Capítulo 19
La peste se extendió por la Ciudad de Atón a mitad de la estación calurosa durante el año trece del reinado de Akhenatón. Fue una plaga virulenta que provocaba una enfermedad con mucho sudor, seguida de una muerte inmediata. En un momento tan cercano a la ruptura entre el faraón y su Gran Reina, parecía como si los dioses, finalmente, hubieran apartado su rostro de Egipto. La plaga fue traída desde el muelle a la ciudad y arrasó las calles a ambos lados del Nilo. La casa vacía de Makhre y Nekmet, como Djarka a menudo me contó, fue objeto de interés, especialmente cuando alguien trataba de comprarla: nadie veía razón alguna para que continuara deshabitada. En la época en que la plaga comenzó a desvanecerse, durante la primavera del decimocuarto año del reinado de Akhenatón, habían quedado muchas casas vacías en la Ciudad de Atón. La peste, una bruma invisible de muerte y destrucción, causó estragos en todas las clases sociales. Los síntomas se convirtieron en un tema constante de conversación: un terrible sudor, inflamaciones en la ingle y las axilas, vómitos y terribles dolores de estómago. Lo sé bien. Fui una de las víctimas. Sobreviví sólo gracias a Djarka, que trajo a un hombre sabio sheshnu que me hizo ingerir una mezcla de musgo seco y leche agria. Djarka salió indemne, pero durante semanas estuve en el Mundo Inferior, una realidad aterradora donde los devoradores giraban a mi alrededor, hombres con extrañas armaduras, rostros cubiertos con horribles máscaras y bestias grotescas como grifos con alas y cocodrilos con cabeza de hiena. Todos los muertos se reunieron en torno a mí como para celebrar una fiesta infernal: mi tía Isithia, Ineti, Weni, Nekmet, Snefru, Makhre y todos los demás, regocijándose con malicia al verme. Nadaba en un agujero de fuego con formas oscuras que sobrevolaban por encima, envuelto en gritos roncos que resonaban en el aire rojo y nebuloso. Yo sobreviví, pero miles no lo lograron.
Durante la mayor parte del año catorce del reinado de Akhenatón estuve débil e indefenso. No podía mantenerme en pie durante mucho tiempo; incluso una breve caminata me resultaba agotadora. Después de la aparición de la Estrella del Perro, que marcaba el Año Nuevo, mi antigua fuerza regresó. Djarka me permitió mirarme en un espejo pulido.
—Estás tan flaco como un galgo.
Había cambiado. Me había crecido el pelo y tenía mechones grises. Tenía marcas alrededor de la boca y mis mejillas estaban ligeramente hundidas. Estudié mis ojos y aparté el espejo.
—¿Qué pasa? —preguntó Djarka.
—Tengo la cara de un mono —respondí—, y lo que es peor todavía, tengo los ojos de Sobeck.
—Son los efectos de la peste —explicó Djarka—. En primavera estarás recuperado.
Entonces me informó de la dimensión de la devastación. La Gran Reina Tiye, la princesa Meketatón, así como las dos hijas más jóvenes de Akhenatón, por no mencionar a muchísimas personas importantes, escribas y sacerdotes, habían caído víctimas de la enfermedad. Pentju estaba bien, así como el joven Príncipe de la Corona, mantenido en un estricto aislamiento. Horemheb y Ramsés habían huido hacia las Tierras Rojas. Ay, Maya y Huy habían hecho lo mismo.
—¡Incluso Karnak ha muerto! —Me llevé las manos a la cara—. Comió…
—No me lo digas —susurré—. ¡Déjalo así! ¿Y Meryre?
—Los demonios cuidan de su propio amo, todavía lleno de pompa y pus.
—¿Y Akhenatón?
—Vivo, pero está hecho un ermitaño.
Miré hacia abajo, mis manos estaban temblando. Djarka se agachó ante mí.
—Con frecuencia hablaste de ella, amo… de la Gran Reina Nefertiti. ¡Llorabas por ella en la noche!
—¿Y? —pregunté.
—Sobrevivió. Sigue prisionera en el palacio del norte. Pero vamos, debo mostrarte la ciudad.
Djarka trajo un carro de guerra de las cuadras imperiales. El día era triste y sombrío. Una aire frío arremolinaba las hojas secas, y me obligó a llevar una capa para dirigirme a la ciudad. Sus calles y avenidas estaban desiertas. Las casas tenían las puertas y ventanas cerradas con maderas. Sobre las paredes aparecía pintarrajeado el ojo de Wadjet. Los cadáveres secos de ratas, cuervos y murciélagos todavía estaban clavados sobre las puertas de las casas en las que familias enteras habían muerto. Las columnas de humo de innumerables fogatas encendidas en cruces y esquinas para fumigar el aire se retorcían como serpientes, irritando narices y gargantas. Carros tirados por bueyes, cargados al máximo de cadáveres putrefactos, se dirigían hacia el borde de las montañas del este, donde ardían enormes fuegos para incinerar a los muertos. Negras columnas se alzaban contra el cielo lejano antes de ser disueltas por la brisa del Nilo. Los mercados estaban cerrados, sólo algunas tiendas habían abierto. Hombres y mujeres, vestidos como vagabundos del desierto, pasaban rápidamente, con paños cubriendo sus cabezas, bocas y narices. Los mercenarios, armados y listos, estaban sentados o recostados en el suelo. Su simple presencia imponía un silencio mortal.
—Una ciudad de muertos —murmuró Djarka—. En el peor momento de la plaga, amo, estas calles parecían las del Mundo Inferior. Los muertos se amontonaban en las puertas de las casas mientras carroñeros y saqueadores se mantenían ocupados. Las hogueras ardían como si la tierra se hubiera convertido en fuego.
—¿Quién ha mantenido el orden? —pregunté.
—Ay, Horemheb y Ramsés. Impusieron la ley marcial. Los médicos dicen que la peste ya ha desaparecido, pero la gente sigue alejándose.
Nos acercamos al gran templo de Atón. Una puerta lateral chirriaba con el viento. Los sacerdotes se encontraban en pequeños grupos. Un espíritu severo dominaba el lugar en aquel momento. No había ningún peregrino, ningún perfume de incienso venía de los fuegos para sacrificios. Los jardines que bordeaban la avenida que conducía al templo estaban llenos de malas hierbas y totalmente descuidados.
—Mira las pinturas —señaló Djarka.
Frenó los caballos y descendimos. Los graciosos habían estado ocupados haciendo caricaturas de Akhenatón. Aquellos artistas espontáneos no habían ahorrado ni un solo detalle físico del rey: la extraña cabeza alargada, ojos rasgados y saltones, barbilla estrecha, labios gruesos y vientre hinchado. En estas imágenes, sin embargo, el rey no tenía gracia ni belleza. Estaba retratado como un inútil, un beodo de ojos nublados y muy necesitado de la ayuda del vestidor real. Otras imágenes presentaban el mundo al revés. Una de ellas mostraba a un gato de cara seria, erguido, con el báculo del pastor, arreando una bandada de aves. Otra retrataba a un hipopótamo trepando a un árbol, con un sirviente en forma de cuervo listo para atenderlo. Una tercera representaba a un niño pequeño ante un tribunal de justicia. El policía era un gato, y el juez, con los símbolos del cargo, un ratón grande con pecho y vientre prominentes, ojos rasgados y una cara alargada y estrecha. Junto a esta pintura, una legión de ratones asaltaba una fortaleza, defendida por gatos hambrientos dibujados muy ingeniosamente con las facciones de Akhenatón, Nefertiti y otros miembros de la corte real.
Regresamos al carro de guerra y Djarka me condujo de nuevo a casa por las mismas calles sombrías y llenas de humo. Alguien debió de verme pues tres días después recibí una citación en el palacio real. Djarka me acompañó y, mientras atravesábamos los corredores desolados, las únicas personas a quienes encontramos fueron los mercenarios y los soldados de la Casa Real. El chambelán que nos acompañó susurró que así lo había dispuesto el Divino.
—Ha despedido a todos sus sirvientes —comentó el hombre—, porque no confía en ninguno de nosotros.
Los guardias de la entrada de la Sala del Trono me registraron a mí y a Djarka y me dijeron que esperara. Cuando la puerta se abrió, fui casi empujado a aquella sala oscura y de olor acre, iluminada sólo por algunas lámparas de aceite y los rayos de un sol débil que entraban por las altas ventanas ovaladas. Nunca olvidaré lo que vi. La mayor parte del lugar estaba en la oscuridad. La única luz parecía ser la que envolvía el trono donde Akhenatón estaba echado con descuido, desnudo salvo por un taparrabos y un pectoral de fuego deslumbrante alrededor del cuello. Una voz de muchacha joven me dijo que me acercara. Lo hice y permanecí de pie delante del trono, demasiado sorprendido como para hacer una reverencia. La cabeza de Akhenatón estaba afeitada y la parte inferior de su rostro cubierta por una barba crecida de pocos días; sus ojos huecos y hundidos me miraron entrecerrados como vacilantes lámparas de aceite. Ankhespaatón se hallaba sentada en su regazo dándole cerezas de un tazón y en una silla cubierta con cojines, a su derecha, su hija mayor, Meritatón, estaba recostada, con una copa de vino en la mano. Ambas se pusieron de pie cuando entré. Estaban embarazadas, con sus vientres y sus pechos hinchados. Vestían como hesets con diáfanos faldellines sobre los taparrabos y chales bordados sobre sus hombros y entre los destellos del brillo de las joyas, collares y brazaletes que sonaban con cada uno de sus movimientos como el sistro de las bailarinas. Me recompuse y me arrodillé sobre los almohadones. Al hacerlo, noté que las uñas de los dedos de las manos y pies de Akhenatón estaban inusualmente largas y sucias y que su cuerpo olía fuertemente a sudor.
En un primer momento, Akhenatón no pareció darse cuenta de mi llegada. Cuando alcé la vista, me miró con expresión de perplejidad. Sus dos hijas se acercaron sigilosamente a cada uno de sus lados. Meritatón trató tímidamente de cubrirse más con el chal. Ankhespaatón fue más descarada y no hizo ningún intento de esconder su condición o la belleza de su cuerpo joven. Estaba ligeramente inclinada hacia delante, apoyada en el trono con su brazo derecho sobre el alto respaldo y los dedos listos para acariciar la cabeza de su padre. En la mano izquierda tenía una honda copa de vino que ofreció al faraón. La mano de Akhenatón temblaba cuando la cogió. Bebió ruidosamente y eructó. Meritatón mantenía la cabeza baja. Las pesadas trenzas de su peluca perfumada ocultaban a medias su rostro. Ankhespaatón, sin embargo, sonreía con audacia y hasta con coquetería. Akhenatón se movió en el trono.
—Todos se han ido, Mahu.
—¿Quién se ha ido, Su Majestad?
La mirada de Akhenatón estaba perdida, lejana, y sus labios mojados con el vino. Volvió a beber ruidosamente.
—El espíritu se ha ido. Mi Padre ha escondido su rostro. Son tantos los que han muerto. —Dejó la copa. Sus manos fueron a acariciar los vientres hinchados de sus hijas—. La Bella se ha ido, pero mi semilla todavía fecunda. Poblaré la tierra con mi propia semilla, pero aún me molestan Ay y los demás. Informes sobre esto, informes sobre aquello. —Parpadeó—. Pensaba que te habías ido, Mahu. Creí que habías muerto.
—Estuve enfermo, Su Majestad.
—«¡Qué hermosos son!» —cantó Akhenatón, recostado en su trono—. «¡Qué hermosos son tus rayos!». —Se sonó la nariz en sus dedos y dio un golpe con el pie.
—¿Qué me aconsejas, Mandril del Sur?
—¿Aconsejar, Su Majestad? Pues bien, limpiar las calles. Hacer que se purifiquen la ciudad y los jardines. Ordenar a los comerciantes que regresen. Abrir los mercados. Mostrar vuestro rostro.
—¿Y?
—Que traigáis de regreso a vuestra legítima reina.
—Oh, ella ha regresado. —Akhenatón se balanceó, ebrio, dándose golpecitos en un lado de la cabeza—. Todavía está aquí.
—Mi padre gobernará. —Ankhespaatón habló en voz alta y con fiereza, con los ojos brillantes de cólera—. Nuestro linaje, esta semilla y su gloria nos llevarán hacia delante, a nuevos tiempos.
Por un momento, aunque su pelo era negro como la noche y sus ojos rodeados de kohl parecían estanques oscuros, el alma de Nefertiti brilló en aquella niña mujer, embarazada de su propio padre. Estaba despiadadamente decidida a defender sus propios intereses y los de él.
—¿Y vuestro hijo, Majestad?
Hice caso omiso del siseo de desaprobación de Ankhespaatón mientras me miraba como un gato enfadado, dando golpecitos con sus uñas a un tatuaje que tenía en el brazo colocado sobre el trono de su padre.
—¡Está a salvo! —Akhenatón sacudió la cabeza—. Mandril…
—Traed a vuestra Gran Esposa.
—Lo pensaré, Mahu, pero ahora tienes que retirarte. Mi semilla —señaló con el dedo su ingle—, mi semilla quiere salir.
Me puse de pie.
—No he dicho que te fueras ahora.
Volví a dejarme caer sobre los almohadones.
—Convocaré al Círculo Real —dijo Akhenatón arrastrando las palabras—. Lo convocaré, pero dejaré que Ay lo presida hasta que decida qué hacer con su cabeza. No, no, no. —Akhenatón estaba hablando consigo mismo—. Su cabeza está segura. Lo necesito. Meryre lo vigilará. —Metió la cara entre las manos y sollozó—. Les diré a todos que regresen. —Sus palabras sonaban amortiguadas. Levantó su rostro surcado de lágrimas—. Quisiera volver atrás, Mandril del Sur. Quisiera regresar a aquel huerto con el sol naciente lavando mi rostro. —Sacudió la cabeza—. No fue justo. No tuve otra opción. ¿Te das cuenta de eso, Mahu? No tuve otra opción.
—¿Cuándo, Su Majestad?
—En el templo de Amón.
—¿Su Majestad?
—No tuve otra opción. Sabía que el vino estaba envenenado. Importuné a mi hermano Tutmosis y él se marchó. Le pedí que esperara en mi cámara ya que tenía que decirle un gran secreto sobre nuestra madre. Ya ves, Mahu, yo sabía que el vino estaba envenenado. Yo… Yo… —tartamudeó. Miré a Meritatón. Seguía con la cabeza baja, pero Ankhespaatón sabía de qué estaba hablando su padre—. Yo había regresado a mi cámara, Mahu. Había visto el vino envenenado en la jarra, la copa junto a ella.
—Su Majestad. —Respiré profundamente, tratando de esconder un estremecimiento de miedo. Tenía el corazón en la garganta. Me resultaba difícil hablar. Akhenatón estaba inclinado hacia delante como un penitente confesando sus pecados a un sacerdote.
—Ay y Nefertiti me avisaron de que el vino estaría envenenado. Yo no debía beber ni comer nada. Me sentía muy débil, pero ellos me dijeron cómo ocurriría todo, y estuvieron en lo cierto.
Los recuerdos acudieron como un torrente. Ay pensando qué debía hacer. Shishnak gritando su inocencia hasta que el dolor lo hizo confesar. Hotep sonriéndome en aquel jardín, engañándome descaradamente justo antes de morir. En aquel momento me di cuenta de las trampas que él había ocultado. Hotep no había querido alertarme. Deseaba mantenerme cerca de Ay y de Nefertiti, una herramienta voluntaria para sus ambiciones. ¿Ya quién más había utilizado Hotep? ¡A Pentju! Éste no había tenido únicamente motivos de venganza, seguramente estuvo a sueldo de Hotep desde el comienzo. Como lo había estado Khiya. Ésta había visitado al Magnífico en su Casa del Amor no sólo para buscar el jugo de la amapola, sino para informar sobre todo lo que había descubierto. Hotep la había llevado allí y había tramado su venganza en silencio incluso antes de caer del poder.
Hotep y Ay, dos cobras dando vueltas una alrededor de la otra, conspirando para el futuro. ¿Habría alentado también Hotep al Magnífico a disfrutar de la pequeña Khiya, una venganza sutil contra su grotesco hijo? ¿Le habría dicho a Khiya que aceptara su soledad, los sarcasmos condescendientes de Nefertiti y que esperara su oportunidad? Ahora, muchos años después, podía ver los frutos del astuto cerebro de Hotep. Seguramente ya había podido percibir que algún día Akhenatón se volvería contra Nefertiti. Khiya y Pentju eran sus armas. Ay, el conspirador supremo, poco podía hacer para detener a Hotep, salvo acelerar sus propios planes, como un corredor al final de la carrera: el asesinato de Tutmosis y el avance de Akhenatón. Podía comprender que Khiya fuera sobornada por Hotep, ¿pero Pentju? Entonces recordé su enamoramiento de la Señora Tenbra, una mujer de la nobleza, que, por cierto, no prestaría atención a un simple médico. Hotep, por supuesto, había preparado el terreno para Pentju. ¿Y el veneno que había matado a Tutmosis? No había sido obra de Shishnak y los sacerdotes de Amón sino del grupo de Akhmin. Por supuesto, Ay y Nefertiti tendrían sus propios espías entre los sacerdotes de Amón. Sería muy fácil dejar una jarra de vino envenenado en la cámara y ordenar a Akhenatón que no comiera ni bebiera nada. Miré el rostro nublado de mi amo. ¿Había sido completamente consciente de la trama contra su propio hermano? Otros recuerdos vinieron uno tras otro. La invitación al templo de Amón. ¿Eso había sido obra de Shishnak o una sugerencia astuta de Ay a través de su espía en la jerarquía sacerdotal de Karnak? Una jugada ambiciosa, tan sutil que los sacerdotes de Karnak cargaron con la culpa.
—¿Mi Señor Mahu? —Me alejé de mi ensoñación. Ankhespaatón se inclinaba hacia delante—. Lo que acabas de oír es sagrado y secreto. Mi padre confía en su Mandril del Sur.
—Y vos, ¿mi señora?
—Lo que mi padre quiere es mi deseo.
Miré a Meritatón. Me estaba sonriendo tímidamente, su cara hermosa parecía tan vacía que me pregunté por su inteligencia.
—¿Mahu? —Akhenatón tenía un rollo cerrado de papiro en sus manos, que debía de estar oculto entre los almohadones del trono. Me lo tendió bruscamente.
—Si algo me sucede…
—Su Majestad, nada ocurrirá.
—Cuando regrese a mi Padre —la voz de Akhenatón se había vuelto firme—, abre este rollo de papiro. Como puedes ver, está sellado tres veces. Prométeme, Mahu —las lágrimas llenaron sus ojos—, por lo que hemos compartido, por la amistad que hemos tenido, que lo mantendrás en lugar seguro. ¡Júralo ahora mismo!
Levanté mi mano y pronuncié el juramento. Me lo entregó.
—Vete, Mahu, mi amigo.
Me retiré y, una vez fuera, Akhenatón y sus dos hijas, con el hueco sonido de sus voces, empezaron a recitar un conjuro del Libro de los muertos.
Aborrezco la tierra del este.
No entraré en el lugar de la destrucción.
Nadie llevará ofrendas de lo que los dioses protegen…
En el segundo mes de la Estación de Peret, en el decimoquinto año del reinado de Akhenatón, la peste había desaparecido totalmente. La Ciudad de Atón regresó a una cierta normalidad, pero su corazón, que había sido fuerte una vez, latía débil en ese momento. Akhenatón se exhibía acompañado por sus dos hijas, que se regocijaban con el título de reina. Habían dado a luz a niñas —cada una había recibido su propio nombre con el sufijo «Tasheit»—, pero ninguna sobrevivió al primer mes de vida. La gente murmuraba que había sido un castigo de los dioses. Nefertiti seguía siendo una reclusa, todo acceso a ella estaba prohibido.
La ciudad estaba en aquel momento administrada por un pequeño consejo de Devotos que incluía a Ay y, a veces, al general Horemheb. Ay había salido ileso de la peste. Intercambiábamos cortesías, pero yo me reservaba la opinión. Él era un aliado, pero ya no un amigo. Oculté el rollo de papiro que Akhenatón me había dado. Durante varios días después de mi audiencia con él, estuve reflexionando sobre lo que me había dicho. No había sueño ni visión de Atón. Quizá la reina Tiye había sido pura en sus ideas, pero estaba en un nido de cobras que se retorcían. La lucha era por el poder y la gloria y, aunque no fuera importante, yo formaba parte de ella.
Al final de aquel verano el Círculo Real fue convocado solemnemente. Todos estaban presentes, incluso Pentju, distante y silencioso, como si supiera cuál era su lugar, pero no le preocupara realmente. Los demás habían continuado prosperando, avanzando en sus carreras, creando sus propias esferas de influencia, fortaleciendo facciones y forjando alianzas. Horemheb era un importante general en el mando del ejército, su lugarteniente era Ramsés. Huy era el amo de todos los asuntos más allá de las fronteras. Maya conocía cada medida de oro y plata, o la falta de ella, de las tesorerías de Egipto. Meryre, perdido en su mundo de fantasía, todavía soñaba con ser Sumo Sacerdote de una religión que se extendería desde el Eufrates hasta más allá de la Tercera Catarata. Ay había vuelto a ser él mismo, tranquilo y sonriente. Estábamos todos allí sentados como si nada hubiera ocurrido, pero cada uno conspiraba silenciosamente para el futuro. La Ciudad de Atón, el reinado del Disco Solar, la idea del Único, se convertían en polvo. Estaban impacientes por barrer todo eso y asumir un normal ejercicio del poder. El único obstáculo era cómo hacerlo.
Ay, sin embargo, en un brillante despliegue de hipocresía y falsedad, apoyado por los niños de la Kap, sus aliados más cercanos, engañó deliberadamente a Tutu, Meryre y al resto. Describió una escena que incluso yo encontré convincente. Al fin Akhenatón había recuperado su vigor acostumbrado. La ciudad iba a prosperar. El general Horemheb iba a reorganizar los ejércitos y hacer avanzar los valores de Egipto de un extremo al otro del imperio, todo bajo el patrocinio entusiasta de Atón. Tutu, Meryre y los demás se tragaron todo esto como niños sedientos.
Después, en la soledad de su jardín privado, Ay convocó una segunda reunión con los niños de la Kap, incluido Pentju. Interrogó muy detenidamente al médico sobre la salud y el bienestar del joven príncipe. Pentju respondió con la verdad, pero dejó muy claro que el niño estaba a su cuidado y sería entregado sólo a quienes Akhenatón indicara. Ay frunció el ceño, se mostró satisfecho y pasó a tratar otros temas. Estábamos sentados a la sombra, bebiendo vino de Charou y saciando nuestra sed con rodajas de limón y granada, mientras dividíamos un imperio.
Nadie cuestionó la decisión de Ay ni el principio subyacente de que el reinado de Akhenatón estaba llegando a su fin y que su revolución ya no era más excitante que el lecho de un río seco. Huy y Maya nos ofrecieron una descripción franca y significativa de los asuntos. El descontento hervía en Tebas. Las arcas del tesoro estaban vacías, mientras más allá de las fronteras de Egipto, mes a mes, la lealtad de nuestros aliados se volvía cada vez más débil. Horemheb reveló noticias más preocupantes. El alto mando del ejército egipcio en Menfis se encontraba a punto de amotinarse. Privados de suministros, armas y reclutas, los comandantes estaban imposibilitados para enviar soldados al otro lado del Sinaí y respaldar a los aliados de Egipto o para defender sus valiosas minas y rutas de comercio.
Finalmente, se tomó la decisión. Huy y Maya regresarían a Tebas. Crearían su propia Casa de Escribas y en secreto harían planes para el futuro. Horemheb, apoyado por Ramsés, sería nombrado comandante en jefe del ejército de todo Egipto y se apoderaría de la guarnición de Menfis. Ay insistió en la necesidad de mantener el secreto y de seguir todos el mismo rumbo y cantar el mismo himno. Tenían que restaurar la confianza, asegurar a los poderosos que se volvería a la vieja manera de gobernar, que la Ciudad de Atón era apenas un obstáculo en el sendero glorioso del verdadero destino de Egipto. Nadie, por supuesto, se atrevió a plantear, ni siquiera a sugerir, la pregunta de qué podría Akhenatón pensar o decir. Ay ya tenía eso bajo control. Todos mis colegas recibieron los sellos del cargo y sus órdenes, todo ello con el sello real de Akhenatón. Cuando terminamos, cada uno de nosotros hizo un juramento de lealtad, de amistad común y de alianza. Se sucedieron los apretones de manos y cada uno de los niños de la Kap siguió su camino.
Algunas semanas después abordé ante Ay el tema del estado mental de Akhenatón. Evité la tentación de enfrentarme a él. Yo pensaba que teníamos un objetivo común, o por lo menos así lo creía. Ay era tan peligroso y tan astuto como una mangosta. ¿Qué recuerdos conserva un cazador de aquello que ha matado? El cazador vive el presente y planea para el futuro. Ay tenía que verme como un aliado, no como su conciencia. Escuchó lo que dije y se llevó los dedos a los labios.
—Muy perspicaz, Mahu. Como siempre, apuntas al corazón del problema.
—No seas condescendiente conmigo, Padre de Dios —repliqué—. Huy y Mahu, por no mencionar a Horemheb y Ramsés, e incluso Pentju, deben de estar pensando lo mismo. Tutu y Meryre son fáciles de engañar. Todavía sueñan y no han despertado.
—Ya veremos —respondió Ay—. Hablaremos con el Divino y su corregente.
Naturalmente le informé a Djarka de lo que había ocurrido. Él ya sabía casi todo, o por lo menos lo había sospechado, pero se mostró intrigado por la referencia al corregente. Djarka se preguntó abiertamente si Ay se las habría arreglado para volver a ocupar un lugar en los afectos de Akhenatón, de modo que estuviera siendo elevado al rango y título de faraón.
—Y con todo —Djarka sacudió la cabeza—, me parece que es imposible. Nadie lo aceptaría.
—¿Y el Príncipe de la Corona Tutankhatón? —pregunté.
—Pero es solamente un niño.
El día de la audiencia Ay vino a buscarme a mi casa, para asegurarse de que estuviera ataviado con las vestiduras de gran ceremonia de un cortesano. Rodeados de portadores de abanicos y aduladores y precedidos de heraldos y músicos, nos dirigimos al palacio de Atón. Las vías de acceso, los corredores, los patios y los jardines estaban repletos de hombres de Nakhtimin, vestidos con todas las galas de guerra: tocados azul y oro, faldellines blancos como la nieve, lanzas y escudos. Numerosos chambelanes y funcionarios se arremolinaban ante las puertas de la Sala del Trono. Sonaron las trompetas. Se oyeron los golpes del gong. Oleadas de incienso perfumaban el aire. Meryre, vestido exquisitamente, nos acompañó a la presencia imperial. La Sala del Trono había sido modificada. En esta ocasión había un estrado elevado recubierto de oro con dos tronos resplandecientes. No pude menos que quedarme inmóvil, con la boca abierta. Ankhesenamon y Meritatón estaban sentadas en el borde del estrado en pequeñas sillas cubiertas con cojines. Akhenatón llevaba la doble corona de Egipto, una tela de oro sobre los hombros, el pectoral de Nekhbet refulgía esplendoroso contra su pecho y una falda blanca y brillante caía hasta sus tobillos. A su lado se erguía una figura resplandeciente. Se me cortó la respiración del asombro. Esta persona también llevaba todas las insignias del faraón, sosteniendo el flagelo y el cetro, pero su rostro era el de la Gran Reina Nefertiti. Su pelo glorioso había sido afeitado, sus cejas depiladas, su rostro cuidadosamente pintado como el de su marido. A primera vista, parecía no haber envejecido ni un día pero, al acercarme, pude ver sus hombros caídos, los brazos y manos regordetas, las mejillas ligeramente caídas, arrugas alrededor de la boca que ni siquiera la pintura podía disimular. Ay, disfrutando en silencio de mi sorpresa, se arrodilló sobre los almohadones e hizo la reverencia. Hice lo mismo, tocando el suelo con la frente. No recibimos la orden de levantarnos. La voz de Akhenatón resonó.
—Que se sepa en el País de las Dos Tierras. Que mis palabras sean llevadas más allá de la Tercera Catarata. Yo, en mi sabiduría, con la guía de mi Padre, he decretado que mi Gran Esposa y Gran Reina Nefernefruaten-Nefertiti sea ahora mi corregente, adoptando el nombre de Ankheperure-Smenkhkare-Neferneferuatón. Que se sepa que su sello imperial lleva la voluntad de Dios; la voz de Smenkhkare será obedecida.
Y así continuó y continuó, proclamando la grandeza de Nefertiti bajo su nuevo nombre, Smenkhkare. Por supuesto, yo sólo podía seguir arrodillado y escuchar, recordando cómo Egipto se había enorgullecido de sus grandes reinas faraones, como Hatshepsut, hija del gran Tutmosis III. Cuando Akhenatón terminó, se nos ordenó que alzáramos la cabeza. Miré el rostro que había atormentado siempre mi alma. Durante un instante, aquellos ojos se movieron y una leve sonrisa apareció, antes de que se impusiera la máscara imperial. Akhenatón procedió luego a dar a conocer una serie de decretos, todos ellos repeticiones de lo que Ay ya había decidido, y en la mayoría de los casos sólo los ratificaba.
Tan pronto terminó, se nos ordenó retirarnos. Ay me llevó afuera, hacia uno de los pequeños jardines amurallados donde se habían preparado mesas con fuentes y copas de plata. La fruta y el vino los sirvieron criados que se retiraron rápidamente.
—¿Cuánto tiempo hace que sabías esto? —pregunté.
—Bastante —sonrió Ay.
—¿Por qué? —inquirí—. ¿Por qué, Mahu? Porque tú mismo se lo suplicaste a Akhenatón. ¿Acaso no le dijiste que su Gran Reina debía ser restituida a su lugar? Muy bien —se burló—, veo la sonrisa cínica. —Se dirigió al pabellón de sol y se sentó en un asiento cubierto con cojines, indicando que me sentara junto a él—. La respuesta franca es que Akhenatón ha recuperado el sentido común. Nefertiti es la fuerza vital de su alma. Es más, digo que es su Ka, su Ba, la esencia misma de su ser. Expulsa a Nefertiti y ¿qué ocurre? ¡Tres de sus hijos mueren! Los niños que tuvo con sus dos hijas no sobreviven. Una gran peste arrasa la Ciudad de Atón. Hay disturbios en Tebas y en otros lugares. No es difícil, Mahu, hacer que Akhenatón reflexione sobre la razón de que la leche se haya puesto agria. Por supuesto —jugueteó con la faja bordada alrededor de su cintura y miró con curiosidad una pintura sobre la pared del pabellón—, él la ama, Mahu. Ha extrañado su dulce respiración, su graciosa sonrisa.
—¡Y ahora todo irá bien otra vez! —repliqué—. El loto florecerá, el papiro crecerá, el sol brillará, la época de lluvias vendrá y todo será perfecto en el paraíso.
—Algo parecido. —Ay miró por el rabillo del ojo—. Pero tú no lo crees, ¿verdad, Mahu?
No respondí. Me puse de pie, hice una reverencia y me marché. Los últimos días habían comenzado. Akhenatón y Nefertiti podían sonreír y arrullarse. El faraón podía enviar regalos con la expresión «Para siempre» escrita en jeroglíficos sobre un trozo de papiro: una cobra, un pan y una franja de tierra, pero el pan estaba rancio, la tierra dura y la cobra era peligrosa. Yo sospechaba que Akhenatón estaba en aquella época drogado y ebrio, era como suave arcilla en manos de Ay, que se presentaba a sí mismo como su salvador. Aquel hombre-mangosta estaba jugando el más peligroso de los juegos, un ferviente seguidor de Atón que tramaba en secreto el regreso al viejo orden. ¿O era lo contrario? Nunca pude discernir cuál era realmente la verdad.
Este gran cambio fue anunciado con procesiones, con Akhenatón y Nefertiti en su carro de guerra magníficamente decorado, arnés brillante, plumas de avestruz bailando, nubes de incienso retorciéndose en el aire. Iban escoltados por nobles con sus vestiduras multicolores y sandalias exóticas, custodiados por soldados armados con escudos, lanzas, hachas de guerra y arcos. Todo era un sueño. Él y Nefertiti, vestidos de la misma forma, con faldellín de guerra, cola de chacal y la azul corona de guerra de Egipto, sacrificaron toros blancos con guirnaldas alrededor de sus cuellos. Todo era un gran espectáculo. Se mostraron en la Ventana de las Apariciones espléndidamente ataviados, con bandas rojas y regalando collares y otros obsequios al ritmo de los címbalos. Todo era una ilusión. Akhenatón se parecía cada vez más a un ídolo de madera de uno de los templos que él despreciaba, expuesto a la mirada del pueblo. El poder verdadero se encontraba en manos de Ay y de Nefertiti, que disfrutaba de su nuevo nombre para el trono, Smenkhkare.
Ambos trabajaban de manera febril para reparar el daño hecho. Leyes, proclamas, declaraciones y promesas públicas emanaban del palacio. Las puertas dobles de la Gran Casa se abrieron a los solicitantes de todas las ciudades de Egipto, pero era el sello de Smenkhkare el que aparecía en la parte inferior de estos documentos. Adoptó todos los símbolos del imperio. Era ella la que se sentaba en grandeza y gloria, hablando con la voz verdadera y dictando leyes mientras Meritatón aparecía como su acompañante. Tan fuerte llegó a ser la ilusión que Nefertiti se convirtió cada vez más en un hombre, mientras su hija asumía el papel de reina.
A Djarka y a mí nos mantuvieron ocupados atendiendo las necesidades de la ciudad, como si deliberadamente hubieran querido apartarnos de los asuntos del imperio. Se nos ordenó que buscáramos a los malhechores, que detuviéramos a los ladrones, que persiguiéramos a los delincuentes de las Tierras Rojas. Sólo dos veces me reuní con Nefertiti en su nuevo papel y se mostró tan fría y dura como la carne de un hombre muerto. La última vez fue en la Gran Oficina de la Escritura. Despidió a sus escribas, quedando sólo su capitán de mercenarios, un cananeo llamado Manetho, canoso y con cicatrices y bigote y barba tupidos, que la seguía en cada movimiento con todo el cariño ciego y la lealtad de un perro. Nefertiti-Smenkhkare me había llamado para sermonearme acerca de mantener mejor el orden público durante la noche en las calles de la ciudad. Incluso sugirió mi posible reemplazo. Estaba sentada en una silla de alto respaldo como un juez que dicta sentencia a un hombre culpable. Todavía era hermosa, aunque su cuerpo se había vuelto voluminoso, su cara más gorda, las mejillas no tan suaves y la boca algo caída, pero sus ojos azules todavía brillaban y ardían con luz y vida. Me despidió como si fuera un perro.
El final no llegó de forma dramática. Otra citación al palacio, esta vez en presencia de Ay. Nefertiti-Smenkhkare se hallaba sentada en su trono, en el extremo lejano de la Gran Sala con Meritatón en un taburete a su derecha y Ankhespaatón a su izquierda. Manetho, armado y con casco, estaba detrás de ella. Cuando me acerqué, advertí que había miembros de la guardia de Manetho en los nichos: las lámparas de aceite producían brillantes reflejos en sus espadas desnudas. La sala era tan hermosa como siempre, perfumada con cestas de flores, bien iluminada, sin la menor señal de peligro, de amenaza silenciosa. Nos arrodillamos sobre los almohadones en el suelo e hicimos las reverencias. Meryre, que permanecía entre las sombras, nos ordenó que alzáramos la cabeza y nos sentáramos sobre los talones. Así lo hicimos. Ay estaba relajado, sabía exactamente lo que estaba a punto de ocurrir. Como un director de música, él controlaba cada movimiento. Desde otra habitación del palacio me llegaron los sones del canto del coro real que ensayaba. Por un momento pensé que se trataba de la Orquesta del Sol de Akhenatón, pero la mayoría de ellos había muerto durante la gran peste; nunca más se escucharía su música.
—¿Te complace ver mi rostro, Mahu?
—La luz de tu rostro, oh, Divina —pronuncié las palabras rituales—, refresca mis miembros y alegra mi corazón. Gozo del placer de tu favor y pido tu protección.
—Entonces tienes que saber esto, Mahu, hijo de Seostris. Las proclamas serán dadas a conocer sólo con mi nombre, porque soy el Faraón, Señor de las Dos Tierras, Smenkhkare Ankhkeperure. —Me miró fríamente, esperando mi reacción.
—¿Y el Divino? —pregunté.
—El Amado Faraón Akhenatón-Waenre ya no está entre nosotros.
—¿Ha muerto, Su Majestad?
—Todavía vive —llegó la respuesta—. Ha regresado a su Padre. Él y su Padre son ahora uno.
Mi corazón sólo albergaba interrogantes. Abrí la boca para hablar, pero una tos suave de Ay y la mirada de implacable majestad de Nefertiti me hicieron guardar silencio. Ella procedió, con su nuevo nombre y títulos, a dar a conocer edictos sobre cómo debía ser anunciada la noticia en la ciudad y llevada a todos los rincones del imperio. Después de eso, fui despachado. Por supuesto, le hice preguntas a Ay. Pedí que me dijera la verdad, quería ver el cadáver.
—¿Qué preparativos se han hecho para su entierro? —pregunté—. ¿En qué tumba será enterrado? —Ay se encogió de hombros y evitó estas cuestiones.
—Las tumbas de las montañas del este —dijo— están saturadas de sarcófagos, a causa de la plaga.
Me encontraba sentado en aquella pequeña antecámara cuando empecé a hacerme a la idea del significado exacto de las palabras de Nefertiti. Los recuerdos aparecieron en grandes oleadas. El Velado en su pabellón o paseando conmigo por los jardines, hablando de su visión, charlando sobre mil cosas. Ahora se había ido y su muerte apenas había sido mencionada, como si se tratara de algún campesino, de alguien sin importancia. Ay, aparte de su observación pasajera sobre las tumbas de las montañas del este, seguía sentado en su silla, mirándome atentamente.
—Sé por qué estoy aquí. —Aparté una mosca que zumbaba en el aire.
—¿Por qué estás aquí, Mahu?
—Me estás utilizando, como usarías una medida para evaluar oro o plata.
—¿Qué quieres decir? —Entrecerró los ojos.
—¿Crees, Padre de Dios Ay —repliqué—, que esto terminará así? ¿Akhenatón ha muerto; viva Smenkhkare, que no es realmente Smenkhkare sino tu hija Nefertiti? ¿Crees realmente que la gente aceptará esto? ¿Que el Gran Faraón se ha ido pero nadie sabe adónde?
—Pero nadie lo sabe. —Presionó sus dedos contra mis labios—. Mahu, hablo con voz verdadera. Hace tres semanas, el Divino, Akhenatón, simplemente desapareció.
—¿Quieres decir que fue asesinado?
Algo en el rostro de Ay me hizo lamentar esa pregunta. Una expresión pasajera, una infrecuente y fugaz expresión de dolor auténtico.
—Mahu, ¡él desapareció! Estaba en sus aposentos y luego, a la mañana siguiente, cuando los sirvientes entraron en su dormitorio —Ay extendió sus manos—, éste se encontraba vacío. Inmediatamente empezamos una búsqueda por el palacio y por la ciudad.
Sus palabras me hicieron recordar algo, Djarka me había presentado un informe hacía poco menos de un mes sobre los mercenarios de la guardia de Manetho que registraban la ciudad, de escuadrones de carros de guerra enviados a las Tierras Rojas. En aquel momento yo pensé que se trataba de algún asunto militar, un reflejo del deseo de seguridad de Ay y de Nefertiti.
—¿Pero dónde? ¿Cómo? ¿Por qué? —quise saber.
—No lo sé, Mahu. Akhenatón se había convertido en un recluso. Cada vez con mayor frecuencia pedía que lo dejaran solo. De vez en cuando solicitaba un carro de guerra y que le enjaezaran los caballos de la cuadra; luego partía rumbo a su tumba y hacia las Tierras Rojas. Iba vestido como un cortesano cualquiera o un funcionario menor, con su cabeza y rostro ocultos por una capucha. A veces incluso llevaba un velo sobre la cara, como cuando era un muchacho.
Recordé la charla en la que Akhenatón estaba borracho. Cuánto anhelaba volver a los viejos tiempos de aislamiento y pureza de su juventud.
—El pueblo exigirá ver su cuerpo y, si ello no ocurre, Horemheb, Ramsés y los demás sí lo harán.
—Se les dirá lo que te estoy diciendo a ti —respondió Ay—. Akhenatón no creía en el rito de Osiris. Diremos, y es la verdad, que, en cuerpo y alma, Akhenatón ha regresado junto a su Padre. Él ya no está con nosotros, salvo en espíritu.
—¿Y qué ocurrirá si reaparece? ¿Qué ocurrirá, Padre de Dios Ay, si nuestro Gran Faraón reaparece desde las Tierras Rojas, purificado y más resuelto que nunca?
Ay sacudió la cabeza.
—Está más allá de todo eso.
—¿Él nunca mencionó nada —quise saber—, nunca hizo referencia a esto?
—Se mostraba distante y retraído. —Se encogió de hombros—. Mi hija, Meryre, Tutu y yo mismo haremos los más solemnes juramentos. No sabemos nada. Hemos buscado por todas partes.
—¿Qué crees que ha ocurrido realmente? —pregunté.
—¿Te lo digo, Mahu? —Ay empujó el taburete para acercar su cara a la mía—. Akhenatón estaba cansado y desilusionado. Se fue a las Tierras Rojas para morirse o para estar solo. Puede que lo hayan matado. Puede haber muerto o podría estar viviendo en alguna cueva como esos santos nómadas que no hablan con nadie, salvo con los espíritus del desierto, el viento y el cielo. Sea lo que fuere, Mahu, su decisión ha sido tomada: él no puede regresar, no va a regresar.
—¿No va a regresar? —pregunté—. ¿Has tenido algo que ver en esto, Padre de Dios Ay?
—No, Mahu, pero tengo mucho que ver en la salvación de Egipto. Para poner las cosas en su lugar, para volver al viejo orden. Ésa es mi preocupación, tu preocupación, nuestra preocupación. ¡No más sueños! ¡No más visiones! No más nuevas ciudades o nuevos dioses. A finales de este año, o quizá en la primavera del próximo, regresaremos a Tebas, donde Huy y Maya están preparándolo todo para la resurrección de Egipto. Horemheb y Ramsés están haciendo lo mismo en Menfis. Te haré una sola pregunta, Mahu, y sólo una. ¿Estás con nosotros? Pues quienes no estén con nosotros se considerará que están en contra.
—¿Cuántas personas se enterarán de esto? —pregunté.
—Los niños de la Kap, nadie más.
—Aparte de tú y tu hija.
—No has respondido a mi pregunta, Mahu. ¿Estás con nosotros o contra nosotros? —Ay tendió su mano, no tuve más opción que darle la mía.
Me dirigí a mi residencia y le pedí a Djarka que me acompañara fuera, al pabellón del jardín donde a los espías y delatores de Ay les resultaría difícil escuchar y husmear. Lo conté lo que había ocurrido.
—¿Está muerto? —Djarka hizo la misma pregunta que yo.
—Podría estarlo. Podría haber sido asesinado o llevado a las Tierras Rojas y abandonado allí.
—Pediré a mi gente, los sheshnu, que hagan preguntas. Es posible, mi señor Mahu —Djarka usaba mi título oficial a menudo cuando hablaba de asuntos de Estado—, que todo haya terminado. También he recibido una visita del palacio. —Sonrió ligeramente—. Se nos ha ordenado que destruyamos todo monumento o tumba con la inscripción de la Señora Khiya. Debemos acabar con todo ello a fin de mes. De todos modos, ¿qué piensas realmente? —insistió—. ¿Es posible que Akhenatón se haya cansado, que haya quedado exhausto?
Cerré los ojos y recordé a aquel hombre joven que vivía tan frugalmente hacía muchos años. Estaba a punto de responder cuando uno de nuestros oficiales entró de repente.
—Amo, tienes una visita: un hombre y un niño pequeño.
Pentju apartó al hombre y entró en la habitación. Junto a él caminaba un niño de unos cinco veranos. Era de estatura mediana, su extraña y alargada cabeza en forma de huevo estaba afeitada, salvo el mechón lateral que caía por encima de su oreja izquierda. Tenía los ojos oscuros, brillantes en un rostro suave y delgado de labios generosos pero pequeños. Se le veía esbelto con su túnica blanca cubriéndole desde el cuello hasta el tobillo, y calzaba sólidas sandalias de cuero.
—¿Sabes quién es? —pregunto Pentju.
Le dije al oficial que cerrara la puerta y la vigilara. Luego cogí al niño y lo levanté. Ni siquiera parpadeó, sino que me miró con solemnidad, escudriñándome minuciosamente. Lo besé en ambas mejillas y lo dejé en el suelo. Inmediatamente su manita aferró la mía.
—El hijo de Khiya —susurró Djarka—, el príncipe Tutankhatón.
Me arrodillé en el suelo e hice una reverencia. Djarka hizo lo mismo.
—No debes hacer eso. —La blanda mano del niño tocó mi cabeza—. No debes hacer eso —repitió puerilmente, con la cabeza inclinada, mirándome a los ojos—. Él me lo dijo. —Señaló a Pentju—. Nadie debe hacer eso durante un tiempo.
Serví una copa de vino a Pentju y le pregunté al niño si quería algo de comer o beber. El príncipe sacudió la cabeza.
Se sentó como un pequeño anciano sobre el taburete que Djarka trajo, mirándonos fijamente con toda la solemnidad de un búho de corta edad. Se parecía a Akhenatón, sobre todo en los ojos y los labios, pero su postura y amabilidad me recordaron a Khiya.
—¿Por qué lo has traído aquí, Pentju?
El médico me entregó un pequeño hipopótamo esculpido envuelto en papiro grueso.
—Todas las semanas —dijo Pentju— excepto durante la plaga, Akhenatón le enviaba a su hijo un regalo, una escultura pequeña, un escarabajo, un amuleto o un anillo envuelto en un trozo de papiro.
Di la vuelta el pergamino. En el exterior estaban las palabras Enk Hetep, que significan «estoy contento». Sobre el otro lado aparecía la palabra «besar», con jeroglíficos: una flecha sobre una cabeza que mira hacia abajo, al agua ondulada.
—Akhenatón me prometió —explicó Pentju— que recibiría ese regalo el segundo día de cada semana. En el exterior las palabras «estoy contento», por dentro la palabra «besar» con los jeroglíficos. Si el regalo no llegaba durante tres semanas consecutivas, yo debía imaginar que él ya no estaba entre nosotros y que su único hijo estaba en peligro. Entonces tenía que abrir un documento que me había entregado. Hace más de tres semanas que recibí este último regalo. Esta mañana rompí el sello. Las instrucciones son muy simples. Debía traerte al príncipe y dejarlo a tu cuidado.
Miré al pequeño y sentí una profunda tristeza, agridulce porque, a pesar de lo que había ocurrido, al final Akhenatón había confiado en mí más que en ningún otro. Le dije a Djarka y Pentju que se quedaran mientras yo regresaba a la casa y traía el documento sellado que Akhenatón me había entregado a mí. Rompí los tres sellos y lo desenrollé. Las palabras garabateadas bajo los rudimentarios jeroglíficos se apoderaron de mi corazón.
«Haynekah Ahitfe: salve a ti, más grande que tu padre. Mem senjay: no te preocupes. Ra mempet: el Sol está en el cielo. Heket Nebet Nefert, Mahu: todas las buenas cosas para Mahu». Luego, debajo de todo esto, con una escritura menos formal: «Haz lo que tengas que hacer para proteger a mi hijo. Senb ti: adiós».
Destruí el manuscrito y regresé al pabellón del jardín. En aquel momento supe cuáles habían sido las razones de Ay para haberme llevado al palacio aquel día: no sólo quiso ponerme a prueba, sino que había adivinado que yo era uno de los pocos a los que Akhenatón podía confiar a su hijo. Ay quería tenerme cerca. Cerré la puerta detrás de mí y me apoyé contra ella.
—Pentju, ¿sabes qué ha ocurrido?
—Nada, salvo lo que Djarka me ha contado.
—Los mercenarios que rodean tu casa —quise saber—, ¿son de confianza?
—Hicieron un juramento de lealtad al propio faraón. No han sido liberados de él.
—Pero pueden ser sobornados, asesinados o relevados —repliqué amargamente—. Djarka, Pentju, vosotros debéis sacar inmediatamente a este niño de la Ciudad de Atón. Llevadlo en secreto a Tebas y ponedlo bajo el cuidado de Sobeck. Djarka, tú sabes cómo encontrarlo. Dile a Sobeck que si es cierto que me tiene aprecio y si desea pagar su deuda, debe tratar a este niño como si fuera suyo y mantenerlo a salvo hasta que yo o tú, Djarka, volvamos a buscarlo. —Me agaché y abracé al niño. Olía a perfume y a miel. Besé sus mejillas—. Sé valiente, pequeño —susurré—. Haz todo lo que estos hombres te digan.
Al poco rato, provistos de víveres y pequeñas bolsas de oro, plata y piedras preciosas, Pentju y Djarka salieron por las calles laterales hacia el muelle.
Ay llegó un poco más tarde, acompañado por sus capitanes mercenarios.
—Pensé que estabas con nosotros, Mahu.
—Padre de Dios Ay, por supuesto que estoy con vosotros.
—Entonces, ¿dónde está el niño?
—Está a salvo.
Ay miró por encima de mi hombro.
—¿Dónde están Pentju y Djarka?
—También a salvo.
Ay silbó a través de sus dientes.
—¿Dónde está el príncipe Tutankhatón? —repitió.
El capitán de sus mercenarios sacó la espada.
—Está a salvo —repetí—. En los jardines exteriores, Padre de Dios Ay, mis mercenarios también están esperando en la sombra, con los arcos listos y las flechas preparadas. Vamos, amigo —añadí en tono burlón—. Estoy contigo, como cuando rescaté al príncipe Akhenatón del templo de Amón. —Mi visitante parpadeó. Luego apartó la mirada—. Además —susurré—, si yo muero, Padre de Dios Ay, tú también morirás. Pero incluso si sobrevives, nunca descubrirás dónde está el niño.
Ay dio un paso atrás, agitando un dedo ante mi cara.
—Mahu, el astuto Mandril del Sur. —Estiró la mano en un gesto de amistad.
La agarré, apretándola con la misma fuerza.
—Mi amigo y mi aliado. —Sonrió y, dándose la vuelta, abandonó la casa.
Ay no volvió a preguntarme por el paradero de Tutankhatón, de Pentju o de Djarka, por lo menos en esa época. Durante unas cuantas semanas la ciudad estuvo en paz. Anduve ocupado reuniendo mis pertenencias, guardándolas y quemando documentos. El baile apenas acababa de comenzar. Otros niños de la Kap visitaron la Ciudad de Atón. Ellos también preguntaron por el paradero del príncipe y recibieron la misma respuesta. Me recordaron a los buitres. Llegaron y se comportaron como hombres ocupados en sus trabajos, pero realmente eran como hienas del desierto mordisqueando un cadáver. Se mostraban abiertamente asombrados por la aparente desaparición de Akhenatón pero las cínicas palabras de Ramsés dejaban vislumbrar el estado de ánimo de todos ellos:
—¡Se ha ido y demos gracias a los dioses! Si regresa, lo enviaremos inmediatamente de vuelta.
En algo estaban todos de acuerdo.
—Nefertiti nunca será aceptada. Puede ponerse el nombre que quiera —gruñó Horemheb por encima de una copa de vino—. ¡Smenkhkare Ankhkeperure! Puede proclamarse Hija Divina, e incluso Hijo de Horus, pero no tiene la sangre de Tutmosis en sus venas. No es de sangre real. Ella y Akhenatón son síntomas gemelos de la misma enfermedad. Mi ejército la va a tolerar durante un tiempo y también tolerará los dulces gestos que nos haga a nosotros o a los grandes de Tebas pero, al final, deberá abandonar el trono.
Ay aceptó esto con ecuanimidad o por lo menos, eso parecía. En el primer mes de la estación del verano nos envió mensajes a todos nosotros, los niños de la Kap. Se había convocado una reunión importante del Círculo Real en el gran palacio de Atón. Estaba claro que se esperaba que todos asistiéramos.
Ofrecí mi casa a Horemheb, Ramsés, Maya y Huy, y ordené a mis cocineros que prepararan una exquisita comida. Hice esto a requerimiento de Ay, al que llamé «mi invitado de honor». Los cocineros se superaron a sí mismos, pero comimos en silencio. Todos estábamos inquietos por lo que iba a ocurrir al día siguiente. Horemheb y Ramsés habían traído sus propios séquitos armados, que acampaban cerca del muelle, mientras a Maya y Huy los habían acompañado en su viaje por el río dos barcazas llenas de mercenarios. Ay llegó tarde, con la cara sin afeitar, vestido con una simple túnica y cubierto por un manto oscuro. Escuché el chocar de las armaduras mientras sus mercenarios se situaban en el jardín. La Víbora, muy nervioso, rechazó la guirnalda de honor y me pidió que cerrara puertas y ventanas. Nos reunimos a su alrededor. Durante un rato, Ay permaneció sentado sobre los almohadones con la cara entre las manos y, cuando apartó los dedos, sus mejillas estaban húmedas por las lágrimas.
—El Círculo Real —sollozó y se frotó el rostro mientras trataba de controlar sus sentimientos—. Mañana por la mañana vosotros no debéis asistir a la reunión del Círculo Real. Ya conocéis el protocolo. Nadie puede llevar armas ni asistir con acompañantes armados a los recintos sagrados.
—¿Qué? —Ramsés se levantó.
—Mi hija, la Gran Reina Nefertiti —Ay se humedeció los labios—, planea mataros a todos.
Su anuncio fue recibido con un silencio de sorpresa y temor.
—¿Tienes pruebas? —murmuró Huy.
Ay metió una mano dentro de su túnica y sacó un pequeño rollo de papiro.
—Sabéis —añadió en tono de cansancio— que ella ordenó que el nombre de Khiya fuera borrado de cualquier monumento. Incluso su tumba debía ser saqueada y ultrajada. Planea hacer una limpieza.
—¿Cómo lo sabes? —quiso saber Horemheb, agarrando el hombro de Ramsés y forzándolo a sentarse.
Ay se frotó la cara.
—Porque ella cree que soy su aliado. Asegura que tiene el apoyo de Meryre, Tutu y los demás. Sobre todo, la lealtad inquebrantable y total de Manetho y sus mercenarios. Las salas del consejo estarán cerradas y custodiadas. Algunos de los miembros del Círculo Real, incluyéndoos a vosotros, han sido elegidos para morir, para beber veneno o perder sus cabezas. —Le arrebaté el rollo de papiro—. Ahí están los nombres de los que van a morir —explicó Ay.
Desenrollé el papiro. No estoy muy seguro de si los otros escucharon mi quejido. Todo lo que sentí fue una profunda angustia, un frío paralizante seguido del impulso de gritar. Allí estaba la lista con los nombres: Horemheb, Ramsés, Maya, Huy, Pentju, el príncipe Tutankhatón, Sobeck, Djarka y un montón de personas más. Lo que más me atenazó la garganta como si fuera una mano helada fue que mi nombre encabezaba la lista.
—Me reveló esto hace dos días —explicó Ay—. Piensa, como dice ella, obtener una victoria total. Dirá que vosotros sois los verdaderos partidarios de Akhenatón y luego regresará gloriosa con su hija mayor Meritatón al palacio de Malkata de Tebas. Atón se convertirá en un dios más entre otros. Dejará que esta ciudad se pudra mientras restablece el culto a Amón.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué estás traicionando a tu propia hija?
—Muy simple, Mahu. Porque ella está traicionando a Egipto. Oh sí, todos vosotros podéis morir, pero… dentro de un mes, habrá guerra civil… preguntadle a Horemheb…
—¡Mataré a esa bruja! —rugió Ramsés, cogiendo un cuchillo de la mesa.
Otra vez Horemheb lo obligó a sentarse, ordenándole que guardara silencio.
—¿Qué propones, Padre de Dios Ay? —quiso saber Maya.
—Lo que él piensa ya no importa —dijo Horemheb con voz queda—. Tú tienes soldados, mi señor Ay. Nosotros también. Mahu tiene sus mercenarios. Nuestras tropas acampan en la orilla. —Se puso de pie y caminó hasta una ventana—. Esta noche Manetho y su banda serán desarmados. La señora Meritatón debe ser arrestada. ¿Es ella culpable, mi señor Ay?
El Padre de Dios Ay asintió con la cabeza, tragándose un sollozo.
—A la Señora Meritatón se la invitará a tomar veneno —continuó Horemheb.
Nadie se opuso. Se produjo una breve discusión acerca de Meryre y Tutu. Se acordó darles la oportunidad de arrepentirse.
—¿Y la Señora Nefertiti? —pregunté. Yo estaba al borde de las lágrimas. Lo único en lo que podía pensar era en aquel rostro hermoso, en sus ojos azules que centelleaban con picardía, el pelo rojo cayendo sobre sus hombros, su piel suave y sus palabras melodiosas.
—Debe afrontar sus delitos —dijo Huy.
—Debe tomar el veneno —completó Maya.
Sentí tanto frío que comencé a temblar. Ay me miraba con curiosidad, pero Horemheb se acercó, cogió un manto y me lo echó por los hombros.
—¿Estás de acuerdo, Padre de Dios? —pregunté.
—¿Estamos todos de acuerdo? —respondió Ay.
Uno por uno fueron levantando la mano. Se quedaron sentados mirándome.
—Estoy sacrificando a una hija y a una nieta —susurró Ay con voz ronca—. Quienes no están con nosotros, están en nuestra contra. Mahu, ¿cuál es tu respuesta?
Estaba a punto de decir que no, pero mi mirada se posó en la lista que había quedado sobre la mesa con mi nombre estampado en primer lugar y abajo el de Djarka, el de Sobeck y el del príncipe Tutankhatón. Lentamente mi mano se fue elevando. Horemheb fue hacia donde estaban sus cosas y trajo los huesecillos mientras despejaba la mesa con un rápido movimiento de manos.
—Lanzaremos los huesecillos —dijo—. Esto es lo que solíamos hacer cuando estábamos en la Kap.
Cada uno de nosotros lanzó los huesecillos. Mi puntuación fue la más baja. Me miraron con seriedad.
—¡Eres el elegido —dijo Horemheb— para darle el veneno!
Sujeté los huesecillos en la mano con tanta fuerza que se me clavaron en la palma. Ramsés sirvió un poco de vino y pasamos a hablar de otras cosas, del despliegue de las tropas y de lo que ocurriría después.
—Se anunciará —Ay asumió en ese momento la responsabilidad— que Akhenatón, Nefertiti y la princesa Meritatón han entrado en el Oeste Lejano. La visión de Atón se levantó con arena y no podía durar. Regresaremos a Tebas y recuperaremos para nosotros la gloria de Amón. Enviaremos mensajes a todos los rincones del País de las Dos Tierras diciendo que el poder y la fuerza de Egipto han sido restituidos. Haremos que el Pueblo de los Nueve Arcos tiemble bajo nuestros pies.
—¿Y tú serás el faraón, Padre de Dios Ay? —pregunté.
—El príncipe Tutankhatón será proclamado sucesor legítimo de su padre —respondió Ay rápidamente—, prometido de la princesa Ankhespaatón, pero sus nombres proclamarán los cambios que afectarán a todo Egipto. De hoy en adelante ellos serán conocidos como Tutankhamón y Ankhesenamón. Sin embargo —añadió secamente, sin quitarme los ojos de encima—, ambos niños carecen de conocimientos para gobernar. Hasta que el príncipe llegue a la madurez, todo el poder estará en manos de un Consejo de Estado. Todos los aquí presentes seremos miembros esenciales…
En aquella estancia con lámparas de aceite casi agotadas, las sombras bailando contra las paredes y la comida enfriándose mientras las copas de vino se llenaban de nuevo, toda la gloria de Akhenatón, todo el esplendor de Nefertiti, se convirtieron en polvo. Todos hicimos un juramento sagrado con la mano sobre el corazón y la otra estirada para confirmar de qué lado estábamos. Al final, todos se fueron. Me quedé sentado y bebí mientras regresaban a mí todos los recuerdos. Me quedé dormido, escuchando a medias los ruidos de los carros de guerra y de los hombres armados que se movían por la calle. Ramsés me despertó de un puntapié justo antes del amanecer. Me sonrió y me puso en la mano un pequeño pan de semillas de algarroba. Hizo que lo comiera y que bebiera la cerveza fría que me había traído. Luego me lavé la cara, me puse una túnica y lo seguí por las calles.
Horemheb y Ramsés habían planeado bien las cosas. Tropas regulares, junto con los mercenarios, controlaron en ese momento las calles y avenidas, las entradas a cualquier edificio público, templo y palacio. Se había declarado la ley marcial. Todos los ciudadanos, bajo pena de muerte, quedaron confinados en sus casas. Sólo algún perro en busca de alimento husmeaba el ya rígido cadáver de algún mercenario de Manetho o lamía los charcos de sangre seca. El palacio también había sido abandonado. Los oficiales de Horemheb y Ramsés custodiaban las entradas y patrullaban la zona. Pasé a un patio en donde se habían llevado a cabo las ejecuciones. La cabeza de Manetho ya estaba empalada. Otras yacían desparramadas mientras se amontonaban los cadáveres en los rincones antes de cargarse en carros. Entre ellos había no sólo mercenarios de Manetho sino también cortesanos, escribas, funcionarios y, a juzgar por lo que Ramsés me había dicho, incluso algunas damas que habían tratado de resistir. Del interior del palacio también sacaban a rastras cadáveres de las habitaciones. Al cruzar un jardín vimos que los mercenarios de Ay estaban organizando a los prisioneros, empujándolos y arrastrándolos junto al muro. Aquellos hombres en fila, desnudos con excepción de su taparrabos, eran golpeados y maltratados. Alguien gritaba un nombre, uno de los hombres se arrastraba hacia delante y era obligado a ponerse de rodillas. Aparté la mirada, pero de todas maneras pude escuchar el silbido del hacha o de la maza, el grito de dolor y el ruido sordo de la cabeza o el cadáver que caía.
Nefertiti me estaba esperando en una cámara pequeña. Se hallaba sentada en el centro sobre un montón de almohadones, vestida con una sencilla túnica blanca. En un rincón se acurrucaba una doncella con el rostro hundido entre sus manos, sollozando ruidosamente. En el momento de entrar en la estancia, Maya me entregó una copa con incrustaciones de oro. Me miró con tristeza.
—Sé lo que sientes, Mahu, pero el veneno es rápido. Meritatón se ha ido antes que ella.
Pedí que se llevaran a la joven y me arrodillé ante Nefertiti, sosteniendo la copa en la mano. Oh, todos dirán que ella había envejecido, que su rostro estaba arrugado, que su cuerpo había engordado, que se había afeitado la cabeza para mostrarse como un hombre. Pero yo no puedo recordar nada de eso. Me encontraba sentado frente a la Bella que se había arrodillado junto a mí en un jardín fragante, cuya cara hechizaba mis sueños constantemente, y sigue haciéndolo todavía. Estaba en paz, sus ojos azules tranquilos, ligeramente enrojecidos por el llanto.
—Mahu —pronunció mi nombre en un susurro—. Mahu, sé por qué estás aquí. El adivino me lo dijo, ¿recuerdas? Dijo que moriría a manos de un amigo.
No podía moverme. Apreté la copa y traté de adelantarme, pero todo lo que podía hacer era mirar sus ojos y sentir el terrible dolor en mi corazón. Había un brasero encendido, pero yo podía sentir el frío de la muerte.
—Mahu —sonrió ligeramente—, por lo menos moriré en presencia de un amigo.
—Akhenatón —repliqué—. Mi señora, ¿dónde está Akhenatón?
—Mahu, no lo sé. —La sonrisa se amplió—. Y si lo supiera, no te lo diría ni a ti, ni —apartó la mirada— a las otras hienas.
Antes de que pudiera detenerla, arrebató la copa de mi mano, me dirigió rápidamente un brindis y la vació de un trapo. Vi algunas gotas de color púrpura deslizándose hacia abajo por aquel cuello encantador. Dejó escapar un largo suspiro mientras la copa caía a un lado.
—¡Senebti… adiós, Mahu!
Permaneció sentada durante un momento con la cabeza inclinada. Cuando volvió a levantarla, sus ojos estaban llenos de lágrimas. Empezó a temblar.
—Mahu, por favor, no me dejes morir sola.
La cogí de la mano que me extendía y la atraje hacia mí. Su temblor aumentó, su cuerpo se estremecía tanto que la estreché entre mis brazos y puse su cabeza sobre mi hombro.
—¿Por qué? —susurré—. ¿Por qué mi nombre…?
Echó la cabeza hacia atrás.
—Yo no hice ninguna lista —dijo con voz ahogada—. Y si la hubiera hecho, tu nombre no habría estado en ella. —Trató de apartarse, pero la retuve conmigo. No podía decir nada. Simplemente esperé a que el temblor cesara.
Respiró profundamente una o dos veces, tosió como para aclararse la garganta y luego cayó hacia atrás. Delicadamente me aparté de ella. Me alegré de que sus ojos estuvieran cerrados. Su rostro blanco parecía más joven en la muerte. Lo puse con gran cuidado sobre los almohadones, me levanté y le di una patada a la copa. Abrí la puerta de la estancia. Ay y los niños de la Kap estaban en semicírculo, mirándome.
—Se ha ido —anuncié. Cerré la puerta con un golpe detrás de mí—. ¡Todo ha terminado!