Capítulo 7
Estaba solo en la sala, uniformado de pies a cabeza. En realidad era una simple celda con paredes de cemento blanco, una silla de madera pintada de gris y un orificio de ventilación en la pared del fondo, que siempre estaba tapado, hasta en pleno verano. Los únicos muebles de la habitación eran un catre militar en un rincón, con su correspondiente manta, y una silla delante de una mesa larga, para cuando trabajaba. En una esquina de la mesa había una combinación de lámpara de delineante y lupa que se sujetaba con una pinza. Era la única luz de la habitación, la única necesaria. Él no leía, comía ni hacía nada dentro de ella salvo dormir y trabajar sentado. A veces se pasaba mucho rato pensando, pero eso siempre se podía hacer a oscuras. Lo único que se oía en la habitación eran truenos lejanos, y un rumor de pequeños animales, de cosas raras que podían ser simples frutos de su sobrecargado cerebro.
Se levantó para ir hacia la puerta de acero macizo de la habitación. Primero comprobó que estuvieran echados todos los cierres. Luego se desvistió despacio, colgando cada prenda del uniforme en el gancho de latón de la puerta. Las botas las dejó bien alineadas al pie del catre. Cuando estuvo desnudo, volvió a la silla y se sentó. Vio que la tenía dura, pero no le hizo caso. Hacía muchos años que no tenía a nadie con quien compartir su pasión, conque más valía ignorarla.
Tendió el brazo hacia la caja de la mesa para sacar un nuevo par de guantes médicos, con los que palpó la tapa de piel gruesa y labrada del libro que ocupaba el centro geométrico de la mesa, un libro enorme, pesado.
El motivo de la tapa era sencillo y explícito, uno de sus primeros intentos: una cruz en profundo bajorrelieve, con líneas que irradiaban de ella como los rayos de una estrella. La Virgen pendía al revés de la cruz, con las manos clavadas en el poste y las piernas abiertas en el travesaño, manifestando todo su dolor por la crucifixión, pero también por dar a luz a quien estaba destinado a ser su único hijo —el cual nacía hacia arriba, no hacia el suelo, sino hacia donde le correspondía estar, al lado de su Padre—, El hijo de Dios, cuyo poder la mataba, a ella, que moría voluntariamente en la cruz para tenerlo, y que jamás sabría la magnitud de lo que había engendrado. Su esplendor, su ira, su empeño en procurarle al mundo una venganza justa, verdadera. Tras rezar una breve oración a la Madre, el hombre desnudo abrió el libro por la última página en la que había estado trabajando y empezó un nuevo versículo.
Como era el primero de la columna, tenía que iluminarlo, al igual que en cualquier Biblia. Abrió el potecito de cola y usó el pincel más fino que tenía para trazar una línea muy delgada de líquido pegajoso por el contorno de la letra marcado a lápiz. Luego sopló cuidadosamente, cogió un taco de pan de oro y desprendió una sola lámina con un algodón para aplicarla a la línea de cola.
Tras esperar pacientemente a que la lámina, fina como un papel de seda, se fijara a la cola, usó un pincel de marta, más ancho y más flexible, para quitar el oro sobrante. Ya había elegido el color que usaría para el interior de la letra: rojo cobre, como el pelo de la chica, como el olor a sangre fresca un día caluroso de verano, tal como debió de haber sucedido mucho tiempo atrás.