7

El Charles de Gaulle era como un hormiguero, pero mucho más desordenado. Largas filas de viajeros aguardaban pacientemente ante los mostradores de las compañías para obtener las tarjetas de embarque. Muchos otros curioseaban en las pequeñas tiendas, en busca de un regalo de última hora o, simplemente, matando el tiempo. Las cafeterías y los locales de comida rápida y bocadillos estaban concurridos. Al otro lado de los controles de ingreso, en la zona internacional, los viajeros aguardaban a que en las pantallas apareciese la definitiva puerta de embarque para su vuelo.

Pierre Blanchard esperaba a Margaret Towers junto a una baranda de acero inoxidable, que despejaba la zona por la que salían los pasajeros que llegaban a París. Hacía más de media hora que el vuelo de la British Airways, donde viajaba su amiga, había tomado tierra. Al menos eso señalaban los paneles electrónicos de llegadas, pero la medievalista no aparecía. La duda asomó a su cabeza. ¡No quería ni imaginar que lo hubiese perdido! Se tranquilizó pensando que no lo había llamado para comunicarle alteración alguna en sus planes y que la recogida de equipajes, a veces muy complicada, estaba añadiendo algunos minutos más a los retrasos habituales. Recordó que solía bromear con sus amigos acerca de las horas de llegada fijadas por las compañías aéreas, puesto que esas horas se refieren al momento en que las ruedas del tren de aterrizaje rozan la pista. Después viene el aterrizaje, la maniobra de aproximación, la conexión a la pasarela telescópica o la llegada del autobús si te dejan en medio de las pistas. Más tarde la apertura de las puertas y la salida de los viajeros en fila india. Acudir a las cintas transportadoras y aguardar, pacientemente, a que empiecen a vomitar los equipajes para, por fin, salir a la zona exterior del aeropuerto. Si todo funciona correctamente, cosa poco probable, una hora más.

El vuelo de su amiga estaba todavía dentro del margen establecido. No habían transcurrido tres cuartos de hora cuando la vio aparecer, tirando de un trolley. Sin ser una belleza en el sentido clásico, Margaret era una mujer atractiva que llamaba la atención. Vestía un suéter blanco de cuello de cisne, que se ajustaba a sus exuberantes formas, y llevaba suelta su larga melena rubia. Numerosas pecas salpicaban su rostro de piel blanca, dándole un aire juvenil, no exento de picardía.

Pierre compuso su mejor sonrisa y alzó la mano, agitándola suavemente.

Después de abrazarla la miró de arriba abajo, mientras sostenía sus manos, sujetas por la punta de los dedos.

—¡Margot, estás preciosa!

—¡No digas tonterías! Una mujer nunca está preciosa después de un vuelo. ¡Aunque sólo sea de una hora!

—Pues yo te veo así —se defendió el periodista.

—Será porque me miras con buenos ojos y porque estabas deseando que llegase… —se detuvo un momento—. Estabas deseando que apareciese la historiadora a quien has llamado ¿o no?

Pierre se llevó una de sus manos a la boca y la besó suavemente.

—Eso es cierto, pero tú sabes que para mí siempre es un placer verte.

En los ojos de ella brilló algo parecido a la ironía.

—En todo caso, aquí me tienes. Si alguien me lo hubiese dicho hace sólo veinticuatro horas, lo habría tachado de loco. Aunque bien mirado, la loca soy yo.

—Espero que no te arrepientas.

Salieron de la terminal y cruzaron la calzada hacia los aparcamientos, donde estaba el coche de Pierre. Los cien euros que suponían un taxi era una suma de cierta consideración y, aunque su economía no estaba en las últimas, debía evitar gastos innecesarios.

El cielo era de un gris plomizo, amenazaba lluvia, y la temperatura bajaría rápidamente conforme avanzase la tarde.

—Menos mal que París es maravilloso en esta época del año —comentó ella.

—¿Por qué lo dices?

—¿No ves cómo está el cielo? ¡Va a llover a cántaros!

—¿Y qué?

—Eres olvidadizo, como la mayoría de los hombres. Ayer tratabas de engatusarme con los encantos de París en esta época del año.

Eran las cinco menos veinte cuando el Renault de Pierre subía por la rampa del aparcamiento para tomar la A1, dirección París. El tráfico era denso pero fluido; se haría más intenso conforme se acercasen a la ciudad, aunque peor lo tendrían quienes a aquellas horas la abandonaban, una vez concluida su jornada laboral. La lluvia arreciaba, dificultando la visibilidad porque los limpiaparabrisas, mal ajustados, eran más ruidosos que eficaces.

—Bueno, cuéntamelo despacio.

Llegó el momento que Pierre más temía. Con mucho cuidado, midiendo cada una de sus palabras, le explicó en qué consistía el legajo. Puso énfasis en la misteriosa mano que había efectuado los cambios de documentos y en que su contenido estaba relacionado con los primeros tiempos de la presencia de los cruzados en Palestina. Concluyó su explicación con una afirmación ambigua:

—Cuando veas los microfilms, sacarás tus propias conclusiones.

Esperaba que, en ese momento, Margaret le preguntase por el asesinato de Madeleine, pero se equivocó.

—Lo mejor será que vayamos directamente a la Biblioteca Nacional.

El periodista llevó el pie al pedal del freno, en un movimiento reflejo.

—¿Cómo dices?

—Que lo mejor será que vayamos a la Biblioteca Nacional. Creo que tenemos tiempo para echar un vistazo a ese legajo.

—Son cerca de las cinco.

—Por eso. ¿Tardaremos más de una hora?

—El tráfico se complicará conforme nos acerquemos a París.

—Por eso necesitaremos una hora. Si estuviese despejado, sería la mitad.

—Creo que será una pérdida de tiempo; no se puede acceder así como así a la sección de libros raros.

—Eso ya está resuelto —le espetó Margaret.

Pierre tuvo la sensación de que una mano apretaba su nuca.

—¿Qué es lo que está resuelto?

—Mi acceso a esa sección. Esta mañana, desde la facultad, hemos realizado las gestiones necesarias. Por cierto, me sorprende que esos documentos estén en Tolbiac.

—¿Por qué lo dices?

—Porque lo normal sería que estuviesen en la biblioteca antigua, en Richelieu; allí es donde está el departamento de manuscritos, con sus dos divisiones, la Occidental y la Oriental.

—¿Adonde llamaste esta mañana?

—La primera llamada fue a Richelieu, pero al no poder darles la signatura del legajo, me informaron de que nada podían hacer. Les indiqué que se trataba de la sección Y; entonces me dijeron que ese departamento estaba en Tolbiac.

—¿Y?

—Llamé a Tolbiac y pude hablar con el director adjunto. Me aseguró que me facilitaría la labor.

Era lo peor que podía ocurrirle: pensaba preparar el terreno para que cuando ella descubriese lo que en realidad eran los documentos resultase lo menos traumático posible. La cena prevista en un buen restaurante, unas copas de champán y una buena conversación se habían evaporado en un santiamén.

—¿Pasamos antes por casa para dejar el equipaje? —propuso como último recurso.

—No veo la necesidad, además perderíamos un tiempo precioso. Cierran a las ocho, y atienden peticiones sólo hasta las siete y media.

—En casa tengo los microfilms.

—No es lo mismo. Los originales permiten descubrir aspectos que se pierden en las reproducciones. Existe la misma diferencia que entre un cuadro y una copia.

—Pero con los microfilms podrías hacer comparaciones, ver lo que han añadido y sustraído.

Margaret se mostraba inflexible.

—Eso será después, primero los originales.

Pierre insistió con algunos argumentos más, aunque cada vez con menos convicción: era consciente de que se trataba de una batalla perdida. Si anteriormente estaba preocupado por la reacción que ella pudiese tener al descubrir el verdadero soporte del legajo, en ese momento sentía algo parecido al pánico.

El tráfico resultó menos complicado de lo que esperaba. Los problemas los tenían los conductores que salían de París. Dejó a su izquierda el Estadio de Francia, cruzó la puerta de la Chapelle y continuó por el boulevard de Magenta hasta la Plaza de la República. Allí enfiló por Temple hasta la Plaza de la Bastilla, para ganar la orilla del Sena por el boulevard Bourbon. Cruzó por el puente de Austerlitz para acceder a la orilla izquierda y llegó a la Biblioteca Nacional recorriendo la rive gauche hasta el Quai de la Gare.

Había tardado treinta y cinco minutos, casi un récord. Siempre ocurría igual: si acudía tarde, los minutos transcurrían más deprisa; si llegaba con antelación, se volvían pesados y lentos; la ley de Murphy funcionaba sin problemas.

Enseguida encontró aparcamiento, por lo que no eran aún las cinco y media cuando aguardaban a que un bibliotecario los recibiese. Mientras esperaba ante la puerta de su despacho, Pierre supo que aquél tampoco era su día, a pesar de haber conseguido que Margaret Towers estuviese en París.

Cuando el bibliotecario lo vio, no pudo evitar que una arruga apareciese en su frente y que el ceño se le quedase fruncido. El periodista disfrutó fugazmente con la sorpresa que su presencia le producía. Vaugirard no podía explicarse qué hacía allí el individuo que había echado de su despacho el día anterior. Aunque algo desconcertado por su presencia, se mostró afable con la historiadora; sin embargo, no la invitó a tomar asiento. Ignoró a Pierre, pese a que Margaret lo presentó como un colega.

—El señor Blanchard y yo ya nos conocemos —afirmó con evidente desprecio, como si la presencia del periodista fuese una carga que debía soportar.

La historiadora decidió que lo más adecuado era resolver cuanto antes su acceso al legajo.

—En ese caso, lo mejor será que no perdamos un instante.

—Me parece perfecto —Vaugirard se frotaba las manos—. Como siempre, los investigadores buscando ganar segundos. El tiempo resulta insuficiente sobre todo si se viene de fuera. ¿Qué legajos desea usted consultar?

Remarcó el usted, dejando claro que su acompañante no tendría acceso a la documentación.

A Vaugirard la curiosidad le escocía como una herida a la que se aplica un desinfectante. ¿Qué tendría que ver Blanchard con la historiadora británica?

Margaret miró a Pierre: ella desconocía la signatura del legajo. Cuando llamó desde Londres, se limitó a señalar que se trataba de una investigación sobre documentos relacionados con las Cruzadas y los primeros tiempos del reino latino de Jerusalén.

—¿Cuál es la signatura?

—Siete-jota-ce-pe-cero-siete-cero-tres-cero-uno.

Al escuchar la signatura, Vaugirard se quedó rígido. Margaret la repitió; intuía que ocurría algo extraño, pero no podía precisarlo.

—¿Investiga usted o es una fórmula para que el señor Blanchard pueda acceder a una documentación que de otra forma le estaría vetada?

El sarcasmo del bibliotecario fue como un aldabonazo para la escocesa. Abrió su bolso, sacó de una billetera su tarjeta de investigadora y se la mostró.

—Sepa que quien solicita el legajo es la titular de esta tarjeta. Todo lo demás no es de su incumbencia.

Vaugirard la cogió y tecleó en su ordenador.

—¿Puede repetirme la signatura?

Margaret se volvió hacia Pierre y éste deletreó de nuevo:

—Siete-jota-ce-pe-cero-siete-cero-tres-cero-uno.

Los dedos del bibliotecario se movieron con agilidad sobre el teclado. Los segundos que el programa tardó en localizar la información se les hicieron eternos a los tres. Margaret tenía la mirada fija en Vaugirard, mientras que éste aguardaba la respuesta de la pantalla. Cuando vio la sonrisa que afloró a los labios del francés, supo que algo no iba bien.

El bibliotecario hizo un ligero movimiento de cabeza, acompañado del tamborileo de sus dedos sobre la mesa, luego alzó la vista y se mostró falsamente compungido, como si lamentase lo que iba a decirle.

—Lo siento, profesora Towers, pero el legajo que solicita no está disponible.

—¿Qué quiere decir con que no está disponible? —preguntó ella con sequedad—. ¿Lo está utilizando otro investigador en estos momentos?

Vaugirard demoró intencionadamente su respuesta, recreándose en su propio silencio; estaba disfrutando con la situación. Ahora tenía una explicación para la presencia de Pierre Blanchard; sin embargo, no acababa de comprender el papel que desempeñaba en todo aquello la investigadora británica, de quien había leído una de sus obras más conocidas: Historia de Outremar: El reino latino de Jerusalén a comienzos del siglo XII.

—No exactamente.

—¿Entonces?

—Verá, profesora Towers, el siete-jota-ce-pe-cero-siete-cero-tres-cero-uno está siendo utilizado para una investigación, lo cual no significa que en este momento lo esté manejando algún colega suyo.

—¿Puede ser más explícito, por favor?

El bibliotecario, que ganaba aplomo conforme pasaban los segundos, se dejó caer en el respaldo de su sillón. Adoptó una posición relajada, que contrastaba con la tensión de Margaret y Pierre, que permanecían de pie delante de él. Vaugirard era consciente de que dominaba una situación que, debido a las órdenes recibidas de la dirección general de la biblioteca, no podría haber manejado como hubiera sido su deseo, en el momento que vio entrar a Blanchard acompañando a la doctora Towers. Le habían llegado instrucciones muy precisas para que a la historiadora británica se le diesen toda clase de facilidades para realizar el trabajo que la había llevado a París.

—La investigación a que me refiero es de otra índole; esa documentación está siendo investigada por la policía.

—¿Por la policía?

—En efecto, por la policía; como le digo, parece ser que esos documentos son de extraordinaria importancia para una investigación policial —mientras se regodeaba con su explicación, lanzó a Pierre una desafiante mirada—. Si no desea ninguna otra documentación, lamentaré no poder serle de utilidad.

—¿Por qué investiga la policía ese legajo?

Vaugirard cogió un abrecartas y, con gesto desconsiderado, se pasó la punta por el interior de una uña.

—Se ha cometido un asesinato. ¿No le ha dicho el señor Blanchard nada acerca de la muerte de una bibliotecaria de esta casa?

Antes de que Margaret abriese la boca, tiró de un cajón y sacó un recorte de prensa que arrojó sobre la mesa. La historiadora permaneció inmóvil; por nada del mundo estaba dispuesta a seguirle el juego a un impresentable como aquél.

—¿Qué tiene que ver el legajo con ese asesinato?

—Había una copia en casa de Madeleine Tibaux, que es el nombre de la difunta, y la policía ha dado instrucciones al respecto —indicó Vaugirard con morbosa delectación—. ¿No le ha dicho el señor Blanchard que era su amiga? Habían quedado en verse ayer por la mañana, pero ella no pudo acudir a la cita.

—¡Es usted un canalla! —Pierre no pudo contenerse. El bibliotecario lo miró de soslayo.

—¡Ah! ¿Estaba usted ahí? —Cada sílaba destilaba desprecio.

—¡Maldito cabrón!

—Es la segunda vez que me insulta en menos de cuarenta y ocho horas.

Al igual que ocurriera la víspera, Vaugirard levantó el teléfono, pulso un número y preguntó:

—¿Seguridad? Soy Antoine Vaugirard, ¿pueden venir a mi despacho? Hay un pequeño problema.

Lo que más molestó a Pierre cuando, escoltado por dos gorilas, salía por su propio pie de la Biblioteca Nacional, fue que el bibliotecario le hubiese llamado pequeño problema. Se arrepentía de no haberle partido la cara, aunque ello hubiera significado que, en lugar de salir como lo hacía, lo condujesen esposado a la gendarmería. Lo único bueno de todo aquello era que Margaret no tendría, al menos por el momento, la ocasión de ver el legajo original de Le Serpent Rouge.

Mientras caminaban hacia el coche, Pierre le explicó las razones por las que Vaugirard se había comportado de aquella manera.

Ya no llovía, y el sol asomaba tímidamente un palmo por encima del horizonte, proporcionando a la luz de la tarde unos hermosos reflejos dorados. Aunque la temperatura había bajado varios grados, el ambiente invitaba a pasear.

—¿Te importa que demos un paseo? París, en esta época del año, es una ciudad maravillosa —dijo ella.

Pierre la miró un instante; el altercado no parecía haberla afectado, al menos aparentemente. Era posible que disimulase sus verdaderos sentimientos, aunque en el caso de Margaret Towers eso resultaba poco probable. La sangre escocesa que corría por sus venas aportaba a su carácter una vehemencia que rompía todos los convencionalismos.

—¿Alguna preferencia?

—Simplemente pasear, aunque Notre-Dame y la Cité son siempre un estímulo.

—Sobre todo para alguien que ha convertido la Edad Media en el gran amor de su vida.

Pierre tuvo la sensación de que ella no había escuchado sus últimas palabras. Se había acercado a uno de los puestos de libros que llenaban una parte de la rive gauche, y escudriñaba en uno de aquellos armarios donde podían encontrarse viejas ediciones, desaparecidas desde hacía años de los anaqueles de las librerías. Aprovechó para mirarla de forma descarada.

El perfil que Margaret proyectaba en el ámbito académico era el de una profesora rigurosa en sus investigaciones y muy exigente en su actividad docente, pero también el de una mujer que emanaba sensualidad por todos los poros de su cuerpo. Sus medidas estaban mucho más en consonancia con los sueños masculinos que con el canon establecido por las pasarelas de alta costura, cuyas modelos rozaban la anorexia y ofrecían rostros de ojos hundidos, más cercanos a la enfermedad que a la belleza.

Trató de retener su imagen en la retina, hojeando un ajado volumen, con las brillantes aguas del Sena como fondo.

Pierre se fijó en el título del libro: La Orden del Temple y la arquitectura gótica. Margaret se volvió hacia él y le preguntó:

—¿Sabías que de un tiempo a esta parte los templarios constituyen un objetivo preferencial en mis investigaciones?

—No tenía la más remota idea.

—Se han convertido en una especie de obsesión intelectual. Me interesa todo lo que esté directa o indirectamente relacionado con ellos. La mayor parte de mis colegas niegan tener interés por un asunto que se ha convertido en objeto de atención del gran público. Ya sabes… las limitaciones y estupideces que imperan en los ambientes académicos. Sin embargo, tengo datos fidedignos de que a muchos de ellos les atraen aspectos relacionados con su poder económico, con la organización de sus encomiendas, con su actividad como banqueros o con el papel que desempeñaron en Tierra Santa. A otros les interesan las manifestaciones artísticas, materializadas en los templos que construyeron o en aquellos que inspiraron —alzó el libro que tenía en su mano—. Hay quien sostiene que la explosión del arte gótico no hubiese sido posible sin ellos.

—¿Por qué afirman tal cosa?

—Porque por todas partes surgió una fiebre constructora cuyos edificios rompían con lo que se había hecho hasta aquel momento. La aparición de las catedrales góticas sólo tiene parangón con las pirámides de Egipto.

—No te entiendo.

—Muy sencillo. La arquitectura anterior a las pirámides no tiene relación ninguna con esas impresionantes construcciones. En el ámbito académico nadie ha encontrado una explicación satisfactoria para su aparición. ¿Qué hay antes de las pirámides hablando en términos arquitectónicos? En realidad, muy poco. Piedras hincadas en el suelo o componiendo un dintel; habría que estudiar la cronología para determinar qué es más antiguo, y de pronto… ¡Ahí están la pirámides! Con el gótico ocurre igual. Algunos echaron mano de una explicación simplista y afirmaron que fue una evolución del románico. Se atuvieron a ello porque carecían de más argumentos. Románico y gótico son la antítesis uno del otro: oscuridad frente a luminosidad, pesadez frente a ligereza, achaparramiento frente a esbeltez. El gótico surgió de repente, como las pirámides de Egipto, y se difundió con una rapidez pasmosa, como si respondiese a un plan preconcebido. ¿De dónde salieron tantos arquitectos, tantos canteros, tantos carpinteros, tantos vidrieros? El origen del gótico coincide con la aparición de la Orden y su desarrollo, con la expansión de los templarios. Luego… luego está el simbolismo que surge en cualquier rincón de esas catedrales y el misterio que las rodea.

—También los templarios están envueltos en el misterio —la animó Pierre.

—Porque la historia se confunde con la leyenda cuando nos acercamos a sus orígenes y a su terrible final y cuando eso ocurre… ya conoces el dicho.

—No conozco el dicho —protestó Pierre.

—Cuando la leyenda y la historia no coinciden, los historiadores se han perdido por algún camino equivocado.

—¿Por qué has dicho su terrible final…?

—¿Acaso no fue terrible?

—No me refería a eso; mucha gente piensa que el final del Temple no se produjo con la muerte de Jacques de Molay en la pira. Su condena no significó la aniquilación de la Orden.

Margaret lo miró fijamente.

—Hay algo de verdad en ello. La disolución de la Orden produjo una sacudida tremenda por todas partes. Los templarios eran, sin duda, el mayor poder de su tiempo. El rey de Portugal, para no enemistarse con el Papa, aceptó a regañadientes la disolución, pero creó otra orden militar, la Orden de Cristo, donde los templarios portugueses ingresaron en masa. Algo parecido ocurrió en las coronas de Castilla y de Aragón: muchos templarios se incorporaron a otras órdenes que allí existían, como la de Calatrava, Santiago o Montesa, y sus bienes fueron transferidos a ellas. Uno de los casos más llamativos se produjo en mi tierra.

—¿En Escocia?

—Sí.

—¿Qué ocurrió allí?

—Como el rey Robert Bruce estaba excomulgado y sobre todo el reino pesaba un interdicto papal, Escocia se consideraba al margen de las disposiciones que emanaban de Roma. Por esa razón muchos templarios buscaron refugio allí. Por entonces, escoceses e ingleses sostenían una dura pugna porque los bastardos de Londres trataban de someternos. La guerra se decidió en la batalla de Bannockburn, donde una carga de los templarios, que luchaban al lado de quienes los habían acogido, fue definitiva para la victoria escocesa.

—Me encanta que una reputada historiadora admita la supervivencia de los templarios después de 1314.

Margaret se detuvo un momento y calibró a Pierre con la mirada.

—Eso no significa que no esté hasta la coronilla de estupideces, pseudohistorias, falsedades y fantasías. ¡En los últimos diez años se ha escrito más sobre templarios que sobre la Segunda Guerra Mundial!

—Y ¿qué tiene eso de malo?

—¡Que se está confundiendo a la gente! En unos casos por pura y simple diversión y en otros con claros objetivos materiales. La mayor parte de esas publicaciones ven la luz con el propósito exclusivo de ganar dinero porque los templarios «venden», como dicen ahora.

—Si a la gente le interesa, no veo qué hay de malo en ello.

—¡Cómo se nota que eres periodista! ¡Sois como la peste con tal de conseguir un titular! ¡Fausto sería un simple aprendiz de brujo a vuestro lado! —La personalidad de Margaret afloraba de forma espontánea.

—Bueno, bueno —Pierre levantó las manos con las palmas extendidas, como si pidiese sosiego—. No nos desviemos del tema. Me interesa mucho conocer tu opinión sobre el final de los templarios.

Margaret resopló con el fin de serenarse y dio a su voz un tono más sosegado.

—Como te decía, en muchos lugares de Europa, los reyes ofrecieron su protección a los templarios porque estaban en desacuerdo con la injusticia que un malvado como Felipe IV de Francia y un imbécil como el papa Clemente V urdieron contra la Orden. Esa realidad histórica ha dado pábulo a todo tipo de fantasías y leyendas sobre la pervivencia de los templarios en la sombra a lo largo de los siglos. Se les ha considerado como los custodios de un gran secreto. También se ha especulado con que aguardaban el momento oportuno para tomarse cumplida venganza contra quienes cometieron con ellos la gran injusticia. La leyenda de la venganza alcanzó considerables vuelos cuando Felipe IV y Clemente V murieron, en extrañas circunstancias, poco después de que Jacques de Molay fuese achicharrado en una hoguera.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que quienes han alimentado todas esas patrañas afirman que los dos fueron víctimas de la maldición lanzada por el último gran maestre de los templarios.

El sol ya se ocultaba en el horizonte e intensificaba sus reflejos dorados sobre los negros techos de pizarra de muchas de las construcciones que flanqueaban las orillas del Sena. El paseo los había llevado hasta la cabecera de Notre-Dame, rodeada por una diadema de arbotantes que daban la sensación de flotar en el aire, como si las piedras estuviesen sostenidas por una fuerza invisible.

En las alturas, las gárgolas surgían por rincones y esquinas con un vigor que el paso de los siglos no alteraba; se las veía tensadas como si desafiasen a los demonios que trataban de penetrar en el sagrado recinto de la catedral. Se decía que para ello, a modo de escudo protector, las tallaron los canteros, y con ese fin las encargaron los canónigos que constituían el cabildo de la catedral.

Sin decir nada, los dos se detuvieron para contemplar el costado del templo, antes de cruzar el puente que los llevaría a aquella pequeña isla cargada de historia, rodeada por las aguas del Sena. Durante unos segundos permanecieron inmóviles, en silencio, atraídos por la magia de aquella joya del gótico.

—Mira —señaló Margaret—, allí, en aquel islote. A esa isla se le llamaba en la Edad Media la isla de los Judíos. En ella hay una pequeña placa que indica el lugar donde murió Jacques de Molay, poco después de lanzar su maldición, y eso fue lo peor que pudo ocurrir.

—¿Por qué?

—Porque, como te he dicho, la muerte del rey y del Papa, a los pocos meses del asesinato de De Molay, se convirtió en uno de los pilares fundamentales para dar pie a la leyenda.

—¿Quieres explicarte?

Margaret echó a andar.

—Como sabes, se afirma que, en los últimos instantes de su vida, Jacques de Molay emplazó al rey de Francia y al Papa a comparecer ante el tribunal de Dios, en el término de un año.

—Y ¿dónde está el problema?

—En que a lo largo de los siglos han sido numerosas las ocasiones en que se han inventado situaciones o hechos para poder construir a partir de ellos toda una historia a posteriori.

—¿Puedes ser más explícita?

—Imagínate la credibilidad que tendría la venganza de los templarios, si su gran maestre no hubiese lanzado desde la hoguera una maldición contra sus verdugos.

—¿Qué quieres decir?

—Muy sencillo, pudo ocurrir que la muerte del Papa y del rey en los meses siguientes al asesinato de Jacques de Molay diese pie a que alguien se inventase la historia de la maldición.

—¿Significa eso que Jacques de Molay no lanzó su maldición desde la hoguera, instantes antes de morir?

—Te responderé con otra pregunta: ¿estamos seguros de que Jacques de Molay lanzó su terrible maldición momentos antes de morir?

Pierre se detuvo, como si hubiese hecho un gran descubrimiento.

—¿No hubo entonces maldición?

—¿Qué pruebas tenemos de que la hubo?

El periodista se encogió de hombros, como si se sacudiese su responsabilidad en el asunto.

—No lo sé, tú eres la historiadora.

—Olvida por un momento que eres periodista y piensa en lo siguiente: ¿cuántas personas pudieron ser testigos de la muerte de Jacques de Molay? —Margaret extendió su brazo, señalando el espacio abierto que se abría ante la catedral—. Ten presente que todo esto estaría, en gran parte, ocupado por abigarradas construcciones. El espacio en las ciudades medievales estaba constreñido por el perímetro de las murallas; un acre de suelo en el interior de una ciudad era algo muy valioso que no podía desperdiciarse. Eso significaba calles pequeñas y estrechas, pocas plazas y escasos jardines; en realidad, no había jardines públicos, aunque sí sabemos que las casas de algunos nobles tenían amplios huertos en su interior. ¿Cuántas personas pudieron darse cita aquí, en marzo de 1314, para ser testigos de la ejecución de un personaje tan importante como el gran maestre de los templarios?

Pierre se encogió otra vez de hombros.

—¿Mil personas? ¿Dos mil? ¿Cinco mil? —se preguntó Margaret—. Admitamos que se trataba de un gran acontecimiento, capaz de reunir a un numeroso concurso de gente. Consideremos que una ejecución como la de Jacques de Molay y el senescal de la Orden, Geoffrey de Charnay, era un espectáculo, y admitamos que mucha gente se sintiese atraída ante tal acontecimiento, acudiendo en masa por consideraciones muy diferentes. Aquí estarían los que fueron enemigos de los templarios, ya que su poder había despertado grandes envidias; sin duda, habría también mucha gente que se sentiría atraída por el morbo de ver a un personaje tan poderoso morir en la hoguera. Es posible que entre el público también hubiese templarios disfrazados, dispuestos a aprovechar cualquier circunstancia que les permitiese dar un golpe de mano y salvar a su maestre, y sin duda, Felipe IV, contemplando esa posibilidad, habría distribuido agentes entre la muchedumbre, para evitar una posible actuación de los caballeros o alguna algarada, porque los templarios también tendrían gente dispuesta a apoyarlos. Todo eso podría sumar varios miles de personas, pero en cualquier caso hay algo que debemos admitir: la asistencia estaba forzosamente limitada por razones de espacio.

—Tal como lo has expuesto, entiendo que no podían ser muchos.

—Prosigamos. En todas las ejecuciones públicas se establecía un cordón de seguridad. En este caso serían los soldados del rey quienes se encargarían de ello y es de suponer que no tendrían grandes problemas porque se trataba de un islote, donde podían restringir con facilidad el acceso al lugar donde iba a llevarse a cabo la ejecución. Supongamos también que la gente guardaba un respetuoso silencio; la ocasión se prestaba a ello. Pero convendrás conmigo que son muchos quienes en tales circunstancias no permanecen callados. La gente es charlatana, sin olvidar a todos los que, en momentos como ésos, presumen de tener información confidencial. Aun suponiendo que la mayoría guardase silencio, porque la muerte siempre impone respeto, serían también muchos los que no permanecerían callados; incluso habría gente que proferiría gritos.

—¿Adonde quieres ir a parar?

—Muy sencillo; no podían ser muchos los que escuchasen la maldición de Jacques de Molay, si es que el gran maestre de los templarios llegó a pronunciarla. El espacio no permitía albergar a una muchedumbre que estuviese cerca de ellos y pocos estarían en condiciones de escuchar la voz de un anciano, en medio del crepitar de las llamas. Todo ello contando con que no hubiese tamborileros que redoblasen sus tambores, como era habitual en las ejecuciones, precisamente para evitar que se escuchase lo que pudiesen decir los reos.

—Todo eso es cierto.

—Piensa ahora —prosiguió Margaret—, que, por un azar, tanto Felipe IV como Clemente V muriesen antes de que se cumpliese el primer aniversario de la ejecución de Jacques de Molay. Aceptemos, incluso, que fuesen templarios quienes acabasen con sus vidas. Ésa no es una hipótesis desdeñable porque eran muchos y poderosos, y en varios reinos no acabaron con ellos. ¿Qué impediría, en esas circunstancias, que alguien afirmase que sus muertes habían sido consecuencia de una maldición? El elemento fundamental para construir esa historia era inventarse la maldición. ¡Jacques de Molay lanzó una maldición desde la hoguera! ¿Quién podría negarlo? La muerte del rey y del Papa lo demostraba. No olvides que estamos en la Edad Media, una época propicia a admitir que tales cosas eran no sólo posibles, sino hasta probables. En esas circunstancias, un grupo organizado, con recursos y con unos intereses concretos, pudo difundir, en muy poco tiempo, el rumor de que dichas muertes eran la consecuencia de una maldición, lanzada en el postrer momento de su vida por el último de los maestres del Temple. Insisto en que no debes olvidar que estamos en el siglo XIV, una época donde esas cosas tenían un enorme atractivo y resultaba más fácil admitirlas que negarlas. El propio curso de los acontecimientos habría creado la leyenda y, como te he dicho, ésta tiene la suficiente fuerza, incluso morbo, para formar parte de la historia.

Pierre se pasó varias veces la mano por el mentón con gesto caviloso.

—Lo que acabas de decir puede conducirnos a una conclusión muy dura.

—Dímela —lo retó Margaret.

—Buena parte de la historia, sobre todo cuanto más nos alejamos en el tiempo, puede ser una burda invención de los historiadores.

Margaret se detuvo ante la imponente fachada de Notre-Dame. Aquellas piedras hablaban de historia. Hacía muchos siglos que arquitectos, canteros, carpinteros, vidrieros, pintores y peones trabajaron durante generaciones para convertir en realidad aquella obra extraordinaria. Se habían sucedido obispos y canónigos, que desempeñaron su papel en aquel recinto, sagrado para unos y monumental para otros; pero en cualquier caso, testimonio de un tiempo. También ella se encogió de hombros.

—Efectivamente, ésa es una dura conclusión. No albergues ninguna duda de que a lo largo de los siglos se han construido verdades históricas que nada tienen que ver con la realidad. Entre otras razones, porque la historia es una poderosa arma política, que ha sido puesta al servicio de los intereses de quienes han controlado el poder.

—Es decir, ¡que todo es una farsa!

—No, de ninguna manera. ¡Ésa es una actitud radical que resulta propia de muchos de los periodistas!

—¿Qué quieres decir?

—¡Titulares, Pierre! ¡Titulares! ¡Cuanto más escandalosos, mejor!

Pierre era consciente de que ella tenía razón. Gran parte de sus colegas haría cualquier cosa con tal de conseguir un buen titular. Él había sido testigo en numerosas ocasiones de cómo se había distorsionado una noticia con un titular, buscando el escándalo y más lectores. Otras veces, las motivaciones habían sido tan vergonzosas que prefería no recordarlas.

—Los historiadores —prosiguió Margaret—, sabemos que la historia ha sido escrita por los vencedores, pero siempre quedan testimonios que permiten escudriñar en la verdad. Ésa es nuestra tarea para reconstruir el pasado. Algo que, la mayor parte de las veces, resulta bastante complicado. ¡Imagínate cuando quienes se ponen a hacerlo son simples aficionados!

—Como yo.

La historiadora, que tenía la mirada fija en las figuras que llenaban el tímpano de la puerta principal y las arquivoltas que lo rodeaban, se volvió hacia su amigo.

—No te lo tomes como algo personal, pero debes reconocer que llevo gran parte de razón.

—Te noto algo escéptica.

—No, simplemente te he contado, no sé por qué, un debate en el que muchos historiadores estamos inmersos, y eso es algo muy saludable para una ciencia.

—¿Qué piensas acerca de la divulgación de la historia?

—También hay una polémica sobre ello. Los partidarios de un academicismo a ultranza lo consideran algo detestable. Se aferran a los viejos presupuestos de que la historia sería como la alquimia, algo reservado para gente iniciada.

—¿Cuál es tu opinión?

Margaret lo miró a los ojos.

—¿No te la imaginas, teniendo en cuenta que en estos momentos estoy en París respondiendo a tu llamada? Soy una ferviente defensora de la divulgación de la historia entre lo que se denomina el gran público, siempre y cuando se sea riguroso con el conocimiento.

—Me dejas impresionado. Después de oírte, no sé si debo enseñarte los microfilms.

La historiadora frunció el ceño.

—¿Por qué?

Pierre se sentía cada vez más incómodo por la forma en que había implicado a Margaret en aquel asunto. Por un momento estuvo a punto de explicarle el verdadero contenido del legajo, pero no se atrevió. Por primera vez, dudó sobre su modo de proceder.

—No lo sé, creo que unos papeles en los que se habla de la Serpiente Roja, que tú calificaste como una pamplina, posiblemente no tengan interés para ti.

El rostro de Margaret se había endurecido.

—¿En ese legajo se habla de la Serpiente Roja?

Pierre trató de disimular el agobio que sentía.

—¿No te lo había dicho?

Sus palabras sonaban a excusa falsa.

—No. Cuando anoche me llamaste por teléfono, me dijiste que eran documentos relativos a los orígenes del reino latino de Jerusalén, que había referencias a Balduino y a Godofredo de Bouillón. Mencionaste la Serpiente Roja para indicarme que quienes habían asesinado a tu amiga habían dejado un pergamino con una serpiente dibujada.

Margaret recordó que Pierre se había referido al legajo como un material heterogéneo.

—¿Qué es lo que contiene ese legajo, Pierre?

Habían llegado a la esquina de Notre-Dame que enfila la rué de Cloitre. Allí fue donde Pierre se despidió de Madeleine y vio cómo se alejaba sin sospechar que no volvería a verla. Sintió la necesidad de alejarse de allí.

—Será mejor que lo veas por ti misma. ¡Vamos para casa!

—Antes tendremos que recoger mi equipaje; está en tu coche.

En ese momento sonó un tintineo que se asemejaba a los compases más populares de la Sinfonía del Nuevo Mundo, de Antón Dvorak. Era el teléfono de Pierre.

—¿Dígame?… Sí, sí. Soy yo… ¿Ahora? —El periodista parecía extrañado—. Muy bien, muy bien. Mejor dentro de una hora.

Cerró el móvil con expresión preocupada.

—¿Ocurre algo?

—Es Gudunov, el comisario que lleva el caso de Madeleine. Tiene mucho interés en hablar conmigo.

—¿Te preocupa?

—No, aunque siempre he pensado que la policía cuanto más lejos, mejor. Quiere verme en la comisaría dentro de una hora; apenas disponemos de tiempo para ir a por el coche y dejarte en casa.

—Tal vez sea mejor que te acompañe.

—¿Tú crees?

—El bibliotecario nos ha dicho que la policía está estudiando el legajo.

Margaret tuvo la desagradable sensación de que se estaba metiendo en algo mucho más complicado de lo que creía cuando tomó el vuelo de la British Airways. Tras la desagradable experiencia vivida con Vaugirard y la llamada de la policía, estaba convencida de que en aquel asunto, que se enredaba por momentos, la historia era algo que apenas tenía relevancia. Además, lo que había dicho Pierre acerca del legajo era un mal presagio.