20

—¡Margot! ¡Margot! —gritaba, mientras iba de un lado para otro, convencido de que sus peores presentimientos se habían cumplido.

Todo estaba revuelto; los cajones tirados, las sillas volcadas, papeles por el suelo; si bien los autores de aquello no se habían ensañado destrozando la casa, sí habían estado buscando. La ausencia de Margaret solamente tenía una explicación: la habían raptado.

Lo sobresaltó un ruido a su espalda, y pensó que alguien iba a abalanzarse sobre él. ¡Cómo era posible que no lo hubiese visto! Se volvió rápidamente, con la adrenalina disparada y el puño levantado. La figura del portero en el umbral de la puerta era la representación exacta de la sorpresa. El hombre tenía los ojos desmesuradamente abiertos y no pestañeaba, presa de una parálisis que lo mantenía inmóvil.

—Yo… yo… —tenía una carta en la mano y balbuceaba algo ininteligible. Cuando se recuperó de la impresión, explicó su presencia—: Señor Blanchard, dejaron esta carta para usted, me dijeron que era muy urgente, pero ha entrado usted tan deprisa que, antes de que me diese cuenta, ya estaba en el ascensor.

Pierre rasgó el sobre sin miramientos y se encontró con algo que le era familiar: dos pliegos, pulcramente mecanografiados y redactados en los mismos términos que los recibidos por Gabriel D’Honnencourt. El portero, algo recuperado de su impresión y ajeno a la lectura de la carta que acababa de entregar, curioseaba desde el umbral.

—¿Quién le ha entregado esto?

El periodista agitaba los papeles en su mano.

—¿Cómo dice señor Blanchard?

Se había distraído momentáneamente con el panorama.

—¿Que quién le ha dado la carta?

Pierre contenía a duras penas la rabia.

—Un joven motorista.

—¿Qué aspecto tenía?

—Era joven, unos veinticinco años, vestido completamente de cuero, con atuendo de motorista.

—Me refiero al rostro.

—No pude verlo, llevaba puesto un llamativo casco.

—¿Qué le dijo?

—Preguntó si el señor Blanchard vivía en la casa, cuando le dije que sí, me entregó ese sobre y me recalcó que se lo entregase urgentemente.

—¿Cuándo fue eso?

El portero consultó su reloj.

—Hará cosa de una hora, quizá algunos minutos más.

—¿Ha subido antes al apartamento?

—No señor.

Pierre paseó su mirada, de forma significativa, por el desolado panorama que ofrecía su vivienda, y el portero sintió una punzada de culpabilidad.

—¿No ha observado nada raro?

—Nada señor, ni siquiera he escuchado ruidos —sus palabras llevaban implícita una excusa.

—¿Tampoco ha visto salir a una joven…?

—¿Se refiere a la inglesa que llegó ayer con usted? —lo interrumpió deseoso de aportar algo.

—Sí.

Pierre no se molestó en indicarle que en realidad Margaret era escocesa.

—Se marchó hace cosa de media hora; salió acompañada de dos caballeros.

Lo miró fijamente a los ojos, como si buscase información en la expresión de su rostro, y le preguntó:

—¿Dos caballeros?

—Eso es, dos caballeros; vestían elegantes trajes oscuros.

Pierre sacó su paquete de Gauloises y encendió un cigarrillo.

—¿Notó algo extraño?

—Nada que llamase mi atención.

El portero acompañó el comentario con un ligero movimiento de hombros que añadía una excusa a sus palabras.

—¿No vio a esos caballeros cuando entraron en la casa?

—Lo lamento señor Blanchard, debieron de hacerlo mientras recorría las plantas, recogiendo las bolsas de basura.

—¿Dejó la puerta de la calle abierta?

—¡Oh, no! Seguro que aprovecharon la entrada de alguien o quizá les abrió su amiga. Como le digo, su aspecto —con una mezcla de sorpresa y culpabilidad paseó la mirada por el apartamento—, no hacía sospechar que pudiesen hacer algo así. ¿Quiere que le ayude a poner un poco de orden?

Ya había cruzado el umbral y levantado una de las sillas.

—Déjelo, déjelo, muchas gracias. Lo mejor es no tocar nada hasta que la policía eche un vistazo.

—¿Quiere que llame? —Trataba de mostrarse servicial.

—Muchas gracias, prefiero hacerlo personalmente.

El portero se encogió de hombros.

—Si me necesita para algo… ya sabe.

Pierre lo condujo amablemente hacia la puerta y cerró; instintivamente le dio dos vueltas al pestillo. Antes de poner orden en su apartamento, tenía que hacerlo en su cabeza, y para ello resultaba imprescindible estar solo.

* * *

Gudunov salió de su despacho poniéndose la gabardina y atrayendo las miradas de los policías que atendían los asuntos cotidianos de una comisaría considerada tranquila. El inspector Duquesne se le incorporó en el pasillo; mordisqueaba los restos de un trozo de pizza envuelto en un papel pringoso y sorbía de una lata de refresco; dio el último bocado y tragó hasta vaciar la lata. Acertó con la papelera a metro y medio de distancia y se limpió las manos con un pañuelo de papel, que dejó en uno de los macetones que escoltaban la entrada de la comisaría. No sabía adonde iban porque el comisario se había limitado a gruñirle por el teléfono interior: «¡Levante el culo, Duquesne, tenemos tarea!».

—¿Adonde vamos, comisario? —preguntó mientras, ya en el coche, giraba la llave de contacto y el Peugeot 206, algo cascado y al que familiarmente llamaban Peludus, respondía con una sacudida.

—Al número 7 de la rué de Saint Gilles.

—¿Algo grave?

Duquesne aguardaba para encontrar un hueco que le permitiese incorporarse al tráfico.

—Dos fiambres.

—¿Dos?

En la confluencia de la rué de Saint Antoine con la de Turenne, junto a la plaza de los Vosgos, se encontraron con un atasco que los retuvo más de quince minutos; de poco les sirvió colocar la sirena en el techo de Peludus. Cuando llegaron a la rué de Saint Gilles la encontraron tranquila, lo único inusual era la presencia de tres gendarmes en la puerta del número 7.

Gudunov, sin detenerse, mostró su placa y los gendarmes respondieron con un saludo.

—¿Qué piso?

—El segundo derecha, señor.

Mientras subía las escaleras preguntó al gendarme que los acompañaba:

—¿Quién hay arriba?

—Dos compañeros, señor.

—¿Cómo nos hemos enterado del asunto?

—Nos ha avisado una vecina; al parecer vio abierta la puerta del piso, le extrañó y llamó varias veces sin obtener respuesta, decidió entrar y se encontró…

En el rellano de la escalera había varias personas hablando en voz baja, los comentarios se apagaron cuando apareció el comisario.

—Buenas tardes —saludó Gudunov.

Se presentó como comisario de policía y con un simple vistazo clasificó al grupo: clase media, gente acomodada que respondía al perfil de los vecinos de aquel barrio.

—¿Alguno de ustedes nos dio el aviso?

—Fui yo.

Era una voz serena, y su propietaria, una mujer atractiva de unos cuarenta años, vestía un traje de chaqueta de corte sencillo y elegante, y llevaba la melena rubia recogida. Fumaba un cigarrillo.

—¿Le importaría esperar un momento para responder a unas preguntas, por favor?

Gudunov le dedicó un amago de su oculta sonrisa, con la que trataba de mostrar su cara más amable.

—Por supuesto que no.

—Muchas gracias —se volvió hacia el gendarme y le preguntó—: ¿Dónde están los cadáveres?

—En el dormitorio del fondo, señor.

—Acompañe a la señora al salón, ahora voy.

Galante, cedió el paso a la dama y se dirigió al final del pasillo.

La escena le resultaba casi familiar, a lo largo de un cuarto de siglo no sabría decir cuántas veces se había visto en situaciones similares. Un individuo de cierta edad y una joven, desnudos, sorprendidos en la cama. ¿Un crimen pasional?

El individuo estaba tendido boca abajo, tenía el cuello manchado de sangre y el pelo de la nuca apelmazado. Ella ofrecía un torso hermoso, en una postura casi obscena, con los ojos desencajados y huellas en el cuello. A primera vista, a él lo habían golpeado en la cabeza y a ella la habían estrangulado. Gudunov rodeó la cama y se disponía a agacharse para tratar de ver el rostro del individuo, medio hundido en la almohada, cuando algo llamó la atención de Duquesne:

—¡Comisario, mire lo que hay en el tocador!

—¿Qué hay?

Gudunov se acercó a donde señalaba el inspector, olvidándose momentáneamente de los cadáveres. Colocado sobre el espejo, aprovechando la ranura del marco, había un trozo de pergamino con el dibujo de una serpiente roja. Lo miró detenidamente sin tocarlo y torció el gesto ante aquella extraña firma que los asesinos habían dejado. Resopló con fuerza, como si quisiese expulsar la tensión que el descubrimiento le había provocado.

Se acercó a la cama y se llevó la segunda sorpresa que le brindaba el caso que tenía por delante.

—¡Maldita sea! ¡Este tipo…! ¡Este tipo es Vaugirard!

Duquesne, que husmeaba por el dormitorio, le preguntó sorprendido:

—¿Cómo dice, comisario?

—¡Que este tipo es Vaugirard!

—¿El bibliotecario con el que hablamos por lo del asesinato de su compañera?

—Sí señor, el mismo que nos facilitó la copia de ese legajo.

—¿Seguro?

Gudunov, saltándose el protocolo, alzó ligeramente la cabeza del cadáver para verle mejor el rostro. No había duda, aquel individuo era Antoine Vaugirard. Miró a la joven; la sábana le cubría el cuerpo de cintura para abajo. Era una pelirroja de unos treinta años, piel muy blanca salpicada de pecas y senos voluminosos, posiblemente una mujer procedente del este de Europa.

—¿Qué está pasando aquí? —farfulló Gudunov acariciándose la rasposa mejilla, donde la barba señalaba que aquella mañana no se había afeitado.

—Que a este ritmo van a dejarnos sin bibliotecarios —masculló el inspector.

La mirada del comisario hizo que Duquesne se arrepintiese de haber hecho un comentario tan desafortunado.

Gudunov preguntó al gendarme que asistía en silencio a la inspección si habían avisado al juez y al forense.

—Sí, señor —miró su reloj y comentó a modo de excusa—: Ya deberían haber llegado.

El comisario recordó el atasco y se dirigió al salón donde aguardaba la testigo.

La elegancia de la mujer era innata; sin duda ayudaba su indumentaria, pero era algo natural en ella. Estaba sentada en un sillón, con las piernas cruzadas, y sostenía el cigarrillo que fumaba en la punta de sus dedos, con cierta languidez. Gudunov se presentó otra vez, indicando que era comisario adscrito a la brigada de homicidios, y a Duquesne como inspector ayudante.

—¿Le importaría decirme su nombre?

—Simone Berthier.

—Supongo que vive usted en el inmueble.

—Así es, en el segundo izquierda, al otro lado del rellano.

—Tengo entendido que le sorprendió ver abierta la puerta de este piso, que entró y se encontró con la escena del crimen.

—Efectivamente.

—¿Recuerda la hora?

—Acababan de dar las cinco.

—Muy bien, ¿podría explicarme qué fue lo que hizo? No se preocupe por detallar todo lo que recuerde, por favor.

—Llamé a la puerta con unos golpes suaves, pero nadie respondió. Después pregunté: «¿Hola? ¿Hay alguien en casa?». Tampoco obtuve respuesta.

—¿Qué hizo entonces?

Simone dio una calada a su cigarrillo y con mucho cuidado, como si temiese estropear una prueba, lo apagó en el cenicero.

—Hubo un momento en que dudé.

—¿Dudó?

—Sí, no supe qué hacer. Pensé que lo mejor era entrar en mi casa y olvidarme del asunto.

—Pero no lo hizo —le ayudó el comisario.

—No, señor, no me hubiese quedado tranquila. Entreabrí la puerta y volví a llamar.

—Evidentemente, nadie respondió.

—Así es. Entonces avancé por el pasillo y vi que la luz del dormitorio donde… donde…

La mujer sacó su paquete de cigarrillos y les ofreció a los policías, que lo rechazaron, pero Gudunov sacó su mechero y le dio fuego. Observó cómo le temblaban las manos, que estaban muy cuidadas; sin duda se hacía la manicura, y tenía los dedos largos, como de pianista.

—Donde están los cadáveres —le ayudó de nuevo Gudunov.

—Me llamó la atención que la luz estuviese encendida. Fui hasta allí y…

La mujer se tapó la boca con la mano y tuvo que hacer un esfuerzo para no derramar las lágrimas que se agolpaban en sus hermosos ojos de un llamativo color verde.

Gudunov esperó unos segundos, dándole tiempo a recuperarse, antes de formularle la siguiente pregunta.

—¿Conocía usted a las personas que están en el dormitorio?

—Muy poco —Simone había sacado un delicado pañuelo de su bolso y se lo pasaba por el borde del ojo, con cuidado para que no se corriese el rimel—. En realidad, no vivían en el piso. Venían de vez en cuando.

—¿Qué quiere usted decir, señora Berthier?

—Bueno, este piso no era su vivienda. Venían un par de veces por semana.

—¿Debo entender que se trataba de un nido de amor?

La mujer dio otra calada a su cigarrillo y lo apagó a medio consumir.

—Puede usted denominarlo así.

—¿Sabe usted si llevaban viéndose mucho tiempo?

La testigo se sintió incómoda, tiró suavemente del borde su falda y miró a Gudunov a los ojos.

—Sepa, señor comisario, que no me dedico a vigilar a mis vecinos.

Gudunov se dio cuenta demasiado tarde de que había tenido poca delicadeza. Podría haber formulado la pregunta de forma muy diferente.

—Le presento mis disculpas, señora Berthier, si le pregunto es porque toda la información que tengamos nos será de utilidad. Me refería a si se han cruzado en el portal o han coincidido en el ascensor.

—El caballero hace años que viene por aquí.

—¿Y la chica?

—A lo largo del tiempo lo he visto con varias. No podría precisarle sobre la que está en el dormitorio.

—Entiendo.

Simone encendió otro cigarrillo y Gudunov aguardó cortesmente para formularle la siguiente pregunta:

—¿Qué hizo usted cuando descubrió los cadáveres?

—Me puse muy nerviosa, me fui rápidamente y llamé a la policía.

—¿Recuerda algo en especial?

—¡Le parece poco dos cadáveres desnudos en una cama!

Gudunov asintió con un leve movimiento de cabeza.

—Me refiero a algún detalle, algo que llamase su atención.

Simone Berthier trató de hacer memoria, pero los movimientos de su cabeza señalaban que no había mucho que recordar.

—Lo siento mucho, comisario, pero al ver los cadáveres sentí pánico y me marché de allí a toda prisa.

—¿No escuchó ruidos? ¿Algún indicio que le alertase que estaba ocurriendo algo extraño?

—No, cuando vi la puerta abierta, regresaba del trabajo.

—¿Llevaba mucho tiempo fuera de casa?

—Desde las ocho de la mañana.

—¿Sabe cómo se llamaba su vecino?

—La verdad es que no; su buzón no tiene nombre, solamente pone segundo derecha.

—Pero… las reuniones de vecinos para asuntos de la comunidad —insistió Gudunov.

—Todo eso corre a cargo del administrador y lo cierto es que hay muy pocas reuniones. Desde la última han pasado dos años o posiblemente tres.

—¿Recuerda la última vez que lo vio?

Simone trató de hacer memoria.

—No podría precisarlo con seguridad, pero hará una semana, tal vez algo más. Nos cruzamos en el portal.

—¿Iba solo?

—No, creo que iba con la joven que está en la cama.

—¿Está segura?

—No podría jurarlo, pero creo que sí.

Se escuchó ruido en la escalera y el gendarme indicó al comisario que acababan de llegar la juez y el forense; los dos habían coincidido. Gudunov agradeció a la señora Berthier su colaboración y le dijo que era posible que volviese a molestarla para hacerle algunas preguntas.

Mientras el forense realizaba su trabajo y la juez ordenaba el levantamiento de los cadáveres y daba por concluidas sus actuaciones, Gudunov pensaba en lo extraño de aquellas muertes. Encajaba casi todo, salvo dos detalles: el problema radicaba en que se trataba de dos detalles de suma importancia. Vaugirard tenía allí un lugar de citas para encuentros más o menos estables con jovencitas, al menos eso era lo que podía deducir de la declaración de la señora Berthier. Desde luego tendría que mantener una larga conversación con el portero, lo que haría en el momento en que se marchase el forense.

El perfil del bibliotecario encajaba con ese tipo de relaciones: hombre maduro, próximo a la jubilación, que trata de aprovechar sus últimas posibilidades en un campo donde le quedaba poco recorrido. El comisario suponía que tenía una posición económica lo suficientemente desahogada como para afrontar los gastos que suponían ese tipo de relaciones. La escena del crimen incidía en esa dirección: el asesino o los asesinos, eso estaba por determinar, habían llegado en el momento en que Vaugirard se refocilaba con su amante de turno. Tenía entendido que era hombre casado y que su mujer poseía una fortuna más que notable, heredada de su padre. La tesis clásica señalaba que, enamorada de su esposo, había descubierto su infidelidad y… Hasta allí todo encajaba en el modelo. Sin embargo, dos detalles complicaban ese escenario. Primero, ¿qué hacía allí un trozo de pergamino con una serpiente dibujada con tinta roja? Segundo, ¿cuál era el nexo de conexión entre las muertes de Antoine Vaugirard y Madeleine Tibaux? Gudunov no estaba seguro de encontrar allí la verdadera clave de aquellos crímenes.

La conversación con el portero fue mucho más breve de lo que había supuesto. El hombre le facilitó valiosa información, sobre todo porque corroboró lo que la señora Berthier le había dicho. A ello se añadió que Antoine Vaugirard tenía arrendado el apartamento hacía ocho años y, desde esa fecha, le había dado el mismo uso. Las jóvenes con las que acudía solían acompañarlo entre tres y cuatro meses. El portero, incluso, le dibujó un perfil del tipo de mujer que despertaba la otoñal pasión del bibliotecario. Rubia o pelirroja, alta, delgada, senos abundantes y de entre veinticinco y treinta años. También le informó de que la propietaria del piso se quejaba de que el inquilino, en demasiadas ocasiones, se retrasaba en el pago de la renta, aunque tenía constancia de que el bibliotecario, al final, siempre pagaba las mensualidades.

Las pesquisas realizadas hasta el momento, relacionadas con el caso de Madeleine Tibaux, le habían revelado que las relaciones entre los dos asesinados no eran precisamente amistosas. Gudunov miró su reloj y comprobó que eran cerca de las nueve de la noche. El día había sido tenso y su cuerpo lo notaba. Se sentía cansado y sabía por experiencia que en esas condiciones su cabeza no funcionaba a pleno rendimiento.

Se subió a Peludus y pensó que a aquella hora el tráfico era fluido y que en veinte minutos estaría en su casa. Trataba de relajarse cuando sonó su teléfono móvil.

—¡Joder!

Miró la pantalla y comprobó que aparecía un número desconocido. Estuvo tentado de no atender la llamada. Sin saber muy bien por qué, pulsó la tecla verde.

—¿Dígame?

—¿Comisario Gudunov?

—¿Quién lo llama?

—Soy Blanchard, Pierre Blanchard.

La línea de la arrugas de la frente del comisario ganó en intensidad.

—¡Hombre, Blanchard! ¡Dígame!

—¿Recuerda a la historiadora que me acompañó ayer, cuando acudí a la comisaría?

—¡Cómo no voy a acordarme!

Pierre le soltó la noticia de sopetón:

—La han raptado.

Gudunov sacudió la cabeza.

—¿Quiere repetirlo?

—Que la han raptado, Gudunov. Rap-ta-do —deletreó el periodista con ostensible malhumor.

—¡No me toque los cojones, Blanchard! ¡Que no está el horno para bollos! Dígame, ¿cuándo ha sido?

—Esta tarde.

—Una tarde tiene muchas horas.

El comisario le devolvía la impertinencia, pero Pierre ignoró el envite.

—¿Le importaría venir a mi apartamento?

—¡Voy inmediatamente! —Cortó la conexión e indicó a Duquesne—: Cambio de planes, vamos a casa de Blanchard. Dice que han raptado a una amiga suya.

—¿La rubia que iba anoche con él?

—La misma.

* * *

Pierre había dejado intacto el escenario del delito, por lo que los policías se encontraron en el apartamento con el mismo desorden que reinaba cuando él llegó. Gudunov paseó la mirada y preguntó:

—¿Qué ha ocurrido aquí?

—A decir verdad, no lo sé muy bien.

—¿Y este desorden? —preguntó el comisario, que permanecía en el umbral de la puerta.

—Supongo que sus autores son los mismos que han raptado a Margaret Towers.

—¿Por qué utiliza el plural?

—Porque el portero me ha dicho que vio salir a Margot acompañada de dos individuos.

—¿Podemos pasar?

Pierre extendió su brazo derecho.

—Considérense en su casa.

—¿Significa que podemos echar un vistazo?

—Por supuesto.

—Observo que quienes han estado aquí buscaban algo… además de llevarse a su amiga.

—No hay que ser un lince —Pierre lo había dicho sin pensarlo, su subconsciente le había jugado una mala pasada y afloraban las pocas simpatías que sentía por Gudunov. Rápidamente presentó excusas—: Lo lamento, no era mi intención.

Gudunov sintió el aguijonazo y decidió devolverle la pulla en la ocasión apropiada.

—¿Ha echado algo de menos?

—Ha desaparecido el DVD que Madeleine Tibaux me entregó durante la cena que compartimos la víspera de su muerte —y añadió, sin especificar—: y algunos papeles más.

El comisario se acarició la mejilla; la barba era más rasposa que cuando había acudido al piso de la rué de Saint Gilles.

—¡Ya recuerdo! Se refiere al DVD que aún no había consultado la noche que mantuvimos la charla en la Asociación de Amigos de Occitania. Según me dijo, a usted no le sonaba para nada el nombre de la Serpiente Roja.

—Veo que su memoria es excelente —ironizó el periodista.

—Digamos que, después de tantos años, se trata de una pequeña deformación profesional. ¿Estamos hablando del mismo DVD?

—En efecto.

—Bueno, algo es algo —el comisario se limitaba a husmear, sin tocar un solo objeto—. Supongo que si quienes han raptado a Margaret Towers se han llevado un DVD que contiene un legajo titulado Le Serpent Rouge, quiere decir que tenemos una primera pista para relacionarlo con la persona que se lo entregó a usted. ¿Me sigue? —la pregunta dejaba claro que había poca sintonía entre ambos.

—Por ahora, sin problemas.

—Resulta que esa persona es Madeleine Tibaux, la bibliotecaria asesinada, junto a cuyo cadáver se encontró un pergamino donde aparece dibujada una serpiente roja. Esos elementos nos conducen a una conclusión elemental: quien ha revuelto todo esto y supuestamente ha raptado a su amiga, aunque eso está por demostrar, es la misma gente que asesinó a Madeleine Tibaux.

Blanchard se puso a aplaudir y felicitó al policía:

—Brillante, comisario, sencillamente brillante.

La mirada de Gudunov fue aviesa. Los dos hombres habían roto los pocos formulismos que hasta aquel momento habían mantenido. La hostilidad afloraba ahora con mayor fuerza, conforme pasaban los minutos.

—Me gustaría saber por qué piensa usted que su amiga ha sido secuestrada.

El periodista dudó un momento. Pero con Margaret en manos de aquella gente, el asunto no se prestaba a juegos malabares. Sacó del bolsillo de su chaqueta la carta que le había entregado al portero.

—¡Échele un vistazo a esto! —Se dio cuenta de que el tono no había sido el más adecuado, e inmediatamente añadió—: Por favor.

Gudunov se concentró en la lectura de los folios.

—¿Por qué no me los ha enseñado antes?

—Porque no he tenido ocasión.

El comisario dobló los folios y comenzó a golpearse con ellos en la palma de la mano.

—Esto despeja buena parte de las dudas acerca del rapto de su amiga. ¿Cuándo lo recibió?

—Al llegar a casa y encontrarme este desaguisado.

—¿Cuánto hace de eso?

—Aproximadamente hora y media.

Le pareció que había transcurrido demasiado tiempo antes de que el periodista lo llamase, pero decidió pasarlo por alto.

—¿Cómo se lo han hecho llegar?

—Esos folios venían en un sobre que me ha subido el portero; al parecer se los entregó un joven motorista, que se marchó rápidamente.

El comisario dedicó los minutos siguientes a formularle una serie de preguntas rutinarias, puro formulismo. Pierre se cuidó mucho de hacerle la menor referencia a Gabriel D’Honnencourt, a pesar de que también sobre él recaía una amenaza de la Serpiente Roja. Tampoco el comisario hizo alusión al asesinato de Vaugirard y de la joven que estaba con él.

Su relación era como una partida de póquer entre dos profesionales que desplegaban su juego, en función del movimiento del contrincante, y se guardaban la mejor de sus cartas para hacerse con la partida.