Capítulo 8

Tu amor, amada mujer, es tan sagrado para mí como

el dulce y oleoso bálsamo

lo es para las cansadas piernas.

Tu amor, amada mujer, es tan vital para mí como la sombra

de un árbol fresco en el calor ardiente del mediodía.

Tu amor, amada mujer, es tan seductor para mí como el fuego

en el viento helado de la noche.

Tu amor, amada mujer, es tan preciado para mí como

el manantial que fluye para mi garganta sedienta.

Tu amor, amada mujer, es tan delicioso para mí como

el tierno y dulce pan


¡Eso dijo el poeta y eso pensó Mahu al conocer a Nefertiti! Ella, la de Corazón Puro y Manos Puras, Amada por los de su Carne, Esposa del Gran Rey a quien él quiere sobre todas las demás. ¡Señora de las Dos Tierras, Señora de la Diadema, Portadora de las Dos Plumas, Señora de la Casa! ¡Que Nefertiti viva para siempre! ¡Amada del Gran Alto Disco Solar que vive en un eterno jubileo!

Todavía le canto alabanzas. Sólo pensar en Nefertiti hace que mi corazón baile en su propia cámara oscura. El más leve vestigio de su perfume es como el sonido del agua que fluye en un desierto seco como la piedra. Ella es la tibieza en la noche más fría, aquella muchacha de grandes ojos cuyo recuerdo atraviesa los años tan claramente como el canto de una golondrina en una tranquila mañana de primavera. El contacto con Nefertiti sigue todavía conmigo; su sonrisa entibia mi alma y hace volar mis recuerdos como aves que salen de la espesura. Viene a mí sobre las alas de un águila en medio de la noche, envuelta en las tormentas, Nefertiti, mi perla más valiosa. Mi reina bruja con su rostro de deslumbrante belleza. ¡Nefertiti, la bella mujer que ha llegado!


Nefertiti llegó durante la estación calurosa en el trigésimo tercer año del reinado del Magnífico. Ella y su séquito entraron en el patio para ser recibidos por Akhenatón, su madre, el Padre de Dios, Hotep, y yo mismo, de pie detrás de ellos. ¡Ah!, ¿cómo la describiré? ¿Cómo describir el sol? ¿O el viento fresco del norte? ¿O la belleza de un millón de flores deslumbrantes? Oh, por supuesto, lo intentaré. Era de estatura media e iba ataviada con vestimentas bordadas. Brillaba y deslumbraba cubierta de joyas: un par de brazaletes de cobre y oro engastados con turquesas, cornalinas y lapislázuli se sostenían a sus muñecas con un broche de oro. De su delicado cuello colgaba un medallón. Estaba hecho con cuentas de turquesa, lapislázuli y cornalina, incrustadas en una especie de jaula de oro que llevaba en el centro un amuleto con la inscripción: «Todo vida y protección». Contra su exquisito pecho se apoyaba un pectoral de halcón mostrando el disco del sol. Estaba engarzado con preciosas piedras de vidrio azul. Sus ajorcas de amatistas y oro emitían destellos sobre las sandalias de plata con correas de oro puro. Su figura era sumamente grácil, largas piernas, cintura estrecha; la parte delantera de su túnica blanca estaba recogida y estirada hacia atrás insinuando sus pechos blancos y generosos y su elegante cuello. La gente me ha pedido que describa su rostro. ¡Perfección en todo sentido! Ovalado, con pómulos altos, pequeña nariz estrecha sobre labios rojos y carnosos. Su piel era como oro en polvo enmarcada por una cabello rojo oscuro que caía en cascada sobre sus hombros. ¡Y, finalmente, aquellos ojos! De color azul oscuro, inquietantemente hermosos bajo sus gruesos párpados pintados. Sin embargo, la belleza de Nefertiti iba más allá. Era también la manera en que caminaba, lánguida pero resuelta, con la cabeza ligeramente echada hacia atrás y una mirada arrogante que contrastaba con sus sonrientes labios y sus brillantes ojos.

Aquel día, Nefertiti vino, se detuvo ante Akhenatón y cruzó sus brazos, tímida aunque seductora, con sus dedos encantadores desplegados sobre los hombros. Inclinó la cabeza. Y, mientras lo hacía, le hizo un guiño a Akhenatón, y, con voz suave pero firme, pronunció las palabras formales de saludo. Akhenatón cogió sus manos. Desde donde yo estaba pude percibir la sensación de alegría que recorría todo su ser. Respondió formalmente, sus rostros se encontraron y luego se separaron. Después de esto, fuimos en procesión a la sala de audiencias, donde se sentían los olores de la cocina y el aroma de las vasijas con perfume y de las innumerables cestas con flores de dulce aroma. Finalmente me presentaron. No hice ninguna reverencia. Sólo permanecí allí mirando fijamente a aquella mujer a quien había amado a primera vista e iba a amar hasta mi último suspiro. Akhenatón tosió. Nefertiti sonrió, con una ceja ligeramente levantada y la punta de su lengua entre aquellos deliciosos labios. Se rió, se acercó y sus manos tocaron mis brazos mientras aquellos ojos azules deslumbrantes bailaban traviesos.

—Tú eres Mahu. —Habló como si fuera un amigo íntimo, un hermano—. Eres Mahu —repitió—, el amigo de la infancia del príncipe. Deseaba conocerte. —Hizo una pausa y miró con falso enojo a Akhenatón—. Eres más apuesto de lo que dijeron —añadió con picardía.

Hice una reverencia. Retiró su mano; las puntas de sus dedos acariciaron mi piel.

Nos condujeron a nuestros asientos. Hotep y Tiye se sentaron en un extremo de la pequeña mesa, Akhenatón y Nefertiti en el otro. Yo me senté frente a la otra persona que iba a desempeñar un papel muy importante en mi vida, aunque, para ser sincero, al principio apenas si vi su rostro risueño. Mi corazón seguía cantando, mi sangre seguía conmocionada, estaba en los Campos de los Bienaventurados. Ah, sí, por supuesto, Nefertiti era la prometida de Akhenatón. Se iba a convertir en la Nebet Per, la señora de la casa, en la Ankhet Ennuit, su mujer por matrimonio, en la Hebsut, su esposa. Pero todo eso no me importaba. Era tan hermosa. ¿A quién le importaba cuántos pudieran mirarla, tocarla, poseerla, siempre que yo también pudiera hacerlo?

Se sirvió la comida, se llenaron las copas. Bebí y comí distraídamente, casi sin darme cuenta de la carne cortada en dados y mezclada con arroz y nueces, de la coliflor con anchoas, del pescado con limón, del cordero y la ternera en sus sabrosas salsas. Nefertiti era mi comida y mi bebida. La estudié con el rabillo del ojo. Sus humores eran tan cambiantes como la luna, tímida pero coqueta. Coqueteó descaradamente con Akhenatón, haciendo aletear sus pestañas, rozándole las manos con las suyas, tocándolo y molestándolo por debajo de la mesa. Por momentos dejaba de hablar con él y se dirigía a los sirvientes. Ignoraba las deformaciones de los rinocerontes y les hablaba de manera agradable, preguntándoles sus nombres y cuánto tiempo llevaban allí. Snefru, que actuaba como mayordomo, fue especialmente distinguido y elogiado. En aquellas primeras horas, Nefertiti cautivó a todos con su encanto y su delicadeza. Finalmente, tuve que apartar mis ojos de ella. Su mirada se encontraría con la mía, la sonrisa se desvanecería, sus ojos se volverían más curiosos, como si estuviera pesándome en la balanza, como la diosa Maat, indagando para obtener la verdad. Entonces Ay, sentado frente a mí, hizo sentir su presencia.

Ay, el padre de Nefertiti, era apuesto y peligroso como una pantera. Un hombre de treinta y tantos años que se había apoderado de la copa de la vida y estaba dispuesto a bebería hasta el fondo. Su cara era agradable, con un cuerpo fuerte y musculoso, todo un soldado profesional. Llevaba una peluca corta, aceitada y perfumada sobre su pelo rojizo. Aquellos ojos agudos que todo lo observaban estaban excesivamente marcados con kohl y su atractivo rostro, de altas mejillas, delicadamente pintado. Pude ver el parecido entre padre e hija, aunque Ay poseía una obvia sagacidad, cuidadosamente escondida bajo movimientos afeminados, modales exquisitos y discurso delicado. Tenía ojos inteligentes, una boca risueña, mejillas suaves y una lengua más suave todavía. Incluso entonces, fascinado como estaba yo por Nefertiti, reconocí en él a un hombre peligroso, que se regocijaba y disfrutaba tanto de su propio talento como de su bella hija.

Ah sí, era un placer mirar a Ay, y un terror estar con él. Desde el principio fue así. Aquel hombre era una mangosta, de corazón astuto e inteligencia muy aguda. Iba ataviado con vestimentas bordadas, anillos de plata en sus dedos y un collar de oro alrededor del cuello. Casi no comió ni bebió pues estaba muy ocupado en estudiarme. Cuando advertí su presencia, sonrió de manera juvenil y extendió su mano por encima de la mesa. La agarré. Luego me condujo delicadamente a una conversación sobre la caza a lo largo del río, sobre el precio del trigo y los detalles de su propio viaje por el Nilo. Al final de la comida, Hotep y la reina Tiye se retiraron, al igual que Akhenatón y Nefertiti, cogidos de la mano, susurrando palabras de cariño entre ellos. Los observé alejarse. Era un raro contraste. Akhenatón con su cuerpo poco atractivo, su rostro extraño, sus movimientos torpes y el golpeteo de su bastón; Nefertiti casi deslizándose junto a él. Sin embargo, la diferencia no era tan grande. Se complementaban mutuamente: Akhenatón con sus rasgos afilados y perturbadores junto a la belleza deslumbrante de su compañera. Parecía que no eran simplemente un hombre y una mujer, sino que se habían fusionado para convertirse en una sola carne, un solo ser.

Cuando se fueron, sentí como si la luz del sol hubiera abandonado la estancia. Durante un rato permanecí sentado, balanceando tristemente mi copa de vino. Ay arrancó una uva y tosió. Levanté la vista. Los sirvientes se habían retirado. Sólo Snefru cuidaba la puerta.

—¿Estás fascinado con mi hija?

—Cualquier hombre lo estaría.

Ay sonrió; tenía los ojos entrecerrados, como si estuviera cansado y hubiera bebido en exceso. Dio comienzo a una desganada conversación pero, a medida que hablaba, me fui dando cuenta de lo astuto que era. Oh, sí, claro que mencionó los chismes de la corte, una vez más el tiempo y los cultivos. También usaba esos temas para hacer notar todo lo que sabía, así como para deslizar detalles de su propia vida: sus dos matrimonios, su carrera como escriba, su actuación bélica como comandante de un escuadrón de carros de guerra. En cualquier otra situación habría sido un pesado. No dejó de llenar mi copa de vino, mientras me observaba atentamente.

—La vida cambia, Mahu. —Dejó la jarra de vino y sus manos desaparecieron bajo la mesa en un movimiento deliberado. Si se hubiera tratado de cualquier otro hombre, habría sospechado que buscaba un cuchillo. Luego mostró su mano derecha—. Soy tu amigo, Mahu. Te he observado. Lo sé todo sobre ti. Estoy de tu parte.

Esta vez el ofrecimiento de la mano fue más formal. Estiró los dedos para mostrar un amuleto de ámbar y jaspe con el retrato de Atón en la palma de su mano.

—Soy tu amigo, Mahu, tu aliado.

—Bajo el sol —respondí— no hay ninguna fidelidad duradera, ni la de un hermano, ni la de un amigo. ¿Acaso los sabios no nos dicen que ni siquiera pongamos nuestra fe en el faraón ni nuestra confianza en los carros de guerra de Egipto?

—Pero un verdadero amigo es una poderosa protección —replicó—. Es peligroso caminar solo bajo el sol.

Acepté la mano. Ay agarró mis dedos y los apretó con fuerza, para luego soltarlos, dejando el amuleto en la palma.

—Ven —vació su copa—. Ya hemos comido y bebido demasiado.

Abandonamos la sala de audiencias del brazo, como si fuéramos hermanos de sangre o padre e hijo. Ay no dejaba de hablar gesticulando con los dedos, diciendo lo contento que estaba de poder ver las maravillas del palacio de Malkata. Comentó que él, su familia y su séquito iban a mudarse al recinto de la residencia. Una vez que atravesamos la puerta y estuvimos en el olivar abandonó aquel tono fingido. Me cogió del brazo y me hizo preguntas agudas y breves. De dónde venía yo, cómo fueron mis años en la Kap, qué experiencia tenía de la guerra, cómo fue la campaña contra los kushitas, mi amistad con Sobeck. Hizo todas aquellas preguntas aunque parecía conocer ya las respuestas. Exasperado, me detuve. Quería regresar a la casa y alegrar mis ojos con Nefertiti.

—Has dicho que lo sabías todo sobre mí. —Lo miré de frente. Era de la misma altura que yo. Chasqueó la lengua y torció la cara hacia otro lado.

—Quería oírte hablar, Mahu. Sí, lo sé todo… y más. Conocí a tu madre. —Sonrió ante mi asombro—. Era hermosa. ¿Sabías que era una pariente lejana?

Sacudí la cabeza sin salir de mi asombro.

—Oh, sí —hizo ese ademán afectado otra vez—, primos en tercer o cuarto grado. No me acuerdo bien ahora. Sea como fuere, tu madre provenía del pueblo de Akhmin. —Su gran sonrisa se agrandó más y me golpeó juguetonamente en el hombro—. De modo que es bueno conocerte, pariente.

—Jamás lo supe.

—Por supuesto que no lo sabías. —Se limpió la boca con la lengua—. Tu padre estaba locamente enamorado de ella. Una pareja feliz. —Miró por encima de mi hombro como si observara algo detrás de mí—. La tía Isithia, sin embargo… —Sonrió sombríamente—. Ella era diferente, ¿verdad? La hermanastra de tu padre. Un personaje amargo, Isithia. De lengua torcida y de alma no menos torcida. ¿Sabías que había estado casada dos veces? —Ay disfrutaba con mi asombro—. Oh sí, también con un joven sacerdote al servicio de Amón-Ra en Luxor. Murió de una fiebre, o eso es lo que dicen. Algunas personas murmuraron que había recibido alguna ayuda para cruzar al otro lado del Horizonte Lejano.

—¿Tía Isithia?

—En su tiempo fue una muchacha del templo y algo más. Tuvo escarceos con la magia negra, se volvió hábil con pociones y venenos. Algunos decían que era una bruja; otros, que era una nigromante que hacía horóscopos.

Caminó a mi alrededor, como si tratara de asegurarse de que nadie se ocultaba entre los árboles, que ningún espía escuchaba escondido. Se detuvo a mi lado, apenas a unos centímetros de mi oreja.

—Cuando nació el príncipe, los sacerdotes de Amón-Ra acudieron a la tía Isithia y le pidieron que hiciera un horóscopo, que descorriera el velo del tiempo y mirara hacia el futuro.

Mi corazón se detuvo lo que dura un latido. El contacto de Ay sobre mi hombro era frío, su voz áspera pero fuerte, como si hablara a través de los años provocando pesadillas en mi alma adulta.

—Así que ya ves, Mahu —era como si estuviera leyendo mi mente—, no existen los accidentes. No ingresaste en la Kap gracias a tu padre, sino a tu tía. En sus tiempos de juventud ella fue hermosa y ofreció sus servicios como viuda a otros sacerdotes. Dicen que incluso tenía una cura para la impotencia. Era una dama rigurosa.

Recordé aquellos gritos en la noche, aquellas misteriosas visitas encapuchadas.

—¿Hizo Isithia el horóscopo para el príncipe?

—Por supuesto. —Ay mantuvo la boca cerca de mi oreja—. Predijo que el príncipe haría justicia y juzgaría a los otros dioses de Egipto. Si los sacerdotes hubieran podido salirse con la suya, el príncipe habría sido ahogado en el parto. El Magnífico casi estuvo de acuerdo, si no hubiera sido por mi hermana Tiye y la protección de Aquel que ve y escucha todo lo que es hecho en secreto.

—¿E hizo también mi horóscopo?

—Sí. Tú naciste más o menos al mismo tiempo que él. ¿Sabes cómo se hace? El horóscopo de un plebeyo contra uno de un príncipe. Los sacerdotes lo exigieron. Quedaron asombrados cuando Isithia declaró que tu vida y la del príncipe recién nacido… el Grotesco —pronunció el nombre lentamente— estaban ligadas de manera inseparable.

—¿Y exigieron mi muerte? —Sentí que súbitamente la sangre me subía a la cara.

—Por supuesto —susurró Ay—, pero el Magnífico se mostró reticente. Tu padre era un gran soldado y la reina Tiye… bueno… —Se rió con disimulo—. Los sacerdotes podrían haber influido en la oreja del faraón, pero ella tenía acceso… ¿cómo podría decirlo?… a otras partes de su cuerpo. Siempre estuviste destinado a la Kap, Mahu. Te trajeron aquí, te observaron y luego permitieron que sirvieras al Grotesco. El Magnífico está fascinado. Desea ver si la predicción del horóscopo se cumple, si tu tía habló con la voz de la verdad. —Me dio un golpecito en el hombro y se plantó directamente delante de mí—. El Magnífico permitió que ambos vivierais, pero a tu tía, bajo pena de muerte, se le prohibió hacer nunca más un horóscopo. Tú eras demasiado pequeño como para recordar esto: fue llevada en plena noche por los hombres de la Casa de los Secretos. La retuvieron en una cámara contaminada junto a los cadáveres de animales sacrificados. —Se restregó los ojos—. Oh, debió de estar allí seis o siete días sólo con pan duro y agua salobre. Un agujero hediondo, una advertencia para ella. Un anticipo de lo que podría ocurrir si alguna vez llegaba a desvelar el decreto del Divino.

—¿Las moscas? —susurré—. Tía Isithia odió siempre las moscas.

—Tú también las odiarías —se rió Ay— si hubieras estado encerrado en un hoyo con enjambres de moscas moviéndose sobre tu piel.

—¿De modo que todo estaba previsto?

Advirtió el sarcasmo en mi voz.

—Pero nosotros no creemos en eso, ¿verdad, Mahu?

Sacudí la cabeza. Me cogió las manos, con la cabeza ligeramente inclinada.

—Me gustas, Mahu. Así que dime la verdad.

—No creo que tía Isithia pueda ver el futuro —respondí.

—¿Pero? —Ay me soltó las manos.

—Tía Isithia estuvo casada primero con un soldado, luego con un sacerdote de Amón-Ra —expliqué—. Como viuda, sirvió a otros sacerdotes que vinieron a beber de su copa de placer. Desde el momento…

—Desde el momento en que Akhenatón nació —Ay terminó la oración.

—Desde el momento en que Akhenatón nació —continué—, los sacerdotes estuvieron en su contra. Lo vieron como una maldición de Dios, sin gracia en el rostro ni belleza en la figura. ¿No es así como lo dicen? ¿Cómo podría semejante príncipe ser presentado al pueblo y representar la gloria de Egipto? ¿Cómo podría, con su cara fea y cuerpo deforme, entrar en el sanctasanctórum para hacer los sacrificios? Deseaban su muerte y tía Isithia sólo obedeció sus deseos.

—Muy bien —asintió Ay—. ¿Y tú, Mahu?

—Mi madre murió al dar a luz. Isithia la odiaba. Mi padre era un soldado, a menudo ausente cumpliendo con sus deberes militares. Tía Isithia se vio obligada a ocuparse de un niño que no deseaba. Quería verme muerto, pero trató de pasar la responsabilidad a otros. Sembró las semillas. —Me encogí de hombros—. Y todos conocemos la cosecha. Akhenatón estaba maldito y yo debo vivir con esa maldición. Así pues, cuando mi padre murió, el Divino se sintió culpable. Recordó el oráculo y yo ingresé en la Kap.

Ay se echó hacia atrás y aplaudió con sus manos sin hacer ruido.

—Muy inteligente, Mahu.

—No había ningún oráculo —afirmé. Me volví, carraspeé y escupí—. Sólo una mujer perversa y sus cómplices. Ésa es la razón por la que fue arrestada, ¿no?, y enviada a las Cadenas, a la Casa de los Secretos. El Divino quería asegurarse de que hablaba con la voz de la verdad. —Me reí repentinamente—. Por supuesto, en aquel momento tía Isithia pudo ver el futuro. Si confesaba que había mentido, se habría quedado en aquel agujero, sea lo que fuere lo que los carceleros le prometieran. Para ella lo mejor era mantener su historia y que fuera lo que Dios quisiera.

—Y así, mi querido Mahu, es como comienzan las leyendas.

—Pero ¿tú crees —pregunté— que Akhenatón hará justicia y juzgará a los otros dioses de Egipto?

Ay se agachó, recogió un higo que se estaba pudriendo en el suelo y lo aplastó entre sus dedos.

—Esto es todo lo que siento sobre los dioses de Egipto, Mahu. Lo único en lo que yo creo —me miró fijamente, con un rayo de fanatismo en sus ojos— es en la gloria de Egipto, en el poder y la majestad del faraón. En el rugir y la carga de sus carros de guerra y el avance de sus regimientos. —Hizo un gesto con la mano—. Pero en Tebas, en Menfis, en todas las grandes ciudades del Nilo, Egipto da refugio a una víbora en su pecho: el poder de los sacerdotes. El poder de los templos, su riqueza y su hambre de mayores riquezas. —Se acercó aún más—. La verdadera amenaza para Egipto no está en los bárbaros que invaden nuestras fronteras ni en los errantes libios del desierto, celosos de nuestras ciudades, deseosos de apoderarse de nuestro oro. El peligro está en el enemigo interior, Mahu. Debe ser controlado. —Extendió las manos—. Observa al Divino —susurró—, al Glorioso. ¿Cómo pasa su tiempo, Mahu? ¡Construyendo más templos y glorificando a los sacerdotes! Ha dejado al león furioso en la puerta, y cree que arrojándole carne satisfará su hambre. —Sacudió la cabeza—. Al león hay que ahuyentarlo o matarlo. La política, Mahu —mostró una amplia sonrisa—, eso es en lo que creo. La política es mi religión. La religión es mi política. ¿Y qué es la política sino la búsqueda de gloria y poder para nuestra casa y el reino de Egipto? —Se frotó las manos—. Ahora bien, te estarás preguntando por qué te he hablado con tanta franqueza, tan abiertamente. Pues porque, Mahu, tú y yo somos almas gemelas. Yo te necesito y tú me necesitas. Además, ¿adónde puedes ir? ¿A los sacerdotes de Amón-Ra? ¿Al Divino? ¿Al Padre de Dios, Hotep? Sencillamente te torturarían para conocer todo lo que sabes y luego te enterrarían en las arenas calientes. Se olvidarían de ti incluso antes de que el polvo comenzara a llenar tu boca y su nariz. Tú estás con nosotros, Mahu, porque quieres estar, pero, y es lo más importante, porque tienes que estar. —Me cogió del hombro—. Ahora, dime… estos soldados que están acampados alrededor de la casa de nuestro amo, ¿están allí para espiar, para proteger, o para ambas cosas?

Conversando como dos amigos de toda la vida, continuamos nuestra caminata a través del soleado huerto y de la intrincada y sangrienta política de la corte imperial.

Es sorprendente cómo la gente puede trazar una línea bajo ciertos acontecimientos, para luego mirar hacia atrás y decir: «Ahí fue cuando ocurrió, ahí fue cuando se produjo el cambio». A veces es una tarea fácil: el punto crucial está marcado por la muerte de un gobernante o de un pariente. Otras veces el cambio es tan gradual que sólo al pensar en ello después, uno se da cuenta de que las cosas nunca volvieron a ser iguales desde entonces. La llegada de Nefertiti y su séquito significó un cambio de este tipo. Imperceptible al principio, su influencia creció como la hiedra, cada vez más alta y más apretada, extendiendo sus raíces.

Después de nuestra pequeña charla, Ay se convirtió en un firme aliado, un consejero delicado pero enérgico. Era al menos quince veranos mayor que yo, pero a veces tenía la sensación de que lo conocía como si hubiéramos estado juntos en la Kap. A Nefertiti, por supuesto, la consideré siempre como un sueño que vivió en mi alma desde el momento en que fue concebido; la reconocí y la amé inmediatamente. Acepté a todos los de su séquito sólo por ella. El principal de ellos era el hermanastro de Ay, Nakhtimin. Había renunciado a la jefatura de un regimiento para reunirse con sus parientes en el Malkata. Un hombre esbelto y severo, de pocas palabras, que actuaba como chambelán y mayordomo principal de Ay, siempre en segundo plano y ocupándose de las cosas pequeñas de la vida. Estaba a cargo, en especial, de Snefru y de la guardia personal de Akhenatón. A pesar de la diferencia de jerarquía, él y Snefru se hicieron amigos. Nakhtimin convirtió a aquéllos a quienes Horemheb había desdeñosamente llamado «soldados de juguete» en una fuerza profesional de combate. Él, Snefru y yo a menudo salíamos al desierto a reclutar a hombres similares que ya hubieran perdido sus almas o estuvieran dispuestos a venderlas. Éramos como un muro alrededor de un jardín. Akhenatón estaba en medio de ese jardín y florecía como si un fuego ardiera en su alma. Por supuesto, en unas pocas semanas él y Nefertiti se casaron. A la sencilla ceremonia siguió un banquete suntuoso, supervisado por Ay y con la presencia de Tiye, el Príncipe de la Corona Tutmosis, Nakhtimin y yo mismo. Les di mis regalos, una vasija de alabastro con el más costoso perfume de Kiphye para Nefertiti y un espléndido arco de honor para mi amo.

Cuando Nefertiti pasó a vivir en la residencia de Akhenatón, sentí una punzada de celos, aunque éstos fueron pronto aliviados por su misma presencia, por mi cercanía a ella. Ella y Akhenatón estaban absortos el uno en el otro, viviendo en un paraíso que ellos mismos habían creado. Akhenatón perdió su energía irritable, aquel deseo de venganza ocasional, y se volvió más calmado, más armonioso. Los cambios físicos eran igualmente perceptibles; las líneas de tensión en la frente y mejillas desaparecieron. Nefertiti también le enseñó a moverse con más facilidad, a transmitir cierta majestad en su actitud, a tener valentía para aceptar sus defectos y convertirlos en algo especial.

Las semanas pasaron. Ay estaba ocupado en el recinto de la residencia. Akhenatón y Nefertiti, cogidos de la mano, visitaban lo que comenzaban a llamar su palacio de Atón, o se encerraban en sus aposentos, o, rodeados por sus guardias, paseaban por los jardines y toda la zona del palacio. Al principio Akhenatón estaba tan locamente enamorado de Nefertiti, que yo casi no podía hablar con él. Un día estaba sentado en el pabellón cuando escuché sus pasos. Apareció él, en la entrada, apoyado en su bastón, sujetando con fuerza su túnica de tela fina como la gasa. Al ver el polvo en sus rodillas y las manchas de barro en la túnica me di cuenta de que a esa hora tan temprana, justo después del amanecer, él y Nefertiti habían estado fuera, venerando a su dios. Desde que llegó la Bella, se terminaron las incursiones nocturnas en el desierto o los desconocidos encapuchados que se reunían a las puertas del pabellón. Esto no sólo era atribuible a Nefertiti, sino también a la llegada de soldados imperiales y a los espías que los acompañaban, que nos observaban todo el tiempo. Aquella mañana el rostro de Akhenatón era solemne. Me habría puesto de rodillas sobre un almohadón, pero me hizo un gesto para que me quedara en mi sitio y se arrodilló ante mí. Me miró fijamente y con seriedad.

—Nunca supe, Mahu —comenzó—, que podía haber tanta felicidad. He estado en la Tierra del Incienso. He volado con alas de águila más allá del Horizonte Lejano. —Se inclinó acercándose más. El orgullo ardía en sus ojos—. Soy un Príncipe de la Sangre, Mahu. Soy Akhenatón pero, ante todo, soy un hombre. En eso no hay diferencia —hizo un gesto con su mano— entre aquellos que me rodean y yo.

Aquélla fue la primera y única vez que mi amo Akhenatón, amado por el Único, se comparó con otro hombre, la única vez que afirmó poseer esa humanidad corriente y que se jactó de nuestra herencia común. Me tocó suavemente en la frente, se puso de pie y se marchó. Supe lo que quería decir. En algunas ocasiones, tanto él como Tiye habían dado a entender que, debido a su deformidad, Akhenatón era un eunuco, impotente, incapaz del acto más sagrado, incapaz de procrear un heredero. Era una de esas crueldades clavadas en su alma por los sacerdotes de mente maliciosa y los detractores que lo rodeaban. Nefertiti, con su destreza consumada, pociones y polvos, pronto cambió todo aquello.

Mi propia relación con Nefertiti evolucionó; dejó de hacerme bromas y en ocasiones la sorprendía estudiándome.

—Tú no eres un mandril, Mahu —me comentó ella una vez, mientras la ayudaba a supervisar los jardines—, eres un gato, eso es lo que eres. Te sientas y nos observas, ¿verdad?, con esos ojos oscuros y pensativos y la cara seria. El Amado —así se refería siempre a Akhenatón— siempre habla de ti. Cómo habéis disfrutado, cómo os habéis divertido en los banquetes e incluso peleado juntos. —Jamás la contradije. En su cerebro febril, aparentemente Akhenatón me retrataba como a un hermano, el hermano de sangre legítimo que hubiera deseado tener.

Al cabo de un año, la influencia de Nefertiti sobre Akhenatón era completa. Él no hacía nada sin ella, constantemente pedía su consejo y, como consecuencia, el de Ay. A veces se levantaba tarde, con los ojos hinchados y somnoliento, pero siempre contento, en paz. El visitante más asiduo era Ay, para pasear con su hija o informar al príncipe sobre los chismes del palacio y sabe lo que estaba ocurriendo en la gran ciudad de Tebas. Akhenatón, con Nefertiti a su lado, escuchaba atentamente. Ambos llenaban de preguntas a Ay y luego comentaban todo lo que les había dicho. A veces mi amo se transformaba, pero Nefertiti no. Ella permanecía serena y vivaz a la vez, una diosa en su esplendor, ya fuese vestida con los trajes ajustados para las ocasiones formales o con una túnica holgada y elegante y flores en su magnífico pelo cuando iba de un lado a otro del palacio. Ni una sola vez ella, su padre o el príncipe fueron invitados a gozar de la presencia imperial, pero esto no parecía molestarlos. Es más, daban la impresión de estar muy contentos, como si quisieran tranquilizar las sospechas de aquéllos que ellos sabían que los estaban observando.

Nefertiti se convirtió verdaderamente en la señora de la casa. Interrogaba a Snefru y a los sirvientes, analizaba las cuentas, revisaba los almacenes o iba a las cocinas, supervisando a los cocineros, conquistándolos con su encanto e ingenio. Estaba fascinada por los jardines y resultó ser una herbolaria experimentada, convirtiéndose en la práctica, aunque no de nombre, en la médico y la boticaria de palacio. Conocía las propiedades del apio de montaña, sabía que, mezclado con bayas de enebro y otros ingredientes, aliviaba los dolores de vientre; también que la aristoloquia en vino tinto calmaba los calambres e inducía al sueño; que las hojas de melón curaban las dolencias de la sangre, mientras que el aceite de maringa mezclado con higos reducía la inflamación de las encías. Ella estaba muy interesada en la medicina y tenía sus propias reservas de pociones y polvos. Trataba a su propio marido y, sí, los rumores eran verdaderos, era experta en afrodisíacos y en remedios exóticos para las enfermedades del alma.

Ay era el único que abandonaba la residencia, viajando a menudo a Tebas, a los templos o para pasear por el mercado. Él y Nakhtimin, su hermanastro, hacían visitas a parientes, funcionarios y oficiales y traían todos los chismes y rumores. Nakhtimin era con frecuencia la única visita para la cena, con comida especialmente cocinada por la misma princesa, deliciosa y sabrosa. El vino fluía y hablábamos hasta altas horas de la madrugada de los asuntos de Egipto, del creciente poderío de los hititas, de la alianza del Divino con Tushratta, rey de los mitanni, de los disturbios en Canaán y de cómo debían resolverse esos problemas. En una ocasión Ay anunció que el Divino, interesado en prestarle ayuda y apoyo, había enviado a un escriba de alto rango para colaborar. El elegido, Ineti, procedía de la Casa de la Vida del templo de Amón-Ra. Era un hombre de rostro flaco y huesudo. Ay no tuvo más remedio que aceptarlo, pero todos sabíamos que Ineti en realidad era un espía.

La reina Tiye también los visitaba, pero no tan a menudo como lo hacía antes. Había envejecido un poco, parecía preocupada y tal vez un poco celosa de la cercanía de Nefertiti con su hijo. En contadas ocasiones, el Príncipe de la Corona Tutmosis también llegaba con su séquito. Tenía mejor aspecto, aunque seguía delgado, ligeramente molesto por una tos poco agradable. Él, también, cayó bajo el encanto de Nefertiti y la envidia por su hermano menor era casi palpable.

Si bien entre Akhenatón y yo se había producido un cierto distanciamiento, Nefertiti la compensaba. Con frecuencia me elegía a mí para discutir algún asunto. Su hermoso rostro estaba siempre sonriente y sereno, pero aquellos ojos azules parecían vigilantes, como si ella no hubiera decidido todavía quién era yo realmente. A veces hablaba de su primera infancia, de sus días en Ahkmin, de cómo su padre la había educado y cómo, al igual que su tía Tiye, había entrado al servicio del dios Min en el templo del lugar. Podía manejar el arco, sabía utilizar la espada y la daga, y muchas veces me pedía que la acompañara a observar el entrenamiento de los guardaespaldas del príncipe en la plaza de armas. Y, en ocasiones, incluso me pedía que la acompañara a inspeccionar a los Khonsu, la compañía acampada fuera de los muros. Naturalmente, allí era siempre bienvenida y se le rendían todos los honores. Al principio pensé que ella quería coquetear con los oficiales, cosa que desde luego hacía, pero lo cierto era que estaba más interesada en sus conocimientos, su experiencia en la guerra, su manejo de las armas y particularmente en el uso de arqueros y la eficacia del escuadrón de carros de guerra, íbamos a lo largo del río charlando hasta el embarcadero, recordando los hechos del gran faraón Amosis, que usó barcazas para expulsar a los hicsos del Delta. Yo disfrutaba en tales ocasiones. Nefertiti solía cogerme de la mano, del brazo o susurrar en mi oreja. No le daba vergüenza contar estas cosas a Akhenatón, comentando que ella y Mahu habían estado en tal lugar y habían visto tal cosa.

Unos catorce meses después de su llegada, en la Estación de Peret, me aquejaron unos dolores de estómago. Nefertiti se enteró y vino a verme. Me sorprendió porque, en los jardines que había más allá de la residencia, yo había encontrado un pequeño claro, un lugar aislado a donde podía ir solo, con una jarra de vino y un poco de comida, para sentarme y pensar. Recordaba a Dedi y su generosidad, mis días con la tía Isithia, y me preguntaba por qué mi padre había sido tan frío. Trataba de imaginar a mi madre y, una y otra vez, reflexionaba sobre lo que Ay me había dicho. Retrocedía en el tiempo: mi experiencia en la Kap, mi amistad con Sobeck. Sobre todo, me preguntaba a menudo adonde me conduciría el sendero que estaba recorriendo. Por el momento, todo parecía tranquilo: Akhenatón y su esposa, el siempre presente Ay, la sensación de atenta calma. Sin embargo, yo también sentía como si nos estuviéramos preparando… ¿pero para qué?

Aquel día en particular, los calambres en mi estómago eran tan fuertes y dolorosos que me alegré de estar solo. Ni siquiera toqué la comida o el vino, sino que me quedé sentado contra un árbol, disfrutando del frescor verde del claro. Escuché un ruido y levanté la vista. Allí estaba Nefertiti, con una pequeña cesta en una mano y un almohadón bajo el brazo. Iba vestida con una túnica de gasa y una faja bordada alrededor de su esbelta cintura. Lo habitual era que llevara el pelo atado o levantado. Pero en aquel momento lo llevaba con la raya al medio, cayendo libremente sobre sus hombros. No llevaba joyas, salvo un Atón de plata en una cadena de oro en el cuello.

—Mi señora.

Antes de que pudiera ponerme de pie, puso el almohadón en el suelo y se arrodilló delante de mí.

—Mahu, me dicen que estás enfermo. —Me miró con tristeza—. ¿Por qué no me lo has dicho?

—Yo…

—¿Te daba vergüenza? —Debió de darse cuenta de que mis mejillas se sonrojaban.

Me froté el estómago.

—Pronto pasará. Debe de ser algo que he comido.

Abrió la cesta, sacó un jarro, vertió unas pocas gotas de líquido y me lo ofreció. Olfateé en el borde.

—¿Bayas de enebro? —pregunté. Olfateé de nuevo, esta vez más juguetonamente—. ¿Y almendras aplastadas?

—Y otra cosa —sonrió—. Bebe, Mahu. Te calmará los dolores.

Obedecí. Apenas di un trago, de sabor agridulce, antes de que aquellos delicados dedos me sacaran el jarro de mi mano. Nefertiti se sentó y observó.

—¿Tienes estos dolores a menudo?

—No, la más magnífica de los médicos —bromeé—. Lo cierto es que soy realmente un mandril. Rara vez caigo enfermo.

—¿En serio? —Cambió de lugar la cesta para apoyar su mano justo debajo de mi rodilla—. Hay enfermedades y enfermedades, Mahu.

—¿Mi señora?

—Las del alma —replicó—. ¿Por qué vienes a este lugar, Mahu?

—Creí que estaría solo. Pensé que nadie podría encontrarme. ¿Cómo habéis sabido dónde estaba?

Nefertiti sonrió, moviendo ligeramente su cabeza de un lado a otro.

—Me preocupo por ti, Mahu. Quiero saber adonde vas. El Amado me contó tu valentía en el ataque de los kushitas. Cómo lo ayudaste —su voz se endureció— con los traidores internos.

—Soy el criado de mi amo —respondí, recurriendo a una cortesía diplomática—. Un simple escabel bajo sus pies.

Clavó sus uñas en mi pierna hasta que hice una mueca de dolor.

—Si el Amado escuchara eso, se enfadaría. Tú eres su amigo, Mahu, su hermano.

—Ya tiene un hermano.

—No, Mahu, tiene un guardián. Un joven que se siente culpable por él.

—¿No podríais ayudar al Príncipe de la Corona Tutmosis? —Las palabras fluyeron antes de que pudiera detenerlas.

—¿Ayudarlo? —preguntó—. ¿Cómo podría ayudar al Príncipe de la Corona?

—Tiene una tos muy fuerte.

—El polvo —respondió Nefertiti—. Nuestros destinos, Mahu, están escritos en la palma de la mano de Dios. Lo que tiene que ser será.

—Vos no creéis en eso —la acusé—. Ni vos ni vuestro padre creéis en eso.

Los ojos de Nefertiti ya no eran brillantes, sino fríos, vigilantes. Pensé que había ido demasiado lejos, que la había insultado. Cambió de lugar la cesta y se puso más cómoda.

—No, tienes razón. —Hizo una pausa, como si la hubiera distraído el chillido de las aves—. ¿Es un halcón?

—No, mi señora, son garzas que cazan en el río.

—No, Mahu —continuó—. Nuestros destinos están escritos en la palma de la mano de Dios, pero también en las nuestras. Nosotros también tenemos un papel que cumplir. El Príncipe de la Corona Tutmosis —se encogió de hombros con gracia— tiene sus propios médicos. Si pide mi ayuda… —Dejó las palabras en suspenso—. ¿Te sientes solo, Mahu? ¿Ésa es tu enfermedad?

No pude detenerme. Empecé a contarle, titubeando al principio, sobre mis días con mi tía Isithia y mis estudios en la Kap. Estoy seguro de que ella ya lo sabía, pero quería escucharlo de mis propios labios. Parecía realmente interesada. Cada poco hacía alguna pregunta, particularmente sobre mis compañeros: Horemheb, Ramsés, la amistad entre Maya y Sobeck. Disfrutaba de aquel momento, sentado allí en el silencio con la Bella ante mí. Era completamente consciente de su olor, de su tacto, de su mirada. Su misma presencia parecía una nube alrededor de mí, separándome del resto del mundo. Pensaba que se iría pero se quedó, contándome más detalles de su vida. Como el hecho de que tenía una hermana, Mutnodjmet, a la que le gustaba tener mandriles y enanos como mascotas.

—Deberíais presentársela a Horemheb —bromeé—. Tendrían algo en común.

—Tal vez lo haga. Dime, ¿cómo está tu estómago ahora?

Entonces me di cuenta de que la molestia había desaparecido completamente. Me sentía más tranquilo, más renovado.

—¿Has volado alguna vez, Mahu?

La miré sin articular palabra.

—¿Has deseado alguna vez volar como un ave? —El rostro de Nefertiti estaba serio—. ¿O has deseado alguna vez sentir la esencia misma de las cosas?

Recordé diferentes sueños, la sensación de flotar, de cómo una vez me sentí como un pájaro sobre el Nilo, mirando los botes, las barcazas y las chalanas debajo.

—En sueños —coincidí con ella—, o cuando he bebido demasiado vino.

—¿Y te has enamorado alguna vez, Mahu?

—Una vez —respondí.

Otra vez la mirada triste.

—¿Y qué ocurrió?

—Nada —respondí, avergonzado y desconcertado.

Abrió la cesta y sacó una jarra de arcilla, con la forma de amapola invertida.

—De las islas lejanas del Gran Verde —explicó Nefertiti—. Una bebida fragante. Ven, Mahu, no seas desconfiado. Aliviará tu vientre, tu corazón y tu alma.

Vació aquella poción en el jarro y la bebí con ganas. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que ella dijera. La bebida casi no tenía sabor, salvo por un ligero dulzor. Nefertiti permaneció sentada mirándome todo el tiempo: su rostro se había vuelto más hermoso, si es que era posible, y sus ojos más grandes. Parecía estar más cerca, con su respiración sobre mi cara. También me daba cuenta de cómo había cambiado el claro. Los árboles habían cobrado vida propia, las ramas se extendían para acariciarme, las pequeñas flores silvestres cambiaban de color, creciendo y volviendo a nacer como si los días y las estaciones se hubieran acelerado: todo su proceso de crecimiento, floración y muerte hubiera sido atrapado en un exquisito momento. La música más melodiosa llenaba mis oídos. Me sentía tan feliz, que no quería que aquel momento terminara. Los recuerdos iban y venían: Sobeck sonriéndome; mi señor inclinándose sobre la mesa y dándome de comer; las muchachas del templo con las que me había acostado estaban ahí, moviéndose contra una cortina de brillantes colores y, sobre todo, Nefertiti. Ella estaba junto a mí, abrazándome con su magnífica túnica resbalando por sus hombros, sus manos sobre mi pecho, moviéndose hacia mi entrepierna con la sensación más deliciosa de placer. Nos abrazamos. Podía sentir su dulzor empalagoso, su cuerpo sinuoso, maravilloso al tacto y al olfato. Estaba sentada a horcajadas sobre mí con sus manos sobre mi pecho, su hermoso rostro enmarcado por el pelo que parecía brillar como el fuego y aquellos ojos azules como zafiros atrapando el sol. Escuché su voz más profunda y melodiosa. Había allí otras personas. Ay arrodillado junto a nosotros, compartiendo también su abrazo. Me fui elevando, yendo hacia el cielo, que cambió de color, pasando del azul oscuro a un rojo encendido, dominado por el símbolo de Atón. Luego comencé a caer, hasta ser depositado suavemente en una oscuridad aterciopelada.

Cuando me desperté estaba solo. El sol estaba empezando a descender, el día llegaba a su fin. Me encontraba recostado sobre la hierba con el almohadón que había traído Nefertiti bajo mi cabeza. Recordé el sueño y me levanté torpemente, pero el claro estaba vacío, silencioso, salvo por el arrullo de una paloma y un ligero crujido entre los arbustos. Me sentía cansado pero renovado. Me miré. Mi túnica estaba atada, las sandalias que había dejado debajo de los árboles estaban en su lugar. Ninguna señal de Nefertiti, ni un solo rastro de que ella hubiera estado allí. Olfateé mis manos y mis brazos, pero no olí nada más que mi propio sudor y el aroma de aceite dulce. Por un momento permanecí allí, tratando de recordar qué había ocurrido. Nefertiti me había dado una poción. ¿Semillas de amapola? Algo para relajarme, para hacerme dormir. Y sin embargo todos aquellos sueños… Recogí el almohadón y regresé a mis habitaciones.

Dejé el almohadón en mi aposento y me dirigí al salón de audiencias. Nefertiti y Ay estaban sentados en el extremo más lejano con sus cabezas muy próximas, hablando en voz baja. Ambos me miraron cuando me acerqué. Nefertiti tenía el pelo recogido, envuelto en una hermosa redecilla con bordes de perlas, y llevaba un manto bordado sobre sus hombros.

—Vaya, Mahu, ¿así que has regresado? Te quedaste dormido, que era lo que yo quería. ¿Tu estómago?

—Ya no siento ningún dolor, mi señora. Es más, estoy vorazmente hambriento.

—¿Y has dormido?

—He soñado —respondí.

—Todos tenemos sueños, Mahu. Ellos pueden indicar cómo deberían ser las cosas. —Fijó sus ojos en mí como si fuéramos cómplices—. He cocinado algo especial —añadió—. Es mejor que vayas a prepararte.

Una manera cortés y delicada de decirme que me retirara. Hice una reverencia y me alejé. En mi propia habitación me desnudé y me lavé, revisando mi cuerpo con cuidado, buscando algún rasguño, alguna marca, algún rastro de lo que había ocurrido en el claro. Me toqué la entrepierna, retiré la mano y olfateé mis dedos. Lo sentí. Era algo con lo que nunca había ungido mis dedos: el olor de la planta de acacia, cuyo jugo es usado por las muchachas del templo para disminuir la potencia de la semilla de un hombre.