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Jerusalén, enero de 1119
Los murmullos entre los cortesanos bajaron de intensidad cuando el chambelán, dando unos golpes con el bastón de ceremonias, anunció con voz potente la presencia de los tres caballeros.
—¡Hugo de Payens, Godofredo de Saint-Omer y André de Montbard!
Se trataba de tres hombres en la plenitud de su vida; su porte resultaba atractivo, a pesar de vestir con sencillez. Entraron en el salón y avanzaron con decisión por el camino que se abría a su paso en el centro de la estancia.
Lo austero de su atuendo contrastaba con las sedas y brocados de las galas cortesanas, aunque entre los presentes también había algunos hábitos de estameña. Vestían como guerreros. Bajo las limpias sobrevestes de blanco lienzo, donde llevaban cosida una gran cruz roja, podían verse los bordes de las cotas de malla. Los tres llevaban la mano izquierda cerrada sobre la empuñadura de la espada y en la derecha el yelmo de combate.
Su presencia hizo que los murmullos se apagasen del todo. Llegaron hasta el borde del sitial donde, sentado en el trono, les aguardaba Balduino II, el monarca del llamado reino latino de Jerusalén. Los tres hincaron la rodilla en tierra e inclinaron la cerviz en señal de sumisión.
—Alzaos.
La voz de Balduino sonó cálida y acogedora. Cuando se incorporaron, se había hecho un silencio expectante. A una señal del rey, uno de sus secretarios les preguntó el motivo de su presencia. Era una formula protocolaria.
—Majestad —quien hablaba era Hugo de Payens—, nos acogemos a vuestra magnanimidad y benevolencia para solicitar vuestra protección en nombre de un grupo de nueve caballeros. Comparecemos para exponeros que, bajo la autoridad del patriarca de esta Ciudad Santa y para el mejor servicio de Dios Nuestro Señor, hemos hecho profesión de vivir según la costumbre de las reglas por las que se rige la vida de los canónigos del Santo Sepulcro, observando la castidad y obediencia que son propias a su corporación. En tales circunstancias esperamos de la generosidad de Vuestra Majestad que nos sea concedido lugar a propósito para el desarrollo de nuestras actividades. Agradecemos la acogida que Vuestra Majestad ha dispensado a estos humildes y pobres caballeros, que aspiran a convertir sus miserables vidas en ejemplo del mejor servicio a Dios Nuestro Señor.
Balduino asintió con un leve movimiento de cabeza, después hizo un gesto al secretario, quien desplegó un pergamino y leyó con voz solemne:
Nos, Balduino, rey de Jerusalén, príncipe de Antioquía, conde de Edesa, señor de Sidón y de Acre, defensor del Santo Sepulcro. Por cuanto vos, Hugo de Payens y otros ocho caballeros de renombrado linaje y vida ejemplar, nos habéis solicitado, en forma conveniente, que os concedamos lugar a propósito para constituir una comunidad u Orden de caballeros, según las reglas que presiden la actividad de los canónigos del Santo Sepulcro.
Ítem más, que por ser pobres y haber hecho pública renuncia a los bienes terrenales, con el propósito de engrandecer, exaltar y defender el nombre de Dios Nuestro Señor, no disponéis de lugar a propósito para el desempeño de vuestra loable misión de dar protección a los fieles cristianos que acuden a orar y a rendir la debida adoración al Santo Sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, y a visitar los lugares en los que vivió el Verbo cuando se hizo carne mortal para redimirnos de nuestros pecados.
Ítem más, que habéis hecho solemne promesa de defender con vuestra propia sangre, si menester fuere, estos Santos Lugares, os concedemos y otorgamos por la presente un solar en el interior de las murallas de la ciudad de Jerusalén, junto a nuestro palacio, en el que tuvo asiento el Templo de Salomón, cuyas caballerizas os servirán de refugio. Os lo concedemos para siempre jamás porque ésta y no otra es nuestra voluntad.
En prueba de ello Nos, Balduino, Hyerosolymae Rex, os otorgamos, a vos Hugo de Payens y a vuestros hermanos, el presente testimonio para que conste a todos que ésta es nuestra real voluntad.
Dado en la Ciudad Santa de Jerusalén a dieciocho días del mes de enero del año del Nacimiento de Nuestro Señor de mil ciento y diecinueve.
El secretario cerró el pergamino y, con gesto reverencial, lo depositó en manos del monarca.
—Acercaos, Hugo de Payens.
El caballero entregó el yelmo a uno de los compañeros, y con humilde actitud se aproximó al trono, hincó la rodilla y humilló la cabeza. Balduino colocó su mano izquierda sobre el hombro derecho del caballero y le susurró algo al oído. Lo hizo en un tono tan bajo que ni siquiera los más cercanos pudieron escuchar una sola palabra. A continuación, le entregó el pergamino que les otorgaba la posesión de una parte del solar, donde en otro tiempo se había alzado el Templo de Salomón.
* * *
La casa, de aspecto humilde, estaba situada al fondo de un callejón del barrio de los tinajeros. En una sala de la planta baja, en el fondo de la vivienda, tras un patio al que durante el día daban sombra dos esbeltas palmeras, un grupo de hombres se arracimaba en torno a una mesa. Por sus atuendos se veía que se trataba de caballeros, y discutían acaloradamente. En el ambiente flotaba un aire de crispación al que contribuía la oscilante luz de los candiles, que iluminaba pobremente la estancia. El contraste de luces y sombras daba a los reunidos, ocho en total, aspecto de conspiradores.
—En mi opinión —afirmaba con vehemencia uno de los congregados—, mañana mismo deberíamos iniciar esos trabajos que presumo largos y arduos.
Varios de los presentes negaron con movimientos de cabeza. Uno de ellos puso voz a la negativa.
—No me parece lo más procedente, levantaríamos demasiadas sospechas. Creo más conveniente aguardar a que se acallen los rumores. Será cuestión de pocos días, a lo sumo un par de semanas.
—¡Ya tenemos el título de propiedad! —insistió quien se había mostrado partidario de iniciar los trabajos.
—Si hubieras sido testigo de las miradas de esos cortesanos, no hablarías de ese modo. ¡No has visto cómo brillaba la envidia en sus pupilas! Muchos consideran que el rey se ha excedido.
—Y así ha sido —terció André de Montbard.
—¿Quieres explicarte?
—Muy sencillo. El lugar es demasiado extenso para dar cobijo a un grupo tan reducido como el nuestro. En una ciudad donde escasea el suelo, hay quienes lo consideran un despilfarro sin sentido y, hasta cierto punto, se comprende que lo piensen porque ignoran nuestra verdadera intención.
—¿Por qué dices hasta cierto punto?
—Porque buena parte de su maledicencia está dictada por la envidia, que suele ser moneda corriente en los círculos cortesanos. Lo mejor es permanecer tranquilos durante cierto tiempo y aguardar a que se remansen las aguas. ¡Tanto dan unas semanas de más o de menos! Esta tarea puede durar muchos meses. ¡Es como buscar una aguja en un pajar!
—Además —señaló otro de los presentes—, tenemos que esperar a que lleguen las órdenes del patriarca.
Quien proponía no perder un solo día golpeó la mesa con su puño. Lo hizo con tal fuerza que los restos de comida bailaron.
—¡Yo no sigo más órdenes que las de fray Bernardo! ¡Os recuerdo que fueron muy claras! ¿Acaso se os han olvidado?
Se hizo un silencio momentáneo que permitió escuchar un ruido lejano. Eran los goznes de una puerta que sonaron estridentes en el silencio de la noche; después, se oyó ruido de pasos. Instintivamente se pusieron en guardia.
—¿No os parece demasiado pronto para que regrese? —preguntó uno de los caballeros.
Dos de ellos se levantaron con sigilo y tomaron posiciones a los lados de la puerta. Los pasos sonaban ya en el patio; por lo menos eran dos las personas que se aproximaban.
Unos golpes en la puerta anunciaron que los desconocidos no pretendían sorprender a nadie.
—¿Quién va?
—Sión.
Al escuchar aquella palabra se rebajó la tensión, pero se mantuvo la alerta. Aunque era la contraseña, en Jerusalén el peligro acechaba en cada esquina. En las últimas semanas, en diferentes lugares de la ciudad, los sicarios —nombre con que se conocía a unos asesinos profesionales— habían atacado objetivos a plena luz del día. Nadie podía sentirse a salvo con aquellos esbirros pululando por calles y plazuelas.
Hugo de Payens tomó uno de los candiles y abrió la puerta.
—Nos alegra verte.
El caballero que había pronunciado la contraseña se hizo a un lado y cedió el paso al abad Gormondo, responsable de la Hermandad del Santo Sepulcro, fundada por Godofredo de Bouillón, el primer gobernante de Jerusalén, quien rechazó el título de rey y se proclamó, humildemente, defensor del Santo Sepulcro. La hermandad estaba integrada por los canónigos que constituían el capítulo del patriarcado de la ciudad, un grupo cercano al medio centenar, al que se añadían numerosos cofrades laicos. Resultaba fácil identificar a los hermanos porque todos ellos vestían un manto blanco con una cruz roja sobre el hombro. Su misión era servir a los numerosos santuarios que, desde la conquista, habían surgido tanto en el interior de la ciudad como extramuros.
Su sede principal estaba en una gran basílica, situada en la zona del Anastasis y el Martyrium, cuya construcción había sido ordenada por el emperador Constantino en el siglo IV. Se la conocía como la madre de todas las iglesias de la cristiandad, y Godofredo de Bouillón ordenó reconstruirla sobre sus ruinas. También era lugar principal para los cultos y liturgias de la hermandad la abadía de Monte Sión, una auténtica fortaleza, situada fuera del perímetro de las murallas, en una colina al sur de Jerusalén.
—Os noto tensos.
—No te aguardábamos tan pronto.
—A estas horas las calles están desiertas y el resplandor de la luna nos ha facilitado el camino. Además, el abad conoce este laberinto de callejas como la palma de su mano.
—¿No habéis traído escolta?
—Hemos venido solos.
Hugo no dijo nada, pero movió la cabeza en un claro gesto de reproche.
—Tomemos asiento —ordenó el abad—, el tiempo apremia.
Los diez hombres se sentaron en torno a la mesa sin dejar de hacer comentarios.
—Escuchadme con mucha atención —requirió Gormondo para acallar los murmullos—. Una vez que el rey ha accedido a nuestra pretensión, urge que vuestra misión no sufra el menor retraso. A partir de mañana comenzarán los trabajos.
—Disculpe vuestra paternidad, ¿no creéis precipitado actuar de ese modo? —lo interrumpió André de Montbard.
—¿Precipitado?
—Vuestra paternidad ha sido testigo, al igual que Hugo de Payens y Godofredo de Saint-Omer, de las reacciones provocadas por la concesión del rey.
—¿Y qué? —El tono del abad era desafiante.
—En opinión de algunos de nosotros, resultaría conveniente dejar pasar algunas semanas.
—¡Ni hablar! —protestó el patriarca—. No hay ningún problema. ¡Cuanto más tarde se empiece, más se retrasará nuestro objetivo! Fray Bernardo es de la misma opinión. Ahora, resuelto este punto —era evidente que Gormondo daba la cuestión por zanjada—, escuchadme sin interrumpir.
Nadie replicó.
—Por lo que sabemos —prosiguió el abad—, el trazado de las galerías forma un verdadero laberinto. Esa circunstancia se ve agravada por el hecho de que no se haya conservado plano alguno. Solamente contamos con las referencias que nos proporciona el manuscrito, lo cual no es mucho —Gormondo paseó su mirada por los presentes—. Posiblemente, alguno de vosotros haya oído hablar de ciertos pergaminos que permiten orientarse por ese mundo subterráneo, pero se trata de burdas falsificaciones realizadas por gentes sin escrúpulos y ansiosas de hacerse con un buen puñado de monedas que algún incauto les entregue. La verdad es que no hay nada seguro en las historias que circulan. Todo son rumores que nadie puede confirmar, porque la inmensa mayoría son el producto de la fantasía de mentes exaltadas. Lo más sensato es que nos atengamos al sentido común.
»Y ¿qué dice el sentido común? —se preguntó Gormondo, que parecía dirigirse a un amplio auditorio, como si estuviese predicando—. Nos dice que es probable que, con el paso de los siglos, el acceso a las galerías resulte complicado porque en tantos años han debido de producirse derrumbes y muchas estarán cegadas. Pero éste no es el principal problema, al menos en estos momentos. La clave está en que hasta la fecha, nadie, que sepamos, ha encontrado la forma de acceder a ellas. El primer trabajo será buscar la puerta de entrada. Una vez descubierta, la paciencia y el método, además de la ayuda de Nuestro Señor Jesucristo, serán las mejores armas para afrontar la misión que vais a comenzar. Como habéis podido comprobar, las caballerizas son extensas. En opinión de algunos podrían albergar hasta mil camellos y una cifra aún mayor de caballos. Sólo sois nueve y nadie más ingresará en vuestra cofradía hasta que hayáis cumplido la misión que se os ha encomendado. Tendréis que realizar tareas que no se corresponden con vuestra categoría: habréis de excavar, remover tierra, romper piedra y realizar otros trabajos que no resultan acordes a vuestra condición de caballeros, pero ésa es vuestra misión para mayor gloria de Dios Nuestro Señor. Vosotros habéis sido los elegidos para desvelar este misterio y ello deberá alegrar vuestro ánimo y reconfortar vuestro espíritu.
Gormondo sacó de entre sus amplias vestiduras talares un manoseado ejemplar de la Biblia y lo colocó sobre la mesa; después miró uno por uno a los presentes. Lo hizo de forma pausada, ceremoniosa, como si estuviese celebrando un ritual. Clavaba sus pupilas en los ojos de aquellos hombres aguerridos que lo habían dejado todo, familia, riquezas y posición, para cumplir la sagrada misión que les había sido encomendada en el más absoluto de los secretos.
—Aunque estéis obligados a guardar silencio por el juramento que habéis realizado, poniendo como prenda la salvación de vuestras almas, yo, Gormondo, abad del monasterio de Santa María de Sión, os conmino, en esta Tierra Santa que pisaron los pies de Jesucristo Nuestro Señor, donde sufrió el ignominioso tormento de la crucifixión por redimirnos de nuestros pecados, donde fue sepultado y donde al tercer día resucitó de entre los muertos, a que renovéis vuestro juramento. ¡Arrodillaos!
Los nueve hombres hincaron la rodilla en tierra.
—Decid ahora vuestros nombres.
Un murmullo se elevó en la estancia.
—Extended vuestra mano derecha sobre la Sagrada Biblia y repetid conmigo: «Juro, por la salvación de mi ánima, guardar secreto absoluto sobre mis trabajos y afanes encaminados a la búsqueda que nos ha sido encomendada. Si faltase al sagrado compromiso que en este acto renuevo, que mi ánima sufra por los siglos de los siglos los tormentos del infierno. Amén».
Concluida la ceremonia, el rostro del patriarca rebosaba satisfacción.
—Ahora, amados en Cristo, dos buenas noticias. La primera, no por esperada, carece de interés.
—¿De qué se trata? —preguntó Hugo de Payens.
—Mañana al alba, los canónigos del Santo Sepulcro, que constituyen el cabildo eclesiástico de mi patriarcado, abandonarán las dependencias que se os han prometido; hoy han dado por concluido su traslado. Ello significa que podréis tomar posesión de las mismas.
—Ésa es una buena noticia porque, si bien los canónigos de vuestro cabildo son personas de confianza, soy de la opinión de que cuantos menos ojos vean y menos oídos escuchen, mejor. ¿Cuál es la otra nueva?
Los labios de Gormondo dibujaron una sonrisa.
—Cuando mañana se haga pública, serán muchos los que no darán crédito a sus oídos.
—¡Por el Santo Sepulcro que me tenéis sobre ascuas! —lo apremió De Payens.
—Desde hace meses he venido señalando al rey la conveniencia de que trasladase su residencia y las dependencias de la corte.
—¿Le habéis pedido que abandone su palacio?
—Así es. He realizado todos mis movimientos con gran sigilo, a fin de preservarlos en secreto, y todo se ha hecho con tal discreción que nada ha trascendido. Antes de venir, Su Majestad me ha recibido en audiencia privada. Balduino acaba de comunicarme la decisión de abandonar el recinto del Templo.
Los caballeros intercambiaron significativas miradas.
—¿Dónde se instalará?
—No lejos de donde nos encontramos, en la ciudadela que tiene como eje la torre de David.
—¿Por qué habéis hecho una cosa así, Gormondo?
—Porque, como habéis dicho, cuantos menos testigos haya, mejor. El rey os concederá mañana la plena posesión de todas las edificaciones que hay sobre el solar del Templo de Salomón. Vuestra misión podrá llevarse a cabo lejos de miradas y oídos indiscretos. Podréis actuar con entera libertad, sin temor a que os molesten u os espíen.
—¡Es increíble! ¡Sólo somos nueve! —exclamó De Payens.
—Serán muchas las lenguas que se desatarán y los rumores que correrán y hasta es posible que se alcen algunas voces contra vosotros. Pero… ¿acaso en alguna corte las lenguas se refrenan? ¿Acaso no abundan los que levantan rumores por el placer de procurarse motivos de conversación? Se dice que más han muerto por el filo de una lengua, que por el de una espada.
—El rumor y la maledicencia no benefician nuestra misión. Mi sobrino insistió, una y otra vez, en que nuestra mejor arma sería la discreción —señaló André de Montbard.
—¡Cierto! Por ello he obrado de esa forma. ¡Nadie os molestará! ¡Podréis trabajar con toda tranquilidad! ¡Lejos de miradas indiscretas! ¿Qué son unos rumores, incluso algunas protestas dictadas por la envidia, en comparación con las ventajas que nos reporta la decisión de Su Majestad?
El patriarca miró al tío de fray Bernardo.
—Os lo voy a decir, mi buen André. Esos rumores se disolverán y en muy poco tiempo no serán más que una gota de agua en el mar.
* * *
Al día siguiente, los nueve caballeros llevaron sus escasas pertenencias a los sótanos que, a salvo de miradas indiscretas, se extendían por una parte del gran solar que un día ocupara el templo levantado por Salomón en honor de Yahveh.
Aquel mismo día, siguiendo las instrucciones de Gormondo y obligados al secreto por el juramento realizado con sus almas como garantía de cumplimiento, comenzaron los preparativos de la misteriosa búsqueda. Todos eran conscientes de que sería un trabajo arduo y largo en el tiempo.
Lo que ignoraban aquellos nueve hombres, cuya misión oficial era custodiar caminos y lugares para tranquilidad de peregrinos y viajeros —poca tropa para tan importante tarea—, eran las consecuencias de su presencia en Jerusalén.