28

La comisaría de Limoux era pequeña, como correspondía a una localidad que rondaría los diez mil habitantes, aunque sus efectivos atendían a todas las poblaciones de los alrededores.

Pierre y Margaret sabían que detrás de aquello estaba Gudunov. Los agentes que los sorprendieron los identificaron como las personas que, según las instrucciones recibidas desde París, debían detener. Ahora aguardaban, esposados como vulgares malhechores y sentados en el incómodo banco que constituía el único mobiliario de la celda, a que les explicasen por qué estaban allí.

Pierre estaba ofuscado porque el momento en que habían aparecido aquellos polizontes fue el más inoportuno. Se lamentaba continuamente de que, una vez rehecho de la sorpresa de verse encañonado, volvió a mirar pero aquel individuo ya había subido al coche y no pudo verle la cara. La protesta de Margaret se centraba en lo increíble que resultaba su detención. Se suponía que Francia era un país civilizado, donde las instituciones, incluida la policía, funcionaban según unas normas y los ciudadanos estaban protegidos por unos derechos. Los agentes se habían negado a darle explicaciones; la esposaron y la condujeron a aquel lugar donde estaban incomunicados desde hacía cerca de una hora. Su único contacto con el exterior era el sonido de un aparato de radio que llegaba hasta ellos. Después de una sarta de consejos publicitarios, escucharon el boletín de noticias de las cinco de la tarde. Junto a otras cuestiones menores, la información giraba en torno a dos asuntos: el estado de salud del Papa —el locutor dijo textualmente que el Vaticano era un hervidero y que por Roma circulaban toda clase de rumores, si bien la oficina de prensa pontificia había hecho público un desmentido acerca de un agravamiento del estado de Su Santidad—, y el grave accidente de circulación en el que habían resultado muertas seis personas; había once heridos de diversa consideración; dos de ellos, un inspector de policía y la dependienta de una floristería, en estado crítico. El locutor indicó que, en la confusión de los primeros momentos, se había dado por muerto al inspector. Se extendió después en una serie de consideraciones acerca del colapso circulatorio vivido en toda la zona este de París durante más de tres horas y señaló, como apunte de última hora, que una de las hipótesis con que trabajaba la policía se centraba en que el accidente hubiese sido intencionado.

—Supongo que Gudunov no me hará responsable de ese accidente —comentó Pierre con sarcasmo.

—Lo que yo supongo es que tendrá que dar explicaciones por retenernos de esta forma.

En la radio sonaba ahora una canción de Mireille Mathieu, llamada el Gorrión de Aviñón, quien encandiló con su prodigiosa voz y sus canciones a millones de parejas en los años sesenta y setenta. Se trataba de ¿Arde París? y fue como un sedante para los conturbados ánimos de los dos detenidos. Margaret intentaba ajustar un rompecabezas, donde se combinaban los fundamentos científicos de una historiadora meticulosa y rigurosa con el acontecimiento que acababa de presenciar. Pierre, por su parte, buscaba en los pliegues de su memoria aquellos gestos y ademanes que le resultaban tan familiares. Por muchas vueltas que le daba, no obtenía una respuesta. Pensó que se había confundido, que se trataba de una especie de alucinación provocada por el deseo de saber, al igual que le ocurría a un agotado explorador cuando, perdido en el desierto, creía ver agua donde solo había arena.

Su teléfono móvil vibró en el bolsillo del pantalón. Los agentes no les habían retirado sus pertenencias.

—¡Margot, rápido, mete la mano en mi bolsillo y coge el teléfono! ¡Alguien está llamando!

Notó cómo la mano de la historiadora hurgaba en su bolsillo. Al sacarlo se le cayó, la parpadeante luz de la pantalla indicaba que la llamada continuaba. Se agachó, lo cogió justo a tiempo de pulsar la tecla verde.

—¿Dígame?

—¿Señor Blanchard?

—Sí, dígame.

—Soy Gabriel, Gabriel D’Honnencourt.

—¡Qué sorpresa, señor D’Honnencourt!

Margaret se llevó las manos a la boca para tapar una palabra que no había pronunciado.

—Tengo que pedirle disculpas por no haber atendido a sus llamadas. Veo que lo ha hecho de forma insistente, pero espero que comprenda mi actual situación. Llevo pegado a los pergaminos desde que los tengo en mi poder. ¡Es una sensación tan extraña que resulta imposible de definir! No podría explicárselo, pero tal vez usted pueda entenderme. Los leo una y otra y otra vez. No me canso de buscar detalles, de tomar notas. ¡Es todo tan increíble! ¿Me creerá si le digo que mi curiosidad y mi excitación no se sacian? No he hecho otra cosa que estudiar todos y cada uno de sus detalles. Quiero que nos veamos y que, si usted lo cree conveniente, también la profesora Towers disfrute de estos documentos. ¿Continúa su amiga en París?

Pierre vaciló un momento antes de responder:

—Sí, está aquí a mi lado. ¿Cuándo quiere usted que nos veamos?

—¿Aceptarían una invitación para cenar esta noche? —propuso Gabriel.

—¿Una cena? ¿Esta noche? ¿En París?

Se produjo un breve silencio; a Gabriel le había sorprendido la última pregunta.

—¿Cómo que en París?

El momentáneo silencio permitió a Pierre darse cuenta del error que acababa de cometer y a D’Honnencourt sospechar que el periodista le estaba ocultando algo.

—Verá, Gabriel —trataba de improvisar una historia—, Margot y yo estamos en Romigny, cerca de Chartres, en la casa de unos amigos. Pasaremos aquí la noche y no regresaremos hasta mañana. No sabe cuánto lo lamento, si quiere podríamos almorzar mañana.

Era consciente de que su excusa no había sonado muy convincente y, además, se dio cuenta demasiado tarde de que acababa de cometer otro error. ¿Cómo había sido tan estúpido de quedar para un almuerzo en París, en la situación en que se encontraba?

—No sabía que estuviesen fuera de París; está bien, almorzaremos mañana. ¿Le parece buena hora la una y media?

—Me parece perfecto.

—Le propongo un pequeño pero excelente restaurante en la rué de la Paix, se llama…

—Discúlpeme, Gabriel —lo interrumpió Pierre.

En un arranque de sinceridad, decidió no mantener aquella farsa con un hombre que le había confiado el mayor de sus secretos e incluso lo había compartido con él.

—No comprendo. ¿Qué he de disculparle?

—Verá, Gabriel, en este momento estoy detenido en una comisaría.

—¿Detenido?

—Sí, en la comisaría de Limoux.

—¿Limoux? Eso está cerca de Carcasona, ¿no?

—Efectivamente.

—¿Qué ha ocurrido?

—No lo sé muy bien, pero la verdad es que estamos detenidos.

—¿También está detenida la profesora Towers?

—También.

—Discúlpeme, Pierre, pero ¿qué hacen ustedes tan lejos?

—Buscando la Serpiente Roja.

—¡Qué me está diciendo!

—Esa gente ha celebrado hoy una reunión.

—¿Una reunión? ¿Dónde?

—En Arques.

—¿Cómo se ha enterado?

—Es una historia complicada, Margot escuchó cómo los individuos que la secuestraron decían algo al respecto. Todo ha sido muy confuso, pero al final hemos localizado el lugar.

—¿Han podido averiguar dónde se reunían y quiénes son esa gente?

—No, porque la policía nos detuvo en el momento más inoportuno. No sé por qué lo han hecho, pero supongo que el comisario Gudunov está detrás de todo esto.

—¿Por qué lo dice?

—Está muy enfadado. Le han robado el teléfono móvil y el inspector Duquesne ha sufrido un grave accidente, al parecer intencionado.

—¡Qué me dice!

—¿No se ha enterado?

—La verdad es que no.

—Pues es primera noticia en todos los medios; el número de muertos es elevado y comparte titulares con la salud del Papa.

—Llevo casi cuarenta y ocho horas dedicado en cuerpo y alma a estudiar la documentación que ha generado el linaje de mis antepasados. Es mucho más fascinante de lo que podía imaginarme. Cuando la vea no va a creérselo, Blanchard.

—Primero tendré que salir de este lío.

—Si puedo serle útil en algo…

—Se lo agradezco, espero salir del atolladero sin muchos problemas. Veo que los documentos le han entusiasmado.

—¡Es algo fascinante, Pierre! Cuando los vea, comprobará que no exagero.

—Estoy deseándolo, pero antes tendré que solucionar mi situación. Espero que Gudunov me saque de este lío, aunque hace más de una hora que pedí hablar con él y no ha dado señales de vida.

—Bien, en tal caso…

—Me pondré en contacto con usted en cuanto regrese a París.

—De acuerdo, espero su llamada.

Cortó la comunicación y dejó escapar un suspiro. Margaret lo miraba esperando una explicación.

—Era D’Honnencourt.

—Eso ya lo sé.

Al fondo se escuchaban las noticias que incidían en el grave accidente de París y en el caos circulatorio vivido por la capital.

—Está entusiasmado con los documentos sobre su pertenencia a una familia rex deus. Ni siquiera estaba al tanto del accidente de Duquesne.

—¿Por qué se lo has contado todo?

Pierre hizo un ligero movimiento con los hombros.

—No podía mentir a un hombre que ha confiado en mí de la forma que él lo ha hecho.

La puerta se abrió y apareció un gendarme, les quitó las esposas e indicó a Pierre que lo acompañase.

—¿Y yo? —protestó Margaret.

—Aguarde aquí, señorita.

Lo condujo hasta el despacho del comisario; el teléfono que descansaba sobre la mesa estaba descolgado. El policía, señalándolo, le dijo:

—Es el comisario Gudunov.

Cogió el teléfono y preguntó:

—¿Dígame?

—¡Joder, Blanchard, creo que está usted en apuros!

Percibió un fondo de ironía, pero en su situación Pierre comprendió que no podía desahogarse como le hubiese gustado.

—En los que usted me ha metido.

—¿Por qué dice una cosa así?

—Porque no encuentro otra explicación a estar detenido desde hace más de una hora en esta comisaría. No he cometido ningún delito, no he alterado el orden público ni nada por el estilo. Soy un ciudadano modélico, víctima de una arbitrariedad. Además, aquí nadie me da una maldita explicación de por qué a la profesora Towers y a mí nos han tenido esposados e incomunicados todo este tiempo.

—Incomunicados no —protestó el titular del despacho, sin quitarse de la boca el cigarrillo que colgaba de sus labios—. Han tenido a su disposición sus teléfonos móviles.

Pierre le lanzó una mirada aviesa.

—¿Qué hacía usted en Arques?

Como ya daba igual, porque la oportunidad que había tenido delante de sus narices se había esfumado como las burbujas del champán, no se contuvo:

—Trataba de enterarme de las decisiones que tomaban los máximos responsables de la Hermandad de la Serpiente.

—¡Déjese de chorradas, Blanchard! ¡No me toque los cojones!

De forma ostensible el periodista apartó el auricular de su oído y miró al policía que lo observaba, componiendo en su rostro una expresión de hastío.

—Le hablo en serio. ¿Por qué coño cree que me he metido ochocientos kilómetros hasta esa aldea? ¿Piensa que para enseñarle a la historiadora un castillo? ¡Alrededor de París, a menos de dos horas de camino, los hay a montones! ¡He ido hasta Arques porque esa gente estaba reunida allí!

Gudunov permaneció en silencio unos segundos. Pierre supo que le acababa de asestar una estocada; las posiciones acababan de invertirse.

—¿Cómo lo supo?

Ésa era la pregunta que esperaba para echarle en cara su actuación y desahogar al menos una parte del malhumor y de la frustración producida por la detención. Habló muy bajo, como si susurrase un secreto.

—Ya conoce la regla, comisario.

—¿A qué cojones se refiere con eso de la regla?

La ironía había dejado paso a la cólera.

—¡Las fuentes no se revelan jamás!

—¡Blanchard! ¿Le han dicho alguna vez que es un verdadero hijo de puta?

—Tantas que he perdido la cuenta.

—Esta mañana me mintió descaradamente, cuando dijo que su amiga estaba interesada en los cátaros, los trovadores, los templarios y no sé cuántas leches más.

El comisario de Limoux podía escuchar los gritos de Gudunov, pero la expresión de su rostro únicamente revelaba indolencia mientras el cigarrillo se consumía en la comisura de sus labios.

—Efectivamente, no quería que me chafase el asunto. Por eso se acabó la batería del móvil.

—¿Por qué he de creerlo ahora?

—Porque le estoy diciendo la verdad —Pierre miró al policía—. Pregúntele al comisario que está sentado delante de mí si había o no una reunión en el castillo de Arques. No una reunión cualquiera, le estoy hablando de una reunión de alto nivel: ¡guardaespaldas, conductores, coches que usted o yo no podríamos comprarnos ni juntando el sueldo de toda una vida!

—¡Páseme al comisario! —gritó Gudunov. Pierre, sin decir una palabra, le ofreció el auricular al policía.

—Dime.

—¿Es cierto lo que dice ese periodista?

—¿Te refieres a la reunión de esa gente a los que el detenido se refiere como la Serpiente Roja?

—Me refiero a si ha habido en Arques o como se llame ese pueblo una reunión de alto nivel.

—Es cierto.

Gudunov recibió las dos palabras como si fuesen dos bofetadas.

—¿Cómo que es cierto?

—Que es cierto que en ese castillo se ha celebrado una reunión de ejecutivos de una importante firma farmacéutica suiza. Para celebrarla, han alquilado el castillo por una pasta. El alcalde estaba contentísimo, le han arreglado el presupuesto del año.

—¿Tienen costumbre de reunirse ahí?

—Que yo sepa es la primera vez que ocurre.

—¿Cómo se llama la industria?

—No lo sé pero, si tienes mucho interés, puedo enterarme.

—Tengo mucho interés.

—Veré qué puedo hacer.

—No lo dejes, es muy importante.

—Te llamo lo antes posible.

—Al periodista y a su amiguita diles que quedan en libertad, pero que no pueden abandonar Limoux hasta que no hayamos comprobado quién coño se ha reunido en ese castillo. Mejor, déjame que se lo diga yo.

* * *

Poco después Gudunov recibió la llamada de su colega y obtuvo todos los datos. La solicitud para alquilar el castillo había sido cursada al Ayuntamiento, tres días antes, por un individuo que se acreditó como representante de Farmacolin: una empresa farmacéutica con sede social en Zurich, en el número 18 de la avenida de Jean Calvino. El alcalde le facilitó el teléfono de la centralita de la empresa y un número de fax. Habían pagado al contado la bonita suma de dieciocho mil euros por disponer del castillo desde la tarde del día anterior. También le informó de que la víspera un camión de mudanzas descargó mobiliario, que ya había recogido, dejando el lugar tal como lo habían recibido. El alcalde de Arques estaba encantado.

Diez minutos más tarde, una agradable voz de mujer respondía a la llamada de Gudunov.

—Farmacolin, ¿en qué puedo ayudarle?

—Perdone, pero no recuerdo su dirección postal. Es Jean Calvino, ¿número…?

—Dieciocho, señor.

—Muy amable, muchas gracias.

—Encantada de haberle podido ser de utilidad.

Gudunov cortó la comunicación, miró el auricular que aún sostenía en la mano y le habló:

—Conque la Serpiente Roja, ¿eh?