Capítulo 2
Mi encuentro con el Velado fue breve pero impresionante. Me pregunté si aquello tendría alguna consecuencia, pero nadie hizo la menor referencia a mi visita secreta ni recibí mensaje alguno del Pabellón del Silencio. Mi encuentro también coincidió con que «los niños de la Kap» (aunque éramos ya jóvenes) iban siendo incluidos con mayor asiduidad en la vida del palacio de Malkata a medida que el Príncipe de la Corona, Tutmosis, maduraba. Lo que el Velado me había dicho avivó mi interés por sus padres, a quienes sólo había visto de lejos. A partir de aquel momento escuchaba con avidez todos los chismes. El viejo Weni, que dependía cada vez más de la jarra de cerveza, era una excelente fuente de información cuando estaba sobrio. No contento con la henket o cerveza de cebada, se había pasado a la sernet, la cerveza oscura y densa que rápidamente te conducía ante Hathor, la Señora de la Embriaguez.
Solía reunirme con él a la sombra de un olivo cerca de un estanque poco agradable en donde las hojas de los árboles eran densas y exuberantes. Él se recostaba contra un árbol y colocaba sobre sus piernas una cesta de salchichas de ajo o pollo asado a la parrilla cubierto con salsa de apio.
—Oh sí —decía mientras comía ruidosamente, tocándose la nariz carnosa y haciéndome un guiño—. El Magnífico ha sido realmente bendecido por Amón. Tiene un harén. —Weni tuvo dificultades con las palabras «Per Khe Nret», la Casa de las Mujeres—. Princesas de todas las naciones que existen bajo el sol. —Se relamió los labios—. De Mitanni, hititas, babilonias, nubias, libias, lo mejor de cada casa para satisfacer todos sus caprichos. —Se inclinaba acercándose más a mí con sus ojos vidriosos y el fuerte aliento a cerveza—. Pero el verdadero poder, y digo el verdadero poder, lo detenta su esposa, la Gran Reina, la Señora de la Casa, la divina Tiye.
—¿De dónde es? —pregunté.
—No es una princesa extranjera. —Entrecerró los ojos dirigiéndolos al cielo—. Los faraones se han casado siempre con princesas extranjeras, pero el Magnífico fue cautivado por ella desde los días de su juventud. Tiye la Hermosa —agitó la cabeza—. Y ella era exquisita, Mahu. Oh —se corrigió—, todavía lo es. Pequeña pero perfectamente formada, con un extraño pelo rojo y ojos almendrados. Si fuera una gata, le brillarían en la oscuridad.
Levanté mi mano para pedirle silencio. Extraño, ¿no?, de qué manera puede cambiar la relación entre profesor y alumno. Weni dependía cada vez más de mí. Los demás lo molestaban o se burlaban de él, pero yo le hablaba y usaba los regalos que recibía de mi tía Isithia para comprarle una jarra de cerveza. Realizaba pequeños trabajos para él, llevando alguna cosa o trayéndole otra. Me estaba haciendo tan astuto como una mangosta y mi intención era utilizarle para aprender más sobre Malkata. Horemheb me había dicho una vez algo extraño. Yo acababa de hacer un comentario gracioso sobre un funcionario de la corte. Horemheb se estaba atando una sandalia y decidió hacerlo cerca de mí.
—Cuidado con lo que dices, Mandril del Sur —había susurrado con voz áspera—. Por aquí, hasta los árboles oyen.
Había tomado totalmente en serio aquella advertencia, pero aquel olivar, como siempre, parecía desierto. Si alguien se acercara, la maleza y las hojas lo traicionarían.
—¿La Señora Tiye? —señalé.
—La Señora Tiye —Weni, ebrio, sacudió la cabeza—. Generosa a la hora de otorgar favores, Gran Esposa del Rey, amada por Nekhbet. Es de Akhmin, a cientos de kilómetros al norte, en el noveno nomo egipcio, donde veneran a Min, el Dios de la Fertilidad Masculina. La Señora Tiye era sacerdotisa allí. Dicen —su rostro se acercó más— que ella sabe más sobre el arte del amor que una legión de cortesanas.
—¿Y el harén? —insistí.
Weni agitó la mano como si estuviera espantando una mosca.
—Es más para aparentar que para otra cosa, aunque los rumores dicen que, a medida que se hace viejo, los gustos del Magnífico han ido cambiando. Le gusta mirar a algunas de sus mujeres danzando mientras otras lo acarician.
—¿Y los hijos del Divino?
Weni era demasiado astuto como para revelar algún escándalo oculto.
—Oh, está el príncipe Tutmosis —miró por el rabillo del ojo—, y también hay algunas hijas. —Me miró fijamente con ojos llorosos y llevó la conversación al tema de mi próximo ingreso en la Casa de la Guerra.
—Mis días terminarán y los tuyos comenzarán —añadió con dolor—. Lamentaré verte partir, ganso astuto. —Una referencia, por supuesto, a la desaparición de su amada mascota. Sin embargo, yo podía jugar al mismo juego de Weni y no me retiraba.
El verdadero líder de la Kap era el Príncipe de la Corona, Tutmosis, un hombre joven de vigoroso y delgado cuerpo, de rostro y estilo arrogante y áspera voz. Unos dos meses después de mi encuentro con el Velado, el príncipe nos reunió para anunciarnos que seguiríamos viviendo allí, pero que entraríamos en la Casa de la Guerra, bajo la supervisión directa de Hotep el Sabio, amigo íntimo y consejero de su padre, que disfrutaba del título de Padre de Dios, Escriba de los Reclutas, «Superintendente de Todas las Obras». Hotep era una leyenda viviente. Un plebeyo de Athribitis, en el Delta, que había llegado muy alto en el círculo real. Era el supervisor de las construcciones emprendidas por el Magnífico, desde el Gran Verde hasta más allá de la tercera catarata: templos, estatuas, santuarios, palacios y obeliscos, todo para la gloria de Amón-Ra y su hijo, Amenhotep el Magnífico.
Una semana más tarde, llegó Hotep, alto y de rostro delgado, con facciones patricias. Debía de haber pasado su sexagésimo verano. Vestía como un sacerdote, con la cabeza afeitada y carente de todo adorno. Con él estaba el coronel Perra de los Maryannou (los Valientes del Rey), segundo del regimiento de Seth, un fornido hombre joven, corpulento, de rostro duro de luchador profesional. Sería nuestro instructor en las artes de la guerra. Weni fue apartado, empujado a sentarse en su banco y beber cerveza. Hotep nos reunió en el patio y, con poca ceremonia, se subió a un banco. Llevaba un pequeño abanico en la mano derecha que golpeaba constantemente contra el muslo. Durante un momento se concentró en estudiar cada uno de nuestros rostros.
—Soy —comenzó a decir con voz sugerente— un escriba realmente excelente. El primero en calcular todo en Tomery. He sido introducido en los libros de los dioses. He estudiado las palabras de Thoth. He penetrado en los secretos de los dioses y conocido todos sus misterios. He sido consultado sobre cada uno de sus aspectos. He controlado todos los retratos del Rey en cada piedra, supervisando el trabajo de sus estatuas. Nunca copié lo que se había hecho antes. Nunca ha habido nadie como yo desde la fundación de las Dos Tierras. —Hotep el Sabio se detuvo, con una sonrisa en sus labios—. He hecho un voto a Maat. Mis palabras son verdaderas. ¿Y por qué os digo esto? Vosotros sois niños de la Kap. Pronto entraréis al servicio del Divino. Trabajaréis en la Casa del Regocijo y la voluntad del Divino será vuestro placer. Al hacer su voluntad, si me imitáis, se os otorgarán grandes favores. ¿Me comprendéis?
Estábamos arrodillados ante él sobre el suelo duro e hicimos una reverencia, tocando el polvo con nuestras narices.
—¡Bien! —Hotep se bajó del banco. El coronel Perra nos dijo que nos pusiéramos de pie y obedecimos con premura. Hotep recorrió la fila, deteniéndose cada cierto tiempo para hablar. Se paró ante mí y me golpeó ligeramente la mejilla con su abanico.
—Tú eres Mahu, hijo de Seostris.
—Sí, Su Excelencia.
El día era caluroso, el sol estaba muy alto y nosotros habíamos estado haciendo ejercicios antes de que el Padre del Dios llegara. Estaba cubierto de polvo y era consciente del hilo de sudor que caía por mi cara.
—Un buen soldado, tu padre.
—Sí, Su Excelencia.
—Y eres sobrino de Isithia, la señora que maneja con habilidad el matamoscas.
Pude ver su cínica mirada de diversión despreciativa y me pregunté si él habría sido uno de los clientes de mi tía y cuál había sido la razón de que me hubieran admitido en la Kap. Se me acercó más, alejándose del coronel Perra.
—Mahu, el Mandril —susurró—. Un joven que sabe moverse en el palacio, que puede deslizarse entre los árboles como una sombra.
Me puse tenso y recordé las palabras de Horemheb. Hotep me tocó otra vez la cara.
—¿Tienes algo que decir, Mahu?
—«Él que escupe en el cielo —cité el proverbio— encontrará saliva en su cabeza».
Hotep sonrió abiertamente.
—¿Así que no tienes nada que decir?
—Sólo que me siento honrado con vuestra presencia, Su Excelencia, y de que os hayáis dignado prestarme atención.
La sonrisa desapareció.
—Oh Mahu, Mahu, no te preocupes, te he prestado mucha atención.
Pasó a Sobeck, que estaba a mi lado. Esta vez su voz fue más fuerte. Sobeck se había convertido en un joven apuesto con una sonrisa y un encanto tranquilo. Era un atleta excelente y su cuerpo duro y dorado atraía con frecuencia la atención de las muchachas, así como también la de Maya, que suspiraba por él como una sirvienta loca de amor.
—Sobeck. —Estaba seguro de que Hotep quiso que yo escuchara—. ¿Conoces la historia sobre Babilonia, Sobeck?
—¿Qué historia? —respondió mi compañero.
—Sobre el harén real. Cuando el rey muere, es enterrado en un hoyo profundo. Aquellos que lo han servido lo siguen allí tomando veneno, llevados por el aire al Horizonte Lejano por la música de arpistas ciegos que también lo acompañarán hacia el Oeste.
Hotep me echó una rápida mirada. Mantuve mi vista al frente. El coronel Perra había regresado a la fila para hablar con Horemheb.
—Ya conoces el proverbio, Sobeck —continuó Hotep—. Si deseas mantener la amistad de cualquier familia a la que te incorpores, sea como visitante, como hermano o como amigo, hagas lo que hagas, nunca te acerques a las mujeres. —Le dio a Sobeck un golpecito en el pecho—. Recuerda lo que te he dicho.
—Sí, Su Excelencia.
Una vez disuelta la formación, llevé a Sobeck aparte.
—Te estaba haciendo una advertencia —le dije.
—No, me estaba amenazando —replicó Sobeck riéndose—, y creo que estaba haciendo lo mismo contigo.
—Debes tener cuidado —le aconsejé, agarrándolo por el hombro. Sobeck miró mi mano pero no la quité—. Hay un espía entre nosotros.
—¿Cómo lo sabes, Mahu? —Sobeck movió con rapidez los párpados—. ¿En qué te han descubierto? —Golpeó juguetonamente mi mejilla y se alejó.
A partir de aquel momento empecé a mirar a mis compañeros con inquietud. Sobeck no hacía el menor intento de ocultar sus aventuras, pero Hotep había insinuado algo más que el simple coqueteo con una jovencita de la cocina. Mi caso era diferente. Yo creía que nadie conocía mi encuentro con el Velado. Entonces recordé cuando había estado oculto en aquel claro del jardín. ¿Cómo supo el Velado que yo estaba allí? ¿Tenían tan buena vista él y su escolta? ¿O alguien le había advertido que lo estaban observando? La mañana que me llevaron al Pabellón del Silencio todo estaba preparado, como si él estuviera esperándome.
La llegada de Hotep provocó otros cambios, una aceleración del ritmo, como si éste lo marcara el son de un tambor. Los niños de la Kap habían participado siempre en los festivales. La Partida de Osiris, el Festival de la Embriaguez, Opet, la Fiesta del Valle y el Festival del Hermoso Encuentro. Siempre habíamos asociado aquellos espléndidos días con comida: hogazas de pan, redondas, triangulares o cónicas, enriquecidas con huevo, mantequilla y leche, y endulzadas con cilantro y canela. Después del pan venían las suculentas sandías, granadas abiertas y exquisitos racimos de uvas, con gacela fresca o carne dulce de liebre, acompañado todo con los vinos más finos, el excelente Irep Neffer, o el Irep Maa, el auténtico vino. Comíamos y bebíamos hasta que nuestros estómagos se hinchaban, probando estos vinos mezclados con miel, especias, mirra y resina de pistacho. Una vez atiborrados con este saqueo a las cocinas reales, nos sentábamos en el patio, en la noche iluminada por recipientes aromáticos o cuencos de cerámica llenos de aceite con sus mechas de lino flotando encendidas, brillando en la oscuridad. El único momento en que estábamos relajados era cuando repetíamos los versos que nos había enseñado Weni:
Ankh, Was y Neb;
toda la vida, el poder y la protección para el Divino.
Ka Nakht Kha Em Ma at,
Amenhotep el León de Fieros Ojos,
el Fuerte Toro que en verdad aparece,
Señor de las Dos Tierras,
Azote y Castigo de infames asiáticos.
Después cantábamos a la Diosa de la Embriaguez:
Oh, canta a Hathor Áurea,
Señora de la Turquesa.
Envía dulces placeres al Señor de las Dos Tierras,
protege a quien vive en la verdad.
Hazlo saludable en el Este del cielo,
próspero en el horizonte lejano,
permite que viva un millón de jubileos.
Nosotros cantábamos aquello, tambaleándonos, pero, por supuesto, el Divino era una figura distante, apenas vislumbrada en su real barcaza, Deslumbrante Poder de Atón. Iba adornado con su Coraza de Celebraciones y Vestimentas de Regocijo, de colores brillantes como si se hubieran reunido mil mariposas y deslumbrantes flores. Era efectivamente una figura distante. Él y la Gran Señora Tiye iban sentados en sus tronos con doseles ornamentados, luciendo sus pesados pectorales enjoyados, con pulseras y brazaletes de oro. Estaban siempre rodeados por portadores de abanicos, protegidos del sol y del viento por plumas de avestruz teñidas de rosado, muy espesas y empapadas en perfume. Alcanzábamos a ver su corona azul, blanca y roja, así como la de la Gran Esposa, la Señora Tiye, un disco solar entre los Cuernos de Hathor, con altas plumas y un áspid en posición de ataque… una imagen deslumbrante de color que pasaba fugaz y llena de gloria.
Mirábamos aquella magnificencia de la misma manera que admirábamos la belleza, de las estrellas, siempre allí, pero muy lejanas. Hotep cambió todo eso. Su intención era hacernos comprender que no sólo formábamos parte de aquella gloria, sino que habíamos nacido para servirla. Nos llevó a organizadas visitas al gran palacio de Malkata, desde el templo funerario del Magnífico hasta el extraordinario puerto que había construido para la barcaza de la Señora Tiye en Biket-Abu. Nos condujeron por los bien cultivados jardines y sus muros, y también entramos al palacio propiamente dicho, una residencia de vivos colores con pavimentos de baldosas pintadas que mostraban al Pueblo de los Nueve Arcos, los enemigos de Egipto, cautivo bajo la sandalia imperial. Las paredes y las columnas del palacio estaban adornadas con espirales verdes, cabezas de toro doradas, terneros rampantes rojos y blancos y ricas pinturas de las grandes superficies de papiro del Nilo con su agua fluyendo y aves de brillantes plumajes.
Se nos permitió entrar en los aposentos privados donde los lechos, con sus armazones con incrustaciones de ébano, plata y oro, destacaban en el brillo deslumbrante de la madera negra o marrón oscuro. Hotep nos animó a sentarnos en taburetes de patas cruzadas y esculpidas en forma de garras de pantera, leopardo o león, con asientos de cuero acolchado. Pudimos acariciar cojines de color azul luminoso y plata, rellenos de plumas, sedosos y blandos al tacto; estudiamos los tapices colgados en las paredes con bordes de intensos colores y tuvimos en nuestras manos vasos de plata y oro, de fina cerámica y de alabastro, con formas de animales exóticos o de mujeres hermosas. Las palabras Ankh y Sa, vida y felicidad, figuraban por todas partes. Por encima de los dinteles de las puertas y ventanas, el buitre sagrado Nekhbet extendía magníficamente sus coloridas alas. Visitamos baños y letrinas recubiertos de azulejos, terrazas y una impresionante biblioteca, la Per Medjet, la Casa de los Libros. Por supuesto, en todas partes había escenas que retrataban al Magnífico aplastando a sus enemigos, cabalgando como el Dios de la Guerra. Era la esfinge bajo cuyas crueles garras los tatuados libios, los nubios con aros en sus orejas, los sirios con sus túnicas ondulantes o los sheshnu, los errantes del desierto y habitantes de las arenas, temblaban de miedo. Hotep era un hombre inteligente. Todas las semanas nos llevaba por los palacios para ver la gloria y sumergirnos en el poder de Egipto. Para ello teníamos que vivir, y por ello también podríamos morir.
Al mismo tiempo, nos preparábamos para entrar en la Casa de la Guerra. El coronel Perra era un instructor brutal. Nuestros estudios habían terminado y comenzó un adiestramiento más severo. El servicio a Montu, el Dios de la Guerra, iba a ser, según las palabras del coronel Perra, nuestro alimento permanente, nuestro deseo constante, el aliento mismo de nuestra vida. Nos hacía desfilar cubiertos únicamente con nuestros taparrabos en medio del calor del mediodía y siempre comenzaba citando una obra famosa llamada La sátira del intercambio.
—Un soldado —bramaba el coronel Perra— tiene que ser sacudido como se sacude una alfombra, para quitarle el polvo y todo peso muerto. Participa en las campañas en Siria y marcha sobre montañas. Lleva pan y agua sobre sus hombros, como un asno. Bebe de charcos salobres y duerme con un ojo abierto. Cuando se encuentra con el enemigo, debe pelear como un animal que ha caído en una trampa. Se convierte en una pieza móvil de madera. Enferma y se descompone. Le roban la ropa y come polvo todos los días de su vida. Eso forma parte de lo que significa ser soldado. Pero, recordad, también hay otro aspecto. El nombre de un hombre valiente nunca desaparecerá de la faz de la tierra. Vosotros estáis aquí para servir al faraón, un soldado magnífico, descendiente de un soldado magnífico.
—Creo —susurró Sobeck— que vamos a terminar sabiendo este discurso de memoria.
—El abuelo del Divino —continuó rugiendo el coronel Perra— tenía el brazo fuerte, era maestro de los arqueros, era rico en gloria. Y también lo era el padre del Divino, mientras aquél a quien ahora servimos, Señor de las Dos Tierras, hace que los pueblos tiemblen a su paso. ¿Por qué? —El coronel Perra iba y venía de un extremo a otro de la fila, golpeando a cada uno de nosotros con su elegante bastón—. ¡Porque Egipto es poderoso, gracias al orgullo de sus regimientos y al poder de sus ejércitos! Cuando vamos a la guerra somos como panteras furiosas, leones en busca de presas, águilas en el cielo. Vosotros formaréis parte de esa gloria.
¡Puedo asegurar que había poca gloria! Interminables marchas por los caminos, corriendo bajo un calor que parecía venir del Mundo Inferior. Sobrevivíamos sin pan ni agua, acampados en las Tierras Rojas. Pero eso era sólo el principio. Despertados en plena noche, éramos sometidos a entrenamiento militar. En una ocasión se nos hizo marchar hasta el Gran Río. Una barcaza de guerra nos llevó al otro lado, pero en lugar de detenerse en la costa, tuvimos que saltar al agua fría e impetuosa, controlar nuestro pánico —un terror que detenía nuestros corazones— y abrirnos paso hasta tierra firme. Era una experiencia que llegué a temer. Sobeck siempre me ayudaba. Pero la corriente era muy fuerte y, en una ocasión, el enano danga de Horemheb, con el pelo y la barba ya encanecidos, después de haber insistido en acompañar a su amo, se perdió en la oscuridad. Sus terribles gritos rasgaron el silencio. Había sido arrastrado hasta la zona de los cocodrilos y a la mañana siguiente sólo encontramos partes de su cabeza. Huy hizo una broma acerca de la maldición del ganso sagrado de Weni. Horemheb sólo lo miró furioso y, a partir de ese momento, Huy se convirtió en su enemigo. Horemheb ocultó bien su pesar, aceptándolo como parte del severo adiestramiento al que todos estábamos sometidos. Ramsés me contó que había hecho una ofrenda a un sacerdote funerario y dedicado una estatua a su danga pero, aparte de eso, Horemheb no hizo ninguna otra referencia al enano ni a su horrible destino.
El coronel Perra era igualmente imperturbable. Lo cierto es que nuestro adiestramiento se hizo cada vez más riguroso. Aprendimos a pelear con la maza, el hacha y el khopesh. Pasábamos horas practicando tiro al blanco con el arco mixto kushita, lanzando flecha tras flecha, con sus terribles puntas y su fuste de pluma de ganso hacia un blanco de madera blanda. A veces luchábamos con sandalias, otras veces descalzos. Cuando hacía frío, solíamos ir desnudos, o cubiertos apenas por un taparrabos con un protector de cuero en la ingle. En la estación del calor, el coronel Perra nos hacía marchar con ajustadas cotas de malla sirias. Algunos de nosotros no teníamos madera de soldados. Maya, Pentju y Meryre eran casos extremos, incapaces, como decía el coronel Perra, de distinguir un extremo de una maza de guerra del otro. Pero eran fuente de diversión constante para Weni, que para entonces ya se había convertido en un simple espectador. Se sentaba en un banco bebiendo su cerveza y ahogándose de risa. En cuanto a mí… bueno, me sentía lejos de la espada, la lanza, la daga o el arco. Me sentía lejos porque no me gustaba usar armas. Y porque no quería salir herido.
Los demás destacaban, sobre todo Horemheb. Éste demostró ser un luchador nato, un hábil arquero, con un manejo notable de las armas de mano. Su cuerpo se había hecho más grande, con hombros y brazos musculosos y fuertes, cintura estrecha, muslos y piernas fuertes. Nada parecía molestarlo, ni el calor del mediodía, ni el frío penetrante de las noches del desierto. Era un hombre nacido con el aliento de Montu en su interior. Ramsés era también bueno, aunque más astuto y con pies un poco más veloces. Por supuesto, no todos habíamos decidido ser guerreros. Meryre deseaba ser sacerdote, Maya y Huy esperaban entrar en la Casa de los Escribas y Pentju quería ser médico. Sobeck, siempre riéndose, manifestaba su deseo de ser superintendente del harén real. De todas maneras, como unidad éramos bastante hábiles. El Príncipe de la Corona se sumó a nosotros cuando la Kap se había reducido, debido a muertes y abandonos, a sólo dieciocho. La unidad de Horus, a las órdenes de Horemheb y Ramsés, destacaba sobre el resto. Tutmosis suponía para mí el recuerdo constante del Velado, no tanto por su rostro o su figura, sino por aquella expresión de calma calculadora en sus ojos. Secretamente yo me preguntaba si el Velado me mandaría algún mensaje, algún regalo, si se las arreglaría para mantener alguna forma de contacto, ¿o debía yo acercarme otra vez a él? Al final, no tuve que hacer nada. El Velado vino a nosotros.
Tutmosis se reunía siempre con nuestro grupo por la mañana, después de nuestra carrera, cuando, bajo la lengua aguda del coronel Perra, nos preparábamos para el entrenamiento militar diario. Una mañana, sin embargo, tranquilamente y sin mucha pompa, un cuerno de concha resonó más allá de los muros de la residencia. La puerta se abrió. Tutmosis conducía el carro tirado por los bueyes rojizos y blancos, con aquella estructura con cortinas de gasa, en cuyo interior había alguien sentado. Detrás venía el séquito de kushitas, encabezado por el hombre de un solo ojo. Me sonrió malignamente y levantó su mano, como si fuéramos amigos que no se veían hacía mucho tiempo, un saludo que no pasó inadvertido a mis compañeros. Quedaron fascinados cuando Tutmosis subió al carro y descorrió el velo. Luego hizo algo extraño. A pesar de ser el hermano mayor y príncipe heredero, realizó una reverencia ante el Velado, que estaba sentado sobre aquella silla semejante a un trono. Después Tutmosis se volvió hacia nosotros con las manos extendidas como un heraldo.
—He aquí mi amado hermano.
No lo llamó por su nombre propio, el mismo que el de su padre, Amenhotep, sino por la traducción de ese nombre, «Amón está Satisfecho». Nosotros, por supuesto, aplaudimos, saludamos con reverencias y fingimos no estar sorprendidos. El Velado permanecía sentado con su rostro abierto al mundo. Su cuerpo y su cara parecían un poco más regordetes, con un mechón lateral de pelo rojizo colgando sobre su oreja izquierda. Su rostro era el mismo, con su propia e inquietante belleza: pómulos altos, boca sensual y carnosa y aquellos ojos en forma de almendra, rasgados, que brillaban igual que el vino sirio. No se movió, aunque su mirada nos envolvió a todos. Sus ojos se encontraron con los míos, y en su rostro apareció una leve sonrisa. Levantó la mano, con sus largos dedos separados, como señal para que continuáramos. Perra nos rugió preparándonos para nuestro ejercicio militar y, mientras lo hacíamos, el Velado se sentó en su trono y nos observó atentamente.
Terminamos justo antes del mediodía y descansamos a la sombra de los árboles bebiendo cerveza aguada y masticando pan duro. Tutmosis se reunió con su hermano en el carro, reclinándose sobre un escabel improvisado, dándole de comer con su propia mano mientras charlaban y bromeaban entre ellos. Los hombros del Velado se sacudían con la risa. Una honda y pesada tristeza lleno mi corazón. Había vislumbrado algo que siempre había deseado, aunque sabía que nunca lo tendría. Habría dado cualquier cosa por estar en aquel carro bromeando con ellos, formar parte de algo, ser amado y aceptado. Me alcé a medias. Sobeck, que me había estado observando, me agarró del brazo.
—Siéntate, Mandril. No entres en la jaula de la pantera.
—Médico, prueba tu propia medicina —repliqué.
El momento pasó y empezamos a discutir, pero nos interrumpió Pentju, que quería contarnos una obscena historia de las muchachas del templo que, deseosas de hombres, se satisfacían entre ellas.
El Velado se quedó el día entero y regresó todas las mañanas. Muchos años después me confesó de qué manera su padre había aceptado con reticencia que él se incorporara a la Kap y entrara en la Casa de la Guerra. A veces Hotep venía y se sentaba en una silla junto al carro. Aunque siempre trataba al Velado con gran respeto y reverencia, en realidad parecía más interesado en ver cómo nos golpeábamos y heríamos entre nosotros. La verdad es que Hotep venía para valorar lo que cada uno de nosotros valía, para decidir y confirmar el sendero que cada uno seguiría. Huy fue enviado a la Casa de los Embajadores, Maya a la Casa de los Escribas, Pentju a la Casa de la Vida, Horemheb, Ramsés y Sobeck a la Casa de la Guerra. Hotep nos informó de todo esto mientras tratábamos de recuperar el aliento echados en el suelo, dejando que nuestro sudor se enfriara. Caminaba entre nosotros, a veces agachándose para susurrar un consejo, subrayando sus palabras con elegantes movimientos de manos. Nunca se acercó a mí. Yo no sabía lo que me esperaba y, la verdad sea dicha, tampoco me preocupaba. Me dolía más que el Velado no hubiera hecho ningún intento de darme la bienvenida, de recibirme o de saludarme. Nunca me atreví a hablarles a mis compañeros acerca de mi anterior encuentro con él.
En la privacidad de nuestros dormitorios, o cuarteles, como los llamábamos entonces, conversábamos y compartíamos los chismes de la corte. En general todos coincidían en lo mismo, aunque yo nunca participé en aquellas conversaciones: el Velado era un monstruo.
—Tal vez le gustan los jóvenes. —Meryre sonrió, lanzando una mirada al afeminado Maya—. Por eso viene a mirar cómo corre nuestro sudor por la carne tierna.
—¿Realmente crees que es así? —preguntó Horemheb—. Cuando lo vi agradecí a los dioses habernos enviado a Tutmosis. —Ramsés hizo un gesto con la cabeza mostrando su acuerdo con aquellas palabras.
—No —respondió Meryre—. Pero —su voz se convirtió en un susurro— pienso que el Velado es un símbolo de la cólera de los dioses.
Pentju culpó del extraño aspecto del Velado a la posibilidad de que su madre hubiera sido asustada por arañas o escorpiones cuando lo llevaba en el vientre. Huy se preguntaba abiertamente qué efecto tendría su aspecto sobre los aliados de Egipto cuando sus representantes visitaran la corte. Sobeck era más pragmático y se preguntaba si el Velado no sería el resultado de algún filtro de amor que su madre, la Gran Reina Tiye, hubiera utilizado. Por supuesto, estas opiniones eran intercambiadas en voz baja. Nadie se atrevería a hablar de ese modo en presencia del coronel Perra, y todavía menos de Tutmosis. Sólo dos personas guardamos silencio, Maya y yo. Eso lo recuerdo.
Nuestro adiestramiento militar se prolongó durante cinco estaciones. El Velado estaba siempre presente, incluso cuando nos trasladábamos a las cuadras reales para familiarizarnos con los caballos, animales hermosos y elegantes, entrenados para los escuadrones de carros de guerra de Egipto. También hicimos las ofrendas acostumbradas a Reshef y Astarté, divinidades de Siria, la patria de aquellos veloces animales, así como a Sutekh, el Señor Egipcio de los Caballos. Me encantaba esa parte de la instrucción. No temía a los caballos, ni siquiera a aquellos que habían sufrido en la guerra, arrogantes y orgullosos, con sus cuellos arqueados y las orejas echadas hacia atrás. Fuimos entrenados y ejercitados en el uso del arnés, la collera, la brida, las anteojeras y, especialmente, las riendas, las que van por arriba y por debajo de la panza del caballo. Era importante que éstas estuvieran bien ajustadas, sin nudos ni obstáculos. Nos enseñaron cómo colocar las cintas azules y oro o borlas de guerra, y también a sujetar el soporte entre las orejas del caballo para las plumas, penachos o flores artificiales con los colores del regimiento. Después de eso, pasamos al carro de guerra propiamente dicho, con su plataforma semicircular y los laterales de madera curvados con una delgada barandilla encima. Estudiamos aquellos instrumentos de la furia y el orgullo de Egipto, el caballo y el carro de guerra. El coronel Perra nos dijo que teníamos que aprender cómo unir ambas piezas, para poder usarlas luego como si fueran una sola: conductor, carro y caballos, el arma más mortífera de la guerra.
Yo no era muy buen arquero, siempre me enredaba con la cuerda o la caña dura del arco. Sobeck, mi compañero, resultó ser un mediocre conductor de carro, así que decidimos cuáles serían nuestros respectivos papeles y encontré mi don para la guerra. Al principio yo era torpe, pero llegué a adorar el ruido del carro de guerra, la velocidad y potencia de los dos caballos y la euforia de una carga con estandartes al viento y los penachos de los animales balanceándose. Como todos los jóvenes, yo creía que había nacido para manejar un carro de guerra. Mi verdadera instrucción comenzó después de varios accidentes desagradables en los que tanto Sobeck como yo tuvimos que saltar para salvarnos y, en una ocasión, incluso lanzarnos sobre el lomo de los caballos cuando una rueda se trabó y se partió contra una roca.
Me convertí en un auriga, un maestro en carros de guerra, un experto en su construcción. Estudié sus materiales, el olmo y el abedul importados, así como los tamariscos, que proporcionaban la madera para la plataforma, los ejes y el yugo. Las ruedas de seis radios con amplia distancia entre ellos, colocadas en la parte posterior del carro, eran objeto de un interés especial; su construcción daba más velocidad y movilidad al vehículo, con sus ejes y bordes protegidos por grueso cuero rojo. Los artesanos nos describían el armazón del carro, de qué manera podía ser recubierto con cobre y electrum y estampado con alguna insignia, mientras que su base estaba conformada por correas estrechamente unidas que hacían más intensa la experiencia de estar de pie en el aire en plena carga. Aprendimos a colocar el carcaj para las flechas, la funda decorada para las jabalinas, así como las bolsas de cuero con comida y agua para dos hombres en el lateral del carro.
Escogí mis propios caballos, dos bayos, Gloria de Anubis y Poder de Montu. Creedme, no había nada más majestuoso que el escuadrón de la Kap en plena formación de batalla. Los penachos azul y oro danzaban entre las orejas de los caballos, con sus cuellos, lomo y flancos protegidos por cubiertas de cuero del mismo tono, y sobre ellos, los estandartes y borlas de guerra de los mismos colores imperiales ondeaban en la brisa. Nuestros carros, pulidos y engalanados con escudos, avanzaban en línea recta por la dura explanada cubierta de guijarros al este del palacio de Malkata, en el límite mismo de las Tierras Rojas. Había diez carros de guerra en total, incluidos los del príncipe Tutmosis y el coronel Perra. Avanzábamos en fila, con las ruedas chirriando, los caballos relinchando y los estandartes y penachos balanceándose, deslumbrantes bajo el brillo del sol. Sobeck estaba a mi lado, vestido como yo con faldellín de cuero, sandalias de marcha y una cota de malla siria sobre los hombros. Yo miraba a izquierda y derecha, deleitándome con el poder y la gloria de aquella formación de guerra. Toda la escena era observada por el Velado, sentado en su carro, con una cubierta de tela, rodeado por sus kushitas. Cerca de una de las ruedas del carro se situaba Weni, que resultaba cada vez más patético bajo su sombrilla, sentado en un taburete plegable, acariciando su jarra de cerveza.
El entrenamiento era siempre el mismo. El coronel Perra se adelantaba y su tedjet, o luchador, entonaba el himno de guerra.
¡Toda la gloria para Amón que vive más allá del horizonte lejano!
Toda la gloria para su Hijo, el Fuerte Toro del Sur,
que ha recibido su favor.
Nosotros repetíamos el estribillo. Cantábamos el himno de alabanza.
Toda la gloria para Montu,
toda la gloria para Horus, el Halcón de Oro que es ciego
pero ve.
Cada vez que repetíamos esta estrofa, los carros aumentaban la velocidad. El estandarte con la media luna del carro del coronel Perra subía y bajaba mientras se lanzaba a la carga y nosotros lo seguíamos en rápida persecución. La tierra retumbaba bajo nuestras ruedas, el cielo nos devolvía el eco del chasquido de nuestros látigos, el sol nos bañaba en su esplendor mientras nos lanzábamos en un galope que dejaba sin aliento por aquel terreno gris rojizo, disparados como una flecha salida del arco, como halcones en picado desde el cielo. Toda vida, todo pensamiento, palabra y acción se reducía a aquella gloriosa carga de los carros de guerra. Apuntábamos a los blancos y el aire zumbaba con el vuelo de nuestras flechas. Luego continuábamos para atacar a las estrechas cestas llenas de paja. Yo iba con los pies separados, ligeramente agachado y las riendas envueltas en mis muñecas, guiando, hostigando y gritando a mis dos bellezas. Alababa su velocidad, su fuego. Observaba cómo sus cabezas subían y bajaban y, al mismo tiempo, estaba alerta a cualquier obstáculo o a la posibilidad de aprovechar cualquier ventaja del suelo. Estaba henchido de la música del Dios de la Guerra, que hacía latir el corazón.
Junto a mí, Sobeck se inclinaba contra la barandilla con su cuerpo tenso, listo para tensar la cuerda del arco y, cuando el carcaj se vaciaba, se enderezaba, jabalina en mano, preparado para el siguiente objetivo. Una vez cumplida esa tarea, dábamos la vuelta, decididos a ganarles a los demás, sin rebasar nunca, por supuesto, al coronel Perra. Era una carga que paralizaba el corazón, hacía hervir la sangre, desafiaba a la muerte y nos hacía regresar al otro lado del desierto, junto a aquel carro que nos esperaba casi oculto por la cambiante calima provocada por el calor. Una vez que llegábamos a la línea, había júbilo, risas, bromas y burlas. Tutmosis trepaba al carro y abrazaba a su hermano, un gesto que siempre me causaba una punzada de envidia.
Un día, durante el abrasador calor de Shemshu, en el trigésimo segundo año del reinado del Magnífico, el Velado se puso de pie y, apoyado en su bastón de empuñadura esculpida con la figura de un nubio, bajó de su carro. Con el velo recogido hacia atrás, recorrió la fila de carros, indiferente al polvo que todavía nos envolvía como una nube. Se detuvo ante cada equipo y habló suavemente a los caballos, dejándolos lamer su mano que yo sospechaba había sido frotada con jugo de manzanas aplastadas. Miró a cada uno de mis compañeros y continuó. Indudablemente había crecido. El vientre y los pechos prominentes, así como las anchas caderas, eran más pronunciados, aunque sus manos y pies seguían siendo delicadamente largos y finos. Su rostro no había dejado de ser sorprendente, con las mejillas ligeramente hundidas, los labios más gruesos y aquellos ojos con forma de almendra, bien separados, luminosos y acuosos. Caminó lentamente pero con elegancia. Un kushita fue corriendo tras él con la sombrilla y las sandalias, pero le rechazó tajantemente. Reinaba el silencio, sólo quebrado por el chirriar de una rueda, el bufido de un caballo o el zumbido sordo de las moscas que revoloteaban sobre los excrementos de los animales. Por encima de nosotros sobrevolaban los buitres, con sus anchas y oscuras alas recortándose en el cielo. El Velado se detuvo ante mí y levantó la cabeza, mostrando una hermosa sonrisa, cálida y generosa, y los ojos brillantes por la emoción.
—Elegiré a Mahu, el Mandril del Sur. —Sus ojos se detuvieron en los míos—. Él será mi tedjet.
Sobeck descendió inmediatamente. Miré rápidamente al coronel Perra, que únicamente se encogió de hombros. Weni reía tontamente tapándose con la mano. Tutmosis se mantuvo a poca distancia, con las manos en las caderas. La expresión de su rostro indicaba que sabía lo que estaba ocurriendo.
—Yo conduciré. —El Velado no gritó pero su voz tenía el tono de una orden imperial que nadie se atrevería a cuestionar. Preguntó los nombres de mis caballos y, cuando se los dije, le susurró algo a cada uno, acariciándoles el cuello, haciéndoles escuchar su voz y oler su sudor. Me miró—. Olvidamos lo bien que pueden olfatear los caballos. Pero ¡vamos, antes de que se enfríen!
El Velado dejó caer su manto, descubriendo así sus hombros color cobre, con omóplatos salientes y la espalda ligeramente curvada. Se dirigió al carro apoyándose en su bastón y subió ignorando mi intento de ayudarlo. Metió el bastón en el lugar que la jabalina había dejado vacío, aferró las riendas, separó sus pies descalzos y chasqueó la lengua. Tuve la sensación de que su destreza era tan grande como la mía, a pesar de que el carro de guerra le era extraño y los caballos, desconocidos. Estaba de pie junto a mí, deforme pero elegante, atento para no rozarme ni hacerme caer. El sudor resbalaba por su cuello y de su cuerpo emanaba un aroma agradable y dulzón. Liberada del velo, pude, en ese momento, darme cuenta de lo extraña que era su cabeza: la frente inclinada hacia atrás, el cráneo en forma de huevo, el cuello extrañamente alargado. Sus movimientos eran cuidadosamente medidos. Hizo retroceder el carro, preparándolo para la carrera, alentando a los caballos a moverse. Una vez que estuvimos bastante lejos, se detuvo y volvió su rostro hacia el sol, mirándolo con los ojos entrecerrados. Me pregunté si su visión era tan potente como la nuestra.
—Reza por mí, Padre —levantó una mano—, como yo he rezado por ti, que has existido antes de que comenzaran todos los tiempos. Bendíceme, Padre, como has sido bendecido por todas las criaturas bajo el sol. Ayúdame, Padre, Señor de los Jubileos, Soberano de los Años, de hermoso aspecto. Deja que los rayos de tu poder guíen mi corazón con mano de hierro. ¡Oh, tú, lleno de alegría, escucha a tu hijo, el amado!
Los demás no podían haberlo escuchado. Se volvió y me guiñó un ojo.
—Así que nos encontramos otra vez, Mahu. —Chasqueó la lengua e hizo andar a los caballos—. Aunque yo te he observado desde lejos. —Luego miró por encima de su hombro derecho y habló en una lengua que no pude comprender, como si otra persona estuviera de pie al otro lado del carro. Agudas palabras guturales. Me preguntaba si sería acadio, la lengua utilizada por los escribas del faraón cuando les escribían a sus reyes vasallos. Habló otra vez y se volvió—. No estás asustado, Mandril del Sur, ¿verdad?
—¿Debería estarlo? —Me aferré a la barandilla del carro.
El Velado se río entre dientes.
—¿Conoces algún cuento gracioso, Mahu? ¿Puedes contarme alguno?
Rebusqué en mi memoria.
—Una anciana tenía un marido muy locuaz. Nunca dejaba de hablar, ni siquiera cuando estaba dormido. —Otra vez la risa ahogada—. Todos los días —continué—, ella solía conducir el carro que la llevaba al mercado.
—¿Y? —El Velado cogió las riendas con mayor firmeza.
—Un día, un caminante se acercó corriendo y le gritó: «Oye, anciana, tu marido se ha caído del carro». «Gracias a los dioses», respondió la mujer, frotándose una oreja. «¿Por qué dices eso?», quiso saber el otro. «Porque por un momento pensé que me había quedado sorda».
El Velado echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una carcajada, fuerte y clara. Azuzó a los caballos en su carrera, haciendo restallar las riendas, llamándolos por sus nombres, volviendo a hablar por momentos en aquella lengua extraña. Yo tenía unos diecisiete veranos, el Velado era un poco mayor, pero conducía como el Señor de los Carros de Guerra. Indudablemente había sido entrenado, pero era obvio que tenía un don, y me di cuenta de que el carro lo liberaba de toda incapacidad. Así podía volar como el halcón de Horus. Iba de pie, ligeramente flexionado. Sus brazos, muñecas y manos daban muestras de una fuerza y destreza sorprendentes. Hay un momento, como cualquier soldado sabe, en el que un carro de guerra, los caballos y el conductor, funciona como una unidad, como una lanza arrojada a toda velocidad por el aire. Uno no ve la punta, el fuste, ni la descarga emplumada de flechas, sino únicamente la veloz belleza portadora de muerte. El Velado alentó a los caballos. Galopaban como si fueran uno solo, en línea recta. Los guiaba, evitando baches y rodadas. Me aferré a la barandilla, consciente del suelo que pasaba con rapidez por debajo de nosotros, del azote de la brisa y del Velado sumergido en la emoción de la carrera. Cada poco, él susurraba algo en voz baja. Llegamos a los blancos, dimos la vuelta y regresamos a toda velocidad, como una jabalina hacia su objetivo. Disminuimos la velocidad, pero luego aceleramos otra vez y el Velado, inclinándose ligeramente a la derecha y después a la izquierda, hizo que los caballos realizaran complicadísimas maniobras, como las que haría cualquier carro en una batalla al meterse profundamente en las líneas enemigas. Finalmente nos detuvimos ante nuestro público, que aclamaba y aplaudía. El Velado tomó su bastón y bajó. Un sirviente se acercó veloz con su manto, su velo y una bolsa de cuero oscuro. El Velado recibió esta última, la abrió y me entregó un amuleto de jaspe, cornalina y arenisca roja. Representaba las dos colinas celestiales en el Horizonte Lejano con el sol saliendo entre ellas. Presionó este aknty, este amuleto del Sol en el Horizonte, en mi mano, acarició mi dedo, me hizo un guiño y se alejó.
Aquel mismo día, un poco más tarde, hicimos una pequeña celebración, aunque Tutmosis y el Velado no estuvieron presentes. El coronel Perra también había ido a palacio para transmitir las felicitaciones del escuadrón a los príncipes. Naturalmente, hablamos de la destreza del Velado, de sus extraños y desgarbados movimientos y a la vez de su dominio de los caballos. Horemheb parecía un poco celoso, no tanto de mí, sino más bien por haber sido desplazado. De todas maneras, tuvo la elegancia, una vez que la cerveza le soltó la lengua, de elogiar la habilidad del Velado. Naturalmente, fui objeto de burlas y pullas. La jarra de cerveza pasaba de uno a otro. Estirábamos las manos sobre el brasero, contentos de tener ese calor para suavizar el aire frío de la noche. Weni, por supuesto, ya estaba borracho, entregado, como solía decirse, a los brazos de la Señora Hathor. De pronto, dejó la jarra en el suelo y, cogiendo un paño, se cubrió la cara e imitó al Velado conduciendo el carro de guerra, agitando brazos y manos y provocando las carcajadas de todos, excepto de mí y de Maya. Alentado en su parodia, Weni continuó, preguntándose qué ocurriría si el Velado fuera a la guerra con un velo sobre el rostro. O qué haría si su carro chocara. Y comenzó otra vez la imitación.
—¿Recorrería renqueando el campo de batalla?
Vacié mi jarra de cerveza en el suelo y me alejé.
El día siguiente era festivo. No había instrucción, pero fuimos a las cuadras para cuidar de nuestros caballos y revisar el arnés, los armazones y las ruedas de nuestros carros de guerra. Yo estaba inmerso en los recuerdos del día anterior; guardaba el amuleto en una bolsa, y de vez en cuando, me alejaba, lo sacaba y lo observaba cuidadosamente. Aquel día me quedé hasta más tarde, mucho después de que los otros se hubieran marchado. Sobeck vino corriendo.
—¡Mahu, es mejor que vengas!
—¿Qué ocurre?
Sobeck se secó el sudor de la cara.
—Han encontrado muerto a Weni, ahogado en un estanque.
Recordé el huerto de olivos, el oscuro estanque lleno de cañas, Weni recostado contra el árbol, con una jarra de cerveza en las manos. Volví rápidamente al cuartel, donde el cadáver de Weni, verde por el lodo y empapado, ya había sido colocado sobre el banco en el que con tanta frecuencia se había subido para sermonearnos y reprendernos. La muerte es siempre patética, pero la de Weni lo era todavía más. Estaba tendido, con sus ojos, nariz y boca llenos de barro salobre, el taparrabos empapado, con hilos de agua oscura corriendo por sus piernas. Con el vientre hinchado, parecía un pescado fuera del agua y su cara tenía la misma expresión de horror sorprendido. Cogí un paño y le cubrí el rostro. Recordé lo que Weni había hecho un día antes. Algunos sirvientes trajeron una camilla para transportar el cadáver a la Casa de la Muerte. Los demás se paseaban por el lugar, hablando entre dientes unos con otros. Meryre había tratado de entonar una oración fúnebre pero los otros no se mostraron interesados.
—Preparadlo rápido —gritó Horemheb a los sirvientes—, antes de que empiece a oler.
Me agaché y saqué el anillo de los dedos regordetes de Weni. Siempre había estado orgulloso de él, un obsequio del padre del Magnífico. Lo puse sobre el cadáver y observé con atención la uña de ese dedo, quitando pequeñas tiras de cuero. El cadáver fue retirado. Di la vuelta al cuartel, atravesé la puerta lateral y me dirigí al huerto de olivos. Encontré el árbol de Weni. La jarra de cerveza estaba rota en el suelo junto a él. Los bordes embarrados del estanque mostraban las huellas de los pies de quienes lo habían sacado. Vi algo que brillaba sobre la hierba y lo recogí. Era un pequeño botón ornamental de cobre, ciertamente no de los faldellines de guerra de alguien de la Kap. Yo había visto aquellos botones en las vestiduras de guerra del séquito kushita del Velado. Weni era un soldado viejo, un beodo, pero andaba con firmeza y era cuidadoso. Regresé al olivo, me senté e imaginé a Weni allí, medio ebrio, y aquellas figuras oscuras deslizándose entre los árboles. Una pelea precisa y breve, la jarra que cae al suelo, Weni arrastrado al estanque y empujado dentro, mientras su cabeza y su cara son sostenidas bajo el agua hasta que toda vida ha abandonado su corazón. Recordé a Weni riéndose burlonamente la noche anterior.
—¿Pasa algo malo?
Me di la vuelta. Sobeck estaba allí, mirándome con curiosidad.
—No, no, nada. —Me puse de pie y lancé el botón de cobre al estanque—. No, nada malo, Sobeck, al menos de momento.