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—Supongo que no tendrá inconveniente en que la profesora Towers me acompañe, al fin y al cabo ella está al tanto de todo.

—No sólo no tengo inconveniente, sino que me parece bien que haya venido; tal vez aporte algo interesante. Ya conoce el viejo dicho: cuatro ojos ven más que dos.

—¿Qué noticias tiene de Duquesne?

A Pierre le pareció un detalle preguntar por el inspector y se percató de que un individuo tan tosco en sus formas como Gudunov le agradecía el gesto.

—Estamos en un compás de espera, aunque parece ser que su estado, dentro de la gravedad, ha mejorado algo.

—Me alegro.

—Sin embargo, todo apunta a que le quedarán importantes secuelas. Los médicos no sueltan prenda porque no quieren pillarse los dedos. Se muestran satisfechos porque llegó al hospital clínicamente muerto; de hecho, algunos medios difundieron la noticia de que Duquesne había fallecido.

—¿Han averiguado algo más sobre el accidente?

—Que fue provocado. Estamos investigando algunas pistas y puedo asegurarle que vamos por buen camino.

—¿Se confirman las sospechas sobre la Serpiente Roja?

—Eso espero.

Pierre comprendió que el policía no iba a ser más explícito y optó por guardar silencio, hasta que el comisario tomase la iniciativa.

—Como habrá podido comprobar, he dejado que se recupere de su viaje a Limoux.

—¿Debo darle las gracias?

—Blanchard, siempre que habla, tiene usted la virtud de tocarme los cojones.

Miró a Margaret y farfulló una disculpa.

—No pretenderá que esté feliz y contento, después de que nos detuviesen sin motivo, nos esposasen y nos retuviesen en la comisaría, como si fuésemos vulgares malhechores.

—Digamos que fue el pago por su intolerable actuación.

—¿Eso también me incluye a mí? —protestó la historiadora, a quien le parecía insultante que un miembro de la seguridad del Estado dijese cosas como aquélla.

—Créame que lo lamento por usted, le pido disculpas, pero Blanchard tenía la advertencia de no abandonar París sin comunicarlo previamente.

—¿Eso significa que estoy bajo sospecha?

—No necesariamente, pero sepa que es pieza fundamental de una investigación en marcha. No olvide que usted fue la última persona que vio a Madeleine Tibaux con vida.

Pierre pensó que Gudunov le estaba tendiendo una trampa: si admitía con su silencio que él era el último que la había visto viva, podrían considerarlo el asesino.

—Si excluimos a quienes la mataron —puntualizó.

—No empecemos otra vez, Blanchard.

—Simplemente deseaba dejar claro que yo no fui el último. Si con mi silencio diese por bueno lo que acaba de decir, me temo que podría sacar conclusiones equivocadas.

Gudunov decidió no seguir por ese camino.

—El otro día me dijo que fueron a Arques porque allí estaba celebrándose una reunión de la Hermandad de la Serpiente.

—Y usted me respondió que me dejase de chorradas.

Gudunov pasó por alto la pulla.

—He averiguado algo.

Margaret y Pierre se miraron.

—¿Qué ha averiguado?

—El castillo de Arques fue alquilado a su Ayuntamiento por el representante de una importante compañía.

—¿Qué clase de compañía?

—Tranquilo, Blanchard, la compañía se llama Farmacolin y tiene su sede social en Zurich.

El periodista pensó que Gudunov trataba otra vez de tenderle alguna trampa, aunque no podía estar seguro de ello. Esa sensación era consecuencia de la desconfianza que le inspiraba el comisario. Decidió tantear el terreno.

—¿Ha dicho Farmacolin?

—Sí, una compañía farmacéutica. Pero he descubierto alguna cosa más.

—¿Qué más?

—Que en ninguna farmacia hay productos de los laboratorios Farmacolin. Se trata de una tapadera.

—¡La tapadera de Oficus!

—No vaya tan deprisa, Blanchard.

Pierre miró a Margaret, que mantenía un prudente silencio. Buscaba su apoyo.

—En el mismo inmueble donde Farmacolin tiene la sede social, están registradas al menos media docena de compañías, cuyas actividades son tan variadas como una empresa noruega dedicada a la pesca del salmón; otra alemana, cuya actividad es la fabricación de envases y bolsas de plástico; otra sueca que trabaja en el sector de la madera, principalmente elaboración de pasta de celulosa para la fabricación de papel. Hay una francesa —Gudunov echaba ojeadas a uno de los papeles que había sobre su mesa—, llamada Acerías de Metz, que produce lingotes de hierro para la industria pesada; incluso hay una rusa cuyo objetivo es la cría de esturiones para la obtención de caviar.

—¡Qué barbaridad! —exclamó Pierre.

—Todas estas industrias tienen algo en común, aparte de compartir la misma sede social: ninguna de ellas produce artículos que lleguen al consumidor, salvo el caso de Farmacolin, aunque, como le he dicho, tampoco hemos encontrado productos en las farmacias.

—Veo que no ha perdido el tiempo en las últimas cuarenta y ocho horas.

—Mientras usted dormía, yo trabajaba. Ahora viene la pregunta principal: ¿quiénes estaban reunidos en Arques?

—Ya se lo he dicho.

—Sigue sin moderar la velocidad, Blanchard.

—Es que no albergo la menor duda respecto a quiénes eran los que estaban allí reunidos.

—Está bien, admitámoslo como hipótesis. Pero ahora quiero que me cuente con todo detalle, sin omitir absolutamente nada, esa historia. ¡Ah!, y le advierto que no se le ocurra escudarse en que las fuentes no se revelan, porque lo empapelo por negarse a colaborar en el esclarecimiento de no sé cuántos asesinatos.

—Eso tendrá que decirlo un juez.

—Tiene toda la razón, pero le aseguro a usted que, con lo que tenemos por delante, un juez no tardaría ni una hora en procesarle. Si lo que quiere es una historia para la prensa sensacionalista, le prometo que la tendrá. Podemos llegar a un acuerdo y todos contentos.

—No sé qué dice mi horóscopo para hoy, pero seguro que presenta el día como una jornada propicia para los tratos.

—¿Por qué lo dice?

—Por nada, por nada… cosas mías.

—¿Acepta mi propuesta?

Pierre miró a Margaret, como un náufrago que ve perderse entre las olas el último madero al que aferrarse.

—¿Qué opinas, Margot?

—Que podemos intercambiar información. Quizá, como historiadora, averigüe qué se esconde detrás del nombre de la Serpiente Roja. Tú tendrás, según lo prometido por el comisario, un reportaje sensacional y la policía tendrá más posibilidades de resolver unos asesinatos; hasta es probable que al comisario le caiga un ascenso.

Pudo ser que Gudunov sonriera, su poblado bigote le tapaba el labio, pero no se mostró enfadado con la ironía.

—No se puede decir mejor, con menos palabras. Lamento no ser alumno en alguna de sus clases —miró a Pierre y le planteó—: Blanchard, si está de acuerdo, soy todo oídos.

—Está bien, pero antes quiero que me explique cómo me garantizará la historia para el reportaje.

* * *

La cúpula de la Escuela Militar resaltaba sobre el conjunto de edificios que cerraba por el este el Campo de Marte. El caballero, que disfrutaba de la tranquilidad del ambiente, estaba sentado a una de las pocas mesas ocupadas de la elegante terraza, y pasaba las páginas de Le Fígaro, ojeando los titulares. Prestó atención a una noticia referida a la hipótesis que barajaba la policía sobre las causas del grave accidente sufrido por varios vehículos en un paso subterráneo, donde habían perdido la vida seis personas. También leyó con detenimiento la crónica enviada por el corresponsal de Roma sobre el estado de salud del Papa, que fuentes vaticanas calificaban como estable, y pensó que astucia era la palabra que mejor encajaba para definir los vericuetos por los que se movía el mundo Vaticano. ¿Qué significaba estable? ¿Estable respecto a qué? En realidad no significaba nada porque no había referencias sobre su verdadero estado de salud. Sonrió y dio un pequeño sorbo al agua mineral que tenía sobre la mesa. Se mostró particularmente interesado en las declaraciones concedidas, en exclusiva al diario, por el comisario Gudunov. Cuando concluyó su lectura, lo plegó, consultó su reloj y alzó la vista. Un individuo pulcramente vestido, aunque el corte del traje denotaba la confección en serie, se acercaba hacia él. Las casi imperceptibles gotas de sudor que perlaban su frente señalaban su agitación y su rostro, ligeramente contraído, revelaba la turbación de André.

Armand d’Amboise lo recibió con un cortante:

—Te has retrasado diez minutos.

—Lo lamento, señor, pero el tráfico está cada vez más imposible. Además, he tenido que dedicar algún tiempo a un asunto sumamente grave.

—¿Más importante que acudir a la llamada de tu maestre?

—Lo siento mucho, señor —se excusó, visiblemente azorado.

—¿Qué vas a tomar? —preguntó a la vez que hacía un gesto al camarero, que se acercó solícito. El recién llegado miró la botella que había sobre la mesa.

—También agua, señor.

—Siéntate y cuéntame qué es eso de tanta gravedad.

André se sentó en el borde de la silla, sin relajar un ápice la tensión que lo atenazaba.

—La policía está pisándonos los talones, señor.

—Eso ya lo sé.

—No me refiero a la pista de Arques, señor, ésa creo que podemos borrarla con facilidad.

—No te confíes, André, hay que actuar con diligencia, Gudunov ha olfateado el rastro. Sus hombres preguntan en las farmacias por productos de los laboratorios Farmacolin y también se ha interesado por las Acerías de Metz. Supongo que estará escudriñando las pesquerías noruegas, los bosques escandinavos o las piscifactorías rusas.

—¡Qué me dice!

—Ese sabueso es más peligroso de lo que creíamos. El problema estaba tanto en el inspector, que según dice la prensa parece que sobrevivirá, como en el comisario Gudunov —Armand d’Amboise señaló el periódico doblado sobre la mesa—. Ahí lo tienes.

André miró el periódico donde aparecía una fotografía del comisario, pero no se atrevió a cogerlo.

—Tiene cara de sabueso, señor.

—Si te he hecho venir a este apacible lugar es porque, en estos momentos, no me fío de que el despacho sea un lugar seguro. No sé hasta dónde han llegado las pesquisas policiales. Pero tenemos que abandonar la sede de Zurich y dejarla completamente limpia; dispones de veinticuatro horas para hacerla desaparecer y no dejar rastro. Ya sabes, cancelación de cuentas bancarias, líneas telefónicas, fax, ADSL, mobiliario. Farmacolin, y todo el entramado asociado a esa sede, dejan de existir. Desde pasado mañana entra en funcionamiento el centro operativo de Milán. ¿Alguna aclaración?

—Ninguna, señor. Milán entrará en funcionamiento inmediatamente; borrar todas las huellas de Zurich quizá lleve algo más de veinticuatro horas.

—Veinticuatro horas, André; ni una más. Mañana por la tarde el local debe estar vacío. Si la policía sigue esa pista, tiene que estrellarse contra un muro de silencio.

André asintió; sabía que las instrucciones del maestre simplemente se cumplían.

—Así será, señor.

Armand d’Amboise iba a decir algo, pero la presencia del camarero lo llevó a guardar un prudente silencio. El hombre sirvió el agua con profesionalidad y se retiró, después de preguntar si los señores deseaban algo más.

—Ahora, explícame ese asunto de tanta gravedad.

El maestre había alzado sus cejas.

—Verá señor, la policía, también ese tal Gudunov, está investigando todo lo relacionado con el accidente. La operación no resultó tan limpia como esperábamos.

—¿Tan limpia, dices? —Un destello de ira apareció en los ojos de D’Amboise—. Fue un fracaso estrepitoso, André. Un desastre: seis muertos y Duquesne no está entre ellos. No podía resultar peor.

—Lo lamento, señor —se excusó, azorado.

—No lo lamentes y explícate.

—La policía ha llegado hasta el taller donde están reparando los desperfectos del vehículo que utilizamos en la operación Duquesne.

El maestre frunció el entrecejo y lo miró con dureza.

—No se te ocurra volver a hablar de ese asunto con tal denominación. ¿Cómo han llegado hasta el taller?

—Eso es lo que me preocupa, señor: preguntaban por un modelo concreto y por una matrícula específica; por el momento, les falla un número. Alguien debió de verla, aunque no con suficiente nitidez, y se la ha facilitado a la policía.

—Supongo que las placas serían falsas.

—Sí, señor, lo que significa que ya saben que no se trató de un accidente de circulación. Ya habrán localizado el vehículo que tiene la matrícula correcta.

—¿Entonces por qué te preocupas?

—Porque si estuviesen preguntando en cientos de talleres no tendría la menor importancia, pero si han ido a tiro fijo…

—¿Qué quieres decir?

—Que no han preguntado en ningún otro taller de la zona.

El maestre miró hacia la cúpula de la Escuela Militar y al cabo de unos segundos, preguntó:

—¿Quiénes participaron en esa operación?

—Grenouville y Leroy.

—¿Los mismos que limpiaron el apartamento del periodista y retuvieron a la historiadora?

—Sí, señor.

—Tienen que desaparecer durante una temporada.

—Muy bien, señor.

—¿Los del taller son de confianza?

—Por supuesto, señor.

—¿Absoluta confianza? —insistió D’Amboise.

—Sí, señor.

—En tal caso que retiren del coche las placas falsas, que le cambien los neumáticos, pero que utilicen unos usados, de distinta marca, y que no paren hasta eliminar los desperfectos de la carrocería. Tal vez logremos despistarles.

—¿Alguna otra orden?

—No, ponlo todo en marcha y sin pérdida de tiempo. Si hay algún problema, ya sabes dónde localizarme.

Armand d’Amboise vio cómo André, que no había probado el agua de su botella, se alejaba en dirección a la torre Eiffel. Luego miró el periódico y buscó la página donde se hablaba de la enfermedad del Papa. Le extrañaba que aún no le hubiesen llamado de Roma, aunque tal vez era lo mejor. Tenía que acabar de atar los cabos sueltos en París y para ello necesitaba todavía dos o tres días.