5
Jerusalén, comienzos del año 1126
Los cuatro hombres se preparaban para tomar el relevo de sus compañeros. Acababan de terminar su colación que, al ser tiempo de Cuaresma, consistía en unos arenques secos, un puñado de dátiles y medio azumbre de vino. Habían transcurrido siete años desde que comenzaron a excavar en aquellos subterráneos, donde removían sin descanso montañas de tierra con tanta paciencia que, como decía Archimbaud, hacía tiempo que habían superado los límites soportados por Job.
Tras el impacto que produjo su instalación en las ruinas del Templo de Salomón, las habladurías perdieron fuerza. Colaboró a ello el que llevasen una vida discreta, aunque a cierta gente le llamaba la atención que no hubiesen admitido en aquellos siete años a un solo miembro en su cofradía. Se había extendido el rumor de que todo se debía a que el nueve era un número mágico, que respondía a la fórmula sagrada de tres veces la Trinidad. Los que llamaban a su puerta recibían siempre idéntica respuesta: «Hermano, estamos en un tiempo de preparación, un adviento. A su debido tiempo tu solicitud será estudiada con la mejor de las disposiciones».
También resultaron proféticas las palabras del abad Gormondo: el manto protector de Sión los cubrió de las insidias de quienes los acusaban de no cumplir su obligación de proteger a los peregrinos que acudían a prosternarse ante los Santos Lugares. En ningún momento pasaron de ser comentarios pronunciados en voz baja, a pesar de que los caminos estaban infestados de bandidos y eran muchos los musulmanes que desde sus refugios, en las zonas montañosas, atacaban a los peregrinos. Particularmente peligroso resultaba el que conducía de Jaffa a Jerusalén.
A lo largo de aquellos años, por una circunstancia casual, tomó cuerpo el nombre con que empezó a conocérseles. La gente se refería a ellos como los caballeros del Templo o simplemente templarios, en alusión al lugar que les servía de residencia y donde permanecían encerrados a cal y canto. Muchos creían que los templarios se dedicaban a la oración y llevaban una vida casi contemplativa. También era cierto que circulaban extraños rumores acerca de sus actividades en un lugar como el antiguo Templo de Salomón, pero nadie podía imaginar las duras jornadas de trabajo que acumulaban a sus espaldas.
—Prepara las antorchas y los candiles, Gundemaro —indicó Hugo de Payens, cuya barba ya blanqueaba—. Nuestros hermanos estarán ansiosos por que les demos el relevo.
Mientras llenaba las cazoletas de aceite, los demás se dispusieron para descender por el pozo de veintitrés codos que los conducía al laberinto de galerías que habían abierto a pico y pala.
Un ligero resplandor les anunció la presencia de uno de sus compañeros y hasta sus oídos llegó una voz crispada, que llamaba a quien todos consideraban su jefe.
—¡Hugo, Hugo!
Pensaron en un accidente. A lo largo de aquellos años habían sufrido numerosos derrumbes, cuatro de ellos de consideración, aunque siempre salieron bien parados; a lo sumo algunas contusiones y rasguños. La Divina Providencia los había protegido, al menos hasta entonces.
Hugo de Payens se asomó a la boca de la abertura por la que descendían al submundo que se abría bajo los cimientos del célebre Templo.
—¿Qué sucede?
—¡Venid, venid! ¡Venid todos, deprisa!
—¿Qué ha ocurrido?
—Hemos encontrado un escondite, un lugar disimulado. Creo… creo…
—¿Qué es lo que crees? —lo apremió De Payens, mientras intercambiaba inquietas miradas con los otros hombres—. ¡Habla, por el amor de Dios!
—Creo que hemos encontrado lo que buscamos.
Lo dijo con un hilo de voz, como si no creyese en absoluto en sus palabras.
Los cuatro templarios descendieron por la escala de cuerda con la pericia de quien realiza una tarea cotidiana.
—¿Qué habéis encontrado?
—Es algo nuevo; no hemos querido hacer nada hasta que todos estuviésemos presentes —su voz, embargada por la emoción, era poco más que un murmullo.
—¡Vamos! —ordenó De Payens—: ¡No perdamos un instante!
Recorrieron las apuntaladas galerías que se abrían en las entrañas del monte Moriah, el lugar donde la tradición señalaba que tuvo lugar la terrible prueba vivida por el patriarca Abraham cuando Yahveh le ordenó sacrificar a su hijo Isaac. También era el lugar donde el profeta Mahoma alzó el vuelo para abandonar la vida terrenal y ascender a los cielos. A la luz de los candiles, las pétreas paredes proyectaban reflejos tenebrosos. Caminaban en fila y a toda prisa, en silencio.
Ninguno quería hacerse ilusiones porque la alarma había saltado en numerosas ocasiones, demasiadas; por ello un sentimiento de duda les atenazaba. Mientras avanzaba, Hugo de Payens rememoraba el inicio de la misión que les condujo a abandonar sus hogares, renunciar a los bienes terrenales y a sus propias familias para emprender la tarea que les encomendara fray Bernardo de la Saure.
Todo comenzó en una lejana tarde de primavera en la ciudad de Troyes, cuando el monje cisterciense, a quien en el occidente cristiano empezaban a conocer como Bernardo de Claraval, en honor al cenobio que había fundado bajo la protección del conde de Champaña, les contó una extraña historia relacionada con un viejo manuscrito.
André de Montbard también notaba cómo se agitaba su respiración mientras recorría los túneles excavados con sus manos. Recordaba su primera llegada a Tierra Santa, acompañando al conde Hugo de Champaña. Jamás hubiese imaginado que aquel viaje, no recordaba si habían transcurrido diez u once años, iba a cambiar su existencia. Entonces ignoraba la razón por la que formó parte del menguado séquito que acompañaba al conde y ahora, aunque no tenía certeza, albergaba fundadas sospechas sobre la causa por la cual cruzó el Mediterráneo por primera vez. A pesar del tiempo transcurrido, aún resonaban frescas en su memoria, como si las hubiese escuchado la víspera, las palabras que susurró a su oído Esteban de Harding, prior de los cistercienses, en el momento de la despedida de su tierra natal: «Mira mucho, habla poco y recuerda todo lo que veas y oigas».
Entonces no calibró su verdadero significado.
Acompañó a su señor a todas partes, incluso a secretas reuniones en lugares apartados. En aquel viaje todo estaba rodeado de una aureola de misterio. Rememoró encuentros con extraños personajes, visitas a lugares inhóspitos, conversaciones en voz baja sobre asuntos que le parecían arcanos. Se movieron, como si fuesen anónimos comerciantes, por mercados y zocos, buscaron información e hicieron comprobaciones; todo de forma sigilosa, sin dejar huella de su paso. Siguió al pie de la letra la recomendación del prior, aunque apenas entendía nada. Más aún, se le escapaba casi todo.
Permanecieron cerca de tres meses recorriendo Palestina y pronto descubrió que no era la piedad el principal impulso que había llevado a decenas de miles de hombres, procedentes de los más apartados rincones de la Europa cristiana, hasta los Santos Lugares. Durante aquellas semanas el conde buscó información, realizó comprobaciones, se cercioró de algunos datos y sacó conclusiones. Entonces ignoraba lo que su señor se traía entre manos. Lo único que sabía era que cumplía una misión tras la cual estaba su sobrino Bernardo y que tenía relación con cierto texto contenido en un antiguo manuscrito.
El viaje de regreso tampoco estuvo exento de misterio. Cuando tomaron tierra en el puerto de Brindisi, después de tres semanas de viaje en una galera chipriota, poco más que un cascarón que en dos ocasiones estuvo a punto de zozobrar, se apartaron de la ruta habitual que conducía a viajeros y a peregrinos en su camino hacia el norte. Encaminaron sus pasos hacia Calabria, hasta un imponente monasterio que más parecía fortaleza que cenobio, perdido en las fragosidades montañosas de aquella accidentada región. Estaba construido sobre un roquedo más a propósito para que anidasen las rapaces que para llevar una vida de rezos y meditaciones.
Allí no se llegaba por casualidad, había que ir por alguna razón especial.
El lugar tenía algo de inquietante, al igual que sus moradores. Una extraña comunidad, mitad monjes y mitad eremitas, que cubría su cuerpo con raídas vestiduras y se alimentaba de lo que les ofrecía la madre naturaleza y de las provisiones que recibían, una vez al mes, junto a la visita de una comisión de los campesinos del valle. Unas hogazas de pan, algo de queso y requesón, miel, nabos y verduras según el tiempo, también pescado en salazón, a modo de diezmo. Las cantidades no debían de ser muy abundantes a tenor del aspecto que ofrecía la comunidad. Se les veía a todos enjutos de carnes, aunque sus cuerpos parecían fibrosos y fuertes.
La biblioteca monacal le causó una profunda impresión; era la más grande de cuantas había visto en su vida, aunque su experiencia en ese terreno resultaba más bien escasa. Pudo contar no menos de cuatrocientos manuscritos, apilados en las baldas que llenaban las paredes. Todos encuadernados en recio pergamino, y muchos de ellos adornados con preciosas miniaturas, que era el principal y casi exclusivo trabajo en que se ejercitaban aquellos frailes, despreocupados de otras actividades más allá de los rezos establecidos por las horas canónicas. La biblioteca era el único lugar del recinto convenientemente protegido, cuidadosamente ordenado y limpio en extremo. Muchos de los textos estaban escritos con extraños caracteres que correspondían a la lengua de los judíos y sobre todo a la de los musulmanes, y con cuyas grafías había tenido contacto durante su estancia en Tierra Santa, aunque sin alcanzar los conocimientos necesarios para descifrar su significado. Allí pasaron varios días, compartiendo con los monjes el hambre habitual entre los miembros de la comunidad. El conde empleó el tiempo en mantener largas conversaciones, siempre apartadas de cualquier oído, con el abad del monasterio y con uno de los copistas.
Tuvieron que pasar varios años para que las vivencias de entonces tomasen forma y, poco a poco, comprendiese algunas de las claves y el verdadero alcance de un viaje tan extraordinario. El conde estaba cumpliendo una misión: comprobar, hasta donde le fuera posible, la veracidad del contenido del manuscrito que había llegado a manos de su sobrino.
Ahora el recorrido por las galerías, tantas veces realizado que casi podía hacerlo con los ojos vendados, le resultó eterno. Cuando llegaron al lugar donde sus compañeros aguardaban, encontraron a éstos tensos y sudorosos. Ante ellos se apilaban unos montones de cascotes que, con gran esfuerzo, habían apartado hasta dejar limpia una losa pulida y encajada en una pared de roca. Era de un negro brillante, un basalto pulimentado en el que no había dejado su huella el paso del tiempo.
—¿Qué es? —preguntó un jadeante Hugo de Payens.
—No lo sabemos. Estaba oculta tras una espesa capa de mortero y un muro de mampostería —respondió uno de los hombres, señalando los montones de escombros.
Se acercó para inspeccionar las juntas, que encajaban a la perfección. Palpó la piedra con suavidad, como si con la caricia pretendiera arrebatarle el secreto que ocultaba.
—¿Quién tiene el plano?
—Aquí está.
Uno de los caballeros, aunque por su aspecto más parecían gañanes, desplegó el ajado y manoseado pliego confeccionado conforme abrían túneles y galerías. A la mortecina luz de los candiles, Hugo de Payens lo escrutó con detenimiento. Los ocho hombres aguardaron expectantes hasta que preguntó:
—¿Alguien puede situar con precisión el lugar donde nos encontramos?
Los hombres intercambiaron miradas.
—Creo que estamos a una profundidad de veintiocho o tal vez veintinueve codos —indicó Archimbaud—, y sobre nuestras cabezas debe de alzarse la mezquita de Omar. Es posible que la Cúpula de la Roca quede a nuestra derecha, a no más de diez pasos. Para estar más seguros, podríamos medir con la cadena a partir de uno de los lugares que tenemos identificados.
—¿Estás seguro de que la profundidad es la que has dicho?
—Sí, codo arriba codo abajo.
—Muy bien, luego mediremos con la cadena, pero primero vamos a ver qué hay al otro lado de esa puerta.
El pequeño espacio donde se encontraban los hombres era poco más que un ensanchamiento de la galería por la que se accedía hasta él. La oscilante luz de los candiles proyectaba sombras espectrales.
—Lo haremos por parejas y en turnos cortos; picaremos de arriba abajo —ordenó Hugo de Payens.
Dos de los hombres que habían llegado de refresco comenzaron el trabajo golpeando con unos pesados picos en la parte superior de la losa, mientras que los demás se echaron hacia atrás, dejándoles espacio para moverse sin agobios. Muy pronto los golpes adquirieron una cadencia perfecta: un pico subía y otro bajaba, como si alguien les marcase el ritmo. Poco a poco los bordes de la piedra empezaron a descarnarse y, de vez en cuando saltaban cortantes esquirlas, pero la losa, cuyo grosor todavía no era posible determinar, parecía desafiarlos. No se desanimaron, sabían por experiencia que los primeros golpes eran siempre los menos agradecidos. Cuando abriesen brecha, podrían ayudarse con palancas y todo resultaría más fácil.
Los relevos se sucedieron durante cinco largas horas en turnos cada vez más breves, hasta que un certero golpe produjo un resquebrajamiento. A pesar del cansancio, de las gargantas de los hombres brotó un grito de salvaje alegría.
La grieta permitió el uso de palancas y dos horas después el negro bloque de basalto empezaba a ceder. Comprobaron el grosor: pie y medio. Moverlo tampoco resultaría fácil, pero les alentaba saber que estaban próximos a culminar el esfuerzo. Cuando la pesada piedra quedó aislada, se valieron de sogas y barras de hierro hasta que lograron que girase lo suficiente para permitir el paso de un hombre. Fue André de Montbard quien con una de las antorchas iluminó el interior: una cámara de pequeñas dimensiones excavada en la roca, eso era lo que protegía la negra losa de basalto. El templario percibió el olor de los siglos.
—¿Qué se ve? —Escuchó a su espalda.
—Un cubículo y creo… creo…
Su boca temblaba y le costaba trabajo pronunciar las palabras, embargado por la emoción. André de Montbard no daba crédito a lo que aparecía ante sus ojos, después de tantos años de esfuerzos, penalidades y decepciones. Lo que creía ver en la penumbra del lugar era la recompensa a la fe que los había mantenido firmes.
—¿Qué ves? —insistió alguien.
—Creo que es un arca.
Cayó de rodillas y los demás lo imitaron. Entonó un Pater noster que rezaron llenos de devoción.
—André —ordenó De Payens cuando se apagaron los últimos «amén»—, serás tú quien cruce ese umbral para darnos la nueva.
André de Montbard se puso en pie y miró a sus compañeros: todos estaban emocionados.
Bernardo de Claraval los había elegido personalmente para aquella misión secreta en la que durante años habían trabajado a ciegas, buscando algo de lo que el conde de Champaña había tenido conocimiento y que fue lo que le condujo a Tierra Santa para comprobar, hasta donde fuese posible, que el contenido del viejo pergamino, adquirido a un mercader judío, no era la fantasía de un escriba. Todos los datos que entonces recopiló apuntaban a que era cierto, aunque únicamente tendrían la certeza cuando encontrasen lo que allí estaba señalado.
De Montbard tomó la antorcha y penetró en la pequeña estancia. Antes de entrar, aspiró todo el aire que admitieron sus pulmones. Había escuchado numerosas historias en las que se contaba que se protegían secretos dejando sustancias ponzoñosas en una estancia cerrada. Adosado a una de las paredes, efectivamente, había un arcón forrado con planchas de hierro. Se acercó lentamente, como si esperase que, de un momento a otro, se produjese algo inesperado. Alzó la antorcha y comprobó que no había nada más.
Con su mano libre tiró del asa que había junto a la cerradura, esperando resistencia, pero la tapa se abrió suavemente, mostrando su contenido. Al verlo, el templario se echó hacia atrás, antes de quedar paralizado.
—¡Por la Santísima Virgen!