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París, 12 de octubre de 1307

Terminada la ceremonia, los asistentes se acercaban hasta el estrado donde el rey Felipe el Hermoso había presidido los funerales por su cuñada Catalina de Courtenay, esposa de su hermano Carlos. El viudo, que se sentaba a la derecha del monarca, hacía corteses inclinaciones de cabeza a quienes testimoniaban su pesar. En la nave principal del templo se había formado una larga fila de personalidades, que aguardaban su momento para mostrar las condolencias a la familia real. Los comentarios versaban sobre las tensiones en la frontera con los ingleses y la actitud del pontífice que, al parecer, se asentaba definitivamente en la ciudad de Aviñón, convirtiéndola en la sede apostólica de la cristiandad.

Tras los miembros de la familia real, llegó el turno a Jacques de Molay, que se encontraba desde hacía algún tiempo en la ciudad. Ciertos rumores apuntaban a que el viaje a París del maestre de los templarios respondía al deseo de la poderosa Orden de los monjes guerreros de recabar apoyos para impulsar una nueva cruzada.

Subió al estrado e inclinó la rodilla ante el monarca en señal de respeto. Felipe lo cogió por los hombros y lo estrechó en un abrazo fraternal, que ponía de manifiesto la consideración del rey hacia su persona. Nadie pudo escuchar las palabras que el soberano susurró a los oídos del maestre, quien a continuación, con una cortés inclinación de cabeza, presentó sus condolencias a Carlos de Valois por la pérdida de su esposa. El rostro de Guillaume de Nogaret, el canciller del rey, situado un paso detrás de su soberano, no expresaba emoción alguna.

Jacques de Molay, acompañado por media docena de caballeros, se retiró por una de las naves laterales, concentrando las miradas de los cortesanos y personalidades que aguardaban su turno. El revuelo de sus blancas capas abandonando la iglesia hizo que algunos comentarios apuntasen a lo infundado de ciertos rumores que circulaban por París, señalando la mala relación que había entre la Corona y la Orden. Necesariamente tenía que tratarse de infundios interesados, después de la acogida que Felipe IV acababa de dispensar al máximo representante del Temple.

Cuando salieron a la pequeña plazuela que se abría ante la iglesia, se encontraron con una aglomeración de gente que dificultaba el paso. A pesar de que el mercado de los jueves había sido suspendido, una muchedumbre se había concentrado para ver al rey, a los dignatarios y a las personalidades que acudirían a la ceremonia religiosa. Un grupo de soldados les abrió un pasillo para cruzar el lugar, del que los templarios se alejaron con paso sosegado, que tenía algo de altivo, dando a entender a la concurrencia que, como a nada temían, estaban allí, seguros de sí mismos y de su poder.

El maestre comentó a sus caballeros cuando los posibles oídos indiscretos hubieron quedado atrás:

—Supongo que ninguno de vosotros discutirá ya que hemos hecho bien en acudir al funeral de la cuñada del rey.

—Nadie, señor, se había mostrado contrario a la asistencia. Nuestras reticencias se fundamentan en que, en las circunstancias presentes, no resulta conveniente hacernos ver en demasía.

De Molay miró al hombre que caminaba a su derecha; era mucho más joven que el maestre, un sesentón que se mantenía en buena forma.

—Un funeral no es una exhibición, es un ritual prescrito por la Iglesia y la asistencia, un acto de caridad cristiana.

—Nadie lo duda, maestre, pero coincidiréis conmigo que un funeral como el que acaba de celebrarse es también un acto cortesano, donde todos van a ver y a ser vistos.

—En tal caso, también aceptarás que lo mejor ha sido venir y que todos los lenguaraces que esparcen infundios hayan contemplado lo ocurrido.

—Yo no estaría tan tranquilo, maestre. ¿Os habéis fijado en el rostro del canciller?

—Nogaret siempre se ha mostrado distante con nosotros. No creo que haya razón para inquietarnos. Como habéis podido comprobar, los rumores que estos días han circulado carecen de fundamento. Todas esas habladurías son infundios de nuestros enemigos, propalados por envidiosos desocupados. Ya lo habéis visto, Su Majestad no ha podido mostrarse más solícito.

Las palabras del maestre fueron acogidas sin comentarios, lo que parecía indicar cierto asentimiento. Sin embargo, el más joven de los caballeros, después de dudar algunos segundos, manifestó su disconformidad:

—Disculpad, maestre, pero Felipe IV no es persona de quien uno pueda fiarse.

—No debes hablar así del rey —le reprendió De Molay.

—Os pido perdón, señor.

En silencio continuaron su marcha hacia el Temple, nombre con que los parisinos conocían la impresionante fortaleza de la encomienda de la Orden en la capital francesa. La brisa se había convertido en un viento cada vez más intenso, que empezaba a ser desapacible. Al llegar a su encomienda, aguardaron a que alzasen el rastrillo y abriesen la puerta; desde hacía varios días se habían extremado las medidas de seguridad.

Una vez dentro y con las puertas cerradas, el maestre preguntó al joven:

—¿Por qué razón has hecho ese comentario sobre el rey?

—Señor, no quisiera que mis palabras fuesen de nuevo objeto de vuestra censura.

—No albergues cuidado, serán la respuesta a una pregunta y quiero que hables con entera libertad.

—Señor, se dice que falta a su palabra de forma reiterada. Los hombres de negocios temen la llamada de algunos de sus oficiales, en particular de Guillermo de Nogaret. Les solicitan préstamos que no pagan.

—Algo de eso sabemos nosotros.

—He escuchado que hay casos en que el rey ni siquiera reconoce la existencia de la deuda. Ha realizado promesas a muchos caballeros y después se muestra olvidadizo. Ni siquiera con las damas muestra actitudes propias de un caballero. Tengo entendido que ha ordenado la muerte de una persona para acceder con más facilidad a los encantos de su esposa.

—Tal vez no sean más que habladurías.

—Tal vez, señor, pero no creo que la gente arriesgue su cuello por unas simples habladurías. Todo el mundo sabe que ordenó la expulsión de los judíos para no tener que hacer frente a los préstamos que tenía contraídos con banqueros de ese pueblo.

Nada de lo que le comentaba el joven templario le era desconocido. Oscuros pensamientos, como los negros nubarrones que en aquellos momentos cubrían ya el cielo de París, se apoderaron de la mente del maestre, cuyo rostro había adquirido una tonalidad cenicienta.

—¿Qué día es hoy?

—Es jueves, mi señor, doce de octubre.

—¿Hay noticias de los viajeros? —preguntó al senescal.

—Sí, maestre. Todo marcha según el plan previsto.

La respuesta pareció aliviar en algo la tensión que lo embargaba.

—Está bien, ahora dejadme solo, necesito poner orden en mi cabeza; si hay alguna novedad, estaré en la capilla.

* * *

El centenar largo de caballeros que llenaba el refectorio de la encomienda cenó en silencio, escuchando la lectura de un pasaje del Libro de los Reyes. Al terminar la oración de gracias con que concluían sus comidas, el maestre indicó a dos de los caballeros con los que habían compartido mesa que lo acompañasen hasta una pequeña estancia, amueblada de forma austera, que utilizaba como lugar de trabajo y donde recibía visitas y celebraba reuniones.

Se trataba del mariscal de la Orden y del recientemente nombrado comendador de Antioquía.

—No os entretendré demasiado, pero tomad asiento —el maestre señaló unos toscos sillones cuyo respaldar y asiento eran tiras de cuero entrelazadas—: Quisiera conocer vuestra opinión acerca de las circunstancias presentes.

—¿A qué os referís en concreto?

—A los insistentes rumores que circulan sobre un posible ataque a nuestra Orden. Aunque me niego a dar crédito a las habladurías, he de confesaros que me siento desasosegado; mi espíritu está turbado y mi ánimo, confuso. Ciertamente tenemos enemigos poderosos y, desde la caída de San Juan de Acre, son muchas las voces que se alzan cuestionando nuestra existencia porque creen que no somos necesarios. ¿Qué pensáis vosotros de todo ello? ¿Creéis que debería viajar hasta Aviñón y mantener un encuentro con el Papa? ¿Pensáis que es mejor no mover ninguna pieza hasta ver si todo esto no es más que una tormenta pasajera?

Fue el mariscal quien tomó la palabra.

—Todos estamos muy preocupados. Es evidente que Felipe IV nos quiere mal, entre otras razones porque nos adeuda grandes sumas y la mejor manera de sacudirse el débito es eliminar a los acreedores; ya lo ha hecho con los judíos. Sin embargo, no podrá hacer nada contra nosotros, si no cuenta con el consentimiento del Papa.

El comendador de Antioquía saltó como impulsado por un resorte.

—Bertrand de Got —se refirió a Clemente V por su nombre civil—, es un muñeco en manos del rey. Desde su época de arzobispo de Lyon, no ha dejado de adular a Felipe IV; es a los oficios del rey a quien debe su elección como pontífice. Está tan mediatizado que ha sustituido Roma por Aviñón como sede pontificia; si nuestra garantía depende de él, estamos perdidos.

—Me parece que hay demasiada vehemencia en tus palabras.

—No estoy haciendo conjeturas, señor, me limito a constatar los hechos. ¿Cuántos cardenales ha nombrado desde su acceso al pontificado?

—¿Ocho? —preguntó el mariscal.

—Nueve, exactamente. Todos son franceses y peones de Felipe. Está atrapado en las redes del rey.

—A pesar de todo, me resisto a creer que haya un plan para acabar con nosotros —señaló el maestre.

—Tal vez la situación no sea tan grave —señaló el mariscal—, pero creo que debemos permanecer alerta. Considero acertada la decisión de trasladar las riquezas a un lugar más seguro que los sótanos de esta encomienda. No tendríamos muchas posibilidades de resistir si, como temen algunos, se produjese un ataque de los oficiales del rey.

—¡Pensar en que los oficiales del rey ataquen nuestras encomiendas no tiene sentido! ¡Es una locura! Esta misma mañana el rey se ha mostrado deferente con mi persona.

—No os fiéis de Felipe, maestre; su doblez no conoce límites. Estaría más tranquilo si en el funeral no se hubiese mostrado tan afectuoso —protestó el comendador.

—No estamos en nuestro mejor momento, pero pienso que son agoreros quienes nos pronostican toda clase de calamidades.

—Tal vez tengáis razón, pero no está de más que hayamos tomado ciertas precauciones —insistió el mariscal.

—Precisamente de precauciones deseaba hablar con vosotros. ¿Os apetece un poco de vino dulce de Chipre? Os aseguro que es néctar para paladares exigentes.

La fama de austero de Jacques de Molay era tanta que sus compañeros se sorprendieron ante la propuesta. Sacó de una pequeña arqueta, que reposaba sobre una balda fijada a la pared, una panzuda vasija de barro vidriado y unos cuencos también de cerámica vidriada, los llenó hasta el borde y los ofreció a sus acompañantes, quienes comprobaron que en las palabras de su maestre no había un ápice de exageración. El vino chipriota tenía merecida fama, como las uvas procedentes de la isla.

—Mi querido Étienne, ¿sabes por qué los colores del baussant son el blanco y el negro?

El mariscal contuvo la respiración. Era la misma pregunta que el maestre le había hecho a él años atrás, poco después de ser nombrado para el importante cargo que ahora desempeñaba, el segundo en la jerarquía de la Orden. Ahora conocía el principal motivo por el cual los había convocado.

Al comendador le sorprendió una pregunta como aquélla. Conocía el valor que la enseña tenía para los caballeros, el gran honor que significaba portarla en el combate y la rígida disciplina establecida en torno al baussant, así como las graves penas que podían recaer sobre su portador si incumplía la normativa establecida. Sabía que no entraban en combate si su enseña no era desplegada y que ningún caballero podía abandonar la lucha, bajo ningún concepto, mientras el baussant estuviese izado. Había escuchado numerosas historias acerca de las gestas y las proezas realizadas en los casi dos siglos de existencia de la Orden por caballeros que lucharon hasta la muerte por proteger el estandarte. Pero nunca se había planteado la razón por la cual los colores eran el blanco y el negro.

—Lo ignoro, señor. Sé que nuestras reglas son muy estrictas con nuestra enseña porque ella simboliza nuestra Orden.

—En efecto, el baussant es el símbolo de nuestra Orden. Una Orden mucho más compleja de lo que aparece a los ojos del mundo.

—¿Más compleja decís, señor?

—Mucho más compleja. En realidad, somos dos órdenes en una.

—No os entiendo señor.

—Es muy simple. Formamos parte de una Orden conocida, pero al mismo tiempo un grupo reducido de hermanos constituye una fraternidad interior, desconocida para quienes no forman parte de ella.

—¿Por qué razón me contáis esto?

—Porque por tus cualidades, que van mucho más allá del cargo al que has accedido recientemente, vas a formar parte de esa fraternidad.

El maestre se levantó y tomó un ejemplar de la Biblia y otro de las reglas del Temple y los colocó encima de la mesa.

—Aunque estás obligado a guardar secreto, ligado por el juramento que hiciste al ingresar en la Orden, ahora habrás de renovar ese compromiso para entrar en la fraternidad.

—¿Creéis que soy digno de tal honor?

—No albergo la menor duda acerca de tus cualidades. Pero has de saber que tu entrada en esa fraternidad supone, además de un honor, una pesada carga que recaerá sobre tus hombros. Ahora, si estás dispuesto, jura por la salvación de tu alma, ante los Santos Evangelios y nuestras reglas que un día te obligaste a cumplir en todos sus extremos, que jamás, bajo ninguna condición ni en circunstancia alguna, revelarás la existencia de esta fraternidad a cuyo conocimiento vas a acceder.

Étienne de la Muette colocó las palmas de sus manos sobre los textos y comprometió su salvación al mantenimiento del secreto que iba a revelársele.

—El color blanco de nuestra enseña —le explicó el maestre mientras devolvía los libros al anaquel en el que reposaban—, representa el Temple que se ofrece a los ojos del mundo. El color negro es el símbolo de la Hermandad de la Serpiente, conocida también como la Fraternidad de Oficus, cuya misión es mucho más importante para nosotros que cualquier otra cosa. Desde que la Orden de los Pauperes Commilitones Christi Templique Salomonici nació de la mano de Bernardo de Claraval, hemos sido los guardianes de un secreto que constituye nuestra verdadera y real razón de ser.

—¿Existe una fraternidad secreta?

—Así es.

—¿Por qué tiene el nombre de Hermandad de la Serpiente?

—La explicación se halla en que en el origen de los tiempos existió un conocimiento oculto que ha sido patrimonio exclusivo de un grupo de iniciados. Un conocimiento que en el Antiguo Testamento se denomina con el extraño apelativo del árbol de la ciencia del Bien y el Mal. ¿Recuerdas el pasaje?

—Claro, esa referencia se encuentra en el libro del Génesis, cuando se explica que nuestros primeros padres disfrutaban de las delicias del Edén, vivían felices en el Paraíso terrenal y podían disponer de todo a su antojo, salvo comer la fruta del árbol prohibido al que se denomina, como habéis señalado, árbol de la ciencia del Bien y el Mal.

—¿No te has preguntado nunca la razón de la existencia de tan extraño árbol, cuyos frutos poseían un conocimiento que era a la vez bueno y malo? ¿Una ciencia que debía permanecer oculta a los ojos de los hombres?

En la mirada del iniciado brillaba la sorpresa que produce realizar un hallazgo acerca de algo sobradamente conocido.

—Mis reflexiones siempre discurrieron por el despeñadero que significó la pérdida de esa edad de oro, donde realidad y felicidad eran una misma cosa, como consecuencia de que Eva comió del fruto prohibido y dio de comer al padre Adán, que también comió y por ello ambos fueron expulsados del Paraíso.

—¿Cuál fue el animal que tentó a Eva?

—Fue una serpiente. ¡Una serpiente! —exclamó sobresaltado, como si hubiese hecho un descubrimiento.

—Desde entonces la serpiente —señaló el mariscal—, quedó como un animal maldito, que tendría que arrastrarse para poder desplazarse.

—Sigo sin comprender…

—Es muy sencillo: la serpiente representa en ese pasaje del Génesis al poseedor de la ciencia del bien y del mal. Simboliza el conocimiento de lo secreto, es el animal que custodia los arcanos y guarda aquellos saberes que deben permanecer ocultos a los ojos del mundo, y que solamente a muy pocos les son revelados.

—¿El Temple guarda ese secreto?

—Ese secreto, como ya te he dicho, es la verdadera razón de su existencia.

—Jamás en todos estos años escuché una sola palabra que tuviese que ver con lo que acabáis de revelarme.

—Prueba de que los miembros de Oficus han cumplido con la primera de sus obligaciones.

Étienne de la Muette estaba visiblemente nervioso. Bebió el vino de su cuenco hasta apurar su contenido y se levantó desconcertado.

—¿Quiénes forman Oficus?

—Un grupo reducido de hermanos, cuyas cualidades los han hecho acreedores de compartir el secreto.

—¿Veis en mí esas cualidades?

—De no ser así, no estarías aquí.

En un acto de humildad, que ponía de manifiesto la grandeza de su espíritu, Étienne asumió formar parte de la Hermandad de la Serpiente, para lo bueno y para lo malo. Prestó un nuevo juramento, ahora con la mano extendida sobre la roja cruz que resaltaba en el pecho de su blanco hábito, y prometió lealtad al maestre negro del Temple, que resultó ser el mariscal. La hermandad dejó establecido desde el mismo momento en que quedó constituida entre los muros de la abadía de Claraval que, salvo que se produjese una circunstancia excepcional, lo cual hasta el momento no había ocurrido, el maestre blanco y el maestre negro serían como una misma persona. Los dos maestres formarían una pareja que actuaría de forma sincronizada y, en caso de discrepancia, el maestre del Temple tendría la última palabra.

—Supongo que ésa es la razón por la que en nuestro sello se reproduce la imagen de dos hermanos sobre un mismo caballo —dijo Étienne.

Tanto el maestre como el mariscal asintieron con ligeros movimientos de cabeza. Este último añadió:

—Con el paso del tiempo irás descubriendo que, al igual que el baussant o el sigilum templi, muchos de nuestros símbolos ocultan una explicación que únicamente pueden descifrar los miembros de Oficus.

En la cabeza del comendador bullían las preguntas: ¿Cuál era el secreto que guardaba la hermandad? ¿Qué obligaciones, además de guardar el secreto, contraían los fratres? ¿Qué relaciones mantenían los miembros que la integraban? Como si leyese sus pensamientos, Jacques de Molay, mientras rellenaba los cuencos con el vino chipriota, señaló:

—Supongo que ardes en deseos de conocer cuál es el secreto que custodiamos.

—No quisiera pecar de indiscreción.

—Tu curiosidad será satisfecha esta misma noche, mientras llevamos a cabo el ritual de tu iniciación, poco antes del oficio de maitines.

* * *

Al adormilado centinela, un sargento de la Orden, lo despabilaron unos gritos, acompañados de fuertes golpes en la puerta, que provocaron un aleteo de pájaros desconcertados.

—¡Abrid! ¡Abrid en nombre del rey!

—¿Quién grita de ese modo?

—¡Oficiales del rey! ¡Abrid sin demora!

—¿Sabéis a qué puerta estáis llamando? —le preguntó el sargento.

—¡Claro que lo sabemos! ¡No me hagáis perder la paciencia!

El templario se perdió en el interior de la muralla. El silencio se había impuesto de nuevo y únicamente lo rompía el aletear de algunos vencejos que no encontraban acomodo.

Mientras, fuera de las murallas, los soldados de Felipe IV se impacientaban en una espera que se les hacía interminable, en el interior de la fortaleza todo eran nervios y carreras porque el maestre no se encontraba en su celda. La mayor parte de los hermanos estaban levantados para acudir a la capilla y celebrar el oficio de maitines, que coincidía con el despuntar del día.

El comendador de París ordenó que se buscase al maestre y, haciéndose cargo de la situación, subió a la muralla, acompañado de varios hermanos que empuñaban sus armas. En pocos segundos los adarves se llenaron de caballeros, sargentos y sirvientes que escudriñaban al otro lado del foso. Comprobaron estupefactos que ante las puertas se agolpaban no menos de dos centenares de soldados.

—¿Qué deseáis tan a deshoras?

—¡Os exijo que abráis en nombre del rey!

—¡El rey no tiene jurisdicción sobre nosotros! ¡Los templarios sólo respondemos ante el Papa!

El oficial agitó el puño mostrando una carta.

—¡Aquí tengo la orden de Clemente V!

Un cuchicheo de incredulidad se extendió por el adarve. ¡Los rumores eran ciertos! ¿Cómo era posible que el pontífice hiciese algo así a quienes durante tantos años habían sido la milicia más importante de la cristiandad?

—¿Qué ocurre? —La voz que sonó a la espalda del comendador era la del maestre.

—Señor, vedlo vos mismo. Se nos conmina, en nombre del Rey, a abrir las puertas de nuestra casa. Al parecer, esos soldados tienen una autorización del Papa.

Jacques de Molay se asomó a la muralla: los soldados se extendían a lo largo del foso, pero sobre todo se concentraban ante la puerta.

—¿En nombre de quién osáis perturbar la paz de esta casa?

—¡Daos presos! ¡En nombre de Felipe, rey de Francia!

—¿Cómo habéis dicho?

—El Rey ha ordenado la detención de todos los caballeros de la fortaleza del Temple y la confiscación de sus bienes.

—¡No es posible!

—¡Sí lo es!

—¿Tenéis credenciales que acrediten vuestras palabras?

Por segunda vez el oficial agitó los pliegos que llevaba en la mano. En el adarve el silencio podía cortarse con un cuchillo.

—¿Qué vais a hacer, señor? —musitó el comendador apretando la empuñadura de su espada.

Jacques de Molay dudó un momento. Después del abrazo que el monarca le había dado la víspera, le resultaba difícil dar crédito a lo que acababa de escuchar. Los rumores que circulaban por París y a los que apenas había concedido importancia, aunque había tomado algunas medidas, eran ciertos.

—Abriremos las puertas.

—¿No nos defenderemos, señor? Estos muros pueden resistir un largo asedio y mientras tanto…

—Me temo que los soldados del rey estén procediendo de igual forma en todas las encomiendas, de lo contrario Felipe IV no habría buscado la aprobación del Papa. Sin embargo, en este momento lo más importante es ganar tiempo. Necesitamos algunos minutos, cuantos más mejor. ¡Que dos hermanos abran las puertas, pero que no se alce el rastrillo! ¡Que soliciten ver los documentos para acreditar su autenticidad!

—Yo mismo me encargaré de esa misión —señaló el comendador.

—No, Ives, tú facilitarás la huida del mariscal y del comendador de Antioquía. Ellos no pueden ser apresados. ¡Utilizad la poterna de atrás! Por lo que he podido observar, los soldados están concentrados en la puerta principal. ¡El rastrillo no se alzará hasta que yo lo ordene!

—¿Vos os quedaréis?

—Por supuesto.

—Creo que vos también deberíais marcharos, de lo contrario…

—Me quedaré para afrontar esta situación —lo interrumpió el maestre.

—Si me lo permitís, señor, eso es algo que puedo hacer yo.

—No albergo la menor duda, pero el rey y sus esbirros saben que estoy aquí y se lanzarán tras nuestra pista como sabuesos. Lo importante en este momento es que el mariscal y el comendador de Antioquía logren escapar. ¡Sígueme; en este momento cada minuto vale su peso en oro!

En el rastrillo se vivieron momentos de tensión mientras dos templarios, disfrazados de acomodados comerciantes, abandonaban el Temple por una poterna disimulada en la pared sur de la fortaleza. Ambos tiraban de las bridas de unos caballos a los que se habían colocado unas bayetas en los cascos. Cuando Jacques de Molay se plantó ante la puerta y ordenó alzar el rastrillo, los dos miembros de la Hermandad de la Serpiente habían llegado a la puerta de Saint Germain.