Capítulo 16
¡Toda la gloria al poder de Atón!
¡Toda la gloria a él que existe antes del tiempo y es el sostén
de todo tiempo!
Mil jubileos y mil más de su reinado glorioso.
Todo el poder a Atón, al Único, al Indivisible.
Éstos eran los cánticos que se oían por toda Tebas, en sus avenidas, en sus angostas calles serpenteantes y al otro lado del ancho río, en la Necrópolis. El himno de alegría resonaba entre las tumbas de los muertos y más allá, en lo alto del gran pico amenazador donde la diosa Meretseger tiene su hogar. El canto de Atón estaba en todas partes. En las fachadas de las tiendas, en los puestos, inscrito en los pilonos y en los templos, exhibido en sus estandartes y pendones. Akhenatón había logrado lo que quería. Había roto con las convenciones y, vestido con todas las gloriosas galas de guerra del faraón, iba solemnemente en procesión por la ciudad. Nefertiti, en el carro junto a él, recibía las aclamaciones de la multitud. No había nada de la pompa acostumbrada, el sonar de los címbalos, el tintineo del sistro, las nubes de incienso o las canciones de los coros divinos. Ningún sacerdote iba delante de él. Sólo Akhenatón en toda su magnífica gloria, Señor de Tebas, Gobernante de Egipto, contra el que nadie se atrevía a levantar su mano. Las noticias de la muerte de Hotep y la desaparición de Shishnak eran suficiente advertencia. Akhenatón, con Ay, se aseguraron de que cada vacante, cada puesto de poder tanto en la Gran Casa como en los templos fueran ocupados por sus amigos y aliados.
Akhenatón deseaba demostrar que no le temía a nada. Insistió en que la guardia imperial no lo acompañara en su procesión real. La estruendosa multitud era contenida por una fila peligrosamente pequeña de soldados de infantería de los regimientos de Seth y Anubis.
—He depositado mi confianza en Atón —había alardeado Akhenatón.
Todos nos habíamos inclinado y tocado el suelo con la nariz ante él, pero mi confianza en Atón no era tan grande. Hice que las calles laterales estuvieran llenas de mercenarios, y en los techos de las residencias y palacios mandé apostar a los mejores arqueros de la compañía siria. También ordené que algunas barcazas de guerra estuvieran preparadas a lo largo del río entre Karnak y Luxor, por si el poder de Atón llegara a fallar.
En el día trece del cuarto mes de la Estación del Cultivo, año quinto de su corregencia, Akhenatón ofreció una suntuosa comida en la Gran Sala de Banquetes de Malkata. Había estado ausente durante unas tres semanas, dejando que nosotros nos ocupáramos de asegurar que todo estuviera en orden mientras él iba en solemne procesión río arriba hasta el lugar de Atón. A su regreso tomó la decisión de cambiar Egipto, de comenzar de nuevo. Primero lo festejamos en aquellos magníficos salones. Las mesas con incrustaciones de plata y de ébano estaban llenas de copas, platos y cuencos de oro decorados con pequeños lirios y nenúfares. Una procesión impresionante de criados venidos de todos los rincones del imperio, hombres y mujeres, vestidos con puro lino blanco, sirvió coles rojas, semillas de ajonjolí, semillas de anís y comino para provocar una enorme sed que sería saciada por la cerveza más fresca, los vinos hititas y lo más selecto de las viñas del faraón en Egipto y Canaán. Después de esto, vinieron los gansos asados, los cuartos traseros dé ternera y filetes de gacela enriquecidos con adornos de jamón, todos asados sobre madera y servidos con cuencos llenos del jugo de la carne y fuentes con toda clase de verduras. Comimos y bebimos hasta hartarnos, mientras la Orquesta del Sol tocaba y los coros divinos cantaban los himnos a Atón.
Cuando los sirvientes se hubieron retirado, las puertas doradas se cerraron con llave y se aseguraron, se volvieron a llenar las lámparas de aceite y se sirvió más vino. Ay hizo callar a los presentes. Estábamos todos: Nefertiti, Tiye, Horemheb y Ramsés, Pentju, Huy, Meryre, Maya y el recién llegado, Tutu, que se había ganado el apoyo incondicional de Ay. Tutu había sido ascendido al rango de Chambelán y Primer Sirviente de Neferkheprure-Waenre, el nuevo nombre de trono de Akhenatón, que se traducía literalmente como «la transformación de Ra es perfecta, el único es Ra». Nefertiti también tenía un nuevo nombre, y éste era Neferenefruatón, que significaba «Hermosas son las bellezas de Atón».
Ay dio comienzo al acto. Por primera vez escuchamos la visión de Akhenatón de la divinidad, de él mismo y también de sus futuras intenciones. Todavía puedo recordar la fuerte voz de Ay resonando en la sala. Comenzó con un himno.
Hermoso, apareces del horizonte del cielo.
¡Oh, Atón viviente que das origen a toda vida!
Te has levantado desde tu horizonte oriental
y toda la tierra es bañada por tu belleza!
Eres hermoso, deslumbrante en la altura sobre cada región.
Tus rayos han alcanzado los límites de la tierra.
Tú eres Ra, has llegado a los límites
y los has dominado para tu hijo amado.
Aunque estás muy lejos, tus rayos acarician la tierra
y así eres visto.
Y así continuó durante un buen rato. Recuerdo un verso que me llamó la atención.
Estás en nuestros corazones pero nadie te conoce
salvo tu hijo Neferkheprure-Waenre.
La mayor parte de este himno procedía de cantos concebidos en otros templos. Ay hizo una pausa, mojó su garganta y continuó con voz menos monótona. Estaba en ese momento actuando como la boca del rey, proclamando sus palabras.
—Mirad, quiero informaros sobre las formas de los otros dioses. Conozco sus templos y sus escritos de memoria. Soy consciente de los cuerpos primigenios. Los he visto cuando dejaron de existir, uno tras otro, menos el del dios que se engendró a sí mismo, el Glorioso Atón.
Miré a lo largo de la mesa. La mayoría de los invitados había bebido demasiado para prestar atención, pero Horemheb, que estaba sentado a mi lado, fruncía el ceño de una forma feroz.
—En cuanto a Tebas —continuó Ay— y las cosas que se han hecho aquí —su voz se alzó hasta convertirse en un canto—, son peores que las cosas que escuchamos en el cuarto año de nuestro reinado, peores que las cosas que escuchamos en el tercer año de nuestro reinado, peores que las cosas que escuchamos en el segundo año de nuestro reinado…
Y así continuó. Ésa fue la única referencia que Akhenatón hizo a la conspiración y a la traición a la que se había enfrentado.
—Sin embargo, en este día, Akhenatón —dijo Ay—. Su Majestad, en un gran carro de guerra de electrum, revestido con toda su gloria tal como hace Atón cuando se alza en el horizonte y llena la tierra de amor y alegría, partió por el buen camino hacia el lugar de Atón. Y estableció allí un gran monumento. Ha completado el perímetro y la tierra se regocijará y todos los corazones se alegrarán. Fundará una propiedad para Atón, su Padre, levantará un monumento en su nombre y en el de la Gran Esposa Real Nefernefruaten-Nefertiti. Pertenecerá al nombre de Atón para siempre jamás. Pero ha sido Atón quien le ha aconsejado llevar a cabo esta empresa. Ningún funcionario se lo ha sugerido. Ni nadie de este reino. Ha sido Atón, su Padre, el que le ha recomendado que lo construyera allí. Así pues, en el lugar de Atón hará una casa para Atón, su Padre. También dispondrá un lugar sombreado para la Gran Esposa Real. Construirá para él mismo una residencia. Se edificará una tumba para él en las montañas orientales. Que su entierro llegue después de los millones de jubileos que Atón, su Padre, le haya legado. Jamás abandonará ese lugar. No irá al norte ni al sur, al este ni al oeste, sino que allí hará algo bello para Atón, su Padre. Algo hermoso en el norte, algo hermoso en el sur…
Para entonces el Círculo Real ya se había puesto en alerta y, muy silencioso, escuchaba atentamente esta proclama. Por debajo de las delicadezas cortesanas, de las piadosas exclamaciones, de los tributos a Atón, emergía la realidad. Akhenatón se iba a sacudir el polvo de Tebas de sus pies. Abandonaría a los dioses de Egipto y construiría una nueva ciudad, un gran santuario para Atón.
Cerré los ojos y pensé en aquella llanura arenosa que se extendía hasta las montañas. Akhenatón estaba decidido a ello. Durante la declamación de Ay, permaneció sentado con una leve sonrisa en su rostro, vestido con una falda de tela de oro y plata, una camisa de la misma tela y una banda brillantemente coloreada con preciosos broches en la cintura. Sobre los hombros llevaba una capa con incrustaciones de valiosas gemas. Los diamantes brillaban en sus orejas y en sus dedos, piernas y tobillos. Un pectoral con un Disco Solar de oro rodeado por piedras preciosas se apoyaba firme sobre su pecho. Una corona cubierta de plumas sobre su cabeza lo hacía parecer más alto. Balanceaba en su regazo un ankh adornado con piedras preciosas, junto al flagelo con filigranas de oro y el cetro. Su rostro estaba sutilmente pintado con los labios rojos de carmín y los párpados espolvoreados de verde claro. Círculos de kohl oscuro rodeaban sus ojos. Se lo veía majestuoso, las delicadas joyas transformaban su cuerpo deforme y su fea cara en una visión de poder y gloria. Junto a él estaba Nefertiti con su pelo rojo, suelto, una corona con plumas sobre su cabeza y su rostro exquisitamente pintado. Llevaba unas vestiduras de oro y plata, con deslumbrantes joyas, pero la belleza de su cara y el esplendor de sus ojos azules superaban todo aquello y hacían doler mi corazón. Éstos no eran los mismos individuos burlones y crueles que habían asistido al juicio de Shishnak. Se habían transformado en seres inmortales envueltos en luz. Incluso el aire a su alrededor se había vuelto denso a causa de tanta gloria perfumada. Me perdí en un ensueño cuando la proclama de Akhenatón ofreció un nuevo comienzo. Nuestros enemigos ya no existían. Ninguna mano se alzaría contra nosotros, ningún hoyo se cavaría para hacernos caer en una trampa. No encontraríamos a ningún malvado en nuestro sendero para hacernos caer.
Tras su himno a Atón, Ay se ocupó de detalles más prácticos, haciendo una lista de los tesoros del templo de Amón que se usarían para financiar la visión de Akhenatón. Yo escuchaba a medias mientras miraba a Nefertiti. Me di cuenta de que, hiciera ella lo que hiciera, dijera ella lo que dijera, ella era mi visión, ella era mi Atón.
Estaba tan exquisitamente hermosa, mirándome con aquellos ojos azules como cristales, saboreando una broma silenciosa, como si ambos fuéramos cómplices de un secreto. A su lado, Tiye, vestida de plata y piedras preciosas, disfrutaba de aquel momento de triunfo. Los demás estaban ebrios, no sólo de vino, sino también de visiones de más poder y más gloria, reunidos como estaban en los umbrales de una nueva era. ¿Y yo, Mahu, el Mandril del Sur? Lo habría abandonado todo para estar tendido en un huerto, con Nefertiti a mi lado sirviéndome vino. Un fuerte codazo en las costillas rompió mi sueño. Horemheb me miraba furioso.
—Por lo que éramos —susurró por debajo de la conversación que se desarrollaba a nuestro alrededor—, por lo que somos ahora. Mahu, escúchame. ¡Está fuera de sí! ¡Está loco!
El comentario fue tan punzante y contrastaba tanto con lo que estaba oyendo, que me eché a reír. Ay me miró desde su puesto. La sonrisa de Akhenatón se desvaneció, y Nefertiti frunció el ceño.
—Lo siento —me disculpé—, pero con la lista de los tesoros de Karnak pensé en Shishnak con su peluca.
Un murmullo de risas recibió mis palabras. Me levanté.
—Su Majestad, debo retirarme.
Dejé aquella Sala de Halcón Glorioso, magníficamente decorada, y salí casi corriendo por el pasillo de losas azul cobalto y paredes pintadas de amarillo dorado, con diamantes de color rojo sangre en lo alto y en la parte inferior. Pasé apresuradamente junto a guardias y sirvientes hasta salir al patio bañado por la luna. Una vez allí me acerqué a la fuente y me senté en el borde para dejar que la risa estallara. Cuanto más trataba de detenerla, peor era. Llegaron Horemheb y Ramsés. Ellos también se habían excusado. Yo miraba el agua que salía de la boca del águila, haciendo que las flores de loto se balancearan. Traté de calmarme, pero seguía riéndome. Horemheb y Ramsés intentaron hablar. Allí estaban ellos, con sus faldas de cuero pulido, cuellos y pechos adornados con collares de oro y cuentas de plata y los bastones del cargo en sus manos. Sólo con mirarlos, me volvía el ataque de risa, mientras ellos me observaban ceñudos como si yo fuera un recluta impertinente. Cuanto más se enfadaban, peor me ponía yo. Las lágrimas me caían por las mejillas, me dolían los costados, pero no podía parar.
—¿Qué resulta tan gracioso? —preguntó Ramsés.
La risa volvió otra vez. No podía hablar. Detrás de Horemheb y Ramsés una sombra se movió en la columnata. Djarka estaba ahí con su arco ya tenso. Levanté la mano y sacudí la cabeza. Se retiró más hacia la oscuridad cuando Horemheb y Ramsés se volvieron.
—¡Mahu! —Horemheb me agarró por la túnica y me atrajo hacia él—. ¡Mahu!
—Lo siento. —Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano—. Yo estaba sentado allí, absorto en sueños de gloria, escuchando las revelaciones de un dios. ¿Y qué es lo que dices, Horemheb? —susurré—. «¡Está fuera de sí! ¡Está loco!». —Lo aparté de mí—. Podrías perder tu cabeza por ese comentario. —Horemheb dio un paso hacia atrás—. Oh, no te preocupes —murmuré—. Nunca me he reído tanto. Fue tal el contraste, fue tan cómico.
Ramsés dio unos pasos hacia mí y se detuvo con su cara muy cerca de la mía.
—Sabemos que lo es, Mahu. Es demencial, estar sentados allí, comiendo coles y cebollas, masticando carne tierna y bebiendo vinos dulces mientras escuchamos las voces y los desvaríos de un fanático obsesionado por un dios.
—Vosotros dos podríais perder las cabezas —repliqué.
—Sólo estamos diciendo la verdad —protestó Horemheb. Hizo un gesto señalando al palacio—. La gente sospecha, pero realmente no lo saben. ¿Puedes imaginar, Mahu, lo que va a ocurrir cuando esto se sepa más allá de la tercera catarata o al otro lado de Sinaí? El faraón de Egipto está a punto de romper con el pasado, perdido en el sueño de construir una nueva ciudad, una nueva capital. ¿Los antiguos dioses serán destruidos, los templos cerrados? ¿La Necrópolis se convertirá de verdad en la Ciudad de los Muertos? ¿No te das cuenta, Mahu, de que Akhenatón piensa comenzar de nuevo? ¿Puedes imaginar el coste de todo ello? Si nuestros tesoros son desviados para la construcción de ciudades en el desierto, si nuestras energías están dedicadas a la adoración de un dios, ¿quién pagará las tropas, los carros de guerra, los caballos? ¿Quién enviará piedras preciosas, oro y plata a nuestros aliados?
—Estás empezando a parecerte al Padre de Dios Hotep.
—No, ¡sólo estamos siendo sensatos! —se quejó Ramsés, pero el miedo brillaba en sus ojos. El orgullo calentaba mi corazón. Ramsés la serpiente, por primera vez en la vida, tenía miedo. Ambos estaban allí para pedir mi ayuda, mi consejo.
—Bien. —Horemheb me golpeó en el pecho—. ¿Crees en todo esto, Mahu? Jugar a ser sacerdotes y fieles en el templo está muy bien, pero ¿qué ocurrirá dentro de un año, dentro de diez años?
—Estamos en un río —respondí—. Debemos dejar que la corriente nos lleve.
—¿Hacia nuestra muerte?
—Ramsés, todos hemos de morir.
—No antes de nuestro momento —replicó Horemheb—. Mahu, tú lo sabes, yo lo sé… todos sabemos que esto es una locura.
—Entonces el río corre rápido.
—Mira. —Horemheb me agarró la muñeca—. Estoy agradecido por lo que has hecho por mí y por Ramsés. También te damos las gracias por lo que hiciste por Hotep. —Horemheb sacudió la cabeza—. Yo no tenía nada contra él, Mahu.
—Salvo que trató de matarnos a todos allá en las Tierras Rojas.
—Política —sonrió Ramsés—. También nos dio la oportunidad de la gloria y las recompensas que ésta conlleva.
—Akhenatón celebró un entierro honorable para Hotep —respondí— porque no tenía otra opción. Él era el héroe del pueblo. —Horemheb retiró la mano—. ¿Qué pasa? —pregunté—. Horemheb, ¿qué es lo que realmente te preocupa? Akhenatón no está amenazando al ejército ni se prepara para entregar el poder de Egipto.
—Estoy muy preocupado. Estoy asustado. —Horemheb se frotó las manos—. Las cosas que me preocupan ocurrirán en el futuro. Pasarán muchos años. ¿Escuchaste cuidadosamente a Ay, Mahu? No tengo dificultad en aceptar que el faraón adopte el título de Hijo de Dios o que se compare con el halcón de Horus o los ibis de Thoth. En lo que a mí respecta, puede adoptar el título que quiera. No. —Levantó un dedo en señal de advertencia—. Escucha esa proclama cuidadosamente, Mahu. Va a haber un solo dios en Egipto, un país que, durante miles de años, ha venerado lo que ha querido. Y este dios va a ser el mismo Akhenatón.
—¿Y? —Me encogí de hombros—. Su padre aseguró tener poderes similares. Dijo que era el regente de Dios en la tierra.
—¡No! —Horemheb continuó implacable—. Akhenatón no sólo afirma ser el único receptor de esta nueva revelación, sino que además, de algún modo, él ya existía antes de existir, él conocía a Atón antes de haber nacido.
—Lo que mi buen amigo está diciendo —Ramsés apoyó su mano sobre el hombro de Horemheb y acercó su cara— es que es sólo cuestión de tiempo que Akhenatón afirme que él es Atón, el Dios Único.
—¡Son sólo títulos! —me burlé—. Palabras grandiosas en las que nadie realmente cree.
—Alguien ya cree en ellas —replicó Ramsés, con un destello furioso en sus ojos negros—. El mismo Akhenatón. Por eso decimos que está fuera de sí, que está loco y que es estúpido.
—No llegará a tanto. Akhenatón está sólo perdido en visiones de gloria.
—Oh, sí, él lo cree —dijo Ramsés riéndose—, él y su reina de pelo rojo. Se ven a ellos mismos como dioses encarnados y ahí es donde está el peligro. Si ellos de verdad lo creen, llegará un momento en que esperarán que cada uno de sus súbditos también lo crean. ¿Qué va a ocurrir, entonces, Mahu, con quiénes se opongan, con quiénes protesten? ¿Quién se atreverá a señalar que nuestro ejército necesita refuerzos o que hay que construir barcos o que hay que reforzar nuestras guarniciones en Canaán? ¿Se nos dirá que callemos la boca? ¿Que el Gran Dios que todo lo organiza hará algo? ¿Y qué ocurrirá, Mahu, cuando le diga a los reyes de los mitanni y los hititas, a los príncipes de Canaán y de Kush, que ya no es su aliado? Que en cambio él es su Dios… y deben obedecerle. —Ramsés palmeó el hombro de Horemheb—. Ahora, Mahu, piensa en todo ello. —Y ambos se dieron la vuelta, alejándose.
La revolución se produjo; la voluntad de Akhenatón estaba por encima de todo. Tebas se inclinó sobre el polvo para someterse, pero entonces él le pisó la cabeza a la ciudad, hizo que sus ciudadanos respiraran polvo y se atragantaran cuando él partió. Renunciaría a Tebas. La abandonaría para siempre. Iba a dejar que se pudriera como una fruta en la rama y nadie podía oponérsele. El Magnífico, ebrio, drogado y decadente, en aquel entonces estaba siendo alimentado con leche de ratones hembra mezclada con cerveza en un intento por curar sus diferentes dolencias. Se usaban mejillones vivos y recién sacados de la concha para el dolor de sus encías irritadas pero, al final, era siempre el dulce jugo de la amapola lo que le aliviaba el dolor y lo sumergía en un sueño artificial.
Durante algunos días estuve enfermo. Según diagnosticó Pentju, la fiebre había sido provocada por agotamiento y excitación. Esperé que Nefertiti viniera y me cuidara. Incuso envié a Djarka con mensajes excusándome por mi ausencia en el Círculo Real, pero nunca me respondió. Pentju me cuidó bien; Khiya lo trajo a mi lecho de enfermo. Ella me visitaba con frecuencia y me hablaba de los asuntos de la corte. Había hecho buena amistad con Pentju y, cuando él dejó de ocuparse de mí, solía verlos desde mi ventana paseando por los jardines con las cabezas juntas, agachados, estudiando alguna hierba o planta. Nefertiti no me visitó porque ella y Akhenatón estaban demasiado ocupados en el traslado a la Ciudad de Atón. Fui arrastrado a esos mismos preparativos. La erección de estelas y mojones limítrofes en los bordes de aquella gran media luna de arena bajo los despeñaderos orientales marcaron el principio. Fui testigo del momento en que Akhenatón, glorioso en su carro de guerra, látigo en mano, moviéndose alrededor de toda la zona, inauguró el lugar sagrado que le había sido revelado por Atón. La noticia cayó sobre Tebas como una súbita tormenta eléctrica pero, por supuesto, todo había sido preparado. Ay se había ocupado de que así fuera. Ya se habían cavado los pozos, se habían descubierto las fuentes de agua, se habían construido los canales, los bordes fértiles de la costa oriental del Nilo se estaban cultivando rápidamente. Se reunió la flota imperial. Se amarraron barcazas de todas las partes de Egipto en lugares estratégicos a lo largo del Nilo. Miles de carros e incontables caravanas de mulas y burros se trasladaron de los establos imperiales a muchas ciudades y pueblos.
Una verdadera flota transportó a cortesanos, desde músicos hasta innumerables administradores, junto con arbustos, plantas y semillas, al lugar de Atón. Casi no se veían las aguas del Nilo bajo el enjambre de naves. A lo largo de las orillas se movían filas y filas de carros, tirados por burros y mulas cargados con madera. Actuaba como escolta todo el poderío concentrado del ejército de Egipto: soldados de infantería, arqueros y un escuadrón tras otro de carros de guerra. Me habría encantado haber podido volar como un águila para ver la majestuosa fuerza y el poder de Egipto moviéndose hacia el norte, hacia el lugar de Atón. Un verdadero ejército protegía los accesos a la región, mientras las barcazas de guerra patrullaban el río. Tebas estaba sobrecogida, sus principales ciudadanos no tenían descanso. El poder seguía al faraón. Si el faraón abandonaba Tebas, el dilema era quedarse y perder todas las influencias, así como toda esperanza de ascenso, o abandonar a la familia, dejándola en casa, y unirse al gran éxodo hacia el norte. Los trabajadores de las Necrópolis se amotinaron cuando se dieron cuenta del impacto que la nueva religión iba a tener sobre su trabajo. Los soldados de Nakhtimin, ayudados por mis policías y las bandas de Sobeck, aplastaron esos disturbios.
Me reuní con mi viejo amigo en secreto. Sobeck había decidido no trasladarse al norte, sino quedarse donde estaba para, según sus propias palabras, «cuidar la Ciudad del Cetro hasta el regreso que finalmente se produciría». Ése era el viejo Sobeck, relajado y cínico, tan decidido a construir su propio imperio como Akhenatón a realizar su sueño. Admitió que se había encontrado con Maya. Le expliqué las circunstancias. Sobeck sólo se encogió, de hombros, dejó ver su sonrisa irónica y murmuró que, por lo menos, tenía otro amigo en un puesto importante en la corte. Yo y los otros miembros de la Kap no tuvimos más opción que abandonar Tebas. La Ciudad Vieja, como se la empezaba a llamar, se dejó al mando de Nakhtimin y mis subordinados en el este y el oeste.
El tiempo volaba. Mi vida parecía transcurrir yendo y viniendo de Tebas por el río. La totalidad de los archivos de la Casa de los Secretos se trasladó a aquella media luna arenosa que ya se iba convirtiendo en una ciudad de pabellones y tiendas. Se evitó el caos. Akhenatón y Ay lo habían planeado muy bien, tan decididos a saquear la tesorería del templo que había suficientes provisiones y Suministros disponibles para alimentar a la creciente corriente de ciudadanos y trabajadores que llegaba. Miles y miles de escultores, arquitectos y artesanos fueron contratados para trabajar bajo la dirección del Jefe de Arquitectos de Akhenatón, Bek, y sus dos ayudantes, Tethmos e Intu. Barcazas cargadas de piedra arenisca se trasladaban al norte desde más allá de la primera catarata. Barcos con sus bodegas llenas de perfumados cedros del Líbano cruzaban el Gran Verde para depositar sus cargamentos en el Delta, donde eran trasladados de inmediato a las barcazas que los esperaban. Las cercanas canteras de mármol de Hathor fueron rápidamente ampliadas. Se contrataron a miles de trabajadores de Tebas, y la valiosa piedra era cortada y arrastrada hacia el lugar sagrado. El alabastro, así como el cobre y la malaquita del Sinaí y de Kush, junto con el oro, la plata y el lapislázuli de todas las minas de Egipto, vendrían después.
Todo esto había sido planeado desde el comienzo. Ay había trabajado a escondidas hasta altas horas de la noche, año tras año, mientras Akhenatón se preparaba para su gran momento. Ay demostró ser un genio administrativo. Yo lo admiraba por su astucia sutil, por el modo en que había ocultado sus planes tan cerca de su corazón. La ciudad había sido creada en las mentes de Akhenatón, Ay y Nefertiti y mantenida en secreto en detallados planos dibujados en una enorme cantidad de rollos de papiro. Akhenatón realizó su sueño de crear un lugar para Atón. También lanzó su terrible venganza sobre los grandes de Tebas, sus nobles, sus administradores y sus sacerdotes que, durante años, lo habían ignorado o se habían burlado de él.
Al principio, los adversarios de Akhenatón trataron de explotar la situación, pero la influencia de Sobeck se hizo todavía más grande a medida que las perspectivas de trabajo en la construcción de la nueva ciudad vaciaban los barrios bajos tanto de Tebas como de la Necrópolis. Decenas de miles de personas envolvieron sus pertenencias en bultos y caminaron hacia el norte para empezar una nueva vida. Fueron alojados sobre la orilla oeste del Nilo y utilizados para fabricar millones y millones de ladrillos de barro firme.
Los agrimensores estuvieron ocupados con estacas y cuerdas delineando la nueva ciudad de acuerdo con el sueño de Akhenatón. Los barrios pobres alrededor del solar en construcción crecieron, mientras los planos detallados aseguraban un lugar especial para la familia imperial y otros nobles y escribas. Todo estaba protegido por los carros de guerra de Egipto, una concentración de fuerzas traídas de todas las guarniciones y puestos remotos del País de las Dos Tierras. El Nilo acababa de desbordarse, de modo que el transporte era fácil. Los desiertos a ambos lados del río, deliberadamente descuidados durante años, estaban llenos de presas para los cazadores. Al mismo tiempo, se había ordenado a los grandes depósitos y graneros de las ciudades cercanas que abrieran sus puertas para enviar un flujo continuo de suministros a ese campamento cada vez más grande a medio camino entre Menfis y Tebas. No era sorprendente que Ay hubiera estado preocupado por las cosechas anteriores. Habían sido buenas y, por lo tanto, podía en ese momento recoger los frutos de tan duro trabajo.
Debo confesar que en mi larga vida llena de pecados, me he encontrado con pocas sorpresas auténticas, pero ver que una ciudad, con sus palacios, templos, casas, jardines, parques, estanques y lagos, literalmente surja del desierto era algo verdaderamente impresionante. Ocurrió con gran rapidez, casi como cuando sale el sol e inunda la tierra con colores y vida en plena actividad. ¡Qué ciudad! Todos los recursos de un gran imperio fueron dirigidos a su construcción. Las residencias imperiales eran prioritarias; su gran puente con columnas unía el Camino del Rey con la gloriosa Ventana de la Aparición, para que Akhenatón y Nefertiti pudieran encontrarse con quienes ellos deseaban favorecer. El Palacio del Norte venía después, con sus patios interiores y exteriores, deslumbrantes estanques, columnatas, altares abiertos al sol, jardines llenos de flores y fila tras fila de exuberantes enredaderas. Se colocaron los suelos y estaban tan pulidos que brillaban como el agua. Se construyó la hermosa Sala Verde, con sus largas ventanas de dos metros de alto y siete de largo que daban al suntuoso jardín, ricamente adornado con toda clase de hierbas, flores y árboles. Las otras tres paredes de la sala estaban pintadas de un color azul marino para reproducir la belleza del Nilo. Los exquisitos bordes superiores e inferiores de color verde representaban las riberas fértiles, llenas de todas las aves exóticas que allí vivían. El suelo y el techo eran blanco puro, tan admirablemente construidos y pintados con tanta originalidad que se creaba la ilusión de que la estancia era una extensión del jardín y viceversa.
Otras cámaras del palacio estaban decoradas con motivos diferentes. En la Cámara del Río, los martín pescadores anidaban en el loto y en los grupos de papiros, cuyas hojas eran tan realistas que parecían moverse con la brisa. Por encima de ellos, los pájaros se lanzaban al agua, pintados con tanta vida que uno esperaba escuchar el chapoteo y verlos volar otra vez. Otra cámara, la Sala de las Viñas, estaba decorada con muchachas que recogían uvas mientras los cazadores de aves levantaban una red llena de aves atrapadas, pintadas de manera tan natural que si te quedabas mirando fijamente te daba la sensación de que estaban a punto de aletear y casi podías escuchar sus chillidos. El techo estaba decorado con imágenes de espalderas de vid, con sus uvas moradas oscuras tan suculentas que uno se sentía tentado a estirarse y arrancarlas. En el centro de este palacio, como en los restantes, estaba la Sala del Trono, con majestuosas columnas a cada lado, resplandecientes en sus múltiples colores. En el extremo más lejano, bajo un hermoso dosel de piedra esculpida, se encontraban los tronos de oro y piedras preciosas de Akhenatón y su reina.
Los templos de Atón, la Mansión Eterna o Casa del Regocijo, encandilaban los ojos con la blancura de su piedra caliza apoyada sobre granito rosa. A ellos se llegaba atravesando altos pilonos. Luego uno cruzaba los amplios patios y subía por unos escalones a los altares abiertos al cielo, cuidadosamente ubicados para recibir los rayos del sol. Alrededor de estos santuarios estaban los depósitos llenos de los maravillosos tributos traídos a los templos desde los amplios embarcaderos con suelos de anchas losas que ya operaban a lo largo del Nilo. Todos estos edificios estaban rodeados de muros, con su propia fuente, pozo y jardines. Cada palacio poseía sus pabellones para dar sombra, templetes en los jardines con frescas estancias y caminos con columnatas decoradas con áspides de oro y plantas o flores pintadas en forma de rosetones y guirnaldas.
Las casas privadas de los nobles al norte y al sur de la ciudad eran de techos planos y adobe, pero se volvían más resplandecientes con columnas, pórticos, escalones y columnatas, todo magníficamente pintado y decoradoras paredes interiores, bien iluminadas, tenían pinturas de cacerías, cultivos o escenas del río, aunque era casi obligatorio que el salón central tuviera retratos de Akhenatón, su reina y sus hijos bendecidos por los rayos de Atón. El lema de Akhenatón para sus constructores, arquitectos y artesanos era «Vivir en la verdad». Con esto quería decir que el arte debía reflejar la vida en cada detalle, y el corazón de toda vida era la gloria de Atón. Los nobles se mostraban deseosos de obedecer. Sus mansiones se convirtieron en pequeños palacios con lujosas cortinas para cubrir las ventanas, exquisito mobiliario, camas de ébano y marfil, cestas de flores y, por todas partes, el signo del Disco Solar, el símbolo del verdadero hijo de Atón, Akhenatón.
La ciudad estaba compuesta por tres secciones: los suburbios del norte, la ciudad central con sus templos, el Gran Palacio y la Mansión de Atón, y luego los suburbios del sur, con las villas y mansiones de los nobles. Al noreste de la ciudad se encontraban las casas de los trabajadores, mientras que otros debían buscar sitio para vivir en la orilla oeste del Nilo. Las calles estaban claramente identificadas y la ciudad entera se conectaba con una ancha avenida imperial llamada Camino del Rey. En el centro estaba el corazón administrativo de la ciudad de Akhenatón, la Casa de los Escribas, la Casa de la Recepción y la Casa de los Secretos, con su departamento de policía y celdas, donde yo ejercía mis funciones. Djarka se convirtió en mi colaborador. No permitimos que nadie de Tebas ingresara en nuestra policía, sino que trajimos a mercenarios asiáticos y nubios para que patrullaran las calles. Horemheb y Ramsés eran responsables de la seguridad de las entradas por tierra y por el río. Por la noche, las elevaciones del este se iluminaban con las fogatas de sus soldados.
Me han preguntado muchas veces cómo era la vida en la Ciudad de Atón. Al principio era un lugar tranquilo, lleno de acontecimientos y emociones menores a medida que las estaciones del año se sucedían. Todos en Tebas y en Egipto se quedaron sorprendidos por la velocidad y la minuciosidad de la revolución de Akhenatón. Como un luchador que ha quedado sin aliento, sólo podían asombrarse y tratar de respirar, y casi nada más. Los animales mordidos por cierto tipo de serpiente quedan paralizados. Lo mismo ocurrió tanto en Egipto como en el palacio de Atón. Oh, sí, seguro que puedo describir los diferentes edificios, su belleza y también la corriente de disposiciones dictadas para mantener todo fresco y encantador. Y al final, ¿cuál fue el resultado? Pues bien, éramos como niños invitados a jugar en un hermoso jardín. El sol brillaba, brillaba y brillaba, y se servían fuentes y más fuentes de dátiles dulces y melón helado. La música sonaba, sonaba y sonaba, pero la noche nunca llegaba. No soplaba ninguna brisa que pudiera enfriar nuestro sudor y no se nos permitía volver a casa. El sol, efectivamente, se volvió demasiado brillante. Nuestros invitados se hartaron de las exquisitas comidas. Nuestros oídos escucharon demasiada música. Anhelábamos la oscuridad de la noche, la frescura y la serenidad que con ella venía.
¡Atón! ¡Atón! ¡Atón! Al principio todo se centraba en él, con ligeros cambios en el ritmo. Akhenatón, acompañado por Nefertiti, convocaban las reuniones del Círculo Real para darnos sermones sobre la nueva religión, sobre nuestros deberes con él y con Atón, nuestra obligación de aceptarlo en todas sus formas. Huy mascullaba entre dientes diciendo por lo bajo que le encantaría irse y predicar sobre Atón en algún lugar, cualquier lugar, lo más lejos posible. El tema era constante: «Debéis estar agradecidos a Akhenatón por mostraros la luz». Debíamos estarle agradecidos por lo que había hecho, debíamos regocijarnos con su presencia, extasiarnos por sus dones, y a la vez darnos cuenta de que Atón sólo escucharía nuestras oraciones si se dirigían a través de él mismo y de su gloriosa reina.
Y los que yo llamaba «los aduladores» —cortesanos y funcionarios que entonces rodeaban a Akhenatón— no ayudaban a que las cosas mejoraran. Entre ellos no estaban los niños de la Kap, salvo Meryre. Él se convirtió en Sumo Sacerdote de Atón cuando Akhenatón abandonó el cargo para que los sacerdotes lo venerasen a él. Las filas de estos aduladores aumentaban a medida que llegaban más miembros del grupo de los akhmin. Amosis, gordo y untuoso, apestando a perfume, se regocijaba con los títulos de Fiel Escriba Real, Portador del Abanico a la Derecha del Rey, Mayordomo de la Casa de Akhenatón y Superintendente del Tribunal de Justicia. Aquel hombre era una víbora, con un corazón de piedra y un agudo olfato para sus propios intereses. Tutu, de la Casa de los Secretos, se convirtió en buen amigo de Amosis, una desilusión para mí, pero fue absorbido exclusivamente por el círculo inmediato de Akhenatón y, por supuesto, también venía de Ahkmin. Otro era Rahimose, Escriba Jefe de Reclutas, el candidato de Ay, de su mismo pueblo, para contrarrestar el creciente poder militar de Horemheb. Éstos y otros eran los que yo llamaba «los devotos» o, en privado, «los aduladores». A los otros, incluyéndome a mí mismo, los llamaba «los cínicos»: Horemheb y Ramsés, Pentju, Huy y Maya, aburridos de las emociones infantiles, de los constantes desfiles y ceremonias, las ofrendas y las recompensas. Horemheb y Ramsés utilizaban sus obligaciones militares para escapar hacia las Tierras Rojas. Huy con frecuencia ejercía sus funciones de embajador y regresaba más desconsolado que nunca por la actitud de Akhenatón con respecto a la política exterior de Egipto.
—Es muy simple de comprender —dijo Huy en una ocasión—. Todos deben venerar a Atón y todos deben aceptar a nuestro faraón como Atón encarnado. No hay problema de responsabilidad. Él cree que los mitanni, los cananeos, los libios y los kushitas deben amarlo por lo que es y no por el oro y la plata que esperan recibir de él.
Los otros eran igualmente cínicos. Pentju, en particular, solía usar la excusa de cuidar a un paciente o buscar algún nuevo remedio para eludir los actos oficiales. Maya encontraba algún consuelo en sus nuevas funciones como Superintendente de la Casa de la Plata, demostrando ser un financiero y tesorero brillante, «capaz —como comentó Ramsés agriamente— de extraer oro de una piedra con sólo aplastarla». A menudo tenía que viajar a Tebas y aprovechaba esas ocasiones para encontrarse con Sobeck. Por lo menos su regreso traía cierto alivio, ya que nos informaba sobre los rumores y chismes de aquella ciudad aturdida y moribunda. Nos contaba cosas sobre sus templos, sobre la escasa vida de los mercados y sobre el creciente resentimiento del populacho ante lo que ya abiertamente se llamaba la Gran Herejía.
Ay era el puente entre todos los grupos, ministro fiel de Akhenatón, confidente y aliado de todos aquellos que eran importantes. Era un observador y un analista de corazones, e incluso ahí yo intuía un oculto temor. A todos nos habían llevado a aquel lugar… pero ¿qué vendría después? Ay dedicaba sus energías a reforzar sus lazos con los hombres influyentes en la ciudad de Atón y en todas partes, particularmente con Horemheb, cuya destreza militar y capacidad de organización llegó a admirar. Mutnodjmet, la segunda hija de Ay, hermana de Nefertiti, mujer agradable, de cara regordeta y ojos tranquilos, llegó a la ciudad con sus enanos danga. Horemheb se enamoró de ella sólo como él podía hacerlo: obstinado, con la mandíbula tensa, tartamudeando y avergonzado. Pero estaba realmente enamorado. Yo solía molestarlo, golpeándole el pecho y diciéndole: «Por fin he descubierto que tienes un corazón de verdad y no uno de pedernal». Horemheb farfullaba fastidiado e incluso se ruborizaba. Aquél era un problema en el que Ramsés no podía ayudarlo, de modo que yo lo aconsejaba constantemente sobre los regalos que debía comprar y cómo debía actuar. Ay alentaba todo esto. Mutnodjmet no era indiferente, pero había sido relegada a un segundo plano por su hermosa hermana mayor. Al principio estaba muy confundida con Horemheb. Al final, persuadida tanto por su padre como por mí, respondió con dulzura a los avances del gran soldado. Ramsés también apoyaba esa unión y al final se casaron. Maya comentó irónicamente que no estaba seguro de si Horemheb quería más a Mutnodjmet o a sus enanos.
Al poco tiempo, llegaron las noticias de que el Magnífico había muerto. Después de vivir tanto tiempo en la penumbra, había partido silenciosamente hacia el Oeste Lejano. La reina Tiye lo enterró con glorioso esplendor en una majestuosa tumba preparada para él en el Valle de los Reyes, protegido por las grandes estatuas colosales del rey. Estos colosos de cuarcita roja brillante fueron esculpidos para durar para siempre, mirando severamente hacia el imperio que él había creado.
—Y que su hijo está a punto perder —susurró Ramsés.
Siempre me pregunté si la reina Tiye había ayudado a su marido a partir hacia el Horizonte Lejano. De inmediato actuó contra la causa de su descontento y la princesa Sitamón fue desterrada a alguna distante residencia para que viviera en una silenciosa oscuridad. Akhenatón y su corte respetaron los setenta días de duelo. Se alzaron algunos monumentos y dedicatorias en memoria de su padre, pero éstos no fueron más que manifestaciones secundarias, más bien actos de devoción filial a su ya encanecida viuda. La reina Tiye se convirtió en una visitante asidua de la nueva ciudad de su hijo, donde se había construido y puesto a su disposición un pequeño y sombreado palacio. Seguía siendo cortés y afable conmigo, pero le preocupaba más la protección de su hijo. Ya no tenía que vigilarme. Djarka lo hacía por ella. La reina Tiye me trató como se trata a un buen cuchillo, asegurándose de que la punta y la hoja siguieran afiladas y fuertes. Evitaba a Nefertiti y le interesaba más hablar con Ay. Solían reunirse en la sala de audiencias, cerca de los archivos, repasando documentos, hablando hasta bien entrada la noche sobre los crecientes problemas de las provincias más lejanas del imperio.
Después Ay me visitaba para compartir el pan y beber un poco de vino. Se le había otorgado el título de Jefe de los Arqueros Reales y utilizaba esas oportunidades para controlar cuarteles y almacenes. Le resultaba divertido que yo mantuviera una pequeña armería en una cámara del segundo piso de mi propia casa. Le informé francamente de que no había olvidado a los Chacales ni aquella sangrienta batalla en el Valle de las Sombras. Ay asentía con la cabeza y, sin falta, siempre hacía la misma pregunta, tratando de descubrir qué pensábamos acerca de la situación actual yo y el resto de la Kap, como nos llamaba. Mi respuesta era que yo no era un espía y le preguntaba qué nos deparaba el futuro. Hablaba entre dientes sobre ciudades similares que se estaban construyendo en Canaán y en Nubia, de establecer permanentes tratados de paz con otros reyes y estados. Ay estaba profundamente preocupado. Y tenía buenas razones para estarlo.
Akhenatón y Nefertiti, junto con sus hijas, ya se estaban convirtiendo no sólo en el centro del nuevo culto, sino en el culto mismo. En las secciones norte y sur de los desfiladeros orientales, a ambos lados de la proyectada tumba de Akhenatón, creamos nuestra propia Necrópolis. Podéis ir y ver nuestras tumbas, todavía están allí, la mayor parte a medio terminar. Escogí para mí una en la ladera sur, una caverna subterránea para engañar a los ladrones de tumbas. Visitadla y miradla bien. Las pinturas no tienen demasiada importancia y las oraciones a Atón son erróneas… ésa fue mi manera de resistirme. Visitad las demás y estudiad las pinturas y las inscripciones. Akhenatón había prohibido el rito de Osiris. No iba a haber ninguna ceremonia de apertura de la boca, en preparación para el viaje por el Mundo Inferior, donde el alma sería pesada en la balanza de Thoth para ser juzgada por Osiris. Oh, no, nada de eso. ¡Akhenatón lo cambió todo! Hizo que todo fuera mucho más simple. Todo lo que había que hacer era morirse con la sonrisa del faraón dirigida hacia uno (lo cual, por supuesto, era imposible si se estaba cabeza abajo y con el trasero hacia arriba) y todo iría bien. La Necrópolis del Disco Solar así lo demostraba. Cada una de las tumbas retrataba a Akhenatón y Nefertiti, con su familia, dando regalos, siendo bendecidos por Atón, corriendo juntos bajo Atón, comiendo bajo Atón, jugando, bebiendo, durmiendo y besándose bajo Atón.
Tanto en la muerte como en la vida. Se nos entregaron breviarios con todas las oraciones y todos los himnos a Atón. Fuimos invitados a competir, a mostrar nuestra adulación al Dios y a la real pareja. Incluso las pinturas murales debían reflejar la disposición de Akhenatón de «Vivir en la verdad». Todas debían ejecutarse de acuerdo a cierto estilo. Algunas personas pueden considerarlo original, estimulante y bello. Eso es verdad hasta cierto punto pero, cuando uno se ve rodeado por ello día y noche, cuando hay orden de decorar las tumbas con las mismas imágenes, se vuelve agotador, como escuchar la misma pieza musical, no muy bien interpretada, repetida hasta el infinito.
¿Por qué me quedé? Bien, ¿a qué otro lugar podía ir? Me han preguntado tantas veces por qué no huí… Lo he pensado durante mucho tiempo. He reflexionado. Recuerdo aquellos acontecimientos y la respuesta es muy simple.
¡La sonrisa de Nefertiti!