Capítulo 13
Vestido con una de las capas llamativas de Snefru y con mi jarro sellado en una bolsa de cuero colgada del hombro, me fui al otro lado del Nilo, a la Necrópolis, un viaje que siempre me recordaba que, al igual que en el palacio, la vida y la muerte iban a la par. En el muelle un pordiosero, moviéndose entre la multitud, me aferró por la muñeca, arrodillándose para demostrar sus intenciones pacíficas.
—El joyero —susurró entre sus encías enfermas—, su puesto está cerrado. Sin embargo, tu anfitrión te recibirá en el Signo de Ankh, en la calle de los Ataúdes, cerca del barrio de los Cesteros, en la Ciudad de los Muertos. ¿Comprendes?
—Comprendo. —Traté de deshacerme de su mano.
—Ve en paz, peregrino. —Sonrió. Se inclinó hacia delante, despidiendo una ráfaga de sudor rancio y aceite barato—. Y cuídate de que no te sigan.
Un barquero me llevó al otro lado del Nilo. El sol estaba bajando y los barcos pesqueros habían salido, los hombres a bordo se gritaban unos a otros, ansiosos por encontrar el mejor lugar para pescar lampreas, percas, salmonetes grises y esos peces de lomo claro y panza oscura que siempre nadan al revés. Los pájaros, alarmados por el estrépito, se movían ruidosos por las ramas de los árboles animando los grupos de papiros con sus chillidos. Un búho cazaba sobre las marismas. En lo más alto, sobre el cielo de color rojo sangre, planeaban los buitres y las águilas. Cuando uno caía en picado, era la señal para que los otros se unieran al festín.
Había tanta actividad en el río que me resultó imposible ver si alguien me estaba siguiendo. Las cosas empeoraron cuando los guardias fluviales, en su barcaza de guerra, maniobraron a lo largo de la orilla de cañas gritándonos que abandonáramos el lugar. La alarma había sido dada por algunos pescadores que seguían agitando sus antorchas en señal de peligro. Aparentemente, un grupo de arponeros en sus esquifes había acorralado a un hipopótamo joven en la orilla, para luego encontrarse con otro, una hembra a punto de parir. Esto, a su vez, había atraído la atención de los cocodrilos. El macho, convocado por la llamada de emergencia de su compañera, también había regresado para entrar en la refriega.
Los arponeros se habían retirado pero los hipopótamos se habían quedado tan agitados que seguramente podían atacar cualquier cosa que atrajera su atención. Aproveché la confusión para observar el río moteado que brillaba con los últimos rayos del sol y el movimiento de las antorchas de los pescadores. Buscaba un bote, una batea o una barcaza con un solo pasajero, alguien que estuviera fuera de lugar, pero no pude detectar nada.
Después de atracar sin peligro en el Muelle de los Muertos, con su melancólica y mal esculpida estatua de un Osiris de piel verde, atravesé el Lugar de los Carroñeros para introducirme en el laberinto de callejuelas de la parte baja de la Ciudad de los Muertos. Un lugar sombrío, apto sólo para aquellos que deseaban protegerse de la ley y necesitaban de la oscuridad para ocultar sus actividades. Los marineros aparecían tambaleándose por todas partes con jarras de cerveza en la mano. Mujeres de alguna casa de placer se entremezclaban con ellos tratando de tentarlos, envueltas en una nube de perfume barato, tintineo de joyas y miradas de ojos negros con sus bocas pintadas en un mohín permanente. En otro lugar, mendigos, hombres escorpión, charlatanes, rinocerontes, proscritos de las Tierras Rojas, grotescos y lisiados se mezclaban con errantes del desierto vestidos de gris.
Las callejuelas y callejones eran estrechos embudos iluminados por la luz ocasional de una lámpara de aceite o el fuego inquieto de una antorcha con fanal. El aire era agridulce, con el olor de la corrupción que venía de las tiendas de los embalsamadores baratos, donde los cadáveres de los pobres eran deshidratados en exceso con baños de natrón, colgados de ganchos para que se secaran, conservados en vinagre, rellenados con trapos sucios, para luego ser empapados en aceite perfumado barato antes de entregarlos a sus parientes. Constructores de sarcófagos, vendedores de shabti, estatuillas funerarias y enceradores de ataúdes ofrecían sus servicios. Mujeres de todo el mundo, escasamente vestidas o cubiertas misteriosamente con túnicas y capuchas, ofrecían sus cuerpos por dinero. Contadores de cuentos y rapsodas esperaban encontrar a alguien que pagara por sus habilidades, mientras viajeros profesionales hacían saber a gritos que vendían historias sobre un país de blancura congelada, hombres de piel amarilla que vivían en palacios, u hordas de bárbaros que iban de un lugar a otro matando y saqueando para luego beber en los cráneos de sus enemigos. Un espectáculo frente a una de las tiendas, protegido por un telón de retales cosidos de descoloridas pieles de animales, brindaba la oportunidad de ver a un sirio, «fuerte como un carnero, dar placer a tres mujeres a la vez». Otra exhibición invitaba a los curiosos a ver a una mujer con tres pechos, un enano con dos cabezas o un ave que podía hablar como un hombre. Adivinos y sanadores competían con compañías teatrales de baile para atraer mi atención. Una pandilla de alcahuetes le gritaba a un grupo de sacerdotes vestidos de blanco, bailando como dementes en nombre de su dios extranjero, para que los dejaran tranquilos a ellos y a sus clientes. Puestos y tiendas producían gran cantidad de basura. Panaderos y vendedores de carne exhibían fuentes de cordero recién cocido, ternera, ganso y pescados asados a la parrilla sobre carbones que chisporroteaban, sazonados para satisfacer cualquier paladar pero también para ocultar cualquier putrefacción. En medio de aquel tumulto era imposible ver si alguien me estaba siguiendo. Me sentía incómodo porque nadie me molestaba, como si estuviera protegido por alguna presencia invisible, pero no podía ver nada, salvo un enano de cabello enmarañado, vestido con una túnica rayada, que parecía estar siempre a mi lado o delante de mí.
Llegué al Signo de Ankh, una casa de placer y taberna cuyos clientes eran los fabricantes de sarcófagos y cestos. Aquella tarde, el interior se encontraba vacío, aunque el pequeño patio estaba lleno de jóvenes bravucones con sus faldellines de cuero, correas y gruesas sandalias de marcha, holgazaneando alrededor de una fuente rota. Me miraron cuando entré, pero nadie se alzó para desafiarme. La entrada al local también estaba custodiada. El interior, una habitación de techo bajo que apestaba a serrín y a aceite quemado estaba bien iluminada. En un extremo había una serie de barriles y cestos apilados. Sobeck estaba sentado sobre un montón de almohadones bajo una ventana cerrada. Había otros de su pandilla esparcidos, de pie o sentados, deliberadamente envueltos por las sombras cambiantes. Sobeck sonrió cuando entré, dejó el cachorro con el que estaba jugando y se levantó para darme la bienvenida. Sus ojos, sin embargo, todavía seguían mirando hacia la puerta.
—Lo has hecho bien, amigo mío —dijo, y luego gritó—: ¿Alguien lo ha seguido?
El enano respondió en una lengua gutural que no pude comprender.
—Por lo visto te han seguido —Sobeck me cogió la mano—, pero lo hemos despistado. —Se sentó e hizo un gesto señalando unos almohadones que se amontonaban sobre la base de una columna de madera. Saqué la daga de mi faja y me senté. Alguien puso una jarra de cerveza en mi mano. Sobeck quitó los platos de la mesita que había entre nosotros. El cachorro, con patas todavía inestables, tropezó, me lamió la rodilla, olfateó en la cesta y se acurrucó junto a mí. Sobeck levantó su copa para brindar. Respondí pero no bebí.
—No está envenenada —dijo Sobeck riéndose.
Cogió mi jarra, bebió un buen trago y me la devolvió. Tenía mejor aspecto que la última vez. Su cara no estaba tan delgada, aunque nuevas cicatrices marcaban sus mejillas y la parte superior del brazo derecho. Su falda era de buena calidad, como el manto que llevaba sobre los hombros y sus sandalias. Anillos y brazaletes brillaban en sus dedos; sus muñecas y brazos centelleaban como el fuego. Tenía la cara y la cabeza bien afeitadas, brillantes y aceitadas. Sus ojos seguían siendo los mismos, como los de un gato hambriento de cacería. Tenía su daga a mano.
—¿Estás bien, Mahu, Jefe de Policía?
—No soy Jefe…
—Pronto lo serás. Escuché a tu tía riéndose de ello, así fue como me enteré.
—¿La noche en que la visitaste?
Sobeck sonrió. Pidió platos de siluro con lechuga fresca y trozos de exuberante granada. Una niña desharrapada nos sirvió. Sobeck cogió los platos y dividió la comida entre los dos.
—Bien. —Masticó ruidosamente—. ¿Qué es lo que quieres?
Terminé mi comida, abrí la cesta y saqué el jarro de alabastro cerrado, lleno de moscas que zumbaban sobre un poco de miel. Lo puse sobre la mesa ante él. Sobeck dejó de masticar.
—¿Esto es un regalo?
—Sí.
—¿Por matar a tu tía? —Sobeck hizo un gesto de rechazo—. Fue bastante fácil. Era arrogante y pensaba que los soldados acampados en los jardines fuera de su casa serían protección suficiente. Por lo visto le gustaba estar sola. De todos modos, su cuello se rompió como una ramita. ¿Y ahora me traes un jarro de miel y algunas moscas zumbando?
Abrí la bolsa y puse tres piedras preciosas sobre la mesa.
—Quiero que lleves el jarro de moscas a los embalsamadores y les pidas que lo pongan junto a la cabeza del cadáver de Isithia. Nunca pudo soportar las moscas.
Sobeck sonrió.
—¿Y qué más? Aquí hay tres piedras.
—Deberás sobornar a los embalsamadores para que retiren su corazón y su escarabajo protector antes de que envuelvan con vendas el cadáver. Quiero que el alma de mi tía vague por el Mundo Inferior.
—No pensé que creyeras en esas cosas.
—Soy un hombre previsor, Sobeck. Por si acaso.
Sobeck golpeó el tercer diamante.
—¿Y?
—La casa de Isithia será abandonada. Quiero que sea quemada hasta los cimientos, la casa y todo lo que contiene, pero no dañes el sauce del huerto.
—¿Un incendio? —Sobeck miró el techo—. Eso requerirá aceite, además de hombres desesperados.
Puse un cuarto diamante sobre la mesa.
Sobeck lo cogió.
—Debes de haberla odiado mucho.
—Ella me convirtió en lo que soy.
—¿Y qué eres, Mahu?
—El árbol crece según cómo se haya plantado.
—¿Y qué es lo que quieres? —La voz de Sobeck era apenas mis que un susurro—. Qué es lo que realmente quieres, Mahu, amigo de príncipes, confidente y consejero, que pronto será Jefe de Policía.
Por un momento pareció el niño con el que solía jugar en la Kap, corriendo como un loco salvaje entre los árboles o escondiéndose de Weni. Sentí deseos de llorar, pero las lágrimas no salieron.
—¿Qué es eso de ser Jefe de Policía? —le pregunté.
—Tu tía me lo dijo cuando yo subía la escalera. Pensó que era su sirviente. Lo repetía una y otra vez como si estuviera disfrutando de una broma. «Mi pequeño Mahu», decía riéndose. «El feo mandril, Jefe de Policía. Vaya, ¡nunca lo habría imaginado!».
—¿Cómo se enteró?
—No me paré a preguntárselo. A decir verdad, sólo después reflexioné sobre lo que había dicho.
—¿No viste ninguna carta sobre la mesa, ningún documento?
—Yo estaba ahí para llevar a cabo mi venganza, no para robar. Lo haré antes de quemar la casa. —Sobeck se llevó un trozo de pescado a la boca. Su mirada ya no era tan dura—. Oh, Mahu, te convertirás en Jefe de Policía, no te preocupes por eso. Esperaremos un poco, ¿no? El viejo faraón se está muriendo y el Grotesco aguarda como un gato escondido entre los arbustos, listo para saltar, él y sus dos parientes pelirrojos, el grupo de Ahkmin. Ya están haciendo sentir su presencia. —Se inclinó y llenó mi jarra—. Nuestra tarea, Mahu, es mirarlo todo, mantener los oídos atentos detrás de las puertas y escuchar los rumores y los susurros. Quién ha sido enviado aquí. Quién ha sido enviado allá. Qué oficial está a cargo en aquel distrito. Por qué ciertos regimientos son enviados río arriba y otros son traídos más cerca de la ciudad. Por qué Ay insiste tanto en contratar mercenarios. —Advirtió mi sorpresa y sonrió—. Oh sí, se supone que está reforzando la guarnición de Akhmin. Ésta ha crecido tanto que uno pensaría que los hicsos han regresado. Tarde o temprano, quizá más temprano que tarde, Ay nombrará a cierto general —hizo un gesto con la mano— como alcalde de Tebas.
—¿Y el nuevo cargo? —añadí—. ¿Jefe de Policía?
—¡Ése es mi inteligente Mandril, Mahu! Ay no puede hacerlo todo de una sola vez. Es como trazar una pintura: una pincelada acá, otra allá. La obra no está todavía completa, ni siquiera tiene forma, pero el artista sabe cuál es su idea. Así que, Mahu, Mandril del Sur, mi pregunta sigue en pie. ¿Qué quieres realmente? ¿Poder? ¿Quieres estar cerca de Ay y su grupo?
—Quiero formar parte de algo —respondí—, complacer y ser complacido.
—¿Amar y ser amado?
—Sobeck, el sarcasmo no te sienta bien.
—Pero la princesa Nefertiti a ti sí te sienta bien. ¿Ésa es la verdadera razón, Mahu? ¿Por eso te gusta estar en el palacio?
—¿Por qué has venido aquí? —repliqué bruscamente.
—Llegaré a eso en un momento. Sabes bien —Sobeck cogió la daga y comenzó a pasársela de una mano a otra— que realmente te tengo afecto, Mahu, más que a nadie. Nunca olvidaré que te debo la vida. Si tú no me hubieras enviado aquel mensaje, yo te habría enviado uno. Cuando seas Jefe de Policía, tú y yo podemos hacer negocios juntos.
—Parece que ya tienes muchos socios. —Miré a alrededor, a los hombres semiocultos en las sombras—. ¿Socios comerciales? —pregunté—. ¿Dónde está Cara de Mono?
Sobeck gritó hacia la oscuridad para que le trajeran una cesta. Estaba sucia y manchada con la sangre que se había filtrado por la urdimbre. El cachorro que yacía junto a mí se movió. Lo acaricié suavemente. Sobeck puso la horrible canasta sobre la mesa. Quitó la tapa y sacó la cabeza cortada con los ojos entreabiertos, boca y mandíbula salientes, la carne del cuello desgarrada y ennegrecida. La volvió a guardar delicadamente.
—Cara de Mono, o lo que queda de él. Trató de traicionarme. ¿Has oído hablar de las Hienas, Mahu?
Por supuesto, sabía quiénes eran. Las Hienas eran violentas bandas que se movían por los barrios pobres de Tebas y las calles mugrientas de la Necrópolis. Sobeck ordenó que retiraran la cesta y se tocó una cicatriz de su rostro.
—También estoy en deuda contigo por los tesoros que me enviaste. Me han ayudado a hacer algunos ajustes en mi vida.
—¿Tú controlas las bandas? —pregunté.
—Casi —respondió—. Pero el año próximo podré decir que sí. Aprendí mucho en aquella prisión del oasis, y mucho más en el viaje de regreso. El faraón tiene su reino en orden, el mío también lo estará. Los ladrones de tumbas, los alcahuetes, los contrabandistas, los vendedores de esclavos, los hombres escorpión, los desempleados, los mercenarios y los soldados licenciados, todos sabrán que tienen su lugar en mi pequeño mundo, y si no lo saben, pues bien, no merecen estar aquí. Tendré mi Casa de la Plata y mis tropas. Cualquier cosa que desees de mi reino, Mahu, la tendrás. —Chasqueó los dedos—. De una manera tan sencilla como ésta.
—Pero no pudiste encontrar al hombre que me seguía —dije en tono burlón.
—No. —Sobeck esbozó una sonrisa—. Todavía cometemos errores, Mahu. Es exactamente como estar en la Casa de la Enseñanza. El aprendizaje no viene como una comida en una fuente. Así que —levantó su jarra otra vez—, brindemos por el pasado y por el futuro.
—¿Te has encontrado con Maya? —pregunté.
Sobeck sacudió la cabeza.
—Es al único al que he dejado tranquilo. No sé por qué, pero un día renovaré mi amistad con él. No sabe que estoy vivo. —No respondí—. Estoy al tanto de lo que hacen todos los demás. Pentju está enamorado, ya lo sabes… de una muchacha llamada Tenbra. Está loco por ella, se casarán en menos de un año. Espero que lo mantenga lejos de las casas de placer aquí en la Necrópolis. De lo contrario, necesitará toda su destreza médica para curar las enfermedades que contraerá.
—¿Y Horemheb y Ramsés?
—¡Ah, dos nalgas del mismo culo! ¡Dos sucias fosas nasales de la misma nariz! Mis bravucones favoritos. Horemheb es un puritano. Mira a una mujer y de inmediato piensa en la reproducción en lugar del placer. A Ramsés hay que vigilarle. Es venenoso como una serpiente y le gusta causar dolor. Oh sí, es un visitante asiduo de estos lugares, bien conocido en las casas del placer por su uso del látigo, el bastón y las otras pequeñas crueldades. Me pregunto con frecuencia si su viejo amigo Horemheb sabe algo de sus pasatiempos privados. —Sobeck enderezó los hombros y sacó el pecho, una imitación ingeniosa de Horemheb que me hizo reír—. Horemheb quiere ser un gran general, el nuevo Amosis. —Respiró hondo—. Procede de una familia de campesinos del Delta, nacido de una joven que atrajo la atención del Magnífico.
—¿Es hijo del Divino?
—Podría serlo. O de alguno de sus cortesanos. El Divino —el rostro de Sobeck se tornó sombrío— puede ser generoso con sus Ornamentos Reales, pero sólo si es él quien da, uno nunca debe apoderarse de nada, como descubrí a un alto precio. ¿Todavía sigue bebiendo jugo de amapola? —Se rascó la barbilla—. Dicen —hablaba rápidamente para hacer gala de su información— que el Magnífico está más interesado en su hija mayor, Sitamón, que en su esposa. Pero, en un tiempo no muy lejano, morirá. Lo enterrarán en ese gran mausoleo que ha construido, custodiado por esos colosos de cuarcita roja. —Se inclinó sobre la mesa—. Pues bien, ésa es una tumba, Mahu, que pienso visitar.
—Estabas hablando de nuestros compañeros.
—Meryre… —Sobeck sacudió la cabeza—. Un sacerdote tan puro, un muchachito tan pícaro. Le encantan las muchachas kushitas, cuanto más gordas, mejor. No reza demasiado cuando está gimiendo entre un montón de carne aceitada y perfumada. —Se balanceó hacia atrás y hacia delante—. Huy es diferente. Seguro que le gustan las damas, pero es la riqueza lo que él quiere, ¡riqueza y poder! Para convertirse en un Grande del Faraón y ascender a lo más alto.
—Es mucho lo que sabes.
—Por supuesto, Mahu. ¿Dónde crees que contratan a sus sirvientes? Vienen al mercado o a la Necrópolis y eligen a algún joven, o a alguna joven. Luego vuelven a sus hogares, hablan y chismorrean. Es sorprendente la cantidad de gente que habla como si los sirvientes no existieran. Oh, a propósito, debes decirle a tu amo que tenga cuidado. Los grandes de Tebas, para no olvidar a nuestros cabezas afeitadas del templo de Amón, lo odian más allá de todo razonamiento.
—¿Y qué sabes del grupo de Ahkmin?
—¿Oh, te refieres a Ay, el Padre de Dios, y a Nefertiti, la Gran Esposa? —Sobeck soltó un silbido—. ¡Ellos están muy unidos, de verdad, muy unidos! Muy bien. —Recogió los diamantes que había colocado bajo el almohadón, abrió la bolsa que llevaba en el cinturón y los guardó—. Observa el cielo de noche, Mahu, y verás el fuego.
Me ayudó a ponerme de pie.
El cachorro también se levantó, gruñendo. Sobeck se inclinó, lo agarró por la nuca y lo alzó.
—¡Todavía estoy en el negocio de desollar perros, Mahu! Éste será bueno para el hijo de algún peregrino. —El perro aulló otra vez, moviendo las patitas en el aire—. Un huérfano. —Sobeck lo dejó otra vez en el suelo—. Nadie lo echará de menos.
Me agaché y lo levanté; el cachorro me lamió la mano.
—Me lo llevaré.
—¿Qué? —Sobeck se rió—. Mahu, ¿te has vuelto sensiblero? Pero has elegido bien.
—Lo sé —respondí—. Es un lebrel, ¿no? Son buenos perros guardianes. —Sostuve la mirada de Sobeck—. Y si son tratados con cariño, responden con gran lealtad. Me importan un bledo los cachorros. Lo que sí me preocupa, Sobeck, es estar tomando una copa de vino en la terraza de mi casa mientras alguna sombra silenciosa se desliza escaleras arriba.
Sobeck puso el brazo sobre mis hombros, empujándome hacia la puerta.
—Quédate con tu perro, Mahu. Vas a necesitar toda la protección que puedas conseguir.
Me detuve. Otra vez me apretó contra él, clavándome las uñas en la parte carnosa del brazo.
—Hemos hablado de lo que queríamos —susurró—. La ambición de Horemheb, la sed de riqueza y poder de Huy, pero tu amo, el Grotesco, él es el más peligroso. Quiere ser un dios.
—Como todos los faraones.
—Ah, sí, Mahu, pero el Grotesco es diferente. Realmente cree que es un dios, el único dios, el Dios Encarnado. Recuerda mis palabras, aquellos que buscan a dios en todo, terminan buscando a dios en sí mismos… y, por lo general, lo encuentran. —Me soltó y me palmeó el hombro—. Puedes irte tranquilo. Nadie te molestará.
Todavía con la capa de Snefru puesta, llegué al muelle. Ya había oscurecido y no eran muchos los hombres dispuestos a cruzarme al otro lado del río. Casi todos se mostraron reticentes a realizar su trabajo a esas horas, temerosos de los piratas y los contrabandistas, por no mencionar a los cocodrilos hambrientos y a los hipopótamos furiosos. Sin embargo, tan pronto como llegué, apareció una chalana sobre el agua, ancha y de poca altura. Un joven estaba en la popa con la vara apoyada en el hombro. Un anciano, posiblemente su padre, se encontraba sentado en la proa, tallada con una cabeza de pantera. Sobre ella brillaba una antorcha con fanal y una piel de oveja cubría los bancos de la parte trasera.
—Fruta —explicó el anciano, señalándola—, pero si usted quiere…
Subí, le di algunos debens de cobre y me senté delante del anciano. Se sentó en cuclillas, con sus sonrientes ojos enrojecidos, mordisqueando sus labios. De una cuerda alrededor de su cuello colgaba un amuleto, la cabeza de un chacal. Iba canturreando entre dientes, meciéndose hacia atrás y hacia delante. Me pregunté cuánta cerveza habría bebido. El batelero era bastante hábil y la embarcación se movía bien, evitando los peligros que se ocultaban a lo largo de los cañaverales de la orilla. Yo llevaba al cachorro, tibio bajo mi capa, mientras pensaba en Sobeck y la velada amenaza de sus palabras. El anciano parloteaba, pero la verdad es que no lo escuchaba. Fijé la vista en la temblorosa llama de la antorcha. Sentí la pesadez de mis párpados. Fui un estúpido, me relajé. La brisa cada vez más fría me despertó. Cuando me moví y abrí los ojos, el anciano no parecía tan alegre ni tan hospitalario. El suyo era un rostro malvado lleno de antiguos pecados. Me estaba mirando como si yo fuera un toro que iba al matadero, entrecerrando los ojos para ver si llevaba algún colgante bajo mi capa o brazaletes en la muñeca. Miré a la izquierda. La chalana estaba en medio del río, más lejos de la costa de lo que debería estar. Nos encontrábamos demasiado alejados en la negrura, y la corriente era fuerte en aquel momento. El cachorro se movió cuando se dio cuenta de mi agitación.
—¡Esto no es…!
Sentí la hoja de una daga tocando la parte posterior de mi cabeza.
—Ahora, viajero, tranquilízate. —El anciano se balanceaba, riendo entre dientes. El bote se movía con rapidez; el batelero debía de estar todavía en su puesto de modo que la hoja la tenía que sostener un asesino… eso era lo que la piel de oveja ocultaba. Me habían estado esperando y yo había caído en la trampa como una liebre estúpida atrapada en la red de un cazador.
—¿Aquí? —preguntó la voz áspera detrás de mí—. ¡Una cuchillada, un golpe!
—Oh, no. —El anciano se limpió la nariz con el dorso de la mano—. Aquí no. Cerca de la zona de los cocodrilos. No quedará ninguna señal, ningún rastro.
—Sea lo que fuere lo que te han ofrecido —le dije—, te daré mucho más.
El anciano me miró entrecerrando los ojos, se inclinó y me palmeó suavemente la muñeca.
—No es así —respondió con tristeza—. No es así de ninguna manera.
—¿Quién? —pregunté.
—Pregúntale al Señor Anubis cuando lo encuentres.
—¿Porqué?
—Pregúntale eso también.
El cachorro había empezado a gemir. Miré sobre el agua envuelta en tinieblas. Las orillas estaban distantes, sus desteñidos puntos de luz se burlaban de mí. ¿Era aquello obra de Sobeck? No. De haber querido me habría matado cuando nos encontramos. Hice ademán de moverme: el cuchillo me pinchó el cuello e hice una mueca de dolor. Oí un búho. Su chillido helaba el alma y de él se hizo eco el rugido de un hipopótamo. El agua golpeaba contra el bote, el aire de la noche era gélido. Quise vomitar, pero mi garganta estaba demasiado seca para tragar o suplicar por mi vida. Aquellos crueles y viejos ojos no invitaban a la compasión. A aquellos asesinos los habían contratado para un trabajo y lo terminarían.
—Cogeremos todo que tienes. —Otra vez la palmadita en mi muñeca—. Y si te portas bien, te cortaremos la garganta antes de que los cocodrilos se enteren de que estás en el agua. Bien. —El anciano olfateó—. Te vas a quedar en silencio, nada de lloriquear y lagrimear, ni gritar o suplicar. Escucha, tengo un poema. —Tosió y escupió—. Se lo recito a todos mis invitados. —Empujó con un dedo en mi túnica, donde el cachorro se retorció—. ¿Tienes ahí un perro? —Empujó la túnica con la punta de la daga oculta en su mano—. Un cachorro, ¡qué dulce! Bien, lo mataremos también, como una ofrenda al dios del río, para que nos proteja. Mira la bruma. Tú sólo tienes que hacer un viaje —rió tontamente—. Nosotros tenemos que hacer dos.
Un banco de neblina se movía en el aire sobre el agua, empujado y desplazado por la brisa.
—Y ahora haz que ese perrito sarnoso se calle. —El anciano se preparó—. Mi poema es importante, es el lamento por tu muerte. —Comenzó—: «Al final, todas las cosas terminan, toda carne se reseca, toda sangre se seca…».
—¡Ah del barco!
Miré hacia la oscuridad de la noche. Un esquife, con una antorcha sujeta al palo delantero, se acercaba directamente hacia nosotros.
—¡Ah del barco! ¡Que el dios Hapi sea con vosotros! ¡Mi nombre es…!
—¿Qué quieres? —chilló el anciano.
—Estoy perdido. —La luz ocultaba a quien hablaba.
—¿Adónde quieres ir? —bramó el asesino detrás de mí.
—A los Campos de los Bienaventurados —respondió gritando alegremente la voz.
El esquife dobló repentinamente a la izquierda, para acercarse por detrás de nosotros. El asesino a mi espalda no se atrevió a volverse y tampoco el batelero. El anciano miraba más allá de mí, tratando de descubrir la identidad del recién llegado. De pronto se oyó un ruido como el de un rápido aleteo sobre el agua, la música de una flecha. El hombre que tenía el cuchillo cayó sobre mí con sus manos arañándome la espalda, incluso mientras tosía escupiendo la sangre caliente de la vida. Otro zumbido, un grito seguido por un chapoteo, el del batelero cayendo al agua. La chalana se balanceó peligrosamente, pero su forma plana y ancha la mantuvo firme. El anciano reaccionó con demasiada lentitud. Lancé un puñetazo cuando se puso de pie. Tropezó hacia un lado, trató de recuperar el equilibrio, pero cayó al agua. El cachorro saltó para meterse entre mis pies. Lo empujé cuando me tambaleé hacia un lado. El asesino que había estado detrás de mí había caído hacia atrás. La flecha se había clavado en la parte posterior de su cuello y su punta metálica sobresalía por debajo de su barbilla. El anciano trataba desesperadamente de subir a bordo.
—¡Por favor!
Golpeé su calva surcada de venas. La barca se mecía de un lado al otro. Planté mi mano en su cara y lo empujé bajo el agua.
—¡Termina tu poema! —grité—. ¡Qué te escuchen las bestias del río! —Mis uñas se clavaron en su cara, un dedo le hirió un ojo. Arremetió contra mis manos. El agua se arremolinó, y a continuación desapareció. Me recosté tratando de recuperar la respiración. El cadáver del asesino siguió al de su amo en el agua. El cachorro gemía quedamente. Lo alcé y busqué a mi salvador. El esquife se puso a mi lado. Un joven sentado tranquilamente en él me sonreía. Tenía un poderoso arco sirio cruzado sobre sus piernas y un carcaj con flechas junto a él. ¡Y allí fue dónde lo conocí! Djarka, en medio de la noche con el frío sobre mi piel y mi corazón y mi estómago temblando de miedo. Sólo me sonreía, su cutis era suave y aceitunado sin ninguna marca, ni siquiera una gota de sudor, y sus ojos de espesas pestañas me miraban con curiosidad. Jugó con su negro cabello mientras los bucles le caían a cada lado de la cara. En aquella época parecía más una mujer joven que un hombre. Miré sus manos. No pude ver ninguna daga.
—Mahu. —Extendió sus brazos—. ¡Mahu, vamos! —Su voz tenía un ligero acento—. Soy Djarka, de los sheshnu.
—¿Y?
—Soy uno de los silenciosos que sirven a la Gran Reina Tiye. Voy a ser tu criado.
—No necesito ninguno.
—Oh sí, claro que lo necesitas —suspiró—. Ven, podemos hablar por el camino. La Gran Reina desea verte. Vayámonos antes de que pasen los guardias del río.
Agarré al cachorro empapado y salté al esquife. Djarka cogió el remo y nos alejamos rápidamente, dejando la chalana meciéndose sobre las aguas con su brillante antorcha, desvaneciéndose hasta convertirse en una distante mancha de luz.
—¿Me estabas siguiendo?
—Por supuesto.
—¿Los hombres de Sobeck nunca te atraparon?
Djarka se quitó la túnica encogiéndose de hombros y me la alcanzó. Estaba dividida en cuatro colores, rojo, azul, negro y amarillo brillante.
—La gente siempre busca lo mismo —Djarka explicó por encima del hombro—. Trato de no ir siempre igual. A veces llevo una capucha. Otras veces me quito las sandalias. Te vi cuando dejabas el Signo de Ankh. Fuiste al muelle y te comportaste muy estúpidamente. Te estaban esperando.
—Pero ¿cómo se enteraron? Sobeck debe de haberme traicionado.
—No. —Djarka se volvió y se concentró en el remo. Ya nos estábamos acercando a Karnak y pude divisar las luces a lo largo del muelle—. Sobeck te habría matado y enterrado tu cadáver allá en las Tierras Rojas.
—Entonces, ¿quién?
—Alguien que quiere verte muerto pero también que desea verme muerto a mí. Nos matamos en nuestros pensamientos.
Mi estómago ya se había calmado y mi corazón no latía tan rápido.
—¿Eres un sacerdote, un filósofo?
Djarka se rió alegremente, como un niño.
—No, soy un cazador —respondió—. No, no es así. Soy un actor que imita. No, tampoco es así —reflexionó—. Soy simplemente el sirviente de la Gran Reina. Te conocí hace muchos años, Mahu, en el desierto, pero yo era un niño. Seguramente no lo recuerdas. Ah, bien, aquí estamos.
Djarka empujó la embarcación contra los escalones del muelle que daba a uno de los patios más pequeños del palacio de Malkata. Recogió una cuerda, la amarró al aro de metal sujeto al muro y me ayudó a subir los resbaladizos peldaños.
—¿No puedes deshacerte de eso? —Señaló con el dedo al cachorro. Me lo arrancó de las manos mientras me conducía escaleras arriba. Cruzamos deprisa al otro lado del patio; luego Djarka se detuvo en un almacén, abrió de un tirón una puerta y arrojó allí el arco y las flechas, y después al cachorro, cerrando de un golpe la puerta a sus gemidos y ladridos.
—Ahí estará seguro y tibio. Pronto se quedará dormido. ¿Cómo vas a llamarlo?
—Karnak.
Djarka dejó ver una sonrisa irónica.
—A los cabezas afeitadas de Amón les encantará eso.
Me condujo al palacio propiamente dicho. Nos detuvieron unos guardias con tocados azul y oro y escudos ceremoniales con la cabeza de carnero de Amón. Djarka mostró un pase en forma de una tableta de arcilla que silenció todas las preguntas y nos condujeron al interior.
La reina Tiye nos estaba esperando en una sala de la planta baja que daba a un pequeño jardín cerrado. El aire se endulzaba con perfumes y a través de la ventana abierta pude ver braseros encendidos, iluminando los lagos y los estanques ornamentales. La sala misma era brillante, con sus paredes pintadas de azul y amarillo y una franja de madera de roble a lo largo de los bordes superior e inferior. La reina Tiye se hallaba sentada sobre un pequeño diván, rodeada de almohadones abultados, examinando detenidamente rollos de papiro. Vestía una túnica blanca simple y un chal bordado, lleno de piedras preciosas, sobre los hombros. Cuando entramos, levantó la vista. Sus ojos tenían un aspecto cansado; las arrugas a cada lado de su boca eran muy profundas, más marcadas que antes.
—¿Te has salvado, Mahu?
Me incliné para arrodillarme, pero ella hizo un gesto con la mano señalando los almohadones frente al diván.
—¡Siéntate! ¡Siéntate! Tú también, Djarka.
—¿Habéis hecho que me siguieran, Excelencia?
—Por supuesto que sí. —La reina Tiye inclinó la cabeza a un lado—. ¿Crees que puedes ir a Tebas, Mahu, sin que nadie se dé cuenta? Lo sé todo sobre Sobeck y el joyero. Está muerto, ¿sabes? Traté de sobornarlo y, pobre hombre, pagó el precio. Te estarás preguntando por qué no hice arrestar a Sobeck. —Se encogió de hombros—. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Por robar a una concubina real? ¡Puede llevárselas todas! Además, ¿constituye alguna amenaza?
Permanecí en silencio.
—No estaba a salvo —explicó Djarka—. Fue atacado en el río por los Cabezas de Chacal.
—¿Cabezas de Chacal? —Recordé el amuleto colgado del cuello del anciano.
—Una familia de asesinos —respondió Djarka alegremente—. En realidad, se trata de un clan que ofrece sus servicios para matar.
—Tu tía Isithia los conocía —añadió Tiye. Sonrió ante mi sorpresa—. Oh sí, ella estuvo en contacto con esos asesinos durante mucho tiempo.
Recordé el día que fuimos al templo de Anubis a ver el cadáver de mi padre, cuando apareció aquel extraño pordiosero en el muelle, y también el día que mi amo fue atacado.
—A veces la protegían —informó la reina Tiye—, y eso me intriga. ¿Asesinaste a tu tía Isithia, Mahu? Al principio pensé que sí, pero estabas en el palacio cuando ella murió. —Cogió una pequeña copa que había en la mesa y bebió unos sorbos.
—No la maté, Excelencia, pero bailé cuando me enteré de la noticia.
—Estoy segura de que así fue.
—¿Quién contrató a los Cabezas de Chacal? —pregunté.
—No lo sé. Quizá no soy la única persona que cree que mataste a tu tía. Podría ser una venganza de sangre. Algún día —frunció los labios— encontraremos la verdad de todo esto y arrancaremos las raíces. Hasta entonces, tú eres el protector de mi hijo y Djarka será el tuyo.
—¡Tengo a Snefru!
—¡Djarka será el tuyo! —repitió sin dar lugar a réplica—. Es de buena familia y muy adecuado. —Entrecerró los ojos—. Tienes amigos muy peligrosos, Mahu. Sobeck, o como se llame ahora, es bien conocido por la policía, pero podría ser un aliado.
—¿Para qué me habéis mandado llamar, Excelencia? —Yo tenía frío y estaba cansado.
—¡Ven! —Tiye se puso de pie y cruzó hasta una clepsidra que había en un rincón. La miró, luego recogió un manto y lo colocó sobre sus hombros—. Quiero que veas algo.
Abandonamos la cámara para internarnos en un laberinto de espléndidos corredores. Cruzamos varios patios, penetrando cada vez más en el palacio. Los guardias se mantenían escondidos en determinados lugares oscuros. Los sirvientes se movían con rapidez, con sus túnicas revoloteando y los pies desnudos golpeando sobre el piso brillante. A mitad de camino en un corredor, Tiye se detuvo, abrió una puerta y nos condujo a una cámara que olía a rancio. No había ninguna luz. Se movió por la sala, susurrando para que nos mantuviéramos en silencio. Luego fue hasta la pared más alejada y buscó algo hasta que retiró una pequeña tapa: un rayo de luz entró en la habitación. Me indicó con un gesto que me acercara. Djarka permaneció apoyado contra la puerta. Me agaché, miré por la abertura y contuve la respiración.
—La Casa del Amor —susurró Tiye.
Estaba espiando la cámara central del harén del Magnífico. El lugar era oscuro, aunque el centro estaba rodeado de luz. Era un hermoso lugar con pequeñas fuentes, columnas pintadas de colores claros y miles de lámparas de aceite encendidas en recipientes de alabastro. En el centro del círculo de luz, el Divino estaba echado, desnudo, en una silla parecida a un trono. Yo podía ver cada centímetro de su cuerpo corpulento, la abultada panza y los muslos rollizos brillantes de aceite, su rostro poderoso, con la barbilla contra el pecho. Por todas partes, a su alrededor, se movían las concubinas con sus delgados cuerpos desnudos cuidadosamente depilados, los labios pintados, los ojos delineados con kohl, las uñas de las manos y de los pies pintadas de rojo intenso. Algunas lo ungían con delicados perfumes mientras otras le acercaban lotos recién cortados para que oliera o melón frío para calmar su sed. Junto a él había una mesita con las piezas de algún juego encima, piezas de terracota esmaltada con cabezas de perros y halcones que esperaban ser movidas. El Magnífico olía el loto o masticaba un trozo de melón. De vez en cuando cogía la mano de alguna de las concubinas y la llevaba hasta su entrepierna, incluso mientras miraba pensativo el siguiente movimiento sobre el tablero. En la pared más alejada había una serie de nichos, sobre los cuales se abrían las alas doradas del Buitre Real. En uno de ellos se encontraba un diván, con altos montones de almohadones de muchos colores. El Magnífico se puso de pie y, llevando consigo a dos muchachas, entró en el lugar y se echó en el diván. El resto de las concubinas esperaron pacientemente a que regresara.
Me preguntaba por qué la Gran Reina Tiye nos había llevado a ese lugar. Estaba a punto de hacer la pregunta cuando apareció un eunuco, resplandeciente con su túnica y la insignia de su cargo, el cuerpo brillante, su cara sudorosa y rolliza pintada como la de una mujer. Entró en el círculo de luz. Dos de las concubinas actuaban como portadoras de abanicos a cada lado de él. El eunuco dio unas palmadas con sus manos enjoyadas y alejó a las mujeres de la presencia del Magnífico. El faraón había regresado a su trono. Recogió las piezas y las echó sobre el tablero. Se enfadó por lo que vio y se volvió, jugueteando con un dedo sobre una de las piezas. La cámara había quedado vacía.
—¡Observa! —siseó Tiye.
Oí que se abría una puerta. El efecto sobre el Magnífico fue sorprendente. Se enderezó sobre la silla y se llevó las manos a la entrepierna. En las sombras apareció la figura de una mujer joven. Caminó hacia la luz y mi respiración se detuvo. Era alta y delgada; una gruesa peluca trenzada y perfumada enmarcaba su hermoso rostro. Estaba desnuda, salvo por las joyas que destellaban en sus orejas, cuello, muñecas y tobillos. Cuando avanzó sobre sus sandalias de tacón alto para detenerse ante el faraón, me di cuenta de por qué el lugar se había quedado vacío. Yo la había visto muy pocas veces, pero reconocí que se trataba de la joven Sitamón, la hija mayor del faraón. Se agachó a los pies de su padre y con sus manos le rozó los muslos, avanzando poco a poco hacia su entrepierna. Luego se puso de pie y se sentó sobre él, con las piernas colgando a cada lado mientras se acercaba cada vez más, rodeándole el cuello con los brazos. El faraón se retorcía de placer en ese momento. Miré a la reina Tiye. Su cara era como la de un fantasma que llegaba del Oeste. Incluso con la poca luz que había pude ver su palidez grisácea y los ojos llenos de lágrimas.
—Ése —susurró— es el precio que tengo que pagar. —Cerró la tapa con mucho cuidado y apoyó su cabeza contra la pared fría—. La corregencia —susurró—. Sitamón está haciendo el papel de la Gran Reina, la Gran Esposa. ¡Nuestra hija! ¡Su propia sangre!
—¿Por qué, Excelencia? —susurré—. ¿Por qué me habéis mostrado esto?
Tiye permaneció en silencio, con una mano sobre sus ojos mientras sollozaba en silencio. Una imagen desgarradora. Se secó las lágrimas con los dedos.
—Mira la magnificencia de Egipto, Mahu, y la desesperación.
Pensé que se retiraba, pero se volvió y presionó ambas manos contra la pared, como si deseara clavar las uñas para atravesar la piedra y el yeso. Mis dedos buscaron la pequeña tapa. Toqué el asa, la moví y volví a contemplar la Casa del Amor. Sitamón se había ido. Amenhotep permanecía sentado en su trono. Estaba a punto de volver a poner la tapa en su sitio, cuando vi un movimiento en las sombras. Había otra persona en la habitación, una mujer envuelta en un manto.
—Excelencia —dije entre dientes.
La reina Tiye me ignoró. Volví a espiar. Amenhotep se había puesto de pie y, agarrando el bastón, salió a paso lento del círculo de luz, una imagen ridícula con sus piernas gordas y surcadas de venas, las nalgas caídas, los pliegues de grasa en toda la espalda. Se dirigió hacia las sombras. La mujer que estaba ahí le entregó su capa, que él se puso sobre los hombros. Pude oír el cuchicheo, pero el cuerpo de Amenhotep me impedía ver nada más. Sin embargo, yo estaba seguro de saber quién era aquella mujer: la princesa Khiya. ¿Qué estaba haciendo ella ahí, mirando al Magnífico mientras hacía el amor con su propia hija? Sentí las uñas de Tiye en mi mejilla, apartándome. Cerré la tapa y la reina nos llevó al pasillo. Regresamos a la cámara. Djarka y yo permanecimos arrodillados ante Tiye mientras se paseaba de un lado a otro. Se la veía apesadumbrada, aunque más serena.
—¿Qué has visto esta noche, Mahu? Bien —suspiró—, lo que has visto es la corrupción de la sangre; de la misma forma que los sueños pueden convertirse en pesadillas. El Magnífico, el león de ojos valientes, Horus del Sur, acariciado por su propia hija. Si Sitamón da a luz a un niño —Tiye dejó de caminar y me miró; sus ojos eran tan feroces como los de un gato—, deberás matarla a ella y al niño.
—Excelencia —protesté.
Llevó su mano hacia atrás y me abofeteó.
—¡No puede haber más hijos de Egipto! —Se agachó ante mí—. Has visto mi pesadilla, Mahu. Ahora me pregunto: ¿esa corrupción también está en mi hijo? ¿Va a entregar también su destino a cambio de los placeres pasajeros? Ésa es la razón por la que elegí a Nefertiti para él. —Se puso de pie—. Ésa es la razón por la que tú eres su protector.
Permanecí arrodillado con la cabeza inclinada. No sabía por qué me había llevado a ver aquello. ¿Había sido una advertencia de la reina? ¿O se estaba preparando para asesinar a su propia hija y a su nieto? ¿Quizá estaba tratando de purgar su propia alma por dar rienda suelta a su marido en su decadencia?
Tiye me tocó suavemente bajo la barbilla y me empujó la cabeza.
—¿Qué otra cosa has visto, Mahu, cuando miraste por segunda vez?
Sostuve su mirada.
—Nada, Excelencia. Sólo estaba intrigado.
—¡Bien! —Acarició mi mejilla—. Continúa intrigado, Mahu, y continuarás vivo.