Capítulo 46

El falso cura cruzó las habitaciones desordenadas del apartamento de la calle Ludlow, un piso húmedo que parecía lleno de pulgas y que quedaba muy lejos de las modernas tiendas y peluquerías que se sucedían por encima de Delancey, en un tramo estrecho de un solo carril. Examinó las tristes salas con la Beretta en la mano. El registro del piso de la vieja de Queens le había llevado allí, pero no había nadie. Lo único que encontró era el horror de tantos y tantos fantasmas y recuerdos del pasado. El suelo estaba recubierto de un linóleo sucio y agrietado que en sus tiempos quizá había sido azul. El techo estaba abombado en muchos sitios y daba la sensación de que podía abrirse en cualquier momento como una fruta demasiado madura. Cada paso hacía correr brillantes cucarachas que se escondían en los agujeros del zócalo y pececillos de plata que se refugiaban en los restos de moqueta dispersos por el suelo.

No cabía duda: era la horrible madriguera de un loco. La pintura desconchada y el anticuado papel de pared con adornos de flores aparecían cubiertos de recortes de periódicos, dibujos, fotos de revistas, mapas anotados, cartas casi ilegibles debido a lo menudo de la letra, reproducciones de cuadros y, de vez en criando, trozos rotos de santos y ángeles de yeso o plástico enganchados con cola, chinchetas y clavos, o puestos simplemente en agujeros hechos con una cuchara en las paredes, blandas y esponjosas. Era un museo dedicado a las insensateces y los desvarios de un alma torturada, víctima de una obsesión imposible de reconocer o analizar más allá de su indudable relación con la guerra y sus participantes: artistas, obras de arte y centenares de muertos anónimos en una veintena de países, pero sobre todo la vida de un hombre de nariz aguileña y gafas de montura metálica que llevaba la túnica y la mitra papales. El hombre de Roma hacía tiempo que había perdido la fe y a veces no tenía más remedio que estar de acuerdo con la cínica opinión de que si los seres humanos estaban en la Tierra sólo era para comer, fornicar y excretar, pero su paseo por el apartamento le convenció de que había algo más: aquel hombre había sido creado para demostrar la existencia del infierno. Aquel sitio era una placa de Petri cuya misión era proporcionar un medio de cultivo para los condenados.

No se esperaba tantas habitaciones. Era como si hubieran juntado dos o tres apartamentos, todos igual de decrépitos. Lo único nuevo de toda la casa era la puerta, forrada de metal, y las cerraduras que la protegían, fáciles de forzar. La cocina estaba en medio, como en los pisos antiguos, y se comunicaba por una ventanilla con una pequeña y oscura sala de estar. Era horrorosa: un fregadero descascarillado con las tuberías al aire, sin armario, lleno de platos, tazones y vasos de plástico con restos de comida incrustada, un bote de mermelada de uva abierto y con moho sobre la encimera, donde también había una caja de copos de maíz, medio litro de leche agriada en un envase de cartón y una taza de café medio vacía. El aplique del techo tenia una cinta matamoscas en espiral de las antiguas cubierta de moscas muertas. El falso cura levantó la mano y estiró la cadenita que colgaba de la lámpara con el pulgar y el índice, pero no se encendió.

Entró en la sala de estar. En un lado había una alfombra de tela vieja y marrón con una esquina levantada. Un dibujo hecho a tinta directamente en la pared izquierda: Cristo encima de una nube, sobre un calvario grotesco, y unas palabras bajo la triple crucifixión:

me enseñarás el camino de la vida,

hartura de goces, delante de tu rostro,

a tu derecha, delicias para siempre

Una mirada más atenta le permitió descubrir que las figuras de las cruces eran mujeres, mujeres que sangraban por los pechos y los ojos. Y también que por encima de la cabeza de Cristo había extrañas, vagas e indescifrables inscripciones que formaban una especie de círculos.

Al fondo había otro pasillo que daba a otra puerta, vieja y abollada, pero pintada hacía poco de un color azul claro como de huevo de tordo. Encima había una inscripción de una sola palabra:

Tsidkefnu

«Rectitud» en el Antiguo Testamento. Uno de los mil nombres de Dios.

El hombre de Roma quitó el seguro de la Beretta con la mano libre, respiró hondo y levantó la pistola. Acto seguido abrió la puerta y entró en la sala, el final de su viaje. Se protegió la vista con una mano, casi cegado por la luz.