Los ciudadanos de Útica habían cerrado las puertas de su ciudad. Esta era una fortaleza levantada en las proximidades de la desembocadura del río Bragadas de camino hacia Cartago desde el lugar en el que Publio Cornelio Escipión había desembarcado con sus tropas. Todos tenían miedo, pero durante los días que precedieron a la llegada de los romanos, se consolaron pensando que las legiones del procónsul pasarían junto a su ciudad, saqueando sus campos y sus granjas de camino a Cartago pero sin detenerse, para dirigirse, con toda seguridad, al que debía de ser su objetivo principal: conquistar la capital del imperio púnico. Cuál no sería su sufrimiento y su dolor cuando vieron que el cónsul, en lugar de proseguir el avance con sus tropas, se detenía frente a las murallas de su ciudad y enviaba mensajeros para parlamentar.
Los habitantes de Útica no abrieron las puertas a estos mensajeros pero, en un intento por reducir los daños que los romanos pudieran ocasionarles, hablaron con ellos desde las murallas. El mensaje de los enviados del cónsul fue demoledor: o rendían su fortaleza o la arrasarían. Como era de esperar, los ciudadanos de Útica se negaron a rendirse y los mensajeros se retiraron. En Útica se reunieron los gobernantes de la ciudad y acordaron prepararse para la defensa de la ciudad. Las murallas que les protegían eran poderosas, no tanto como la inexpugnable Cartago, pero sí lo suficientemente recias y altas como para resistir un largo asedio, ya fuera por tierra, por mar o por ambas partes a un tiempo. Acordaron también enviar mensajeros por tierra y mar cuando el amparo de la oscuridad de la noche se lo permitiera, aunque aquello era, hasta cierto punto, innecesario, pues toda África sabía ya de la llegada de las legiones romanas, las legiones que llamaban «malditas» los propios romanos por estar constituidas por los restos de las tropas que huyeron de la masacre de Cannae en la que Aníbal aniquiló seis legiones de Roma en un solo día. No eran éstas pues tropas que les infundieran tanto temor. Sólo tendrían que resisitir un tiempo hasta que Cartago organizara el ejército que en pocos días se presentaría en Útica para poner en fuga a aquellos romanos que tan locos estaban como para desembarcar en África y pensar que con sólo dos legiones y unos pocos voluntarios más podrían doblegar la fuerza y el poder de una metrópoli, Cartago, que mantenía en jaque a Roma desde hacía más de catorce años.
Ésa y no otra fue la respuesta de Útica. No se rendirían.
–Útica -dijo Publio señalando las murallas tras las que se refugiaban todos los cartagineses y africanos de la región de la desembocadura del río Bragadas.
Los oficiales del procónsul se dispersaron. Todos sabían cuál era su cometido, de modo que sólo quedaron junto al cónsul sus lictores, Lucio, su hermano, el rey Masinisa, intrigado por ver qué planes desarrollaban los romanos para tomar esa fortaleza, y Lelio. Catón, por su parte, se mantenía en la retaguardia: su misión no era la de dirigir ningún ataque, sino la de supervisar las provisiones y las armas hasta que éstas fueran requeridas.
Varios manípulos de la V empezaron, bajo las órdenes de Cayo Valerio, a levantar dos grandes torres de asedio, que construían próximas a las murallas de la ciudad, pero a suficiente distancia para estar a salvo de cualquier tipo de arma arrojadiza. Silano, al mando del ejército de voluntarios, inició una serie de cargas sobre la puerta de la ciudad que eran repelidas por los defensores con el lanzamiento de lanzas, flechas y, cuando los legionarios de Silano llegaban a las murallas, arrojando aceite hirviendo. Quinto Terebelio en un extremo y Mario Juvencio en otro, con los hombres de la VI, empezaron a remover la tierra en torno a las murallas, acumulando enormes cantidades, de modo que fueron creando un gigantesco terraplén que, poco a poco, a medida que se acercaban a las murallas de la ciudad, crecía y crecía con el objetivo de quedar casi a su altura. Los trabajos llevarían días, pero el rey Masinisa desplegaba sus ojos muy abiertos intentando digerir con auténtica pasión todo lo que estaba viendo. Además, desde donde se encontraban podían ver cómo por mar se acercaba parte de la flota del procónsul, al mando de la cual iba Marcio, apoyado por Digicio.
–¿Voy a lo mío? – preguntó Lelio al cónsul.
–Sí-respondió Publio-. Tienes un día para montarla y mañana al amanecer atacaremos por todos lados. Útica tiene que caer antes de que Cartago reaccione y nos rodee con sus tropas.
Cayo Lelio aceptó la orden y se encaminó hacia la playa. En cierta forma estaba contento. Aquel asedio le mantendría alejado de Netikerty. La última persona con la que quería estar en aquellos momentos y que Publio se había empeñado en llevar a África por si les era de utilidad. En su recorrido hacia la playa, el veterano tribuno escupió en el suelo y maldijo su suerte. Se sentía solo. Con Publio aún distante y sus sentimientos traicionados por Netikerty, empezó a acariciar la idea de que una muerte en el campo de batalla sería la forma más noble de dar por terminada su vida al servicio de Roma.
Desde lo alto de un promontorio, el procónsul, acompañado ahora sólo por su hermano Lucio, observaba las maniobras de sus legiones. Masinisa le interpeló con curiosidad.
–¿Adonde va Cayo Lelio?
–Va a levantar una torre de asedio que montará sobre nuestras dos naves más grandes, dos quinquerremes, que luego aproximará por mar para acometer la conquista de las murallas de Útica que dan al mar. Es parecido a lo que hizo en Cartago Nova y que consiguió, aunque casi le costó la vida. Ésa es su misión.
–¿Y lo volverá a conseguir?
–En eso confío -concluyó el cónsul.
–Yo creo que sí -confirmó Lucio-. Lelio es de una pasta especial.
Luego se hizo el silencio por unos minutos hasta que, de nuevo, Masinisa volvió a preguntar al procónsul.
–Todos te sirven, todos están trabajando para conquistar esta ciudad para ti, todos menos yo. ¿Es que no puedo hacer nada?
Publio le respondió sin mirarle. Estaba demasiado atento a supervisar que los trabajos de sus legiones se llevaran a término tal y como había ordenado.
–Tú y tus hombres sois parte ahora de mi caballería y la caballería no me es útil en un asedio, pero ya habrá tiempo para combatir en campo abierto. Entonces, joven rey, entonces me servirás.
Masinisa aceptó la respuesta, aunque no se sintió cómodo, quieto, sin hacer nada, mientras venticinco mil legionarios trabajaban a destajo atacando unos y construyendo otros torres y terraplenes desde los que continuar el acoso y derribo de las defensas de aquella ciudad. Aún estaba en esas meditaciones cuando se vio sorprendido por el estruendo de varias rocas estrellándose contra la muralla alrededor de la gran puerta de Útica. Las catapultas de Silano habían comenzado a disparar.
–¿A qué esperas para ayudar a mi pueblo? – preguntó la reina Sofonisba al todopoderoso rey de Numidia. Sífax la miró con cierto aire de diversión. La joven estaba desnuda para él, al pie de su lecho, con un collar de oro y perlas, unas pulseras de plata y un brazalete de oro por todo abrigo. Collar y pulseras regalo de él mismo y un misterioso brazalete por el que Sífax preguntara en una ocasión sin obtener respuesta. Eso fue en la noche de bodas. Días más tarde el rey volvió a insistir y su joven esposa le explicó que el brazalete era regalo de su padre. Hizo ademán de quitárselo en aquel momento.
–Si a mi rey le molesta el brazalete me lo quitaré y no lo llevaré más, pero es un recuerdo de mi padre, de mi patria y, si no le importa a mi bello y fuerte rey, me gustaría poder llevarlo.
Sífax, como en tantas otras cosas, cedió. ¿Qué importaba que una hija quisiera llevar la joya que su padre le había regalado? Hasta cierto punto le enternecía. Tan descarada en el lecho y luego con esos gestos de tierna inocencia filial… la hacían aún más deseable a los ojos de Sífax. Pero aquello fue hace tiempo. Ahora los requerimientos de Sofonisba eran más exigentes. Empezó con que se le permitiera llevar una joya que no era regalo del rey, continuó después rogando por que abandonara el pacto al que había llegado con el general romano Escipión, y ahora, cuando el romano había desembarcado en África, desoyendo todas las advertencias que le había hecho, Sofonisba le pedía, una y otra vez, que le atacara.
Sífax era un hombre cauto, receloso de entrar en guerra si no era estrictamente necesario. Entre otras cosas, porque la guerra le era fastidiosa: se comía peor, había que combatir, aunque él cada vez lo hiciera menos y se limitara a mandar sus ejércitos y, sobre todo, se veía privado de hacer el amor tanto como a él le gustaba, pues las largas cabalgadas, la preocupación de conducir la guerra, el evitar levantamientos, el conquistar ciudades, eran tareas que si bien daban gloria y poder, menoscababan sus energías en la cama, el lugar donde más disfrutaba y en el que más tiempo le gustaba estar.
–¿Qué espera mi rey para cumplir sus promesas con su humilde y servicial esposa? El general romano os desafía; pese a tus advertencias ha desembarcado, lo que es en sí una agresión.
Sofonisba era hábil con las palabras, casi tanto como con su cuerpo desnudo. Sífax la miraba como quien admira un maravilloso trofeo de caza que lleva de un lugar a otro para que todos vean lo que ha sido capaz de atrapar con sus propias manos.
–Espero que me lo pidan -respondió al fin el rey.
–Yo te lo estoy pidiendo, rogando, suplicando -dijo Sofonisba entre aparentes lágrimas de sufrimiento.
–Que me lo pidan desde Cartago -apostilló Sífax.
No había terminado de pronunciar aquella sentencia cuando un soldado pidió permiso desde el exterior de la tienda para hablar con su rey. Sífax miró a su joven esposa y ésta se tapó con unas pieles de león. El rey dio una voz y el guerrero númida entró en la tienda.
–Habla -dijo el rey.
–Cartago envía mensajeros. Solicitan la ayuda del rey Sífax para expulsar al romano de África.
Sofonisba sonrió. El rey la miró serio. Hizo una señal con la mano y el guerrero partió. Esperaba una respuesta, pero si su rey no quería darla en ese momento y ordenaba salir, salir era lo que se debía hacer. Sífax seguía mirando a Sofonisba que, ya sin sonreír, miraba al suelo.
–¿Qué va a hacer ahora mi rey? – preguntó la joven al tiempo que muy despacio se iba descubriendo, tirando poco a poco de la gran piel de león con la que había tapado su hermoso cuerpo. Fue entonces el rey el que sonrió.
–Primero poseerte hasta que no pueda más. Después dormir hasta recuperarme. Luego comer hasta hartarme y luego acudir a la llamada de Cartago. Además, hay algo más que yo sé que tú no sabes aún.
Sofonisba, ya completamente desnuda, le miró intrigada.
–¿Qué más sabe mi rey?
–Sé que el rebelde Masinisa, después de escapárseme por segunda vez de entre las puntas de mis dedos, se ha refugiado con el general romano. Eso añade un punto de especial interés para mí. Atacar al romano ya no será sólo cosa de política y alianzas, sino que será algo mucho más personal. Ardo en deseos de decapitar a ese maessyli y pinchar su desleal cabeza en una jabalina. Ésa será la única forma en la que los maessyli dejarán de alzarse en armas contra mí cada vez que reduzco la presencia de mis ejércitos en el nordeste.
–Comprendo -dijo Sofonisba pensativa, dejando que de modo inconsciente su mano izquierda acariciara suavemente el brazalete dorado que abrazaba su antebrazo derecho. El gesto no pasó desapercibido para el veterano rey de los númidas. Sífax frunció el ceño y se quedó meditabundo.
–¿Y cuándo desea mi rey empezar a poseerme? – preguntó Sofonisba, reptando desnuda hacia su rey como una leona en celo, disipando con su sensualidad los interrogantes de Sífax al ahogarlo en un mar de besos lascivos y caricias excitantes que transportaron al númida a los rincones más perversos del placer. En el momento culminante, el rey de Numidia pensó que aquellos momentos bien valían una guerra.
Los romanos atacaban sin descanso las murallas de Útica, pero los defensores combatían con su fe puesta en un pronto auxilio desde Cartago y con gran destreza militar. Los embates contra la puerta eran repelidos con flechas, lanzas y, cuando el viento les era favorable, con fuego con el que conseguían incendiar los grandes troncos que, a modo de ariete, los legionarios de la V, a las órdenes de Silano, utilizaban para golpear con enorme furia los gigantescos portones de madera y hierro de la ciudad. Los terraplenes estaban prácticamente terminados, pues los hombres de la VI, apremiados por Quinto Terebelio y Mario Juvencio, habían trabajado sin descanso, pero los defensores habían comenzado a hacer uso de catapultas, arrojando enormes piedras desde el interior de Útica que caían a plomo sobre el enorme terraplén, derribando grandes bloques de tierra apelmazada haciendo de la tarea de los legionarios de la VI una obra eternamente inacabada.
–Las torres de asedio ya están -anunció Cayo Valerio con orgullo.
–Sea, pues -respondió con tensión el procónsul de Roma-. Por
Castor y Pólux, adelante con ellas. – Y es que la ofensiva sobre Útica llevaba ya varios días, las bajas eran cuantiosas, al igual que los heridos, y los avances en la posible conquista de la ciudad eran más bien escasos. Cayo Lelio ascendía por la colina hasta el puesto del praetorium. Parecía cansado pero satisfecho. – Ya está hecho -dijo.
–Perfecto -respondió Publio, ahora más seguro de que el éxito de aquella empresa militar estaba más próximo-. ¡Adelante! ¡Por Hércules, las tres torres a la vez! ¡Sí! ¡Y Útica cederá!
El rey Masinisa vio cómo una vez más los oficiales del procónsul partían para poner en marcha las órdenes recibidas, excepto Lucio, el hermano del general romano, que se quedaba junto a él. Observó con asombro cómo dos gigantescas torres de asedio, que los legionarios de la V habían estado levantando durante las últimos días, empujadas por caballos y hombres, se movían, pesada pero firmemente, hacia las murallas de Útica. Marco Porcio Catón se situó a su lado. El quaestor había decidido aventurarse aquella mañana a observar el nuevo intento del procónsul de doblegar a los ciudadanos de Útica. Su feroz resistencia alimentaba los ánimos de Catón y quería ver el nuevo despliegue del general con más detenimiento. El quaestor tenía el buen presentimiento de que todo iba a fracasar.
En la ciudad, los defensores vieron lo que sabían que tenía que llegar, pues habían sido testigos de cómo día a día los romanos iban erigiendo aquellos enormes mostruos de madera que ahora empujaban hacia sus murallas. Pero su sorpresa y desesperanza fue aún mayor cuando vieron cómo por mar, sobre dos inmensas quinquerremes que los romanos habían anclado y ocultado tras un recodo de la bahía, navegaba una tercera descomunal torre de asedio, suspendida sobre una compleja plataforma elaborada con los dos corvus y manus férrea de ambos buques entrelazados y afianzados por más troncos y sogas y refuerzos de hierro. Cayo Lelio dirigía las operaciones de aproximación a las murallas marinas de Útica.
Publio, junto a su hermano, miraba nervioso pero más confiado que en los últimos días. Después de todo, quizá los inacabados terraplenes no fueran a ser necesarios. Por tierra las enormes torres de asedio se acercaban pesadamente con su carga de hombres y armas hacia las murallas de Útica; por mar las quinquerremes navegaron hasta que sus proas impactaron contra el muro de la ciudad que se hundía en las entrañas del mar. Cayo Lelio ascendió desde una de las grandes naves, por el interior de la torre marina, hasta llegar al último de sus pisos. Desde allí dio las órdenes a voz en grito.
–¡Abrid el portón! ¡Por Hércules, bajad el maldito puente!
Y los legionarios cortaron con hachas las cuerdas que sostenían el largo portón de madera, que a modo de gigantesca manus férrea elevada, caía a plomo sobre las fortificaciones de lo alto de la muralla que defendía la ciudad de los ataques por mar. Por ella empezaron a salir legionarios a borbotones, animados por las voces de Lelio.
–¡Al ataque, al ataque! ¡Por Roma! ¡Por el procónsul! ¡Por las legiones!
Pero los defensores habían tenido tiempo de observar dónde iba a caer el puente de la torre marina, pues las quinquerremes, henchidos sus vientres por el peso de la enorme torre, se habían aproximado con gran lentitud hacia el muro, de modo que los legionarios fueron recibidos por varias andanadas de lanzas y flechas que parecían no tener fin. Decenas de legionarios cayeron al mar atravesados como fruta madura, mientras otros detenían la carga y con sus escudos se protegían como podían.
–¡Mantened la formación! – se desgañitaba Lelio, protegiéndose a su vez con un gran escudo de piel endurecida reforzado con hierro-. ¡Mantened la posición y avanzad, malditos! ¡Avanzad!
Pero entonces pasó algo que ninguno esperaba. Los habitantes de Útica dejaron de disparar para abrirse y dar paso a un regimiento de sus mejores soldados que se abalanzaron sobre el puente de la torre marina y entraron en combate con los legionarios que, sorprendidos por el repentino ataque de quienes sólo esperaban que se defendieran desde las murallas, cedían terreno, paso a paso. Cayo Lelio, no obstante, se abrió camino entre sus hombres y alcanzó la primera línea de combate. Clavó su espada en el hombro de uno de los cartagineses, se agachó, pinchó en la rodilla de otro, que se encogió por el dolor, lo que Lelio, a su vez, aprovechó para segarle la garganta que había dejado desprotegida. Se hizo sitio entonces en el hueco que el cartaginés había dejado y Cayo Lelio empezó a liderar el contraataque de sus hombres que, encorajinados por la presencia del tribuno, se rehacían y volvían de nuevo hacia el puente.
Los defensores del muro no estaban ociosos, sino que desde las murallas la emprendieron con flechas de fuego sobre las quinquerremes. Al principio Marcio y sus hombres se las compusieron para apagar los pequeños incendios que surgían por todas partes, pero tal fue la lluvia de flechas de fuego que al fin las llamas prendieron por todos los flancos de ambas naves y empezaron a ascender por la torre lamiendo sus vigas de madera.
Marcio miró hacia arriba. En lo alto de la torre Cayo Lelio luchaba enconadamente en el puente, pero abajo ya todo estaba perdido. El fuego lo consumía todo y sus hombres se arrojaban al mar para, nadando entre flechas y lanzas, alcanzar las trirremes que Digicio, en una sabia decisión, había aproximado lo suficiente para que los legionarios pudieran llegar a nado a las mismas y refugiarse, pero, al tiempo, no las había desplazado tan cerca como para ser pasto de la misma lluvia de lanzas, piedras y dardos incendiarios que habían destrozado las quinquerremes. Marcio gritó a Lelio.
–¡Lelio, al mar, al mar, al mar! ¡Por Júpiter, arrojaos al mar! ¡Todos!
En ese momento, una de las dos naves que sostenían la torre lanzó un crujido largo y profundo que sonó a muerte, preludio de su agonía. Marcio sintió el suelo de la cubierta temblando bajo sus pies y, sin esperar más, se lanzó por la borda junto con los pocos marineros que aún quedaban a su lado. El temblor de la nave resquebrajándose sacudió a su vez las endebles vigas de la torre ya medio consumidas por las llamas haciendo que varias se quebraran. Cayo Lelio pinchaba, cortaba y se protegía con su escudo rodeado por un nutrido grupo de legionarios cuando el suelo del puente se levantó de izquierda a derecha y, para cuando romanos y cartagineses fueron a percatarse de lo que estaba pasando, todos volaban por los aires rumbo a las aguas del mar.
En tierra firme, la suerte de las otras dos torres de asedio no había sido mucho mejor. Publio Cornelio Escipión, acompañado por el joven Masinisa, contemplaba cómo eran pasto del fuego provocado por los innumerables racimos de flechas en llamas que los cartagineses habían lanzado desde el interior de la ciudad y desde las propias murallas. Los legionarios de la V retrocedían despavoridos buscando refugio en la lejanía de aquellos muros que sólo escupían fuego, pez hirviendo y muerte. Cayo Valerio era una pobre figura en medio de todo aquel desastre intentando poner orden y rehacer las filas de sus manípulos.
–¡Deteneos, malditos, deteneos y regresad a las torres! ¡Por Hércules, hay que volver a ascender por las torres! – Pero los hechos rebatían las palabras del primus pilus con la terquedad de la realidad incontestable: las torres, envueltas en un mar de llamas, casi al mismo tiempo, caían en ruinas hacia un lado, como árboles abatidos por la constante hacha de un leñador de fuego.
Publio se pasó la palma de su mano derecha por el pelo de su cabeza, de arriba abajo, y miró al suelo. Suspiró. Luego se pasó la mano izquierda por su barbilla perfectamente rasurada y volvió a tomar aire. Lucio no decía nada. No quería añadir más dolor a su hermano con comentarios inoportunos. A sus espaldas dos mensajeros llegaron cabalgando a la vez. El procónsul se volvió hacia ellos. Los lictores, que reconocían en aquellos hombres sendos centuriones de la V, se hicieron a un lado. Los dos oficiales se miraron entre sí como preguntándose quién hablaba primero, pero el procónsul no tenía tiempo para dudas y se dirigió al que había llegado desde la playa primero.
–Habla, centurión.
–Sí, mi general. La torre de asedio de las quinquerremes ha caído y con ella han muerto muchos hombres, pero el tribuno Cayo Lelio, que estaba en lo alto de la torre junto con algunos más, ha sobrevivido milagrosamente y se encuentra bien, mi general.
Publio asintió repetidas veces. Ya había visto desde la distancia lo de la torre marina, pero saber que Lelio estaba bien pese a todo aquel fiasco era una información muy relevante que agradeció recibir.
–Bien, centurión, bien… muchos hombres… ¿cuánto es muchos hombres?
–No lo sé, mi general, Marcio y Lelio calculan que unos cien han muerto, más unos treinta heridos.
Cien, ciento treinta hombres fuera de combate, más otros tantos al menos, si no más, que habían caído con las torres de asedio que dirigía Cayo Valerio. Habían perdido más de doscientos hombres y no habían conseguido nada. Nada. El procónsul sentía la figura erguida de Catón moviéndose despacio a sus espaldas y percibía la felicidad del quaestor. En todo caso, de momento al menos, Catón permanecía callado. Pero quedaba el segundo mensajero. Publio se limitó a mirarle y éste empezó a hablar.
–Los cartagineses han enviado un ejército de caballería desde Cartago. Son unos cuatro mil jinetes, mi general.
Cuatro mil jinetes. Cuatro mil.
–¿Y nada más? – preguntó el cónsul-. ¿No han enviado infantería con ellos?
–Eso es lo que hemos visto. Se han resguardado en la ciudad de Saleca, a un día a caballo de aquí.
–¿En una ciudad? – Publio estaba sorprendido y miró a Lucio, que se encogió de hombros, y luego al rey de los maessyli-. ¿Un ejército de caballería acampado en una ciudad en plena primavera, casi verano?
Masinisa compartía la misma sorpresa. La caballería no valía para nada entre las murallas de una ciudad. Con buen tiempo, como el que hacía en aquellos días, su lugar era acampada en campo abierto, donde rápidamente los jinetes pudieran montar sus caballos y lanzarse a una carga en una amplia llanura. Allí era donde el potencial devastador de una fuerza de caballería tan numerosa resultaba práctimente invencible.
–¿Sabemos quién es el genio que lidera ese ejército de caballería? – preguntó Publio.
–Atrapamos a unos mercaderes que salían de Saleca. Dicen que han llegado bajo el mando de Hanón.
El cónsul se giró hacia Masinisa.
–Es un inútil -confirmó el rey exiliado-. Es vanidoso e incompetente en lo militar.
Publio asintió. El hecho de llevar la caballería a una ciudad confirmaba la valoración de Masinisa.
–Bien -dijo Publio entonces dirigiéndose a Masinisa-. Ardías en deseos de servirme, ¿no, joven rey de los maessyli? Pues ésta es tu ocasión. Cogerás a tus hombres y atacarás Saleca.
El rey le miró confundido. Sólo disponía de doscientos jinetes y eso gracias a que algunos maessyli más se habían incorporado recientemente, atraídos por la presencia de las legiones romanas, pero Hanón, aunque fuera un inútil, tenía cuatro mil; sin embargo, el procónsul no le dejó replicar.
–Partirás al amanecer -apostilló Publio al tiempo que se alejaba colina abajo para reorganizar su ejército en medio de aquel desastre de asedio, pero sin volverse ya hacia atrás, añadió unas palabras-. Te daré algunos refuerzos para que puedas regresar con vida de Saleca.
El joven rey Masinisa se quedó contemplando cómo el procónsul, rodeado de sus doce lictores y acompañado por su hermano Lucio y los dos centuriones que habían traído todas aquellas noticias, descendía de la colina dejándole a solas con dos de sus guardias númidas y un silencioso Marco Porcio Catón que no dejaba de admirar las llamas que consumían las derribadas torres de asedio romanas.
Masinisa sacudía la cabeza. De hecho, todo alrededor de Útica eran llamas, centenares de romanos se afanaban en retirar heridos y recoger armas que habían quedado desperdigadas por los alrededores de las consumidas torres. En la playa, varias trirremes descargaban más heridos y muertos. El asedio estaba siendo un total y completo desastre y ahora aquel hombre le enviaba con sus pocos jinetes contra un ejército veinte veces más numeroso. ¿Unos refuerzos? ¿Qué entendía el cónsul por unos refuerzos? ¿Era aquél el mismo hombre que había conquistado Hispania? Uno de los guardias númidas se acercó al rey.
–¿Qué hacemos? – le preguntó en su lengua.
–Nos preparamos para el combate -respondió Masinisa-. Quizá sea nuestro último combate. – Y le puso una mano en la espalda. El joven guardia se sintió halagado y orgulloso de que su rey le tratara con aquella familiaridad. Descendieron de la colina. Catón se sentó sobre una roca. El espectáculo dantesco de las «legiones malditas» replegándose y retirando heridos era apasionante. Tenía buenas noticias para Quinto Fabio Máximo.
En su tienda, recostado de lado mientras el médico Atilio le curaba algunas heridas, el tribuno Cayo Lelio maldecía su mala suerte. En aquel momento irrumpió Publio en su tienda. El médico, Netikerty y el par de esclavos que había ayudado a Atilio salieron ante la intensa mirada del procónsul. Lelio se volvió y vio al general sentándose a su lado.
–¿Estás bien? – preguntó Publio.
–He estado mejor, pero si lo que preguntas es si puedo combatir, sí, sí que puedo. – Bien.
–Aunque ahora que lo de las torres de asedio ha salido tan mal, no sé qué vamos a hacer.
Publio miró al suelo buscando una respuesta. Levantó al fin el rostro despacio y habló con la seguridad propia del hombre tenaz.
–Haremos, Lelio, lo mismo que Aníbal lleva haciendo en Italia durante catorce años: resistir.
Lelio asintió mientras se palpaba un enorme cardenal en una de sus piernas y contraía el rostro compungido por el dolor.
–Sea -dijo el tribuno entre dientes.
–Por de pronto nos envían cuatro mil jinetes, los cartagineses, y he pensado -continuó Publio- que Lucio se quede al mando aquí en Útica y que tú y yo nos encarguemos de ese ejército de caballería.
Lelio asintió una vez más y apretó los labios. Publio le puso entonces la mano derecha en el hombro y sin decir más salió de la tienda. Tenía muchas cosas en las que pensar. La invasión de África no había empezado bien. Todo lo contrario que en Hispania. El procónsul de Roma avanzaba por el campamento bajo las atentas miradas de sus hombres. Se esforzó por caminar erguido, decidido, como un líder que no pierde la esperanza.
Masinisa cabalgaba ligero, resuelto, seguido por sus doscientos jinetes númidas directos hacia las puertas de Saleca. Habían llegado al anochecer y allí varios legionarios, exploradores de la V, que mantenían vigilada la ciudad para tener informado en todo momento al procónsul de los posibles movimientos de los cartagineses, recibieron con cierta sorpresa al joven rey de los maessyli.
–¿Siguen en la ciudad? – preguntó Masinisa aún sobre su caballo.
–Así es -respondió el centurión al mando de aquel puesto de guardia.
–Bien -respondió el rey-. El procónsul me envía para atacar Saleca.
El centurión no dijo nada y se limitó a mirar los escasos hombres con los que llegaba el rey exiliado del nordeste de Numidia al servicio del procónsul. Masinisa se dio cuenta de que el centurión estaba a punto de reírse, pero no lo hizo, seguramente por respeto, no a su persona, sino al procónsul que había ordenado aquella maniobra, y un oficial romano no podía hacer mofa de lo que el procónsul había ordenado, aunque pareciera absurdo.
El sol ya había desaparecido y las sombras de la noche se cernían sobre Saleca. Masinisa decidió olvidarse de esos legionarios. Era evidente que el procónsul sólo hacía partícipes de la complejidad de sus planes a unos pocos elegidos y él estaba entre ellos, pero no aquellos exploradores. Si el general romano llegaba alguna vez a vencer en África, estaba claro que él volvería a ser rey. Claro que lo visto en Utica no presagiaba nada en ese sentido, pero no tenía más caminos ni más aliados. Sífax había puesto precio a su cabeza, apenas tenía hombres leales, su pueblo estaba sometido y los cartagineses dependían del propio Sífax para luchar contra Roma. Sólo Roma era su aliado y Roma había enviado a aquel general, aquel procónsul.
Masinisa vio que los legionarios habían encendido una hoguera.
–¿No han enviado a nadie a investigar esa hoguera? – preguntó el rey númida a los romanos.
El centurión negó con la cabeza.
–Deben de sentirse muy seguros esos cartagineses. Bien. Pues la usaremos nosotros ahora. – Y a una señal suya, sus doscientos jinetes encendieron antorchas acercándose a la gran hoguera de los exploradores.
El regimiento númida de Masinisa, con él al frente, se lanzó al galope hacia la ciudad de Saleca ante la perpleja mirada del centurión y su pequeño grupo de legionarios.
–Los van a masacrar -sentenció, aunque para entonces Masinisa ya estaba lejos-, pero hay que reconocerles coraje.
Los númidas avivaban si cabe aún más su galope sosteniendo en alto sus antorchas. A medida que se acercaban a la ciudad se desplegaron y se separaron, de modo que desde las fortificaciones de Saleca, los sorprendidos cartagineses que vigilaban el horizonte en torno a la ciudad, sólo acertaban a ver antorchas que avanzaban hacia ellos en una larga formación que abarcaba casi media milla. Imposible cuantificar en la noche recién caída sobre el desierto de África la cantidad de enemigos que les atacaban. Los cartagineses se pusieron en pie de guerra y acudieron en tropel a lo alto de las no muy elevadas y poco protegidas murallas de Saleca. Aquella ciudad no era Útica, sino un pequeño enclave donde los mercaderes se detenían a intercambiar productos en sus grandes rutas por el norte de África. Saleca no estaba pensada para resistir un gran ataque y de ahí el temor de Hanón, el general púnico al mando, que, advertido por los gritos de sus hombres, ascendió con rapidez a una de las pequeñas torres de madera que se habían levantado hacía tiempo junto a las mismas puertas de la ciudad. Hanón no podía creer lo que veía. Ellos habían salido de Cartago para atacar a los romanos y ahora eran ellos los atacados. No lo esperaba. Estaba aguardando la llegada de la infantería que Asdrúbal Giscón debía traer en poco tiempo y también la incorporación del ejército del rey Sífax. Todos unidos arrasarían a las dos legiones romanas, pero ¿quiénes eran aquellos jinetes que se lanzaban sobre ellos en la noche con aquellos terribles alaridos?
–Son númidas, general -dijo uno de los centinelas de la puerta, que reconoció algunos de los gritos.
–Númidas… -repitió Hanón intentando serenarse y encontrar sentido a todo aquello-. Maessyli, seguro, rebeldes, seguro.
Los jinetes de Masinisa llegaban hasta las fortificaciones y arrojaban sus antorchas hacia las mismas, prendiendo las empalizadas en las que culminaban las murallas de adobe, y, sobre todo, iniciando un importante incendio en las mismas puertas de la ciudad. Los cartagineses, bajo las órdenes de Hanón, se ocuparon más en extinguir los fuegos que surgían en las defensas de Saleca que en contrarrestar las jabalinas y flechas que los númidas atacantes les lanzaban tras las antorchas, pero una vez que los incendios empezaron a remitir por los esforzados trabajos de los púnicos, Masinisa ordenó que sus hombres se replegaran. En menos de media hora de loco ímpetu y batalla, el rey rebelde del nordeste de Numidia regresaba junto al centurión que había sentenciado su muerte.
–Esta noche los cartagineses dormirán poco -dijo Masinisa al centurión-. Nosotros, por el contrario, descansaremos. Mañana será un día de guerra.
El centurión, con sudor en las manos y la frente, replicó con cierto enfado al rey númida.
–¿Y si salen a contraatacar ahora? Acabarán con todos nosotros, maldito númida.
Masinisa desmontó de su caballo, se acercó al centurión, le cogió de la coraza, lo levantó un metro en el aire y lo arrojó contra el suelo a varios pasos de distancia. El centurión rodó como un tronco rueda por la ladera de una montaña. Se levantó y desenfundó su espada al tiempo que lo hacían sus hombres, pero Masinisa, arropado por decenas de sus jinetes, ni se inmutó y se limitó a responder al oficial romano.
–No saldrán, imbécil. No saben cuántos somos. Sólo saben que tienen miedo y dormirán mal. Mañana al amanecer continuaremos. Ahora vamos a descansar y tú y tus hombres haréis lo mismo. El procónsul me ha ordenado que ataque Saleca hasta que los cuatro mil jinetes de Hanón salgan y eso pienso hacer.
La mención una vez más de las órdenes del procónsul surtieron el efecto que Masinisa buscaba. El centurión escupió en el suelo pero se tragó su orgullo y envainó la espada y junto a sus legionarios se separó de los númidas para regresar a sus tres tiendas donde recluirse y pasar la noche. Dejarían a un par de hombres de guardia y que los dioses velaran por ellos. Al amanecer buscarían refugio en las ruinas de una torre que había a menos de una hora de marcha en dirección a Útica y que los númidas se las compusieran como pudieran con toda la guarnición cartaginesa y mercenaria de Saleca. El cónsul sólo les había ordenado a ellos vigilar y no pensaban hacer otra cosa.
Cayo Lelio desmontó de su caballo. Pronto amanecería. El resto de los hombres de las diferentes turmae de la V legión le imitó. Habían descansado unas horas y ahora les tocaba esperar el nuevo día. Cayo Lelio dejó las riendas de su caballo a un soldado y caminó unos pasos para estirar las piernas. Le dolía el hombro y un poco el muslo, pero había tenido mucha suerte. Ninguna de las vigas de la torre de asedio cayó sobre él cuando la gigantesca estructura se desplomó en medio del mar. Luego sólo tuvo que matar con su daga a un par de cartagineses que había caído junto a él. Después nadar y subir a la trirreme que comandaba Digicio. Digicio siempre fue un buen soldado. Valiente en el combate. Excelente marinero. Todos tuvieron suerte, excepto los que cayeron abatidos. Un par de centenares caídos en el infructuoso intento de tomar Utica con las torres de asedio. Las cosas no marchaban bien. Pero no había descanso. De la torre de asedio a conducir la caballería de la V hasta aquellas colinas donde una fortificación en ruinas se levantaba olvidada por el tiempo. ¿Quién levantaría esas murallas agrietadas y pulidas por el viento hasta dejarlas en pequeños testimonios de un poder perdido? Se adivinaba también una torre justo en el otro extremo de aquel pequeño valle, justo allí donde Publio debía estar esperando con las turmae de la VI y el resto de la caballería reclutada en Siracusa. Aquella campaña no dejaba ni un día para el descanso. Lo bueno es que la caballería no había intervenido en el asedio de Útica y estaban frescos todos y deseosos de entrar en combate. Él también estaba contento allí. Salir del asedio y pasar directamente a comandar la caballería de la V le evitaba tener que regresar cada noche a su tienda y ver a Netikerty. Podría ordenar que estuviese en otra tienda, pero Publio estaba empeñado en que la protegiera personalmente y en que aparentemente entre ellos dos, amo y esclava, todo estuviera como si la traición de la egipcia nunca se hubiera descubierto.
–Has de cuidar de esa esclava como de mí mismo, ¿me entiendes, Lelio?
Eso había dicho Publio. Así que la mantenía en su tienda vigilada por dos esclavos de su confianza. Eso, claro, hacía inevitable tener que verla si regresaba a su tienda. No. Allí, en medio de aquel valle, entre ruinas olvidadas, estaba mejor. Esperando el amanecer, a punto de entrar en combate de nuevo. Seguramente ésta sería su última campaña. Lelio olía la muerte. La presentía cercana. Estaban en territorio enemigo, no como en Hispania, que, a fin de cuentas, era territorio enemigo tanto para romanos como para cartagineses, pero no allí. Allí ellos, los romanos, eran los que todos querían ver muertos: cartagineses, númidas y todos los pueblos del norte de África. Nadie quería que el poder de Roma llegara hasta sus costas y todos se aliaban contra ellos y ellos eran pocos. Pocos.
Cayo Lelio, tribuno y jefe de la caballería romana de las «legiones malditas», se enfundó el casco. El alba estaba despuntando. Pronto sería hora de combatir.
Publio se abrigó con el paludamentum. Eran extrañamente frías ias noches pese a estar en medio del verano y un viento proveniente del interior agudizaba la sensación de frío. Apenas había una tímida luna creciente, pero era suficiente para proyectar una alargada sombra bajo la que había encontrado refugio del viento. Era la silueta de la torre fortificada que Agatocles, tirano de Siracusa, ordenara levantar en ese lugar para tener un posición protegida en sus incursiones por África. Agatocles. Publio miró hacia arriba. No era mucho lo que quedaba de aquella torre pero era testimonio de que lo que él mismo estaba ahora intentado era una buena idea. Agatocles, un pobre miserable de Siracusa que con habilidad y astucia ascendió en la escala social, primero casándose con una rica viuda, para terminar controlando gran parte del comercio de la metrópoli griega y desde ese poder lanzar diatribas contra la nobleza dominante, contra la que desencadenó un golpe de Estado apoyado por el pueblo hasta convertirse en el amo y señor de Siracusa. Publio pasó la palma de su mano desnuda por las piedras de la base de aquella torre. Agatocles, que consiguió casarse con una hijastra de Ptolomeo I Sóter, general que fuera de Alejandro Magno reconvertido en rey de Egipto; Agatocles, que en medio de su reinado consiguió casar a su propia hija con el audaz Pirro, rey del Épiro. Tal fue el poder de Agatocles, soberano de Siracusa, que bajo su reinado el imperio de Cartago tembló. Agatocles dominaba Siracusa y desde allí toda Sicilia, y desde Sicilia todos los mares del Mediterráneo occidental gracias a una compleja trama de alianzas con las ciudades costeras griegas. El enfrentamiento con Cartago era inevitable y el choque fue descomunal. Al final, los cartagineses, tras varios años de guerra despiada, acorralaron a Agatocles en Siracusa y la suerte parecía estar echada. Fue entonces cuando la auténtica genialidad de aquel tirano de Siracusa quedó patente: asediado por los cartagineses en Sicilia, en lugar de defender su propio territorio, embarcó un pequeño pero bien adiestrado ejército en una flota, cruzó el mar y desembarcó las tropas en África, cerca de Cartago. Los cartagineses, que gracias a su poder y dominio centenario en la región carecían de enemigos próximos a sus tierras, se vieron sorprendidos. Agatocles inició una rápida serie de incursiones salvajes y terroríficas por toda África que obligaron a los cartagineses a replegarse de Sicilia y traer sus ejércitos y flotas de regreso a África para, finalmente, verse obligados a pactar una paz con el propio Agatocles, que se aseguró así el dominio de toda Sicilia durante casi veinte años más ininterrumpidos. Publio admiraba aquellas piedras. Eran obra de un genio. La idea, pues, de su propio padre y de su tío, Publio y Cneo Escipión, de llevar la guerra a África no era tan nueva. Era sólo que Roma ya lo intentó una vez en el pasado con Régulo y salió mal, pues los cartagineses, que habían aprendido de su error pasado, habían conformado nuevas alianzas para asegurarse una defensa de su propio territorio en caso de invasión. En aquella nueva ocasión, Cartago recurrió al espartano Jantipo quien, con su destreza militar, masacró las legiones de Régulo. Roma nunca más volvió a intentar nada en África, pues para cuando debía desembarcar Sempronio con varias legiones, Aníbal emergió en el norte de Italia y sus tropas fueron reclamadas por el Senado romano para apoyar a las legiones del norte. Nunca más se volvió a intentar la invasión de África. Hasta ahora. Hasta ese momento. Pero si a Agatocles le salió bien el plan, ¿por qué no a ellos? Quizá porque ahora los cartagineses tenían a Sífax, como antes tuvieron a Jantipo… quizá porque, si todo les fallaba, recurrirían a Aníbal.
Publio había dormido mal. El desastre de Útica pesaba sobre su ánimo, en particular los más de doscientos hombres perdidos. No tenía tantos legionarios como para permitirse errores como aquél. Además, entre las tropas estaba esparciéndose el mal de la desesperanza. Muchos oficiales, a sus espaldas, hablaban de que si las legiones V y VI no habían conseguido que cayera la segunda ciudadela de Locri, mucho menos fortificada, ¿cómo iban ahora a conseguir que Útica sucumbiera a sus armas? La primera ciudadela de Locri fue tomada gracias a la traición de parte de sus ciudadanos, pero con Útica esto era del todo imposible. Útica era un firme y leal aliado de Cartago desde hacía decenios y la propia Cartago no tardaría en enviar refuerzos. Publio sabía que eso era lo que se comentaba a su alrededor, de momento sólo en voz baja, en cuchicheos que callaban cuando el procónsul aparecía, pues en cuanto salía del praetorium y caminaba entre sus legionarios las conversaciones se interrumpían y, aunque eso pasaba con frecuencia, ahora, en lugar de mirarle con admiración, como ocurría en Hispania, se le saludaba por la inercia que el respeto a la figura del procónsul despertaba entre ellos. Al menos, eso habían conseguido: que los legionarios respetaran a un procónsul. Pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Cuántos muertos más tolerarían las «legiones malditas» a los pies de las impenetrables murallas de Útica?
Publio Cornelio Escipión salió de entre las sombras. Su rostro serio, adusto, de facciones marcadas, con una piel ya algo ajada para sus treinta y un años, era visible no ya por la luna, sino por los primeros reflejos del alba que emergía en el horizonte del desierto. Se había escuchado ruido de cascos de caballos al galope. El procónsul miró hacia su espalda, por encima del hombro. Mil quinientos jinetes montaron en sus caballos con tan sólo esa mirada. Las bestias piafaban y algunas, nerviosas, empezaron a relinchar. El procónsul miró entonces hacia el frente: se distinguían las sombras de Lelio y las turmae de la V. Necesitaba una victoria y esa victoria la necesitaba ya.
–Mi caballo -dijo sin elevar el tono de voz, y un lictor le acercó las nendas de un precioso corcel negro-. Que se preparen los hombres. Atacaremos a mi señal y que los dioses nos protejan.
Los doce lictores montaron en sus propios caballos. Iban a entrar en combate. No era frecuente que un cónsul tomara posiciones en la primera línea, pero tampoco era frecuente invadir África.
Hanón vigilaba sin descanso patrullando con sus oficiales desde la madrugada por las fortificaciones de Saleca. Quería ver si el que había atacado a la caballería púnica y númida de Cartago seguía allí, frente a la ciudad. La luz del sol, aún oculto tras las dunas del desierto, certificó sus presagios. Ante ellos se veía a un par de cientos de jinetes númidas rebeldes y un líder a su mando.
–¿Es Masinisa? – preguntó Hanón a uno de los oficiales númidas al servicio de Cartago. El oficial llevaba unas brillantes pieles de león a modo de capa, dos largas jabalinas cruzadas a su espalda y un escudo ligero de cuero grueso y seco atado a su antebrazo izquierdo. El númida examinó la figura del joven rey de los maessyli mientras éste levantaba su espada en señal de desafío. El oficial escuchó cómo Masinisa gritaba unas palabras al aire henchidas de odio y fuerza.
–Es Masinisa, sí-concluyó.
–¿Qué ha dicho? – inquirió Hanón.
El oficial númida respondió al general cartaginés sin dejar de mirar a Masinisa.
–Ha dicho que hoy morirán todos los númidas que no saben reconocer a su auténtico rey y todos los cartagineses que les ayudan.
Hanón lanzó una sonora carcajada a la que se unió el resto de los oficiales cartagineses. El oficial númida, no obstante, permaneció en silencio.
–¿Y eso nos lo dice con sólo doscientos jinetes a su mando? – Hanón preguntaba aún entre risas-. ¿Cuál es tu nombre, númida? El oficial le miró entonces. – Búcar, mi general, mi nombre es Búcar.
–¡Pues por Baal, Búcar, hoy vamos a cenar cabeza de rey rebelde servida en salsa! – Y todos los oficiales cartagineses volvieron a reír-. ¡Sacamos toda la caballería! ¡Mis cuatro mil jinetes salen de caza! ¡Que las mujeres de Saleca estén dispuestas para nosotros al atardecer!
Búcar esbozó una pequeña sonrisa con cierto esfuerzo. Pensó en decir que las órdenes de Cartago y Numidia eran que la caballería debía esperar a la llegada del grueso de los ejércitos al mando de Giscón y Sífax; pensó en decir que Masinisa era experto en sobrevivir a cacerías como aquélla; pensó en decir que él mismo, Búcar, siguiendo las instrucciones del rey Sífax, ya había salido a la caza de Masinisa en más de una ocasión y que incluso llegaron a dar por muerto al maldito rebelde de los maessyli, pero que una vez más estaba allí. Pero Búcar no dijo nada, porque no había nadie con quien hablar ya. En unos segundos, Hanón había descendido de las fortificaciones y, montado sobre su caballo blanco, cruzaba ya las puertas con sus oficiales púnicos. Búcar no tenía prisa. Que los cartagineses vayan en vanguardia. Él, con sus jinetes númidas, cabalgaría tras ellos. Búcar hacía tiempo que había dejado de ambicionar la gloria. Últimamente se concentraba en su supervivencia.
Masinisa vio salir a la caballería púnica de la fortaleza de Saleca.
–Vienen al galope, mi rey -dijo uno de sus leales jinetes con una mezcla de nervios y ansia.
–¡Pues al galope los recibiremos! – respondió Masinisa, y golpeando con todas las fuerzas de sus talones en los costados de su caballo inició una carga contra la caballería cartaginesa que, al estar aún saliendo de la ciudad por la estrecha puerta, no había tenido tiempo material para posicionarse en una larga línea de combate-. ¡Por Numidia! ¡Por los maessyli!
Sus guerreros, enfervorizados por los gritos de guerra de su joven rey, le imitaron y todos a una, como una avalancha de nieve en una montaña rocosa, cayeron sobre los caballeros púnicos mientras seguían saliendo por las puertas de la ciudad.
Los cartagineses en el exterior de las murallas ya eran más de quinientos, frente a los tan sólo doscientos jinetes de Masinisa, pero se vieron sorprendidos por la rapidez del ataque de los maessyli y también por su violento empuje que hizo que muchos guerreros púnicos hicieran retroceder a sus caballos hasta refugiarse bajo las fortificaciones de la ciudad. Masinisa se dirigió a por el general de sus enemigos, pero Hanón reculó con su caballo y una decena de jóvenes jinetes púnicos salió a cortar el paso del joven rey de los maessyli. Masinisa se sintió contrariado y con golpes certeros abatió a uno, dos, tres jinetes, antes de que nadie tuviera oportunidad para responder con un golpe. Al fin, uno de los cartagineses blandió su espada con cierta agilidad y la hizo chocar contra el escudo del rey númida. Fue lo último que hizo, pues uno de los maessyli que acudían en ayuda de su señor clavó al osado cartaginés una jabalina que le atravesó de parte a parte, entre el corazón y los pulmones. El cartaginés se atragantó entre los borbotones de su propia sangre y con los ojos bien abiertos, mirando a un cielo que para él quedaba ya vacío, cayó de su caballo para ser pisoteado por los animales de los unos y los otros, enfrascados en una batalla sin cuartel a las puertas mismas de Saleca. Pronto el empuje de los maessyli dejó de ser suficiente para abatir a sus enemigos, pues éstos, a los gritos de su general, continuaban saliendo a decenas por las puertas de la ciudad. En poco tiempo, ya había más de setecientos jinetes púnicos y varios grupos se alejaban del centro de la lucha para, rodeando a guerreros y bestias entretenidos en su mortal disputa, intentar alcanzar a los maessyli por la retaguardia y así transformar lo que se había iniciado a modo de victoria para aquéllos en su exterminio colectivo y sistemático a manos de las espadas púnicas que clamaban venganza por sus compañeros caídos en los primeros compases de aquella batalla.
Masinisa repartía mandobles a ambos lados de su montura, pero ni los golpes que lanzaba contra sus enemigos ni los que frenaba o evitaba con rápidos movimientos sobre su caballo, le impedían mirar de reojo a todos lados para no perder ni la orientación ni el sentido de lo que estaba ocurriendo en el conjunto del enfrentamiento. Pronto comprendió la maniobra que Hanón estaba realizando, así que, igual de súbito que inició el ataque, aulló con todas sus fuerzas palabras en su lengua que todos sus guerreros comprendieron al instante. En un segundo, los maessyli supervivientes, unos ciento ochenta, daban media vuelta a sus caballos, lanzaban una andanada de jabalinas mientras las bestias giraban, y al momento las azuzaban para empezar a galopar en dirección opuesta a la ciudad.
Los cartagineses vieron cómo se replegaban los maessyli a gran velocidad, alejándose a toda prisa. Tras ellos dejaban una cincuentena de jóvenes jinetes púnicos, demasiado bisónos y mal entrenados, muertos, atravesados por espadas y jabalinas de los rebeldes maessyli. Hanón miró a su alrededor con rabia y odio. Entre los muertos aquella mañana había varios caballeros hijos de importantes nobles de Cartago que se habían apuntado para lo que todos pensaron que iba a ser una campaña fácil de aniquilamiento de las legiones romanas, como antaño hiciera Jantipo con Régulo y los suyos, toda vez que, juntados los ejércitos de Giscón y Sífax triplicarían en número a los malditos romanos. Hanón consideró por un instante que había infravalorado la capacidad destructiva de aquellos pocos rebeldes maessyli, pero tenía claro que lo único que podía borrar aquel episodio y suprimir las duras críticas de los gobernantes de Cartago a lo que allí acababa de ocurrir era el extermino completo de aquellos maessyli. Hanón miró a su espalda y comprobó que sus dos mil jinetes estaban ya en el exterior de la ciudad y dispuestos para emprender la persecución, mientras que las tropas de masaessyli de Búcar estaban empezando a incorporarse al resto de la formación.
–¡Al ataque, por Baal y Tanit! – exclamó el general cartaginés-. ¡Que no quede ni uno vivo! ¡Muerte a todos los maessyli rebeldes! ¡Muerte a los amigos de Roma!
El centurión romano del puesto de guardia había visto el ataque inicial de Masinisa y la retirada que emprendía a toda velocidad en dirección hacia donde ellos mismos se encontraban.
–¡Malditos sean todos los dioses! – gritó y ordenó a todos sus hombres que se desperdigaran y se perdieran por entre las grandes dunas que se levantaban a unos centenares de pasos-. ¡Escondeos y que los dioses os protejan!
Los veinte legionarios del puesto de guardia se escondieron justo a tiempo de hacer desaparecer sus siluetas entre las dunas escuchando cómo las bestias de los maessyli pasaban cerca de ellos a galope tendido en una huida que pronto debería acabar en masacre y muerte.
Publio Cornelio Escipión alzó su brazo derecho. Los decuriones de todas las turmae estaban atentos a su brazo en alto. Los bucinatores y tubicines, legionarios encargados de hacer sonar las tubas con las que transmitir la orden de ataque a las turmae de la otra vertiente de aquel valle, donde se encontraba el tribuno Cayo Lelio, inspiraron para tener sus pulmones henchidos y dispuestos para hacer funcionar sus instrumentos. El ruido de los cascos de caballos sobre la tierra prieta del centro del valle que se había oído lejano se había transformado ya en un atronador eco de decenas, centenares de jinetes al galope. Tras unos instantes de expectación para todos, el rey de los maessyli surgió en medio del valle cabalgando a toda prisa, mirando atrás de cuando en cuando, asiendo con sendas manos y gran firmeza las riendas de su montura. Pegados a él venían sus jinetes númidas, luego una enorme polvareda y, de súbito, emergiendo a través del polvo, decenas, centenares de jinetes cartagineses en persecución ciega a por Masinisa y sus guerreros. Pasaron cien, doscientos, trescientos caballeros púnicos. Se hizo entonces visible la figura del que debía de ser su general, por su casco rematado en vistoso penacho y su larga capa militar diferente y de más longitud que la del resto, además de que a su alrededor se levantaba una decena de insignias de las diferentes unidades púnicas que componían aquel interminable destacamento de caballería cartaginesa. Tras aquel general enemigo, emergían más y más jinetes, cuatrocientos, quinientos, seiscientos… Publio mantenía el brazo en alto, tenso, con una gota de sudor que empezó a resbalarle por entre los dedos de su mano extendida. Unos setecientos, ochocientos, novecientos… Publio Cornelio Escipión, procónsul de Roma cum imperio sobre las legiones de Africa, bajó con un movimiento rápido y seco su brazo. Las tubas de sus legionarios resonaron en medio de aquel valle, apretó entonces con sus talones la panza de su caballo negro, éste relinchó, alzó las dos patas delanteras levantando al procónsul en el aire, pero Publio, jinete bien adiestrado por su propio tío Cneo Cornelio Escipión cuando él apenas era un niño en las laderas del campo de Marte de Roma, tiró de las riendas de su caballo hacia abajo con fuerza, el animal agachó la cabeza y volvió a poner sus patas sobre el suelo, transformando sus nervios en movimiento, creando una hermosa y acelerada carrera en busca de los enemigos de su amo. Tras el procónsul, los doce lictores, preocupados de que su general fuera el primero en salir, pues sabían de la velocidad de su caballo negro y temían no poder estar con el general cuando éste llegara a encontrarse con los primeros enemigos. Y tras los lictores, mil quinientos caballeros de las «legiones malditas», galopando y gritando consignas de destrucción.
Publio se acercaba hacia el grueso del cuerpo de caballería cartaginesa, cuyos jinetes apenas empezaban a darse cuenta de que estaban siendo atacados por los dos flancos. El cónsul tomó con su mano derecha un pilum que llevaba atado al caballo y, sin dejar de galopar lo arrojó contra la nutrida hueste de enemigos en movimiento. La jabalina surcó el aire con precisión mortífera y encontró su destino en la garganta de uno de los caballeros púnicos que no pudo ni gritar mientras escupía sangre por la boca, perdía el equilibrio y caía sobre la tierra de África. Fue arrollado como lo fueron varias decenas de guerreros cartagineses que caían abatidos por la lluvia de pila, que los jinetes de la V y la VI, a imitación del cónsul, arrojaban sobre las filas enemigas. Los cartagineses empezaron a ralentizar el ritmo de su marcha. Publio había llegado a unos pasos de los primeros caballeros cartagineses que ahora se revolvían hacia él, hacia ambos flancos, para defenderse. Un par de lanzas pasó rozando al cónsul, pero éste las esquivó haciendo virar a su caballo con destreza y al fin se plantó cara a cara frente a sus enemigos. Con la espada desenvainada trazó un giro de trescientos sesenta grados en el aire haciéndola girar en su mano para terminar frenando el arma con firmeza y esgrimiéndola con habilidad rumbo al rostro de uno de los jinetes púnicos que más se había aproximado. El casco protegió al cartaginés, que a su vez respondió con un golpe seco de su espada que el cónsul detuvo con su escudo. Publio iba a contraatacar, pero para entonces estaba rodeado por varios enemigos que buscaban el momento de rajarle con sus armas. El procónsul de Roma aguijoneó su caballo con los talones, la bestia se levantó en el aire a dos patas, relinchando y sacudiendo las patas delanteras, de modo que el resto de los animales retrocedió y con ellos sus jinetes. El corcel negro del cónsul puso sus patas en tierra de nuevo y su amo lanzó una daga que reventó el rostro del cartaginés que antes había salvado la vida gracias al casco. Sin lanza y sin daga, Publio se concentró de nuevo en blandir su espada. Dirigió su caballo hacia otro de los jinetes, que respondió alzando su espada. Las dos armas chocaron, pero Publio fue más rápido en asestar el segundo golpe y su arma pinchó el estómago del guerrero cartaginés por debajo de su coraza de piel y metal. Debía de ser alguien de importancia en Cartago para permitirse tales protecciones militares, pero no había tiempo para pensar en otra cosa que no fuera girar su caballo y recibir al nuevo atacante que se cernía sobre él, pero no hubo necesidad ya de que el cónsul se defendiera. Los lictores le rodearon y a mandobles hicieron un hueco en aquel lugar de la batalla abatiendo enemigos que aún ni siquiera se habían respuesto de la sorpresa. Había muerto casi un par de centenares de cartagineses en el ataque sorpresa por los flancos y la lluvia de pila y ahora, en el combate cuerpo a cuepro, los veteranos de la V y la VI se mostraban más capaces y destructivos que unos bisónos jóvenes jinetes cartagineses que habían sido reclutados a toda prisa o que se habían alistado voluntarios orgullosos con ansia de defender su tierra del invasor romano, pero que no habían calculado la incapacidad de su líder.
Publio observó a su alrededor. Cartagineses y romanos se habían detenido y se luchaba cara a cara con saña y furia. Sus hombres llevaban la iniciativa. Al otro lado de la gruesa columna de jinetes cartagineses se veía a las turmae de la V que bajo la experimentada dirección de Lelio estaban sembrando de cadáveres africanos toda su línea de ataque. Miró entonces hacia el final de la columna cartaginesa y vio que se interrumpía, más o menos donde terminaba la formación de sus hombres, y a unos centenares de pasos se dibujaba una segunda columna de caballería enemiga detenida. Eran parte de las fuerzas de Hanón que se habían frenado antes de entrar en el valle, pero vestían con más pieles y menos corazas… eran númidas, ¿refuerzos enviados por Sífax? Pero no intervenían. Publio salió de la zona de combate y se encaminó hacia la torre de Agatocles, siempre custodiado por sus lictores y por dos turmae de la VI que tenían orden de seguir al cónsul en todos sus movimientos por el campo de batalla. Publio detuvo su caballo, se puso la mano sobre los ojos para protegerse del resplandor del sol y escudriñó el horizonte. Estaba valorando dar la orden de replegarse para evitar que el nuevo contingente númida embistiera a sus jinetes mientras éstos estaban concentrados en masacrar las filas cartaginesas, pero no fue necesario. Los númidas daban la vuelta y emprendían la huida. Abandonaban a los cartagineses a su suerte. El cónsul se dirigió a los dos decuriones de las turmae que le seguían.
–¡Que una turma vaya a la entrada del valle y que confirme la retirada de los númidas! ¡Y si cambian de idea y regresan hacia el valle informadme enseguida!
Uno de los dos decuriones partió hacia la boca del valle seguido de treinta jinetes. El otro decurión se dirigió al cónsul.
–Y con los cartagineses, mi general, ¿qué hacemos?
Publio Cornelio Escipión miró hacia el centro del valle donde tenía lugar aquella cruenta batalla.
–Matadlos a todos -replicó el cónsul sin alzar la voz-. Que no quede ni uno. Luego nos ocuparemos de los númidas.
Masinisa frenó el alocado galopar de su caballo en cuanto los romanos se lanzaron sobre los cartagineses. Sus hombres pensaron que permanecerían allí durante el combate, pues habían cumplido a la perfección la misión que se les había encomendado: atraer hasta aquel valle a la caballería cartaginesa, pero el joven rey de los maessyli estaba ávido por dejar patente su valía ante los ojos del cónsul, de modo que sin mirar a sus hombres golpeó el costado de su animal con violencia y éste respondió con una carrera rápida en dirección al centro de la batalla. Sus leales no lo dudaron y, pese al cansancio, siguieron a su jefe hacia el fragor de sangre y horror donde combatían los cartagineses. Masinisa se adentró en las mismas entrañas de la formación púnica. No le interesaba abatir enemigos, apenas si blandía su espada, sino que buscaba, en el corazón de la formación cartaginesa, el penacho del casco del general en jefe de aquella caballería. Los cartagineses, ocupados en defenderse del empuje romano de ambos flancos no esperaban que los jinetes maessyli perseguidos se revolvieran y retornaran hacia ellos para atacarles, de modo que ayudado por la sorpresa y la distracción de los cartagineses, en apenas un minuto y con la poca oposición de unos pocos jinetes púnicos, Masinisa se encontró en el círculo que rodeaba al general Hanón. El rey de los maessyli lo vio dando gritos, enronqueciendo al intentar poner orden en una lucha que tenía perdida. Masinisa atajó con su espada una jabalina que le apuntaba al pecho, la partió, se revolvió y con una descomunal potencia paseó su espada por el cuello de su atacante que, con la garganta abierta, se derrumbó como un saco a los pies de su caballo. La bestia, sin control, como otras muchas de las que habían quedado sin amo, emprendió una carrera nerviosa buscando una salida en medio de todo aquel círculo de aullidos, dolor y miedo.
Masinisa quedó frente a un incrédulo Hanón, que no podía entender lo que había ocurrido. El joven rey de los maessyli no tenía pensado dar explicaciones. Se sabía protegido por sus hombres, que habían matado a los enemigos de alrededor. Masinisa se tomó su tiempo. Éstos eran momentos que convenía disfrutar. Era rey y lo habían destronado, perseguido y casi asesinado los hombres de Sífax con la connivencia de los cartagineses en varias ocasiones. Era momento de empezar a cobrar deudas. Envainó la espada. Tomó entonces con la mano izquierda una jabalina de su espalda. La pasó de mano y la sopesó con la derecha asiéndola por el centro. Hanón miraba a ambos lados. Su escolta estaba muerta o luchando contra los romanos que venían por ambos flancos. El númida le miraba fijamente con aquella jabalina en su mano, pero Hanón tenía su escudo. Con él se protegería y luego retrocedería hacia las filas de sus jinetes; retirarse antes de que el númida lanzara la jabalina era arriesgarse a que se la clavara por la espalda.
Masinisa estiró su brazo derecho hacia atrás para tomar impulso, luego hacia delante con toda la energía que da la rabia y el odio. Aquella fuerza hizo que la lanza volara feroz en busca del pecho de Hanón, éste interpuso su escudo, pero la energía del rey númida depuesto y humillado era demasiada y su odio, irrefrenable. La jabalina atravesó el escudo como si de un trapo se tratara y siguió su curso hasta hundirse en el esternón del general cartaginés. El hueso crujió al resquebrajarse y las costillas cedieron, se doblaron y se clavaron en los pulmones como dagas afiladas. Hanón se vio morir, con la lanza clavada en su pecho, sin poder respirar, oliendo su propia sangre hasta caer de lado sobre el suelo de su patria, con los ojos abiertos, pasmado.
El campo olía a muerte. Publio Cornelio Escipión, en pie, en medio de aquel mar de cadáveres, miró al cielo. Los buitres descendían en círculos. En torno al procónsul, los lictores y, a su alrededor, decenas de jinetes romanos que, dejando sus caballos en manos de otros caballeros, se afanaban en retirar los muertos, casi todos cartagineses, apilando los cuerpos inertes en grandes montones hacia donde las bestias de rapiña del cielo concentraban sus ojos hambrientos y anhelantes. Llegaron entonces varios manípulos de infantería que habían permanecido en la retaguardia. Los legionarios levantaron un improvisado praetorium en mitad del valle donde la torre de Agatocles, semiderruida, había asistido como testigo a la gran victoria de los romanos. Publio observó las ruinas de aquella fortificación y se alegró de que los cartagineses no hubieran encontrado, al menos de momento, un general con la capacidad del antiguo tirano de Siracusa o del legendario Jantipo. Cuatro númidas maessyli se acercaron hacia el praetorium portando el cadáver de Hanón. Tras ellos, orgulloso, satisfecho, se erguía la joven y fuerte figura del depuesto rey de los númidas del nordeste. Legionarios y lictores hicieron un pasillo por donde los maessyli pasaron exhibiendo el cuerpo sin vida del general cartaginés. Para facilitar el transporte, los númidas habían partido la lanza, dejando tan sólo la parte de la jabalina que estaba atravesada en el pecho del púnico. Al llegar frente a Publio Cornelio Escipión los maessyli se detuvieron y a una señal de su rey dejaron caer el cadáver a los pies del cónsul de Roma.
–Aquí tiene el procónsul de Roma el cuerpo de su general enemigo -dijo Masinisa, pero conteniendo su vanidad, hablando como el soldado que ha cumplido fielmente una orden-. ¿Cuál es nuestra siguiente misión, mi general?
Publio le miró sin preocuparse por ocultar su admiración. Con que Masinisa y sus pocos jinetes hubieran conseguido atraer a la caballería cartaginesa al valle para caer en la emboscada habría sido más que suficiente. Traer al general cartaginés muerto era mucho más de lo que se podía esperar de un pequeño regimiento de jinetes númidas exiliados.
–¿Esa lanza es tuya? – preguntó el cónsul señalando la punta de hierro que asomaba por la espalda del general abatido.
–Así es, mi general.
Publio asintió un par de veces antes de volver a hablar. Luego, al hacerlo, se dirigió no sólo a Masinisa, sino a los lictores, a los legionarios y a Cayo Lelio que, cabalgando, acababa de llegar desde el otro extremo del valle flanqueado por varios jinetes de su turmae de confianza.
–¡Que todos sepan que los dioses nos han bendecido con una gran victoria! – empezó el cónsul-. ¡Y que se escriba en los anales de Roma que la lanza del joven rey Masinisa, rey de los maessyli, fue la que atravesó el corazón de nuestro general enemigo! – Entonces miró a Masinisa-. ¡Joven rey, tienes mi reconocimiento y mi respeto y tendrás torques y jaleras que recuerden a todos los que te vean que serviste bien a las legiones de Roma, aunque por encima de eso tendrás una corona de rey que yo mismo pondré sobre tu cabeza cuando Cartago capitule por fin ante mi ejército!
Masinisa se inclinó levemente, lo justo para reconocer el aprecio del procónsul de Roma y no más de lo que resultaría indigno de alguien que aspira a rey de toda una nación. A continuación el procónsul se volvió hacia Lelio que, una vez que había desmontado de su caballo, se había acercado para admirar el cadáver del general cartaginés muerto por los maessyli.
–¡Y que se escriba también que esta victoria fue fraguada gracias también a la disciplina de las turmae de la V legión al mando de Cayo Lelio, tribuno, almirante y jefe de mi caballería! ¡Que Júpiter y Marte y el resto de los dioses, Lelio, te preserven junto a mí por mucho tiempo!
Cayo Lelio apretó los labios y asintió una sola vez sin dejar de mirar el cadáver de Hanón. Eran palabras hermosas las que le dedicaba Publio, palabras que hacía tiempo que no escuchaba y que ya ni siquiera esperaba, palabras que le devolvieron de nuevo un poco de alegría por vivir, por estar allí y por conseguir una victoria. Palabras, en suma, que lo alejaron de su agobiante y perturbador sentimiento de culpa y decepción por el episodio de la traición de su esclava Netikerty. Volvía a ser útil para Publio. Alejado de esclavas y vino, volvía a tener valor para Publio. Si no hubiera estado rodeado de tantos legionarios habría llorado allí mismo. Publio se percató de la emoción que embargaba a Lelio y, hábil, entabló rápidamente conversación con sus oficiales con relación a las nuevas acciones que debían ejecutarse sin falta. Empezó dirigiéndose a Masinisa.
–Bien, joven rey de los maessyli, me has pedido una nueva misión y la tendrás ahora mismo. Estamos en guerra y en territorio enemigo y eso no deja mucho tiempo para la celebración o el descanso. Varios centenares de jinetes númidas, massaessyli sin duda, hombres de Sífax, y algunos caballeros cartagineses han escapado a la emboscada. Tu misión será dirigir la persecución de los restos de la caballería enemiga hasta matarlos a todos o hasta hacer que se desperdiguen por los confines de la frontera entre los dominios de Cartago y Numidia. Te llevarás a tus hombres y la caballería de mis voluntarios y parte de las turmae de la VI legión. Te pongo al mando porque has mostrado tu valía, porque conoces el terreno mejor que nadie y porque confío en tu lealtad. Al cabo de siete días deberás presentarte junto con la caballería que te adjudico de nuevo al pie de las murallas de Útica.
Masinisa no preguntó ni se quedó a escuchar qué otras órdenes recibía el resto de los oficiales. Saludó al cónsul y partió raudo con sus cuatro jinetes. El procónsul estaba contento y tenía una misión que cumplir. Había entrado de pleno en el servicio del ejército de Roma. Ya no cabía marcha atrás alguna. El camino hacia su victoria, hacia el inicio de su reinado en Numidia, pasaba por conseguir la victoria de los romanos. A cambio del riesgo que suponía ligar su futuro al de Escipión, el romano le prometía no ya recuperar su antiguo territorio, sino ser rey de toda Numidia. Su destino y el de aquel procónsul, para bien o para mal, estaban unidos para siempre por la sangre cartaginesa derramada en aquel valle y que fluía humillada por los barrancos en busca del mar.
Publio y Cayo Lelio se quedaron mirando al joven rey de los maessyli mientras éste se alejaba veloz para reunir a sus hombres y a los jinetes de la VI legión. Lelio fue el primero en hablar.
–Por Hércules que ese númida ha luchado con valor. Al final resultará ser un valioso aliado. Lástima que disponga de tan pocos hombres.
–Lástima, sí-corroboró Publio-, pero su conocimiento del terreno es ya en sí mismo un arma y deberemos utilizarla siempre que nos sea útil, como ahora.
Lelio asintió. Estaba cansado. Había matado a seis o siete cartagineses aquella mañana. Tenía sangre en la coraza, en los antebrazos y en la espada envainada que goteaba salpicando sus sandalias enrojecidas de pisar cadáveres. Publio presentaba una estampa similar, sólo que llevaba las manos limpias, pulcras, después de que unos esclavos le trajeran una bacinilla con agua con la que lavarse. El cónsul se limitó a hundir sus manos en el agua fresca. No quería perder más tiempo en su higiene personal. Había asuntos más importantes que debatir.
Lelio miraba alrededor. Las pilas de cadáveres cartagineses eran cada vez mayores, así como las de espadas, lanzas y otras armas arrebatadas a los muertos que los legionarios acumulaban en un gran montículo en el centro del valle.
–Esto ha sido una gran victoria -dijo el tribuno.
–Sí, los dioses han estado con nosotros -respondió Publio-. Es una pena que se olviden de ayudarnos en las murallas de Utica. – Y suspiró antes de continuar-. No tiene sentido que seamos capaces de masacrar un ejército entero de caballería enemiga y que nuestra presencia en África se quede en una larga serie de ataques fracasados en el asedio de Útica. – Publio había empezado hablando a Lelio, pero luego su mirada se perdió entre la multitud de pilas de cadáveres enemigos que se levantaban por todo el valle. Lelio comprendió que más que hablarle a él, Publio estaba pensando en voz alta-. Hemos perdido dos centenares de legionarios en Útica -continuaba el procónsul-, dos centenares y no tengo con quién reemplazarlos; los cartagineses sustituirán a sus jinetes muertos esta mañana con otros que reclutarán en la propia Cartago o que harán traer de las naciones vecinas. Giscón se está encargando de reunir un imponente ejército con el que atacarnos y sé que Sífax acudirá en su ayuda. Juntos, Giscón y Sífax, serán casi invencibles. Invencibles. Nos triplicarán en número, lucharán en su territorio, por su territorio y, lo peor de todo: no nos temen. No nos tienen miedo.
–Esta derrota, la muerte de su general Hanón, les dará algo en qué pensar -replicó Lelio con tiento, pues sabía que interrumpía los pensamientos de su amigo, de su general, de su procónsul.
Publio volvió a mirarle a la cara.
–Eso es cierto. Ahora tienen algo en lo que pensar, pero no es suficiente. – Y calló en seco. Lelio sabía interpretar esos súbitos silencios. Publio había tomado una determinación-. ¿Sabes lo que haremos? – preguntó el procónsul.
Lelio negó, despacio, con la cabeza.
Publio mantuvo la mirada fija en él un segundo antes de decir nada.
–Vamos a arrasar la región -dijo Publio con una frialdad que helaba la respiración de los propios lictores-. Todo, Lelio, lo vamos a arrasar todo. Todo lo que se levante entre Saleca y Útica. No ha de quedar nada. Saqueo y destrucción. No nos tienen miedo. Se atreven a perseguir a nuestros aliados con avanzadillas de caballería sin reunir sus fuerzas. Nos menosprecian. Eso va a cambiar, Lelio. Todo. Lo quiero todo arrasado. Cogerás a la V legión; no, mejor a la VI. Llevan el ansia de saquear, matar y destruir en la sangre. Estuvieron años haciéndolo en Sicilia. Ahora podrán hacerlo nuevamente, pero bajo tus órdenes, con disciplina, ciudad a ciudad, pueblo a pueblo, cada granja, cada cobertizo, cada campo de labor. Todo. – Publio posó su mano derecha sobre el hombro de Lelio mientras le hablaba, como había hecho en la tienda del tribuno cuando le visitó tras su caída de la torre de asedio en el mar-. Quiero que reúnas el mayor botín posible: necesitamos grano y ganado, aceite, todos los víveres que se puedan reunir, para nosotros y para enviar a Roma. Y coge todo el oro, plata y piedras preciosas que guarden en Saleca, sus puertas están incendiadas y no tienen defensores. Cógelo todo y al que se oponga que lo maten, no, mejor, que lo torturen y que luego lo maten. Crucifica a todos los que se levanten contra la VI legión. Nos llaman las «legiones malditas». Y se ríen de nosotros. Llevan razón en una cosa, Lelio: tengo el mando de unas legiones malditas, pero vamos a cambiar el motivo de ese sobrenombre. Los cartagineses han de saber que estas legiones no son malditas ya por su destierro del pasado, sino por su crueldad, por su efectividad en la lucha, por el dolor y la muerte y el sufrimiento que extienden a su paso. Quiero que hagas que los senadores de Cartago se reúnan en unos días y, al saber de tu ataque, tiemblen y nos tengan miedo. Si quieren venir contra nosotros que reúnan todas sus fuerzas. Veremos entonces quién es el más fuerte. ¿Podrás hacerlo, Lelio? ¿Crees que podrás hacerlo?
–Por Hércules, cuenta con ello, mi general -respondió Lelio encendido por las palabras de Publio y por la confianza que el general depositaba en él. El cónsul apretó sus dedos contra el hombro de su tribuno.
–Al final siempre he de contar contigo -dijo Publio, y sonrió. Lelio asintió intentando ocultar cierta emoción. – Ahora bebamos un trago antes de que te marches -añadió Publio.
Los mismos esclavos que habían traído la bacinilla con agua limpia, sacaron rápidamente unas copas y un ánfora de vino de la improvisada tienda del praetorium, y allí, bajo las insiginias de las «legiones malditas», Cayo Lelio y Publio Cornelio Escipión bebieron en un silencio especial que sólo ellos podían interpretar, un silencio bajo el que ambos, sin decirlo, recordaron la primera vez que en el norte de Italia, junto a una hoguera, próximos al río Trebia, la noche antes de combatir contra los ejércitos de Aníbal, brindaron por su amistad eterna. De eso hacía ya catorce años. Y año a año habían compartido batallas y penurias, luchas en el Senado, intrigas en Roma, espías en los campamentos, la sorpresa de la traición, la injusticia de una rebelión y la impotencia ante la enfermedad.
Cuando al cabo de unos minutos, Lelio partió para cumplir con su misión, Publio se quedó con cierto sabor amargo: acababa de ordenar la muerte y destrucción de decenas de pequeños pueblos, de campesinos, de tierras de labranza, el pillaje del ganado y el saqueo de las riquezas de toda la región. Sacudió la cabeza y escupió en el suelo. Aníbal llevaba catorce años usando aquella estrategia en Italia. Ya era hora de que los cartagineses sintieran en su propia piel el áspero látigo de la guerra. Ahora él debía regresar a Útica.
Tenía una ciudad que conquistar. Necesitaba el control de esa población y sus murallas, pues esos mismos muros que ahora le impedían terminar con éxito su asedio debían ser los muros que les protegieran del ataque de Giscón y Sífax. Sin la caída de Útica, el paso de las «legiones malditas» por África sería un nuevo fracaso romano que añadir al desastre de Régulo y sus hombres. Publio recordó entonces las palabras del poeta Nevio, el mismo por el que Plauto había intercedido en Siracusa y que ahora debía de pudrirse en las cárceles de Roma por criticar a los Mételos en especial y a los patricios en general, el mismo al que había prometido ayudar si regresaba vivo de África. Eran las palabras en las que Nevio hacía referencia a la épica muerte de Régulo y sus legiones: seseque eiperire mauolunt ibidem quam cum stupro redire ad suospopulares… [Prefieren morir en su puesto antes que regresar cubiertos de deshonra ante sus conciudadanos].* Traducción de Manuel Segura Moreno en su edición sobre Épica y tragedia arcaicas latinas. Si no querían ser sólo el recuerdo de poetas caídos en desgracia, Útica debía ser conquistada.
Cayo Valerio plantó su escudo en el suelo y miró atrás. Los manípulos de la V legión le seguían con disciplina. Miró a su derecha, asomando su cabeza protegida por el casco un centímetro por encima del escudo, y observó cómo los legionarios de la VI, al mando de Quinto Terebelio, habían ascendido también por el otro terraplén. Miró entonces al frente. A cien pasos estaban las murallas de Útica. Al haber levantado aquellas colinas de tierra, el final de su camino terminaba reduciendo la altura de los muros a tan sólo un par de metros. No se veía ningún movimiento especial de los defensores. Les recibirían con flechas y lanzas. Una gran lluvia de las mismas. Los escudos deberían resistir. Luego el asalto.
Cayo Valerio, primus pilus de la V legión, blandió su espada en alto. Sabía que todos le observaban. No iba a ser original. No era momento de palabras brillantes, sino de luchar.
–¡Al ataque! ¡Al ataque! ¡Al ataque, por el procónsul, por Roma, por los dioses!
Los trescientos soldados que le seguían ascendieron el pequeño espacio que les quedaba antes de alcanzar las murallas a la carrera. Al llegar al muro se detuvieron y pusieron sus escudos en alto para protegerse. Los dardos y las jabalinas no tardaron en llegar. Chocaban contra sus escudos como rocas afiladas. Alguna lanza de especial envergadura conseguía traspasar un escudo más endeble de piel seca reforzada apenas con algo de metal y atravesaba el pecho o el brazo de un legionario. Gritos de dolor. Al minuto sólo silencio. La andanada de armas arrojadizas había terminado. Era el momento. Cayo Valerio volvió a hacer resonar su voz a los pies de las murallas de Útica.
–¡Ahora! ¡A por los muros! ¡Ahora, por Júpiter!
Y decenas de legionarios se lanzaron a escalar las murallas, ayudándose los unos en los otros, pero los que ascendían eran embestidos por jabalinas que los defensores usaban a modo de picas con las que los ensartaban. Los romanos sustituían a los que caían con nuevos legionarios, pero nuevas andanadas de flechas y lanzas caían del cielo y, de pronto, desde un ángulo de la muralla, emergió un enorme caldero que los ciudadanos de Utica volcaron haciendo que su espeso líquido llameante resbalara por las hasta entonces frías piedras del muro que, tras el paso de aquella sustancia, quedaban ennegrecidas y humeantes. La pez ardiendo alcanzaba los pies semidescubiertos de las caligae de los legionarios y éstos, abrasados y torturados por el insoportable dolor de sus extremedidades en llamas, se arrojaban desde lo alto del terraplén, rodando, sin protegerse ya con sus escudos que habían soltado en su huida para perecer pasto de las flechas y las jabalinas que llovían incesantemente sobre ellos como una tormenta de locura sin fin.
A CayoValerio le temblaba la barbilla. Tenía órdenes de intentarlo hasta lo razonable y de ordenar la retirada si la defensa era demasiado poderosa. Cuando recibió esa orden la consideró absurda, pues pensaba que sus hombres de la V estaban lo suficientemente motivados como para exhibirse ante el procónsul, pero ahora, al ver a decenas de sus legionarios como cuerpos inertes por todo aquel campo de batalla, sus cadáveres ensaetados hasta el delirio, inspiró aire, se tragó el orgullo y aulló desde lo más profundo de su alma las nuevas instrucciones a sus soldados heridos, rajados, acribillados.
–¡Retirada, retirada, retirada! ¡Nos replegamos! ¡Descended! ¡Retroceded!
Y así, ensangrentado por una flecha que le había rozado la sien, con lágrimas en los ojos por la rabia y la vergüenza, Cayo Valerio, primus pilus de la V legión, una legión maldita, retrocedió con sus legionarios sin haber conseguido tomar las murallas de Utica. Tras él, cadáveres.
Lelio, tal y como le ordenara el propio procónsul, había conseguido tomar Saleca y multitud de poblaciones cartaginesas en toda la región y había regresado con un imponente botín en forma de oro, plata, grano, víveres de todo tipo, aceite, vino y ganado, pero pese a la caída de Saleca y esas poblaciones púnicas, la resistencia de Utica era un problema que estaba poniendo nerviosos a todos.
–Las fortificaciones de Utica son poderosas y muy resistentes. Así no conseguiremos nada -dijo Lelio a un abatido Publio y a un muy preocupado Lucio, su hermano, que también les acompañaba en aquel altozano desde el que observaban el frustrado asedio de Utica.
El procónsul de Roma se volvió hacia Lelio y admitió la dificultad de la empresa.
–Es cierto. Además, nuestros hombres no combaten con fe. Les falta confianza en sí mismos. Así no se puede conquistar una ciudad. – Y calló mientras seguía contemplando el repliegue de los hombres de Valerio.
–¿Qué hacemos?
Publio iba a responder cuando Marco Porcio Catón, que terminaba de ascender hasta la colina en la que Publio y Lelio se encontraban, se inmiscuyó en la conversación. El quaestor, a la vista de los pobres resultados del asedio, se sentía con ínfulas y ganas de atormentar al general.
–Parece que las murallas de Utica no son como las de Locri o las de Saleca, ¿verdad? – Catón acompañó su pérfido comentario con una mueca de su rostro que pretendía simular una torpe sonrisa. Era un gesto tan poco frecuente en su persona que su faz se contraía de un modo extraño, antinatural.
Publio ignoró sus palabras y se dirigió a su hermano Lucio.
–Hermano, ha llegado una pequeña flota de reaprovisionamiento desde Sicilia y pienso que podemos aprovechar su viaje de vuelta: Quiero que vayas a Roma en esos mismos barcos, con el botín que hemos conseguido tras nuestra victoria sobre la caballería de Hanón y con las incursiones que ha realizado Lelio en Saleca y toda su región. Es importante que Roma vea que vamos consiguiendo resultados tangibles. – Esto último lo dijo mirando al quaestor. Catón dejó de forzar las facciones de su rostro y se mantuvo en silencio, mientras se volvía para mirar hacia atrás. Se escuchaban cascos de caballos. ¿Un mensajero?
Un explorador de los que el cónsul había ordenado que patrullaran en torno al campamento, adentrándose hasta medio día de marcha en tierra africana, llegó, polvoriento, cansado y algo nervioso, hasta el puesto de observación del alto mando romano. El jinete desmontó y se situó frente al procónsul.
–¿Y bien, soldado? – preguntó Publio.
El legionario miró a derecha e izquierda. Dudaba.
–Puedes hablar. Estás ante mi estado mayor y ante el quaestor de las legiones -dijo Publio con aplomo. En realidad, le habría gustado sobremanera que aquel explorador se hubiera presentado en otro momento, cuando Catón no hubiera estado presente, pero eso ya no era posible e intentar entrevistarse con el explorador a solas no habría hecho sino despertar la sospechas de Catón. Era osado hacerle hablar ante todos, pero era digno de su autoritas y esos desplantes le hacían sentirse superior al quaestor, una sensación que el cónsul disfrutaba con deleite, aunque en aquella ocasión, su vanidad le iba a traicionar. Quizás hubiera suerte y el legionario sólo fuera a anunciar el regreso de Masinisa, que, por cierto, llevaba días de retraso, lo que había incrementado también la preocupación de Publio, pues si a la resistencia de Útica se añadiera la defección de Masinisa con las fuerzas de caballería que el procónsul le había cedido o que dicha caballería hubiera sido aniquilada por los númidas de Sífax, eso significaría una dificultad añadida, quizá la piedra de toque final, a toda aquella complicada y agotadora campaña militar.
–Los cartagineses vienen de camino, mi general. Dos ejércitos: Giscón por el este, con unos cuarenta mil hombres, y el rey Sífax por el oeste, con unos sesenta mil. Son muchísimos, mi general.
No se trataba de Masinisa. Eran peores noticias aún. Y el último comentario sobraba, pero ya estaba dicho. El propio legionario se dio cuenta al ver la indignación en la cara del procónsul, pero ya era tarde para desdecir lo dicho. El soldado miró al suelo y rogó a los dioses que lo mataran allí mismo y se lo llevaran al Hades, pero el procónsul estaba ante la presencia de todos sus oficiales incluidos la molesta e inoportuna visita del quaestor. Publio se contuvo.
–Está bien, legionario. Ya has informado. Ahora márchate y descansa. Pronto entraremos todos en combate… aunque soy yo quien debe decidir cuándo el enemigo son demasiados.
–Sí, mi general -dijo el explorador, y se retiró sin levantar sus ojos del suelo.
Catón, como era de imaginar, fue el primero en romper el denso e incómodo silencio que se había apoderado de todos en lo alto de aquella colina.
–Cien mil hombres contra treinta mil. Esto va a ser una gran hazaña, procónsul. – Y dio media vuelta sin esperar respuesta y empezó a alejarse colina abajo al tiempo que su cuerpo se convulsionaba de forma peculiar en lo que quizá pudiera ser una carcajada entrecortada y medio oculta, cuando de súbito se detuvo, desanduvo unos pasos y volvió a dirigirse al cónsul-. Por cierto, creo que en calidad de quaestor acompañaré al hermano del cónsul en su viaje a Roma. Debo hacer recuento de todo lo sustraído en los ataques a Saleca y creo que debo velar por que el botín llegue intacto a Roma. Sí, procónsul, creo que aprovecharé mi rango para ponerme a salvo. Las cosas en África las veo mal. Además, parece que has perdido a gran parte de la caballería en manos de un rey númida exiliado y rebelde. – Y volvió a dar media vuelta y, esta vez ya sí, no pudo controlar que una sonora carcajada perturbase los oídos de todos.
–Deberíamos matarlo y olvidarnos de que es un quaestor -dijo Lelio con la sangre hirviéndole en las entrañas y la mano en la empuñadura de su espada.
–Pero es quaestor-dijo Publio-. En cualquier caso, será un alivio verlo marcharse. Combatiremos mejor sin sus comentarios.
Lelio retomó el tema del mensaje del explorador, evitando referirse a la alusión de Catón sobre Masinisa, un tema sobre el que todos los tribunos de Publio mantenían un profundo silencio, sobre todo porque el general le había cedido al rey de los maessyli varios centenares de jinetes de las legiones, algo que pronto necesitarían para defenderse de los ejércitos de Giscón y Sífax y cada día que pasaba se extendía más y más el convencimiento silencioso de que Masinisa o les había traicionado o había sucumbido a una encerrona de Búcar y su caballería númida.
–Cien mil hombres… -dijo Lelio sin terminar la frase. No quería arrogarse la capacidad de concluir que ésos eran demasiados enemigos, como había hecho el explorador, pero era lo que todos pensaban.
Publio se giró hacia las murallas de Utica. Ahora era ya del todo imposible conquistar aquella ciudad antes de la llegada de los refuerzos enemigos. Los cartagineses se habían tomado su tiempo, pero ya estaban de camino. Sin mirar a nadie, el cónsul respondió a la frase inacabada de Lelio.
–Nos triplican en número, sí, pero como dice Catón, eso hará que nuestra hazaña tenga aún más mérito.
Todos los oficiales se miraron entre sí. Eran palabras valerosas las que pronunciaba el procónsul, pero las palabras por sí mismas no serían suficientes para detener a los cartagineses y a los númidas del rey Sífax. Todos, Lelio, Lucio, y el resto de los oficiales que allí se habían congregado, Digicio, Terebelio, Valerio, Silano y Mario, todos, menos Publio, miraban al suelo y sentían que aquellas legiones estaban malditas de verdad.
Publio Cornelio Escipión mantenía su mirada oteando el horizonte. Nadie sabía qué buscaba.
–¡Aaaaahhhh!
–Empuja, mujer, empuja.
Las voces de Secunda, la matrona romana que Pomponia, la madre de Publio, había hecho traer para ayudar a Emilia en el parto, resonaban en las sienes de la joven esposa del procónsul tanto o más que sus propios gritos. Aquél era su tercer alumbramiento pero estaba resultando, con mucho, el más doloroso. Y eso que todo se había dispuesto con tiento. Estaban en una amplia habitación, bien ventilada, con todo lo necesario para el parto preparado hacía días: aceite de oliva que no se había usado previamente para cocinar, agua caliente, aceites para el cuerpo, esponjas de mar suaves, paños de lana, vendajes, una almohada donde colocar al recién nacido, todo tipo de cosas para oler, desde barro a manzanas, limones, pepinos, melones, para ser utilizados cuando fuera preciso despertar a la parturienta si perdía el sentido, un asiento especial de matrona, que la propia Secunda había traído, pues las matronas gustaban de tener en propiedad dicho material tan necesario para su profesión, dos camas, una dura para el parto y otra blanda para después del alumbramiento, y todo ello en una habitación de tamaño medio y templada de temperatura.
–Viene al revés -dijo la mujer que la ordenaba empujar.
–¿Se puede hacer algo? – preguntó Pomponia mientras consolaba con un paño húmedo la arrugada frente de su nuera, derrotada tras varias horas de contracciones interminables.
–Puedo tirar de las piernas y si la madre empuja más quizá lo resolvamos, con la ayuda de los dioses pero… es un mal presagio, un mal presagio… y eso que lo primero que hice fue poner las plumas de buitre bajo los pies de la parturienta. Quizás haga falta más ayuda de la que pensé… como era su tercer parto, pensé que todo sería más fácil, pero algo podremos hacer…
Y la matrona se alejó de la cama y fue a un cesto donde tenía todo tipo de extraños objetos y amuletos. Regresó victoriosa con una amplia sonrisa en la boca.
–Poned esto encima de su vientre. – Y Secunda esgrimió una pata de hiena aún ensangrentada que alargó para que Pomponia la tomara y la pusiera sobre el hinchado vientre de Emilia.
Pomponia obedeció y puso la pata de aquel animal en el lugar requerido por la matrona, pero no se sentía satisfecha, y parecía ser que la matrona tampoco porque observó cómo Secunda regresaba a su cesto y extraía pequeños frascos de vidrio y mezclaba varios líquidos en un pequeño cuenco en el que luego introdujo una cuchara para revolver los fluidos con rapidez.
–Que beba esto -afirmó Secunda con rotundidad, con esa seguridad que da la experiencia y los años-. Es semen de oca con los fluidos del útero de una comadreja. Eso la salvará.
Emilia bebió, se atragantó y regurgitó parte de lo bebido. Secunda sacudió la cabeza con desdén.
–Así no avanzaremos -musitó la matrona ofendida.
Pomponia empezaba a estar cansada de los comentarios, amuletos y brebajes de aquella maldita matrona, por muy bien considerada que estuviera entre las mejores familias patricias de Roma. La madre de Publio apartó el cuenco de la matrona y lo reemplazó por otro que ella tenía preparado con leche de cerda mezclada con miel y vino. Emilia bebió y pareció encontrar algo de sosiego en la sustitución. Lo que parecía un diminuto pie emergió por la vagina de la exhausta Emilia.
–¡Tira del niño, por Júpiter! – replicó Pomponia con furia-. ¡Y déjate de presagios y amuletos! ¡Tira ahora! – Y continuó bajando la voz, con ternura, mirando a Emilia-. Y tú, pequeña, empuja con fuerza. Empuja. ¡Empuja!
–¡Aaaahhh!
En un último esfuerzo desesperado Emilia empujó con todas sus fuerzas, la matrona tiró del bebé y, milagrosamente, en pocos segundos, el llanto de una criatura lo inundó todo. Emilia escuchó los primeros sollozos, sonrió y perdió el sentido. Secunda tomó el bebé y lo miraba con cara de disgusto. No era varón. Una esclava acercó un trozo de vidrio roto y sucio con el que Secunda pretendía cortar el cordón umbilical, cuando Lucio Emilio, el hermano de Emilia, acompañado por Icetas, el pedagogo griego de los niños, entraron.
–¿Qué ocurre, por los dioses, por qué tardáis tanto y por qué esos gritos? – exclamó Lucio, pero al ver a su hermana envuelta en un mar de sangre, rodeada de todo tipo de restos de animales muertos, se detuvo sin saber qué hacer o qué decir. Él nunca había visto un parto y no sabía lo que era normal o extraño. Ante su indecisión, Icetas avanzó y empezó a retirar las plumas de buitre, la pata de hiena y otros trozos de animales que arrojaba a una esquina de la habitación mientras pedía paños limpios y un cuchillo afilado y lavado. Secunda sostenía a la criatura, que no dejaba de llorar, pero Icetas le ordenó que no usara aquel vidrio sucio para cortar el cordón umbilical. En su lugar, en cuanto llegó el cuchillo limpio, lo examinó, empapó uno de los paños con agua clara, lo pasó varias veces por el filo y luego, con rapidez, cortó el cordón umbilical. Con sus manos, presionó el segmento final del cordón hasta extraer toda su sangre, extrajo un hilo de uno de los paños de lana y ató el cordón dejándolo caer encima del ombligo de la pequeña criatura.
–¡Que limpien todo esto y que den leche y agua a la madre y que la dejen descansar, por todos los dioses, y que retiren todos esos animales muertos!
La irrupción de Icetas había sido del todo inusual y contra todo lo acostumbrado, pero el tutor griego se había ganado la confianza de Pomponia y Lucio Emilio con su amable a la vez que exigente trato con los pequeños Cornelia y Publio y nadie, en medio de los sollozos de dolor de Emilia, se atrevió a discutir sus instrucciones.
–Es una niña -dijo sin demasiada ilusión una humillada Secunda buscando así recuperar algo de la atención que todos le estaban negando pese a lo que ella entendía que habían sido unos excelentes servicios prestados por su persona en aquella difícil situación-. Es una niña -repitió. Roma necesitaba soldados, no niñas.
Pomponia no la escuchaba, aunque había registrado que era una nieta lo que acababa de nacer. Estaba más preocupada por el estado de Emilia. Además, había mucha sangre.
Lucio Emilio Paulo se retiró de la habitación junto a Icetas una vez que ambos comprobaron que Pomponia se hacía con la dirección de lo que ocurría allí dentro.
Lucio había estado horas esperando. Ya había oído a su hermana gritar de dolor en otros partos, pero no de aquella forma. Ante la ausencia del padre, Publio, y del hermano del mismo, Lucio, ambos en África, le correspondía a él como tío materno recibir a la nueva criatura y aceptarla o no en el seno de la familia de los Escipiones y los Emilio-Paulos, pero aquellos desgarradores aullidos le habían aturdido y se sentía ofuscado. Pensó en beber algo, pero todos los esclavos estaban absorbidos por el parto, corriendo de un lado a otro, trayendo más agua fría, caliente, paños… Lucio respiraba algo más tranquilo tras la intervención final de Icetas en el desenlace del parto, pero no dejaba de sentirse inquieto.
Pomponia emegió al fin en el atrio con la pequeña recién nacida envuelta en un manto blanco y la depositó en el suelo a sus pies. Él la miró con tiento. Se la veía sana y a decir por la potencia de su llanto, fuerte.
–Es una niña -insistió una implacable Secunda que se incorporó al atrio tras Pomponia-. Y ha venido del revés. Es un mal presagio para esta familia, yo…
Pomponia se giró hacia la mujer y le lanzó una mirada fulminante y ésta calló y se quedó mirando al suelo sin añadir ya nada más. Lucio Emilio Paulo se arrodilló ante la niña que, de forma desconsolada, continuaba llorando sin parar. El joven tribuno acarició la sien de la pequeña y ésta pareció remitir en su congoja. Lucio la tomó entonces en sus brazos y la levantó en alto.
–Esta niña es de la gens Cornelia y de la familia de los Escipiones y los Emilio-Paulos. No importa cómo haya venido al mundo. Es una de los nuestros y hará fuerte a nuestra familia. Como hija de Publio Cornelio Escipión y de acuerdo con nuestra costumbre, al ser una niña se la conocerá también, como su hermana, por el nombre de su gens y todos la llamarán Cornelia, siendo, a partir de ahora, Cornelia la mayor, su hermana, y ella, la recién nacida, Cornelia la menor.
Pomponia asintió satisfecha mirando a Lucio. La matrona romana a sus espaldas, sin levantar su mirada del suelo, sacudía la cabeza una y otra vez. Aceptar a aquella niña traería mala suerte.
–¿Y mi hermana? – preguntó Lucio devolviendo la criatura a manos de su abuela.
–Perdió el conocimiento por los esfuerzos del parto, pero se ha recuperado. Ha perdido mucha sangre. Estará débil unos días, pero tu hermana es fuerte como las rocas. Ahora debo llevarle a su nueva hija. Verla la animará.
Lucio confirmó su consentimiento con un cabeceo y volvió a preguntar.
–¿Cuándo podré hablar con ella? – Mañana, por la tarde, mañana -dijo Pomponia. Lucio iba a aceptar las instrucciones, pero el amor por su hermana y su preocupación eran demasiado poderosos.
–No, prefiero verla ahora.
Pomponia no estaba acostumbrada a que la contradijeran y un leve ceño se dibujó en su frente. Se volvió lentamente hacia Lucio Emilio. – Por favor… -añadió Lucio.
La niña había dejado de llorar. Aquello apaciguó a su vez el ánimo de su abuela.
–Pasa entonces. – Y se hizo a un lado abrazando con mimo a la recién nacida para que Lucio pudiera pasar. El joven entró en la habitación de su hermana y la encontró aturdida, pero consciente, envuelta en una montaña de paños blancos ensangrentados que dos esclavas se afanaban en ir reemplazando por otros limpios. Lucio se sentó en un taburete junto a Emilia, en el mismo sitio que durante el parto había ocupado Pomponia.
–¿Estás bien?
–Sí… cansada… no… agitada, pero sí, bien. Sólo necesito dormir. ¿La niña está bien?
–Está bien. Es guapa, como su madre.
Emilia sonrió. El único que además de su marido se atrevía a lanzarle un cumplido era su hermano.
–¿Se sabe algo de África? – preguntó Emilia.
Su hermano dudó antes de responder. Era malo mintiendo y su hermana siempre sabía cuándo lo hacía. Desde niños. Dijo la verdad.
–Se sabe poco. Sabemos que ha desembarcado, con las legiones V y VI y sus voluntarios itálicos y sus veteranos de las campañas de Hispania. Sabemos que ni las tormentas ni los cartagineses se opusieron a su travesía. Los dioses le amparan, como siempre. Se sabe también que está asediando la ciudad de Utica.
Emilia sonrió. Era enternecedora la forma en que Lucio intentaba sosegarla.
–Pero desde el desembarco… ¿no se sabe nada más? – No -admitió Lucio Emilio-. Sólo lo de Utica. – ¿Y eso es bueno? ¿Tan pocas noticias? Lucio volvió a pensar su respuesta.
–Es pronto aún para tener más noticias, y las rutas no son seguras. Hay que esperar.
Emilia iba a replicar, pero una fulminante sensación de extenuación se apoderó de su cuerpo.
–Debemos dejarla descansar -dijo Pomponia, en pie, tras Lucio.
–Sí-concedió el tribuno, y dejó a las tres mujeres, de tres generaciones distintas, que se acompañaran y se protegieran mutuamente. En el atrio, Lucio vio salir a la mujer que había ayudado en el parto. Secunda dejaba la casa cabizbaja, sin alegría, y Lucio Emilio recordó sus palabras: «Es un mal presagio.» Lo cierto es que Publio debería haber enviado ya mensajeros. ¿Qué estaba pasando en África?
ÁFRICA
Victa pugnad iura sub ense iacent.
Ovidio, Tristia, 5,7,48 [Las leyes yacen vencidas bajo la espada guerrera.]
[Castra Cornelia…] Id autem est igum directum eminems in mare, atraque ex parte praeruptum atque asperum, sed tamen paulo leniore fastigio ab ea parte, quae ad Uticam vergit. Abest directo itinere ab Utica paulo amplius passuum milibus III. Sed hoc itinere estfons quo mare succedit longius, lateque is locus restagnat; quem si qui vitare voluerit, sex milium circuito in oppidum pervenit. Julio César, Bellum Civile, II, 24,3-4
[(Castra Cornelia…) Es, en efecto, un peñón cortado que se cierne sobre el mar, abrupto y escarpado por ambos lados, si bien con pendiente algo más suave por la parte que mira a Útica. Dista en línea recta de Útica poco más de tres millas. Pero en este trayecto se encuentra un fontanal, donde el mar penetra un tanto, y queda este paraje empantanado en bastante extensión.]*
* Palabras de Julio César describiendo el lugar donde Publio Cornelio Escipión se refugió en su campaña de África, al visitarlo intrigado por saber por qué lo eligió el antiguo procónsul Publio Cornelio Escipión cuando le rodeaban dos ejércitos enemigos que le triplicaban en número, recogido en Bellum Civile, ii, 24, 3-4. Traducción de Javier Cabrero.
Publio era un hombre valiente, pero no un loco. Rodeado por las fuerzas de Giscón y Sífax decidió abandonar el asedio de Utica y buscar refugio para sus tropas en un lugar donde poder fortificarse adecuadamente para pasar el invierno resistiendo si ello era necesario un asedio del enemigo. De esa forma, reunida información por todos los exploradores romanos que el cónsul había distribuido por la región, hizo que las legiones V y VI de Roma marcharan hasta una pequeña península muy próxima a la propia ciudad de Utica, con la ventaja de ser un promontorio elevado, lo que lo protegía de ataques por mar, aunque en un lado quedaba algo más bajo el terreno, dando lugar a una pequeña bahía natural donde ordenó fondear la flota. Luego fortificó el istmo con varias empalizadas y dispuso las tropas por las mismas a la espera de un ataque inminente por parte del enemigo. Confiaba en que al ser rechazados eso enfriaría un poco los enardecidos ánimos de cartagineses y númidas y así, ganado algo de tiempo, poder concebir un plan para poder salir de allí con vida. De pronto, la victoria, derrotar a Cartago, hacer que Aníbal regresara de Italia, todo eso, pensó Publio con amargura, todas esas maravillosas ideas, no parecían sino un sueño inalcanzable. Ahora debían luchar por sobrevivir. Y también debía ganar tiempo con relación al Senado de Roma. Si Máximo averiguaba que la situación era desesperada, seguramente haría que los senadores aprobaran la retirada de las legiones y su regreso a Sicilia. Quizás eso fuera hasta sensato, pero el orgullo de Publio se negaba a admitir esa opción. Debía hacer algo, pues Catón o bien habría llegado a Roma, o bien habría remitido ya mensajes a Máximo con correos urgentes. Publio llamó a Lelio al praetorium.
–Netikerty sigue contigo, ¿no es así?
Lelio, aunque con cierta desgana, asintió.
–Bien. Pues es hora de que nos vuelva a ser útil. Tráemela.
Pasaron unos minutos, pero al poco, Lelio regresaba a la tienda del general en jefe con la joven esclava. La muchacha avanzó un par de pasos por delante de Lelio y se arrodilló a los pies del procónsul.
–¿Han vuelto a comunicar contigo, alguien, algún agente de Máximo?
La joven egipcia asintió un par de veces sin dejar de mirar al suelo. – ¿Dónde, cómo?
Netikerty habló sin levantar el rostro.
–Cuando salgo con los otros esclavos del tribuno Lelio a buscar suministros en el quaestorium, a veces se me acerca un hombre y me dice: «¿Sabes algo de la guerra?» Es la contraseña que me indica que es un hombre de Máximo. Nunca es el mismo y se guardan de que les vea bien, normalmente van con el casco puesto, mi general.
–Sea -aceptó Publio-. Pues acudirás al quaestorium con frecuencia estos días y cuando te interpelen deberás decir que la posición y la moral de las tropas es alta, que el general es muy respetado y que ninguno de los oficiales del cónsul duda del éxito de la misión, que los hombres están animados por las victorias de Saleca y contra la caballería de Hanón. Y dirás que el general y el tribuno Lelio se muestran muy esperanzados en la victoria final. Todo eso deberás decir. Y también que esperamos refuerzos… -Aquí Publio se detuvo un instante, pero al fin se lanzó-. Sí, que esperamos gran cantidad de refuerzos de Masinisa. Eso debes decir. Y que Sífax duda en atacarnos y que, seguramente, terminará siendo neutral. Eso también. Eso es todo. ¿Lo has entendido?
–Sí, mi general.
–Bien, pues ya puedes marcharte.
La joven salió por la tienda y tras ella Lelio, que un instante antes se giró hacia el procónsul; pero, al ver a Publio mirando al suelo, apretando los labios y concentrado, pensó mejor en no decir nada.
Pasados unos días, Lelio concluyó que, de alguna forma, Publio se comunicaba con los dioses, pues dos amaneceres después de que el procónsul dictara aquel mensaje a Netikerty, Masinisa apareció frente a las puertas de las nuevas fortificaciones de aquel campamento que todos daban en llamar Castra Cornelia, en honor a la gens del general que les comandaba. Y no sólo eso, sino que el rey de los maessyli había regresado de su incursión no sólo con los jinetes romanos que le había cedido el cónsul, sino con varios miles de guerreros de su pueblo. La voz había corrido por el noreste de Numidia: Masinisa había regresado, estaba vivo y estaba acompañado por los romanos. Eso hizo que por todo el nordeste de Numidia, centenares de maessyli se unieran a las filas del rey rebelde para recuperar la libertad y zafarse del yugo de Sífax.
–Te dije que volvería y sé que me he retrasado -se explicaba Masinisa ante Publio Cornelio Escipión en el praetorium, rodeados por las atentas miradas de Lelio, Silano, Marcio, Mario, Cayo Valerio, Terebelio y Digicio-, pero ha sido por una buena causa: he conseguido reunir varios miles de guerreros maessyli para servirte mejor.
Publio se levantó y avanzó hacia Masinisa; éste no sabía bien qué hacer, pero las palabras del procónsul, poniendo su mano sobre su hombro, le tranquilizaron.
–Has llegado tarde, pero me has traído todo un ejército de caballería. Masinisa, rey de los maessyli, doy mis órdenes por cumplidas y aprecio el valor de tu lealtad. Me has servido bien y me servirás aún mejor. Lo presiento. Y no dudes que sabré recompensarte más allá de lo que puedas imaginar.
Masinisa dudó, pero no lo pudo evitar.
–Puedo imaginar mucho.
Publio sonrió.
–Eso está bien. Un rey con ambición. No te preocupes, joven rey. Yo soy capaz de imaginar aún mucho más. Créeme.
Y con aquellas enigmáticas palabras, despidió al rey de los maessyli, que se retiró algo confundido, pensando con intensidad, pero satisfecho de que el procónsul se sintiera bien dispuesto hacia él. Sentía que la recuperación del nordeste de Numidia podía estar más cerca, aunque la enormidad del ejército de Sífax y Giscón reunidos a escasa distancia de las fortificaciones romanas le tenían confuso.
Tras aquel feliz regreso, que animó un poco a las acorraladas legiones de Escipión, Lelio vio cómo otra parte del mensaje que el procónsul dictó a Netikerty parecía cumplirse: el rey Sífax, en lugar de atacar, envió emisarios para parlamentar. Sífax se erigía como mediador entre los cartagineses y los romanos y ofrecía al procónsul de Roma una tregua para poder parlamentar y así pactar una salida negociada a aquel conflicto. Una negociación que, sin duda, Sífax dirigiría a favor de los intereses de Cartago dada su tremenda posición de fuerza. Lelio, como el resto de los oficiales, observó que Publio hacía lo que debía hacer dadas las circunstancias: aceptó negociar. Los legionarios de la V y la VI compartieron aquella decisión con una mezcla extraña de sensaciones: por un lado, veían su recién recuperado orgullo herido, pero, por otro lado, comprendían que existía la posibilidad real de que se pactara una retirada y salvar así la vida, aunque como eso sólo conllevaría el regreso al destierro de Sicilia, nadie tenía claro que no luchar fuera el camino. Pero les triplicaban en número. Eran tres enemigos contra uno. No se podía hacer nada. A no ser que al general se le ocurriera algo, pero todos, aunque tenían esa pequeña llama de esperanza en sus almas, entendían que nada podía hacerse, ni siquiera alguien como el procónsul podría conseguir algo más allá de una humillante retirada pactada.
El invierno fue frío y el viento arreciaba en lo alto de aquella pequeña península. La humedad del mar trepaba por las rocas de los acantilados y los barcos debían ser asegurados con cadenas y gruesas amarras. El viento helado se colaba por todas las rendijas de las tiendas y la comida, aunque aún abundante, se racionó. Entretanto, los emisarios de Sífax visitaban el campamento romano y establecían las condiciones para la paz y, a su vez, Publio enviaba mensajeros, encabezados por Mario y Cayo Valerio, para dar respuesta a las propuestas del rey de Numidia con la posibilidad de un acuerdo modificando Publio y sus tribunos algunas de las cláusulas iniciales de la propuesta de Sífax.
Sífax se había comprometido a permitir a los romanos embarcar en sus barcos y retirarse sin ser molestados; a cambio, exigía que se le entregara a Masinisa y su caballería. Publio contrapropuso que antes el rey de Numidia debía firmar un pacto de no agresión con Roma y comprometerse a no ayudar a Cartago en su guerra fuera de África. Sífax no cedió e insistió en ofertar, por última vez, la retirada de las tropas romanas, a cambio de que el procónsul abandonara a su suerte a los cuatro mil jinetes de los maessyli, que, tras la partida de las legiones V y VI, quedarían rodeados por los cien mil guerreros de Sífax y Giscón. Los últimos emisarios insistieron en que con ello Sífax se mostraba generoso e imparcial, pues su propia esposa Sofonisba, hija de Giscón, así como su suegro, no dejaban de insistirle en que debía atacar sin dilación y que, si no lo hacía, era por responder con elegancia al valor que el procónsul mostró en el pasado al acudir a Siga y que, además, ya había advertido en varias ocasiones al propio cónsul, cuando estaba en Siracusa, de que no debía desembarcar en África.
Publio, sentado en su butaca, reflexiona en silencio. En torno a sí están congregados todos sus tribunos y centuriones de confianza. Cayo Lelio mira al suelo, Marcio y Silano aprientan los dientes, Mario se pasa una mano por la parte posterior de la cabeza, Terebelio y Digicio fruncen el ceño, Cayo Valerio, al igual que los doce lictores que velan por la seguridad del procónsul, mira atento a Masinisa y este último, con la boca abierta, no puede creer que el cónsul esté considerando seriamente partir y abandonarlos a su suerte, una muerte segura después de haberse rebelado una vez más contra Sífax. Los emisarios del rey de Numidia, por su parte, parecen inquietos, miran al procónsul y luego a Masinisa. Tienen prisa, pero no se atreven a hablar.
Publio Cornelio Escipión levanta la mano derecha y con el gesto consigue la atención inmediata de cuantos están en la tienda.
–Podéis decir al rey Sífax… -empieza el procónsul, y aquí se detiene un segundo para mirar fijamente a los ojos de Masinisa-; podéis decirle que acepto sus condiciones y que en cuanto pasen unos días, a lo sumo unas semanas, en cuanto tengamos un día de buen tiempo, para que podamos organizarlo todo convenientemente y podamos tener una navegación segura, partiremos de regreso a Sicilia.
La mayoría de los tribunos y centuriones niega con la cabeza pero sin osar contradecir con sus palabras la decisión del cónsul. Cayo Lelio mira a Publio con la frente arrugada, inquisitiva. Masinisa vocifera.
–¡Eres un traidor! ¡Publio Cornelio Escipión traiciona a aquellos que mejor le han servido! ¡He luchado para ti, he matado para ti y he traído todo un cuerpo de caballería para ti y ahora tú me abandonas frente al peor de mis enemigos! ¡Eres un miserable, un miserable! – Y se lleva la mano a la espada, pero antes de que el puño del exiliado rey de los maessyli llegue a la empuñadura, la firme mano de Cayo Valerio le detiene. En un segundo, Masinisa es rodeado y reducido por los lictores, Publio se levanta de su butaca y grita con potencia.
–¡Cállate, rey de los maessyli! ¡Cállate! ¡Nadie grita en mi praetorium excepto yo mismo y, por todos los dioses, que nadie me llama traidor sin pagar por ello!
Masinisa, desarmado, asido por brazos y piernas, deja de gritar, pero sólo la furia y el odio fluyen por sus venas, mientras respira con vehemencia.
Los emisarios de Sífax miran al joven rey rebelde y sonríen como hienas que babean deleitándose en la que saben será su próxima presa herida ya de muerte. El más veterano responde a Publio con brevedad.
–El procónsul de Roma ha elegido sabiamente. Informaré a mi rey y a los cartagineses de esta decisión.
Publio levanta un brazo y los oficiales abren un pasillo para que los emisarios abandonen el praetorium.
Nada más salir los emisarios de Sífax, Publio se aproxima al inmovilizado Masinisa.
–¡Soltadle! – Valerio y los lictores aflojan, pero permanecen atentos a cualquier movimiento del regio maessyli. Publio se dirige a él con voz serena y segura-. Y ahora, haz el favor de escuchar con atención y en silencio y no se te ocurra volver a insultarme hasta que termine de exponer cuál va a ser nuestra forma de actuar. ¿Está claro?
Masinisa permanece en el silencio forzado de quien se contiene para no empezar a gritar sin posibilidad ya de detener el flujo de su furia.
–Te-he-he-cho-u-na-pre-gun-ta -pronuncia el cónsul sílaba a sílaba.
–¡Sí, te he oído, te he oído…! – responde en un ladrido Masinisa escupiendo saliva sobre el rostro del procónsul. Valerio va a golpear al joven rey de los maessyli, pero Publio levanta su brazo izquierdo y el primus pilus de la V legión se detiene.
–Bien, eso es lo que quería oír -responde Publio Cornelio Escipión limpiándose la saliva de Masinisa con el dorso de una mano. Se vuelve entonces hacia sus oficiales y continúa hablando con la misma serenidad con la que lo hacía siempre que explicaba un plan de acción-. Vamos a atacar y vamos a hacerlo muy, muy pronto y… -se vuelve hacia Masinisa-, vamos a atacar todos juntos, pero había pensado que quizás era mejor no decir esto a los emisarios de Sífax, más que nada porque en la sorpresa reside nuestra única posibilidad de victoria. – Masinisa le mira con los ojos cada vez más abiertos, va a hablar, quiere hacer la evidente pregunta «Entonces… ¿no vas a entregarme?», pero el cónsul levanta la mano derecha para que guarde silencio y continúa explicando el plan de ataque, girando sobre sí mismo, mirando uno a uno a sus tribunos y centuriones-. Ellos son más. Entre cartagineses y númidas leales a Sífax tenemos casi cien mil hombres. Nosotros, contando los refuerzos de Masinisa, las legiones V y VI, los voluntarios de Hispania, la caballería reclutada en Sicilia y las tropas auxiliares de las legiones no llegamos a treinta y cinco mil hombres. Además, hasta ahora, ellos han llevado la iniciativa, pero si he estado negociando todo este largo tiempo no ha sido para escapar, sino para conseguir que Mario y Cayo Valerio pudieran entrar en los campamentos enemigos para transmitir nuestras respuestas. En esas misiones de negociación, les pedía a Mario y a Valerio que se fijaran en todo lo que allí vieran: en cómo están armados, en cuál es el estado de las tropas, cuál es su moral, cómo están organizados los campamentos enemigos… y bien, esto es lo que sabemos. – Publio fue a la mesa de los mapas y allí se congregaron todos, incluidos un Masinisa algo más sereno, pero aún desconfiado. Publio continuaba sus explicaciones señalando en un mapa en que había dibujado los campamentos enemigos-. Han constituido dos campamentos muy diferentes. Por un lado está Giscón con su ejército cartaginés, en un campamento algo fortificado y más o menos organizado, pero aun así atacable. Tan seguros están de su fuerza que no se han molestado en protegerse de un posible ataque. Pero lo de Sífax es aun mejor: el campamento númida está completamente desorganizado, centenares de tiendas en su mayoría levantadas con madera y hojarasca, ramas secas que prenderán como aceite hirviendo en cuanto les apliquemos una llama.
Publio terminó su exposición y, satisfecho, dejó de apoyarse sobre la mesa y miró a sus oficiales. Lelio asentía despacio. Desde que se descubriera lo de Netikerty, Lelio andaba ensimismado en cuanto a su estado de ánimo, pero estaba mucho más dispuesto a aceptar cualquier plan de Publio; el resto parecía tener más dudas. Fue Silano el primero que planteó un problema.
–Pero nos verán acercarnos. Es imposible sorprenderles.
–No, eso no es así -respondió Publio con determinación-. Sí que es posible sorprenderles y lo haremos. Les sorprenderemos porque atacaremos de noche. Esta noche.
–¿Una batalla nocturna? – repitió Valerio, confuso, incrédulo, con incertidumbre.
–Así escapó Aníbal al cerco de Fabio Máximo en Casilinum -ilustró Publio recordándoles a todos la magnífica estratagema de Aníbal en Italia cuando estaba en clara inferioridad numérica al estar acorralado por las legiones al mando del princeps senatus-. Atacó de noche y nosotros haremos lo mismo. – Publio veía que sus hombres aún dudaban, pero a la vez empezaban a mostrarse más y más atraídos por una idea que alejaba el fantasma de la humillante huida; continuó con el plan-. Yo, con la V legión y la caballería romana atacaré el campamento mejor organizado, el de Giscón, mientras que Lelio, con la VI legión, apoyado por la caballería de los maessyli -aquí miró a Masinisa, que asintió con lo que ahora era una boca muy cerrada-, atacarán a Sífax. No, no te voy a traicionar, sino que muy al contrario, lo que hago es brindarte en bandeja que destruyas con tus propias manos y todo nuestro apoyo a tu peor enemigo, a quien te ha arrancado tu tierra, ha matado a los tuyos y te ha condenado al destierro perpetuo y a quien quería comprarme para que te vendiera como un esclavo. Masinisa, te estoy dando la posibilidad de que emerjas en la noche y arrases el campamento de Sífax respaldado por todos mis hombres. Sífax me ha traicionado, mientras que tú me has mostrado lealtad. Si Sífax hubiera sido fiel a su pacto, me habría conformado con que al final de esta guerra hubiera cedido el noreste de Numidia para ti, pero la mayor parte de Numidia continuaría bajo su poder; eso si se hubiera mantenido neutral, pero ahora eso ya no me vale. Creo, joven Masinisa, que ya ha llegado la hora de que haya un nuevo rey de toda Numidia. – Masinisa abre aún más los ojos y arruga la frente; Publio asiente para reforzar el significado de sus palabras-. Ya te dije que yo podía imaginar aún mucho más que tú, Masinisa, rey de los maessyli y, pronto, muy pronto, rey de toda Numidia.
Tribunos y centuriones observaban a su general en jefe con una admiración sin límites. Aquel procónsul, rodeado de una fuerza que les triplicaba en número, estaba nombrando rey a quien no lo era, daba por muerto a quien lo era, planeaba una batalla nocturna y a todos les transmitía la sensación de que la realidad no era la que era, sino que la realidad era o iba a ser pronto lo que él anunciaba. En medio de aquel admirativo silencio, Cayo Valerio se atrevió a hacer una pregunta complicada.
–Pero… -el cónsul le miró y asintió para invitarle a que planteara su duda-, ¿cómo llevaremos fuego para incendiar sus campamentos en medio de la noche sin que nos vean?
Publio Cornelio Escipión pasó su lengua por debajo del labio superior con lentitud y tomó asiento en su butaca. Todos se hicieron un paso atrás. El procónsul, por primera vez en toda la tarde, habló con algo de incertidumbre.
–Sí. Eso me ha tenido ofuscado un tiempo… no podemos utilizar lentes para ayudarnos del sol porque será de noche y pensé en ir sin fuego y prender antorchas cuando estemos cerca de los campamentos, pero al empezar a distribuirlas nos verían y necesitamos muchas llamas para encender no sólo antorchas, sino lanzas y flechas. No… no… hay que llevar fuego, muchas llamas y que no nos vean al acercarnos… eso, es cierto, me ha tenido unas semanas alargando las negociaciones… pero ya se me ha ocurrido algo… algo que teníamos a nuestro alcance todo el tiempo y que ya hemos usado… pero hasta ayer mismo no lo pensé… pero eso valdrá. Tendrá que valer…
Quinto Fabio Máximo, sentado en el amplio atrio de su gran villa a las afueras de Roma, sostenía dos tablillas diferentes, una en cada mano. En la izquierda, tenía la carta que Marco Porcio Catón le había remitido por correo militar desde Sicilia, para que llegara antes que él, pues debía permanecer unas semanas en Sicilia en razón de su cargo de quaestor de las legiones V y VI cuya base era aquella isla. En su carta, Catón era rotundo: la situación de Escipión y sus legiones era desesperada, acorralados en las proximidades de Utica y rodeados por fuerzas enemigas que los triplicaban en número, abandonados por los númidas de Masinisa y con Sífax aliado junto a los cartagineses. Su derrota y la consecuente pérdida de todas las tropas era cuestión de semanas. Según ese informe, lo sensato era solicitar al Senado que se le ordenara a Escipión que regresara, haciendo uso de la flota o, si persistía obstinadamente en su actitud de no abandonar la campaña africana, recurrir a lo que Fabio más deseaba: votar en el Senado una senatumconsulere o moción que presentara uno de los nuevos cónsules de aquel año, Cneo Servilio o Servilio Gemino, que propusiera el relevo en el mando de aquel cónsul joven, rebelde y desproporcionadamente querido por una plebe romana dada a engrandecer cualquier victoria contra los cartagineses, por pequeña que ésta fuera. Pero en la mano derecha, Quinto Fabio Máximo tenía un informe procedente de Netikerty en el que se explicitaba todo lo contrario: la moral de las legiones era alta, Masinisa había traído una poderosa y numerosa caballería de maessyli y el rey Sífax estaba a punto de declararse neutral, lo que dejaría a los cartagineses y romanos en posiciones muy equilibradas.
Quinto Fabio Máximo meditaba en el silencio de su atrio. Una de las jóvenes esclavas egipcias, hermana de la que le suministraba información secreta desde el mismísimo campamento de Escipión, entró y le trajo un vaso de agua para refrescar a su amo en una tarde especialmente calurosa de aquella primavera romana. ¿Mentiría Netikerty? ¿Mentiría sabiendo que la vida de sus hermanas estaba en juego? No. Eso no era probable. Pero, ¿cómo entonces era posible tener dos informes tan dispares? La carta de Catón bien pudiera ser un poco anterior y quizá las condiciones hubieran cambiado en unos pocos días, pero ¿tanto?
Quinto Fabio Máximo, princeps senatus, cinco veces cónsul y augur, por primera vez en mucho tiempo, no sabía qué hacer. Y ya había acudido al auguraculum esa misma mañana para leer en el vuelo de los pájaros, pero su vista… suspiró… su vista no era la de antes. No lo admitía en público, pero era consciente de que no veía bien, sobre todo con su ojo derecho, de modo que su lectura del vuelo de los pájaros era indecisa, forzada, incierta. Le inquietaba no saber desde cuándo exactamente no discernía bien el vuelo de las aves en la distancia, pero la cuestión era que no sabía qué hacer. Las dos cartas tan contrapuestas le dejaban sumido en una confusión casi desconocida para él, acostumbrado siempre a disponer de suficiente información y de tomar decisiones rápidas y frías. Quinto Fabio Máximo se sentía bloqueado. Era extraño. Lo mejor sería que África misma decidiera por él. La misma África que había masacrado las legiones de Régulo en el pasado, volvería a hacerlo con las tropas de Escipión en el presente. África no era para Roma. No lo era. Escipión, sencillamente, no entendía bien dónde estaban los límites. Ni los aceptaba en las leyes romanas y así forzó su elección como edil, como imperator o como cónsul siempre antes de los límites de edad establecidos por la tradición, ni tampoco sabía el rebelde Escipión entender los límites razonables del poder de Roma. África sería su tumba. Una tumba repleta de arena. Una tumba de dimensiones apropiadas para enterrar tan inconmensurable ambición.