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Aviñón, 20 de abril de 1314

La posada, situada en la margen derecha del caudaloso Ródano, estaba a las afueras de la ciudad. Alrededor de una mesa apartada, media docena de hombres, con el inconfundible aspecto de los soldados mercenarios, aguardaban inquietos, como si esperasen a que se produjese un acontecimiento.

En medio de la barahúnda de arrieros, tratantes y viajeros, nadie se interesaba por la presencia de aquellos forasteros. Desde hacía algunos años, Aviñón vivía con intensidad la efervescencia de haberse convertido en la corte pontificia. Los peregrinos llegaban a diario por centenares, las hospederías no daban abasto y los precios estaban por las nubes. Se alquilaban miserables buhardillas por el salario de un tejedor y un plato de comida caliente se había convertido en un lujo que no estaba al alcance de todos los bolsillos.

Tres días atrás, su llegada a aquel apestoso lugar, donde tenían acomodo y asiento preferente chinches y piojos, a nadie llamó la atención. Al igual que las mañanas anteriores, se habían levantado temprano, con las primeras luces, y habían pedido un búcaro de aguardiente para combatir el frío de la mañana y matar el gusanillo, como decían los campesinos de la región.

Aquellos forasteros eran gente poco habitual en lugares como aquél. Hablaban poco, pagaban bien, no creaban problemas y de sus bocas no había salido una sola queja.

Su quietud, para ser hombres de armas, era sorprendente, aunque su presencia no resultaba extraña porque eran muchos los soldados de fortuna que buscaban empleo como guardaespaldas de cardenales u otros de los muchos prebendados eclesiásticos que llenaban una ciudad, donde peligrosos rufianes habían acudido al olor del dinero que circulaba con facilidad. Eran parroquianos como los arrieros, los tratantes y las gentes que estaban de paso por razones varias y llenaban el lugar de gritos, movimiento y ajetreo.

Uno de los mozos de cuadra entró como un torbellino, arrollando a un buhonero que había compuesto, con la pericia de quien domina el oficio, su mercancía sobre su propio cuerpo. Desde el suelo, en medio del ruido de cascabeles, campanillas y cencerros, le lanzó una maldición.

—¡El Papa ha muerto! —gritó el mozalbete.

El anuncio tuvo un efecto paralizante. La gente enmudeció, los murmullos se apagaron y todos los presentes, por un momento, se quedaron inmóviles, como si la vida se hubiese detenido.

El posadero, un individuo barrigudo de pelo grasiento, lo miró con gesto de reprobación.

—¿Quién lo dice?

—¡Un fraile del convento de los agustinos!

Un agustino era una fuente que acreditaba lo que decía el ganapán, puesto que Clemente V había establecido su residencia en el convento que la Orden tenía en la ciudad; la noticia cobraba así veracidad. En los minutos siguientes la posada se convirtió en un hervidero; algunos manifestaban estupor, otros incredulidad y muchos apostaban por lo que podía deparar el futuro.

Uno de los soldados se puso en pie y tomó al mozo por los hombros.

—¿Es cierto lo que acabas de decir?

—Tan cierto como que estoy aquí, señor —se llevó el pulgar a la boca y lo besó—. ¡Os lo juro por mi vida!

El lúgubre tañer de las campanas del convento de los agustinos, que estaba a dos manzanas, confirmó el juramento. Muy pronto se le sumaron los bronces de todas las torres y espadañas de las iglesias de Aviñón.

Clemente V había fallecido.

La víspera de su muerte Bertrand de Got se encontraba bien. Durante la tarde se mostró locuaz y dicharachero, después cenó con apetito, pero al filo de la medianoche se sintió mal. El médico diagnosticó una ligera indisposición producida por alguno de los alimentos ingeridos. Dos horas más tarde el dolor le resultaba insoportable. Falleció antes del amanecer, mientras los galenos pontificios y un improvisado consejo de médicos trataba de buscar un remedio para su mal.

Poco después de que la noticia se difundiese, la gente se arremolinaba por los aledaños de la iglesia de los padres agustinos; eran muchos los que querían ver el cadáver y decir su último adiós a quien había sido el vicario de Cristo en la Tierra durante los últimos nueve años. Era muy querido en la ciudad porque su decisión de instalar allí la corte pontificia había traído una inesperada prosperidad a sus habitantes. Había trabajo en abundancia y un río de oro fluía por las calles de Aviñón, donde habían aflorado tiendas de reliquias, vendedores de bulas, talleres donde se trabajaban las pieles para la confección de grandes cantidades de pergaminos necesarios para la activa chancillería papal.

En el interior de la curia tenía grandes enemistades. Por ello y por haberse mostrado demasiado sumiso con las pretensiones del Rey de Francia, algunos consideraban que el pontífice que acababa de fallecer no había sido más que un rehén en manos de Felipe IV.

—Te digo que hay algo muy extraño en su muerte.

Las palabras que Su Eminencia Landulfo de Brancaccio, un italiano a quien sus enemigos apodaban el Corcho, porque flotaba en todas las crisis, susurró al oído del cardenal De Suisy, uno de los muchos franceses que habían alcanzado el capelo cardenalicio por influencia del rey, hicieron que éste diese un respingo.

—¿Qué estás sugiriendo?

—No sugiero, afirmo: a Clemente lo han asesinado.

El francés entrecerró los ojos para mejorar la visión que enturbiaba su miopía.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo estuve despachando con él hasta que se retiró a sus habitaciones privadas a eso de las ocho, pero antes ordenó a su secretario que le sirviesen la cena. Le dijo textualmente: «No quiero que nadie me moleste; deseo estar a solas y descansar porque mañana nos espera un día complicado».

—Ésa no es razón para hablar de asesinato —protestó De Suisy.

—Desde luego que no, pero no tenía una dolencia que lo atosigase, se encontraba bien y de pronto sintió fuertes dolores de estómago; ello da que pensar.

—No son razones de peso; a veces, la enfermedad y la muerte aparecen sin que se las espere. Nadie sabe el lugar ni la hora.

El italiano se acarició la papada que rebosaba por encima del alzacuellos y se cercioró de que nadie escuchaba sus palabras.

—He de darte la razón en todo ello, mi querido De Suisy, pero ¿qué dirías si se hubiesen encontrado restos de un polvillo blanco en el plato donde sirvieron una trucha a Su Santidad?

—¿Polvillo blanco? ¿De qué me estás hablando, Landulfo?

—De veneno. A Clemente lo han envenenado con la trucha que le sirvieron anoche para cenar.

—¿Cómo sabes que ese polvillo es veneno?

De Suisy estaba cada vez más nervioso.

—Han dado esos restos de comida a un perro, que ha muerto a los pocos minutos; el animal se retorcía de dolor.

—¿Quién ha sido el imbécil que ha hecho eso?

—Uno de los cocineros.

—¡Han eliminado la prueba del crimen!

—Nadie lo sospechaba. Pero cuando el perro murió, el cocinero dijo recordar que había visto un polvillo blanco entre los restos de comida, pero que no le dio importancia.

—¿Quién tiene noticia de todo esto? —preguntó inquieto.

—Solamente las gentes de la cocina, tú y yo.

—En tal caso es conveniente que nadie se vaya de la lengua, podríamos encontrarnos con un escándalo de grandes proporciones.

—Ya he tomado medidas. A ninguno de los que trabajan en las cocinas le interesa que se difunda una noticia como ésa. Todos serían sospechosos y, como tales, sometidos a interrogatorio. Ninguno de ellos, por la cuenta que le trae, abrirá la boca; ya están advertidos. Fuera de las cocinas, sólo tú y yo, y tampoco nos interesa que tal circunstancia se difunda. A ti, por tu enemistad con el fallecido y a mí, porque soy el responsable de su seguridad. Aunque podríamos buscar un chivo expiatorio que, en circunstancias como éstas, cargue con la responsabilidad.

—¿Albergas alguna sospecha?

El francés había bajado, instintivamente, el tono de su voz. Landulfo Brancaccio se encogió de hombros; la seda de sus vestiduras crujió y en sus labios apareció una sonrisa maliciosa.

—¿Por qué no los templarios?

El francés, cada vez más agobiado, miró a un lado y a otro.

—No comprendo lo que quieres decir, Landulfo.

—¿Acaso no has escuchado el rumor que corre por todas partes acerca de la maldición lanzada desde la pira por Jacques de Molay?

—¡Paparruchas! ¡Cuentos de vieja!

—Posiblemente… posiblemente… —sus dedos jugueteaban con la cruz pectoral cuajada de esmeraldas—. Pero nos permitiría una explicación para tan inesperada muerte.

Una sonrisa estiró las comisuras de los labios de Su Eminencia el cardenal De Suisy.

—No es mala idea, Landulfo. No es mala idea.

* * *

A lo largo de la jornada se llevaron a cabo los preparativos necesarios para que el túmulo sobre el que reposaba el cadáver quedase expuesto a la veneración pública. A las cinco de la tarde se abrían las puertas del templo, donde estaba instalado el catafalco, para que el pueblo desfilase ante él y le rindiese su postrer homenaje. Clemente V, con el rostro macilento y la nariz afilada, descansaba en un ataúd forrado de terciopelo carmesí, rodeado de cirios que chisporroteaban. No menos de una docena de clérigos se movían a su alrededor, perfilando detalles del catafalco. Algunos de ellos agitaban incensarios que elevaban nubes olorosas hasta las bóvedas del templo, creando una atmósfera densa y envolvente en torno al cadáver del pontífice.

Al tiempo que llegaban las primeras condolencias y se formaban largas colas para ver por última vez al Papa, se extendía por todos los rincones de Aviñón un rumor que recordaba lo que la gente empezó a llamar la maldición de los templarios. Por todas partes se aseguraba que Jacques de Molay, antes de morir, había lanzado una maldición contra el difunto y contra el Rey, y que había emplazado a ambos a que compareciesen ante el Juez Supremo en el plazo de un año. El primero de los emplazados había acudido a su cita con extraordinaria premura: apenas habían transcurrido treinta y tres días desde que el maestre de los templarios fuera quemado en una isla del Sena, acusado de ser un hereje relapso.

En la larga fila formada para tributar la última despedida al Papa podía verse el abigarrado mundo de Aviñón: comerciantes, menestrales de los gremios de tejedores, carpinteros, bataneros, tintoreros curtidores, un sinnúmero de clérigos y de frailes, y también muchas mujeres. Se oían comentarios para todos los gustos, pero uno sobresalía por encima de los demás: la maldición de los templarios era tan comentada que impregnaba el ambiente. Entre el gentío que avanzaba lentamente hacia el interior de la iglesia, seis individuos con trazas de soldados avanzaban en silencio. Al pasar ante el féretro, uno de los que iban en el centro, protegido por sus compañeros, murmuró:

—Yo te maldigo Bertrand de Got, como lo hizo mi maestre. ¡Ojalá te achicharres en los infiernos, por los siglos de los siglos!