Capítulo 33

Bobby Izzard curioseó por el pasado de Cari Kressman paseándose y fumando por todas las habitaciones de la casa de la playa, decorada a todo lujo, sin dejar cajones ni armarios por abrir. Ya hacía unas horas que Maggie y los cachas de sus ayudantes se habían llevado a Kressman en la camioneta grande Vandura de la forense, dentro de una bolsa con la cremallera cerrada. Kenny Frizzell seguía fuera, en la piscina, sacando los mortíferos cristales con el cedazo y guardándolos metódicamente en bolsas de pruebas de papel, cuyas etiquetitas rellenaba escrupulosamente. Izzy estaba solo en la casa. La luz del crepúsculo entraba sesgadamente por las mosquiteras del porche y las ventanas haciendo flotar barras doradas de polvo en las habitaciones. La identificación preliminar había sido hecha a partir de la matrícula del coche. Kressman no era de los que sólo venían en invierno, sino que vivía en Gulf Shores todo el año, pero no tenía antecedentes penales, ni ninguna infracción de tráfico a su nombre.

La casa era el típicocottage a la antigua de la costa del Golfo, aunque se viera todo muy nuevo. La planta baja estaba rodeada por una serie de porches cubiertos, con sus mosquiteras. El primer piso constaba de un dormitorio principal y otro para invitados. Desde el primero de los dos, una escalera de caracol llevaba a una plataforma de dos metros y medio por tres que sobresalía del tejado a dos aguas como el campanario de un colegio de una sola aula.

En la planta baja había una sala de estar y un comedor con vistas a la playa y el Golfo. La cocina se comunicaba con el comedor y con un dormitorio pequeño que daba a la piscina. La puerta de enfrente de la del dormitorio daba a un estudio, y estas dos habitaciones y el salón tenían puertas por las que se accedía a la zona de la piscina.

No hacía falta conocer a la víctima para que ciertos detalles llamaran la atención incluso antes de cruzar la puerta de la casa: el coche del garaje era un Mercedes de gama alta. Clase S, y la mayoría de los muebles eran antigüedades caras, estilo Eduardo VII. Kressman tenía dinero. No eran sólo los muebles los que parecían auténticos, sino los cuadros de las paredes, de pintura muy gruesa y marcos muy dorados. Izzy no tenía ni idea de arte, pero la impresión general que se llevó era de la misma opulencia que el cuero de la tapicería del Mercedes, pura seda.

Aparte de ser rico, Kressman no tenía ni un pelo de tonto. La casa estaba dotada de un sistema antirrobos de última tecnología, conectado a la comisaría de Clubhouse Road, no a un despacho vacío de un centro comercial. Una grabación se ocupaba de pregonar que ya estaba avisada la policía. Con lo que había pagado el viejo por todo el montaje de la casa, sólo hacía falta que alguien tosiera sobre uno de sus preciosos cuadros para que apareciera un coche patrulla en treinta segundos. Además, todos los cuadros estaban clavados a la pared con tornillos de cabeza cuadrada.

Al entrar en la cocina, en lo primero que se fijó Izzy fue en la nevera. Tenía dos características: ser enorme y estar casi vacía. Un dispositivo automático de cubitos y una botella muy fría de vodka Klagman etiqueta blanca. Carísima.

Debajo, algunas cajas de cartón de comida a domicilio traídas de los alrededores, restos bien envueltos de una ensalada y generosas reservas de cerveza, en su mayoría botellas chatas y marrones de Schultheiss Berliner Weisse. Debía de ser más caro el envío que ir a beberte una cerveza a la misma Alemania. Si de algo sabía Izzy, era del «vino de la cebada».

No vaciló ni un instante: metió la mano en la nevera, cogió una de las botellas medio heladas y la abrió para beber un sorbo. Como oro viejo. La etiqueta representaba a un grupo de mujeres con sombrilla dando un paseo entre los árboles de un bulevar. Un tipo chapado a la antigua en todo, hasta en la cerveza. Izzy suspiró de satisfacción, eructó ligeramente y reanudó su tour por la casa, no sin antes guardarse la chapa de la botella en el bolsillo de la chaqueta.

Entró en el estudio. Era bastante grande, de unos cinco metros por cinco, y no delataba el menor toque femenino. Las cortinas eran oscuras. El revestimiento de las paredes consistía en estanterías con libros comprados a metros. También había uno de esos globos de estilo reina Ana que se abrían y tenían dentro un bar bien surtido.

Maker's Mark, Hennessy cinco estrellas, Jack Daniel's, Johnny Walker Blue Label y un par de maltas de nombre impronunciable.

Izzy, sarcástico, se preguntó qué encontraría Maggie al abrirle el hígado al viejo. Pensó un momento en el culo de la forense, deliciosamente firme. Luego bebió un poco de cerveza y siguió investigando.

Una colección de jarras de cerveza, otra de coches en miniatura, un barco dentro de una botella y un escritorio clasicón, de tapa corredera y cerrado con llave. Antes Kenny había encontrado unas llaves encima de una cómoda. Ahora Izzy las llevaba en el bolsillo. Sacó el manojo y las probó una a una.

Acertó a la tercera y descorrió la tapa. Todo en perfecto orden: sobres y objetos que se ajustaban al tamaño de los apartados. En la parte delantera había un portátil Acer Ferrari rojo chillón, con un módem inalámbrico y unas líneas de lo más futurista. Encendió el ordenador y se pasó cinco minutos husmeando por las carpetas del viejo. La mitad estaban protegidas con claves de acceso.

Se levantó y salió al porche para llamar a Kenny y pedirle que usara sus dedos mágicos en el teclado. Después subió a los dormitorios. En el de invitados no había nada interesante. En el cuarto de baño tampoco había gran cosa, aparte de varios medicamentos para la presión y un champú anticaspa. Lo que tampoco había era Preparación H. O sea, que Kressman no tenía hemorroides. Pasó al dormitorio principal y echó un vistazo. Otra colección de muebles grandes, presidida por una cama de cuatro columnas muy adornada que le recordó la escena de la versión en blanco y negro del Cuento de Navidad, de Dickens, donde Scrooge se despierta y se da cuenta de que es el día de Navidad por la mañana.

En el techo había una lámpara de estilo antiguo, y en un rincón, una palmera tan alta que se le doblaban las hojas en el techo. Todo estaba lleno de alfombritas. Para variar, no había moqueta. De joven, Izzy, cuyo padre había trabajado durante cuarenta años en la construcción, se había pasado los veranos construyendo birrias por todo Nueva York y Jersey y sabía perfectamente la porquería que podían esconder un techo enmasillado y una alfombra barata. En casa de Kressman, no. Ahí todo era de primera.

En las paredes aún había más cuadros, que parecían auténticos, como los que había visto abajo. Hasta un pedazo de inculto como él reconoció una obra de aquel enano sobre el que habían hecho una película, el que siempre iba con sombrero de copa y le gustaban las putas… ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Toulouse-Lautrec.

El cuadro en cuestión estaba encima de la cabecera de la cama y representaba a un hombre y una mujer feos en una especie de cervecería, al borde de una pista de baile. También había otro cuadro del mismo pintor, con la misma puta fea de pie, delante de un bar lleno de gente. Ponía cara de aburrida. Como Izzy. En su lista de aficiones, la pintura no sacaba una puntuación muy alta.

Se acercó para mover un poco el cuadro de la chica sola. Atornillado, como todos. Ya podía ser feo, ya, que no era de los que vendía cualquier pintor muerto de hambre en el Holiday Inn. La alarma antirrobos y la sujeción de los cuadros delataban cuantiosas pólizas de seguro. Lástima que no hubieran robado ningún cuadro, porque entonces Izzy ya tendría un punto de partida. Lo malo era que para robarlos había que cortarlos del marco con un cúter, y eso no lo había hecho nadie. Se acercó a una cómoda muy grande. Dentro había una bandeja de plata, también grande, con pertenencias personales.

Un Rolex Daytona, un pequeño fajo de billetes de veinte y de cien, calderilla, un anillo para el meñique con un pedrusco verde, un billetero y un teléfono móvil. Izzy de arte no sabía, pero de relojes sí, y la última vez que había mirado el precio de los Daytona estaban a diez u once mil. Se lo quedó mirando y suspiró moviendo la cabeza. Era precioso, pero a ver cómo lo justificaba… Bueno, en lodo caso no habían entrado a robar. Al Kressman se lo habían cargado por alguna otra razón.

Abrió el billetero. Un carnet de conducir de Alabama a nombre de Cari Kressman, con una fecha de nacimiento que atribuía setenta y cinco años al cadáver. Estaba expedido hacía cinco años con la misma dirección, o sea que Kressman llevaba como mínimo ese tiempo viviendo en la casa. Izzy abrió la otra separata y vio cinco tarjetas de crédito de las buenas, la de la seguridad social y un carné plastificado de la biblioteca de Gulf Shores. En uno de los bolsillos interiores había un condón suelto de piel de cordero y detrás otra cosa. La sacó. Un carné de conducir expedido en el estado de Nueva York a nombre de Karel Kress. ¿Qué pintaban dos nombres y dos carnés? Qué raro… Bueno, al menos se estaba poniendo un poco más interesante que si fuera un viejo cualquiera que la había palmado. Bajó a ver qué hacía Kenny. Estaba agachado delante del portátil Acer del estudio, tecleando.

—¿Has encontrado algo?

—Era rico.

—Sí, de eso ya me he dado cuenta.

—Coleccionaba cuadros.

—También me había fijado —contestó Izzy mirando la habitación. Estaba llena de cuadros y más cuadros.

—Los compraba todos en el mismo sitio de Nueva York, la galería Hoffman.

—¿Ah, sí?

—Sí, y a unos precios que no te cuento. Mira.

El más joven de los dos detectives se apoyó en el respaldo, mientras Izzy se inclinaba. En la pantalla había una columna de nombres y de números.

Boucher, François/fstra 2.870.000

Cézanne, Paul/fvort 9.430.000

Fragonard, Jean-Honoré/vsmhb 1.670.000

Gogh, Vincent van/fvbyb 11.625.000

Manet, Edouard/liaoc 2.800.000

Toulouse-Lautrec/lgvhp 10.000.000

Toulouse-Lautrec/tbdm 4.000.000

La lista tenía media docena de páginas y como mínimo doscientos cuadros, muchos más que los que había en la casa. La mayoría ostentaba un precio muy superior al millón. Kenny hizo una demostración de la profundidad del programa eligiendo al azar un nombre de la lista y haciendo clic en el extraño código de letras:

Renoir, Pierre-Auguste/maclcaelm 750.000

Apareció casi enseguida en la pantalla una foto digitalizada de un cuadro que representaba a una mujer con la cabeza apoyada en la mano, delante de un fondo multicolor, tal vez de flores.

Debajo, en el título, ponía:

Mujer argelina con la cabeza apoyada en la mano

1881

Altura: 41,3 cm; anchura: 32,2 cm

Galería Hofmann, Nueva York, 1995

Vendedor: museo Parker-Hale, 1993

Donación de la Fundación Grange, 1957

—No entiendo nada.

—Es una lista de cuadros.

—¡No, si aún resultará que te parezco un gilipollas! Eso ya lo veo, Kenny, aunque no haya ido a la universidad.

—La lista está introducida en la base de datos con un código de letras.

—Sí, las siglas del nombre del cuadro. Eso también lo he captado, Kenny.

—Lo otro es lo que llamamos «procedencia».

—¿«Llamamos»?

—Indica de dónde sale el cuadro, su origen y su historial de ventas.

—¿Y?

—Pues que de momento todos tienen la misma procedencia. El mismo historial. La Fundación Grange los lega al Parker-Hale, que se los quita de encima vendiéndoselos a la galería Hofmann, la cual a su vez se los vende a clientes privados como Kressman.

—El cual aparece hecho picadillo en su piscina.

—¿Tú crees que tiene algo que ver lo uno con lo otro?

—Mucho dinero.

—Pero no han robado nada…

—¿Hay alguna manera de sumar todas las cantidades de la base de datos?

—Creo que sí.

Kenny se pasó unos minutos trabajando en el ordenador hasta que apareció un número:zz$273.570.000—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó Kenny.

—Creo que esto nos viene grande —dijo Izzy—. No tocamos el fondo.

Y se rió. Kenny no le vio la gracia.