como algo extraordinario: gran cantidad de antorchas apagadas de momento y una pequeña linterna púnica por manípulo, de las mismas que usaran para iluminar los barcos durante la navegación nocturna desde Sicilia a África. Cada linterna estaba encendida, llevando el preciado fuego con el que luego deberían encender antorchas y dardos incendiarios, pero para evitar que las linternas fueran detectadas por el enemigo, éstas iban tapadas en sus cuatro costados por paños húmedos de lino, dejando descubierta tan sólo la parte superior para que el calor no incendiara la tela. Cada centurión estaba encargado de la custodia de una de esas pequeñas linternas, que avanzaría con cada manípulo junto al signifer portador del estandarte de la unidad. La linterna debía estar situada en el centro del manípulo, de modo que el pequeño resplandor que aún pudiera emitir por la parte superior descubierta quedara oculto entre la cerrada formación de legionarios armados hasta los dientes.

Las puertas del campamento romano se abrieron y no chirriaron porque hasta eso había vigilado el procónsul ordenando que se engrasara triplemente cada gozne, cada bisagra. De la fortificación romana empezaron a emerger decenas de manípulos que desfilaban como una procesión de lémures, como espíritus de los infiernos que surcaran la noche, como sombras, fantasmas, miles de ellos, en un silencio profundo, pues las sandalias se hundían en la arena de las dunas que separaban la fortificación romana de los bastiones númida y cartaginés que se alzaban, frente a ellos, orgullosos, repletos de jolgorio, con innumerables luces de hogueras, ruido y alboroto de todo tipo y condición. Los legionarios romanos comprendieron hasta qué punto, tal y como les había vaticinado el procónsul, aquellos enemigos no podían concebir la idea de que pudieran ser atacados por un enemigo que, tres veces menor en número, debía de estar asustado, encogido, tembloroso detrás de sus fortificaciones. A cada paso, el orgullo de cada legionario de las legiones V y VI crecía. El pecho les palpitaba con fuerza. Eran «legiones malditas», sí, pero malditas para quién, ¿para ellos mismos o para sus enemigos?

Campamento general del rey Sífax

Al rey Sífax le gustaba estar rodeado de cierto ambiente relajado a su alrededor y, de modo particular, cuando estaba de campaña. Las obligadas largas, para él eternas, salidas militares para mantener su poder sobre sus vastos dominios eran, para pesar suyo, necesarias, pero si por él fuera viviría recluido en Cirta, rodeado de una amplia cornucopia de placeres gastronómicos y sexuales, pero últimamente el acompañamiento de la siempre tórrida y lasciva Sofonisba, su actual esposa, le compensaba un poco de todas aquellas inoportunas penurias. Pero así debía ser, pues si había pasado el último invierno desplazado hasta las costas de África era, más que nada, por ella, por dejar de oír sus permanentes ruegos por su padre, el general Giscón: «Debes ayudarle, mi rey, mi señor, haré todo lo que tú quieras, pero debes ayudar a mi pueblo, a Cartago y yo te serviré como ninguna esclava lo haya hecho antes.» Y lo hacía. Sofonisba rogaba tan bien y cumplía con tanta entrega a cada gesto, a cada movimiento de estrategia militar que hiciera él en apoyo de los cartagineses, que Sífax se dejaba conducir por su lascivia bien satisfecha que, en aquel momento, era lo mismo que decir que se dejaba guiar por los anhelos de su joven y felina esposa. Acababa de anochecer y Sofonisba dormía plácidamente a su lado. No era para menos. Para su deleite personal había hecho el amor con ella durante un par de horas, con un largo intermedio para que el rey se repusiera. Estuvieron en ello toda la tarde. Y Sofonisba cumplió y cumplió, como siempre, a plena satisfacción de Sífax. Después de aquella entrega, de aquella exhibición, era ya difícil negarse a atacar al general romano, pero había conseguido de sus emisarios un mensaje del procónsul romano anunciando que aceptaba retirarse. Sabía que ese pacto no iba a ser del agrado perfecto de su joven esposa, pero tampoco la defraudaría del todo: retirados los romanos de África, con la sola presencia de su ejército haría que Giscón incrementara su popularidad en Cartago y eso era algo que, no lo dudaba, Sofonisba apreciaría. Sífax contemplaba el cuerpo sudoroso y exhausto de su joven esposa, de su esclava de alta cuna, y se preguntaba qué más cosas podría conseguir de aquel muy corruptible aunque infinitamente hermoso cuerpo. Sin duda, aunque no la mantuviera satisfecha por sus acciones militares a favor de su padre Giscón, podría obligarla a satisfacerle, pero era algo que él ya había hecho con otras, con decenas de esclavas. Era la forma de ofrecerse de Sofonisba, el modo en que ella rendía a su rey lo que, con toda seguridad, era una personalidad férrea, era esa sumisión voluntaria la que enardecía la pasión más lujuriosa de Sífax.

En el exterior de la tienda real se escuchaban risas y algarabía general. El rey, seguro ya de la retirada romana, había permitido que se distribuyera comida abundante y algo de vino. Estaba tan feliz que se sentía extraordinariamente generoso y deseaba compartir esa felicidad con sus hombres. Además eso era una inversión en su futuro como monarca más poderoso entre Mauritania y Cartago. De hecho, ya concebía la idea de conquistar a sus inoportunos vecinos de occidente, incluso rumiaba la idea de obligar a los cartagineses a que le cedieran en el oriente de sus dominios, como pago a su apoyo en aquella guerra, algunas de las ciudades próximas adonde se encontraban, como Saleca, que tan incapaces se habían mostrado para defender. ¿Y cómo podrían negarse, con Aníbal en Italia y el peligro de que los romanos pudieran regresar, si él, el gran Sífax, hiciera público que dejaba de apoyar a Cartago? ¿Por qué contentarse sólo con Numidia cuando se podía ampliar tanto las fronteras de su reino anexionándose nuevos territorios? De pronto dejaron de escucharse las risas y un silencio abrupto interrumpió el fluido de voces y carcajadas que se venían escuchando en las últimas horas. Un silencio siniestro al que siguieron nuevas voces, pero éstas nerviosas. Voces que se tornaban en gritos de pánico. Gritos que se transformaban en aullidos de dolor y aullidos, al fin, que terminaban siendo alaridos de espanto. Sofonisba abrió los ojos.

–¿Qué ocurre? – preguntó la joven, con sus ojos rápidos, mirando de un lado a otro.

–No lo sé -respondió Sífax, inmóvil, reclinado junto a ella, sin atreverse a levantarse.

Sofonisba, decidida, se alzó, cubrió su hermoso cuerpo desnudo con un manto de lana blanca y se asomó al exterior de la tienda. Lo que vio la sobrecogió pero, rápida, se volvió hacia el rey.

–Hay que escapar. Todo el campamento está en llamas.

Los romanos habían arrojado centenares de dardos incendiarios, antorchas encendidas y lanzas humeantes desde todos los ángulos. Una vez incendiado el campamento por todas partes, vieron cómo los númidas salían de sus tiendas medio desnudos y cómo a los que les había pillado el ataque despiertos, comiendo o bebiendo, no entendían bien qué pasaba. Todos parecían creer que se trataba de un incendio fortuito, aunque no entendían cómo prendía todo por cada rincón del campamento, hasta que algunos empezaron a señalar al cielo negro de la noche desde el que no dejaba de caer una lluvia constante de fuego. Para cuando empezaron a concebir la idea de un ataque, millares de maessyli al mando de Masinisa y millares de legionarios de la VI emergían de entre las sombras más oscuras que rodeaban el campamento, blandiendo espadas veloces y dagas afiladas con las que se entregaron a la mayor masacre que nunca hubieran presenciado. Los númidas de Sífax caían a centenares, heridos, muertos, sobrecogidos por el terror, gateando entre los cadáveres de sus compañeros abatidos, buscando escudos, armas con las que protegerse o luchar, pero cuando las encontraban ya era tarde porque una lanza les atravesaba el corazón. Miles murieron con flechas o pila en su espalda, miles envueltos en llamas, agitándose como pavesas incandescentes crepitando entre terribles gemidos de dolor y tortura indescriptibles.

Campamento cartaginés del general Giscón

Giscón vio interrumpida su cena por el agitado movimiento de sus soldados. Dos oficiales entraron en su tienda y, con tiento, para no importunar a su general, le transmitieron lo que ocurría.

–Parece que hay un incendio en el campamento del rey Sífax, mi general. ¿Debemos ayudarles?

Giscón dejó el plato de carne de caza bien condimentado con abundantes salsas, y, mientras se chupaba los dedos, dio su respuesta en forma de otra pregunta.

–¿Cómo… cómo… de grande… es… esta carne está buenísima… ese incendio, cómo de grande es?

–Bastante grande, mi general, y parece extenderse.

Giscón pensó en su hija, pero su preocupación se disipó con rapidez. Ya se ocuparía Sífax de su seguridad.

–Mejor, que se encarguen ellos mismos de poner orden en su campamento -concluyó Giscón. Uno de los oficiales iba a salir, pero el otro dudaba hasta que decidió atreverse a insistir en el asunto.

–Con el debido respeto, creo que el general debería ver el tamaño del incendio… -Y no terminó su frase porque Giscón enarcó la ceja derecha y le miró con furia por atreverse a contravenir su deseo ya manifestado con claridad, pero antes de que el general Asdrúbal Giscón pudiera descargar su ira sobre aquel oficial, los mismos gritos que los cartagineses habían estado escuchando, provenientes del campamento de Sífax, parecían extenderse ahora por su propio campamento. Un tercer oficial entró en la tienda, sudoroso, sucio, desaliñado. Giscón le miró con la boca abierta.

–Las empalizadas… mi general… todas están ardiendo… y llueven flechas del cielo. Nos atacan… mi ge… -Y no terminó la frase, cayó de bruces con un golpe seco, dejando al descubierto su espalda con dos flechas enemigas clavadas a la altura del corazón. Por entre las rendijas de las heridas manaba sangre roja que brillaba a la luz de las linternas de la tienda del general. Giscón se levantó, raudo al fin, tomó su casco y salió al exterior. Olvidó por completo a su hija y se concentró en asegurar su propia supervivencia. Todo era fuego y gemidos de dolor y hombres corriendo de un lugar a otro sin dirección ni destino. Era como encontrarse en el infierno.

79 La última carta de Publio

Roma, abril del 203 a.C.

Querida Emilia:

Sé que me has escrito pero creo que no han llegado todas tus cartas, algo demasiado frecuente en estos días, pero por uno de los correos oficiales que me han llegado a través de Lucio desde el Senado, sé que estás bien y que tenemos otra hija. Las dos cosas me hacen muy feliz. Dile al pequeño Publio y a Cornelia que los quiero mucho y que no me olviden. Diles que su padre piensa en ellos todas las noches.

La campaña de África, como supuse, no tiene nada que ver con la de Hispania. Vamos de un sitio a otro y nos vemos obligados a levantar campamentos en lugares casi impracticables, como cuando tuve que retirarme de Utica para protegernos del ataque del rey Sífax y las tropas de Giscón. Pero ahora ya todo eso pasó. No debes preocuparte por mí. Les hemos derrotado en varias ocasiones y hemos puesto en fuga sus ejércitos. Nuestra suerte cambió cuando incendiamos sus campamentos por la noche. Lelio y el rey de los maessyli, Masinisa, prendieron el campamento de Sífax, y yo mismo al mando de la V incendiamos el campamento de Giscón. Sé que no te gustan las descripciones bélicas, por ello no me alargo más en el asunto, pero baste con decir que derrotamos a sus ejércitos. Giscón, el general cartaginés, se ha tenido que recluir en Cartago y Sífax ha sido hecho prisionero por Lelio. Lelio, como tú misma vaticinaste, se ha mostrado más leal que nunca. De hecho todos los tribunos y centuriones están mostrando una gran lealtad, incluso en los momentos de mayor dificultad. Eso me da fuerzas para seguir: ver el rostro de todos esos oficiales atentos a mis órdenes y dispuestos para el combate en cualquier momento es la mejor de las energías. La moral está alta y sé que ahora podremos hacer frente incluso a Aníbal, cuando sea que el Senado de Cartago le reclame.

Te quiero cada día más y sueño con el día ya no tan lejano de mi regreso a Roma. Pronto estaré contigo y prometo no marcharme de tu lado en mucho tiempo. Regresaré, no lo dudes, y cada noche, cariño, recuerda lo que hablamos junto al manatial de Aretusa. En Siracusa pasamos días felices. Volverán.

Publio

Emilia caminaba orgullosa por el foro de Roma. Aún estaba asombrada del respeto que le mostraba todo el pueblo. Todos se hacían a un lado para dejarla pasar. Las victorias de su marido eran ya casi leyenda, aunque todos temían el desenlace final si Aníbal, por fin, era reclamado por Cartago para protegerles de los ataques de Publio. Pero Emilia sólo comprendió el auténtico alcance de la popularidad de su marido cuando una de las mismísimas vestales, al cruzarse con ella a la altura del templo de Saturno, se hizo a un lado para cederle toda la calle para ella. ¡Una vestal! ¡Una vestal a la que hasta los mismos magistrados, los propios cónsules de Roma, le ceden el paso, una vestal se había humillado ante la esposa de Escipión! Emilia, en un estado de euforia rayando la más pura vanidad, se encontró con su cuñado Lucio. El hermano de su esposo la saludó con aparente felicidad.

–Me complace verte ya tan recuperada después del parto -dijo él con afecto.

–Sí. Pomponia ha sido, como siempre, una gran ayuda; un gran apoyo.

–Es agradable escucharte siempre hablar tan bien de tu suegra. Por experiencia sé que nuestra madre puede ser algo… estricta.

–Pomponia es una gran matrona de Roma y la tomo como ejemplo, pero ¿sabes que recibí carta de Publio? Todo parece ir tan bien…

Lucio asintió sin añadir nada. Emilia detectó una sombra en su mirada.

–Porque todo va bien, ¿verdad, Lucio? – insistió Emilia.

–Yo también recibí carta y sí, todo va bien. – Pero entonces fingió tener prisa por llegar al Comitium-. Debo marchar a la Curia y velar por que Máximo no planee ninguna barbaridad.

Emilia le sonrió. Él se inclinó y partió en dirección al senaculum, donde se detuvo para saludar a varios senadores que se arremolinaban en torno a algún embajador extranjero que aguardaba turno para poder hablar ante el Senado. Emilia reemprendió la marcha, pero la alegría festiva que la había acompañado se había impregnado de incertidumbre.

Querido hermano:

Gracias por tus informes regulares sobre el Senado. De modo que Máximo se muestra indeciso sobre qué hacer con las legiones de África y no propone nada. Estará confuso y te aseguro que algo tengo que ver yo en su confusión, de lo que me enorgullezco enormemente, pero hay asuntos que es mejor no tratar por escrito.

La victoria sobre Sífax y Giscón en nuestro ataque nocturno fue total. Incendiamos sus dos campamentos y salieron huyendo unos pocos, pues a la mayoría los matamos allí mismo. Ha sido la mayor carnicería que he visto en mi vida, descontando Cannae. Espero no tener que ver nada igual en lo que dure esta guerra, pero quién sabe. A veces, hermano, me siento cansado y echo de menos nuestra infancia, ¿recuerdas? Cuando el bueno del tío Cneo nos adiestraba en el campo de Marte. A veces temo defraudarle, a él y a padre; pero de esto ni una palabra a Emilia. No quiero que se preocupe. Tengo escalofríos y no sé cómo dormir por la noche. El médico del campamento dice que son episodios de fiebre relacionados con la enfermedad que padecí en Hispania, pero parece que tomando mucha agua, manzanilla y otras infusiones me encuentro bien. No he dicho nada a los hombres, ni siquiera a Lelio. No quiero que piensen que tienen un general débil o enfermo. Pero me encuentro bastante bien.

Tras incendiar los campamentos enemigos, Sífax huyó, pero se alió con varios miles de celtíberos mercenarios que Cartago había hecho traer de Hispania y regresó para plantar batalla de nuevo. El rey de Numidia reclutó nuevas tropas y Giscón también. Nos enfrentamos en la región que llaman aquí las «grandes Llanuras», Campi Magni. El enemigo posicionó a los celtíberos en el centro y en las alas se situaron Sífax con su númidas y Giscón con sus nuevos soldados. Las tropas de Sífax y Giscón eran campesinos unos y jóvenes sin experiencia los otros. Sólo los mercenarios de

Hispania mantuvieron la línea. Es irónico: los pusieron en el centro porque tanto Sífax como Giscón temían que los iberos se retiraran y, sin embargo, fueron los que se mantuvieron más firmes. Si los hubieran situado en las alas, el resultado de la batalla podría haber sido diferente. Lelio machacó a los númidas y Masinisa hizo lo mismo con la falange de Giscón. Fue una gran victoria y lo celebramos por todo lo alto con los oficiales. Lucio, estos hombres, mis tribunos y centuriones, son los mejores del mundo: Lelio, Marcio, Silano, Mario, Terebelio, Digicio y Valerio. Siento que con ellos todo es posible y espero que lo sea, porque sé que aún han de venir empresas más complicadas. Queda Aníbal.

Después de la batalla de Campi Magni ordené a Lelio y Masinisa que salieran en perscución de Sífax que, una vez más, como una anguila, se escabulló en medio de la derrota. No quería darle más oportunidades de rehacerse y volverse una vez más contra nosotros. Sé que Aníbal terminará regresando y sería terrible que cuando eso ocurriera, Sífax nos hubiera podido atacar por la retaguardia. Mientras tanto, hemos saqueado toda la región, sembrando un terror que sé que sacude las piedras mismas del Senado de Cartago. Me consta que ya han reclamado el regreso de Aníbal y también harán lo mismo con las tropas de Magón en el norte de Italia. Y eso es lo que me inquieta: no sé si tendremos fuerzas suficientes con estas dos legiones para enfrentarnos a las nuevas levas de Giscón, más los ejércitos de Magón y Aníbal juntos. Y el problema no será el número, eso lo sé, sino que Cartago ya no pondrá a Giscón a la cabeza de ese nuevo ejército, ya le he derrotado en demasiadas ocasiones, sino que darán el mando a Aníbal. Incluso si Aníbal tiene enemigos entre los senadores púnicos, él será el que comande ese nuevo ejército. He de reconocer que el nombre de Aníbal me quita el sueño. Y mis exploradores dicen que han visto a patrullas cartaginesas capturando elefantes salvajes. Ya sabes lo que eso quiere decir. Si le dan elefantes a Aníbal y tropas cuantiosas… Como te comenté antes, de esto ni una palabra a Emilia. La moral de los hombres es alta y el miedo de los cartagineses, cada vez mayor. Se nos han rendido infinidad de poblaciones con lo que no tenemos problemas de sumisitros. Los dioses parecen estar con nosotros. Hasta la propia Túnez ha caído, pero luego sufrimos un tremendo ataque de la flota cartaginesa. Desde las murallas de Túnez vi a todos los barcos enemigos saliendo de Cartago. Navegaban rumbo a Útica. Tuve que salir con las legiones a marchas forzadas para llegar a tiempo de preparar una defensa adecuada. Nuestros barcos de guerra no estaban preparados para una batalla naval, porque los habíamos cargado de materiales de asedio, torres, catapultas, y hasta teníamos algunos arrimados a las murallas de la ciudad allí donde éstas se hundían en el mar. La flota cartaginesa estaba a punto de llegar para intentar desbloquear nuestro interminable asedio de Útica, así que dispuse a todos los barcos mercantes en cuatro hileras, atados unos a otros, como una gran muralla, protegiendo a nuestras trirremes y quinquerremes de guerra. Los cartagineses atacaron con furia y consiguieron, mediante enormes garfios, desgajar varias decenas de barcos de transporte de la formación que habíamos establecido. También perecieron bastantes legionarios y marineros pero conseguimos dos grandes victorias morales: el ataque de la flota cartaginesa no consiguió que levantáramos el asedio de Útica y tampoco consiguió destruir nuestra flota militar, tan necesaria para mantener mis líneas de aprovisionamiento con Sicilia. Fue un empate, pero en tierra soy yo quien lleva la iniciativa. Lelio y Masinisa cumplieron bien su misión y atraparon, por fin, a Sífax. En unos días me lo traerán cubierto de cadenas. Será un gran espectáculo para los hombres. Les animará aún más ver a uno de nuestros grandes enemigos arrodillado ante su general. Sólo hay algo que me preocupa de los númidas: Masinisa se ha casado con Sofonisba, la cartaginesa hija de Giscón, esposa de Sífax. Sé que no puedo permitir que esa mujer vuelva a poner en mi contra a otro rey númida, pero si Masinisa se ha casado con ella es porque el embrujo de esa cartaginesa le ha hechizado. Es como si ella fuera la reencarnación de la reina Dido.

He interrumpido la redacción porque ha llegado Lelio, que se ha adelantado a Masinisa. Ha confirmado mis peores intuiciones. Masinisa parece transformado por Sofonisba. Mañana llegará este nuevo Masinisa y me ocuparé de este asunto.

Pronto reunirán los cartagineses sus tres nuevos ejércitos: las nuevas levas de Giscón, con las experimentadas tropas de Magón y los veteranos de Aníbal. Yo, sin embargo, hermano, estoy intentando no perder el único aliado que tengo en la región. Si Masinisa nos abandona no tendré caballería y sin caballería no podré contrarrestar la caballería púnica y, peor aún, los elefantes que están entrenando para Aníbal. Te dije que la moral de mis hombres es alta y es cierto, pero porque creo que soy el único que realmente se da cuenta de que, pese a nuestras victorias, caminamos unidos hacia nuestra muerte. Si eso ocurre, querido hermano, te ruego que cuides de Emilia y los niños y de madre. Sé que lo harás. Sólo espero que mi muerte valga para debilitar a los cartagineses lo suficiente como para que Roma se imponga al final de todo. Te aseguro, por todos los dioses, que no me iré al Hades sin que mis legiones se lleven por delante al mayor número de cartagineses y númidas que consigan poner al mando de Aníbal, y te juro por Júpiter que no retrocederemos ante sus tropas. No habrá otro Cannae. Puede que nos masacren, pero no huiremos. Quizás ésta sea la última carta que escriba en mi vida. Quiero que sepas que has sido el mejor de los hermanos. El mejor.

Cuídate, Lucio. Tu hermano desde África,

Publio

Lucio Cornelio Escipión enrrolló despacio el largo papiro en el que, de modo excepcional, le había escrito aquella larga carta su hermano Publio en lugar de recurrir a las habituales tablillas. Sin duda, la extensión de la misma requería el papiro para hacerla transportable por el mensajero que había traído el preciado documento. Lucio apretó el papiro contra su pecho. Estaba solo en el tablinium de su domus en medio de una noche ruidosa de Roma, cuyos sonidos de mercaderes, carros, borrachos y triunviros patrullando, penetraban por todas las ventanas de la casa. Lucio Cornelio Escipión, con el papiro apretado en su pecho, se encogió, sentado en aquel solitario solium del despacho y lloró en silencio. Lloró como no lo había hecho desde que dejara de ser niño.

80 El embrujo de Sofonisba

Utica, mayo del 203 a.C.

Útica era fruta madura. Sus ciudadanos así lo presentían. Tras el fracaso de la flota cartaginesa en su vano intento por levantar el eterno bloqueo al que estaba sometida la ciudad por tierra y mar, los habitantes miraban con desesperación desde lo alto de sus agrietadas y torturadas murallas. Ante ellos, las legiones V y VI de Roma permanecían acampadas en una enorme extensión de terreno. Ni los ejércitos de Giscón y Sífax ni la flota de Cartago habían conseguido liberarles del permanente acoso romano. Y las legiones levantaban nuevas torrres de asedio y preparaban decenas de miles de nuevas armas arrojadizas que en pocas horas lloverían, una vez más, sobre su ciudad. Toda la región parecía haberse rendido al general romano que comandaba aquellas malditas tropas y así sus enemigos nadadan en la abundancia con todo tipo de provisiones y materiales para su abastecimiento y para la construcción de nuevas fortificaciones o nuevas máquinas de guerra, mientras que ellos, en el interior de sus desvencijadas murallas, sentían cómo la escasez de alimentos y agua empezaba, después de meses y meses de asedio sin fin, a causar estragos entre civiles y soldados por igual. Y decían que venían aún más tropas romanas que acababan de apresar al que debía haberlos salvado en primer lugar: el mismísimo rey Sífax había caído prisionero de esa pesadilla de general romano. Y Giscón refugiado en Cartago y Aníbal sin regresar. Estaban perdidos.

Campamento romano junto a Útica

Sífax entró en el campamento romano levantado frente a Útica por la porta principalis sinistra. Caminaba a duras penas, pues llevaba grilletes en los tobillos enlazados entre sí por una gruesa cadena de hierro oxidado. Otros grilletes le atenazaban las muñecas y uno más pendía de su cuello. Todos ellos unidos también por una larga ristra de eslabones férreos. Los grilletes de los pies habían descarnado la piel de los tobillos y el rey sangraba por sendas llagas cubiertas de arena y polvo. Sudaba con profusión, pues por orden de Lelio, recibía abundante agua, ya que el tribuno había querido asegurarse de que el rey númida apresado llegara con vida hasta el campamento del procónsul. Sífax avanzó con paso cansado, pero aún erguido, con orgullo regio, entre las tiendas de las tropas auxiliares primero, y luego de los hastati y principes, que no dudaron en aprovechar la ocasión para abuchearle y escupirle. A la altura de las tiendas de los triari y la caballería, los escupitajos y los gritos desaparecían. En su lugar, el rey caído en desgracia se veía rodeado de una fastuosa panoplia de miradas de hondo desprecio. Para aquellos hombres era un traidor que no había cumplido la palabra dada a su procónsul de no intervenir en la guerra. Estaba claro que para aquellos legionarios veteranos, las cadenas eran poco castigo. Sífax fue obligado a detenerse en el centro del campamento frente al praetorium. El rey sabía quién iba a salir a hablar con él, pero el general romano tardó en presentarse. El sol caía de plano y ya no le daban agua. Estaba agotado. Sífax comprendió que aquello formaba parte de la penitencia que le tocaba pagar. Esperó con paciencia. Escipión no salió en dos horas.

Al emerger del praetorium, Publio apareció con el aspecto saludable de quien ha comido hace poco y descansado. Se plantó delante de Sífax y pidió que trajeran agua. Un esclavo vino raudo con un jarro de agua fresca y se lo ofreció al general, pero el cónsul señaló al encadenado rey y el esclavo se giró hacia él con el jarro en la mano. Sífax no comprendía bien aquello.

–¿Primero me haces esperar dos horas y luego me ofreces agua?

Publio le miró y le replicó sin responder a su pregunta.

–Creo que no has hablado con corrección. Tienes una segunda y última oportunidad, rey Sífax.

El númida se irguió con aire de quien no entiende, pero era hombre rápido en entender indirectas y reformuló su pregunta.

–¿Primero me haces esperar dos horas y luego me ofreces agua, procónsul de Roma?

Publio asintió.

–Ahora sí. Te he hecho esperar porque ya no eres un asunto primordial en esta campaña. Tengo otras muchas cosas de las que ocuparme antes de tener una conversación contigo, una conversación ya innecesaria tal y como se han desarrollado los acontecimientos. Y te ofrezco agua porque no te odio.

Sífax sonrió. Tomó el agua y la bebió con ansia. Con la barba aún empapada, volvió a hablar.

–El agua te la acepto, como has visto, pero te equivocas en pensar que una conversación conmigo es del todo innecesaria. Tus problemas en África no han hecho más que empezar. Tú crees que lo sabes todo de esta tierra y es posible que sepas mucho, pero a la vez no sabes nada. Crees que de un tiempo a esta parte estás combatiendo contra Giscón o contra mí, pero eso no es cierto. Tu enemigo es otro y es aún más poderoso, más inclemente e inmisericorde de lo que tú o yo podamos ser nunca y para nada está derrotado. – Y se lanzó a reír con grandes carcajadas que le hicieron saltar las lágrimas.

Publio se quedó mirándole con creciente curiosidad. No había esperado para nada una respuesta de ese tipo. Pensó que Sífax imploraría por su persona, pero se mostraba orgulloso. Bien, cada uno era dueño de cómo afrontar sus desgracias, pero aquella premonición extraña sobre enemigos invisibles todopoderosos…

–Te refieres a Aníbal, supongo -dijo el cónsul con cautela.

Sífax negó con la cabeza.

–Entonces… ¿a quién te refieres?

–¿Ves cómo esta conversación no era tan innecesaria? – Sífax parecía feliz de tener algo con lo que confundir al hombre que le había derrotado, apresado y encadenado.

Publio pidió su sella curulis y dos esclavos la trajeron enseguida. El procónsul se sentó. Tras él, en pie, se agrupaban Lelio, Silano, Mario y Marcio. A izquierda y derecha se veía a gran parte de los principales centuriones de las legiones, entre ellos a Cayo Valerio, Quinto Terebelio y Sexto Digicio. Todos los hombres de confianza del procónsul estaban allí. Sólo faltaba Masinisa, que aún no había llegado al campamento. Se estaba tomando el regreso tras derrotar a Sífax con gran sosiego. Publio intuyó que Sífax se refería al nuevo rey de Numidia.

–Te refieres, entonces, a Masinisa.

Sífax sacudió la cabeza divertido porque aun en medio de su más humillante derrota podía ver cómo de equivocado estaba el general romano que le había apresado, lo que le hacía, en consecuencia, un ser vulnerable a las artimañas del auténtico enemigo. Sífax vio tan perdido a Escipión o, lo que es lo mismo, tan cercano a su próximo fin, que se aventuró a ponerle en aviso, pues incluso a sabiendas del auténtico peligro, éste ya era demasiado fuerte como para que el romano pudiera pararlo.

–Me refiero a Sofonisba, la mujer que hasta hace unos pocos días era mi esposa. ¿Quién crees que me ha seducido noche tras noche para que deshiciera mi pacto de no atacarte, romano? Tú crees que llevas meses, años, combatiendo contra los cartagineses, contra Giscón y Magón y los iberos en Hispania, y luego contra mí en Numidia, pero no es así: desde que Asdrúbal Barca saliera de la península ibérica, tu enemigo no ha sido otro que Sofonisba. Ella planea, ella seduce, ella decide. Lo hizo con su padre en Hispania y lo hizo conmigo aquí, en África. La pasión por su cuerpo, no, más aún, por poseer lo que yo creía que era la voluntad de su precioso joven cuerpo de hembra henchida de lascivia me ha reducido a esta condición. – Y aquí Sífax levantó las manos exhibiendo los grilletes y las cadenas con el orgullo de quien muestra una herida heroica-. Y no lo lamento y eso es lo gracioso de todo: cada beso de esa mujer, cada noche con ella, cada orgía, ha merecido la pena, incluso si eso me ha conducido a llevar cada una de estas cadenas y morir como sea que tengáis dispuesto. ¿Me miráis extrañado tú y tus hombres? ¿Estoy loco? Puede ser, pero lo que debería preocupar al procónsul de Roma es que si yo, aun derrotado y encadenado sigo hechizado por el embrujo de esa mujer, ¿cómo de embrujado estará ya quien se llama a sí mismo nuevo rey de Numidia, Masinisa de los maessyli, yaciendo en la cama con esa hechicera del placer y la guerra? Y sin Masinisa a vuestro lado, ¿cuánto tiempo resistirán tus legiones en África? Me has destruido, cónsul de Roma, pero yo sólo era una herramienta de tu auténtico enemigo, ¿o debería decir enemiga? Sofonisba ya tiene un nuevo general a sus órdenes y, por la manera en la que se miraron ante mí, había algo más que interés mutuo entre ellos. Masinisa desea, ama, venera a esa mujer desde los tiempos en que estuvieron juntos en Hispania, y esa mujer, procónsul de Roma, sólo planea tu lenta y definitiva destrucción. Haz conmigo lo que quieras, pero reconozco que me haría ilusión vivir unas semanas más para ver cómo lo que tú crees que es tu gran victoria se transforma en la tumba de tus legiones. Estas legiones siguen malditas, romano, malditas…

–¡Por Castor y Pólux! ¡Lleváoslo de aquí! – gritó Publio levantándose de su asiento-. ¡Lleváoslo! – Y no es que a Publio le impresionasen aquellas palabras, pero temía el efecto que podían tener sobre sus tropas.

Varios legionarios tomaron al rey Sífax por los brazos y lo arrastraron alejándolo del praetorium por la principia mientras el númida continuaba gritando y riendo como poseído por los lémures.

–¡Malditas, malditas hasta el fin de sus días! ¡Malditas…!

Una vez que se perdieron en la distancia las carcajadas y los bramidos del encadenado Sífax, Lelio se adelantó al resto de los oficiales.

–Ha enloquecido. Eso es todo. Hace unos días era rey de un poderoso país y ahora está encadenado y a nuestra merced. Ha perdido la razón.

Publio asintió, pero su silencio indicaba que no desdeñaba las palabras de Sífax.

–Es posible. Es posible, pero por todos los dioses, Lelio, ahora es mediodía y quiero que Masinisa se presente ante mí antes de que caiga el sol. – Y dio media vuelta y se retiró al praetorium y no salió en todo lo que quedaba de día.

Lelio partió a la porta decumana y solicitó un caballo. Escoltado por una turma de los mejores jinetes de la caballería romana, partió al galope en busca de Masinisa.

Masinisa llegó la campamento romano ya entrada la noche, cuando el segundo turno de guardia estaba sustituyendo a los primeros centinelas. El nuevo rey de Numidia, cabalgando junto a Lelio, una turma de jinetes romanos y un grupo de guerreros maessyli, se cruzaron de camino al centro del campamento con las patrullas que hacían la ronda para recoger las tesserae que cada legionario de los puestos de guardia debía entregar para mostrar así que estaban en su lugar asignado para la noche durante su turno de vigilancia nocturno. Los soldados estaban atentos a dichas patrullas, pues la ausencia en el puesto de guardia al paso de una de las patrullas de recogida de tesserae estaba penada con la muerte. Masinisa contemplaba con respeto aquel cambio de guardias nocturnas. Había aprendido las fórmulas en las que se sustentaba la férrea disciplina de aquellas tropas y admiraba la forma en la que funcionaba la tremenda y compleja maquinaria de las legiones romanas. Sin darse casi cuenta, llegaron frente al praetorium y Lelio invitó al rey númida a desmontar. Masinisa saltó de su caballo con agilidad y acompañado sólo por Lelio entró en la tienda del praetorium. En el interior Masinisa encontró a Publio Cornelio Escipión sentado en una silla de patas de marfil leyendo unos rollos en griego que su padre le regalara hacía mucho tiempo, en el norte de Italia, justo antes de entrar en combate por primera vez. Al sentir la presencia de Masinisa y Lelio, sin levantar la vista del rollo que sostenían sus manos, empezó a leer en voz alta.

–«El rey tiene respecto a sus subditos el privilegio de hacer beneficios. Como buen dueño está preocupado por su bien lo mismo que el pastor por sus ovejas. En este sentido es semejante a los padres y sólo la magnitud de los beneficios lo levanta sobre ellos. Lo mismo que un padre, es la causa de la existencia de los suyos, cuida de su alimento y educación.» -Masinisa fue a interrumpir pero el procónsul, imperturbable, levantó la mano derecha en alto y el númida se mantuvo en silencio, mientras el general romano continuaba leyendo-. «La tiranía no acepta comunidad alguna entre señor y subditos: no hay en ella ni derecho ni justicia. El subdito es para el tirano lo que la herramienta para el artesano… Hablando con propiedad, el tirano no ve a su alrededor seres humanos, sólo bueyes, caballos y, en todo caso, esclavos.»** Extractos procedentes de la Ética a Nicómaco. Libros I y VI. – Publio terminó de leer y miró directamente a los ojos a Masinisa-. Son palabras de Aristóteles, Masinisa, ¿sabes quién era Aristóteles?

–Un filósofo griego -respondió el númida algo incómodo. No entendía bien a qué venía todo eso y le ofendía que le tomaran por un completo inculto.

–Un filósofo griego, sí-admitió Publio-. Y también el preceptor de Alejandro Magno, el mayor general de todos los tiempos, el más grande rey. La cuestión es, ¿qué es lo que tú quieres ser, rey o tirano, Masinisa? ¿Rey de toda Numidia o tirano para todos tus subditos, para los maessyli y los masaessyli? Porque si tomas decisiones que afectan a todos tus subditos, como la de rebelarte contra mí, sin pensar en el posible perjuicio que les acarrearás a todos, eso es que quieres ser un tirano. ¿Tirano o rey? ¿Qué desea ser, Masinisa? Antes de responder piensa que a mí me vale un rey, no un tirano.

Masinisa permaneció en silencio.

Publio dejó a un lado, sobre la mesa, el rollo con el texto de Aristóteles.

–Dejemos de hablar de filosofía y de política, ya que el tema no parece interesarte, aun cuando alguien que aspira a ser rey, o quizá tirano, debería mostrar más aprecio por estos asuntos, pero dejémoslo correr. Te has vuelto a retrasar. ¿Me has conseguido más hombres?

–Me he casado -respondió Masinisa.

–¿Con quién?

–Con Sofonisba, la que era esposa de Sífax; eso me dará más poder sobre el resto de Numidia.

–No sabía que ahora necesitaras de mujeres para hacerte valer ante tus subditos, pero ése no es el caso. Lo importante es que Sofonisba es la hija del general cartaginés Giscón, un enemigo mortal de Roma. Un hombre contra el que vengo luchando desde hace seis años. Ése es un matrimonio inaceptable para mí.

–El procónsul de Roma no decide sobre los matrimonios del rey de Numidia -replicó con vehemencia Masinisa.

Publio Cornelio Escipión se levantó de su sella curulis y se acercó a Masinisa.

–El procónsul de Roma ha esposado con grilletes y cadenas al anterior rey de Numidia porque decidió enfrentarse a mí, así que cállate y no te atrevas a interrumpirme. Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que el anterior rey de Numidia, Sífax, también, como tú ahora, se sintió más poderoso que yo y pensó que podía permitirse el lujo de ser mi enemigo y eso, querido Masinisa, fue su error. Igual que fue un error que se casara con esa mujer y que le hicera más caso a sus besos que a mis advertencias. Masinisa… -Y aquí Publio se alejó un poco dándole la espalda mientras continuaba hablando-. Masinisa, Masinisa, Masinina. Tú aún estás a tiempo, aún lo estás. – Y de nuevo Publio se gira para encarar los ojos de su interlocutor. Observa que Lelio, el único presente en la tienda, tiene la mano en la empuñadura de su espada, preparado por si es necesario; Publio le lanza una mirada rápida y Lelio se contiene, de momento; el procónsul continúa hablando mirando de modo penetrante a los ojos de Masinisa, que permanece inmóvil, apretando los labios, engulléndose la rabia-. Masinisa, hemos luchado juntos y hemos ganado. En el pasado, sin embargo, en Hispania, luchaste con los cartagineses y fuiste derrotado por mí. Pero ya en ese tiempo, incluso entonces, cuando eras aliado de mis enemigos, te di una oportunidad y fui clemente con Masiva, tu sobrino, pero no malinterpretes, como han hecho otros en el pasado, mi clemencia, mi generosidad, con debilidad. Ese error ha sido la tumba de muchos de mis enemigos: de los iberos que se rebeleron contra mí, de las tropas que se amotinaron en Suero, de los ejércitos de Asdrúbal Barca o de Giscón o del propio Sífax. ¿Dónde quieres estar, Masinisa? ¿Con los que no hacen sino ganar una batalla tras otra, con mis legiones, a mi lado, o con los que terminan muertos cubiertos de su propia sangre en los campos de batalla? No, no me respondas aún y escúchame bien, porque sólo voy a hablar de esto contigo una sola vez. Nunca más te lo voveré a pedir, al menos no con palabras. La próxima vez que te pida lo que te voy a pedir será en un campo de batalla y tu caballería, poderosa como es, no podrá por sí sola contra mis dos legiones. Puedes pensar que no tengo suficientes tropas para enfrentarme a ti y luego a los cartagineses, y es posible, es posible, pero aun así lo haré, porque he aprendido que hay que hacer las cosas una a una. Primero me aseguraré de que tu cabeza penda clavada de una lanza frente a mi praetorium y luego, si no tengo ya suficientes tropas después de destruirte y de arrasar tu reino, y, por supuesto, después de matar a la que ahora llamas tu esposa, si entonces ya no tengo bastantes fuerzas, pediré refuerzos a Roma y Roma me los enviará y con las nuevas tropas acabaré con Cartago. Lo único que tu defección puede ofrecer a los cartagineses es tiempo para alargar su agonía, tiempo para buscar nuevas alianzas, nuevos mercenarios como tú, como los iberos, como Sífax. Deja ya de luchar por quienes no te apoyaron para recuperar tu reino frente a Sífax y, por todos los dioses, Masinisa, recupera la razón. Es sólo una mujer lo que te pido. Debes entregarme a esa mujer y nuestra alianza volverá a ser fuerte. ¿Qué te ofrece ella: besos, sexo, promesas? Yo te ofrezco todo el reino de Numidia y la seguridad de una alianza perenne con Roma. Serás el más legendario y poderoso rey que Numidia haya tenido nunca. Todo eso a cambio de una mujer. Tráeme a esa mujer y tráemela ya. Al amanecer quiero verla ante mí para cubrirla de cadenas y llevarla con su antiguo esposo a las calles de Roma para ser exhibida al frente de mis tropas.

Masinisa fue a hablar, pero Publio levantó ambas manos con las palmas hacia el rey númida.

–No quiero palabras, Masinisa. Las palabras no me valen esta noche. Quiero a Sofonisba ante el praetorium antes de amanecer o entenderé que tú y yo estamos en guerra. Y será una guerra especial, Masinisa: será algo personal.

Masinisa pensó en gritar, en insultar, en rogar, en implorar, en hablar con serenidad, en permanecer quieto sin hacer nada, en luchar, en atacar al procónsul allí mismo, en correr… pero se lo engulló todo y con la barbilla temblorosa por la emoción contenida dio media vuelta y abandonó el praetorium.

Tras la salida del maessyli, Lelio y Publio quedaron solos.

–¿No es eso lo que busca Sofonisba, que tú y Masinisa, que ellos y nosotros nos enfrentemos a muerte?

–Sin duda -respondió Publio sentándose de nuevo. Estaba agotado-. Pero falta por ver qué desea más Masinisa: ¿Numidia o esa mujer? Y yo creo que es Numidia lo que le interesa más, lo que más desea, pero eso debe descubrirlo él mismo, esta noche.

–¿Y si al final, pese a todo, se decanta a favor de Sofonisba? – preguntó Lelio.

–Entonces… entonces se detendrá a medio camino entre nuestro campamento y el suyo; es probable que llame a sus tropas y que nos ataque antes del alba. Haz que redoblen la guardia y que salgan patrullas de exploradores alrededor del campamento.

Norte de Africa

Masinisa cabalgaba casi al galope. Sus guerreros debían esforzarse para mantener el paso con su rey. Ya habían avanzado varias millas desde que salieran del campamento romano. El rey estaba de un humor terrible y nadie se atrevía a hablar con él. Y no lo entendían, porque acababa de derrotar a Sífax y además se había desposado con una hermosa joven, la anterior reina, y el rey se había mostrado muy feliz tras yacer con ella la noche anterior. Ahora todo eso parecía olvidado por su monarca.

Masinisa mantenía la boca cerrada y hacía chocar unos dientes contra otros mientras que con sus rodillas mantenía el ritmo del vaivén del galope de su caballo. Estaba recordando cómo llegó al cuartel de Sífax, cómo éste, tras la batalla de las grandes llanuras, corría huyendo hasta que sus hombres los atraparon y lo llevaron a rastras a su presencia y cómo él lo despachó entre risas de sus guerreros para que lo llevaran encadenado a la presencia del tribuno Lelio, un buen regalo para los romanos. Recordó cómo, casi temblando por la emoción de volver a reencontrarse con la hermosa Sofonisba, se acercó muy despacio a la tienda de Sífax, en busca de la muchacha. Era la única tienda que permanecía intacta, por expresa orden suya, pues quería a Sofonisba viva, intacta y la quería para él. No había llegado a la puerta cuando la propia Sofonisba salió para recibirle. Estaba, como siempre, deslumbrante, hermosa, y, para su sorpresa, tranquila. Ella sabía que había caído Sífax, pero que quien le había arrebatado a su actual esposo no anhelaba otra cosa más en el mundo que poseerla. Sofonisba se adelantó al deseo carnal y pasional de Masinisa saliendo de la tienda y ante la atónita mirada de todos se postró de rodillas ante Masinisa, que no cabía en sí, henchido como estaba de vanidad y orgullo y lujuria.

–Me dijiste una vez -empezó la joven reina-, cuando me obligaste a arrodillarme ante ti en mi tienda en Hispania, que llegaría el día en el que yo me postraría ante ti por mi propia voluntad. Bien, mi nuevo rey, ese día ha llegado. – Sofonisba habló con serenidad y dulzura, con un toque de vulnerabilidad, de fragilidad en su voz que Masinisa sabía que era mentira, pero que no dejaba por ello de ser embriagador, sugestivo, como el vino que sabemos que nos emborracha pero cuyas sensaciones buscamos de nuevo en nuestro paladar. Ella, la mujer hermosa que tanto le había despreciado en el pasado, por fin, estaba de rodillas ante él y le suplicaba. Le suplicaba. Era la victoria perfecta.

–Te ruego que como nuevo rey de Numidia -continuaba Sofonisba-, te imploro que veles por mí. Como muestra de que nunca te he podido olvidar, llevo en mi brazo el brazalete que me regalaste y lo he llevado siempre conmigo.

Y Sofonisba se quitó la joya dejando visibles a los ojos de todos las marcas blanquecinas que sobre su piel dorada había dejado el oro que durante varios años había impedido que el sol bañara esa parte del cuerpo de aquella preciosa mujer.

Masinisa alargó su brazo y la ayudó a levantarse.

Masinisa ralentizó sus recuerdos al tiempo que refrenaba su caballo. Del acelerado galope pasó a un trote más llevadero para todos, para el resto de los guerreros maessyli que le escoltaban y para los caballos.

La ayudó a levantarse y fueron juntos a la tienda de Sífax, y sobre el mismo lecho donde hacía unas horas Sífax había poseído a Sofonisba, fue él quien se solazó con ella, durante unas largas y preciosas horas que parecieron volar como águilas en el cielo. Sofonisba se entregó a él con tal pasión que erizó todos los pelos de la piel del monarca de los maessyli haciendo que el nuevo rey llegara al máximo placer en varias ocasiones. Después, en las horas inciertas del amanecer, cuando no se sabe si el mundo camina hacia el día o hacia una nueva noche, Sofonisba le habló entre susurros y su voz acaramelada debía de ser lo más semejante a la voz de las sirenas que trastornaron al mismísimo Ulises.

–Sólo te pido que me protejas de los romanos… que tú mismo te protejas de ellos… Sífax no estaba a la altura… pero contigo todo será diferente… tú eres joven y fuerte y valiente, no como el cobarde Sífax… puedo hablar con mi padre y Cartago te reconocerá como nuevo rey de Numidia… sólo tienes que ayudarnos a expulsar a ese romano de África y toda Numidia y yo misma seremos tuyas… eternamente tuyas… mi señor, mi rey, mi amo.

Masinisa dejó de pensar y detuvo a su caballo. Animal y rey quedaron inmóviles en mitad de la noche. El cielo limpio de nubes estaba plagado de estrellas. Los guerreros maessyli callaban para no interrumpir el silencio de su señor. Masinisa desmontó y dejó que uno de sus soldados tomara las riendas de su montura mientras él se alejaba unos pasos en busca de un recogimiento que todos respetaron. Debía tomar una decisión y debía tomarla ahí mismo, en ese momento. No había mucho más tiempo. Estaban a medio camino entre el campamento del general romano y su propio campamento. O bien seguía fiel a Publio Cornelio Escipión y entregaba a Sofonisba para luego enfrentarse a los cartagineses y tras derrotarlos ser rey de toda Numidia, o bien permanecía del lado de Sofonisba, se aliaba con los cartagineses y les ayudaba a derrotar a Publio Cornelio Escipión para luego ser reconocido rey por los propios cartagineses. En esta última ocasión tendría a Numidia y a Sofonisba, todo a la vez. Sólo había un problema: Publio Cornelio Escipión no había sido derrotado nunca. Ni en Hispania ni en África. El general romano sólo había participado en derrotas romanas en Italia, pero entonces no tuvo el mando. Desde que era general cum imperio, imperator de varias legiones, había vencido a los cartagineses en Cartago Nova, en Baecula, en Ilipa, apoderándose de todas las minas de plata de la región, y había arrasado a los iberos rebeldes de Cástulo e Iliturgis, había reprimido con severidad el motín de Suero, y había vuelto a derrotar a los rebeldes iberos Indíbil y Mandonio que, grave error, le creyeron muerto; había conquistado Locri en Italia y luego Saleca en África y había derrotado a Hanón primero y luego a Sífax y, una vez más, a Giscón. Masinisa se debatía con furor en su interior. Deseaba a Sofonisba, pero Escipión era un enemigo temible, un contrincante de una magnitud difícil de medir. ¿Tenía fuerzas suficientes para enfrentarse a él? Quizá con una alianza con Cartago. Quizá si el general que comandara a los cartagineses fuese el propio Aníbal…

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Campamento general romano junto a Útica

La señal de alarma sorprendió a Publio mientras intentaba dormir dentro del praetorium. De inmediato se puso en pie y, con la ayuda de un esclavo, se vistió, se ajustó la coraza y se calzó las sandalias mientras Lelio le informaba de lo sucedido.

–Masinisa está frente al campamento.

–¿Solo? – preguntó el procónsul, aunque sabía la respuesta, pues si hubiera venido solo o con un pequeño grupo de jinetes de escolta no habrían hecho sonar la alarma para poner en pie de guerra a todo el campamento.

–No -respondió Lelio con contundencia-. Viene acompañado de todo su ejército de caballería. Son varios miles. La batalla será cruenta.

El procónsul estaba inquieto y apartó al esclavo con cierto aire de desprecio ante la tardanza del siervo a la hora de atarle bien las grebas de las espinillas. El propio Publio terminó de hacer el nudo de uno de los cordeles que ajustaban las grebas a su piel para protegerla de las espadas enemigas.

–Vamos allá -dijo Publio, que se dirigió a grandes pasos hacia la puerta de la tienda seguido de cerca por Cayo Lelio.

En el campamento todo eran preparativos para la defensa y, por si el procónsul lo estimaba necesario, para hacer una salida con tantas tropas como el general considerara pertinente. Casi corriendo, Publio Cornelio Escipión, junto con Lelio, Marcio y Silano, alcanzó la muralla fortificada junto a la porta praetoria. Quería ver con sus propios ojos a ese nuevo Masinisa que ahora se rebelaba contra él. Una nueva traición. Estaba, hasta cierto punto, sorprendido. Se había equivocado al pensar que Masinisa consideraría más valioso respetar su alianza con él, y conservar así toda Numidia, que su pasión por aquella mujer cartaginesa. Quizá Sífax tuviera razón y Sofonisba era capaz de embrujarlos a todos, o, peor aún, quizá Masinisa hubiera reevaluado las fuerzas de los unos y los otros y hubiera concluido que si Aníbal regresaba era mejor que dicho regreso le pillara del lado de los cartagineses.

Desde lo alto de la empalizada la visión era espectacular. Toda la caballería númida de Masinisa se extendía a lo largo de una extensa milla, en una interminable hilera iluminada por centenares de antorchas en medio de aquella noche de cielo raso. Era una imagen fantasmal. Eran menos de lo que parecía, pero eran guerreros valientes y leales a su rey. El combate, como había vaticinado Lelio, sería tremendo y el desgaste de soldados y recursos, importante. Aquella batalla podía suponer el final de aquella irregular campaña en África sin conseguir el objetivo para el que habían desembarcado allí: la retirada de Aníbal de Italia. Y todo por una mujer.

–¿Ordenamos una salida? – preguntó Lelio.

Publio asintió despacio, pero luego se lo pensó mejor y se contradijo.

–No. Es peligroso. Las tropas tardarán en salir y sólo pueden hacerlo poco a poco por la porta praetoria, que es demasiado estrecha. Es lo que esperan. Se lanzarán contra las tropas mientras hacen la maniobra de salida, como hicieron contra los jinetes de Hanón en Saleca.

–Podemos defender a los velites y hastati mientras forman frente al campamento, disparando desde la empalizada y con las catapultas -sugirió Marcio.

–Aun así tendríamos muchas bajas -contrapuso Silano.

Se estableció un denso silencio.

–¿Y las otras puertas? – preguntó Publio.

–Lo hemos pensado -respondió Silano-, pero Masinisa ha mandado patrullas que rodean todo el campamento. Si organizamos una salida por alguna de las otras puertas, lo sabrán enseguida y con la caballería pueden plantarse en cualquier esquina con rapidez.

–Es hábil, Masinisa -dijo Publio incluso con un cierto aire de orgullo; a fin de cuentas el númida les había ayudado a derrotar a los cartagineses varias veces ya en África-. Es hábil.

–¡Mirad! – dijo Marcio señalando hacia el centro de la formación númida.

Un pequeño grupo de jinetes se adelantaba y todo parecía indicar que el nuevo rey de Numidia pudiera marchar al frente de ese reducido contingente. A medida que se acercaban, la imponente y ágil figura de Masinisa se hizo visible en medio de la trémula luz de las antorchas númidas.

–Quiere parlamentar-dijo Lelio.

–Abrid las puertas -apostilló Publio-. Bajaré. Iré acompañado por Lelio y una turma de caballería.

Marcio y Silano asintieron aunque con desgana. Les preocupaba que el general pusiera en peligro su vida. Si algo le pasara, nadie sabría qué hacer, allí perdidos, en medio de África, rodeados por mortales enemigos por todas partes. Con el procónsul al mando, todo parecía diferente, organizado, pensado.

Masinisa cabalgaba cargado de odio y rabia y miseria. Estaba furioso hasta niveles desconocidos para él y para sus leales que durante tantos años le habían acompañado en su largo exilio. Nunca nadie había visto a su rey tan rabioso, tan ofuscado, tan iracundo. Nadie sabía bien qué podía pasar aquella noche. Sólo sabían una cosa: era su rey y le seguirían hasta la muerte.

Publio, aconsejado por Lelio, avanzó sólo un centenar de pasos, una vez que cruzaron la porta praetoria. No debían alejarse de la protección que suponían los arqueros romanos establecidos en la empalizada del campamento en caso de que aquel encuentro pasase de un parlamento a un combate cuerpo a cuerpo. Aquélla era una noche demasiado extraña y los acontecimientos se sucedían de forma tumultuosa. Por primera vez en mucho tiempo, Publio sentía que no llevaba la iniciativa y estaba algo confuso, preocupado.

Masinisa no detuvo su avance al paso hasta que se situó frente a la turma del procónsul. Númidas y romanos que durante varios meses habían estado luchando unidos, se encontraron frente a frente. El campamento romano también había encendido gran cantidad de hogueras y antorchas. Era una noche de llamas que a todos recordaba la noche en la que atacaron, juntos, los campamentos de Sífax y Giscón y, sin embargo, ahora, eran enemigos… Publio se adelantó con su caballo unos pasos. Masinisa le imitó. Rey y procónsul, procónsul y rey a tan sólo dos pasos el uno del otro, montados, erguidos, orgullosos, sobre sus caballos. Dos magníficos guerreros, dos grandes generales, dos imponentes enemigos.

–Me pediste que te entregara a Sofonisba -empezó sin rodeos ni preámbulos falsos Masinisa.

–Y te lo sigo pidiendo -sostuvo Publio Cornelio Escipión con tensa firmeza.

–Me pides a mi mujer, a mi esposa…

–Debiste consultarme antes de celebrar ese matrimonio.

–¡Por mis dioses y por los de Roma! ¡Soy rey! ¿Desde cuándo un rey pide consejo sobre estas cosas?

Publio no se arredró, aunque sentía que Lelio y los caballeros romanos estaban agitados, a sus espaldas.

–Desde que eres rey por mi ayuda, desde que eres rey porque mis legiones están aquí.

–Yo también he combatido y con valentía, y te he ayudado a ti y a tus legiones y ahora, ¿ahoras quieres mandar sobre mí?

–No quiero mandar sobre ti, pero no puedo permitir un enlace que suponga un riesgo a nuestra alianza.

–¿Y estás dispuesto a combatir contra mí por esa mujer?

–Estoy dispuesto. Sí.

Masinisa apretaba los labios y los movía hacia dentro y hacia fuera de su boca, como queriendo seguir con aquel debate, pero le faltaban las palabras en aquel latín que no era su lengua materna. Y él tampoco era orador y no estaba acostumbrado a los tensos debates del Senado romano. Él era un hombre de acción.

–Lo que me has pedido -dijo al fin el númida-, ha supuesto el final de nuestra amistad. – Y se volvió hacia sus guerreros y les hizo una señal. Lelio, raudo, desenvainó su espada y lo mismo hizo el resto de los caballeros de la turma. En la empalizada Marcio ordenó que los arqueros tensaran los arcos y que varios manípulos apostados junto a la porta praetoria estuvieran preparados para salir, acompañados de otras turmae. De entre los guerreros maessyli, emergió un jinete que llevaba un fardo atado con cuerdas colgando por delante de su silla sobre su poderosa montura. Una vez que el jinete númida llegó junto a su rey, Masinisa desmontó de su caballo y, ante la sorpresa de los romanos, tomó en sus brazos el pesado fardo que llevaba el caballo de su guerrero y, cargado con él, se aproximó a los pies del caballo del cónsul.

–Aquí tienes a Sofonisba. Muerta. Muerta para siempre. Haz con ella lo que quieras, romano y nunca más, nunca más -Masinisa hablaba mientras depositaba el cuerpo de la joven envuelta en varias mantas de lana blanca inmaculada sobre la arena de África-, nunca más me llames amigo. Tú y yo, Publio Cornelio Escipión y el rey Masinisa ya no son amigos. Y nunca más volveré a combatir por ti. Jamás. A partir de ahora todo lo que haga será sólo para mí, para el único, legítimo e independiente rey de Numidia.

Y Masinisa montó de un salto sobre su caballo, dio media vuelta y al galope se alejó escoltado por sus soldados y por el viento de la noche y en medio de las sombras de las hogueras y las antorchas, todo su ejército desapareció del horizonte oscuro de la madrugada. Los romanos quedaron con sus armas desenvainadas, sus arcos apuntando al vacío, sus caballos piafando nerviosos porque nerviosos estaban sus jinetes, todos contemplando un espacio vacuo en un horizonte que empezaba a palidecer por los primeros resplandores aún tímidos del alba.

Todo parecía un sueño, una pesadilla extraña, excepto porque a los pies del procónsul de Roma había un bulto del tamaño de una persona pequeña, envuelta en mantas de lana blanca que parecían brillar a la luz del fuego. El procónsul miró a Lelio y el tribuno asintió. Cayo Lelio desmontó de su caballo y se acercó al fardo inerte. Se arrodilló junto a él y empezó a desatar con cuidado las ligaduras que sostenían las mantas. Sólo él, de entre todos los romanos, había visto a Sofonisba, tras la batalla de las «grandes llanuras», junto a Masinisa. Sólo él podía confirmar si aquel cadáver era el de la hija del general cartaginés Asdrúbal Giscón. Las cuerdas cedieron ante los poderosos dedos del veterano tribuno. Lelio estiró de dos cuerdas y las separó de las mantas. Luego tiró de uno de los edredones y, con cuidado, separó la tela hasta dejar visible el rostro de la más bella de las mujeres que con los ojos cerrados, con el cuerpo aún caliente, parecía más dormida que muerta. Lelio se volvió hacía Publio y asintió.

El procónsul de Roma comprendió que Masinisa había decidido cumplir la orden de entregar a Sofonisba, pero a su manera: muerta antes que viva, muerta antes que permitir a los romanos que la humillaran arrastrándola encadenada por las calles de Roma junto a Sífax. Lelio cubrió de nuevo el rostro de la hermosa mujer. De pie, mirando el horizonte, habló al viento.

–No ha habido batalla, pero hemos perdido la caballería de igual modo.

Publio, montado sobre su caballo, contemplaba el amanecer.

–No, Lelio. Hemos perdido la amistad del rey, pero Masinisa necesita, ahora más que nunca, que derrotemos a los cartagineses. Cuando le llamemos acudirá. Lo hará, eso sí, por su propio interés, no por ayudarnos. Por el momento, será mejor dejar que el tiempo restañe las heridas y, si es posible, que se sosiegue el ánimo del nuevo rey de los númidas.

–Pero su amistad nos habría venido bien -insistió Lelio, que veía la alianza con Masinisa demasiado débil.

–La amistad es poderosa cuando no es por interés, o, al menos, eso dice Aristóteles, y entre Masinisa y nosotros sólo ha habido interés. En estas circunstancias, es mejor que nuestra alianza esté forjada sobre su ambición.

Lelio no dijo nada. Un jinete le acercó su caballo. El tribuno montó en él. Otros dos jinetes descabalgaron para poner, con cuidado, sobre otro caballo el cuerpo de la que por un tiempo breve había alcanzado el sueño de ser reina, reina en un mar de hombres, en medio de una guerra larga y compleja que parecía llevarse, poco a poco, a hombres, mujeres y niños, a amigos y enemigos, a generales y cónsules y reyes y reinas; una guerra eterna que se alargaba sobre el mundo como una noche eterna. Una guerra que amenazaba con llevarse por delante a todos sus protagonistas, hasta que en el vacío final, sólo quedara el silencio y el olvido.

A lo largo del día siguiente, los legionarios de la V y la VI pudieron admirar el hermoso cuerpo de la joven reina Sofonisba expuesto en el centro de la Via principia frente a la tienda del praetorium. En el ánimo de cada soldado que se detenía por un instante ante aquel bello cadáver crecía la admiración por el poder de su general: un rey había entregado muerta a su reina, a la más hermosa de las mujeres que habían visto nunca, porque el general se lo había ordenado. Publio Cornelio Escipión era más que un procónsul o que un imperator para aquellos hombres que otrora sucumbieran a la desesperanza del destierro perpetuo. Para ellos, Escipión era el hombre más poderoso y más temible del mundo, era su líder y su única ruta de regreso a Roma. Ante él caían reyes iberos y númidas y todos los generales que Cartago enviaba para combatirle.

Frente a las miradas de asombro de los legionarios, Sofonisba, muerta, permanecía con sus oscuros ojos yertos, cerrados, mientras su espíritu aún caliente pugnaba por no alejarse de la tierra de los vivos, unos vivos que tanto la habían defraudado. Primero tuvo que ver cómo su padre era derrotado una y otra vez por el general romano al que todos llamaban Escipión; luego, tras huir de Iberia a toda prisa, tuvo que ser testigo de cómo su plan de casarse con el terrible rey Sífax de Numidia no conseguía los frutos deseados, pues, una vez más el mismo general Escipión, en un sorprendente y osado ataque nocturno, desarboló a los ejércitos de su esposo y su padre juntos. Los requiebros de sus besos consiguieron que su marido se revolviera una vez contra los enemigos de su patria, pero los romanos, aliados con el astuto y atrevido Masinisa, derrotaron definitivamente a Sífax. Aun así, Sofonisba, como una gata, sacó una vida más de entre sus entrañas y supo atrapar en la red de su hermosura y sus encantos a Masinisa, llamado a ser el nuevo rey de Numidia, a quien si conseguía alejar del general romano, volvería a convertir en ariete de la causa cartaginesa.

Sofonisba vio con preocupación la partida nocturna de su nuevo rey, de su nuevo esposo camino del campamento romano.

–No vayas -rogó ella entre suspiros y caricias y a punto estuvo de detenerlo, pero Masinisa se zafó del enjambre empalagoso de sus brazos tiernos de piel suave y tersa.

–Debo ir -dijo Masinisa-. Quizá pueda conseguir un pacto con Escipión. Quizá podamos conseguir un arreglo entre Cartago y Roma.

Sofonisba negaba repetidamente con la cabeza.

–Eso es lo mismo que dijo Sífax y Sífax está ahora preso de los romanos. Ese Escipión sólo te quiere por tu caballería.

–Es posible -respondió él ya desde la puerta de la tienda, vestido y armado-, pero me ha ayudado a terminar con mis enemigos y me ha entregado Numidia entera.

–Pero te pedirá mi cabeza.

–Hablaré con él. – Y Sofonisba lo vio partir.

Y habló con el romano y el romano pidió su cabeza y Masinisa no pudo ni supo ni tuvo el valor de negársela. Ni siquiera tuvo la valentía de regresar a comunicar en persona el resultado de la entrevista con Escipión. En su lugar, el nuevo rey de los númidas se detuvo a medio camino de regreso y envió a uno de sus guerreros para que transmitiera el funesto mensaje. Cuando Sofonisba vio que no era Masinisa quien entraba en su tienda, sino un subalterno, un oficial desconocido para ella, un guerrero maessyli con más cara de miedo que de respeto, Sofonisba comprendió que el fin de sus días había llegado.

–Mi rey dice… -empezó el maessyli dubitativo-, dice que debe entregarte al general romano. Que no hay otra respuesta posible a las exigencias de Escipión. Que lucharía por ti, pero que no tiene ni suficientes hombres ni ejército para salvarte y que o te entrega ahora o tendrá que hacerlo cuando todo su ejército y su poder haya sido destruido por las «legiones malditas». – Sofonisba escuchaba en pie, junto a una silla a la que se asía para encontrar fuerzas suplementarias en el momento sublime de su derrota final-. El rey Masinisa dice que debe entregarte viva, pero que él tampoco desea ser cómplice del espectáculo de ver a una reina de Numidia cubierta de cadenas exhibida como un animal por las calles de Roma… por eso mi rey… mi rey te envía esta copa… es todo cuanto puede hacer…

Y el guerrero maessyli ofreció una copa llena de vino y veneno mortal a la que ahora era su reina. Sofonisba sonrió con soltura, casi con desenfado.

–Deja la copa en el suelo y márchate, guerrero, vuelve con tu rey. – Y el maessyli, aliviado por poder escapar de aquella tienda de derrota y muerte, obedeció, pero antes de que pudiera salir, la voz de la reina volvió a hablar deteniendo sus pasos-. Pero dile al rey Masinisa, dile que Sofonisba ya sabe que aquel osado maessyli que la cortejaba en los campamentos de su padre en Iberia y que incluso se atrevía a entrar en mi tienda asesinando a los centinelas para poder tocar mi piel, dile que con mi muerte ese rey también ha muerto. Dile, guerrero maessyli, que Masinisa, con mi muerte, deja de ser rey para ser tan sólo un vasallo de ese general de Roma y dile que cuando Aníbal regrese a mi patria y sus elefantes aplasten a las legiones de ese general, dile que entonces ya no habrá reyes númidas en Numidia, sino sólo el poder de Cartago y que todo su pueblo al que maldigo como le maldigo a él arrastrarán durante siglos la maldición de Sofonisba.

El soldado que escuchaba casi de espaldas, junto a la puerta de la tienda, las terribles palabras de la que aún era su reina, asintió y partió de aquella estancia más nervioso de lo que había estado al entrar.

Sofonisba se quedó a solas. La luz de las velas creaba fantasmagóricas sombras temblorosas, asustadas. En el exterior se escuchó a un caballo piafando y varios hombres hablando entre susurros. Todos esperaban ansiosos su decisión, el desenlace final y definitivo. Sofonisba, hija de general cartaginés, esposa y reina de dos reyes de Numidia, caminó despacio hacia la copa que, indiferente a las pasiones de los hombres y las mujeres de su tiempo, permanecía inmóvil en el centro de la tienda.

Sofonisba se agacha, toma la copa entre sus finos dedos y acerca el borde de la misma a sus labios carnosos. El líquido mortífero, oculto en el sabroso sabor del vino, se desliza por la garganta de la joven reina y así, Sofonisba, reina de Numidia, vendida por su padre, abandonada por un primer esposo derrotado en el campo de batalla y traicionada por un segundo esposo henchido de ambición, bebe su muerte.

–Cuántos hombres y qué cobardes todos ellos. Dos legiones enteras han hecho falta para obligarme a beber esta copa. Y se creerán valientes… -dijo entre murmullos de despecho, pero entonces sintió que le costaba inhalar aire y se acurrucó en el lecho, y se abrazó a sí misma, que era lo único que le quedaba, y pensó que se dormía y dejó de sentir los brazos y las piernas y luego se olvidó de respirar.

81 El regreso de Aníbal

Crotona, Bruttium, sur de Italia, otoño del 203 a.C.

Aníbal miraba hacia la bahía de Crotona con los brazos en jarras. No sólo tenía que soportar el dolor de las terribles noticias de la muerte de su segundo hermano, el pequeño de la familia, a causa de las heridas sufridas en la durísima campaña del norte de Italia, quien, de camino a África, tuvo que detenerse en Cerdeña en un desesperado intento por recuperarse que no surtió efecto. Allí, en aquella isla, quedó su joven hermano. Ese dolor le partía el corazón, pues había albergado la esperanza de endulzar el triste deber de aceptar la necesidad de su propio regreso a África sin conseguir derrotar a Roma con el reencuentro con el único de sus hermanos que aún vivía. Y para colmo de males, además ahora se veía obligado a organizar su propio regreso y la vuelta de sus tropas con recursos insuficientes.

Aquello era increíble: no le habían enviado bastantes barcos para transportar todas sus tropas a África. Llevaban un día cargando las trirremes y los barcos mercantes que Cartago había enviado para aquella gran misión y eran demasiado pocos.

–Es imposible, mi general -dijo Maharbal, de pie, tras un desesperado Aníbal-. Tendremos que dejar a muchos hombres atrás.

–¡Por Baal, Melqart y Tanit y todos los dioses! – Aníbal se pasaba ambas manos por encima de la cabeza-. Hay que ser inútiles para no poder terminar con esas dos legiones romanas cuando aquí llevamos años combatiendo contra siete y ocho cada año. Pero sea, hemos de regresar por su incapacidad y puedo entender, Maharbal, que no nos enviaran todos los suministros y refuerzos que necesitábamos, puedo entenderlo, puedo comprender que mis enemigos en Cartago, empezando por el inútil de Giscón, me prefiriesen muerto en Italia, aunque eso supusiese la derrota para Cartago, pero esto… esto no lo puedo entender. Ahora nos piden que regresemos porque están temerosos, todos los viejos senadores están asustados de ese general romano, ese Escipión que ya expulsó a Giscón de Hispania y aun así, estando atemorizados como niñas, no me envían los sufientes transportes para que pueda desembarcar de regreso en África con todas las tropas. Es absurdo.

–Quizá quieran que las fuerzas que se reúnan estén equilibradas y que no sean todas leales sólo a ti -respondió Maharbal.

Aníbal se sentó sobre un montón de sacos de trigo que aún debían ser cargados, aunque no se sabía dónde.

–Seguramente lleves razón, Maharbal. Sé que Cartago espera también el regreso de los restos de las tropas que tenía asignadas Magón. – Aquí se detuvo un instante y bajó la mirada; Aníbal ya no tenía a nadie en quien confiar, exceptuando, quizá, Maharbal-. Sí, eso debe de ser. Quieren que el nuevo ejército sea un tercio procedente de las tropas reembarcadas en Cerdeña, las que comandaba Magón y fueron derrotadas en el norte de Italia, otro tercio compuesto por las nuevas levas del maldito Giscón en la propia África y un tercio más, mis veteranos. Si me dejaran embarcar a todos podría tener casi la mitad del nuevo ejército compuesto por leales a mí. Ésa es la única explicación. No quieren que tengan tantos leales a mí en África.

Pero la explicación no solucionaba el problema inmediato: qué embarcar y qué dejar o a quiénes dejar en tierra. Aníbal sintió la mirada inquisitiva de Maharbal y le respondió lo que él ya tenía meditado desde hacía unas horas, desde que resultara del todo evidente la imposibilidad de embarcar a todo el ejército con el que Uevababa batallando desde hacía años en Italia.

–Embarcaremos sólo soldados, y víveres… sólo los necesarios para la travesía. En Leptis Minor y Hadrumentum, una vez en África, podremos reabastecernos. Así podremos embarcar a más soldados. Allí tengo buenas relaciones con muchos nobles de esas ciudades.

–¿Y la caballería? – preguntó Maharbal.

–No la embarcaremos. Los caballos ocupan demasiado espacio. He enviado emisarios al rey Tiqueo de Numidia. Es pariente de Sífax y está ansioso por vengar sus derrotas y por liberarle de las cadenas en las que le tendrá cubierto el joven Escipión, eso si no lo ha crucificado ya, que, por cierto, es lo que se merece, por inútil. De hecho el general romano debería crucificar a Sífax, y Cartago hacer lo mismo con Giscón, pero no se atreverán. Dos imbéciles. Le tenían rodeado y ese general romano destroza sus campamentos en una sola noche, en un solo ataque. Unos inútiles. – Las palabras de Aníbal sobre Giscón eran traición, pues Giscón, pese a su incapacidad, era otro general de Cartago, pero Maharbal estaba tan de acuerdo con lo que decía Aníbal que se limitó a sonreír. Aníbal continuó hablando, como si lo hiciera para sí mismo, como si buscara convencerse de que estaba haciendo lo correcto-. Tiqueo nos proporcionará la caballería. Así podremos cargar hasta quince mil hombres o quizás algo más, pero aun así tendremos que dejar en tierra unos diez mil guerreros. – ¿Y qué hacemos con los caballos?

–Los sacrificaremos todos -respondió Aníbal no sin cierta inquietud-. No podemos dejar ese regalo al enemigo. Dos mil caballos muertos y diez mil guerreros abandonados en tierra. Espero que no los echemos luego de menos. Espero que estemos haciendo lo acertado.

–Supongo que los soldados de Magón y las tropas de Giscón los reemplazarán y no los echaremos en falta -dijo Maharbal intentado animar al general.

Aníbal le miró perplejo y negó con la cabeza.

–Me refiero a los caballos. – Y volvió a repetir mirando hacia la bahía-. Me refiero a los caballos.

LIBRO VIII

LA BATALLA DE ZAMA 202 a.C.

Deducunt hábiles gladios filo gracilento…

Denique ui magna quadrupes equ.es atque elepantiproiiciunt sese… Iamque ferepuluis ad caelum uasta videtur… Hastati spargunt bastas, fitferreus imbet…

Ennio,

fragmentos del Libro VII de los Anales sobre las guerras púnicas

[Desenvainan las manejables espadas de delgado filo…

Finalmente los cuadrúpedos caballos y elefantes se precipitan con gran violencia…

Y ya se deja ver una inmensa polvareda que se eleva casi hasta el cielo…

Los hastati arrojan aquí y allá las lanzas, originándose una lluvia de hierro…]

82 El final del camino

Roma, enero del 202 a.C.

Quinto Fabio Máximo observaba el cielo con aire taciturno. Estaba sentado en una roca en lo alto de la colina en el centro de su hacienda desde la que se divisaba Roma. Era el lugar donde practicaba las ceremonias de augur para predecir el futuro. En otros tiempos siempre veía algo, por poco que fuera. Casi siempre de modo acertado, en raras ocasiones de forma confusa y, que él recordara, sólo se había equivocado una vez. No supo ver que sus planes para terminar con la alianza entre Cayo Lelio y el joven Escipión terminarían en fracaso. Aunque quedaba por ver el desarrollo final de la campaña de África, pero las cosas parecían marchar bien para el eterno procónsul de los Escipiones. Dos victorias consecutivas contra los ejércitos púnicos y númidas habían situado a Publio Cornelio Escipión en una buena situación para asediar la mismísima Cartago.

Quinto Fabio Máximo carraspeó y escupió a un lado, para evitar que su saliva cayera entre las líneas entrecruzadas que había trazado en el suelo para realizar su lectura del futuro. Estaba cansado. No había visto nada. Nada. Era extraño. Era la primera vez que algo así le ocurría. No es que hubiese observado signos confusos, pájaros extraños, bandadas de vuelos ambiguos, ni altos, ni bajos, no, no era eso, o que no acertara por su vista cansada a distinguir con nitidez el origen del vuelo de las aves, algo que le ocurría con frecuencia últimamente. No, era una sensación extraña y diferente. En media hora no había surcado el cielo ni una sola ave y, más aún, en la media hora más que llevaba sentado en aquella roca ni tan siquiera se había escuchado el canto de los pájaros. ¿A qué tanto silencio cuando Quinto Fabio Máximo preguntaba a los dioses sobre el futuro?

El viejo senador se ayuda del lituus sobre el que apoyó ambas manos para alzarse de su improvisado asiento y reemprender el camino de regreso a su domus. Miraba ahora hacia el suelo. Se tropezaba con demasiada frecuencia. Por fin, había admitido para sí mismo, en secreto, que su vista era endeble sobre todo en el ángulo derecho inferior. Por algún motivo una sombra se extendía en ese lado de su visión. No lo había comentado a los médicos porque no quería difundir sus debilidades.

Fabio Máximo caminaba despacio en su descenso de regreso a su domus. Paseaba entre los cipreses que vigilaban el sendero y sentía que cada vez la distancia de un ciprés al siguiente parecía alargarse. Le costaba respirar. Pensó en detenerse y sentarse al borde del camino, pero no había ningún lugar propicio para ello, ninguna piedra o tronco grande sobre el que hacerlo. Ordenaría que instalaran bancos en todo el camino. Así podría descansar dónde y cuándo se le antojase.

El final del camino no llegaba nunca. Se detuvo junto a uno de los altísimos árboles y se apoyó en su grueso tronco con una mano mientras con la otra descansaba sobre el lituus. Inspiró con fuerza varias veces. Le pareció sentirse mejor. Algo más aliviado, reemprendió la marcha por el tortuoso sendero. Nunca pensó que aquélla fuera una senda larga y, sin embargo, así lo parecía aquella lánguida tarde.

Quinto Fabio Máximo alcanzó al fin la puerta de su casa. Estaba abierta, pues toda la villa estaba rodeada por muros que a su vez estaban vigilados por un ejército de esclavos y libertos a sueldo del gran ex cónsul. Por eso podía permitirse dejar las puertas de su casa abiertas. El anciano senador entró en el vestíbulo y de ahí, en unos pasos, entró al gran atrio de su mansión. Pensó que entre los sólidos muros de su vivienda encontraría mayor sosiego y descanso, pero no fue así.

Quinto Fabio Máximo, apodado Verrucoso por la cada vez mayor verruga de su labio inferior, el hombre que detuvo a Aníbal en las peores semanas de aquella guerra, conquistador de Tarento, cinco veces cónsul de Roma, una vez dictador, augur permanente y princeps senatus vitalicio, se desplomó a los ochenta y un años de edad sobre las teselas de uno de los gigantescos mosaicos de su casa que recreaba con todo lujo de detalles su primer gran triunfo, el que celebrara en el año 521 ab urbe condita, tal y como rezaba al pie del mosaico. De eso hacía ya más de cuarenta años. La sangre de Máximo se esparcía por entre las ínfimas comisuras que quedaban entre tesela y tesela. Con él caía parte de la historia de Roma, con él se derrumbaba una forma de interpretar el destino de la República, con él se desmoronaba un mundo entero. Quizá por eso, porque el propio Máximo así lo sentía, sacó fuerzas de flaqueza e intentó alzarse, pero, aturdido por el golpe y falto de fuerzas, no pudo más que arrastrarse hasta una de las paredes y quedarse allí medio sentado, descansando su espalda en la pared. Un chorro de sangre caliente le brotaba de la frente. No se llevó la mano a la herida; no por miedo de confirmar la seriedad del corte sino por puro agotamiento. Sus últimas fuerzas se habían desvanecido en los dos metros en los que se había arrastrado sobre las teselas del mosaico de su casa. Un joven esclavo encargado de la cocina apareció en el atrio, alertado, sin duda, por el ruido del golpe de la caída, y se quedó estupefacto al contemplar lo impensable: el todopoderoso Quinto Fabio Máximo yacía semirreclinado, herido, vulnerable. Se acercó despacio a su amo.

Fabio Máximo, con un hilillo de débil voz, hizo audibles sus instrucciones.

–Llama a los médicos… y a Marco. Diles… que vengan… rápido…

El esclavo desapareció a toda velocidad, entre asustado y abrumado por las órdenes. Surgieron entonces dos siluetas de suaves curvas, vestidas de lanas blancas muy finas, con túnicas escandalosamente cortas que dejaban al descubierto unas hermosas pantorrillas y unos bien formados muslos. Las dos esclavas egipcias se aproximaron a su amo herido.

–Traedme agua -empezó Fabio Máximo-, agua… para beber y… para limpiarme las heridas.

Una de las jóvenes se volvió para buscar lo que se le había solicitado pero la otra no. Esta última se acercó despacio al viejo senador y se agachó primero y luego se arrodilló junto a él. Le miraba con detenimiento. Fabio pensó que estaba valorando la gravedad de las heridas y la forma de curarlas mejor, pero la muchacha se dirigió a su compañera con un tono frío que sorprendió al viejo e implacable princeps senatus

–No vayas a por agua, hermana. No se recuperará de estas heridas. Está demasiado débil.

La otra joven se detuvo y se volvió hacia donde yacía el malherido cuerpo de Quinto Fabio Máximo. El rostro de la joven mostraba una clara mezcla de confusión y nervios. ¿Qué decía su hermana? Se estaba rebelando contra el amo. Las matarían por ello. Peor, las torturarían hasta morir.

Fabio Máximo miraba con odio mortal a la joven esclava rebelde que le negaba el auxilio. Aún podía ver sobre la piel de la joven las marcas de los latigazos que emergían de la espalda y se vislumbraban por los hombros desnudos. No hacía ni unas horas que aquellas dos esclavas habían estado bajo sus pies, saboreando la piel afilada de su látigo cuando ahora osaban rebelarse. Las mataría, las mataría despacio, lentamente. Tendrían la más horrible de las muertes posible. La joven, además, osaba mirarle directamente a los ojos, ella, una mísera esclava, a él, senador de Roma, ex cónsul, ex dictador, augur, a él. Se puso rojo de ira debajo del rojo sangre que le cubría la piel de su rostro. Fue a hablar, pero le faltaba el aire y no pudo decir nada.

–Deberíamos matarlo ahora que tenemos oportunidad, por Isis -continuó la esclava rebelde. Su hermana negaba con la cabeza, pero la otra insistía y la veía buscando con los ojos algo-. Una almohada bastaría para ahogarle. – Y se levantó para ir en su busca, mientras un incrédulo Máximo registraba cada palabra incrementando el tamaño de la venganza cruel que estaba diseñando para terminar con aquellas esclavas en cuanto se recuperara. Pero en ese mismo momento llegaron los médicos que residían en la villa. Dos griegos contratados por Fabio para velar por su salud y, tras ellos, llegó Marco Porcio Catón. Aquello le sosegó un poco. Por fin un amigo, alguien que entendía, alguien que sabía. Debía decirle tantas cosas… pero no tenía voz… Máximo vio cómo las esclavas, nerviosas por no haber tenido tiempo de llevar a término sus terribles ideas, se retiraban y cómo la misma que le había negado el auxilio y había instigado a la otra abiertamente para matarle, hablaba con fría calma.

–Ha pedido agua, íbamos ahora a por ella.

Los médicos asintieron. La otra esclava, más asustada, al fin, a una señal de su hermana que acababa de hablar, fue a por el agua. Los médicos se agacharon junto al senador caído, pero éste los apartó con la mano derecha, la que aún parecía responder a sus deseos. La izquierda parecía como inerte. El anciano ex cónsul intuía que ya era tarde para médicos. Los dos griegos se hicieron a un lado. Máximo señaló a Catón y éste se acercó y se arrodilló para escucharle. Fabio Máximo miró a la esclava. Tenía que acordarse de acusarla de traición para que ambas murieran con torturas horribles, pero tenía tan pocas fuerzas… sabía que apenas podría pronunciar unas pocas palabras… había que elegir con suma precisión cada vocablo, cada frase… Empezaría por lo fundamental, por Roma y aquella interminable guerra. Roma debía ser siempre lo primero. Sabía que se moría sin hijos, sin heredero vivo. Todos sus planes se habían desvanecido en lo que se refería a dejar organizada su sucesión. Él había iniciado aquella guerra para situar a Roma en el lugar donde le correspondía en el mundo y para, al mismo tiempo, eliminar a todos sus enemigos internos. En esto Aníbal se había mostrado un muy eficaz aliado, pero el propio Aníbal había roto sus planes, de muchas formas y de la peor de todas: instigando la muerte de su hijo. Sin su hijo, Fabio Máximo estaba solo. Quedaba, no obstante, Marco. Marco Porcio Catón. Su fiel y leal discípulo, siempre desconfiado, pero siempre a su lado. Sólo él podía ser ya el nuevo camino hacia la salvación de Roma. Sólo él. Tenía que saberlo. Tenía que estar seguro de que el propio Marco así lo entendía.

–Marco… debes salvar a Roma… debes… salvar a Roma… de su mayor enemigo… de…

Catón asintió con la cabeza de modo ostensible, para que el anciano viera que le había entendido y habló para concluir aquella frase que tan larga se le hacía al noble senador herido y agotado de puro anciano y medio inconsciente por el golpe de su reciente caída.

–Libraré a Roma de Aníbal -concluyó Catón, y con esas palabras esperó apaciguar los últimos instantes de vida del gran senador, pero Quinto Fabio Máximo se revolvió con furia, sacudiendo la cabeza empapada en sangre de un lado a otro como si le sobreviniera un ataque de epilepsia y, furibundo, con rabia, gritó con todas sus fuerzas.

–¡De Escipión… debes salvar a Roma de… Escipión!

Catón abrió los ojos de par en par y asintió una vez más, en esta ocasión más despacio, aún digiriendo el deseo del moribundo, que le miraba como quien se pregunta: «¿Aun después de tanto tiempo, después de tantos años, no entiendes nada, no entiendes nada?»

–Me ocuparé de Escipión -añadió con tono firme y semblante serio Catón-. Lo prometo, lo juro por Júpiter, Juno y Minerva.

Entonces sí, algo más sosegado, aunque con el ceño fruncido e inquietantes dudas en su alma sobre la capacidad de Catón para cumplir con fidelidad aquella promesa sagrada, Quinto Fabio Máximo relajó los músculos ensangrentados del rostro y dejó que por las heridas abiertas en su frente fluyeran sus últimos segundos de vida. En el instante final, su mirada se cruzó con la de la joven esclava rebelde, pero era ya demasiado tarde para poder añadir más, ni tan siquiera para que su rostro reflejara un acusador desprecio hacia ella. Por el contrario, Fabio Máximo se llevó al Hades la mirada de mayor desprecio, odio y rencor que nadie jamás le hubiera dedicado antes; y mientras se moría, Quinto Fabio Máximo comprendió en un último segundo de lucidez por qué las divinidades ya no le habían dejado interpretar el vuelo de más aves y así desvelar el futuro: porque para él ya no había futuro sobre la tierra de los vivos. Ahora iba rumbo al reino de los muertos. Quinto Fabio Máximo había llegado al final del camino.

Non enim rumores ponebat ante salutem, ergo postque magisque uiri nunc gloria claret.

ennio, Anales, libro XII, sobre Quinto Fabio Máximo

[No anteponía los rumores al bien del Estado y así su gloria brilla más de día en día.]

83 Las maniobras de Catón

Roma, verano del 202 a.C.

Marco Porcio Catón era un hombre con un objetivo definido: cumplir la promesa que hiciera a Fabio Máximo en el último aliento de vida del que fuera cinco veces cónsul de Roma. Catón no era magistrado, ni lo había sido nunca, pero tras la muerte de Quinto, el hijo de Fabio Máximo, todos los seguidores del fallecido princeps senatus reconocían en la persona de Catón el que debía ser su nuevo líder. Era un liderazgo que estaba sujeto a las acciones del joven senador, pero la decisión con la que el propio Catón asumió la inconmensurable tarea de suceder al viejo Máximo satisfizo a sus seguidores y sorprendió a los Escipiones y los Emilio-Paulos en el Senado. Con el nuevo año se eligieron nuevos cónsules y se prorrogó el mando de los diferentes procónsules y pretores. Catón no intentó relevar del mando en África a

Publio Cornelio Escipión porque era del todo imposible: el pueblo le aclamaba, pues de África no dejaban de llegar buenas noticias, una tras otra. Sífax había sido apresado y hasta exhibido por las calles de Roma, pues el joven procónsul no había escatimado medios para hacer llegar a su gran trofeo, el ahora esclavizado antiguo rey de Numidia, y pasearlo por las calles de Roma. Decenas de ciudades de África se rendían al joven general romano y hasta la mismísima Utica, que había resistido un asedio interminable, había cedido al hambre y la desesperación y había abierto sus puertas de par en par. Escipión, además, había obligado a los cartagineses a aceptar una tregua en unas condiciones humillantes: Cartago debía entregar todos los prisoneros de guerra y retirar las tropas de Magón del norte de Italia y las de Aníbal del sur; debían reconocer el dominio romano sobre Hispania y sobre todas las islas entre Italia y África y entregar toda la flota, con la excepción de veinte trirremes que conservarían para la defensa de sus costas; los púnicos debían aceptar a Masinisa como nuevo rey de Numidia y proporcionar 300.000 modios de cebada y 500.00Q modios de trigo para las legiones V y VI, que luego se distribuirían hacia Sicilia y Roma; y no sólo eso, sino que además Cartago debía entregar 5.000 talentos de plata y aceptar la independencia de las tribus libias y de la cirenaica. Y lo sorprendente para Catón, al menos en un principio, es que el Senado cartaginés había aceptado. Luego, los acontecimientos hicieron ver al joven sucesor de Fabio Máximo la estrategia del Senado púnico: al cabo de unos meses, cuando un convoy de doscientos barcos mercantes romanos fue sorprendido por una tempestad, embarrancó en las proximidades de Cartago, y los cartagineses, en lugar de obedecer las instrucciones de Escipión de no entorpecer las tareas de rescate y recuperación de las mercancías de esa flota, hicieron caso omiso y permitieron que Giscón usara todas las trirremes cartaginesas para saquear a tantos barcos como pudieron. Escipión entró en cólera, pero ya era tarde. Catón sonreía mientras caminaba por el foro de regreso de la última sesión en la que había liderado una maniobra magistral. Era tarde para Escipión porque los cartagineses ya se habían reabastecido con las provisiones que debían haber aprovisionado a las legiones V y VI y, por otro lado, aún no habían satisfecho el resto de las condiciones de la tregua, pues apenas habían proporcionado trigo, cebada o dinero y muchísimo menos entregado sus barcos. Todo lo contrario. El Senado de Cartago había distribuido su flota en tres grupos: una flotilla que permanecía en Cartago, mientras que otros barcos iban a retirar las tropas del ya muerto Magón de Cerdeña y a las mismísimas tropas de Aníbal. En eso sí iban a cumplir las condiciones dictadas por Escipión, pero no como fieles vasallos sometidos a un general victorioso, sino como una maniobra de reabastecimiento y reagrupamiento de todos sus recursos y tropas para lanzar un nuevo y mortífero ataque contra las legiones V y VI, un ataque que en esta ocasión no lideraría el mediocre Giscón ni ningún reyezuelo númida tan vanidoso como incapaz, sino que el reagrupamiento de los ejércitos de Magón, Aníbal y Giscón sería encabezado por el mismísimo Aníbal Barca. De todo esto y de mucho más se había hablado en el Senado. Pasado el senaculum, dejando el Comitium, al entrar en el foro, Catón fue junto al carro que le esperaba para llevarlo a la mansión del anciano Máximo, villa que utilizaba de refugio para meditar y consultar también los papeles y documentos de Máximo, una insondable sima de conocimiento y, sobre todo, información. Pero Catón desestimó subir al carro y, rodeado por sus guardias, decidió caminar un poco por el foro, un foro que sabía adoraba a Escipión de la misma forma que le temía a él. No era una sensación que le disgustara. El miedo infundía tanto o más respeto que la admiración.

Con el nuevo año se habían elegido dos nuevos cónsules: M. Servilio Puplex Gemino y Tiberio Claudio Nerón. Catón había entendido bien el mensaje final de Máximo: si Escipión derrotaba a Aníbal ya nada le detendría de ser reelegido una y otra vez cónsul, hasta convertirse en magistrado vitalicio de Roma, un dictador permanente. Eso supondría el final del Estado romano tal y como estaba constituido en la República y eso era algo que debía evitarse a toda costa, pues, indefectiblemente, conduciría al final de Roma. Por ello, Catón, arropado por todos los viejos senadores seguidores de Máximo, acababa de conseguir que se aprobara una moción por la cual se nombraba a Tiberio Claudio Nerón con el mismo rango de mando sobre las tropas de África que el procónsul Escipión, a la vez que se proporcionaba a Tiberio Claudio dos legiones y cincuenta barcos con los que partir hacia África. De esta forma, si se conseguía una victoria definitiva sobre Aníbal y Cartago, la gloria quedaría repartida y Escipión no podría presentarse ante el pueblo como el único gran salvador de Roma. Los Emilio-Paulos y también los Escipiones, encabezados por Emilio Paulo, el hermano de Emilia y por el propio Lucio, el hermano de Escipión, intentaron que la moción no se aprobara, al menos no en esos términos. Aceptaban, como era de esperar, que se enviaran refuerzos, pues, en el fondo, todos temían que la conjunción de los antiguos ejércitos de Magón y Giscón junto con el refuerzo de los veteranos de Aníbal, liderados todos por el propio Aníbal, pudiera conducir a la derrota de las legiones V y VI pero, hasta el último momento lucharon encarnizadamente en una maratoniana sesión del Senado, para evitar que a Tiberio Claudio se le concedira el mismo rango militar en África que a Escipión. Sin embargo, Catón, con un verbo ágil y unos razonamientos agudos, infundió el temor a una derrota descomunal, lo que pesó, en particular, en el ánimo de los senadores más influenciables en los que despertó el miedo de dejar todo el ejército en manos de un general aún demasiado joven, pese a sus victorias. La votación fue muy ajustada, pero la propuesta de Catón prevaleció y en el puerto de Ostia ya se cargaban los navios de guerra que Tiberio Claudio debía comandar para acudir al encuentro de su colega en el mando en la guerra de África.

Catón se encontró, casi sin darse cuenta, frente al templo de Vesta y pensó que era un buen momento para un sacrificio. Mientras entraba pensó que siempre existía la grata posibilidad de que Aníbal pusiera las cosas en su sitio y masacrara a las legiones V y VI y a los refuerzos que se enviaban ahora. Eso simplificaría mucho las cosas. Y, bueno, Tiberio Claudio, después de todo, era -a Catón le costó unos segundos encontrar el término adecuado-, prescindible.

84 El ejército de Masinisa

Frente a la ciudad de Útica. Campamento general romano en el norte de África, verano del 202 a.C.

Pero las tropas de Tiberio Claudio nunca llegaron a su destino: una tempestad arrasó la flota, hundiendo decenas de buques y dispersando el resto, que regresó hacia Italia y Sicilia en busca de refugio.

Publio Cornelio Escipión y las «legiones malditas» quedaron como las únicas fuerzas de Roma en África. Por ello, cuando el regreso de Aníbal fue un hecho, Publio recurrió de nuevo al único aliado, que no amigo, que le quedaba en África.

–Mario -dijo el procónsul-, ve a Numidia y busca a Masinisa y dile que venga con su ejército. Dile que Aníbal ya está aquí. Dile que si nos abandona, Aníbal, después de acabar con nosotros, le perseguirá hasta darle muerte y destruir su reino. Dile, Mario, dile que venga si quiere seguir siendo rey y señor de toda Numidia. Y dile que Tiqueo se ha unido a Aníbal.

Frontera entre Numidia y Mauritania, septiembre del 202 a.C.

Masinisa estaba en lo alto del peñasco más elevado de aquellas montañas. Desde allí podía ver las tropas de Vermina, uno de los hijos de Sífax, huyendo por el estrecho desfiladero. Vermina era uno de los pretendientes al reino de Numidia que habían emergido tras el derrocamiento de Sífax por Masinisa y las legiones de Roma. Había otros muchos, pero los únicos realmente peligrosos por el número de seguidores que podían reunir eran Vermina y Tiqueo, un primo de Sífax. Vermina salía huyendo hacia Mauritania y Masinisa estaba considerando la posibilidad de perseguirle.

–Mi rey -dijo uno de los guerreros maessyli-. Mi rey, ha llegado un mensajero de los romanos.

Masinisa se giró y reconoció enseguida la figura de Mario Juven-cio, uno de los tribunos de mayor confianza de Escipión en África, escalando la encrespada ladera en la que se encontraba. El rey de Numidia no hizo ningún ademán de descender ni un paso para escuchar al mensajero romano, de modo que Mario se vio obligado a ascender hasta el final. El peñasco terminaba en una especie de cornisa que sobresalía sobre el desfiladero. Mario no era un hombre propenso al vértigo, pero no se sintió cómodo en aquel lugar. El rey le miró.

–Habla, mensajero -espetó Masinisa con desprecio, sin usar el término tribuno, que era el nombramiento que el propio maessyli sabía que ostentaba aquel oficial de Roma. Mario hizo caso omiso de aquella ofensa y se limitó a entregar su mensaje con fidelidad a cada palabra que había pronunciado el procónsul. Masinisa escuchó y, cuando el tribuno terminó, el rey de Numidia se giró hacia el desfiladero, dando un paso hasta situarse en el mismo borde. Mario pensó que aquello era una temeridad, pero que tampoco era asunto suyo.

Masinisa miraba todo aquel territorio, más allá de las montañas. Todo era suyo, pues todo era Numidia. Y pronto podría intentar extender las fronteras de su reino aún más lejos, pero arriesgarlo todo en una batalla le parecía peligroso. No tenía claro que el procónsul romano fuera a ser capaz de derrotar a Aníbal. Más bien pensaba que ocurriría todo lo contrario. Desde el funesto episodio de Sofonisba, Masinisa había perdido la fe ciega que en un momento llegó a tener por Escipión. Sin embargo, no acudir también era imprudente, especialmente si Tiqueo estaba con los cartagineses. Odiaba tener que luchar de nuevo al lado del hombre romano que había exigido la entrega de Sofonisba, pero le humillaba la obstinada tozudez de Cartago en no querer aceptarle como rey de Numidia.

Masinisa habló a las montañas, pero Mario escuchó el mensaje con claridad.

–Dile a Escipión que acudiré a su encuentro, que nos reuniremos en Zama, en el interior de África. Las costas no son seguras. Acudiré con seis mil infantes y cuatro mil jinetes.

Mario dudó en hablar, pero al fin se lanzó e interpeló al rey.

–Masinisa, ahora que eres rey de Numidia, el procónsul esperaría un ejército mayor por tu parte, un ejército de…

Pero Mario no terminó la frase porque la mirada de Masinisa desde lo alto de la roca fue demoledora.

–Diez mil hombres. – Masinisa escupió las palabras con furia-. Yo también tengo mis problemas en Numidia, como Vermina y como tantos otros que debo eliminar. Y quedan muchos seguidores de Sífax que crean levantamientos en diferentes regiones. No puedo reunir a todas mis tropas y abandonar mi reino. Diez mil hombres tendrán que bastar.

Mario no se atrevió a decir más. Asintió y comenzó a descender hacia el valle. Una vez que su silueta se perdió en la distancia, uno de los oficiales maessyli se acercó a su rey y le habló con tiento.

–Realmente mi señor, no quedan ya casi enemigos y, si el rey quisiera, podríamos doblar o triplicar ese número de soldados con facilidad.

–Lo sé y nos interesa acudir para ver si podemos aprovechar la batalla que tendrá lugar para acabar con Tiqueo -respondió Masinisa algo más sereno desde que el romano partiera-, pero tampoco quiero ayudar tanto a Escipión. Si Publio Cornelio Escipión quiere derrotar a sus enemigos, tendrán que ser sus tropas las que lleven la mayor parte del combate. Si son valientes resistirán y vencerán pero, si no, Aníbal los masacrará y nosotros tendremos un fuerte ejército en la retaguardia para defendernos y poder alcanzar un pacto con Cartago. Y la verdad, no creo que las legiones de Roma resistan. No lo creo. Será interesante estar allí para verlo.