Capítulo 6

¡Apresado en la dulce carne de una mujer

cualquier corazón se dejaría cautivar por tan delicados brazos!

Ella reina sobre la tierra.

El cuello de todo hombre gira para verla caminar.

El que ha visto aquel cuerpo firme conocerá, por fin,

el supremo deleite.

¡Ella necesitará los mejores hombres jóvenes,

primeros entre los amantes!

¡Vosotros, hombres, miráis su magnífico andar,

la dama de nuestro amor, a la que ninguna rival puede

siquiera iluminar su camino!


El arpista hacía vibrar las cuerdas, produciendo un sonido agridulce. Su cabeza afeitada se inclinó, incluso mientras aplaudíamos y aclamábamos la belleza de su canción sobre la gloria del amor. El salón del Velado se había transformado para aquel banquete, iluminado por velas perfumadas y aceite encendido en magníficos recipientes de alabastro. Estábamos sentados a nuestra mesa con incrustaciones de ébano que crujía bajo el peso del espléndido festín: pescados, fritos y asados a la parrilla en salsa de aceite de oliva, cebollas, avellanas, sal y pimienta negra recién molida; pescado blanco de carne firme, recubierta con salsa de piñones, almendras y ajos; carnes de ternera y cordero con guisantes y comino y cuencos de cerámica con ternera y cordero con alcachofas. Nuestras copas eran llenadas constantemente con los vinos más finos.

El Velado había dispuesto las mesas en círculo. A mí me había ubicado a su derecha y a su hermano Tutmosis a la izquierda. Todos los demás estaban allí. Incluso había hecho colocar un almohadón vacío para Sobeck y platos y copas en aquel lugar. Tutmosis se había opuesto con vehemencia pero el Velado se había reído, insistiendo en que en un banquete como aquél hasta los fantasmas eran bienvenidos. Cada uno de nosotros tenía una beset, una joven del templo. Vestidas con túnicas de gasa fina, cada movimiento que hacían era subrayado por el tintineo de los brazaletes y pulseras en sus muñecas y tobillos; sus elegantes y largos dedos brillaban con los anillos, sus uñas estaban pintadas de color púrpura oscuro. Se encontraban allí para entretener, halagar y aliviar nuestros corazones y satisfacer todos nuestros deseos.

Al principio el banquete había sido difícil. Aquélla era la primera vez que nos reuníamos después del destierro de Sobeck. Horemheb y Ramsés estaban resplandecientes con sus uniformes, capitán y teniente de la Banda Sagrada. Llevaban alrededor del cuello los collares que manifestaban su pertenencia al más temible de los regimientos de todas las fuerzas de Egipto. Huy parecía más relajado con su espléndida túnica. Pentju y Meryre no habían cambiado mucho, y se sentaron juntos, susurrando entre ellos por delante de la joven que estaba entre ambos. Maya estaba claramente incómodo con la peluca empapada en perfume y su cara surcada por el sudor, aunque seguía siendo tan encantador y vivaz como siempre. El Velado era un anfitrión perfecto. Reservar un lugar para Sobeck, la fiesta misma y la invitación a Tutmosis para reunirse con nosotros formaban parte de un insulto premeditado a su propio padre. Me lo había dicho en un susurro mientras le ayudaba a vestirse cuando comenzó a refrescar al anochecer.

—Quiero que mi padre sepa, Mahu, que no me quedaré en silencio, que no me ocultaré para siempre en las sombras y en las esquinas.

Las muchachas del templo eran cortesanas entrenadas, pero incluso ellas se detenían para estudiar a aquel príncipe de extraña apariencia. Regresarían a sus templos, llevando consigo sus relatos: un mensaje a los sacerdotes de que el segundo hijo del Divino no se contentaba con esconderse como un ratón o moverse como una sombra por las cortes de Egipto. Habían pasado cuatro días desde aquella reunión con su madre en ese mismo salón. El Velado no había vuelto a hablar del tema, pero yo sabía lo que estaba preparando, lo que deseaba que yo hiciera. Había colocado el Uraeus, la cobra sagrada de Egipto, sobre su frente.

—La serpiente sabe cuándo atacar, Mahu. —Apartó la mirada de la brillante superficie de plata pulida que servía como espejo—. Y tú también lo sabes.

Durante la mayor parte de la comida mi amo me ignoró. Cada poco susurraba instrucciones y yo levantaba mi mano para llamar al encargado del servicio o a Imri, que vigilaba la entrada. El Velado entabló una profunda conversación con su hermano. Sólo una vez pude escuchar fragmentos de lo que decían. Tutmosis instaba a su hermano a ser prudente, a no atraer la atención de su padre o provocar su cólera.

—Ya lo he hecho. —El Velado cogió su copa y brindó por su hermano; luego se negó a responder a la avalancha de insistentes preguntas que siguieron.

Había mezclado agua con vino, pero sus efectos, unidos al calor y la buena comida, me habían producido somnolencia. Un fuerte codazo me despertó y miré rápidamente a mi alrededor. Maya estaba abandonando el salón, solo. Horemheb y Ramsés presumían ante sus muchachas. Huy, con una copa de vino en la mano, se encontraba sentado sobre los almohadones, sonriendo beatíficamente para sí. Meryre estaba interrogando con ansiedad a Pentju, probablemente sobre alguna dolencia propia. Ya desde niño, Meryre, con toda su confianza en los dioses, tenía un secreto temor a la enfermedad y a la infección. Me levanté un momento, excusándome, e hice un guiño a Imri para seguir a Maya hacia la oscuridad. No estaba en el patio, de modo que atravesé la puerta lateral, que se encontraba entreabierta. Me detuve y, por los sonidos, deduje que Maya estaba orinando. Esperé. Regresó tropezando, subió al sendero y levantó la vista.

—Vaya, Mahu.

—Vaya, Maya. —Sonreí—. Quiero hablar contigo. —Puse el brazo de manera protectora sobre su hombro, lo hice girar y caminamos de vuelta al pequeño estanque bordeado por azulejos, donde la flor de loto flotaba suavemente a la luz de la luna—. Siéntate, siéntate.

Lo hizo de mala gana, con los músculos tensos.

—¿Qué quieres, Mahu?

—¿Estás en la Casa de los Escribas? —pregunté.

—No, no. —Estiró los pies y frotó sus manos, con los hombros encorvados—. Trabajo en la Casa de los Secretos.

—¡Ah, el lugar de los espías! ¿Qué haces allí?

—Reunimos información de todas partes de Egipto y de más allá de nuestras fronteras. La obtenemos de comerciantes, viajeros, marineros, de nuestros aliados en Canaán, de nuestros siervos en Kush, de nuestros embajadores en Punt.

—Estupendo. ¿Y te va bien?

—Mira, Mahu, no necesito tu sarcasmo.

—Pero necesitas tu vida. —Empuñé la daga que traía oculta bajo mi túnica y empujé la punta contra su cuello carnoso.

—Has bebido demasiado. —Hizo ademán de ponerse de pie.

Presioné la punta con más fuerza. Maya dejó escapar un quejido y volvió a sentarse.

—Sobeck —insistí—. ¿Tú denunciaste el encuentro de mi amigo con su amada en el olivar? Sabes que la vi morir, o por lo menos escuché sus gritos. ¡Fue horroroso! Visité a Sobeck en las Cadenas. Fue condenado a ser expuesto en el desierto, pero el Divino se compadeció. Ahora mi amigo y compañero se está cociendo como un trozo de carne al calor del Desierto Occidental.

Los hombros rollizos de Maya temblaron tanto que creí que le estaba dando un ataque. Su cara se retorció y se echó a llorar.

—¡Eres un bastardo despreciable, Maya! Traicionaste a uno de tus compañeros. ¿Por qué? ¿Porque no quería acostarse contigo? ¿Porque no iba a jugar con esa cosa que tienes entre las piernas?

Los sollozos de Maya se hicieron incontrolables.

—Lo siento —gimió, quitándose las manos de la cara. El kohl alrededor de sus ojos descendía en negros surcos por sus mejillas—. Lo siento por la muchacha y por Sobeck. Pero te equivocas, Mahu. Yo amaba a Sobeck, siempre lo he amado, siempre lo amaré, aunque sé que no está bien.

Algo en el petulante gesto de sus labios, en aquella autocompasión que expresaba su gorda cara aceitada, me hizo perder la paciencia. El cuchillo hizo ruido al caer al suelo. Le arranqué la peluca. Maya trató de resistirse, pero estaba gordo y nunca fue un buen soldado; lo mantuve sentado y forcé su cabeza hacia atrás. Gritó y gimió. Le puse la mano en la boca. Trató de morderme, de modo que le di un puñetazo y luego empujé su cara bajo el agua. Luchó para intentar zafarse. Ya dentro del estanque, sostuve su cabeza bajo el agua, viendo cómo las burbujas reventaban a la espléndida luz de la luna, sintiendo su gordo cuerpo inmovilizado como una sabrosa carpa atrapada por un pescador. Toda mi rabia salía a borbotones, por Sobeck, por mí mismo, por los insultos que había padecido y, sobre todo, por los peligros que aquel hombre significaba. De pronto su cuerpo comenzó a aflojarse y le solté la cabeza. Se tambaleó y se movió sin rumbo jadeando y farfullando. Lo agarré por la parte delantera de su túnica y lo levanté. Nos pusimos de pie, con el agua casi hasta la cintura. El terror dominaba su rostro. Le arranqué el collar del cuello y lo arrojé por encima de mi hombro. Pude oír detrás de mí el ruido que hizo al caer.

—Soy el Mandril Mahu. ¿Recuerdas por qué me pusieron ese nombre? —Apreté la mano y lo acerqué más a mí—. Los mandriles tienen brazos y muñecas fuertes.

—Serás expuesto en el desierto por esto —farfulló.

—Lo dudo —respondí—, y si eso ocurre, les diré que tú estabas al tanto de todo el asunto de Sobeck, y también lo de tu amor por él. ¿Acaso el jefe de la Casa de los Secretos conoce los detalles de tu vida privada, Maya? ¿Vas a los atrios de los templos o al mercado para ver pasar a los muchachos hermosos? —Maya volvió la cabeza y escupió un poco del agua del estanque. Lo solté, empujándolo—. Tienes razón, Maya. No tengo amigos. Pero Sobeck era lo más cercano a un amigo que jamás tuve. ¿Qué daño hizo él aparte de amar a una muchacha? Era un Ornamento del Divino, pero el monarca del País de las Dos Tierras tiene más concubinas que pelos tengo yo en la cabeza.

—Eso es traición —farfulló.

Se alejó, pero lo seguí.

—No, no, escucha. —Alzó una mano—. Yo amaba a Sobeck, Mahu.

Había algo en su voz, en su mirada directa… supe que no estaba mintiendo. Por una parte estaba asustado, pero por otra mi curiosidad natural también se había despertado.

—¿Vas a mentir de nuevo? —Tragué con fuerza—. ¿Vas a repetir que no lo traicionaste?

—No lo hice. —Caminó por el agua—. Mahu, esto está helado. No tienes que meterme la cabeza en el agua. Te diré lo que quieres saber.

Lo agarré por el brazo y salimos del estanque. Recogí su peluca empapada y el collar, y se los puse en las manos.

—Ve a cambiarte.

—No volveré a este lugar. —Maya se limpió la boca con el dorso de la mano—. No me gusta cómo me miran Horemheb y Ramsés, no soporto el olor de esa muchacha. —Empecé a reírme—. ¿Parezco tan patético, Mahu? —Se volvió—. Tu cuchillo está en algún lugar en la oscuridad, ¿no? O puedes devolverme al estanque. —Se puso de pie—. Sí, tienes brazos y muñecas fuertes. También tienes el cerebro de un mandril. Nunca traicioné a Sobeck, ¿no puedes darte cuenta? —Se acercó mientras observaba la incertidumbre en mi cara—. ¡Estúpido bastardo! —Me abofeteó en la cara con su mano enjoyada. No retrocedí ni respondí.

—Hablas con la voz de la verdad, Maya.

Fui y me senté en el borde del estanque.

—Si yo hubiera traicionado a Sobeck —Maya me siguió, recogiendo su túnica y con los dientes castañeteando—, si hubiera traicionado a Sobeck me habrían preguntado cómo me había enterado. Nos habrían arrestado a todos. ¿Entiende eso tu torpe cerebro?

—Pero tú eras el espía de la Kap —repliqué—. Tú descubriste que yo visité al Velado. Sabías que él me había recibido.

—¿Qué? —Maya se echó hacia atrás—. Ah, sí, sabía que había algo entre tú y ese hombre grotesco. No te enfades conmigo, Mahu, pues eso es lo que es. Ésa ha sido la razón de que celebremos esta fiesta, ¿no? ¿Para que tú pudieras intimidarme? ¿Para que pudiera mostrar su rostro y fingir que no es un recluso? Jamás le dije nada a nadie acerca de ti, Mahu. De todos modos, ¿a quién le preocupa?

—¿Entonces el espía debe de ser otra persona? —sugerí. Por más que lo intenté, no pude evitar el tartamudeo en mi voz.

—¿Es así, Mahu? ¿Quién será el siguiente? Trata de meter la cabeza de Horemheb bajo el agua. Te cortaría los cojones. Y si él no lo hiciera, lo haría su víbora amaestrada. ¿No te das cuenta? ¡Nadie de la Kap podría haberle dicho nada al Divino de Sobeck! Trabajo en la Casa de los Secretos, en donde ha habido casos en que se ha matado a un mensajero por el mensaje que llevaba.

Lo miré con incredulidad.

—Entonces, ¿quién fue? Sabían incluso exactamente en qué lugar del jardín Sobeck y la joven iban a estar haciendo el amor. ¿Habrá sido Weni el espía?

—¿Weni? —Maya comenzó a reírse—. ¡Él ni siquiera sabía dónde tenía el culo! Oh, sí, en los primeros tiempos era bueno, pero al final ni siquiera podía salir de la cama sin que le pusieran una jarra de cerveza bajo la nariz. Sobeck me contó tu visita al estanque. ¿Crees que tú lo sabes todo, Mandril? Todos sabemos por qué murió Weni. No tropezó ni se cayó. Se burló de ese grotesco y lo pagó con su vida. —Maya se puso en pie y, reuniendo toda la dignidad que le quedaba, caminó por el sendero hacia la portezuela lateral. Se detuvo, con la cabeza inclinada, e incluso desde donde yo estaba sentado, con tan poca luz, pude ver que estaba llorando. Se volvió y regresó. Esta vez las lágrimas eran más dignas—. ¿Debo decirte por qué vine aquí esta noche? ¿Crees que yo quería estar aquí? Vine a verte, ¡Mandril estúpido! Tú y yo tenemos algo en común: Sobeck. Él te quería, aunque aseguraba que no tenías alma. Le dije que estaba equivocado, pero al final resultó que tenía razón. Vine porque pensaba que podrías ser mi amigo. También quería darte las gracias. Oh, sí, la historia es conocida por todos. Cómo te arrodillaste a los pies del Velado y suplicaste por la vida de Sobeck. Estúpido bastardo cara de mono. —Escupió las palabras—. ¡Vine para agradecértelo! —Dio media vuelta y se alejó.

—¡Maya!

Corrí tras él. Se detuvo pero no se volvió.

—Maya, fui criado por una bruja. Nunca tuve amigos. Me enviaron a la Kap porque mi tía no podía soportarme. Tú y el resto me golpeasteis y me intimidasteis. Es cierto, di tanto como recibí, pero Sobeck era diferente. A él lo traicionaron… no tengo dudas sobre eso. Los amantes fueron pillados con las manos en la masa de regreso al palacio. Los guardias sabían dónde iban a encontrarse.

—Oh, a propósito —interrumpió Maya, hablando por encima de su hombro—, mencionaste a Weni. Él murió mucho antes de que Sobeck y su amante empezaran a reunirse en el huerto.

—Lo siento, Maya. Por primera vez en mi vida me estoy disculpando. Estaba equivocado.

Pensé que iba a ignorarme, pero suspiró, dio media vuelta y regresó con su mano extendida.

—Mahu. —Le cogí la mano—. Mahu, todavía estoy en deuda contigo. No podía creer lo que me decían, que tú habías suplicado por la vida de Sobeck. Yo no podía hacerlo y tampoco los demás. No lo olvidaré. Nunca seré tu amigo, pero sí tu aliado. Además, si estás buscando a un espía, entonces no lo hagas entre los niños de la Kap. —Agitó sus vestimentas mojadas—. Lleva mis disculpas a tu amo y a los demás. Diles que me siento un poco indispuesto y que me he ido a casa.

Me alejé lentamente. Pasé por una puerta lateral para dirigirme a mis propios aposentos. Mi túnica estaba desaliñada, el brazalete que me había puesto yacía en ese momento en el fondo del estanque. Recordé la daga y regresé a la oscuridad para recuperarla.

—¿Va todo bien? —Me di la vuelta—. ¿Estás bien, Mahu?

Imri, espada en mano, se encontraba bajo las ramas de un sicómoro.

—Estoy bien —le respondí—. En un momento estoy contigo.

Regresé a mi habitación, me desnudé y me limpié con un paño. Me negaba a llevar peluca en esas ocasiones. Me sequé el pelo, que llevaba muy corto, me limpié la cara, me volví a poner kohl negro bajo los ojos y me calcé un par de sandalias para esconder la tierra que tenía entre los dedos del pie. Revolví mi joyero para reemplazar el brazalete.

Cuando me reincorporé al banquete, nadie comentó nada acerca del tiempo que había estado fuera ni de la ausencia de Maya. Huy estaba en aquel momento ocupado con una joven. Horemheb y Ramsés ya habían cambiado sus parejas. El Velado bebía de su copa. A juzgar por los almohadones vacíos a su izquierda y por la expresión de su rostro, su hermano se había marchado, no precisamente en los mejores términos. Me recosté sobre los almohadones, cogí un trozo de pollo asado a la parrilla y lo mastiqué con cuidado.

—¿Maya no regresará? —susurró el Velado.

—No. —Levanté mi copa para esconder la cara—. Maya es un aliado, no un espía. —El Velado se puso tenso.

Miré rápidamente a mi alrededor. El suave sonido de los instrumentos de los músicos y la ruidosa diversión ocultaban nuestra conversación.

—Cuando nos encontramos por primera vez, Señor, en el huerto, ¿a quién le comentasteis el hecho?

—Por qué, Mahu. Sólo a mi madre. A partir de aquel día quedaste marcado.

—Es decir, que Hotep lo sabía. Él se burló de mí con ese dato.

El Velado bebió con placer de su copa. Su rostro amarillento se puso rojo.

—Piensa, Mahu —dijo.

Cerré los ojos. Recordé estar sentado en el claro, el viaje a la casa, al pobre Sobeck deslizándose entre los árboles, de la mano con su amante prohibida. El lugar era el mismo donde había visto por primera vez al Velado, y también el olivar que se extendía entre el Pabellón del Silencio y la residencia. Mi mente era un torbellino. La Gran Reina Tiye nunca traicionaría a su hijo. ¿Era aquello un juego de mi propio señor, algún truco engañoso? ¿Pero cómo se había enterado del asunto de Sobeck? Y recordé su expresión de ultraje, no porque una de las concubinas de su padre lo hubiera traicionado, sino por el insulto a la majestad de cargo. Además, la infortunada relación de Sobeck había comenzado bastante antes de que el ejército marchara hacia Kush. ¿Era entonces un caso de traición? Quizá a Sobeck lo habían visto y seguido… pero ¿quién? Recordé la cesta de higos, las víboras ocultas allí, la vasija de vino envenenado y el ataque homicida cerca de la ribera.

—¿Señor? —Metí un dedo en el vino y dibujé la primera letra—. Creo que conozco el nombre del espía.

Tres días después, el Velado nos convocó a mí y a Imri a una reunión en el pabellón del jardín. Mi amo estaba morado de rabia. En su mano había un trozo de papiro que agitó delante de nuestras caras.

—¡Los embajadores del rey hitita vienen a la corte del Divino! Serán recibidos oficialmente por mi padre y mi madre. Tutmosis estará allí, pero yo no he sido invitado. —Cerró la puerta del pabellón, con sus extraños ojos brillando iracundos. Me di cuenta por sus movimientos torpes y su manera de hablar arrastrada de que había estado bebiendo—. Pero yo asistiré. —Ignoró la atónita expresión de asombro de Imri e hizo un gesto con la mano imponiendo silencio—. ¡Asistiré! Es apenas una breve caminata con mi guardia y mi cortejo. Yo —se golpeó el pecho— soy un príncipe de Egipto. Tengo derecho a llevar el Uraeus. Tengo sangre sagrada en mis venas. ¡No permitiré que nadie me discuta ese derecho! —Hizo un movimiento cortante con su mano—. ¡Informaré a Hotep, el Padre de Dios —dijo escupiendo las palabras—, y a otros en la corte de mi padre que acudiré y mostraré mi rostro a los embajadores del rey hitita! —Agitó el puño—. No soy ningún mono mascota ni un ave para ser guardado en una jaula. Mis días en las sombras han terminado.


Una semana después, en una tarde templada cuando el sol se estaba poniendo lentamente y las montañas al oeste de Tebas cambiaban de color de manera deslumbrante, el Velado decidió ir a cazar. El Nilo estaba lleno y fecundo, moviéndose majestuosamente, empapando las plantaciones de papiros y llevando su abundancia a las Tierras Negras. Una delicada brisa enfriaba el sudor y renovaba el alma, los ojos ya no eran cegados por el fuerte calor y el polvo del desierto. El Velado decidió que saldría a cazar aves entre las cañas de papiro. Después de lo que había dicho algunos días antes acerca de recibir a los embajadores hititas, había estado extrañamente silencioso. Pero en aquel momento parecía entusiasmado. Él, Imri y yo, armados con arcos, flechas y palos arrojadizos, fuimos a cazar aves de pantano en las espesuras a lo largo del Nilo.

El Velado se había vestido con sencillez para la ocasión, con una larga túnica blanca de lino, ajustada a la cintura con una faja bordada, atada de una forma que colgaba en un brillante despliegue de colores en contraste con la túnica blanca. Llevaba un sombrero de paja e iba con el gato mascota que lo acompañaba siempre en ese tipo de viajes. Imri aconsejaba mantenerse en los canales a lo largo del Nilo, pero el Velado era insistente.

—No, encontraremos más presas en el río, sobre todo a esta hora del día. Las aves son pesadas y lentas.

Allá fuimos. Imri había preparado un esquife imperial con asientos en la popa y en el medio y una pequeña plataforma de lanzamiento en la proa sobre la que el cazador podía permanecer de pie. Los tres éramos expertos con la pértiga. En esta ocasión, el Velado no fue de inmediato al malecón donde estaba amarrado el esquife, sino que se sentó con las piernas cruzadas sobre un saliente rocoso, con el rostro hacia el sol y los labios moviéndose en silencio, absorto en su propio mundo de plegarias. Fijé la mirada en el río, todavía ligeramente crecido, que corría junto a las espesas plantaciones de papiro y los sauces llorones. Aquel tramo del río estaba en aquel momento bastante desolado, como ocurría habitualmente antes del anochecer.

—¡Estoy preparado! —El Velado abrió los ojos, se puso el sombrero y me siguió por el sendero del malecón hasta abordar el esquife. Cuando subí después de Imri, advertí que el Velado llevaba una bolsa de cuero que puso cuidadosamente en la popa. Solté la amarra, Imri tomó la pértiga y empujó el bote con destreza para llevarlo en medio de la corriente. De vez en cuando, otras embarcaciones pasaban junto a nosotros: pescadores, comerciantes y una barcaza imperial llena de soldados y arqueros. A éstos les seguía una flotilla de pequeñas barcas, con la estatua de algún dios en la popa. Desde el otro lado del río llegaba el olor del incienso, algunos aplausos y la música lejana del sistro y el laúd.

—Probablemente llevan a su dios a darse un baño —se burló el Velado.

Dio las instrucciones. Nos dirigimos hacia la costa más lejana del Nilo, hacia un grupo de frondosos árboles, arbustos de agua y campos de papiros. Imri me miró con recelo. Aquellos lugares eran a menudo los sitios frecuentados por los cocodrilos, especialmente a aquella hora del día, cuando ya habían absorbido el calor del sol y eran más ágiles y agresivos para cazar a sus presas. De todas maneras, el Velado insistió en que Imri encontrara un sendero entre los papiros. Según avanzábamos, las aves abandonaban sus refugios en un brillante despliegue de plumajes. Apoyé los pies en la plataforma y preparé mi palo arrojadizo. La presa era fácil. Una y otra vez di en el blanco y un gordo cuerpo cayó al agua. Imri impulsaba la embarcación hábilmente con la pértiga hacia el lugar. Yo recuperaba la presa, me aseguraba de que estuviera muerta y la ponía en la cesta. Escuché un chapoteo y pude ver a un cocodrilo con sus ojos y hocico feroz por encima del agua.

—Señor —me arrodillé a los pies del Velado—, esto es peligroso. Ya tenemos suficientes capturas. Creo que debemos regresar.

El Velado no me hizo caso.

—Imri, dame la pértiga. Te mostraré cómo se hace. —El Velado me ordenó con un gesto que me apartara. Imri, con la cara surcada por el sudor, le entregó la pértiga. El Velado la sostuvo como si fuese un soldado con una lanza, moviendo la punta a pocos centímetros del pecho del kushita—. Los embajadores hititas no vinieron a Tebas. —Cogió la bolsa de cuero—. Me escribió mi madre.

El sudor de mi nuca se volvió frío. Un silencio opresivo acalló todo sonido entre los papiros. Enmudecieron las aves. La barcaza se balanceó ligeramente. Imri, el kushita; se quedó quieto, con su pecho musculoso empapado de agua, sudor y salpicaduras de barro. Giró ligeramente la cabeza, con su ojo sano fijo en el Velado.

—¿Cómo? —Habló como si su garganta y su boca estuvieran secas.

—Fueron a Menfis —respondió el Velado con toda tranquilidad—. Se produjo un gran revuelo. Se enviaron mensajeros a todos lados, como si mi padre supiera que yo pensaba hacer una gran entrada. Tú se lo dijiste, ¿no, Imri? Tú eres el espía de mi padre. Le informaste también de mi primera reunión con mi Mandril, aquella mañana en el jardín mientras yo rezaba al sol. Tú también descubriste la verdad sobre Sobeck. Sólo sales del Pabellón para caminar por los jardines. ¿Viste a aquella muchacha estúpida deslizándose entre los árboles con su amante? ¿Y qué puedes decir del vino envenenado y los higos con las víboras dentro? ¿O aquel día cerca del río cuando el loco me atacó? Tú eres el jefe de mi guardia… ¡ése es tu deber! No estabas allí ese día, ¿verdad? Si no hubiera sido por el Mandril, yo ya no estaría aquí.

El kushita hizo ademán de dar un paso hacia delante, pero el Velado sostuvo con fuerza la pértiga, moviéndola como una espada.

—Eres es un traidor, Imri. Un espía. Eres un asesino que no sabe cómo me protege mi Padre —la voz del Velado se convirtió en un susurro—. Mi verdadero Padre. Él me ha revelado la traición de tu corazón, el mal que tramas, la malicia que fomentas.

—Yo… yo… —tartamudeó el kushita.

—Yo… yo ¿qué? —se burló el Velado—. ¿Qué viene después, Imri? ¿Un cuchillo oculto?

Algo chocó contra nuestra barcaza, haciendo que se balanceara peligrosamente. Miré a mi alrededor. Un cocodrilo, con sus ojos por encima del agua, flotaba como un tronco, casi como si supiera lo que estaba ocurriendo, aunque yo sabía que había sido atraído por los chillidos de las aves y sus cuerpos cuando cayeron al agua.

—Oh, Imri —el Velado chasqueó la lengua—. ¡Vuelve al lugar de dónde provienes!

La pértiga bajó, y entonces, con sorprendente velocidad, el Velado la lanzó hacia delante, en el momento en que la mano de Imri sacaba la daga de su cinturón. Fue demasiado lento. La pértiga le asestó un golpe tremendo en un lado de la cabeza. Se tambaleó, tropezó y cayó al agua. De inmediato, mi señor agarró una de las aves que habíamos cazado, le cortó el pescuezo inerte y la lanzó al agua, con la pértiga todavía en su mano. Me arrodillé aterrorizado, sosteniéndome en el asiento mientras el Velado, con los pies separados, metía la pértiga en el agua, empujando la barcaza rápidamente de regreso a través de las cañas. Imri, medio aturdido, hizo señas desesperadas y gritó. La embarcación se movió con rapidez, pero Imri recuperó el conocimiento y, consciente del peligro, trató de nadar, no hacia la orilla sino hacia nosotros, con su cara oscura y llena de cicatrices y su único ojo lleno de miedo y cólera.

El Velado había calculado bien. Mientras la barcaza se alejaba veloz, pude ver la mancha de sangre que se formaba sobre el agua. El cuerpo del pato, casi sumergido, enviaba el fuerte y delicioso aroma de carne fresca y sangre nueva. Los papiros parecieron moverse como si alguna horrible bestia estuviera preparándose para emerger. Vi la cola de un cocodrilo, dos, tres cabezas aparecieron por encima del agua. Imri estaba nadando hacia nosotros, a un metro escaso, con el rostro tenso por el esfuerzo. El agua se movió. Fue una pequeña ola. Imri gritó, saltando en el agua con su pecho por encima de ella; luego fue arrastrado hacia abajo. Apareció otra vez cuando el cocodrilo se apoderó de él, girando y retorciéndose bajo el agua, arrastrándolo al fondo. A aquel animal pronto se le unieron otros. El río, más allá de las plantaciones de papiros, se había convertido en escenario de frenética actividad, aguas agitadas, el cuerpo de Imri girando, los hocicos de los cocodrilos emergiendo del agua. Un último grito desgarrador y horroroso y el agua se tiñó de rojo… y luego, el silencio.

El Velado, cantando un himno, nos condujo con la pértiga cada vez más lejos de la macabra escena. Finalmente salimos a plena corriente. Me dio una patada suave en las costillas. Me puse de pie y cogí la pértiga, mientras mi amo volvía a su asiento en la popa.

—Hemos cazado y hemos matado, Mahu —murmuró—. Ahora regresemos a casa.


Una vez de regreso al Pabellón del Silencio, anuncié la muerte trágica de Imri. Tanto mi señor como yo seguimos los ritos acostumbrados del luto, desgarrando nuestras vestiduras, echando cenizas sobre nuestras cabezas, ayunando. Permanecimos en nuestros propios aposentos, aunque continuamos reuniéndonos en secreto. Mi amo no dio muestras de remordimiento o pesar alguno.

—Le recé a mi Padre, Mahu, y él, que todo lo sabe y todo lo ve, hasta los secretos más profundos del corazón, me dijo que Imri debía morir.

Me mordí la lengua y controlé mi curiosidad. El Velado, sentado ante mí, pasó un dedo por la ceniza que cubría su mejilla.

—Me vas a preguntar por qué. —Se dio un golpecito en su cabeza—. Recibí la respuesta durante la oración.

No discutí. Para mí, Imri era un traidor, un asesino. Era sólo una cuestión de elegir entre su vida y las nuestras.

—Pero ése no es el final, ¿no, Mahu? ¡Vamos, no te sientes ahí mirándome fijamente como un mono sabio sobre una rama! ¿Qué es lo que tu cerebro lleno de cosas te dice?

—Que Imri no estaba solo.

—¿Por qué lo dices?

Estábamos sentados en el jardín del pabellón. Salí, miré con cuidado a mi alrededor y volví, cerrando la puerta detrás de mí.

—Imri nunca iba muy lejos. Por lo tanto, en este grupo debe de haber otros que llevaban los mensajes, que lo aconsejaban y asesoraban.

—¡Bien! ¡Bien!

—Si un higo está podrido —continué—, el resto de la cesta está contaminada.

—¿Y cuántos hay en la cesta, Mahu?

—Ocho guardias, todos kushitas. ¿Cuánto tiempo llevan a tu servicio?

El Velado hizo un gesto con la cara.

—Siete u ocho años. Continuarán sirviéndome. —Me miró con los ojos entrecerrados—. ¿Por qué? ¿Qué estás pensando, Mahu? Si hay más problemas, tú debes resolverlos. —Chasqueó los dedos—. Haz lo que tengas que hacer.

Me mezclé con los guardias kushitas. Ellos tenían sus propios barracones y vivían separados del resto de los sirvientes de la casa del Velado. A pesar de ser veteranos curtidos en la guerra y llenos de cicatrices, la muerte de Imri los había trastornado. Me reuní con ellos una noche, en el patio, donde realizaban su propia ceremonia fúnebre, con ofrendas de vino, frutas y carnes ante una estatua toscamente tallada, cantando himnos en su propia lengua. Me sentí incómodo. Me pidieron los detalles de la muerte de Imri y, por supuesto, lo describí como el más infortunado de los accidentes. Conté cómo habíamos entrado en la plantación de papiros, poniendo nerviosos a los cocodrilos. Ante esto, sacudieron sus cabezas.

—Pero Imri era un cazador experimentado —exclamó uno de ellos—. Muchas veces fue a cazar por todo el río. Conocía muy bien sus aguas y las costumbres de esos animales.

Sólo pude encogerme de hombros y decir que hasta el más hábil de los cazadores comete errores. Amplié el relato: tanto mi amo como yo mismo habíamos intentado salvarlo, pero los cocodrilos, excitados por el hambre que habían provocado las aves que habíamos derribado, habían decidido atacar… algo bastante frecuente en el río. De todas maneras, ellos tenían sus sospechas. Pude darme cuenta por los movimientos de sus ojos, por las expresiones fugaces. La muerte de Imri no resolvería el problema. Pronto sería reemplazado por otro. Estudié a los kushitas y al resto de los servidores de la casa, fijándome en cada detalle, observando hábitos y relaciones. Los kushitas no sólo se mantenían apartados, sino que miraban con desprecio al resto de los criados, los rinocerontes, hombres y mujeres desfigurados que trabajaban en las cocinas y otras partes de la casa. Entre ambos grupos existía una profunda antipatía. Todos los sirvientes habían sido escogidos debido a sus rostros desfigurados. Pero los kushitas se veían a sí mismos como guerreros, y sus heridas eran consideradas trofeos de guerra. Se negaban a ser asociados con vulgares delincuentes y criminales. Los rinocerontes vivían en sus propias residencias. Algunos estaban casados, otros llevaban una vida bastante solitaria. Sin la protección de los kushitas, no se atrevían a entrar en la ciudad y, ni siquiera a ir a los pequeños mercados que hacían prósperos negocios a lo largo de la ribera.

Uno de estos rinocerontes atrajo mi atención. Era indiscutiblemente su líder, un hombre joven, más o menos de mi edad, llamado Snefru, que cumplía funciones de encargado de las cuadras. Era fornido, con ojos profundos en una cara recia y desfigurada, un hombre rápido con sus puños aunque tenía entre los demás la fama de ser imparcial. Trataba de mantener su dignidad y respeto hacia sí mismo afeitándose la cabeza y cuidando su aspecto, como si quisiera compensar la terrible cicatriz que se extendía por el centro de su cara, donde habían estado su nariz y su labio superior. Era muy bueno con los caballos, atento siempre a la salud y bienestar de los animales. La paja, la comida y el agua eran controladas permanentemente y con rigor, y tenía tanta experiencia como cualquier médico de animales para curar cólicos u otras mil dolencias menores que los caballos pudieran sufrir.

Snefru se sentaba, comía y bebía con el resto de los hombres al fresco del anochecer, pero antes de hacerlo, siempre cambiaba su faldellín de cuero por una túnica gastada pero impecable, lavándose escrupulosamente las manos y la cara con agua mezclada con sal. Al principio lo estudié a distancia pero, debido a nuestro interés común por los caballos, me enteré pronto de su historia. Había sido escriba en los establos de un cuartel militar en las afueras de Tebas. Su padre, su madre y su hermana habían muerto de una de esas fiebres que se desencadenan a menudo en las viviendas de barro de los artesanos, que se amontonaban más allá de las murallas.

—No tenía con qué pagar los honorarios de los embalsamadores —me confió Snefru mientras cepillaba los flancos de un caballo—. Y me desesperé. Pensé que en el establo no se notaría la falta de un caballo. Una noche saqué uno y lo vendí a un grupo de viajeros del desierto. Ellos, a su vez, fueron detenidos por los Medjay. El caballo estaba marcado. A ellos los mataron y yo fui arrestado. La única razón por la que salí con vida —extendió sus brazos fuertes y musculosos— fue por mi destreza con los caballos. —Se señaló la cicatriz—. El verdugo fue torpe. Me cortó la nariz y parte del labio. Fui exiliado al pueblo de los rinocerontes. Estuve allí dos años, hasta que llegaron los heraldos reales. Estaban buscando a hombres experimentados para trabajar en este lugar. Me seleccionaron por mi experiencia. —Se encogió de hombros—. Y desde entonces he estado aquí.

—¿Has sido soldado, Snefru? —Me resultaba difícil no mirar aquella horrible cicatriz. Parecía como si su rostro estuviera cortado en dos por una sombra oscura. La herida de su labio dificultaba la pronunciación de ciertas palabras.

—He hecho el servicio militar —respondió—. En una ocasión incluso serví como conductor de un carro de guerra.

—Pero no como los bravos kushitas, ¿verdad? —bajé la voz.

—Ah, ellos. —Snefru se movió alrededor del caballo. Se agachó y agarró una de sus patas traseras para revisar el casco.

—Sí… ¿qué pasa con ellos? —Me puse en cuclillas junto a él.

—Son arrogantes y crueles. —Me miró directamente a los ojos—. Pero también lo sois vos, señor. Sois la sombra del amo. Sin embargo, en estos últimos días no hacéis más que aparecer por aquí, ofreciéndome vino y pan, haciéndome hablar. ¿Buscáis algo? No tenéis gustos extraños. No estáis fascinado por mi deformidad. —Se lamió el borde de la boca con la lengua—. Y ahora hablamos de los kushitas, cuyo capitán, Imri, murió de manera muy misteriosa en el agua a causa de los cocodrilos. ¿Qué es lo queréis?

Me levanté.

—No me gustan los establos —dije con una sonrisa—, pero el anochecer está fresco y ya han salido las estrellas.

Snefru y yo salimos. Caminamos y hablamos. Pude conocerlo mejor. No me había equivocado al elegirlo. Era un hombre en el que se podía confiar, pero también con una ambición limitada. Nos detuvimos bajo un árbol de tamariscos y levanté la vista para observar sus ramas.

—¿No te gustaría cambiar tu vida, Snefru? ¿Recibir un indulto por tus crímenes, el favor de nuestros gobernantes? ¿La oportunidad de ser estimado y respetado?

—Escucho vuestra canción —respondió Snefru—, pero no distingo las palabras.

—¿Y te gusta la melodía?

La cara de Snefru estaba oculta por las sombras.

—¿De qué estamos hablando? —susurró—. Es un asunto de vida o muerte, ¿verdad?

—¿Tus compañeros son de confianza? —quise saber.

—¿Los otros rinocerontes? —Snefru se rió sin hacer ruido—. Por supuesto que se puede confiar en ellos.

—¿Harán lo que tú les digas?

—Eso depende de lo que les ofrezca.

Lo llevé a un lugar todavía más oscuro y, bajo un cielo iluminado por las estrellas, con el susurro de la brisa fresca, rodeados por los árboles, tendí la trampa.


Cuatro días después, el Velado ordenó que prepararan su carro de guerra, tirado por sus caballos más veloces. Conmigo como conductor y con los kushitas armados y preparados, mi amo partió hacia las Tierras Rojas orientales para cazar el avestruz, el león y la gacela. Habíamos hecho esto antes y el Velado siempre había insistido en que su carro de guerra debía ser el más magnífico, con los paneles de los laterales decorados con atractivos dibujos rojos, azules y dorados. El deslumbrante arnés negro de los caballos, con medallones de plata y de oro, iba «adornado como Montu», como decía mi amo. Tenía razón, porque no íbamos de cacería, sino a la guerra.

Llegamos a la reserva y descansamos durante el calor del día. Cayó el atardecer, agradable y fresco, pero no nos lanzamos tras el avestruz de veloces patas o la ágil gacela. El Velado permaneció en su tienda. Aseguró que estaba enfermo. Envió a algunos kushitas a cazar codornices, liebres o cualquier carne fresca para cocinarla en nuestro fuego. Al principio seguimos la rutina acostumbrada: enviamos a cuatro cazadores y los otros cuatro se quedaron de guardia. El sol empezó a ponerse, sopló una brisa fría y el cielo cambió, como siempre lo hacía antes de que la oscuridad llegara de improviso. Encendimos una hoguera y nos reunimos alrededor de ella. Distribuí los alimentos que habíamos traído mientras mi amo permanecía en su tienda. La comida era aceptable pero muy salada, carne seca y un poco de pan que había perdido su frescura a lo largo del día. Los cuatro kushitas que se habían quedado estaban nerviosos pues sus compañeros no habían regresado.

—No debieron haber sido enviados —se quejó uno—. Somos soldados, no cazadores. Es obligación de nuestro amo suministrar la carne.

Miré el cielo nocturno. Habíamos acampado en un barranco pequeño, cuyas rocas se alzaban a ambos lados. Los kushitas estaban tan nerviosos que ni siquiera se habían dado cuenta de este cambio en la rutina habitual. Generalmente acampábamos en campo abierto, donde nuestras hogueras eran fáciles de ver. Escuché sus quejas y les serví vino hasta que la somnolencia comenzó a invadirlos. Les dije que regresaba en un momento y caminé hacia el pabellón del Velado. Estaba sentado y de mal humor, bebiendo a pequeños sorbos de una copa. Su mirada fija y distante apenas me reconoció. Escuché los ruidos, el crujido sobre la arena, el choque de las armas. Cuando abandoné la tienda, todo había terminado. Los kushitas habían bebido en abundancia aquel vino adulterado con drogas y yacían tendidos sobre los charcos de sangre que se formaron alrededor de sus gargantas cortadas. Junto a ellos estaban Snefru y sus compañeros, armados hasta los dientes con espadas, dagas, arco y carcajs con flechas colgados en sus espaldas. Estaban todos vestidos con sombreros recubiertos de caña para protegerse del sol, faldellines de cuero y botas de marcha, proporcionados por la pequeña armería del Velado. Me acerqué y eché un vistazo a un cadáver.

—¿Y los otros cuatro? —pregunté.

—Muertos después de caer en la trampa —respondió Snefru—. Fue bastante sencillo. Se separaron en parejas. Los escuchamos incluso antes de que aparecieran.

Miré al resto. Eran todos rinocerontes, seleccionados cuidadosamente por Snefru entre los sirvientes domésticos de mi amo.

—Os dais cuenta de lo que habéis hecho —dije—, y sabéis que no podéis volveros atrás. Éstos son guerreros kushitas, veteranos de los regimientos imperiales, seleccionados por el propio Divino para proteger a su hijo, pero no se podía confiar en ellos y tuvieron que pagar el precio. Vosotros tomaréis su lugar. —Hice una pausa. El silencio, de la noche fue desgarrado por el ronco rugido del león, seguido por el chillido de una hiena y el grito de otro animal—. Vosotros los reemplazaréis —continué—. Seréis los sirvientes de mi amo. El polvo bajo sus pies. No habrá juramento sagrado alguno, ni tendréis que poner las manos sobre altares con fuego e incienso ardiendo sin llama. Habéis jurado ya con la sangre de estos hombres. No penséis que el Divino perdonará a cualquiera de vosotros que decida traicionar al resto. Su muerte será tan brutal como la de los demás: empalado en una lanza.