Capítulo 14

Fui nombrado Jefe de Policía para toda la ciudad de Tebas y el área circundante poco después de recuperarme de una fiebre en el trigésimo séptimo año del reinado del Magnífico. Recibí mi collar de oro y los sellos del cargo en una ceremonia oficial ante la Ventana de las Apariciones de manos de Akhenatón y Nefertiti, mientras el Padre de Dios Hotep miraba altivo. Comenzaría a trabajar en los nuevos edificios del palacio de Atón, donde mis estancias se encontraban junto a las de Ay. Éste también había recibido nuevos honores, incluyendo el título de Comandante de los Carros de Guerra de Min. Mi amo nunca me dijo por qué había sido yo el elegido o por qué habían tardado tanto en dar a conocer tan importante nombramiento. Ay lo hizo durante el siguiente banquete mientras comíamos una serie de exquisiteces cocinadas al estilo de Canaán sobre carbón cubierto de hierbas. Los platos eran servidos por muchachas sirias vestidas con los símbolos de Hathor, la Señora de la Alegría.

—Mahu —dijo Ay hablando por encima de su copa—, eres un alma astuta y aceptas que lo que nuestro príncipe desea tenga fuerza de ley, y eso me ha convencido.

¡De modo que había sido él quien había retrasado mi nombramiento! Yo estaba demasiado borracho para responder y, además, el collar de oro que llevaba en el cuello pesaba mucho. Los otros niños de la Kap se ocupaban de brindar por mí. Horemheb y Ramsés, resplandecientes con sus uniformes de oficiales de la guardia, parecían delgados y en forma después de una temporada en las Tierras Rojas persiguiendo y matando a hombres fuera de la ley que vivían a costa de las caravanas. Huy estaba ausente, ya que había sido enviado como embajador al otro lado del Sinaí. Como soldados profesionales, a Horemheb y Ramsés les interesaba mucho el tema. Se quejaron de la creciente inactividad de las tropas de frontera de Egipto para contener el descontento entre sus clientes al otro lado del Sinaí, especialmente ante el poder cada vez mayor de los hititas. Maya también estaba en calidad de asistente de Hotep. Se le veía regordete y atractivo con sus perfumadas vestiduras.

—Maquillado y enjoyado —susurró Ramsés— como una puta.

Maya mantenía la distancia lo mejor que podía. Todavía tenía que decidir qué camino iba a seguir. Pentju y Meryre trataban despóticamente a todos, dos estúpidos sabios saturados de vino y de su propia importancia. Pentju parloteaba de la luz de su vida, la dama Tenbra a quien había impresionado con su riqueza y su posición, de modo que esperaba hacer un buen matrimonio.

Por supuesto, había bastantes distracciones en el banquete. Todos tuvimos que aplaudir a Akhenatón cuando dirigió su Orquesta Hitita del Sol, ya hábiles con el laúd, el oboe, el arpa y el címbalo. Los miembros de este singular grupo tenían su propio alojamiento y ya no parecían tan extraños con sus pesadas pelucas, ropajes femeninos y los rostros llamativamente pintados. Pronto aceptaron su destino de consagrados al dios, a la vez que veían a su excéntrico director como la reencarnación de éste. Vitoreamos como si hubieran sido inspirados por la misma Hathor. Tocaron medianamente bien. Nefertiti, echada sobre almohadones con sus bebés jugando a su alrededor, comentaba divertida que era mejor que los hititas se dedicaran a otra cosa.

El banquete terminó, como ocurre en similares circunstancias, entre brindis de borrachos y falsa afabilidad. Sin embargo, todos sabíamos que había que esperar. Qué debíamos esperar era algo que todavía no nos había sido revelado. ¿A que el Magnífico viajara al Horizonte Lejano? ¿A que Akhenatón mostrara su rostro públicamente ante el pueblo? ¿A que se enfrentara a aquellas fuerzas tan implacablemente contrarias, tanto en la corte como en el templo? Fue una época de mucho trabajo para mí, ya que tomé mis nuevas funciones con toda seriedad. El descontento e incertidumbre se gestaban bajo la superficie de la elegante vida llena de color de la corte.


Mi alianza con Sobeck se formalizó y reforzó. En aquel entonces se definía a sí mismo como Señor de Am-Duat, Rey del Mundo Inferior, la Tebas oculta, una ciudad de ladrones, rateros, charlatanes, crueles bandas, asesinos, alcahuetes y prostitutas. No iba a intervenir en sus asuntos, y él me ayudaría mientras tuviera cuidado de no cruzar los límites que yo había trazado.

Heredé a dos asistentes en el este y el oeste de Tebas, pero pronto los reemplacé por comerciantes y amigos de Sobeck, duros oponentes de Rahimere, el alcalde de Tebas, y del sumo sacerdote Shishnak. Me mantenían al tanto de todo de manera puntual, en una corriente de información proporcionada por criados, vendedores ambulantes, trabajadores de la Necrópolis, mercaderes y espías, así como por los Medjay, los exploradores del desierto y los guardianes del río. Todos los rumores y los chismes de Tebas llegaban a mi departamento. Sobeck complementaba esto, y pronto me gané una reputación de despiadada eficiencia. Los visitantes que venían de los Desiertos Oriental y Occidental eran recibidos por una hilera de estacas con los cadáveres empalados de proscritos, bandidos, piratas de río y ladrones de tumbas. Violadores de domicilios, asaltantes y ladrones de mercados recibían justicia rápida en los tribunales, y las marcas con hierros candentes, los azotes y las ejecuciones eran llevados a cabo en público, generalmente en la escena del crimen. Los objetos robados eran rápidamente recuperados. Sobeck recibía una paga por estas cosas, y la recompensa ofrecida por las cabezas de esos malhechores. Celebró mi nombramiento diciéndome que bebiera vino una tarde determinada en la terraza más alta del palacio que daba a la ciudad. Lo hice y bebí el mejor vino de mi bodega mientras veía el fuego luminoso de la casa de mi tía Isithia, que se consumía en llamas. Brindé y lancé vivas al feroz brillo rojizo en el cielo. Sobeck también me enviaba información sobre los sacerdotes del templo, aquella manada de hipócritas de sepulcros encalados. Los cabezas afeitadas, liderados por Shishnak, estaban comprando armas y armaduras, incrementando su guardia y contratando a mercenarios de tierras tan lejanas como las Islas del Gran Verde. Por supuesto, los mantenían a todos fuera de Tebas y los alojaban en sus enormes propiedades a lo largo del Nilo. Advertí a Ay. Sólo se encogió de hombros.

—Mahu, la carrera todavía no ha comenzado. —Y regresó a los informes de sus espías que detallaban la gran riqueza de Amón.


En el palacio, Akhenatón resultó ser un padre afectuoso y un cariñoso marido. Entre nosotros se había producido un cierto distanciamiento, incluso cierta frialdad, pero eso era atribuible tanto a la influencia de Ay como a la atención que prestaba a sus esposas y su familia. Al principio, su suegro, como él mismo lo confesó, había estado en contra de mi nombramiento para el cargo de Jefe de Policía. Él habría querido que fuera ocupado por otro miembro del grupo de Akhmin.

—No es nada personal, querido muchacho —susurró Ay—, pero en la vida la sangre siempre se coloca en primer lugar.

En otras áreas Ay no fallaba. Cada vez que había un puesto vacante, el nombramiento recaía en algún miembro de su familia. Si el Magnífico trataba de oponerse, la reina Tiye siempre suavizaba las cosas.

De todas maneras, no fui totalmente ignorado. Akhenatón salía en ocasiones a pasear conmigo. Hablaba bastante o, más bien, me daba clases sobre Atón, su cercanía al dios y la verdad de su destino. Yo percibía que él se contenía debido a la influencia de Ay y Nefertiti, aunque a veces la verdad salía a la luz. Hablaba de sueños y visiones en los que era visitado por Atón, o de cómo había volado sobre las alas de un águila más allá del Horizonte Lejano.

—He volado por encima del Verde Eterno, Mahu. —Akhenatón, erguido, se alzaba con las manos entrelazadas y los ojos entrecerrados—. He visto directamente la visión perdurable.

En otras ocasiones no era tan expresivo. Se mostraba brusco en su discurso, se tambaleaba al caminar, lento en sus pensamientos e incluso indeciso en todos sus movimientos. Me preguntaba si sus experiencias místicas, así como sus periodos de depresión, no serían el resultado de las pociones y polvillos de Nefertiti. En los dos años siguientes a mi nombramiento como Jefe de Policía, Nefertiti se quedó embarazada dos veces más, un tema del que Akhenatón se vanagloriaba. Aunque esperaba desesperadamente el nacimiento de un varón, supo ocultar la decepción ante el nacimiento de una tercera y una cuarta hija.

Nefertiti asumió plenamente su papel de esposa y madre, aunque no por ello dejaba de reunirse permanentemente a puerta cerrada con Akhenatón y su padre para soñar y hablar del cambio y la revolución en Egipto. Ah, sí. Siempre fue y siguió siendo encantadora, atractiva, de figura elegante, gentil y buena. Sin embargo, cambió, de manera imperceptible al principio. Esta transformación se manifestaba en cierta arrogancia en su apariencia, sus gestos y su discurso. Podía ser abiertamente desdeñosa con la Gran Reina Tiye, mientras que la creciente obsesión del Magnífico con su hija mayor era motivo constante de su burla y sus bromas soeces. En las ceremonias oficiales, las cosas habían cambiado. Ya no había risitas o susurros burlones sobre el Grotesco, sino abiertas burlas dirigidas a Sitamón, que se regocijaba de su posición de Gran Esposa de su propio padre. Tiye parecía haber abandonado todo intento de oponérsele, contentándose con ocultarse en las sombras y ejercer todo el poder secreto que pudiera. A veces, cuando el nombre de Sitamón era mencionado en algún banquete o alguna reunión del Círculo Real, Tiye buscaba mi mirada, evocando los recuerdos de la noche en que había espiado en la Casa del Amor mientras escuchaba el siseo de sus instrucciones sobre lo que debía ocurrir si Sitamón alguna vez concebía un niño. Yo le devolvía fríamente la mirada, con la silenciosa esperanza de que Tiye, con sus pociones y sus poderes, hiciera su parte para asegurar que el vientre de su hija mayor siguiera siendo estéril.

Por supuesto, ni Nefertiti ni Akhenatón habían olvidado a Shishnak, el sumo sacerdote. El apoyo de aquéllos a Atón se hacía cada vez más notorio. La construcción del santuario de Atón continuaba en Karnak y tanto mi amo como su esposa la visitaban con frecuencia, pasando majestuosamente delante de los cabezas afeitadas, deteniéndose para comentar cómo se podían grabar en alguna entrada, alguna columna, alguna pared o algún pilono las inscripciones para Atón. Era todo una parodia. Akhenatón tenía su propio altar del sol dentro de los terrenos de su palacio. También viajó a las Tierras Rojas del oeste, a un lugar llamado Valle de las Sombras para venerar a su dios. En algunas ocasiones lo acompañé a ese lugar. Siempre me sentí incómodo, como si lo que estaba a punto de ocurrir allí de algún modo se extendiera retrocediendo desde el futuro para tocar mi alma y poner en guardia a mi corazón. El valle mismo era estrecho y sombrío, laderas escarpadas con sus flancos cubiertos de salientes rocosos de esquisto, ásperos espinos y zarzas. Tenía sólo una entrada, un paso angosto que caía abruptamente sobre un sendero zigzagueante que se curvaba y retorcía como una serpiente, para terminar en un lugar sin salida cubierto de rocas sobre las que se elevaba el Disco Solar.

Siempre consideré que el valle era un sitio frecuentado por fantasmas con sus cuevas y huecos a ambos lados. Akhenatón lo veía como un lugar sagrado. Levantó un altar pequeño en el extremo más lejano, al pie de los despeñaderos escarpados, para ofrendar pan y vino a Atón. Salía en su carro de guerra, con algunos guardias de palacio y la compañía y séquito de Snefru detrás de él. Cerraban la entrada mientras él se adelantaba conmigo, Nefertiti y, a veces, Ay a lo largo del valle hacia lo que él llamaba «su santuario ante el Disco Solar». Tales visitas eran una experiencia siniestra realizada a esa luz fantasmal que separa la noche del día. Los arbustos y las rocas se convertían en monstruos amenazadores o en escondite de algún enemigo secreto. Hice explorar todo el valle. Los Medjay informaron de que brujas y hechiceros se reunían a menudo en aquellas cuevas para practicar sus ritos de medianoche. No me resultó difícil creerlo. Una mañana sentí olor a humo y aquel mismo día envié a Snefru para que investigara y me informara. Éste confesó que estaba asustado, no tanto por los restos humanos que habían encontrado en una cueva, ya que debían de ser muy antiguos. Aseguraba que la amenaza oculta en el valle podía percibirse incluso a la radiante luz del día. Le aconsejé a Akhenatón que buscara un lugar diferente. Perdió la paciencia y me gritó que yo era un ignorante y un tonto. Después se disculpó dulcemente, preguntándome cómo era posible que yo supiera dónde se volvía tan fino el velo que se extendía entre él y su dios.

A Khiya nunca la llevaban a tales peregrinaciones, aunque se mostraba sumamente interesada en la religión de su esposo. Con frecuencia venía apresuradamente por los senderos del jardín para acercarse a mí y hacerme una serie de preguntas, con sus inocentes ojos en su hermosa cara redonda, sobre los dioses y los templos de Egipto.

—¿Quién es Mut? —preguntaba—. ¿Cuál es su relación con Amón? ¿Es Khonsu hijo de ambos? ¿Están en un escalón más alto que el dios de la tierra, Geb? ¿Es el Disco Solar un dios o sólo un símbolo?

A pesar de sus expresiones de perplejidad y su abierta disposición a aprender, ella me preocupaba, pero permanecía cerca de mí, enviándome regalos en el Año Nuevo y los días de fiesta. Siempre se ocupaba de Karnak para jugar con él a medida que se iba convirtiendo de un cachorro chillón a un perro de caza musculoso, de pelo marrón con patas veloces, una mandíbula fuerte y ojos feroces. Me seguía a todas partes.

Khiya también desarrolló un cariño especial por Djarka, «mi segunda sombra», como lo llamaba celosamente Snefru. Un atractivo adicional de Djarka para Khiya eran los conocimientos profundos que éste tenía sobre hierbas y su amor por los jardines, tan intenso como el de Nefertiti. Khiya y su doncella insistían para que Djarka les enseñara los nombres y las propiedades de las distintas flores y hierbas. Ella siguió siempre sonriente, mientras que Nefertiti se hacía cada vez más arrogante y distante, resaltando su posición y sus derechos como Gran Reina. Khiya se sometía a todo aquello, aceptando los desaires, más preocupada por sus hierbas o por mejorar sus conocimientos de la lengua egipcia. Estaba muy interesada en la poesía amorosa, que solía recitar cuando la Orquesta del Sol tocaba suavemente como acompañamiento de fondo. A Nefertiti le molestaban esas ocasiones pues en ellas Khiya, que tenía una voz hermosa, adquiría un espacio propio. Todavía puedo recordar algunos versos que siempre encandilaron mi corazón.

¡Qué paraíso podría ser

si los deseos verdaderos de nuestro corazón

se hicieran realidad

cuidar sólo de ti,

en un eterno jubileo!

A veces la máscara de Khiya resbalaba y sufría las consecuencias. Me mostró una vez contusiones en sus brazos y hombros, resultado de los arrebatos violentos de Nefertiti, que se intensificaban a medida que sus embarazos avanzaban. En otra ocasión, Khiya se acercó y se sentó sobre un pequeño taburete observándome mientras redactaba una proclama.

—¿Qué es eso? —Señaló los jeroglíficos de la hierba que se agita.

—Ése es seket… significa «campo».

—¿Y heb?

—Un cuenco de alabastro para beber.

—¿Puedes traerme algo para beber, Mahu? —Puso sus delicados dedos sobre mi muñeca—. No, vino no —sonrió—. Ahora no. El jugo de la amapola que viene desde la isla del ensueño para que yo también pueda volar sobre alas de águila.

Retiré la mano. Recordé al Magnífico con sus muslos pesados, el trasero caído y la espalda cubierta de grasa, moviéndose adormilado para encontrarse con aquella misteriosa mujer en las sombras. ¿Sería Khiya? ¿Había venido buscando el preciado opio que tanto le gustaba al Magnífico?

—Su Excelencia —repliqué formalmente—, si yo bebiera ese jugo, también tendría alas de águila.

Khiya nunca más hizo referencia al tema. Le pregunté a Djarka qué pensaba.

—Como tú, mi señor —el título siempre tenía un tono de burla—, Khiya es un espectador envuelto en el torbellino de esta danza frenética.

—No hables con acertijos.

—No lo hago, mi señor Mahu. ¿No has deseado alguna vez ser un caballero tranquilo que lleva una vida simple pero buena, con una esposa y una familia?

—No sé si podría. El árbol crece según cómo se haya plantado —cité el proverbio que había usado con Sobeck.

—No somos árboles, mi señor Mahu, sino almas que eligen, que toman decisiones.

—En ese caso, yo he tomado la mía. O he dejado que la tomen por mí. No puedo, no quiero dejar la danza.

—¿Nunca?

—No, no, no. Nunca.

Con frecuencia pensé en esa respuesta, pero Djarka decía la verdad. A pesar de mis mejores esfuerzos, yo era un espectador, un observador, como cuando miré a través del agujero secreto la Casa del Amor del Magnífico. ¿Pasaría mi vida espiando a personas como Akhenatón y Nefertiti? ¿O formaría parte de sus vidas incluso cuando las observaba? Llegué a la conclusión de que ambas posibilidades eran ciertas y hablé de ello muchas veces con Djarka. Pronto demostró su valía. Era un buen compañero que entibiaba mi corazón y aliviaba el frío amargo de mi alma. Era el hermano menor a quien habría amado o el hijo que podría haber tenido. Oh, era despiadado también, por supuesto, y podía matar en un abrir y cerrar de ojos. Mi gratitud hacia él por salvarme del asesino en el Nilo era ilimitada, pero había algo más en Djarka que el hecho de ser un buen soldado, un buen guardia con un corazón sincero y agudo ingenio. Se convirtió en mi sirviente más cercano, en un servidor de confianza, en un representante fiel y en lo más parecido a una familia que jamás he tenido. Djarka tenía un sentido del humor cínico, una actitud irónica hacia el mundo. No confiaba en nadie, ni siquiera en sí mismo, pero era honesto. A diferencia de mí, creía en una vida después de la muerte y en un dios que todo lo ve y omnipresente, un concepto que nunca pude comprender o aceptar. Pronto aprendió que la teología me aburría y cambiaba rápidamente de tema. Era un arquero excelente y un experimentado hondero, aunque era inútil con los caballos.

Akhenatón viajaba en ocasiones Nilo arriba en la barcaza La gloria de Atón para visitar el lugar sagrado, como había hecho años antes. Nunca me invitó a acompañarlo. Sólo iban con él Ay, Nefertiti y sus niñas, protegidos por los guardianes del palacio de Nakhtimin, a los que nunca se les permitió desembarcar. Durante esas ausencias yo salía en un carro de guerra con Djarka como compañero. Galopábamos por los límites del desierto, con Karnak corriendo detrás de nosotros, tratando de mantenerse cerca sin perderse en una nube de polvo. Lanzaba yo el carro en una furiosa carga, con las ruedas chirriando, el carruaje balanceándose y los caballos a todo galope. Corríamos sobre el suelo duro hasta que los caballos quedaban exhaustos. Después comíamos, bebíamos y hablábamos de los asuntos de la corte. En otras ocasiones cazábamos gacelas o antílopes. Yo guiaba el carro y Djarka iba a mi lado, con los pies separados y su gran arco sirio tenso, y Karnak trotaba junto a nosotros, listo para traer nuestra presa herida. Me encantaba la cacería en sí misma, pero también era una ocasión en la que podíamos hablar, lejos de paredes y ventanas, libres de sirvientes y escuchas ocultos. Djarka no cesaba de elogiar a la Gran Reina Tiye, a quien veneraba. Sobre Akhenatón no hacía comentarios, salvo alguna pequeña observación muy similar a las de Sobeck.

—Tiene un destino. Nuestro príncipe tiene una visión para Egipto mejor de lo que ha sido antes, pero debe recordar que él no es esa visión, sino sólo su profeta.

Cuando nuestra amistad creció, Djarka se volvió más mordaz acerca de Ay y de Nefertiti. Era consciente de mi enamoramiento de la princesa, pero confiaba en mí, no vacilaba en despreciarlos considerándolos «ladrones del Mundo Inferior». Yo discutía esas opiniones, pero nunca pude hacerlo cambiar de idea.

—Son oportunistas —me decía—, enamorados del poder, como toda la banda de Ahkmin.

—Tienes prejuicios.

—Y tú estás enamorado, Mahu… algo peligroso para un Jefe de Policía. La pequeña Khiya sabe la verdad —añadió—, ésa es la razón por la que mira haciéndose la tonta. ¿Por qué crees que confían en ti? Porque saben que te controlan. Tú eres de su propiedad, en cuerpo y alma.

Tales argumentos se hacían intensos, pero al final Djarka sólo se reía.

—A fin de cuentas —concluía—, Akhenatón será quien decida.

En otras ocasiones hablábamos de las crecientes tensiones en Tebas, un dolor sordo y constante que nunca desaparecía. Djarka era siempre solemne sobre este tema.

—Coincido con la reina Tiye —susurraba—. Cualquier cosa que hagamos terminará en derramamiento de sangre.

Los meses siguieron a los meses, las estaciones a las estaciones, los años a los años, siempre llenos de rumores y chismes. Ya me había acostumbrado a ello. Cuando finalmente los derramamientos de sangre llegaron, comenzaron de manera suave, casi imperceptible, como ocurre con la lluvia cuando aparece una simple nube, del tamaño de la mano de un hombre, en el cielo azul brillante. En el segundo mes de Peret, la Estación de la Siembra, nuestra nube hizo acto de presencia. Llegó un mensaje de Sobeck para que me reuniera con él en el Oasis de los Desconocidos, en las Tierras Rojas del oeste. Me esperaba a mí y a Djarka rodeado de sus hombres escorpión, armados hasta los dientes, vigilando el oasis de palmeras moribundas mientras el pozo que alguna vez las había regado se secaba lentamente. Sobeck me acompañó hacia lo más profundo del oasis, mientras Djarka desenganchaba los caballos para llevarlos a la sombra. Los hombres escorpión de Sobeck iban de un lado a otro conversando y admirando el carruaje y nuestros arneses.

—Escucha esto, Mahu. —Sobeck puso un brazo sobre mis hombros—. Uno de mis conocidos, un mercader que intercambia pieles de animales con los libios, me ha traído el inquietante rumor de que una de sus tribus más poderosas se está trasladando al sur.

—Los libios siempre están haciendo eso, buscando algún punto débil.

Sobeck alzó una mano.

—Éstos están comprando armas, carros y caballos de guerra y no están usando pieles de animales para el trueque, sino esto. —Abrió su puño izquierdo. El pequeño lingote de oro de seis lados brilló a la luz del sol. Lo agarré y lo sopesé en mi mano—. Oro puro —confirmó Sobeck—. Recién acuñado, sin marcas. Los libios lo están usando para comprar armas a los mercenarios a lo largo de la costa del Gran Verde.

—Esto viene de Egipto —respondí—. ¿Es posible que sólo estén usando unos pocos?

—Mi amigo el mercader dice que los libios tienen mucho… y hay más. —Sobeck señaló la lejana neblina de calor—. Mi amigo se sintió más extrañado cuando esta tribu o clan… o al menos sus guerreros, unos quinientos en total, desaparecieron totalmente de sus terrenos de caza habituales. ¡Bien! —Jugó con el aro del lóbulo de su oreja—. Finalmente, mis espías se han enterado por las mujeres de que, hace diez días, estos guerreros se trasladaron al Desierto Oriental. Todavía están allí, un grupo en pie de guerra con armas y provisiones.

—¿Y qué hay de nuestros exploradores y nuestras patrullas?

—¿A qué distancia llegan, Mahu… cuarenta, cincuenta kilómetros como máximo? Los libios están más lejos.

—Las Tierras Desiertas del este están tranquilas.

—Precisamente. Uno no espera descubrir a un ejército libio al otro lado del Nilo. —Sobeck mostró una gran sonrisa—. Además, probablemente se han separado en pequeños grupos. Oh, bien. —Se acarició su vientre plano, secándose el sudor—. Te he traído un regalo… bueno, realmente dos regalos.

Alzó la voz a través del oasis. Un hombre escorpión vino rápidamente, puso dos baldes de cuero a los pies de Sobeck y levantó las tapas. Me estremecí ante el olor putrefacto de las dos cabezas cortadas. Las moscas, como torbellinos de puntos negros, salieron zumbando.

—Creo que ya os conocéis. —Sobeck levantó la cara del anciano, el asesino de los Chacales. Le había contado todo a Sobeck y le ordené que eliminara al clan entero—. Oh sí, sobrevivió. —Golpeó uno de los dientes amarillos y hundidos—. Lo atrapé refugiado en una aldea al sur de Tebas. Es el último, de modo que no habrá ninguna deuda de sangre. —Lanzó la cabeza como una pelota sobre la arena y sacó la segunda, un libio con pelo largo, piel morena, nariz puntiaguda y labios carnosos, una cara serena, en calma, sin el horror que presentaba la del anciano asesino—. Mi amigo el mercader se quedó tan intrigado, que despertó mi curiosidad. Contraté a algunos de mis errantes de la arena para buscar mucho más allá del área patrullada por los escuadrones de carros de guerra. Atraparon a tres exploradores. Mataron a dos, pero éste —lanzó la cabeza como había hecho con la otra— fue traído con vida. Lo interrogué, con la ayuda de un poco de fuego.

—¿No los van a echar de menos? —pregunté.

Sobeck sacudió la cabeza.

—Los libios están viajando por un terreno desconocido para ellos; es muy común que los exploradores y los guías se pierdan. De todos modos, habló antes de morir. Su grupo de guerreros había sido sobornado con oro, plata, piedras preciosas y cualquier botín.

—¿Por quién?

—No lo sé. Tiene que ser alguien muy poderoso —continuó Sobeck—. Piensa, Mahu, quinientos guerreros cruzando el Nilo. Necesitaron barcazas, alguien que los guiara al otro lado.

—¿Y el prisionero te lo dijo?

—Cruzaron justo sobre la primera catarata.

—Un lugar desolado —comenté—. Ni tierra negra ni plantas.

—Allí fue donde fueron encontrados los exploradores, en una zona donde no hay ninguna mina y muy pocas patrullas… un lugar árido y desolado. Alguien debe de haber suministrado las barcazas y un embarcadero solitario, así como mapas de los pozos y manantiales. De todos modos, yo ya estaba realmente intrigado, así que llevé a mis guardaespaldas por el Nilo y encontré las barcazas todavía amarradas allí.

—¿Así que los libios tienen una manera de regresar?

—Quinientos luchadores, Mahu, guerreros. Muy bien armados, sobornados con oro y provistos de barcazas y mapas, escondidos en un lugar donde a nadie se le ocurriría buscarlos. ¿Qué van a atacar?

—No puede ser Tebas, es demasiado poderosa.

—El Malkata está en la ribera este —susurró Sobeck—, lo mismo que el palacio de Atón.

—Ambos están bien protegidos.

—¿Contra una agresión repentina?

Un estremecimiento me atravesó la nuca, enviando un escalofrío hacia mis hombros. Miré las cabezas cortadas, metidas en la arena. Los buitres ya estaban revoloteando sobre nosotros.

—No es el Malkata —repliqué—. Es el Valle de las Sombras, en las Tierras Rojas del este. —Le conté las peregrinaciones de Akhenatón a lo que él llamaba su santuario sagrado.

—Ah, bien. —Sobeck sacó y guardó su daga varias veces de su funda de cuero repujado—. Ahora pasamos a otra cosa. —Señaló hacia el oasis—. ¿Confías en Djarka?

—Absolutamente.

—¿Por qué, qué sabes de él?

—Es un miembro de los sheshnu —expliqué—. Uno de esa tribu. Un buen cazador, fiel y leal a la Gran Reina Tiye.

—Pero le confiarías tu vida. ¿Por qué?

—Me recuerda a ti, Sobeck.

—¿Cómo soy ahora?

—Como eras antes.

Sobeck miró hacia otro lado.

—Bien, bien —farfulló—. Pero no confíes en Snefru.

—¡No! —Grité y di un paso hacia atrás—. No, no. ¿Snefru?

Djarka, que estaba hablando con los hombres escorpión, se volvió alarmado, mientras su mano iba al carcaj que estaba a sus pies. Le hice un gesto de que todo estaba bien.

—Sí, Snefru. —Sobeck se estaba divirtiendo—. Ha estado con los cabezas afeitadas de Amón.

Miré la cabeza cortada del líder Chacal. No podía distinguir sus facciones, ya que los ojos y la nariz estaban enterrados en la arena pero, por un momento, pensé que su boca se estaba riendo.

—¿Cuál es el problema, Mahu?

Recordé el momento de subir a la chalana del asesino.

—Siempre me pregunté —respondí— cómo me habían reconocido. Por supuesto, yo llevaba la capa de Snefru, llamativa, como la de un errante del desierto.

—Bien, pues ahora lo sabes. —Sobeck levantó las manos en un ademán de paz—. Te acordarás de mí, Mahu.

Me acerqué.

—¿Por qué te acordaste de mí, Sobeck? ¿Por qué estás haciendo esto?

—Por lo que fui, por lo que soy. —Apenas sonrió—. Si tú vas a la oscuridad, Mahu, entonces yo también iré. Paz, amigo. —Se alejó—. Observaré con interés lo que va a ocurrir.


Djarka y yo nos ocupamos de Snefru ese mismo día, cuando ya la oscuridad había caído. Haciendo grandes esfuerzos para controlar mi cólera, le pedí que viniera conmigo a dar un paseo por los terrenos de palacio, hacia los árboles, no lejos de donde Ay había envenenado al escriba Ineti. Hablé sobre lo que íbamos a hacer por la mañana, sobre lo que había que comprar en Tebas. Cuando se presentó la oportunidad di un paso atrás y lo dejé sin sentido golpeándolo con el palo que había escondido en los pliegues de mi túnica. Rápidamente Djarka sujetó las manos y los pies del hombre, mientras seguía inconsciente, y los ató a unas estacas clavadas en el suelo, a la vez que le metía un trapo mugriento en la boca. Lo dejé agachado a su lado mientras yo regresaba a palacio. Registré su habitación. Encontré lo que estaba buscando en una cavidad en la pared, oculta junto a la cama: una bolsa de cuero llena de los mismos lingotes que Sobeck me había mostrado, así como un pase que le permitía la entrada a los recintos interiores del templo de Amón.

Cuando regresé, Snefru ya había recobrado el conocimiento y Djarka había colocado un pequeño recipiente de alabastro con aceite junto a su cabeza. Sentí una punzada de compasión ante aquellos ojos llenos de miedo, aquella cara grotesca, con cicatrices, retorcida por el dolor. Djarka ya se había ocupado de cortarle las mejillas, brazos y piernas con una daga afilada como una navaja. La sangre resbalaba. Retiré la mordaza.

—Puedes gritar, Snefru, pero si lo haces, alguien podría oírte y tendré que volver a ponerte la mordaza. ¿Tengo que decirte adónde vamos? A las Tierras Rojas, ya he abierto el agujero. Te enterraré vivo. Estás sangrando, de modo que los leones y las hienas se acercarán y te olfatearán y…

—Amo, amo —farfulló Snefru.

—Nada de amo —respondí mientras me agachaba junto a él—. Encontré el pase y también el oro. Estoy enterado de los movimientos de los libios y de tus reuniones con los cabezas afeitadas. Lo único que puedes decidir, Snefru, es si vas a morir rápidamente y en silencio aquí, o allá en las Tierras Rojas. Gritarás y aullarás mientras la arena caliente llenará tu boca y tu nariz. Las fieras olfatearán tu sangre y te desenterrarán, como un jabalí oculto en su madriguera.

—¡No sé nada! —gritó Snefru, con su cuerpo tirando de las correas mientras Djarka, agachado en el otro extremo, le hacía cortes en el brazo.

—¿Por qué, Snefru? —pregunté—. Yo confiaba en ti.

—Antes. —Snefru miró furioso a Djarka.

—Oh, es más que eso —repliqué.

—Los cabezas afeitadas. —Snefru lanzó un suspiro—. ¿Una muerte rápida, amo?

—Muy rápida, apenas un latido.

—Hace dos meses —confesó Snefru—, uno de sus acólitos se acercó a mí en el mercado de Tebas. Me llevó a una taberna y me dijo que ellos sabían la verdad sobre Imri y cómo él y los otros habían muerto. Me juró que algún día me castigarían crucificándome sobre las murallas de Tebas. Dijeron que el Grotesco —Snefru tosió— era un hereje, que pronto sería enviado al Mundo Inferior para recibir su merecido. Me ofrecieron una granja, oro, la protección de Amón.

—¿Qué… sólo por la información? —Me burlé—. Snefru, tú sabías muy poco. Háblame de los libios —insistí.

—Todo lo que me dijeron fue que un día, muy pronto, Akhenatón iría al Valle de las Sombras.

—Y tú irías con él —interrumpí—. Tú y el resto cerraríais la entrada al valle.

—Los libios iban a atacar —continuó Snefru—. Yo debía llevar un trapo azul atado al brazo izquierdo y esconderme.

—Y los libios entrarían, matarían a tus compañeros, para luego asesinar al príncipe y a quienes estuvieran con él.

—Hay más. —Snefru aclaró su garganta y Djarka retiró el cuchillo—. Si fuera posible, atacarían este lugar.

—¿El palacio de Atón?

—Una incursión nocturna para matar y quemar todo lo que pudieran antes de retirarse río abajo.

Golpeé a Snefru en la cara.

—Por supuesto —susurré—. Y los escuadrones de carros de guerra buscarían en el Desierto Oriental, pero los libios regresarían por el otro lado del Nilo.

—Si es que se enviaba algún escuadrón de carros de guerra —añadió Djarka—. Si nuestro príncipe estuviera muerto, junto con Ay y Nefertiti, y también nosotros mismos, se produciría alguna demora, causada por la confusión y el caos.

—¿Quién está detrás de esto? —pregunté.

—Siempre me reuní con el mismo sacerdote. —Snefru lanzó un grito cuando Djarka le hizo otro corte en el brazo—. Me traía mensajes y oro. Ya habían elegido el día. Sería muy pronto.

—Conozco el día que habrían escogido —gruñí—. Nuestro príncipe es famoso por ignorar deliberadamente los decretos del templo. En un día desfavorable, cuando todos se quedan en su casa, él insiste en salir mucho antes del amanecer para venerar a su dios.

Snefru asintió con la cabeza.

—¿Los demás? —preguntó Djarka—. ¿Tus compañeros?

—No saben nada. —Hizo una mueca de dolor cuando Djarka cortó otra vez—. Son inocentes. —Entonces empezó a llorar. Sus lágrimas caían por sus mejillas surcadas de cicatrices.

Me puse de pie, secándome el sudor del cuello.

—¿Y yo, Snefru? —Lo miré furioso—. Me diste tu capa… la señal para los asesinos contratados por Amón… yo, tu amigo… tu amo.

—No tuve elección —masculló—. Los cabezas afeitadas querían eliminarte y también asustar al Grotesco. Conocían tus viajes secretos a Tebas, me dijeron que te prestara una de mis capas… —Empezó a sollozar.

—¿Quieres saber algo más, mi señor? —preguntó Djarka.

—No —repliqué—. Sólo le habrán dicho el momento y el lugar. Todo lo demás estaba a cargo de otros.

Caminé hasta donde Karnak yacía obedientemente bajo un árbol, mirando en silencio lo que estaba ocurriendo. Se levantó y yo me agaché para acariciarle el hocico.

—¡Mátalo, Djarka! —grité.

Mi sirviente cantó unas pocas líneas de un himno que no pude comprender. Cuando terminó, Snefru emitió unos ruidos sordos para ahogarse cuando su garganta fue cortada.

—Deshazte del cadáver. —Me levanté y le hice un gesto a Karnak para que me siguiera—. Ah, Djarka. —Lo miré a través de la oscuridad—: Dile a los demás que trabajaban con Snefru que su jefe ha sido enviado a una misión importante y que estará ausente al menos durante un mes.

—¿Y? —preguntó Djarka, adelantándose mientras guardaba su daga.

—No se puede confiar en ellos —respondí apesadumbrado—. Ante la menor duda, deben morir.


Al día siguiente por la tarde, cuando el calor se desvanecía, a solicitud mía me reuní con Maya en una casa de placer dirigida por uno de los lugartenientes de Sobeck. Era un lugar exquisito con una fuente cantarina en un patio de piedra blanca. La sala interior estaba magníficamente decorada con columnas y las paredes pintadas con hermosas y sugerentes escenas que retrataban a hombres jóvenes en diferentes posturas. Me encontré con Maya en una de las estancias de amor que se abrían a la sala. Tenía el suelo recubierto con refrescantes mosaicos, sus paredes estaban pintadas con un suave color verde y el techo era de un color azul oscuro con estrellas de plata y una luna de oro. En el centro había una gran cama con patas esculpidas en forma de cabezas de leones.

—¡Vaya, Mahu! —Maya miró con admiración a su alrededor—. No pensaba que compartiéramos estos gustos.

—No los compartimos —respondí, haciendo un gesto hacia un rincón donde había almohadones amontonados alrededor de una mesa—. Pero éste es un lugar tan bueno como cualquier otro para conversar. Creo que es mejor que te relajes.

Nos sentamos y nos sirvieron deliciosos platos de ganso y codornices, fuentes de pescado asado y vino de las mejores viñas. Hermosos jóvenes, con bucles que les caían a los lados de la cara, vestidos con un mínimo taparrabos, pequeñas perlas colgadas en sus orejas y collares y brazaletes a juego, atendían solícitos todos nuestros deseos. Maya se estaba divirtiendo. Se había vuelto más gordo y más astuto todavía. Comió y bebió bien, toqueteó a los muchachos, se reclinó hacia atrás, acariciándose la panza y mirando hacia el techo.

—Si quieres saber algo, Mahu, la respuesta es que no sé nada. Y ahora me gustaría probar las otras exquisiteces de esta casa, pero preferiría hacerlo a solas, salvo que te guste mirar.

—¿Sabes quién es el dueño de esta casa? —pregunté.

Maya aflojó la faja que le rodeaba la cintura y separó sus dedos, admirando la pintura de sus uñas.

—No. Dímelo.

—Kheferu. ¿Has oído hablar de él alguna vez?

—Sí, es un ladrón del mundo de los delincuentes, un alcahuete, un bravucón. —Maya hizo un gesto—. ¿A quién le importa?

—Sobeck —respondí.

Maya dejó caer la mano y miró boquiabierto.

—¿Kheferu? —replicó.

—Kheferu es Sobeck —susurré—. Ha regresado, Maya, y construido su propia fortuna, su propia carrera.

—¿Está aquí? —Maya estuvo a punto de saltar para ponerse de pie, pero presioné su hombro rollizo para que permaneciera en su sitio.

—Puedo organizarte un encuentro con Sobeck, pero él ha cambiado.

—En mi corazón, nunca.

—No es lo que piensas, Maya.

—Me importa un bledo lo que dices, Mahu.

—¿No te importa?

—Estás mintiendo. —Maya se liberó de mi mano—. Te has inventado esta historia para hacerme hablar.

—¿Eso crees? No es sólo para que hables, Maya. Tú trabajas en la Casa de los Secretos. Tú, como Sobeck, como yo mismo, sabemos lo que está ocurriendo en Tebas. Algún día se producirá una sangrienta confrontación entre mi amo y los sacerdotes de Amón. Tendrás que decidir qué bando vas a apoyar.

—La Casa de los Secretos —farfulló Maya— no pertenece a ningún bando.

—¡Tonterías! —respondí—. Y lo sabes bien. Los tiempos de la sangre están ya sobre nosotros, Maya. Sobeck está conmigo. Yo estoy con el príncipe, el legítimo Señor de las Dos Tierras.

—Sólo corregente —replicó Maya.

—¡Tonterías! —repetí—. El Magnífico bien podría estar en el Oeste Lejano. Pasa sus días en una locura de bebida y droga, obsesionado con su hija mayor.

Maya pestañeó sus párpados rodeados de kohl.

—Además —insistí—, ya has decidido. Estás comiendo conmigo.

—Puedo explicarlo.

—¿Puedes? —respondí—. Eres un niño de la Kap, Maya. Si los sacerdotes de Amón ganan, ¿crees que permitirán que cualquiera de nosotros sobreviva?

—¿Quiénes son? —Eso es lo que quiero descubrir. Ahora déjame que te cuente una historia.

Le conté todo sobre Sobeck, el Valle de las Sombras, el oro, los grupos de guerreros libios y la confesión de Snefru. El rostro de Maya se puso de color ceniza; bebía vino, le temblaban las manos. Cuando terminé, permaneció sentado mirando la enorme cama de mal humor.

—No puedo decirte nada.

—Cuando todo esto haya terminado —me acerqué a él, susurrándole al oído—, los amigos y aliados serán promocionados, los enemigos castigados.

Maya estaba atrapado. Yo sabía que era así, pero él tenía que tomar la decisión por sí mismo.

—Estas cosas se mantienen en secreto. —Me miró por el rabillo del ojo—. Tú lo sabes, Mahu.

—El oro —pregunté—. ¿De dónde procedía?

—Oh, eso es muy fácil —respondió—. La Casa de la Plata del templo de Amón. Ellos tienen su propio troquel.

—¿Y cómo lo habrían transportado hasta los libios?

La cara de Maya se frunció en una sonrisa.

—Eso también es sencillo de responder. Hace un año el templo de Amón envió una delegación importante a los libios como demostración del favor de su dios y para promover sus propios intereses.

—Claro —convine—. Y los cabezas afeitadas de Amón son sagrados, sus burros cargados pueden llevar lo que quieran. Ningún guardia se atrevería a registrar sus baúles o cestos… pero ¿y las barcazas?

Maya chasqueó la lengua.

—Eso es lo que quieres saber, ¿verdad? Quieres que busque entre los archivos y los registros. La costumbre es que se escriban órdenes para retirar barcazas.

—Es correcto, y quiero saber quién pidió esas barcazas.

—Eso ya lo sabes —contestó Maya.

—Sí, pero quiero la prueba. ¿Quién dio la orden? —Hice un gesto señalando la jarra de vino—. Voy a sentarme aquí y terminar esto mientras vas y te enteras. Esperaré a que regreses.

Maya hizo ademán de protestar.

—¡Esperaré a que regreses! —dije cortante.

Salió un momento después. Me eché sobre los almohadones y dormí un rato. Me despertó un golpe fuerte en la puerta. Uno de los muchachos sirvientes anunció que mi amigo había regresado. Maya entró apresuradamente. Se había cambiado de ropa y parecía más alerta. Le dio una palmada en el culo al muchacho, cerró la puerta detrás de sí y se apoyó en ella.

—Que los dioses nos ayuden, Mahu, pero en esto estamos juntos.

—¿Las barcazas? —pregunté ansioso.

—El Padre de Dios, Hotep —respondió Maya—. Él dio la orden de reunir las barcazas en embarcaderos diferentes para que las llevaran a un lugar más allá de la primera catarata.

—¿Y la razón?

—Maniobras militares.

—Por supuesto, siempre hay maniobras militares y la orden pronto se olvidaría. —Maya asintió con la cabeza. Me puse de pie—. Así que se trata de Shishnak y Hotep. Y posiblemente ese estúpido gordo de Rahimere, el alcalde de Tebas. —Estiré la mano. Maya la cogió y súbitamente sacó la otra mano, dejando la punta de su daga a pocos centímetros de mi cara.

—No, no te preocupes. —Apartó la daga y se secó el sudor de la frente—. Mahu, si me has mentido, ¡te mataré!

—Si he mentido —repliqué—, no tendrás que hacerlo. Si perdemos en esto, lo perderemos todo. Hay otra cosa, Maya. Tú estabas en el templo de Amón cuando Tutmosis murió. Debías de sospechar que algo no iba bien. Pude darme cuenta de eso.

—Me enteré de algo, pero me lo guardé para mí. —Habló rápidamente, con voz ronca—. Mi espía es un sacerdote lector que se encarga de la ropa sucia del templo. La noche en la que Tutmosis murió le ordenaron que quemara algunas sábanas de lino muy caras. Nunca preguntó por qué, pero las revisó. Estaban cubiertas por una especie de vómito ensangrentado. —Guardó el cuchillo—. ¿Sabes lo que eso significa, Mahu?

Recordé los aposentos del príncipe muerto.

—Las sábanas no tenían ninguna mancha —susurré—. Y lo mismo ocurría en el cuarto de Akhenatón. Tutmosis no murió en su propia cámara. —Mi corazón cambió de ritmo—. Sé lo que ocurrió, Maya. Tutmosis fue a la cámara de su hermano para esperarlo. Mientras estuvo allí debió de beberse el vino envenenado destinado a Akhenatón. Se dio la alarma. Llevaron a Tutmosis a su propia habitación y limpiaron la de Akhenatón, reemplazando la sábana que se había manchado. Los sacerdotes de Amón cometieron un terrible error. Envenenaron al hermano equivocado.

Maya, con su rostro color ceniza, gimió entre dientes.

—¿Qué harás, Mahu?

—No tengo elección —respondí—. Pero te digo una cosa, Maya. Informa a la Casa de los Secretos hoy y mañana, pero, al tercer día, mantente bien alejado. Escóndete para protegerte de la próxima tormenta.