21
Bosque del Oriente, cerca de Troyes (Champaña), año 1319
—¡Los necesitamos como cobertura! —exclamó un acalorado caballero, golpeando la mesa con el puño.
Su gesto nada tenía que ver con la humilde actitud con que había rezado la plegaria del Ángelus.
—Pero eso no significa que tengamos que mantener la Orden.
Quien hablaba era el mayor de la docena de hombres sentados alrededor de una mesa que ocupaba el centro de la pequeña estancia, construida con piedras apenas desbastadas que daban un aire tosco al lugar. Era como un refugio para cazadores. Todos los reunidos eran templarios, pero estaban allí en su condición de miembros de la Hermandad de la Serpiente.
—¡Desde luego que no! Pero coincidiréis conmigo en que resulta imprescindible contar con una cobertura que nos haga invisibles hacia el exterior —insistió.
—Ciertamente hemos de protegernos, creo que eso es algo en lo que todos estamos de acuerdo —Larmenius miró uno por uno a los hombres que formaban el grupo y supo que no había discrepancias—. En estos momentos la mayor de nuestras urgencias se encuentra en establecer la fórmula de esa protección.
El más joven de los caballeros, que rondaría los treinta y cinco años, alzó la mano, pidiendo la palabra. En su negra melena apuntaban las primeras canas, pero su mirada mantenía un vigor casi juvenil: se trataba de Bertrand de la Fóret, uno de los pocos caballeros que había logrado hablar con el último de los maestres en su encierro de la fortaleza de Chinón, donde logró entrar disfrazado de portero y recibir las que se consideraban últimas instrucciones del maestre. Una gesta como la protagonizada lo había envuelto en una aureola casi mítica, cuando se hablaba de su persona en los círculos donde se movían los restos del Temple en la clandestinidad. Era de los que apostaban porque en aquella reunión se certificase el final de la Orden, siempre y cuando la protección exterior de la Hermandad de la Serpiente quedase garantizada.
—Di, Bertrand.
—Soy la persona menos indicada —señaló haciendo gala de una humildad que le era inherente—, para deciros cómo se han de hacer las cosas. Vuestro conocimiento y experiencia superan con mucho lo que yo puedo ofrecer, pero creo que contamos con el instrumento adecuado.
—¿A qué te refieres?
—Para tener la protección adecuada que requiere esa cobertura exterior se necesitan recursos, muchos recursos. Solamente de esa forma conseguiremos que Oficus se perpetúe el tiempo que sea necesario. Creo que la clave para resolver ese problema está en el tesoro de la Orden.
—¿Qué quieres decir?
—Que si se le entrega a Oficus, el problema de la protección estará resuelto.
La pequeña estancia se llenó con los murmullos de los reunidos.
—Ésa es la mejor solución, pero ¿dónde está el tesoro? —preguntó uno de los presentes.
Bertrand de la Fóret no vaciló:
—Larmenius lo sabe.
Las miradas de todos cayeron sobre el maestre negro, el máximo responsable de la Hermandad de la Serpiente.
Larmenius se levantó, rodeó la mesa y se acercó hasta donde estaba Bertrand, colocó su mano sobre el hombro del joven al que casi doblaba la edad y comentó con voz grave:
—El hermano Bertrand tiene toda la razón. Yo no me he atrevido a plantear la cuestión porque, a cierta edad, la vida obliga a demasiadas consideraciones antes de tomar una decisión. No tenemos necesidad de buscar fórmulas, ni de organizar grupos de protección.
—¿Conoces el lugar donde está escondido el tesoro?
—Así es.
—¿Cómo…? ¿Cómo es posible que lo sepas?
—Porque ésa fue una de las cosas que Jacques de Molay reveló a Bertrand.
El tono de las palabras de Larmenius era tranquilo.
—¿Por qué lo has mantenido en secreto a lo largo de todos estos años? —preguntó otro de los caballeros.
—Porque ésas fueron las órdenes del maestre.
—¿Mantenerlo en secreto? —Se sorprendió el que preguntaba.
—Ordenó que nada se dijese hasta que llegase el momento, y Bertrand acaba de hacerme ver que ese momento ha llegado. Eso no significa que lo desvelemos. Hemos de mantenerlo tan oculto como la existencia de nuestra hermandad. Si revelásemos su existencia ante los caballeros que han acudido a la llamada, el secreto dejaría de serlo.
—En tal caso, ¿cuáles son tus órdenes, Larmenius?
—Que en la asamblea de mañana habrá que ser astutos. La disolución de la Orden habrá de producirse sin que los hermanos sepan que existe una fraternidad que ha de continuar su camino y que el tesoro del Temple garantizará su supervivencia. Es necesario que el Temple blanco sea sacrificado para que el Temple negro sobreviva. Si de la asamblea de mañana saliésemos diciendo que la Orden existe y que exigimos su rehabilitación, nuestros enemigos se abalanzarían sobre nosotros y es posible que lograsen acabar con todo.
—¿Cómo piensas conseguirlo? —preguntó otro de los caballeros—. Por lo que he podido comprobar, la mayoría de los hermanos son partidarios de continuar.
—Son muchos —terció otro más—, los que apuestan por marchar hasta Aviñón y pedir al Papa que restablezca el Temple.
—Sólo hay una fórmula —indicó Larmenius.
—¿Cuál?
—Convencer a Gérard de Saint Gobain y a media docena de hermanos, con gran ascendiente y que son quienes capitanean la resistencia a ultranza, que han de abogar por la disolución.
—Eso resulta fácil decirlo, pero ¿cómo piensas convencerlos?
—Hablando con ellos.
Larmenius seguía junto a Bertrand y mantenía la mano apoyada en su hombro, como si el joven caballero le diese la tranquilidad que transmitían sus palabras, en un momento en que la tensión dominaba a los presentes.
—No creo que lo consigas.
Larmenius encogió ligeramente los hombros.
—Ya veremos; hablaré con ellos, uno por uno, y trataré de convencerlos.
* * *
Fue una jornada larga, agitada y marcada por las dudas. Cuando Larmenius abandonó la cueva tallada en la roca, cuya entrada estaba oculta por la maleza que la circundaba, sintió frío y se arrebujó en su capa.
Durante más de diez horas, a la luz de las antorchas que rompían las tinieblas de la profunda oquedad labrada por los propios templarios en los primeros tiempos de la Orden, como un refugio de emergencia, había celebrado media docena de reuniones. Todas ellas resultaron tan difíciles como había sospechado, porque el ánimo de los templarios estaba muy lejos de darse por vencido, a pesar de que todo apuntaba a que sus ideales pertenecían a otra época y que su tiempo, como el de las Cruzadas, había quedado atrás. Se trataba de hombres que un día tomaron un camino que daba sentido a su vida y si ese camino se cerraba, no sabrían muy bien cómo proseguir.
Tres de ellos habían manifestado su disposición a colaborar, pero señalando no pocas reticencias. Dos no se habían pronunciado y uno, Gérard de Saint Gobain, se mostraba irreductible en sus posiciones.
Hasta él llegaban los murmullos de las conversaciones, aunque percibía un fondo de silencio en la espesura del bosque que tenía algo de sobrecogedor. El aire fresco despejó su mente y ejerció un efecto beneficioso sobre su ánimo.
La tupida vegetación creaba un ambiente sombrío, oscuro. Tantas horas encerrado le habían hecho perder la noción del tiempo, aunque la falta de luz señalaba que el atardecer ya declinaba y la noche estaba próxima.
Todos los indicios con que contaba apuntaban a que la reunión del día siguiente iba a ser multitudinaria, y en aquel momento no tenía la menor idea de cuál sería el resultado final. A pesar del cansancio decidió verse con Bertrand de la Fóret, quien, a pesar de su juventud, ejercía una gran influencia y cuya postura podría inclinar la balanza en un momento determinado.
El joven caballero estaba en una de las cabañas levantadas como refugios improvisados para pasar aquellos días. Compartía la choza con otros nueve hombres. Larmenius se detuvo entre los troncos que señalaban el umbral y hasta sus oídos llegaron frases sueltas que le señalaron el motivo de la acalorada conversación que los hombres mantenían: la decisión que habían de tomar al día siguiente. Pensó que en todos los corrillos no se hablaría de otra cosa. Pidió a Bertrand que saliese un momento.
Los dos hombres se alejaron del lugar y el máximo responsable de la Orden le planteó la cuestión sin preámbulos:
—Conozco tu posición, pero necesito algo más que tu voto.
—¿A qué te refieres?
—Quiero que mañana intervengas en la reunión; tu voz puede ser muy importante.
Bertrand se detuvo un momento y miró a los ojos de Larmenius.
—No has conseguido convencerlos, ¿verdad?
—No lo sé.
Bertrand percibió un trasfondo de amargura en las palabras de Larmenius: su tranquilidad de la mañana se había transformado en pesimismo.
—Todos han comprometido su palabra de no revelar nada de lo que me he visto obligado a confesarles. Por ese lado no hay problemas, se trata de hombres de honor, aunque todos ellos han quedado atónitos cuando los he acercado hasta los bordes del secreto. Otra cosa es que estén dispuestos a pronunciarse ante los hermanos a favor de la disolución.
—¿Qué ha dicho Hugo de Saint Michel?
—¿Lo preguntas por alguna razón?
—Porque su palabra es probablemente la más influyente que puede alzarse en estos momentos en el seno de la Orden. Él fue quien dirigió las acciones encaminadas a que la maldición de Jacques de Molay se convirtiese en realidad.
Larmenius asintió con ligeros movimientos de cabeza.
—Me ha dicho algo muy extraño.
—¿Puedo saberlo?
—Por supuesto. De Saint Michel me ha dicho que la venganza ha de continuar.
Los dos hombres se habían alejado más de un centenar de pasos. Ahora solamente llegaba hasta sus oídos un suave murmullo, y la oscuridad era cada vez más intensa.
—¿Qué quiere decir con eso? Tanto Felipe IV como Clemente V están ya muertos.
—Se refiere a que el Temple tiene la obligación de acabar con las instituciones que ambos representaban.
—¡Eso es una locura! —exclamó Bertrand.
—De Saint Michel no piensa igual. Afirma que al igual que cayó el Imperio romano puede caer la monarquía en el reino de Francia, y que los Papas no son dignos de representar a la cristiandad.
—¿Quiere acabar con la monarquía y con el pontificado?
—Efectivamente.
—¡Eso es una locura! —repitió De la Fóret.
—Como te he comentado, cuando le he confiado la existencia de la hermandad, se ha quedado muy sorprendido.
—Es lógico.
—No me refiero a que la causa de su sorpresa fuese la existencia de Oficus. Me ha dicho que una organización de ese tipo podría ser el mejor instrumento para ejecutar la venganza.
Bertrand se detuvo, como si sus pensamientos fuesen tan pesados que le impidiesen caminar. Los dos hombres permanecieron en silencio unos instantes en medio de la quietud que proporcionaba el alejamiento del campamento, donde los hombres se disponían a afrontar la noche.
—¿Por qué no le ofreces un acuerdo? —Planteó el joven caballero, que apenas atisbaba el rostro de Larmenius, lo que le impidió ver el efecto que había producido su propuesta.
—¿Un acuerdo? ¿Qué clase de acuerdo?
—Supongo que De Saint Michel será consciente de que unos objetivos como los que se ha propuesto son complejos. Se necesitan recursos, una estructura poderosa y sobre todo se requiere tiempo, mucho tiempo. Acabar con unas instituciones como la monarquía en Francia y el papado es algo mucho más complejo que eliminar a una persona.
—¿Adonde quieres ir a parar? —preguntó Larmenius cada vez más sorprendido.
—Puedes ofrecerle un acuerdo: su colaboración a cambio de que la Hermandad de la Serpiente ejerza todo su poder para alcanzar esos objetivos. De Saint Michel no es estúpido, en todo caso algo fantasioso y poco realista, pero tú puedes ofrecerle una posibilidad de dar expectativas a sus deseos, aunque no sean más que quimeras.
—¿Crees que aceptaría?
Quien ahora se encogió de hombros fue Bertrand de la Fóret.
—Nada pierdes con proponérselo.
Las dudas de Larmenius se disiparon de forma instantánea.
—¡Vamos, acompáñame, hablaremos con él! ¡Tal vez hayas dado con la clave principal para resolver este asunto!
Mientras buscaban a Hugo de Saint Michel, Bertrand le preguntó:
—¿Estás seguro de que la disolución es la mejor de las opciones?
A Larmenius le sorprendió esa pregunta; indicaba que también el joven caballero vacilaba sobre la gran cuestión que los había reunido allí.
—Si las noticias que tengo en mi poder son fidedignas, seremos cerca de tres mil los que mañana estaremos presentes en la asamblea. Pero el número no debe hacernos albergar esperanzas infundadas. El problema no reside en el número, sino en las posibilidades de acción. Ya sabes que incluso los monarcas más favorables a nuestra causa han acabado cediendo a las presiones del Papado. Roma ya no nos necesita, peor aún, sabe que somos un peligro potencial para el Papa. Posiblemente ninguno de ellos se hubiese atrevido a dar el primer paso para acabar con nosotros, pero Clemente aprovechó para segar la hierba bajo nuestros pies el hecho de que Felipe IV ambicionase nuestras posesiones y nuestro poder, además de quitarse de encima al mayor de los acreedores que tenía. No vaciló en urdir una ignominiosa trama, ante la que no fuimos capaces de reaccionar. La sorpresa nos dejó paralizados demasiado tiempo y cuando quisimos reaccionar, ya era demasiado tarde.
—¿Tal vez en Portugal o en Aragón?
—Olvídate Bertrand, las nuevas órdenes creadas con nuestros hermanos de esos territorios podrán mantener las apariencias. Estoy seguro de que la Orden de Cristo prestará grandes servicios a los monarcas lusitanos y que los caballeros de Montesa serán un importante soporte para el rey de Aragón, pero el espíritu del Temple ya no volverá. Nuestra obligación es preservar el secreto que nos fue encomendado, para lo cual la Orden jamás escatimó ni esfuerzos ni sacrificios porque ésa era la verdadera razón de su existencia, aunque eso sea algo que muy pocos sabemos.
—Sabes que puedes contar conmigo para cuanto consideres necesario.
* * *
Larmenius tenía razón: cerca de tres mil hermanos entre caballeros, sargentos y otras categorías de miembros de la Orden se habían dado cita. La convocatoria difundida por variados e incluso extraños procedimientos había llegado hasta los más apartados rincones de Francia. Incluso habían viajado hasta allí hermanos procedentes de otros reinos del Occidente cristiano. Desde hacía seis meses se había corrido la voz de un encuentro para determinar el futuro de la Orden. Tendría lugar en el intrincado bosque de Oriente, en el corazón de la Champaña, en un lugar próximo a donde todo había comenzado doscientos años atrás.
Ni los más optimistas habían previsto una respuesta como la obtenida.
El lugar era perfecto para una reunión clandestina: un intrincado bosque que despertaba temores y miedos ancestrales entre las gentes de la región por sus pantanos cenagosos, sus oscuros lagos y los peligrosos animales que allí moraban. Los campesinos de los alrededores contaban macabras historias, referidas a las horrendas muertes de quienes habían tenido la osadía de aventurarse por aquellos tenebrosos parajes; se afirmaba que lo habitaban seres infernales y terribles monstruos; todo ayudaba a proporcionarles el resguardo necesario.
La fecha elegida, el día de san Miguel, en las postrimerías de septiembre, era la más adecuada para asegurar sus propósitos de pasar desapercibidos. Se trataba de un tiempo de mucha actividad en toda la región; era la época de la vendimia y hasta allí acudían gentes de lugares apartados para trabajar en la recolección de la uva. También se celebraba por aquellos días una de las cuatro grandes ferias que regulaban el ciclo comercial de la Champaña, adonde acudían mercaderes, negociantes, vendedores y compradores de los más apartados rincones de media Europa. En aquel ambiente resultaba relativamente fácil pasar desapercibido. Los controles en puentes, caminos y ciudades, que los convocados evitaron en la medida de lo posible, se relajaban por aquellas fechas para facilitar el comercio y la actividad.
Los templarios se habían desplazado hasta allí en pequeños grupos, viajando por caminos poco concurridos; convertir el disimulo en elemento de su vida cotidiana era algo a lo que se habían acostumbrado desde hacía algunos años. Unos disfrazados de campesinos, otros con atuendo de comerciantes, no pocos parecían buhoneros de los que a lo largo del año transitaban por los caminos y veredas del reino.
Hasta la misma mañana de la fecha establecida estuvieron llegando hermanos. Probablemente algunos habrían quedado en el camino, donde los acechaban toda clase de dificultades. Pero la respuesta a la llamada había superado las previsiones de los más optimistas.
Fue Larmenius quien les dio la bienvenida, les agradeció su presencia y ponderó las virtudes de una organización capaz de tener, pese a las persecuciones, torturas y muertes, tal capacidad de convocatoria. Los hombres escuchaban las intervenciones en silencio, apiñados en un amplio calvero donde la luminosidad marcaba un vivo contraste con la penumbra del interior del bosque. Rodeados por su frondosidad, una vegetación casi amenazante que convertía el lugar en un mundo alejado de las gentes de la comarca, se sentían protegidos.
Muy pronto las divergencias surgidas la víspera hicieron acto de presencia en la multitudinaria asamblea. Las posiciones estaban cada vez más enfrentadas entre los que abogaban por un relanzamiento de la Orden y los que propugnaban su final. Los primeros asentaban su posición sobre la base de dos supuestos: uno, presionar al Papa para que anulase la bula Pastoralis preeminentiae con la que se había ordenado la confiscación de sus bienes y su detención indiscriminada, acusados de herejía; y dos, que se les devolviesen los territorios de sus numerosas encomiendas en tierras del Languedoc con el fin de constituir un pequeño Estado bajo el gobierno de la Orden.
—¡Eso es una quimera! —gritó Larmenius.
El máximo responsable de Oficus no daba crédito a lo que llegaba a sus oídos. Los hermanos que proponían tales cuestiones habían perdido el contacto con la realidad. Pensó que era la consecuencia del desquiciamiento producido por los tormentosos acontecimientos padecidos desde hacía más de una década, cuando los oficiales de Felipe IV asaltaron las encomiendas del territorio francés.
—¡No es una quimera exigir la restauración de nuestro honor, mancillado por malvados, y pedir que se nos restituya una parte, sólo una parte, de lo que se nos arrebató con maquinaciones y malas artes!
Quien así gritaba era Gérard de Saint Gobain. Sus palabras fueron acogidas con una fuerte ovación y gritos de «¡Viva el Temple!».
Cuando las manifestaciones de apoyo se apagaron, Larmenius lanzó una pregunta:
—¿Dónde están los apoyos para alcanzar esos objetivos?
Nadie respondió a su pregunta.
—¡Decídmelo, hermanos! ¡Decídmelo! —los desafió—. ¿Dónde están los apoyos? Yo os lo voy a decir: ¡en ninguna parte! Son muchos los que nos han mostrado sus simpatías, muchos también los que han susurrado palabras de ánimo; eso sí, pronunciadas cuando no había riesgo de que fuesen escuchadas por oídos inadecuados. En aquellos reinos donde sus monarcas resistieron durante algún tiempo las órdenes del pontífice, han buscado soluciones que no les creen problemas con el Papado, por temor a una excomunión o un interdicto. Es cierto que hay nuevas órdenes, surgidas de las entrañas del Temple, que se han adaptado a la nueva realidad, una realidad que nos indica que estamos solos.
Un silencio espeso se abatió sobre el gentío. Larmenius lanzó una mirada desafiante y repitió la pregunta:
—¿Dónde están los apoyos para emprender una acción que nos lleve a alcanzar los objetivos propuestos? ¡Mostrádmelos! ¡Mostrádmelos y yo seré el primero en enarbolar el baussant!
—¡Somos muchos! —gritó una voz anónima.
—¿Muchos dices, hermano? ¿Cuántos son muchos? ¿Dos mil? ¿Tres mil? ¿Cuatro mil, tal vez? ¿Cómo hemos tenido que venir a este encuentro? ¿Cómo? ¡Decídmelo!
Nadie contestó.
—¡También seré yo quien os lo diga! ¡Escondiéndonos! ¡Ocultándonos como si fuésemos malhechores! ¡Disfrazados para disimular nuestra identidad!
—Entonces ¿para qué se nos ha convocado aquí? —preguntó alguien.
Pese a su larga experiencia Larmenius no pudo contenerse y cometió un grave error:
—Para certificar la muerte de nuestra Orden y preservar nuestro nombre para que nadie pueda utilizarlo, atribuyéndose una autoridad que no le corresponde.
Un murmullo sordo, punteado de protestas, se alzó por encima del bosque. Gérard de Saint Gobain levantó los brazos, como si con aquel gesto cargado de teatralidad invocase el auxilio del cielo, y gritó con una voz tan potente que logró elevarse por encima del murmullo:
—¡Larmenius eres un falsario! ¡Esa propuesta te denigra! ¡Es una forma vil de enmascarar tu traición!
La acusación era tan grave que un manto de silencio se extendió de nuevo entre los reunidos como las ondas en el agua cuando se arroja un objeto sobre ella; se oía el zumbido de las moscas y hasta el calvero llegaban nítidos los ruidos del bosque. Todos aguardaban la respuesta del acusado, quien, tras el error cometido, intentó dar a su voz un tono de serenidad muy alejado de su verdadero estado de ánimo.
—Pido disculpas a todos mis hermanos por haber expresado, del modo que lo he hecho, la triste realidad a que estamos abocados. Mi ánimo lleva demasiado tiempo conturbado por la responsabilidad que soportan mis hombros en unos tiempos de tribulación y amargura que todos compartimos. Me gustaría poder apartar de mí el cáliz que supone la responsabilidad de asumir decisiones en momentos tan difíciles. Son tan importantes que he resuelto compartirlas con mis hermanos. Pero eso no significa que despierte vanas ilusiones o expectativas que no responden a la realidad que vivimos. Es mi obligación, por muy dura que sea, no alentar fantasías que sólo servirían para hacer más duro el trance final.
De Saint Gobain sabía que las palabras de Larmenius estaban calando en el ánimo de sus compañeros. La gente vacilaba y era consciente de que tenía que hacer algo.
—¡No trates de convencernos con palabras de humildad que esconden ponzoña!
Su grito levantó una oleada de murmullos. Cuando se apaciguó el rumor, Hugo de Saint Michel pidió la palabra. Hasta entonces no había intervenido y su influencia en aquella reunión pudo medirse por el silencio que se produjo. De Saint Gobain, que conocía la posición del hermano que iba a tomar la palabra, pensó que había buscado el momento de asestar a Larmenius el golpe definitivo.
—Creo que el valor de este encuentro está precisamente en que nos permitirá ponerle punto final a los rumores sobre posibilidades, sobre elucubraciones o sobre perspectivas, y adoptar los acuerdos que permitan salvaguardar el mayor tesoro del Temple, el espíritu que alumbró nuestra Orden y que si lo mantenemos vivo en nuestros corazones podremos alumbrarlo a generaciones venideras que, tal vez, puedan encontrar mejores circunstancias que las que nos rodean para devolvernos el esplendor del tiempo pasado y de nuestra historia. Nosotros no somos importantes, como reconocemos al repetir el lema que todo templario lleva en su corazón: Non nobis, Domine, non nobis, sed Nomini tuo da gloriam. Nuestra muerte externa permitirá la salvación del Temple para la posteridad.
Una ovación cerró sus palabras e indicó a un De Saint Gobain desconcertado y confuso que todos sus empeños habían resultado vanos. ¿Qué le había ocurrido a Hugo de Saint Michel para que pronunciase unas palabras como aquéllas? Gérard de Saint Gobain desconocía que la noche anterior había mantenido una reunión con Larmenius, a la que asistió Bertrand de la Fóret, donde se cerró un acuerdo por el que la Hermandad de la Serpiente se comprometía a ejercer toda la influencia que le proporcionarían los ingentes recursos del tesoro de los templarios para acabar con las dos instituciones cuyos representantes habían condenado al Temple. Serían los custodios del secreto descubierto y ocultado por san Bernardo de Claraval, quien había sido elevado a los altares hacía casi siglo y medio, pero también serían el instrumento de la venganza templaría.
La asamblea se prolongó durante cuatro horas más. Las intervenciones se sucedieron ininterrumpidamente, pero a la caída de la tarde, los reunidos estaban convencidos de que la disolución era la mejor de las salidas. La muerte era vida.
* * *
—Ha sido duro —comentó Bertrand de la Fóret.
—No más de lo que señalaban las previsiones. Hemos de tener en cuenta que la mayoría de los hermanos no saben qué hacer con sus vidas, son pauperes milites Christi. La infamia protagonizada por nuestros enemigos ha provocado tal desconcierto que andan sin rumbo. Aquí no hemos tenido la suerte de otros lugares, donde la aparición de las nuevas órdenes ha permitido a nuestros hermanos mantener un modo de vida al que estaban habituados, aunque hayan perdido otras cosas. Una de nuestras obligaciones será buscarles un acomodo digno para el resto de sus días.
A todos admiraba el temple de Larmenius, quien después de una asamblea tan tumultuosa se mostraba sereno.
—Sin embargo —terció otro de los caballeros—, hubo un momento en que temí que todo se hundiese estrepitosamente.
—Estás en lo cierto; la actuación de Gérard me exasperó de tal manera que no controlé mis palabras. Menos mal que Hugo de Saint Michel intervino con gran decisión.
—Por cierto, ¿dónde está Gérard? —preguntó un caballero de rubia melena y una larga cicatriz en la mejilla izquierda, que no afeaba sus facciones.
—Creo que ha decidido desentenderse de todo y se retira a las tierras que su familia tiene en el condado de Flandes, en un pueblecito a medio camino entre Courtrai y Gante.
Larmenius se encogió de hombros, un gesto ambiguo que no expresaba con claridad su pensamiento. Ninguno de los presentes supo si se alegraba o lamentaba la decisión tomada por un hermano que había desempeñado con éxito misiones muy importantes. Había sido de gran utilidad para la Orden durante aquellos duros años, pero su fuerte carácter y la vehemencia de su temperamento lo convertían en un problema de cara a un tiempo donde habría que moverse con sigilo, no dejar huellas y mantenerse en la sombra. Llegaba el tiempo de otros hombres. Lo único que Larmenius lamentaba era que muchos hermanos, que pensaban de la misma forma que Gérard de Saint Gobain, estuviesen convencidos de que él era un traidor y que había dado el golpe de gracia a la Orden. A todos ellos les ocurría lo mismo que al último de los maestres, cuando éste soñaba con promover una nueva cruzada para recuperar los Santos Lugares, en la que el Papa y los monarcas de la cristiandad impulsasen la creación de un gran ejército y donde el Temple desempeñaría un papel primordial. No comprendían que ese tiempo había quedado atrás y que los nuevos principios que movían a la cristiandad caminaban por otros derroteros. Esa falta de realismo hizo que la Orden apenas tuviese capacidad de reacción cuando sus enemigos se lanzaron sobre ella como lobos sobre una presa desprevenida.
¡Menos mal que algunos responsables, olfatearon el peligro y tomaron algunas medidas que permitieron salvar el depósito que ahora quedaba en sus manos y que a ellos correspondía buscar la mejor forma de preservarlo!
—Antes de separarnos —señaló Larmenius—, habéis de saber que la hermandad celebrará reunión dentro de tres meses, el veintiuno de diciembre, en Lyon, a orillas del Ródano, en la cripta de la iglesia de San Pedro.
—¿Algún asunto concreto?
—La maldición de Jacques de Molay continúa.