32
André aguardaba en el aeropuerto la llegada del maestre. El retraso del vuelo, veinte minutos, estaba dentro de lo tolerable, sobre todo porque no tenían que añadir un tiempo de espera para recoger equipaje. Ya había avisado al senescal y al secretario para que acudiesen a una reunión urgente en un piso del boulevard Haussmann.
Paseaba nervioso por la zona de acceso al aeropuerto y había perdido la cuenta de los cigarrillos fumados; la información que tenía para el maestre no era la que hubiese deseado.
Subieron al coche, otro Mercedes impoluto, reluciente y de color negro, protegidos por los guardaespaldas que, tras sus gafas oscuras, escudriñaban en todas direcciones, atentos a cualquier movimiento sospechoso. El rostro del maestre era el de una esfinge.
—¿Todo en orden, André?
—Si se refiere a la reunión con el senescal y el secretario, ya está convocada.
Armand d’Amboise, lo miró, alzando las cejas:
—¿Qué ocurre?
—Las noticias de Zurich son excelentes, pero las de París no tanto.
—Primero Zurich.
—La sede de Farmacolin ha desaparecido, el número dieciocho de la avenida Jean Calvino ya es un local vacío, los contratos de teléfono, luz y gas están cancelados, también las cuentas bancarias y la línea ADSL. Puedo deciros que no ha quedado el menor rastro.
D’Amboise asintió con leves movimientos de cabeza.
—Ahora París.
—Los hombres de Gudunov han localizado el vehículo del accidente.
El maestre no abrió la boca, pero su mirada era inquisitorial y André supo que debía continuar.
—Los mecánicos no fueron todo lo diligentes que debían —se excusó el secretario.
—La última referencia de que dispongo decía que la policía ya había pasado por el taller y que no hubo complicaciones.
—Así es, señor. Sin embargo, debieron de sospechar algo porque al día siguiente irrumpieron de improviso y…
—¿Al día siguiente? —se extrañó el maestre.
—Sí, señor.
—¿No estaba para entonces todo resuelto?
—Por lo visto no, señor.
D’Amboise no hizo comentario alguno y aunque su rostro parecía inescrutable, el secretario se percató de lo contrariado que estaba. Fue André quien rompió un silencio que, conforme se prolongaba, le resultaba más agobiante.
—Desde esta mañana las emisoras de radio no paran de repetir que el accidente del subterráneo fue un atentado para acabar con la vida del inspector Jean Duquesne y atribuyen a la Serpiente Roja su autoría.
El maestre, que tenía la mirada perdida fija en la luna tintada del coche, continuaba sin decir palabra. André, muy nervioso, lanzaba furtivas miradas a su derecha, pero el rostro del máximo responsable de la Hermandad de la Serpiente no manifestaba emoción alguna. Las arrugas de su rostro, que daban a su semblante un aire aristocrático, parecían talladas en frío mármol.
Cruzaron la puerta de Clichy y el boulevard Berthier, y dejaron a la derecha el cementerio de Montmartre. El tráfico era fluido, demasiado fluido para los deseos del nervioso secretario a quien se le acababa el tiempo; en pocos minutos llegarían al boulevard Haussmann.
André dejó escapar un suspiro y dejó caer la noticia que tanto lo mortificaba:
—Señor, me preocupa mucho la noticia con la que abren los boletines informativos de la tarde.
—¿Qué dicen?
—El cardenal Paolo Minardi ha aparecido muerto en su apartamento de la vía del Corso.
Un destello de furia brilló en los ojos del maestre.
—¡Cómo dices!
—El cardenal ha aparecido muerto —repitió André con un soplo de voz.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? —Más que una pregunta era una acusación.
André, confuso, agachó la cabeza.
—¿Desde cuándo emiten esa noticia?
—Recibí una llamada a eso de las tres y cuarto; se difundió por primera vez en el informativo de las tres. Ya no pude avisarle.
—¿Qué dicen?
André miró el reloj.
—Faltan tres minutos para las seis, si le parece podríamos oírlo por la radio.
—¿En qué emisora?
—Da lo mismo, señor, todas abren sus boletines informativos con la noticia.
Un escalofrío recorrió su espalda cuando escuchó la voz del locutor de France-1, que informaba a sus oyentes. La voz tenía un ligero fondo metálico:
—«En Roma continúan las investigaciones para determinar la causa de la muerte del cardenal Paolo Minardi. Todo es muy confuso en torno al inesperado fallecimiento de Su Eminencia. El Vaticano guarda silencio y remite a las investigaciones policiales. Los carabinieri señalan, por su parte, que la muerte del cardenal está sub iúdice. France-1 ha podido saber que el secretario de monseñor Minardi ha declarado que el óbito se produjo inmediatamente después de que su eminencia mantuviese una tensa reunión. Preguntado acerca de ello, se ha limitado a señalar que se trataba de una persona que se había desplazado de París para mantener un encuentro con el cardenal. Acerca de la expresión “tensa reunión”, ha dicho que escuchó voces muy alteradas y que Su Eminencia tenía el semblante demudado cuando concluyó la entrevista, que inmediatamente se sintió mal y falleció en sus brazos».
El rostro de D’Amboise se había convertido de nuevo en una máscara.
Antes de bajarse del automóvil, ordenó a André:
—Intenta que el senescal y el secretario adelanten su llegada; no podemos perder un minuto.
* * *
Después de una larga conversación, Margaret y Pierre llegaron a un acuerdo con Gudunov. Colaborarían, en la medida de sus posibilidades, para que el comisario pudiese desenmascarar a los asesinos; ella tendría acceso a la documentación que aflorase como consecuencia de la investigación del caso de la Serpiente Roja y él conseguiría la exclusiva para su reportaje. Fue de gran importancia que el comisario pusiese sobre la mesa el trabajo realizado por Duquesne. Aunque habían perdido el detallado informe realizado por el inspector, Gudunov recordaba la relación que su subordinado estableció entre las muertes de Gastón de Marignac y de Andreas Lajos, y la de Madeleine Tibaux. Gudunov les puso al corriente de que el asesinato de Antoine Vaugirard no había sido obra de la Serpiente Roja. El pergamino con la serpiente que dejaron los asesinos de Madeleine nada tenía que ver con el que apareció en el dormitorio donde estaba Vaugirard. «Alguien ha tratado de pescar en río revuelto», afirmó el comisario. También les aportó un dato que arrojaba no poca confusión a la muerte del bibliotecario: el original de Le Serpent Rouge había desaparecido de los fondos de la Biblioteca Nacional.
Pierre aprovechó que la historiadora se daba una ducha para hacer una llamada que llevaba posponiendo todo el día. Estaba tan nervioso que al marcar los números en el dial su dedo índice temblaba de forma descontrolada. Marcó despacio, como si temiese equivocarse. Cuando escuchó el tono, pensó que al menos había acertado y el teléfono estaba operativo. Creyó que ya no recibiría respuesta cuando escuchó la voz.
—¿Dígame?
El tono le resultó extraño.
—¿Gabriel? ¿Gabriel D’Honnencourt?
—Sí, dígame.
—Soy Pierre Blanchard, ¿tiene un minuto?
La voz de D’Honnencourt sonó agradable.
—Por supuesto, Pierre.
—Verá, he pensado en la propuesta que me hizo el otro día acerca de publicar un reportaje. Me gustaría conocer las condiciones a las que usted aludió entonces.
—¡Ah, era eso!
—Si le parece, podríamos quedar…
Gabriel lo interrumpió.
—¿Le parece bien mañana a las diez? No… mejor a las once, así tendré preparadas unas copias para que pueda llevárselas.
—Me parece perfecto. ¿Dónde nos vemos?
—En el mismo lugar, el piso de la calle Saint Vincent.
—No sé cómo agradecerle…
—No me lo agradezca todavía; tal vez las condiciones no sean de su agrado.
—Estoy seguro de que lo serán.
Cuando colgó el teléfono tenía las manos empapadas. La llamada que acababa de hacer, a espaldas de Margaret, aprovechando que ella no podía escucharlo, tenía algo de clandestina. Actuar sin decirle una palabra era muy desagradable. Tenía la impresión de estar traicionándola.
* * *
La reunión se desarrolló en un clima de tensión que revelaba la falta de sintonía entre el maestre y el senescal. Este último, desde el primer momento, se mostró contrario a cualquier acuerdo con el Vaticano, aunque éste hiciese pública una declaración en la que se pondría en entredicho el contenido de los Evangelios. Pensaba que ese acuerdo les ofrecía un margen de maniobra y que podrían capear el temporal mucho mejor que si ellos lanzaban a bombo y platillo una acusación en toda regla, dando a conocer el secreto que contenía el documento que ocultaban desde hacía casi novecientos años. Sin embargo, el maestre hizo valer sus prerrogativas: tres años atrás había abierto las conversaciones que acababan de revelarse como un fiasco.
D’Amboise hizo una detallada exposición de su encuentro con Minardi, señalando que el Vaticano daba por rotas las negociaciones. Estaba cada vez más tenso porque el rostro de Losserand revelaba el regodeo con que escuchaba la confesión de su fracaso. Abrevió, dejando para el final lo que él consideraba las dos cuestiones más importantes.
—Tengo que informaros también de dos asuntos de suma importancia.
—¿Más importantes que el desastroso resultado de tus iniciativas? —Losserand quiso dejar claro que se trataba de un fracaso personal.
—Me temo que sí, aunque todo es cuestión de opiniones. La primera es que esta mañana he tenido conocimiento de que, desde hace más de veinte años, el Vaticano tiene introducido un topo en el corazón de la hermandad.
El maestre miró a sus compañeros, esperando la reacción, pero el impacto había sido tan fuerte que estaban paralizados. Fue él quien tuvo que romper el silencio.
—No alcanzo a comprender la razón que ha animado a Minardi a confiarme tal cosa, pero así ha sido. Me ha contado una larga historia que se remonta al momento en que Luis XVI fue guillotinado. Según él, desde esa fecha, el Vaticano buscó la forma de penetrar en nuestra hermandad. Les costó mucho trabajo porque…
—¿Cuándo lo lograron y cuál es su nombre? —lo interrumpió el senescal, cuyo semblante había tomado una tonalidad cenicienta.
Los dos hombres se midieron con la mirada.
—Fue Gastón de Marignac.
El senescal golpeó la mesa con el puño y exclamó:
—¡La fuente de todos nuestros problemas!
—¿Alguno de vosotros recuerda la línea de De Marignac? —preguntó D’Amboise.
Ninguno respondió, pero el secretario se levantó y abandonó la estancia para regresar instantes después. Portaba un grueso volumen toscamente encuadernado, donde el paso del tiempo había dejado su huella. Se sentó y comenzó a buscar la página correspondiente a la par que bisbiseaba:
—De Marignac… De Marignac… ¡Aquí está!
—¿Qué dice?
Leyó textualmente:
—«Gastón de Marignac entró a formar parte del Círculo el siete de octubre de 1984 a propuesta de Emmanuel Dubois. Falleció el veinticinco de marzo de 1986. Su muerte se produjo en extrañas circunstancias. Las investigaciones policiales no consiguieron descubrir al autor o autores del asesinato. Su propuesta sucesoria fue Victor d’Enghien, que contó con el apoyo de la hermandad». Veo que hay una llamada que nos lleva a una nota en la página… Un momento, por favor.
El secretario buscó la página y leyó:
—«Dadas las circunstancias que concurrieron con De Marignac, Victor d’Enghien fue sometido a una revisión exhaustiva para comprobar cualquier asunto relacionado con su persona. La conclusión fue que su figura estaba limpia de los manejos económicos que empañaban a quien lo propuso».
D’Amboise y Losserand permanecían inmóviles y el secretario pasó algunas hojas, bisbiseando de nuevo:
—D’Enghien… D’Enghien… Victor d’Enghien ingresó en el Círculo el veintidós de marzo de 1986 a propuesta de Gastón de Marignac. Falleció de un ataque al corazón, según consta en el certificado de su defunción, el veintitrés de julio de 1988. Su propuesta sucesoria fue Eric von Moltke, que contó con el apoyo de la hermandad.
Repitió la misma operación y comprobó que Von Moltke fue miembro de la hermandad desde octubre de 1988 hasta febrero de 1997, cuando su lugar fue ocupado por Heinrich Schliemann, después de que fuese rechazada una primera propuesta a favor de Marco Antonio Fanfani. Buscó al sucesor de Schliemann, que había fallecido en 1999 en un accidente de circulación. Pasó algunas páginas más y no pudo contener una exclamación:
—¡Es increíble! ¡Todas las propuestas de Schliemann, cinco en total, fueron rechazadas! Su muerte repentina hizo que no tuviese sucesor y que la propuesta, según señalan los estatutos, fuese realizada por el maestre.
—Lo recuerdo perfectamente. Recuerdo los rechazos y también el accidente que costó la vida a Schliemann —señaló Losserand.
Los tres hombres se interrogaron con la mirada.
—Ahora me lo explico todo —comentó el maestre—. ¡Minardi no me revelaba nada al confesar la historia del topo vaticano!
—¡Menudo granuja! —exclamó el secretario, que curioseaba algunos detalles en el libro.
—¿Cuál es la segunda de las cuestiones? —preguntó el senescal con voz cortante, como si estuviesen en un callejón que no conducía a ninguna parte y seguir quejándose fuese una pérdida de tiempo.
—Su rechazo a cerrar el acuerdo no ha sido obstáculo para que Minardi nos haga una oferta a cambio del pergamino.
—¿Quieren el pergamino? —preguntó el secretario, quien al cerrar el libro agitó pequeñas partículas de polvo.
—Sí.
—¿Qué clase de oferta? —preguntó el senescal.
—Sus palabras textuales fueron: «Nos gustaría saber si poseemos algo que despierte el interés de Oficus».
—Es decir, no han ofrecido nada.
—No te confundas, Philippe. Su oferta es nada y también lo es todo, una actitud muy vaticana.
—Sin embargo, ahora su propuesta no vale un soplo de viento. Te supongo enterado de la noticia: el cardenal Minardi está muerto y corren rumores que nos incriminan solapadamente. ¿Hubo algo más que palabras en vuestro encuentro?
Armand d’Amboise tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contenerse.
—Acerca de su muerte sé lo que dicen las emisoras.
—¿Hemos tenido algo que ver con ella? —insistió el senescal—. En cualquier caso, debes saber que contaría con mi aprobación. Por lo que nos has contado, ese Minardi era un malandrín que ha jugado contigo miserablemente.
La crítica a la forma en como se había llevado el asunto iba implícita en sus ácidas palabras.
—Aunque la muerte de Minardi deje su oferta sin valor, quiero estudiar detenidamente el pergamino —señaló D’Amboise, ignorando la última pregunta de Losserand y haciendo, una vez más, uso de sus prerrogativas.
—¿Alguno de los que has mencionado en la línea de Marignac pudo acceder al contenido del texto? —El tono del senescal era más amable; la pregunta iba dirigida al secretario.
—Podría buscar los antecedentes, pero creo que el único que pudo hacerlo fue Von Moltke. Las reglas señalan que cualquiera de los miembros del círculo, con una antigüedad superior a tres años, tiene acceso al documento con las restricciones establecidas. No podrá salir de la sala de estudio, tendrá que ser en el horario establecido, habrá de…
—No sigas, el senescal y yo conocemos las normas. Una de ellas dice que las restricciones no afectan al maestre. Por lo tanto os comunico mi decisión de estudiarlo detenidamente durante el tiempo que considere oportuno.
Los reunidos se sorprendieron al ver parpadear el piloto rojo del teléfono que había sobre la mesa. Tenía que ser algo muy importante para interrumpir una reunión como aquélla. D’Amboise descolgó el teléfono.
—¿Qué pasa, André?
—Señor, llaman de Roma.
—¿De Roma?
—Sí, señor, de la secretaría de Estado del Vaticano. Les he dicho que está usted reunido, pero insisten en que es muy urgente.
—¿Quién llama?
—Un momento, señor.
El maestre aguardó tamborileando con los dedos sobre la mesa.
—Es el secretario de Estado, el cardenal Passarolo.
D’Amboise tapó el micrófono con la mano y dio a su voz un tono de confidencialidad:
—Es Passarolo, el secretario de Estado Vaticano —descubrió el micrófono y ordenó a André—: Está bien, pásame la llamada, pero hazlo cuando el cardenal esté al teléfono.
D’Amboise consideraba que si Passarolo deseaba hablar, era él quien debía aguardar. Colgó el auricular y miró a sus acompañantes, ninguno de los cuales hizo ademán de abandonar la estancia. Aguardaron en silencio casi un minuto; el maestre seguía tamborileando, mientras recordaba que Minardi le había dicho que el secretario de Estado se había convertido en un valladar para frenar el proyecto tan arduamente elaborado. Al primer parpadeo del piloto, descolgó y escuchó la voz de André:
—Le paso, señor.
—¿Sí?
—¿Armand d’Amboise?
—Sí, soy yo —su voz era fría, distante.
—Caro amici! Soy Angelo Passarolo. ¿Cómo está mi buen amigo?
—Para ser sincero, no muy bien. Mi viaje a Roma ha sido una lamentable pérdida de tiempo y cuando he llegado a París me he encontrado con la noticia de la muerte de Minardi.
—¡Una pena! ¡Una pena! ¡Ha sido todo tan inesperado!
—Inesperado, pero alguien ya ha difundido un rumor malintencionado.
—¿A qué se refiere?
—¿No ha oído la noticia?
—Bueno, se dicen tantas cosas que…
—El secretario de Minardi me señala de forma solapada como la causa de la muerte de Su Eminencia.
—¿Qué me dice? ¡Qué barbaridad! ¡La muerte del cardenal se ha producido como consecuencia de un fallo cardíaco! —El italiano se mostraba locuaz—. ¡Cómo se puede decir una cosa así! ¡He tenido el certificado médico en mis manos!
—En tal caso, ¿tendría Su Eminencia inconveniente en aclarar este asunto? Para nosotros resulta muy enojoso.
—Desde luego que sí. Daré órdenes expresas al respecto.
—Se lo agradezco. Y ahora, ¿dígame? ¿Cuál es el motivo de su llamada?
No deseaba mostrarse cordial con quien, según el difunto, había sido uno de los principales obstáculos para culminar lo que había considerado la empresa de su vida.
—Supongo que el cardenal le comentó nuestras dificultades para asumir el plan, porque este momento requiere de la mayor serenidad, ya sabe que la vida del Santo Padre pende de un hilo. Espero que se haga cargo y comprenda nuestra situación.
—El cardenal Minardi ha sido muy explícito al respecto y sé cuál ha sido su posición.
El secretario de Estado decidió llevar la conversación a otro terreno.
—Supongo que Minardi le ha hecho una oferta.
D’Amboise midió sus palabras. Era consciente de que a la hora de hablar con las altas instancias vaticanas había que ser sumamente cuidadoso.
—En realidad, pretendió dejar una puerta abierta.
—Minardi le diría que estamos vivamente interesados en ese documento.
—Así es.
—El motivo de mi llamada, señor D’Amboise, es para ratificarle nuestro interés. Supongo que Su Eminencia le indicaría que nos gustaría saber qué desean a cambio.
—Su Eminencia no debe partir de un supuesto tan poco sólido como es el de que estemos dispuestos a desprendernos de ese documento.
—En cualquier caso, sepa usted que nosotros sí estamos dispuestos a negociar, sin condiciones previas por nuestra parte.
—Puede ahorrarse las muestras de magnanimidad, Passarolo. Su posición no le permite poner condiciones. Ustedes quieren algo que nosotros tenemos y nosotros todavía no hemos dicho que deseemos algo que esté en su poder. Por lo tanto, somos nosotros quienes marcamos los términos de la negociación —D’Amboise estaba soltando toda la bilis acumulada a lo largo de una jornada cuyo mejor calificativo era el de penosa—. Comprenderá Su Eminencia que después de la experiencia vivida no nos mostremos muy proclives a negociar con ustedes.
A pesar del varapalo, la voz de Passarolo sonó imperturbable:
—Lamento mucho que las cosas hayan ido por ese derrotero, pero las circunstancias han impuesto su ley.
—Creo no equivocarme si digo que han sido las circunstancias y algo más.
—Creo que el cardenal Minardi le ha explicado la situación con todo detalle.
—Ciertamente ha sido muy explícito.
—Bien, en tal caso, aguardamos su respuesta. Sepa que para mí ha sido un placer mantener esta conversación.
—Sepa Su Eminencia que también yo la he disfrutado.
Nada más colgar el auricular, el senescal, que había seguido la conversación sin perder detalle gracias a la explicación que el maestre les había dado, preguntó sin preámbulos:
—¿Qué piensas hacer?
D’Amboise lo miró a los ojos.
—Leer muy despacio el pergamino.