Capítulo 11

Con el rostro pálido y la mirada ansiosa, Akhenatón abandonó el palacio a la tarde siguiente. Iba rodeado por cabezas afeitadas del templo de Amón y escoltado por guardias que portaban la dorada cabeza de carnero de su dios. Mi amo se había tranquilizado. Nefertiti se había ocupado de él y también habían llamado a Pentju en plena noche para que le diera alguna droga tranquilizante y controlara que todo estuviera bien. No se permitió que nadie lo acompañara, incluso a Horemheb y Ramsés se les ordenó que se apartaran cuando mi amo fue conducido a la barcaza, una embarcación sombría y pintada de negro con la cabeza del carnero en la proa y un feo rostro de chacal esculpido en la popa. Una vez que Akhenatón se hubo ido, nuestra casa pareció perder su alma. El silencio escalofriante nos empujó a Ay, a Nefertiti y a mí al jardín para sentarnos a la sombra de las palmeras datileras. Snefru, espada en mano, caminaba en círculos a nuestro alrededor como un perro de caza, alerta a cualquier oído indiscreto que estuviera escondido, despidiendo con brusquedad a los sirvientes que pasaran por donde estábamos nosotros. La confianza de Ay se había quebrantado. Reconoció que los sacerdotes de Amón habían actuado con más rapidez y más despiadadamente de lo que él podía imaginar.

—Un requerimiento imperial —sacudió la cabeza— no puede ser ignorado.

—Podía haber fingido una enfermedad.

—Hija mía, lo habrían llevado de todas maneras.

—¿Porqué?

—Aparentemente —Ay suspiró— para conocer al Dios.

—¿Y la verdad?

Ay me miró.

—Mahu, estás muy callado. ¿Podría el discípulo informar al maestro?

—Sí. —Nefertiti se acercó y, con su respiración rozando mi cara y su perfume cosquilleando en mi nariz, puso sus manos sobre las mías.

—Por una o dos razones —respondí.

—¿Sí? —inquirió Ay.

—Para quebrantar su voluntad.

—Nunca. —Los ojos de Nefertiti se abrieron enormemente.

—O para matarlo.

Nefertiti bajó la cabeza y dejó escapar un profundo gemido, un sonido que partía el corazón. Cuando levantó la vista, su mirada era de una tremenda furia. Estiró la mano con las uñas preparadas para arañar mis mejillas, pero su padre detuvo su muñeca.

—¿Estás seguro, Mahu? —preguntó él.

—Sí. El príncipe no se dejará intimidar. Es cada vez más fuerte. Venera a un nuevo dios.

—Al que también venera su padre —recordó Ay.

—Pero sólo es una argucia —respondí—. Un equilibrio político contra las huestes de Amón y, de todas maneras, sólo por insistencia de la reina Tiye. Egipto tiene muchos dioses —continué—. Amón no se opone, siempre y cuando su supremacía, su monopolio de la riqueza y el poder no se vean afectados.

—Pero nuestro príncipe no es el heredero.

—Puede serlo —respondí—. Podría llegar a serlo.

El jardín quedó en silencio, salvo por la llamada de una tórtola a su compañero.

—¿Qué te hace pensar eso? —Ay arrancó una brizna de hierba.

—Tutmosis siempre tose sangre.

—No es necesariamente una señal de muerte.

—¿En alguien tan joven? —sugerí—. Incluso si vive y disfruta de un millón de jubileos… que los dioses se los puedan conceder —añadí burlonamente—, nuestro príncipe también los vivirá.

—¿Y?

—Nuestro viaje al norte ya es bien conocido. ¿Qué ocurriría si, en el futuro, mientras reina un faraón enfermo, Akhenatón se aleja de Tebas, viaja a su sitio sagrado y crea una corte rival, un nuevo templo religioso?

—Muy bien —susurró Ay—. Un discípulo maestro. ¿No te parece, Mahu?

—No hablas por hablar, ¿verdad, Mahu? —La cólera de Nefertiti se había enfriado. Me miraba con curiosidad—. Continúa —me alentó.

—Si nuestro príncipe muere, no hay ninguna amenaza de cisma, ningún desafío…

—Pero ¿y si Tutmosis también muere? —preguntó Ay.

—El Magnífico tiene hijas. —Sonreí—. Shishnak o algún otro podría casarse con una de ellas. No sería la primera vez que hay un cambio de dinastía en Egipto. —Miré a través del jardín—. Y si eso ocurre, iremos a reunimos con nuestro amo al otro lado del Horizonte Lejano. A ninguno de nosotros se nos permitiría sobrevivir.

—La reina Tiye resistiría —dijo Nefertiti.

—¿Privada de su marido y de sus hijos? ¿Crees que los sacerdotes de Amón no saben que la reina Tiye es la verdadera fuente de la rebeldía de su segundo hijo?

—¿Entonces qué se puede hacer?

—Nada —respondí—. Éste es el ojo del huracán. Nuestro príncipe está en manos de su dios.

—¿Cómo podrían explicar su muerte? —quiso saber Nefertiti.

—Lo sabes muy bien: un desafortunado accidente. ¿Recuerdas aquellos cuervos que volaron sobre el templo de Amón, el himno supuestamente blasfemo a Atón, cantado por el príncipe en los recintos sagrados? Los cabezas afeitadas de Amón asegurarán que la muerte de Akhenatón fue un justo castigo de su dios, así como una afirmación de la supremacía de Amón. No tienen intención de cortar el capullo o de eliminar una rama, sino que irán directamente a arrancar la raíz.

—Debemos ganar tiempo —susurró Nefertiti frotándose el vientre—. Mahu, estoy embarazada.

Me dispuse a felicitarla. Alzó una mano.

—Pentju lo ha confirmado. —Su rostro esbozó una sonrisa—. Le pedí a Meryre que se convirtiera en mi sacerdote privado. Ambos han jurado silencio. ¿Por qué? —bromeó, inclinando ligeramente la cabeza—. ¿Crees, Mahu, que eres el único niño de la Kap que nos ha jurado lealtad?

—Excelencia —repliqué formalmente, tratando de superar mi propia incomodidad—. Todos los hombres os juran lealtad.

—Muy bien, Mahu. —Me pellizcó la punta de la nariz y levantó la parte superior de su túnica, deliberadamente amplia, para mostrar su vientre ligeramente abultado—. Tal vez ya esté de dos meses. Pentju incluso ha sugerido que quizá podría tener gemelos. La semilla divina ha sido sembrada, hay que dejarla crecer.

—Oh, ¿cómo? —Ay se mordió su labio inferior, todavía perdido en sus pensamientos—. ¿Cómo se pueden cambiar las cosas?

—Vos habéis luchado en batalla, señor —dije burlonamente, recordando sus palabras—. Siempre hay un momento, quizá apenas algunos latidos del corazón, en que la posibilidad o la buena fortuna…

—Nada de eso —interrumpió Nefertiti.

—La mano de Dios —susurró Ay— puede cambiar las cosas. Tenemos nuestros espías en Karnak.

Nefertiti miró hacia otro lado.

—¿Y tú qué harás, Mahu?

Pensé en Sobeck, sonreí y no respondí.


Aquel mismo día, un poco más tarde, me escabullí a Tebas, tomando un camino tortuoso para eludir a cualquiera que quisiera seguirme. ¡Qué extraño resultaba estar en la ciudad! Las paredes de las casas que daban a la calle estaban sucias, carecían de ventanas y eran silenciosas; sus puertas se abrían para revelar oscuros corredores o los primeros peldaños de alguna escalera que conducía a la oscuridad. Se oían voces, gritos, llantos de niños. Tenía que apartarme a cada paso para dejar pasar a un burro cargado, trotando ágilmente guiado por la vara de su amo. Ocasionalmente, algunas casas sobresalían y sus pisos superiores se encontraban para formar túneles sofocantes y oscuros. Los atravesé rápidamente hasta llegar a alguna plaza soleada, agradecido por la luz, los ruidos y los olores. Los comerciantes, como siempre, estaban ocupados. Ovejas, gansos, cabras y bueyes con grandes cuernos eran arreados y mostrados para su venta. Pescadores y campesinos, sentados en el suelo, ante sus grandes cestas de mimbre, vendían verduras, carne, pescado seco y dulces. Las personas regateaban ruidosamente, ofreciendo sus propios artículos —collares, cuentas, abanicos, sandalias y anzuelos para intercambiar—. Un granjero le estaba gritando a un comprador que quería comprar un buey que dormitaba.

—¡No menos! No menos —gritaba el hombre— de cinco medidas de miel, once medidas de aceite y…

Me detuve simulando estar interesado y miré rápidamente a mi alrededor. Nadie me estaba siguiendo.

—¿Qué piensa usted, señor? —bramó el comprador.

—Por lo menos medio ounou de oro —respondí.

Otra vez comenzó el regateo. Me escabullí, ocultando mi cara bajo los pliegues de la túnica, como si tratara de evitar el olor a sudor, sal, especias, carne cocida y pescado seco.

El olor era excesivo y se volvía repugnante en los callejones, infestados de pulgas. Me interné más en la ciudad, a través de los mercados abiertos con sus puestos y tiendas. Me detuve para admirar las joyas hititas, los perfumes fenicios, los cordajes, el oro, la plata y los demás metales de Siria. Sentí hambre y compré una pequeña cesta de caña con dátiles secos cubiertos de un jarabe de miel y especias, salpicados con pistachos y almendras picadas. Con ella en la mano, fui a observar cómo se cocinaba un ganso sobre un asador abierto. Cuando terminé de comer, me senté bajo una palmera para que un barbero pudiera afeitarme y aceitarme. Todo el tiempo estuve atento por si veía un rostro familiar o si alguien trataba de esconderse. Me mantuve alejado de las rutas de las procesiones, de los templos y otros edificios importantes. Actuaba como el mayordomo de alguna gran mansión que aquel día había salido de compras. Me detuve ante el puesto de un joyero, que discutía con un cliente sobre las aleaciones del electrum.

—¡Cuarenta medidas de plata y sesenta de oro! —afirmaba el cliente.

Observé las piedras preciosas, esmeraldas, jaspe, granates y rubíes.

—Tengo otras en un cofre en la parte de atrás —el joyero abandonó la discusión—, ocultas a ojos y manos de ladrones. Este hombre —le sonrió al cliente— está equivocado, ¿verdad?

—Sí —convine—. Un ounou de electrum es veinte medidas de plata y ochenta de oro. —El cliente me miró furioso y se retiró. Abrí mi monedero y puse medio ounou de plata en la pequeña balanza. Los ojos del joyero se abrieron de par en par.

—Soy tuyas —dije en voz baja— si me dejas únicamente permanecer aquí. Dime, ¿hay alguien siguiéndome?

El joyero jugueteó con la balanza, mirando de un lado a otro.

—No, no. No hay nadie. Ah… me equivoco. Hay alguien. Acaba de esconderse detrás de un puesto. Es de piel oscura, un hombre del desierto, vestido con un faldellín de guerra de cuero y un cinturón cruzándole el pecho. Ah, ha dado la vuelta y se dirige a otro lugar.

Dejé la plata, me alejé y miré a mi alrededor. No vi ningún «faldellín de cuero» entre la multitud, sólo nubios con su piel de bronce ahumado, errantes del desierto con sus largas túnicas, libios con sus tocados cubiertos de plumas y mercenarios de tez blanca procedentes de Shardanah. Crucé un estrechísimo canal hacia el barrio más pobre de la ciudad, que se extendía a lo largo del muelle antiguo por callejones angostos y retorcidos que apestaban a mugre, entre casas de adobe cubiertas con una capa de barro y techos de hojas de palmera. Entre éstas, unas pocas acacias y sicómoros poco frondosos daban sombra a fangosos estanques para abrevar el ganado. Los habitantes pasaban la mayor parte del tiempo fuera, en taburetes o tapetes de junco, con afilados pinchos para defenderse de los escorpiones y otras plagas. Permanecían sentados, realizando sus tareas o comiendo un plato de cebolla y pasteles chatos cocidos sobre las cenizas de sus fuegos, con pequeños recipientes de aceite junto a ellos para ablandar el pan duro que les rompía los dientes y lastimaba las encías. Vestían andrajos mugrientos y sus caras estaban cubiertas de cenizas. Los niños andaban casi desnudos, jugando en el barro, corriendo y gritando. El bullicio empeoraba con los ladridos y gruñidos de perros callejeros sin raza definida, de hocico estrecho y pelo amarillo. La pobreza era repugnante. En las caras de la gente se veían ojos inexpresivos, enrojecidos e hinchados, mejillas hundidas y bocas sin dientes. Había humo en todas partes. Tosí y me dieron arcadas, asqueado por la basura desparramada por todos lados. Los mendigos eran decenas, pero mi fuerza, por no mencionar la daga que llevaba conmigo, los mantenía alejados.

Me detuve en una esquina y le di un deben de cobre a un escriba. Había instalado un puesto bajo un árbol para escribir peticiones al templo para los analfabetos. Aceptó el cobre y me indicó la manera de llegar al muelle, donde encontré la calle de las Vasijas, un callejón estrecho lleno de tabernas de cerveza y de vino. Miré a alrededor. Ningún hombre de piel oscura con faldellín de cuero me seguía. Entré en el primer local de aspecto más limpio. La sala de entrada estaba recién encalada, con alfombras, taburetes y montones de almohadones manchados para sus clientes. El sitio estaba medio vacío, a excepción de algunos comerciantes bebiendo jarras de cerveza y licor de palma. Perfumados licores se cocían lentamente en una olla. Una bruma gris de humo salía de la cocina y de las lámparas de aceite de poca calidad. Me senté en un rincón y pedí cerveza. «Faldellín de cuero» se sentó frente a mí. Su piel estaba ennegrecida a causa del sol, tenía la cabeza rapada, llevaba un arete en una oreja, brazaletes y muñequeras tachonados con cobre en los brazos, una correa de igual color y textura cruzada en el pecho y sandalias militares. Se inclinó, agarró mi jarra, la vació y la empujó hacia el muchacho que cuidaba la olla, indicándole que necesitábamos dos más. Observé atentamente aquella cara, los ojos arrugados por el sol, la piel curtida, la fea cicatriz que caracterizaba su mejilla izquierda, ojos muertos en un rostro muerto, la boca triste.

—¡Sobeck!

—¡Sobeck! —Sus labios apenas se movieron—. No sé de qué estás hablando. Mi nombre es Kheore, que significa «ser». Pues eso es lo que soy… sólo un ser. —Sonrió por el acertijo.

El muchacho regresó con las jarras de cerveza. Sobeck me hizo señas para que no hablara. Bebimos la cerveza y salimos en dirección a la ribera. Había una gran actividad en los muelles, con sus destartalados mercados por los cuales soldados, marinos militares y marineros deambulaban, tratando de encontrarse con las muchachas de placer. Acróbatas, caldereros, vendedores y «escorpiones» —vendedores de amuletos y escarabajos— gritaban ofreciendo sus mercancías. Los contadores de cuentos anunciaban lo que habían visto en sus maravillosos viajes. Sobeck se abrió paso entre ellos y me condujo por un callejón. En el fondo se encontraba un almacén abandonado con sus paredes de ladrillo derrumbadas por la inundación.

Dentro, debajo del techo de hojas de palma empapadas, había un montón de barro mezclado con ladrillos.

—Todo se derrumba por aquí.

Sobeck se sentó sobre un resto de la pared exterior, indicando que yo hiciera lo propio sobre un pedestal cercano.

—Sólo los dioses saben qué fue esto alguna vez. ¿Un templo? ¿Un almacén? ¿Un burdel? ¿Una taberna? De todos modos, es un buen lugar para conversar. Sólo hay una callejuela por la que se puede llegar aquí, de modo que puedo ver si viene alguien.

Estiré la mano. Sobeck tosió, escupió y luego la cogió.

—Te debo la vida. —Se estiró como si tratara de atrapar la brisa que llegaba del río—. Me escapé. Anduve deambulando durante varios días. Un habitante de la arena me atacó. Debía de ser un explorador, y uno no demasiado bueno, para ser más exactos. La fortuna de los dioses, ¿no, Mahu? Lanzó una flecha, pero dio en la tableta de arcilla que tenía alrededor del cuello. Fingí estar muerto. Se acercó para ver qué podía robar.

—Y lo mataste. Le rompiste la parte de atrás de la cabeza. —Por primera vez Sobeck dio muestras de sorpresa—. Maya me lo dijo. Trabaja en la Casa de los Secretos.

—¡Ese gordo montón de mierda!

—No te traicionó —le informé.

—Entonces ¿quién lo hizo?

Estiré las piernas y miré hacia el suelo. Me concentraba en mi venganza.

—No vas a creer lo que te digo. —Levanté la mirada—. Mi tía Isithia. —Súbitamente apareció un cuchillo en la mano de Sobeck, su hoja apenas a unos centímetros de mi cara.

—Es una historia larga —mentí—. No te daré los detalles. Mi tía Isithia era, y es, una cortesana, bien conocida por los sacerdotes de Amón y la corte del Divino. Entrena a los Ornamentos Reales para ciertos placeres y prácticas.

Bajó el cuchillo. Permanecí sentado escuchando el zumbido de los insectos y los lejanos ruidos del muelle.

—Lo sé todo sobre los placeres del Divino —susurró Sobeck—, pero nunca comenté nada a nadie fuera de la Kap.

—Las sospechas de mi tía Isithia fueron provocadas —continué—. ¿Recuerdas a Imri?

—El capitán de la guardia kushita —replicó Sobeck—. Él protegía al Grotesco, o al Velado, como lo llamabas tú.

—Tía Isithia se enteró por algunos rumores de tus coqueteos con uno de los Ornamentos Reales, el desafío de robar la estatua de Ishtar, etcétera. —Hice una pausa—. Informó a las autoridades, las cuales ordenaron a Imri, que ya era su espía en la casa del Velado, que mantuviera aquel huerto en particular bien vigilado. Os vio a vosotros dos e informó de ello.

—¡Lo mataré!

—Ya está muerto —expliqué—. Se ahogó entre los cocodrilos.

Sobeck guardó el cuchillo.

—¿Lo has hecho tú, Mahu? Nunca has hecho nada por nadie.

—Salvo suplicar por tu vida, Sobeck, y arriesgarme viniendo aquí.

—Así que Imri está muerto. —Sobeck dio un golpe en el suelo con su sandalia—. ¡Creí que él había matado a Weni por insultar al Grotesco!

—Weni —repliqué— murió por burlarse de un Príncipe de la Sangre. ¡Los Divinos sólo toleran esto si ellos mismos lo ordenan!

Sobeck se movió y vio que yo hacía un gesto arrugando la nariz. Su olor era irritante.

—Sí. Tenías que notarlo, Mahu, viniendo de los ambientes perfumados en los que vives. ¿Sabes qué hago ahora? ¿Cómo me gano algunos deben de cobre? Me dedico a matar perros. Mato a perros callejeros aquí y en la Necrópolis. Los desuello y momifico para poder venderlos a los peregrinos como ofrendas. —Mostró una leve sonrisa—. Es una profesión excitante, Mahu. Uno conoce a algunas personas muy interesantes. —Su sonrisa desapareció—. Me permite no morir de hambre.

—¿Por qué me seguiste? —pregunté.

—Te vengo siguiendo desde que saliste del palacio. Si hubieras venido directamente a la calle de las Vasijas habría sospechado que lo hacías deliberadamente para que te siguieran, pero el camino que tomaste —se encogió de hombros—, los puestos en los que te detuviste… Mi cabeza tiene un precio, Mahu. Muy buen precio. No soy un vulgar delincuente, sino alguien que se metió entre los muslos de una concubina real. La Casa de los Secretos tiene tantos espías como moscas sobre los excrementos de un perro.

—¿Y por qué enviaste el mensaje?

—Ah, ¿el poema de amor? —Sobeck silbó de manera casi inaudible—. Quería descubrir si podía confiar en ti. Necesitaba dinero, Mahu, plata y oro, piedras preciosas. Siempre fuiste ahorrador.

—¿Y si digo que no?

—Entonces, Mahu, ya no eres mi amigo. Puedes irte, pero no me volverás a ver nunca más.

—¿Y por qué necesito tu amistad?

Sobeck se agachó y me dio un fuerte golpe en el pecho.

—En esta tierra de tribulaciones, Mahu, nunca hagas un enemigo cuando puedes hacer un amigo. La corte imperial no es la única, aquí es lo mismo. Uno pelea, lucha, mata o muere, sea de hambre, o por un golpe en la nuca, o un cuchillo entre las costillas.

—Ya te he ayudado.

Se puso de pie.

—Ah sí, tía Isithia. Pensaré en lo que me has dicho, Mahu. Quieres verla muerta, ¿no?

—Ella no es nada para mí, Sobeck. Es una bruja, una mujer sin corazón ni alma. —Recordé a Dedi, los susurros confidenciales de Ay. Me levanté—. Me debe una vida. Es tiempo de que pague la deuda.

Caminé hacia la entrada en ruinas.

—¿Recuerdas al joyero donde me detuve? ¿Crees que se puede confiar en él?

—Si no se puede —bromeó—, morirá.

—Te dejaré algo allí —estiré la mano, con los dedos separados—, cinco noches a partir de ahora.

Sobeck se acercó y me agarró la mano.

—Podrías informar al Divino o a Hotep, ¿verdad? Incluso a tu amo.

—En esta tierra de dolores —sonreí—, en esta tierra de tribulaciones, uno necesita cada amigo que pueda conseguir, Sobeck. De todos modos, ya has sido castigado suficientemente. Ningún niño de la Kap debe terminar su vida farfullando y gritando en la hoguera. —Levanté la mano—. Cinco noches a partir de ahora.

—¡Déjalo ir! —Sobeck siseó dirigiéndose a la penumbra.

Me detuve. Una forma oscura apareció en la entrada, un hombrecito corpulento, con mechones de pelo negro que enmarcaban una cara de mono. En una mano llevaba un cuchillo, en la otra un garrote.

—Veo que ya tienes amigos, Sobeck.

—Ah, éste es el Devorador —dijo Sobeck riéndose—, un demonio del Mundo Inferior, un hombre que puede ayudarnos. A propósito, Mahu, decide tú si le cuentas o no a Maya algo sobre mí. ¡Así pues, ve en paz, amigo!

Cara de Mono se apartó y salí hacia la noche.


El palacio de Atón estuvo inquietantemente silencioso durante la visita de Akhenatón al templo de Amón-Ra. Una tensión que desgarraba el alma nos afectaba a todos nosotros mientras esperábamos noticias. Al quinto día, tal como había prometido, justo antes de la hora nona, regresé al puesto del joyero con un cofre cerrado. Yo había ido guardando mis tesoros, oro, plata y joyas reunidos con el paso de los años. Akhenatón era un amo generoso. Cara de Mono estaba allí esperándome. Tomó el cofre, esbozó una sonrisa disimulada y desapareció entre la multitud. Me entretuve con una cerveza y luego visité un palacio del placer donde dos muchachas sirias con sus gruesas y perfumadas pelucas, brazaletes y ajorcas tintineando y collares de plata en sus cuellos, me agasajaron y me dieron placer. Regresé caminando a lo largo del río, pasé junto a los guardias destacados por Horemheb y luego me encontré con Snefru, que me esperaba en la puerta.

—Te necesitan, amo.

Me condujo casi a empujones a la sala de audiencias, en donde tres siluetas estaban reunidas alrededor de un brasero encendido. Envueltos en sus capas, con sus sombras bailando sobre la pared pintada, parecían espectros, fantasmas venidos del Oeste.

—Ven, Mahu. —La reina Tiye empujó hacia atrás su capucha. Se la veía demacrada, con los ojos enrojecidos por el llanto.

—¿Dónde has estado? —preguntó Ay en tono cortante.

—Te hemos estado esperando —susurró Nefertiti.

—Atendiendo mis placeres. —Hice una reverencia y el ademán de arrodillarme.

Tiye me cogió de la muñeca.

—Éste no es momento de reverencias o cortesías —dijo con tristeza—. Tutmosis, mi hijo, se está muriendo.

—¿Qué?

—Tu amo se ha refugiado en el templo de Amón-Ra.

—¿Cómo lo sabes? —dije casi sin voz.

Tiye miró por encima de su hombro hacia la oscuridad.

—¡Ven!

Una forma emergió de la puerta que conducía a la cocina. Se encendió una de las lámparas de aceite, mostrando la redonda y pintada cara de Maya. Estaba envuelto en un manto, que no ocultaba ni su perfume exótico ni el tintineo de sus joyas. Me recordó a las muchachas sirias a quienes acababa de dejar.

—Bienvenido, Mahu. —Se incorporó afectadamente al círculo de luz.

Tiye le dio una palmada afectuosa en el hombro. Entonces me di cuenta de que aquel poderoso grupo estaba totalmente decidido a ganarse la lealtad de todos los niños de la Kap. Desde el comienzo habían hecho planes, tejido intrigas, habían hecho todo lo necesario para aislar, educar y preparar a jóvenes para servir al Grotesco, al Velado, a Akhenatón.

—¿Siempre pensasteis que iba a ser así? —Hice la pregunta espontáneamente—. ¿Desde siempre estuvimos destinados a ser vuestros sirvientes?

—Sí —respondió Tiye—. Pero el Divino, en el último momento, se negó a permitir que mi hijo se uniera a vosotros. Esta casa fue lo único que consiguió. Todo lo demás, incluyendo… —Tiye señaló a Ay y a Nefertiti— tuvo que ser ocultado en las sombras.

Me dirigí a Maya.

—¿De qué te has enterado?

—Tengo dos espías en el templo de Amón —respondió arrastrando las palabras con los ojos sonrientes—. Un sacerdote lector y un acólito responsable de lavar su ropa.

Ay se rió agriamente. Maya lo ignoró.

—Esta noche, a primera hora, me informaron de que Tutmosis ha sido encontrado gravemente enfermo en su aposento.

—¿Dónde está…?

—¿Tu amo? —Los ojos de Maya miraron alrededor—. Permaneció cerca del tabernáculo. Aparentemente Tutmosis regresó a su aposento situado más allá del patio central, donde se encontró mal de repente. Un sirviente dio la alarma. Un sacerdote trató de decir a Akhenatón, como se llama ahora, lo que ocurría, pero él se negó a abandonar el santuario. Akhenatón teme por su vida, cree que hay una conspiración para matarlo y se niega a salir de allí.

Pensé en mi amo, en su rostro alargado, acurrucándose en aquellos pasillos oscuros con sus enemigos al acecho como una jauría de perros.

—Excelencia —hice un gesto a Ay—, ¿por qué no enviar a vuestro hermano Nakhtimin para informar al Divino?

—¡Mi marido lo ignora todo! Todavía no lo sabe nadie más. —Los ojos de Tiye se llenaron de lágrimas—. Si lo supieran, podrían atacar…

—La raíz —Ay terminó la frase.

—Si el Divino es informado —Maya jugó con las palabras—, podría decidirse a cortar tanto la raíz como la rama.

—¿Qué nos aconsejas? —pregunté.

Maya me devolvió una mirada inexpresiva. Los demás permanecieron en silencio. Recordé mi conversación con Sobeck sobre la tía Isithia. Éramos serpientes que se enroscaban en la oscuridad. Todo lo que hacíamos estaba rodeado de secretos. Mi viaje a Tebas, aquellos sombríos y largos callejones con un estallido de luz al final. Los había recorrido a gran velocidad.

—Seguramente —empecé.

—Seguramente —repitió Ay imitándome.

—Hay que dar el golpe ahora —sugerí—. Éste es el momento, ese latido en la batalla, cuando todo está pendiente de un hilo.

—¿Cómo? —quiso saber Nefertiti.

Dejé de lado toda cautela.

—Dejadme ir al templo de Amón. Horemheb y Ramsés pueden ser mis guardias. Los cabezas afeitadas no los conocen. Verán lo que esperan ver, oficiales de la Banda Sagrada. Huy es un escriba real, Meryre un sacerdote —señalé a Nefertiti—, Pentju, por su parte, es su médico, un sabio de la Casa de la Vida. Eso es todo. —Golpeé mis manos—. Seremos todos emisarios de la Gran Reina. Horemheb y el resto fueron enviados para espiarnos a nosotros. Usemos sus propias armas contra ellos.

Nefertiti dio una palmada; su hermoso rostro irradiaba vitalidad.

—Sellaré el documento —intervino Tiye—. Enviado con mi propio sello. —Sus ojos brillaban por la emoción—. No, pensándolo mejor, iré con vosotros.

—¡Imposible! —objetó Ay—. Sospecharían que algo no va bien. ¿Por qué la Gran Reina habría de acompañar a sus enviados en medio de la noche?

—Es cierto —admitió Tiye—. Tengo mi propio sello. Firmaré los pases, enviaré una orden diciendo que deseo que mis emisarios vean a mi hijo.

—A ambos hijos —corregí.

—De acuerdo. —Tiye asintió con la cabeza distraídamente.

—¿Y si se niegan? —preguntó Ay—. ¿Si los cabezas afeitadas se oponen?

—Tarde o temprano —respondí— se conocerán las noticias de la enfermedad de Tutmosis y la solicitud de asilo de mi amo.

Me detuve y di unos pasos alejándome. Algo no iba bien. Aunque el Príncipe de la Corona Tutmosis estaba gravemente enfermo en el Templo de Amón, Tiye y el resto no estaban preocupados por él. Se trataba de Akhenatón.

—Tutmosis —exclamé—. ¡Ya está muerto!

—Sé lo que estás pensando. —La voz de Tiye se oyó en toda la sala. Se acercó—. Amo a mis dos hijos, Mahu, pero Tutmosis está condenado. Lo sé. Todos lo sabemos. Reconocí los síntomas, su terrible secreto durante los últimos siete años. Tose sangre. Ningún médico puede salvarlo. Es más, esto es lo que puede haber ocurrido ahora: un ataque, un estallido de sangre en su interior. Sin embargo, debo rescatar a mi hijo superviviente, puedo hacerlo si Dios es bueno. Él tiene un destino. —Su voz se entrecortó—. Por favor —susurró. La arrogante reina de Egipto me estaba suplicando. Se estiró y me cogió la mano—. Por favor, Mandril del Sur, tú posees la astucia.

—¿Y los demás? —preguntó Ay—. ¿Horemheb y Ramsés? Podrían negarse.

—Invitémosles a una reunión —repliqué, sosteniendo todavía la mano de Tiye—, y veamos si están de acuerdo.

Mi propuesta fue aceptada. Ay estaba un poco agresivo, sus celos hacia mí eran obvios, pero Nefertiti había olvidado sus miedos y lo llevó a un lado, susurrándole algo, acariciándole el brazo. Cuando Snefru regresó con Horemheb, Ramsés, Huy y Pentju, Ay estaba totalmente de acuerdo. Maya, por supuesto, había desaparecido, murmurando que era mejor que sus compañeros no lo vieran.

Cualquier protesta por haber sido perturbados a esas horas de la noche murió en sus labios cuando Horemheb y los demás entraron en la sala de audiencias y saludaron a la reina Tiye. Hicieron sus reverencias en silencio y esperaron hasta que Snefru distribuyó almohadones sobre el suelo y se retiró. Nos sentamos, mirándonos unos a otros a la luz brillante de las vasijas de alabastro. A ambos lados de la reina Tiye estaban Nefertiti y Ay, y yo me senté con el resto frente a ellos.

—Éste no es un encuentro trivial —comenzó Tiye—. Mahu os lo explicará.

Mi sangre todavía corría ardiente. A pesar de la hora de la noche, no estaba cansado sino ansioso por continuar. Informé a mis compañeros en pocas y significativas palabras de lo que había ocurrido y qué era lo que se planeaba. Cuando terminé todos quedaron en silencio.

—Eso quiere decir —comenzó Ay— que haremos nuestra entrada al templo de Amón, acompañados sólo por dos soldados.

—Por orden de la Gran Reina —agregué.

—¿Y si nos negamos? —preguntó Huy.

—Entonces todos podemos irnos a la cama —respondí.

—Si tú te niegas —dijo Horemheb con los dientes apretados—, tú puedes irte a la cama, Huy. —Nos miró a todos—. Responde a la pregunta, Mahu.

Él estaba sentado junto a mí, de modo que giré la cabeza y sostuve su mirada.

—Regresa a la cama, camarada, pero tú y yo, nosotros, habremos terminado. Nunca seremos compañeros o amigos otra vez. La próxima vez que nos encontremos será como enemigos declarados.

—¿Y si tratamos de detenerte? —susurró Ramsés.

—Ése no es tu deber —interrumpió Ay—. Se supone que tú estás aquí para protegernos.

—Sólo estoy preguntando —replicó con impertinencia Ramsés—. Somos oficiales de la Banda Sagrada. Lo que hagamos esta noche podría terminar con nosotros.

—Y si no cooperas —Tiye habló con serenidad—, estarás acabado de todos modos.

—¿No te das cuenta —insistí— de que, de una manera u otra, esta conversación se hará pública?

—Estamos atrapados. —Meryre se encogió de hombros—. De cualquier forma estamos atrapados.

—No, no es así. —Respiré hondo—. Los Campos de los Bienaventurados han llamado al Príncipe de la Corona Tutmosis. Se está muriendo.

—¿Cómo lo sabes? —quiso saber Ramsés.

—¡Cállate! —gruñí—. Tutmosis efectivamente está agonizando, si no fuera así no estaríamos aquí. El Divino —hice un gesto con mi mano— se está haciendo viejo. El destino de su hijo menor es ser faraón, Propietario de la Gran Casa, Señor de las Dos Tierras. Akhenatón llevará la diadema y el Uraeus. Sostendrá el flagelo y el cetro. Hará que el Pueblo de los Nueve Arcos tiemble bajo sus pies. Esta noche podría ser vuestro gran momento de gloria.

—Estoy de acuerdo. —Huy agitó la mano—. Quiero formar parte de esto.

Pentju y Meryre hicieron lo mismo. Ambos preguntaron para qué se los necesitaba.

—¿Un sacerdote real y un médico de la Casa de la Vida? Vuestra presencia —aseguré— es esencial en una delegación formal de la Gran Reina.

El círculo guardó silencio. Todos esperaban la respuesta de Horemheb y Ramsés. Este último se dispuso a hablar, pero Horemheb le detuvo.

—Estamos con vosotros —anuncio en voz baja Horemheb—, y si hay que hacerlo, es mejor que sea rápido. —Su rostro curtido se transformó con una ligera sonrisa—. No hay que perder ni un momento.

La reunión se dispersó. Ay trajo una bandeja para escribir con el más fino papiro y tinta negra y roja, además de un estuche de plumas. Se redactaron los pases y la orden, todos con el sello imperial de la Gran Reina Tiye. Horemheb y Ramsés recibieron espadas, yo me puse una daga entre los pliegues de la túnica y, después de recoger nuestras capas, salimos al patio. Ramsés se encontraba allí con una pequeña escolta, todos armados y portando antorchas. Estábamos a punto de partir cuando Nefertiti salió a las escalinatas y me llamó. Volví para escuchar lo que aquella imagen de belleza, encantadora como la noche, tenía que decirme. Puso dos de sus dedos en mis labios.

—Juro, por el cielo y la tierra, que nunca olvidaré esto, Mahu. —Luego desapareció.

Bajamos rápidamente al río y subimos a las barcazas de guerra para emprender un breve viaje por el Nilo. Nos mantuvimos cerca de los cañaverales. Traté de ignorar los rugidos de los hipopótamos, la brisa que movía suavemente las ramas de los árboles, las agitaciones del agua, el sonido de las aves en la orilla o las luces lejanas sobre el Nilo, mientras los barcos pesqueros regresaban a tierra, íbamos sentados. Formábamos un grupo silencioso absorto cada uno en sus propios pensamientos. Pronto llegamos al Santuario de las Naves, la Amarra del Carnero de Oro, el muelle del templo de Amón-Ra. Antorchas sujetas a postes iluminaban las escalinatas por las que subimos. La mole oscura del templo se alzaba sobre nosotros. Los guardias con escudos sagrados y máscaras de carnero sobre sus rostros nos detuvieron y, en voz baja, nos pidieron que mostráramos los pases y las órdenes que explicaran nuestra presencia.

En aquel momento Horemheb tomó el mando. Cuando nos dirigíamos al muelle, él y Ramsés se habían detenido en su campamento para vestirse con todas las insignias de su rango: collares de oro y colgantes con las Abejas de Plata al Valor. Los guardias nos dejaron entrar. Accedimos por una puerta lateral y cruzamos los diferentes patios del templo de Karnak. Los severos rostros de las estatuas nos miraban a la luz de la luna. Las antorchas con fanales brillaban en la oscuridad de la noche, las llamas bailaban con la brisa. Escuchamos los gritos de las bandadas de ocas y las manadas de carneros y toros sagrados que vagaban libres por los campos y praderas del templo. Cada poco, un débil rayo de luz destacaba los relieves sobre las paredes, revelando bestias misteriosas y procesiones reales que conducían a un extraño mundo en el que los dioses y los animales exóticos reinaban sobre todo lo demás. Atravesamos pesadas puertas cortadas en granito negro, a lo largo de estrechos pasadizos; pasamos junto a colosales estatuas de Osiris, Isis, Horus y los demás dioses del panteón del templo. Cada cierto tiempo, un grupo de guardias nos detenía para luego dejarnos atravesar las puertas revestidas de cobre, cada vez más dentro de un laberinto de fríos y sombríos corredores donde se suponía que los dioses caminaban y el velo entre nuestro mundo y el otro se hacía muy fino. Ocasionalmente escuchábamos el canto de un himno u olíamos la fragancia del incienso y las cestas de flores.

Por fin llegamos al Gran Patio Central que conducía a la sala hipóstila donde Akhenatón había cantado su himno. El poder de Amón nos estaba esperando al pie de la escalinata. Había filas y filas de guardias del templo, algunos con pesados tocados a rayas, otros con máscaras de chacales o de carneros de Anubis y Amón-Ra. Las antorchas brillaban, los incensarios se balanceaban. Delante de las apretadas filas había grupos de sacerdotes y acólitos. Sentí el olor de la sangre seca de los sacrificios ofrecidos por la reparación de antiguos pecados. Pentju gimió de miedo. ¡El conjunto constituía una imagen impresionante! Las altísimas columnas del templo, el granito negro, las grotescas estatuas, los destellos de lanzas y espadas, aquellas máscaras de horror y el silencioso cuerpo de sacerdotes con sus túnicas y estolas blancas. Shishnak estaba delante de todos ellos, sosteniendo el báculo de su cargo. Meryre comenzó a tener miedo, pero Horemheb se rascó la nariz, un gesto inconsciente que señalaba que estaba a punto de perder la paciencia.

—Si hay algo que odio es a los guardias de los templos —susurró—. ¿Piensan que nos vamos a asustar con esas máscaras infantiles?

Echó a andar para atravesar el lugar; sus sandalias resonaron sobre las losas del pavimento, aumentando la velocidad a medida que avanzaba. Los demás tuvimos que correr para mantener el ritmo, pasando junto a las estatuas, los obeliscos y las estelas que proclamaban los triunfos de los faraones anteriores. Horemheb se detuvo unos centímetros delante de Shishnak y entregó las órdenes dadas por la reina Tiye. El Sumo Sacerdote desenrolló el papiro y mi corazón comenzó a latir apresuradamente. La mano de Shishnak temblaba y una gota de sudor resbalaba por su frente. Besó el sello y lo devolvió.

—Yo… no sé. —Sus humildes palabras desmentían la arrogancia de su rostro arrugado. Aquellos ojos que emitían destellos no parecían tan duros y altivos en aquel momento.

—¿Cuál es el problema? —preguntó con energía Ramsés, casi empujándome a un lado—. Mi señor, el mensaje de la Gran Reina es muy simple. Requiere la presencia de sus hijos ahora. Nosotros somos su escolta.

Shishnak miró a sus acólitos.

—Es mejor que entréis —susurró y, tras darse la vuelta, nos condujo a través de los numerosos sacerdotes y las apretadas filas de soldados de la escalinata.

La Sala de las Columnas era un bosque fúnebre de piedra, iluminado aquí y allá por rayos de luz. Aquel lúgubre lugar apestaba a sangre y a siniestros misterios, que las ondulantes llamas hacían poco por disipar. Las columnas se elevaban hacia la oscuridad. No se podía siquiera vislumbrar el techo. El ambiente era de una frialdad fantasmal, con una bruma invisible que helaba el sudor de nuestros cuerpos. Shishnak, acompañado por sus acólitos y oficiales, nos llevó por un pasillo. Se detuvieron ante una cámara protegida por dos centinelas. Horemheb los despachó y ordenó que el resto de la escolta de Shishnak se retirara. Éste se llevó las manos a la cara como para entonar una plegaria. Sus dos dedos índices descendieron por las profundas arrugas de cada mejilla.

—Debo decir —tartamudeó— que me he enterado de esto precisamente antes de que vosotros llegarais: ¡el Príncipe de la Corona, el Amo Tutmosis, ha muerto! ¡Que Osiris le dé la bienvenida en los Campos de los Inmortales! ¡Que Horus lo colme de luz!

—¡Quiero ver su cuerpo! —exigió bruscamente Horemheb.

Shishnak abrió la puerta. El interior de la cámara estaba iluminado por lámparas de aceite. A cada lado de una alta ventana brillaban dos antorchas. Aquella habitación cómoda, con su brillante mobiliario y paredes pintadas, estaba en aquel momento dominada por la figura exánime tendida sobre la cama y oculta por cortinas de gasa. Sin ser invitado, Horemheb las descorrió. Se había hecho algún intento de vestir al cadáver. A primera vista parecía que Tutmosis estaba dormido, aunque pude ver un hilo de sangre en la comisura derecha de su boca, una palidez extraña, los ojos entreabiertos, la sensación de total inmovilidad. Horemheb se volvió; casi arrastró a Pentju hasta un lateral de la cama.

—Nuestros propios médicos de la Casa de la Vida… —Shishnak dijo nerviosamente.

—No me importan ellos —le interrumpió con brusquedad Horemheb—. Tenemos los nuestros.

Pentju observó rápidamente el cadáver, haciendo girar el rostro, mirando el pecho y el vientre, quitándole las vestiduras.

—Un ataque —declaró—. Muerte por causas naturales. Por lo menos, eso es lo que parece. La piel está fría, los músculos rígidos.

—¿Y la sangre? —pregunté.

—Parte del ataque —explicó Pentju—. Tal vez se rompió un vaso.

—¿Cómo ha ocurrido esto? —quiso saber Horemheb.

Shishnak tosió.

—Tanto el Príncipe de la Corona como su hermano habían entrado en el Lugar Sagrado para rezar ante la nave del templo. Por alguna razón desconocida, Tutmosis regresó aquí. Dejó la puerta entreabierta. Me enteré de que se había retirado y bajé para ver qué había ocurrido. El Príncipe de la Corona Tutmosis yacía sobre el suelo. Estaba temblando y le salía sangre por la boca. Se quejaba de dolores en el pecho y el estómago, de un fuerte dolor de cabeza, de debilidad en sus miembros. Lo ayudé a llegar a su lecho. Llamamos a los médicos, pero nada pudieron hacer.

—¿No creéis que se debía haber avisado al Divino? —preguntó Horemheb, haciendo el papel de oficial indignado—. ¿Por qué no se ha enviado un mensaje a su madre?

—Por supuesto, por supuesto —se disculpó Shishnak; el miedo era obvio en sus ojos—, pero las cosas se complicaron. Envié a un sacerdote para avisar a su hermano, pero el príncipe se había escondido detrás de la nave, gritando insultos, diciendo que habíamos asesinado a su hermano y que queríamos matarlo a él. Fui para razonar con él, pero estaba fuera de sí. Nos arrojó vasijas de incienso, cestas de flores e incluso una estatuilla. También nos lanzó las fuentes de comida que habíamos colocado frente al santuario. Pensé que sería mejor calmarlo, convencerlo de que se retirase antes de avisar a la Gran Casa. Me encargaré del cadáver —continuó apresuradamente—. Será trasladado con todos los honores a la Casa de la Muerte.

—Los muertos no me preocupan —dijo Horemheb mientras se dirigía a la puerta.

—Mi señor Shishnak —intervine—, ¿dónde está el aposento de mi amo?

—Al otro lado del pasillo —respondió el Sumo Sacerdote.

Me marché, con Horemheb detrás de mí. La puerta de las estancias de Akhenatón no tenía llave. Resultó ser una cámara muy similar a la de Tutmosis. La cama estaba sin deshacer, envuelta en sus cortinas de gasa. Las velas y el aceite brillaban, un pequeño brasero tapado permanecía encendido en un rincón.

—Debo ver mi amo —dije.

—No podéis entrar en este lugar. —La antigua arrogancia de Shishnak se afirmó—. No habéis sido purificado.

Una pila de agua bendita reposaba en un nicho de la pared de la cámara. Me quité las sandalias, fui hasta allí y me lavé las manos, el rostro y los pies con el agua mezclada con sal, que me hizo arder los ojos y un pequeño corte en la cara. Me sequé con el borde de mi túnica.

—Ahora estoy purificado.

—Pero no podéis entrar.

Horemheb sacó su espada.

—¿Qué otra manera hay de convencer al príncipe? —Siseé. Mi voz resonó a lo largo del pasillo cavernoso—. Soy su sirviente… confiará en mí.

Shishnak cerró los ojos, luchando consigo mismo.

—Es la única manera —repitió Horemheb.

Luego, el sacerdote abrió los ojos, me agarró por el brazo y le dijo a Horemheb que permaneciera allí, y me llevó de regreso a la Sala de las Columnas. Dos acólitos nos acompañaron a través del salón, más allá de estatuas y relieves, santuarios y capillas, hasta las grandes puertas recubiertas de oro del santuario que resplandecían a la luz de las antorchas que sostenían los oficiales allí reunidos. Uno de los acólitos susurró las instrucciones. Las puertas se abrieron. Ignoré las exclamaciones y los gritos de los guardias y sacerdotes que se amontonaban a mi espalda y entré a grandes zancadas directamente en aquella cámara que parecía una tumba fría y vacía. El gran tabernáculo se alzaba sobre su pedestal de piedra, cuyas puertas abiertas dejaban ver la figura recubierta de oro de Amón, el Silencioso, el Dios que Todo lo Ve. Delante había pequeñas losas de piedra sobre las que se colocaban las ofrendas y las cestas de flores. Todo ello se hallaba en gran desorden. El suelo estaba cubierto con fuentes de oro, copas y jarras, trozos de carne, panes enteros, frutas de todas clases. Caminé lentamente y casi resbalé al aplastar con mi pie un racimo de jugosas uvas. El aire estaba saturado con los aromas dulces y ácidos de natrón, incienso, casia y el perfume empalagoso de la mirra. Un lugar misterioso de sombras cambiantes. Una de ellas se movió detrás de un pilar. Mi amo entró en el círculo de luz de la antorcha; sus vestiduras se encontraban manchadas, desgarradas y rotas, pero había recuperado la serenidad.

—Mahu. Me alegro de verte.

Estiré mis manos.

—Amo, hemos venido a escoltaros de regreso a casa. Estáis a salvo.

Akhenatón avanzó un poco hacia mí, golpeando el suelo con su bastón.

Dio una patada a las fuentes para apartarlas de su paso y se aferró a mi mano.

—Mahu, salgamos. Abandonemos esta morada de demonios.