24

La historia que Pierre acababa de escuchar lo había dejado impresionado. La única garantía para dar crédito a algo tan increíble era que había salido de la boca de Margaret, poco dada a paparruchas.

—¿Estás segura, Margot?

La historiadora bebió un sorbo de agua.

—Ya sabes que mi francés no es académico, pero resulta suficiente. Quizá se me haya escapado algún matiz, pero puedo responder de que eso es lo que escuché. Esos individuos me creyeron inconsciente después de que, nada más subirme en el coche, me aplicaran a la nariz un pañuelo empapado en cloroformo. Noté cómo me entontecía, pero no fue suficiente para que perdiera el conocimiento. Hasta mis oídos llegaba el murmullo de su conversación, como algo lejano; pero a los pocos minutos estaba lo suficientemente despejada como para enterarme de la parte de conversación que te he contado. Cuando me bajaron del coche simulé continuar desvanecida y también mientras me ataban a la cama y sellaban mi boca.

—¿Estás segura de que esos tipos se referían al castillo de la Serpiente?

Por primera vez la historiadora vaciló.

—Estoy segura, aunque podríamos comprobar si existe ese nombre; se referían a un lugar cercano a Carcasona, aunque no sé qué entendían por cercano. ¿Tienes una enciclopedia?

—Mejor buscamos en internet —propuso Pierre.

—Vale. Yo miraré en la enciclopedia, mientras tú buscas en la red.

En el momento que él presionaba la tecla para entrar en internet, escuchó a su espalda una exclamación que tenía algo de triunfal:

—¡Bingo!

—¿Ya lo has encontrado?

—¡No me lo puedo creer!

Pierre se desentendió del ordenador.

—¿Qué no te puedes creer?

—Que haya un lugar que se llame La Serpent; es un pueblo del departamento del Aude…

—¿Tiene un castillo? —la interrumpió él.

Margaret no respondió hasta que terminó de leer la entrada completa.

—Tiene un castillo y, según dice aquí, fue construido en el siglo XVII, a imitación del palacio de Versalles. ¡Lo tenemos, Pierre! ¡El castillo de la Serpiente existe!

Margaret le entregó el volumen para que leyese la entrada; al hacerlo, Pierre frunció el ceño.

—Sin embargo…

—Sin embargo, ¿qué?

—Que La Serpent es un pueblecito del llamado País de Couiza y tiene… tiene ochenta habitantes.

—¿Ocurre algo porque tenga ochenta habitantes?

Pierre se encogió de hombros.

—Bueno, no parece el lugar más indicado para celebrar la reunión de una hermandad que, según lo que sabemos acerca de ellos, intenta permanecer oculta en las sombras y pasar desapercibida. Todos los indicios señalan que han matado para preservar un secreto. Eso explicaría la muerte de Madeleine y de Vaugirard: eran bibliotecarios de la sección donde se encuentra ese legajo.

Margaret dio otro sorbo a su vaso de agua.

—Lo que acabas de decir no tiene mucho sentido, porque si querían que ese legajo no dejase rastro, podrían haberlo robado. Todo apunta a que los controles en la biblioteca no son lo estrictos que sería recomendable. El mismo individuo que ha alterado su contenido a lo largo de estos años podría haberlo hecho desaparecer, sustituyendo esos folios mecanografiados, esos recortes y esas fotocopias por otros con un contenido diferente.

—¡Eso es una barbaridad!

—No mayor que lo ocurrido. El asunto guarda relación con ese legajo, pero tengo la impresión de que la verdadera clave de este asunto está en otro sitio. Si fuese el conocimiento de su existencia, tú y yo estaríamos tan muertos como tu amiga Madeleine y ese Vaugirard —Margaret hablaba con una seguridad que llamaba la atención de su amigo.

—No sé, Margot, aquí hay, por lo menos, otro aspecto que no encaja.

—¿Cuál?

—Si no quieren que salga a la luz ningún asunto relacionado con ellos, ¿por qué aparece ese legajo en los fondos de la biblioteca?

—Ésa es una buena pregunta y yo creo tener una respuesta.

—Soy todo oídos.

—El autor del legajo, por una razón que ignoramos, quiere hacerles una jugarreta a Oficus y, como carece de documentación histórica, deja allí lo único que tiene: recortes, folios mecanografiados, papeles poco interesantes desde un punto de vista histórico, pero que deben de contener alguna información que les preocupa. Algo que tanto Madeleine como Vaugirard conocían y que ha sido lo que les ha llevado a eliminarlos. Algo que tú y yo no conocemos y por eso estamos vivos.

—¿Estás segura?

—Digamos que no hay muchas más opciones. Tengo la impresión de que cuando dejan su firma en ambos crímenes, lo que hacen es mandarnos un mensaje: olvidaos de este asunto o correréis la misma suerte. Incluso se permiten hacer un alarde de hasta dónde pueden llegar.

—¿A qué te refieres?

—Me raptan y a las pocas horas avisan que puedes recogerme en un lugar concreto. Hay algo que les preocupa en esos papeles, eso explicaría la limpieza que han hecho aquí.

—Brillante, Margot, brillante, pero tu planteamiento tiene dos puntos débiles.

—Ya lo sé.

—¿Lo sabes?

—Hay por lo menos dos testimonios del legajo: el original que se guarda en la biblioteca y la copia que tiene la policía.

—Exacto.

—El acceso al de la biblioteca no parece fácil. ¿Recuerdas el recibimiento que nos dispensó el difunto Vaugirard?

—Pero eso no puede mantenerse así indefinidamente.

—En algunos archivos y bibliotecas de Europa acceder a ciertos legajos supone una proeza tan grande como la de alcanzar la cima del Everest.

—¡Anda ya!

—Hablo en serio, Pierre. Te pueden dar mil y una razones para denegarte el acceso a cierta documentación. Tú, por ejemplo, necesitarías un permiso especial para acceder a determinados fondos de la Biblioteca Nacional de Francia, tu carné de periodista es papel mojado. Incluso a mí pueden ponerme toda clase de pegas: pueden excusarse diciendo, por ejemplo, que esos fondos están en restauración o que ese legajo en concreto lo tiene reservado otro investigador, o simplemente que ha pasado a ser material reservado, sin que se sepa muy bien qué significa eso, pero es la respuesta que recibes cuando te impiden el acceso. También, ofreciéndote mil excusas, pueden denegarte la reproducción.

—En cualquier caso quedaría la copia que tiene la policía.

—Cierto, pero es posible que una investigación policial, que camina por derroteros muy diferentes a la investigación histórica, sea algo que a ellos no les preocupe demasiado. Sin embargo, no tengo una explicación mejor que darte, pero estoy convencida de que esos bibliotecarios han muerto porque conocían algo que nosotros aún no sabemos y por eso estamos vivos.

—Volvamos a la reunión en el castillo de la Serpiente. Escucha —Pierre leyó de la enciclopedia—, aquí dice que su origen está en un campamento, al que se da el nombre de Castrum de Serpente, que surgió en 1319. A finales del siglo XVI la villa pasó a llamarse La Serpent y, además de su castillo, tiene una iglesia dedicada a Saint Étienne. La principal actividad de sus vecinos es el cultivo de algunas hectáreas de viñedo, del que obtienen un blanquette de Limoux —Pierre negó con ligeros movimientos de cabeza—. Esto no encaja, Margot, una reunión en un lugar tan…

—¿Tan apartado? —ironizó ella.

—Apartado y todo lo que tú quieras, pero en sitios así ni el vuelo de una mosca escapa a la atención de los lugareños.

—Es cierto, pero puede ser que haya otra razón.

—¿Cuál?

Pierre cerró el volumen y lo colocó en la estantería.

—Que tenga que ser en ese lugar porque hay algo que les obligue a reunirse allí —propuso Margaret.

—¿En un lugar de ochenta habitantes? —Pierre no estaba convencido.

—En un lugar de ochenta habitantes que surge como un campamento en el año 1319.

—¿Qué tienen que ver esos datos que aparecen en la enciclopedia con toda esta historia?

—Algunos historiadores sostienen que hubo una especie de cónclave templario, donde se congregaron varios cientos de caballeros, algunos elevan la cifra a miles, que habían logrado escapar a la persecución desencadenada contra ellos. En dicha reunión se enfrentaron dos posturas: la de quienes defendían el mantenimiento de la Orden y se inclinaban por acudir al Papa en demanda de justicia para que restableciese todos sus derechos y la de quienes sostenían que eso no era viable y lo verdaderamente importante era preservar el gran secreto que dio origen a la aparición del Temple.

—¿Qué ocurrió?

—Me estás preguntando sobre lo ocurrido en una reunión que muchos historiadores consideran que es una leyenda, pura invención.

—¿Como la maldición de Jacques de Molay?

—Más o menos.

—Está bien, formularé la pregunta de otra forma: los que piensan que ese cónclave templario tuvo lugar, ¿qué dicen que pudo ocurrir?

—Que se impusieron los partidarios de dar por finiquitada la Orden y buscar la fórmula que les permitiese preservar su secreto.

—¿Y cuál era el secreto?

—¡Uf! Hay mil versiones diferentes. Necesitaríamos meses para hacer una exposición somera de lo que se cuenta sobre tan enrevesado asunto.

Pierre se pasó la mano por el mentón adoptando un aire reflexivo.

—No me has explicado qué tiene que ver esa historia con que en 1319 surgiese un campamento al que se bautizó como Castrum de Serpente.

—Los que sostienen la existencia de la mencionada reunión afirman que tuvo lugar en 1319, cinco años después de la muerte de Jacques de Molay, y que al decidirse la extinción del Temple, la llamada Hermandad de la Serpiente se hizo cargo de todo.

—¿Crees…? ¿Crees…?

Parecía como si Pierre no se atreviese a completar la frase.

—¿Qué tengo que creer?

—Si deberíamos hacer una visita a La Serpent.

Margaret se levantó de la incómoda silla donde se sentaban quienes lo visitaban en su despacho, se acercó a él, le dio dos besos y le guiñó un ojo.

—Hace rato que esperaba que me lo propusieras. ¿Cuándo salimos? Apenas disponemos de veinticuatro horas.

Pierre vaciló un momento.

—¿No informamos a la policía?

—¿Por qué habíamos de hacerlo? Nadie puede probar que yo he escuchado esa conversación.

—No sé si deberíamos… Gudunov me advirtió que si abandonaba París, lo informase de ello.

—Me temo que si lo haces, podemos olvidarnos de ir a La Serpent.

—Estaríamos ocultando información a la policía.

—Con un poco de suerte, no se enterarán de lo ocurrido hasta que todo haya terminado.

A Pierre no le sorprendía la actitud decidida que mostraba Margaret. Era una mujer de temperamento que, a veces, no se paraba a medir las consecuencias de sus actos. Sabía que estaban pisando un terreno resbaladizo, muy peligroso, pero tenía ante sus narices la historia con que sueña todo periodista. Ella llevaba razón: si avisaba a la policía, podía olvidarse de todo. Sopesó los pros y los contras y concluyó que, en muchas ocasiones, se había aventurado por bastante menos. Merecía la pena correr el riesgo.

* * *

Llegaron a Carcasona y comprobaron en el mapa que la carretera a Limoux corría paralela al curso del Aude. Eran tierras llanas donde abundaban los viñedos, que se mostraban esplendorosos en primavera; hasta donde llegaba la vista era un manto de verdor que ejercía un efecto relajante, muy beneficioso para los dos pasajeros del Renault que, después de ocho horas de viaje, notaban el peso de los kilómetros. Se habían turnado al volante y cuando uno se quedaba dormido, el que conducía ponía la radio para mantenerse despierto.

Uno de los polos informativos de la larga noche de carretera fue la salud del Papa; los boletines horarios abrían los informativos con aquella noticia que, desde hacía varios meses, saltaba a los medios de comunicación de forma intermitente.

La primera noticia fue dada por la oficina de prensa vaticana para silenciar ciertos rumores, y hablaba de una ligera indisposición gástrica del Santo Padre. Apenas se le daba importancia y, en esa línea, L’Osservatore Romano guardó un significativo silencio. Sin embargo, en los días siguientes los rumores se acrecentaron. Su Santidad no apareció en el balcón desde el que realizaba las alocuciones dominicales a los peregrinos que acudían a la plaza de San Pedro. Fueron acallados una semana más tarde, cuando el Pontífice cumplió con la costumbre establecida en tan emblemático lugar. Una nube de periodistas estuvo pendiente hasta de los más mínimos detalles, a la búsqueda de un rastro, de un indicio que les proporcionase una pista sobre la salud del Papa, pero no vieron nada anormal, aunque algún medio señaló que el aspecto del Pontífice era preocupante. Los medios vaticanos dieron por cerrado el asunto, señalando que el Santo Padre se había repuesto de su indisposición y, durante unos días, el asunto quedó fuera de los grandes circuitos informativos. La alarma se disparó tres semanas después cuando fue trasladado urgentemente al policlínico Gemelli. La radio vaticana y L’Osservatore difundieron una nota de prensa en la que se afirmaba que se trataba de una revisión rutinaria y que las expectativas levantadas estaban relacionadas con la indisposición sufrida anteriormente, pero que no respondían a ningún problema. La salud del Santo Padre se calificaba como buena.

En cualquier caso, entre rumores, desmentidos y noticias de última hora, una cosa quedaba clara: la avanzada edad del Papa y su evidente deterioro físico indicaban que el final de su pontificado era cuestión de poco tiempo.

Conforme se acercaban a Limoux, el paisaje se hizo progresivamente más accidentado. A su derecha unas ondulaciones configuraban un panorama de colinas cada vez más elevadas; mientras que a la izquierda el terreno aparecía más llano, punteado por algunos oteros. Trescientos metros antes de llegar a Alet-les-Bains, encontraron la primera señalización a La Serpent, cruzaron la vía del ferrocarril y tomaron una carretera que giraba hacia la derecha.

En aquel momento las dos mayores preocupaciones de la pareja eran el silencio de Gabriel D’Honnencourt, que no había respondido a ninguna de la media docena de llamadas hechas por Pierre, y el temor a que en un lugar tan pequeño como al que se dirigían algunos de los miembros de la Hermandad de la Serpiente los identificasen.

—¿Qué puede ocurrirle a D’Honnencourt para que no coja el teléfono?

Pierre giró todo el volante para encarar una curva de ciento ochenta grados; había entrado demasiado rápido y los neumáticos chirriaron. Margaret colocó las manos sobre el salpicadero, pero el giro fue tan brusco que no pudo evitar echarse encima del periodista, quien tuvo dificultades para no perder el control del vehículo. Logró hacerse con él, invadiendo el lado izquierdo de la calzada; por fortuna no venía nadie en sentido contrario. Se detuvo un centenar de metros más adelante y resopló expulsando con fuerza el aire retenido durante la maniobra, notando una fuerte descarga de adrenalina.

—¿Estás bien, Margot?

La historiadora no respondió; tenía la mirada fija en el cristal de su ventanilla y estaba inmóvil.

—¿Te ocurre algo? —preguntó Pierre, inquieto.

—Estoy bien.

Sus palabras sonaron ausentes; algo le ocurría porque estaba tan pálida que su rostro tenía el color de los famosos blanquettes de la comarca.

Sin decir nada Margaret apuntó con su dedo hacia un promontorio de piedra, que quedaba a pocos metros y del que él no se había percatado, concentrada su atención en no perder el control del Renault.

—¿Tú estás viendo lo mismo que yo? —La voz de Margaret sonaba temblorosa.

—¿Eso…? ¿Eso es una serpiente?

Apagó el motor, tiró del freno de mano y la invitó a bajar del coche.

—Creo que lo mejor es verlo más de cerca.

Se aproximaron con cautela, como quien intuye el peligro. La extraña figura no ofrecía margen para la duda: enroscada en aquella vieja cruz de piedra había una serpiente. El paso del tiempo y la intemperie había desdibujado sus perfiles, pero estaba claro: aquello era una serpiente.

—¡Qué extraño! —comentó la historiadora.

—¿Por qué?

Margaret miró hacia la carretera.

—Si no hubieses entrado en esa curva a más velocidad de la debida, posiblemente no habríamos visto esto.

—Es probable, pero lo verdaderamente extraño es lo que tenemos delante de nuestras narices.

—¿Lo dices por algo en especial?

—Porque se trata de una serpiente enroscada a una cruz y tiene aspecto de ser muy antigua. Posiblemente los que fundaron el lugar en 1319 tenían algo que ver con esa denominada Hermandad de la Serpiente, que se hizo cargo de los asuntos del Temple a partir de esa fecha.

—Me parece que sacas conclusiones precipitadas —el tono de la historiadora era reprensivo—. La serpiente es un animal maldito casi desde el origen de los tiempos. Fue una serpiente quien tentó a Eva en el Paraíso para que comiese el fruto prohibido y desde entonces quedó condenada a arrastrarse por el suelo. A la Virgen María se la representa en muchas ocasiones pisándole la cabeza, en un claro simbolismo de que Ella nos protege del mal representado en ese ofidio. A mucha gente le resulta un bicho tan repugnante que les produce una especie de parálisis.

—¡Cuánto sabes, Margot!

A Margaret le costó trabajo discernir el tono empleado por el periodista. No calibraba si ironizaba o se mostraba admirado. Por si se trataba de lo primero, le preguntó con la intención de sorprenderlo:

—¿Sabes qué era el fruto prohibido?

Efectivamente a Pierre le sorprendió la pregunta.

—Creo que una manzana.

—¡Qué bobo eres! —exclamó Margaret sin disimular su satisfacción.

—La Biblia dice que Eva comió una manzana —protestó Pierre, quien ratificó su afirmación con un dato añadido—: Una manzana que ofreció a Adán, que también comió.

—Se trataba de una manzana de un árbol muy raro, un árbol que en el Génesis aparece bajo la denominación de árbol de la ciencia del Bien y el Mal. ¿Nunca te llamó la atención que un manzano tuviese tal denominación?

Pierre frunció los labios y negó con la cabeza.

—Pues la verdad sea dicha, no. Nunca me llamó la atención. Cuando me explicaban esas cosas en el colegio, la religión era una cuestión de fe. Había que creerlo, sin dejar espacio a la razón. Me importaba mucho más el hecho de haber perdido el Paraíso, que nos pintaban como el mejor de los mundos posibles. Aunque nunca acepté que la humanidad perdiese todo aquello por haber comido una simple manzana. Es cierto que, siendo niño, muchas veces pensé en lo estúpidos que fueron nuestros primeros padres por haber hecho una tontería como aquélla.

—¿Y no se te ocurrió pensar qué podía esconderse detrás de esa historia?

—La verdad es que no.

—Pues has de saber que la serpiente es un animal sagrado en muchas culturas y que para los propios israelitas fue un tótem que les protegió de una terrible enfermedad. Incluso labraron una gran serpiente de bronce por indicación de Yahveh para acabar con una plaga que los diezmaba. El resultado fue tan espectacular que el pueblo acabó rindiéndole culto, como si fuese una divinidad, lo que provocó la ira de su Dios.

Pierre se pasó la mano por la mejilla; la historiadora estaba dándole un repaso en toda regla.

—¡Y yo que pensaba que de lo único que sabías era de historia!

Margaret lo miró con los ojos entrecerrados, componiendo un aire de curiosidad; parecía que el enfado producido por la añagaza de que Pierre se había valido para traerla a París estaba definitivamente superado. En realidad, los propios acontecimientos vividos en los últimos días, incluido su secuestro, habían eliminado cualquier resto de resquemor en su ánimo.

—En la Biblia, mi querido Pierre, están los orígenes de buena parte de nuestra civilización. Acercarse a la historia de eso que llamamos Próximo Oriente en el tiempo de las Cruzadas, requiere, como mínimo, conocer los antecedentes de ese territorio que para mucha gente es Tierra Santa, y la raíz de todo eso está en la Biblia.

—¿Consideras la Biblia como un libro con fundamentos históricos? —preguntó extrañado.

—Por supuesto que sí, lo que ocurre es que la forma de acercarse a ese gran libro no es, precisamente, la misma que nos enseñaron en el colegio cuando éramos niños.

Pierre pensó que mejor hubiese sido guardarse su ironía; estaba perdiendo por goleada.

En aquel momento sonaron unos compases de la sinfonía del Nuevo Mundo, y el periodista pensó que D’Honnencourt le devolvía la llamada.

—¿Dígame?

—¿Blanchard?

—Sí, soy yo.

—¿Dónde demonios está usted?

El tono de voz era alto y tan desagradable que retiró unos centímetros el teléfono de su oído. Con unos modales como aquéllos podía descartar a D’Honnencourt.

—¿Quién llama?

—Soy Gudunov. ¡Maldita sea! ¿Dónde se ha metido? Llevo tratando de localizarle desde hace varias horas.

—¿Por qué no me ha llamado antes?

—¡Porque no disponía del número de su móvil!

A Pierre le extrañó escuchar aquello. La voz que llegaba a su oído podía ser la del comisario, pero lo que acababa de decirle no encajaba. Gudunov tenía su número. Le dijo que lo había localizado a través del teléfono, cuando quedaron registradas sus llamadas en el teléfono de Madeleine.

—Usted tenía el número de mi móvil.

—Dice bien, ¡lo tenía!

—¿Y qué ha ocurrido?

Hubo un momentáneo silencio.

—Han robado en la comisaría y entre las cosas que se han llevado estaba mi teléfono.

Dijo aquello como si se avergonzara de descubrir un secreto inconfesable. Pierre no pudo evitar una sonrisa, mientras que Margaret intentaba no perder detalle de una conversación de la que le faltaba la mitad más importante.

—¡No me diga!

Gudunov percibió el tono burlón que contenían aquellas tres palabras.

—¡Sí le digo, Blanchard, y no me toque los cojones, que no estoy de humor! Ya sé que resulta poco creíble que roben en una comisaría, pero ha ocurrido y ahora no dispongo de tiempo para explicaciones. ¡Aquí han sucedido cosas muy graves! ¿Dígame dónde está?

—En el departamento del Aude.

—¿Dónde ha dicho?

Pierre no quería decirle dónde estaba, pero era consciente de que no podía mentirle.

—Cerca de Carcasona.

—¿Carcasona? Eso está a más de ochocientos kilómetros de París.

—Más o menos.

—¿Y qué coño hace usted en Carcasona?

Si hacía pocos minutos se había sentido en absoluta inferioridad frente a Margaret, ahora se sabía muy por encima del policía que gritaba por teléfono.

—¿Tengo obligación de contestarle?

—¡Blanchard, no me toque los cojones! ¡Han ocurrido cosas muy graves! Le dije a usted que no se marchase de París sin informarme y por lo que acaba de decirme se lo ha pasado usted por el forro. Así que se lo repito: ¡no me toque los cojones!

Supo que si mantenía aquella actitud, Gudunov podía meterlo en un buen lío. Habían decidido, conscientemente, no decir nada a la policía y actuar por su cuenta; posiblemente habían cometido un error. Como no estaba dispuesto a explicarle por qué estaba en aquel perdido rincón de la geografía francesa, decidió improvisar:

—Estoy con Margaret Towers; como usted sabe es historiadora y deseaba visitar la zona donde se produjo la herejía de los cátaros, el antiguo territorio de la Occitania. Ya sabe, Carcasona, Albí, Beziers, Montségur…

—¡Déjese de monsergas, Blanchard, y dígame qué coño hace usted ahí con su amiga la escocesa!

Estaba acorralado; en ese momento, se encontraba en desventaja frente al comisario. No tenía otra salida que responder a la pregunta de Gudunov. Margaret no dejaba de mirarlo, tratando de enterarse de lo que estaba ocurriendo. Pierre decidió utilizar una treta que, en alguna que otra ocasión, lo había sacado de un apuro.

—¡Gudunov! ¡Gudunov! ¿Me escucha? ¿Me oye?

—¡Claro que le oigo!

—¡Maldita sea! ¡Se me acaba la batería! —murmuró algo ininteligible y cortó la comunicación, luego apagó el teléfono.

—¿Qué ocurre?

—Era Gudunov.

—Eso ya lo sé. ¿Por qué le has cortado?

—Quería que le dijese dónde estamos y qué hacemos aquí.

—¿Tiene derecho a una cosa así?

—No lo sé, pero me ha recordado la advertencia que me hizo de que no abandonase París sin decírselo. Me ha dicho, gritando, que llevaba varias horas tratando de localizarme y que ha tenido dificultades porque le han robado el teléfono.

—¿Al comisario le han robado el teléfono?

Margaret pensaba que eso era algo que les ocurría a turistas incautos o a gente despistada, las víctimas habituales de tales robos.

—Según me ha dicho, han robado en la comisaría y estaba hecho una furia. No sé si por haberse quedado sin móvil o porque nos hubiésemos largado de París sin decirle nada. Me ha dicho también que en París están ocurriendo cosas muy graves.

—¿Cosas graves? ¿Qué cosas?

—No lo sé, pero por el tono que empleaba deben de ser muy gordas. Esto me da mala espina. D’Honnencourt no contesta y tenemos a la policía furiosa.

—¿Estás preocupado?

Pierre resopló con fuerza y trató de quitar importancia a sus propias palabras; no deseaba contagiar a su amiga la tensión que le atenazaba desde que Gudunov había llamado.

—No te preocupes, dentro de unas horas llamaré a Gudunov y le largo una historia o, si lo prefieres, le cuento la verdad.

Miró el reloj y vio que no estaban sobrados de tiempo.